Introducción1
El número 36 de la revista Mundo Nuevo, aparecido en junio de 1969, incluye un dossier que propone a cinco intelectuales reflexionar acerca de “qué es” América Latina. Esta pregunta tiene largo arraigo en el debate intelectual latinoamericano (al igual que otras, como: ¿existe América Latina? ¿América: una, dos, tres, o muchas? ¿Es posible hablar de una “unidad latinoamericana”? ¿En qué términos? ¿América Latina es una idea o una realidad? Y la lista podría extenderse hasta el infinito). El término América Latina es de tal modo complejo y escurridizo, que su definición ha suscitado innumerables controversias. Mucho se ha dicho y hecho en el nombre de “América Latina”, muchas y muchos se han pronunciado a favor o en contra suyo, o han intentado recuperar la noción de un pasado lejano, defenderla o denostarla en un presente caótico, o bien proponerla como deseable en un futuro cercano. En el dossier que nos ocupará en este artículo, tal interrogante -que hace las veces de disparador de la polémica- es introducido por el crítico literario brasileño Afrânio Coutinho, y se suceden en sus respuestas, Gino Germani, Gilberto Freyre, Norberto Rodríguez Bustamante y Jean Casimir.
El objetivo del presente artículo consiste en contribuir a la comprensión de un episodio muy específico del debate intelectual latinoamericano suscitado a fines de la década de 1960, en un contexto regional signado por los avatares de la Revolución cubana, procurando caracterizar una empresa cultural en extremo controversial como la revista Mundo Nuevo, y, particularmente, analizar el intercambio de ideas reproducido en su número 36 de junio de 1969. De este modo, el artículo se propone, en primer lugar, reconstruir el contexto de producción y desarrollo de la revista Mundo Nuevo, en el marco del Congreso por la Libertad de la Cultura y la Guerra Fría cultural. En segundo, abordar la polémica intelectual suscitada en dicho número acerca de “qué es” América Latina, para lo cual se presenta la idea-objeto del debate, es decir, “América Latina”, para luego introducir a los polemistas y formular una reconstrucción analítica de sus propuestas. Por último, en las consideraciones finales se ofrecen, sobre la base de lo expuesto, algunas conclusiones generales y comparativas que ponen en relación las ideas acerca de “qué es América Latina” con el medio en el que fueron presentadas para su discusión, la revista Mundo Nuevo, y su contexto, el de la Guerra Fría cultural.
El Congreso para la Libertad de la Cultura y la polémica revista Mundo Nuevo (1966-1971)
La revista Mundo Nuevo fue fundada en París en 1966 en el marco del Congreso para la Libertad de la Cultura (en adelante CLC), por lo que conviene comenzar caracterizándolo brevemente. El CLC tuvo su reunión fundacional en junio de 1950 en la sección occidental de Berlín. Su principal impulsor intelectual fue el joven Melvin J. Lasky, quien, con apenas 29 años, en 1947 se había convertido en el editor fundador de Der Monat, una revista impresa en Alemania, patrocinada por el gobierno de ocupación estadounidense en el marco del Plan Marshall destinada a la difusión de ideas “progresistas” abiertamente anticomunistas. El CLC ―como se supo oficialmente después de mucho tiempo, a partir de la desclasificación de documentos hacia finales del siglo XX― fue financiado por los Estados Unidos a través de su Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) y la Fundación Ford (Warner, 1989).
En el CLC participaron más de un centenar de intelectuales de diversas partes del mundo que se pronunciaron contra la “mentira soviética” ―es decir, según ellos, la autoproclamación de la Unión Soviética como la encarnación de la lucha mundial por la paz― y organizaron la contraofensiva cultural del “mundo libre” contra el “totalitarismo comunista” (Ruiz Galvete, 2013). En su Manifiesto de la Libertad (Freedom Manifesto), los intelectuales reunidos en la Berlín occidental ponen blanco sobre negro que el CLC velará por la “libertad intelectual” como “derecho inalienable del hombre”, así como por “la inextricable unión entre libertad y paz, la tolerancia a las opiniones divergentes, la reprobación de los Estados totalitarios, y el rechazo a que razas, naciones, clases o religiones se adjudiquen el ideal de la libertad” (Alburquerque, 2011, p. 124).
