La mayoría de los libros que aparecen y abordan el tema de la desigualdad contienen explicaciones que solo especialistas en las áreas de econometría suelen comprender. El número de posibles lectores interesados en el tema prácticamente abandona el texto una vez terminadas las páginas introductorias que por suerte no invaden al lector con promedios, índices, correlaciones y complejas teorías. Y no es que ello no sea importante, sino que el tópico de la desigualdad posee muchas más aristas de análisis, mismos de los que apenas abordando el tema y conociendo lo que las personas viven y experimentan se comprende su complejidad. Estudiar la desigualdad y, diría aquí, las desigualdades, conociendo la experiencia de las personas de a pie permite identificar diferentes posibilidades para encontrar soluciones que trasciendan aquella que presupone que el aumento del ingreso solucionará este grave problema global.
Todavía hasta la década de 1990 los gobiernos y los organismos internacionales enfocaban sus esfuerzos en tratar de disminuir la pobreza, sin tomar en cuenta el crecimiento de las desigualdades, con frecuencia asumiendo que pobreza y desigualdad eran lo mismo. La diferencia fundamental es que, en el caso de la pobreza, los esfuerzos se enfocan en la promoción del desarrollo humano, y en el de la desigualdad, los esfuerzos se dirigen en buscar el cambio de las estructuras de oportunidades que existen y se profundizan entre los distintos grupos sociales.
En el libro que aquí nos ocupa, los autores aciertan al analizar las desigualdades desde un doble sentido: en plural, como expresión de múltiples asimetrías, y en singular, como desigualdades específicas.
A lo largo de doce capítulos organizados en tres secciones, los autores des tacan cómo a pesar del descenso del socialismo y la expansión de la democracia en el mundo, las problemáticas de las desigualdades, la pobreza y el hambre pasaron a ser asuntos poco relevantes en las agendas internacionales, bajo el supuesto de que el sistema capitalista neoliberal sería capaz de corregir las asimetrías producidas por la actuación del mercado.
La realidad es que muchos de los problemas sociales que han emergido a lo largo de la historia de Europa Occidental y en América Latina han escondido el grave problema de las asimetrías presentes en las relaciones de poder. El debilitamiento del Estado y el fortalecimiento del modelo de mercado dejaron ver en poco tiempo las graves consecuencias que, en términos de distribución de la riqueza, de recursos y oportunidades favorecieron a unos pocos y afectaron a muchos. Por fortuna, frente al crecimiento alarmante de la desigualdad, la agenda sobre esta problemática ha vuelto a cobrar un interés en la investigación, con los cambios más relevantes en las últimas dos décadas, a saber:
La inclusión del concepto de poder para explicar las desigualdades. A partir de la crítica de la idea de “movilidad social”, se ha admitido ya que la desigualdad no consiste meramente en el cálculo de la distribución de los recursos por parte de los individuos en los distintos estratos socioeconómicos, sino también en explicar la posibilidad para acceder o no a los recursos. Asimismo, se ha incluido en las agendas de investigación la producción de las desigualdades medioambientales para dar cuenta del impacto de la actividad industrial y cómo las personas con poder canalizan los daños hacia los países más pobres.
El cambio de mirada en torno a la unidad de análisis, lo que ha significado pasar de un foco nacional a uno global. Esto ha sido fundamental ya que hoy podemos observar que buena parte de las desigualdades son y tienen efectos de carácter global. De hecho, los estudios demuestran que muchos de los patrones de desigualdad que perviven en la actualidad en América Latina han ocurrido desde la época colonial, y ello tiene efectos importantes en cómo un país ataca hoy las desigualdades sociales, comprendiendo que aquellos que se consideran factores internos son también factores externos heredados y que están ligados a la economía global y la política mundial.