Entre 1950 y 1979, mientras se mantuvo activo, el CLC generó una estructura vastísima conformada por un comité ejecutivo y una serie de oficinas, secretariados, institutos, programas y órganos de publicaciones. Primero centró su interés en los países de Europa Occidental más expuestos a la “amenaza comunista” (Inglaterra, Francia, Italia y la República Federal Alemana), instalando sus oficinas operativas en París. Luego fue extendiendo su influencia a los cinco continentes. Bajo su ala, se abrieron oficinas en 35 países y se publicaron más de 20 revistas. América Latina, por su parte, se une al CLC en 1953, y debido a las características propias de la región, desde sus inicios fue una iniciativa bien acogida por los sectores liberales y demócratas de la izquierda latinoamericana. En todos los casos, el CLC contó con la participación de importantes figuras de la época que coincidían de un modo amplio en el rechazo a los totalitarismos y en la “defensa de la libertad” (Alburquerque, 2011; Jannello, 2014).2
Una de las principales actividades del CLC consistía en albergar, impulsar y financiar empresas intelectuales. En Latinoamérica, su principal órgano de publicaciones fueron los Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura (Cuadernos, en adelante), que iniciaron sus actividades en 1953 y se extendieron hasta 1965 de la mano de Julián Gorkin, ex miembro de la Federación Comunista de Levante, un antecedente del Partido Comunista español. Desde sus comienzos, pero sobre todo a partir del estallido de la Revolución cubana en 1959, tanto esta revista como el CLC fueron objeto de duras críticas desde sectores intelectuales y políticos vinculados a la izquierda revolucionaria latinoamericana por sus filiaciones con los Estados Unidos. Lo que sucedió es que con el paso del tiempo fue evidente el origen espurio de sus fondos. El “pecado original” (Ruiz Galvete, 2013) del CLC en América Latina había sido que su principal fuente de financiamiento provenía de la CIA y de una vasta red de fundaciones y organizaciones civiles norteamericanas que le eran afines y contribuían a encubrir su nombre.
En los años sesenta, la cuerda se tensó alrededor de los intelectuales reunidos, en un extremo, en torno a Casa de las Américas con sede en La Habana, y en el otro, a Cuadernos ―posteriormente Mundo Nuevo―, con su sede en París.3 Tanto fue así que, a modo de válvula de escape de una situación insostenible, para 1965 el CLC decidió dar por finalizada la publicación de Cuadernos, alegando problemas financieros, y para inicios de 1966 su departamento para América Latina, cuyo director era Luis Mercier Vega, se escinde de su central para formar un “afiliado independiente” denominado Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI); Mercier Vega, un ex anarco-sindicalista y libertario de origen belga, se hará cargo de dirigirlo.4 Asimismo, este organismo contó con la participación y asesoramiento de Daniel Cosío Villegas,5 fundador del Fondo de Cultura Económica, la editorial mexicana. El ILARI, que muda su sede de París a Ginebra, se presentaba a sí mismo como el organismo encargado de “organizar y utilizar los recursos intelectuales de América Latina de tal manera que se asegure su plena participación en la esfera de los intercambios culturales internacionales” (citado en Iber, 2015, p. 197). Estas experiencias se inscriben en una “oleada de esfuerzos norteamericanos por captar la buena voluntad de artistas e intelectuales del continente” (Gilman, 2003, p. 68).
El nuevo objetivo del CLC y del ILARI en la región era “limpiar” la imagen de su órgano de publicaciones. Así, para mediados de 1966 se planea la presentación de una revista más renovada destinada a eludir el peso de las críticas. Esta tarea sería encomendada al crítico y editor uruguayo Emir Rodríguez Monegal,6 quien asume la dirección de la flamante Mundo Nuevo. A pesar de la difícil situación que heredaba, y a sabiendas de las graves acusaciones que pesaban sobre Cuadernos, Rodríguez Monegal asumió el desafío defendiendo el proyecto desde el comienzo:
El propósito de Mundo Nuevo es insertar la cultura latinoamericana en un contexto que sea a la vez internacional y actual, que permita escuchar las voces casi siempre inaudibles o dispersas de todo un continente y que establezca un diálogo que sobrepase las conocidas limitaciones de nacionalismos, partidos políticos (nacionales o internacionales), capillas más o menos literarias y artísticas. […] Mundo Nuevo no se someterá a las reglas de un juego anacrónico que ha pretendido reducir toda la cultura latinoamericana a la oposición de bandos inconciliables y que ha impedido la fecunda circulación de ideas y puntos de vista contrarios. Mundo Nuevo establecerá sus propias reglas de juego, basadas en el respeto por la opinión ajena y la fundamentación razonada de la propia; en la investigación concreta y con datos fehacientes de la realidad latinoamericana, tema aún inédito; en la adhesión apasionada a todo lo que es realmente creador en América Latina (Rodríguez Monegal, 1966, p. 4).
Incluso antes de estas palabras de Monegal, las críticas ya habían encontrado su punto de ebullición en abril de 1966, cuando aparece una serie de artículos en The New York Times que desenmascaraban los vínculos de la CIA con diferentes agencias internacionales de promoción cultural, entre las que se encontraba el CLC.7 La revista Mundo Nuevo, pese a la defensa de su director y de los intentos del CLC de “lavar su imagen”, quedó en medio de fuego cruzado. Mundo Nuevo recibía fondos de la Fundación Ford y dependía institucionalmente del ILARI.8 Más allá de que el propio Rodríguez Monegal intentó denodadamente desarticular los puntos que unían a Mundo Nuevo con el CLC y, por extensión, con la CIA (Rodríguez Monegal, 1967, p. 4), no tuvo demasiado éxito.
Mundo Nuevo, como dijimos al inicio, se fundó en París a mediados de 1966. Ahora sabemos que ello aconteció en un marco de disputas y controversias en torno al origen de los fondos de las empresas intelectuales latinoamericanas bajo el amplio paraguas del CLC. No obstante los intentos de su director por despegarse del oscuro legado que recibió, sosteniendo y defendiendo la “independencia” editorial e intelectual de Mundo Nuevo,9 fue difícil borrar el estigma. La situación se le hizo tan cuesta arriba a Rodríguez Monegal que hacia 1968 se alejó del cargo. Esto se debió, básicamente, a las “nuevas condiciones” que impuso la Fundación Ford para continuar subvencionando la revista: 1) que comenzara a editarse en algún país de América Latina y 2) que luego de tres años generara ya recursos propios. La primera condición fue acatada de inmediato por el ILARI, lo que provocó el alejamiento de Rodríguez Monegal. En su descargo, argumentó que París era el mejor lugar para editar la revista debido a que Francia mantenía “vínculos culturales muy estrechos” con los países latinoamericanos, y que casi todos ellos tenían “graves inconvenientes, sobre todo en el orden político por la existencia de distintas formas de censura a la actividad intelectual” (Rodríguez Monegal, 1968, p. 93).
Ante la renuncia de Rodríguez Monegal y el definitivo traslado de la sede de la revista de París a Buenos Aires, el ILARI ofreció la dirección de Mundo Nuevo al argentino Horacio Daniel Rodríguez, “un periodista de opiniones políticas socialdemócratas” que había llegado al CLC de la mano de Mercier Vega (Iber, 2015, p. 190). Esta segunda etapa de la revista, en la que se encuentra el número 36 en el que nos vamos a detener a continuación, se extiende hasta marzo-abril de 1971, cuando aparece su último número. Sin haber podido generar recursos propios, es decir, sin haber cumplido con la segunda condición impuesta por la Fundación Ford, se da por finalizada la experiencia y se cierra la revista (Alburquerque, 2011, p. 173).
Con todo, en los convulsionados cinco años que Mundo Nuevo se mantuvo activa se publicaron una gran cantidad de artículos, reseñas, poesías, cuentos, etcétera, de algunas de las figuras más destacadas de la literatura, las humanidades y las ciencias sociales de la región. A diferencia de su antecesora,
Si en Cuadernos publicaba la vieja guardia de los escritores latinoamericanos ―Arciniegas, Sánchez, Alfonso Reyes, Gallegos―, en Mundo Nuevo participará la flor y nata de la pujante narrativa latinoamericana ―García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso―, figuras clásicas de la poesía ―Neruda―, y escritores emergentes ―Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante―; es decir, el concurso de personajes de prestigio y en plena vigencia fue alcanzado con total éxito (Alburquerque, 2011, p. 167).
En buena medida, tal “éxito” no hubiese sido posible sin las gestiones de Rodríguez Monegal, quien había forjado importantes vínculos con muchas de estas y otras figuras. Entre julio de 1966 y julio de 1968, cuando renuncia, dirigió 25 números, entre los que aparecieron publicados, además de los arriba mencionados, autores tan importantes como Nicanor Parra, Leopoldo Torre Nilsson, Ernesto Sábato, Oscar Lewis, Octavio Paz, Susan Sontag, Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Manuel Mujica Láinez, Francisco Ayala, Mario Vargas Llosa, Leopoldo Marechal…y la lista continúa.