Actualmente se han ampliado las categorías para el análisis de la y las desigualdades; además de la clase social, ahora se contemplan otras como nacionalidad y ciudadanía, lugar de residencia y origen de las personas, género, raza, etnia, edad, religión e idioma. Y el análisis se concentra no solo en explicar dichas categorías, sino en cómo se construyen, vinculan y combinan a lo largo del tiempo. Esta más amplia perspectiva ha dado lugar a que los investigadores estudien mejor la desigualdad en las interacciones cotidianas y las redes multisituadas. Sin embargo, todavía es un desafío mayor superar la actual escasez de información, lo que sigue limitando una mejor comprensión de la problemática.
La primera parte del libro de Jelin, Motta y Costa analiza la estructuración de las desigualdades. Desde la perspectiva tradicional, las ciencias sociales han explicado que las desigualdades sociales emanan de una inadecuada distribución del ingreso entre los estratos socioeconómicos, lo que a su vez se debe al acceso desigual a la educación y en consecuencia en función del estrato social del cual provenga la persona esta podrá acceder a determinada posición en el ámbito laboral.
Sin embargo, las desigualdades sociales son también producto de las relaciones asimétricas, por ejemplo, en el ámbito de la ley, en el papel del espacio y el territorio, y en la relación entre sociedad y naturaleza. Bajo esta perspectiva, distinta a la postura tradicional del análisis de la desigualdad, se hace necesario superar la metodología individual en la investigación de la desigualdad para adoptar un enfoque de análisis global.
Justamente, el análisis global de la desigualdad da pie a observar que la posición que ocupan las personas dentro de la estructura social está determinada por haber nacido en un Estado nación dado, hecho que determina por mucho sus posibilidades para acceder a una vida digna. La ideología liberal arraigó la idea en América Latina de que es a través del esfuerzo y el logro individual que la persona asciende en la escalera social, es decir, mediante la meritocracia. Pero el problema de esta radica en que no todas las personas arrancan del mismo punto ni cuentan con el acceso a los mismos recursos, por lo que este modelo en gran parte de los países en América Latina, como México, no es funcional.
De hecho, está claro que la discriminación estructural por la condición de origen de las personas o grupos ha existido desde hace años para los pueblos indígenas y no fue sino hasta finales del siglo XX que estos han adquirido mayores derechos legales. Otro componente fundamental para explicar la discriminación por motivo de “raza” en América Latina es la llegada de amplios contingentes de esclavos traídos de África. No obstante, tanto indígenas como negros son discriminados y perviven bajo importantes niveles de desigualdad.
La presencia de las desigualdades también admite analizarse a través de cómo se configuran los espacios urbanos. Durante los últimos cincuenta años, América Latina se ha ido convirtiendo en un continente urbano. Lo urbano se entiende aquí como una dimensión constitutiva de la vida social con su propia materialidad y temporalidad. El espacio urbano, además de expresar las desigualdades en la calidad de vivienda y el entorno, condiciona la reproducción de las desigualdades ya que afecta las oportunidades de trabajo, la calidad de la educación, el acceso y los costos de la movilidad y el transporte, y marca la asimetría entre vivir en el campo o en la ciudad.
Desde el punto de vista socioecológico, los impactos ambientales distribuidos de forma desigual refuerzan las desigualdades sociales existentes. El ambiente no es social o políticamente neutral, sino que naturaleza y sociedad deben de entenderse en conjunto. Al considerarlo así, es posible contribuir al estudio de las desigualdades sociales en su dimensión ecológica. Se requiere analizar la construcción de las desigualdades a partir de la comprensión sobre cómo las sociedades se apropian de la naturaleza y la transforman en recursos naturales y condiciones de vida y cómo las instituciones que regulan su acceso y distribución inciden en las formas y relaciones de las desigualdades sociales.
La segunda parte del libro se enfoca en la construcción y deconstrucción de las jerarquías persistentes. En esta sección se da un giro hacia la construcción de los imaginarios que reproducen las desigualdades. Uno de los elementos clave en la construcción de la hegemonía de una sociedad ha sido la imposición de imaginarios sociales que, al momento de ser compartidos por la mayoría de la población, acaban por configurar el sentido común, lo que resulta en las desigualdades asimétricas: bueno/malo, blanco/negro, mestizo/indígena, rico/pobre, entre muchas otras categorías que producen y reproducen las desigualdades; o, en otras palabras, se trata de la construcción simbólica de las desigualdades.