¿Qué es América Latina? Un debate intelectual
Habiendo presentado el marco en el que surge y se desarrolla Mundo Nuevo, el cual estuvo signado por la Guerra Fría cultural en la región latinoamericana, nos abocaremos en este apartado al análisis del debate que reúne las opiniones de cinco intelectuales, reproducido en el número 36 de junio de 1969. Debido a la complejidad del debate y las múltiples dimensiones que involucra, resultan indispensables algunos rodeos antes de adentrarnos en su análisis. Primero, introduciremos algunas apreciaciones respecto de la idea o el término en cuestión, es decir, América Latina. A continuación, ya en la polémica propiamente dicha, presentaremos de modo sucinto a los polemistas para ofrecer finalmente una reconstrucción analítica de sus ideas.
El término América y su adjetivación Latina
La idea de “América” está indisociablemente unida a la conquista. Fue precisamente del navegante florentino Américo Vespucio de quien toma su nombre el vasto territorio conquistado por las principales potencias europeas a partir del mal llamado “descubrimiento” del “nuevo mundo” hacia fines del siglo XV. El “gesto colonial” por excelencia consistió en “nombrar” un territorio que no era “nuevo”, que ya existía y tenía sus respectivos nombres de acuerdo con sus respectivos idiomas. Como sabemos por Tzvetan Todorov, “dar nombres equivale a la toma de una posesión” (2009, p. 39). En este mismo sentido, la acepción “latina” de América surge y se impone durante el reinado de Napoleón III (1852-1870). Su uso se expande tan rápido como su proyecto imperial. Puntualmente, la idea es propuesta por el senador Michel Chevalier en un libro de 1857, donde sostiene que en el territorio americano se superponen las mismas dos “divisiones étnicas europeas”, es decir, una en la línea de la tradición “latina” y la otra, “germánica”. Así, América “latina” refiere a la porción del territorio de influencia no anglosajona.
De allí en más la historia es muy entreverada y controversial. No podemos reponer aquí su derrotero,10 pero para nuestros objetivos resulta importante destacar que hacia mediados del siglo XX el término se impone en las ciencias sociales latinoamericanas a partir de su adopción por parte de algunos de los organismos multilaterales surgidos en la segunda posguerra: en 1948 se lo utiliza para designar a la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL), en 1957 se crea la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y en 1967 el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Paralelamente, por aquellos años crecen y proliferan los estudios latinoamericanos financiados por universidades e incluso por el gobierno de los Estados Unidos. Por otra parte, los movimientos revolucionarios también echan mano del término para apelar al sentimiento de “unidad latinoamericana”. Todo esto da cuenta, según postulan Ansaldi y Giordano, de que “América Latina es un horizonte, algo que se está construyendo” (2012, p. 64).
Cabe mencionar algunas cuestiones más acerca de “América Latina” y su herencia colonial. Hacia fines de la década de 1960, los análisis en y sobre la región latinoamericana adquirieron una fuerte centralidad a lo largo y ancho del continente. Esto se puede constatar con varios ejemplos ilustrativos. Por un lado, en el Cono Sur, contemporáneamente a la publicación del número 36 de Mundo Nuevo, ya con sede en Buenos Aires, aparece el trabajo seminal de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Dependencia y desarrollo en América Latina (2003 [1969]), que fue redactado entre 1966 y 1967 mientras los autores se encontraban trabajando en el Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social (ILPES) de la CEPAL en Santiago de Chile. Como es sabido, las “teorías de la dependencia” se insertan en un contexto mundial de revitalización del marxismo. Con sus respectivas variantes, todas ellas pusieron en el centro de sus análisis la condición “periférica” (dependiente, subdesarrollada, dominada) de la región latinoamericana respecto del “centro” (independiente, desarrollado, dominador).11 Además, por aquel entonces aparecen otras importantes obras: Historia contemporánea de América Latina, del historiador argentino Tulio Halperin Donghi (1998 [1969]) y Las venas abiertas de América Latina (2004 [1971]), del periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano.12 Tanto en el ámbito netamente académico como en otros más o menos cercanos, estos libros se convertirían rápidamente en referencias ineludibles. Por otro lado, en 1968 aparece en México, en una publicación que reunía escritos en homenaje a Edmundo O’Gorman, la transcripción de una conferencia de 1965 en la que el historiador norteamericano John Leddy Phelan retomaba la discusión sobre el origen del “nombre” de América Latina. Phelan afirmaba que “la nomenclatura en las Américas había funcionado a menudo como una proyección simbólica de las ambiciones y designios de las potencias europeas con respecto a los territorios descubiertos por Colón” (Quijada, 1998, p. 596).13
Todo esto da buena cuenta de la centralidad que adquiere la cuestión de la definición de qué debe/puede entenderse por América Latina hacia finales de la década de 1960. Sirvan estas apreciaciones generales a modo de introducción para el objetivo principal de este apartado: el análisis de una polémica puntual aparecida en Mundo Nuevo en 1969, en la pluma de cinco intelectuales latinoamericanos, dos argentinos: Gino Germani (ítalo-argentino, para ser precisos) y Norberto Rodríguez Bustamante; dos brasileños: Afrânio Coutinho y Gilberto Freyre, y un haitiano: Jean Casimir.
Los polemistas
Por el lado de los argentinos, Gino Germani (1911-1979) fue un reconocido y destacado sociólogo de origen italiano, que desde 1934 y exiliado del fascismo, se instaló con fuerza en el campo cultural, académico e intelectual argentino hasta 1966 cuando emigra a los Estados Unidos. Permaneció en este último país hasta bien entrada la década de los setenta cuando regresa a la ciudad de Roma, donde finalmente muere. En Argentina es donde más fuertemente imprimió su huella. Sus primeras investigaciones sociológicas, durante la década de 1940, se llevan a cabo en el marco del Instituto de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), que dirigía el historiador Ricardo Levene. Luego de 1955, se abre en la uba un proceso de “renovación académica” (Blanco, 2006) en el que Germani toma un rol preponderante. Reunió los esfuerzos necesarios para crear en la UBA la primera Carrera de Sociología del país en 1957, convirtiéndose a partir de allí en la referencia ineludible de la “sociología científica” a nivel continental. A posteriori, trascendió las fronteras del país que le dio acogida impartiendo clases en prestigiosas universidades estadounidenses y europeas, participando en congresos, jornadas, reuniones de expertos, entre otros eventos internacionales. A la vez llevó adelante diversos proyectos de investigación financiados por organismos como la UNESCO desde fines de la década de los cincuenta hasta la de los setenta. En 1962 publica Política y sociedad en una época de transición, que le otorga gran renombre en el ámbito de las ciencias sociales latinoamericanas. Para 1969, cuando se publica el número de Mundo Nuevo que aquí nos ocupa, ya se encontraba en Estados Unidos dando clases en la Universidad de Harvard, y era considerado una referencia de la por entonces muy difundida y criticada teoría de la modernización. Esta aparecerá condensada ese mismo año en su célebre volumen Sociología de la modernización.
Por otra parte, su colega y colaborador cercano, Norberto Rodríguez Bustamante (1918-1990), también tuvo su importancia en el campo académico argentino de la época. Se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y desde allí en más mantuvieron un vínculo constante. Participaron en las revistas Imago Mundi y Sur, y fueron parte estable del plantel de profesores del Colegio Libre de Estudios Superiores durante la década peronista. Posteriormente, Rodríguez Bustamante participó junto a Ruth Sautu, Regina Gibaja, Ana María Babini, Jorge Graciarena, Enrique Butelman y Torcuato Di Tella, entre otros, del armado de la Carrera de Sociología conducida por Germani. Finalmente, se mantendrá relacionado con diversas universidades nacionales argentinas (Tucumán, La Plata) y llegará a ocupar el cargo de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.14
Si los argentinos habían adquirido relativo renombre, fundamentalmente a partir de su rol académico e institucional en la UBA y como representantes de una ciencia-profesión como la sociología “científica”, los brasileños se inscribieron más bien en una línea más cercana a la crítica literaria y la literatura, que mantuvo estrechos vínculos con la sociología y las ciencias humanas en general.15 Afrânio Coutinho (1911-2000), el encargado de proponer el eje articulador de la polémica, fue un crítico literario y ensayista bahiano. Comenzó estudiando medicina y luego se fue inclinando poco a poco hacia el estudio de la literatura y la historia. A inicios de la década de 1940 se traslada a la ciudad de Nueva York, en donde será por cinco años el secretario-redactor de la Reader’s Digest. Durante este periodo recorre numerosas universidades e instituciones estadounidenses. Luego retorna a su Brasil natal, en donde, a partir de 1952, organiza, planifica y dirige la publicación de los extensos volúmenes que conformarán A literatura no Brasil. Fue profesor en diversas universidades brasileñas. En 1962 es elegido para ocupar un puesto en la Academia Brasileira de Letras. Entre las décadas de los sesenta y setenta realiza viajes al exterior como profesor visitante en universidades de los Estados Unidos, Alemania y Francia.