El fracaso y rechazo del modelo neoliberal por gran parte de las sociedades latinoamericanas en los últimos tiempos abrió la posibilidad de visibilizar y posicionar en la agenda de los movimientos sociales la lucha por el cambio de rumbo político y económico en la región evidenciando la presencia y persistencia de procesos de exclusión y que, al ser invisibilizados, se han normalizado y configurado como prejuicios que determinan el lugar que ocupan los sectores más pobres.
Una de las limitaciones de la construcción imaginaria de las desigualdades es que, a causa del orden que impuso el modelo neoliberal, estas últimas se han abordado a partir del estudio del ingreso entre personas, lo cual se obtiene mediante las encuestas en los hogares. Sin embargo, al observar lo que arrojan esas encuestas queda claro que no es cierto que, para aminorar la mala redistribución de los recursos, solo se requiere que las fuerzas del mercado se encuentren equilibradas y se compense a la población mediante transferencias de dinero directas. El incremento desproporcionado de las desigualdades en el mundo y en particular en la región latinoamericana muestra que este argumento es una falsedad.
El problema del análisis es la insuficiencia de los estudios acerca de las causas que producen las desigualdades. Al centrarse en el ingreso se obtiene una comprensión parcial y superficial del fenómeno.
El libro de Jelin, Motta y Costa propone una mirada alternativa sobre las desigualdades cambiando hacia una perspectiva radical y crítica. A partir de preguntarse “desigualdad de qué” y “desigualdad entre quienes” es posible que hallemos como respuesta a la primera pregunta que es el poder de los mercados lo que configura las condiciones para la generación y apropiación de excedente económico. Sobre la respuesta a la segunda pregunta, vale decir que la desigualdad se da entre los individuos, pero también entre pares de grupos: género, etnia, raza y clases sociales; todos ellos pugnan por obtener el excedente y quienes quedan fuera de esta lucha enfrentan otras dinámicas de desigualdad, como el desempoderamiento que los coloca en la esfera de la exclusión.
Por último, la tercera sección del libro se ocupa de las dinámicas que producen y transforman las desigualdades. Tales dinámicas implican conflictos y disputas que se desarrollan en los diferentes ámbitos de la vida social, y que recurren a múltiples repertorios de acción que van desde el escándalo público hasta el cabildeo y la corrupción.
Para explicar las dinámicas que producen y transforman las desigualdades, los autores proponen el concepto de “capas de desigualdades”, el cual busca comprender la imbricación de los procesos económicos, políticos y sociales que, históricamente y en la actualidad, producen y reproducen las desigualdades. Analizando estas dinámicas en la región del Bajo Atrato en Colombia, se concluye que los procesos históricos que han dado origen a las relaciones asimétricas entre grupos sociales a través de las categorías de clase, raza y etnia, presentes desde el periodo colonial y hasta la actualidad en Colombia, explican por qué la historia colombiana ha estado plagada de conflictos armados.
Como consecuencia de su proceso histórico, el Bajo Atrato se ha caracterizado por las prácticas relacionadas con los desalojos forzados que se han convertido en parte de la experiencia habitual de campesinos mestizos y afrodescendientes.
Frente al acaparamiento de los recursos y del poder de pequeños grupos, ¿qué decir de la enorme brecha en donde el 1% de la población ve cómo crece su riqueza y que los pobres se alejan cada vez más? Esta cuestión que prácticamente ya no produce ninguna reacción en las personas pues “ya todos saben que es así”, se atestigua a diario en Brasil. En 2014, el 1% de la población brasileña concentraba más del 47% de la riqueza total del país. Más aún. Lo más sorprendente es que a pesar de los desbalances en la economía, el sector más rico nunca se ha visto afectado directamente y por lo tanto no pierde su posición hegemónica. Y que no obstante el aumento en los salarios de los empleados y trabajadores de las empresas más ricas, estas no ven mermadas sus ganancias. Si ello es así, entonces, ¿por qué y a quiénes conviene que permanezca la desigualdad?
Otra de las consecuencias perversas que generó el modelo económico neoliberal se relaciona con la fuerte dependencia de los Estados respecto de las inversiones locales y extranjeras para obtener recursos. Tal dependencia ha derivado en la construcción de vínculos que determinan hasta qué punto los dueños del capital permiten el flujo de dinero que, al menos idealmente, sirve para la implementación de políticas que precisamente reduzcan las brechas de desigualdad.
El efecto producido en el mundo, y en la región latinoamericana en particular, ha sido la emergencia de nuevos discursos políticos que prometen desechar el modelo neoliberal y establecer otro basado en la justicia social, sin que necesariamente todos sepan a qué se refieren con ello. Desafortunadamente y ante la evidencia que proporcionan los organismos internacionales, organizaciones no gubernamentales y centros de estudios especializados coinciden en que las desigualdades no solo no han disminuido, sino que han aumentado en los países que han dado un giro discursivo prometiendo el bienestar social.
Parece ser que la apuesta por un movimiento que en efecto implemente una agenda que disminuya las desigualdades se encuentra justo entre los movimientos sociales emergentes. En los últimos años, los movimientos feministas en América Latina han cambiado el rol tradicionalmente atribuido a las mujeres. Las mujeres ya forman parte de la generación de riqueza en las economías y se han posicionado como proveedoras de sus familias, aunque las desigualdades por género persisten ya que, mientras las mujeres que trabajan perciben menos salario por el mismo puesto en relación con los varones, muchas otras además de trabajar deben ocuparse de la crianza de los hijos sin salario alguno.
Se requiere entonces insistir en el rol que juega el uso de las categorías de clase, raza, género y condición de origen para explicar cómo afecta la creciente desigualdad a las personas y grupos de la sociedad. Es más, algunos grupos, como las llamadas eco-feministas, buscan aprovechar la empatía que las mujeres tienen por la ecología y la naturaleza, para empoderarse y movilizarse en favor de la disminución de las desigualdades, en especial aquellas que afectan a las mujeres por el persistente predominio del sistema patriarcal en las relaciones sociales.
Finamente y respecto a las desigualdades en el ámbito medioambiental. Del progreso prometido con la integración de transgénicos en el campo, hoy se puede acreditar que ha generado desigualdad entre quienes lo aplican y quienes continúan con las prácticas agrícolas tradicionales. En Argentina y Brasil, entre la década de 1990 y principios del siglo XXI, el mismo Estado invirtió en transgénicos, es decir, en una agricultura basada en semillas modificadas genéticamente. Al principio parecía que el problema de la pobreza en el campo comenzaba a modificarse ya que ambos países lograron exportar grandes cantidades de productos transgénicos, a tal punto que la soya y el maíz se convirtieron en un ingreso destacado. Sin embargo, y a la luz del análisis “de a pie” y conociendo la experiencia de los campesinos, se evidencia que los favorecidos por esta política fueron productores bien posicionados económicamente, de modo que mientras estos aumentaron sus riquezas, los pequeños productores y los campesinos sin tierra quedaron fuera del modelo.
Las desigualdades medioambientales se suman hoy a las económicas y las sociales. Los efectos negativos en la salud de las personas y en la del planeta se irán profundizando mientras los gobiernos y los actores sociales no construyan una agenda para reducir las desigualdades. El progreso debe sustentarse en principios de inclusión para todos y de respeto a los demás seres vivos y la naturaleza. La exigencia por el cumplimiento de la política pública, la movilización y la vigilancia social es clave para contribuir a la disminución de las desigualdades que, además de los factores estructurales, pueden ser desarticuladas evidenciando la corrupción, la simulación, la apatía y el individualismo presente en nuestra sociedad.