Por otro lado, Gilberto Freyre (1900-1987) fue un destacado sociólogo, antropólogo, ensayista y escritor. Realizó estudios de grado y posgrado en los Estados Unidos durante los primeros años de la década de 1920. A su retorno a Brasil en 1924, luego de largos viajes por Europa, comienza a interesarse por el estudio del Nordeste, y se instala en la ciudad de Recife. Publica en 1933 el influyente ensayo sobre la formación de la sociedad brasileña Casa-grande y senzala. Desempeña diversos cargos públicos (por ejemplo, es elegido diputado federal constituyente en 1946) y colabora con numerosas revistas y diarios nacionales e internacionales. Participa desde inicios de los años cincuenta en las investigaciones que impulsa la UNESCO en la región. Estuvo además relacionado con el movimiento artístico modernista. Hacia finales de la década del sesenta y principios de los setenta recibe varios premios y distinciones por su obra sociológica y literaria.16
Finalmente, Jean Casimir (1938) es un reconocido ensayista y profesor haitiano. Se doctoró en Sociología y Antropología en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Fue profesor invitado en universidades de Estados Unidos y el Caribe. Ha sido secretario del Centro Latinoamericano de Pesquisas em Ciências Sociais en Río de Janeiro, Brasil, miembro de la Secretaría de las Naciones Unidas en Nueva York, y entre 1975 y 1988 formó parte de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. También fue director de Investigación en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, y embajador de Haití ante la oea y en Washington. Su libro La cultura oprimida, de 1980, constituye una referencia para los estudios culturales del Caribe y América Latina. Actualmente sigue escribiendo y brindando cursos en diversas universidades de la región.
Las ideas: ¿existe América Latina?
Habiendo introducido a los polemistas, ocupémonos ahora de sus ideas. Como se mencionó arriba, es el crítico literario brasileño Afrânio Coutinho quien pone sobre la mesa una pregunta de tan compleja respuesta como acuciante interés: “¿Qué es América Latina?”. La ofrece a sus convidados como único plato fuerte principal. Todos la abordan sin rodeos, con premura y obstinación, sentando explícitamente sus respectivas posiciones. En su argumentación, discurren por una variopinta gama de tópicos pero sin alejarse demasiado del centro neurálgico de la discusión.
Afrânio Coutinho es quien asume la responsabilidad de iniciar el debate y arrojar algunos interrogantes para detonarlo:
¿Existe América Latina? ¿Constituyen los países que la componen un bloque uniforme de costumbres, pensamientos, sentimientos y aspiraciones? ¿Hay algo en común entre un ecuatoriano, un argentino, un brasileño de modo que puedan comprenderse mutuamente y sentir los problemas de cada uno teniendo en vista soluciones armónicas? (Coutinho, 1969, p. 19).
A renglón seguido, se apresura en dejar bien sentada su posición: “Nunca sentí ninguna validez en la denominación de América Latina”. Su punto de partida es que el adjetivo “latino” no es adecuado a los pueblos de estas latitudes y no se corresponde con los “hechos históricos, sociales, culturales, artísticos y literarios”.
Refiriéndose al caso brasileño, pero haciéndolo extensivo al resto del continente latinoamericano, sostiene que el mestizaje representa una marca ineludible, así como distintiva y orgullosa: “la gran ventaja de nuestra civilización es la mezcla”. Destaca que los brasileños se constituyeron como tales en cuanto los portugueses (por extensión, europeos) pisaron suelo americano. Allí, como fruto de una mixtura de “culturas y de sangres”, surge “algo nuevo que Europa no puede reconocer como iguales a los suyos”. De este modo, concluye, “América Latina es un absurdo histórico, resultante del preconcepto colonizador […] no somos latinos, sino argentinos, ecuatorianos, peruanos, chilenos...” (Coutinho, 1969, p. 20). Según él, cada nación del continente posee su individualidad propia, la cual es inconfundible y diferente según su propia evolución histórica.
Gino Germani, por su parte, comienza su exposición, titulada sugerentemente “América Latina existe y si no habría que inventarla” (Germani, 1969), identificando cuáles son las “posiciones diametralmente opuestas entre sí” a las que se refiere Coutinho implícitamente. Según el sociólogo ítalo-argentino, ambas tienen su punto de contacto en el sostenimiento de la “existencia real” de América Latina. A la primera la llama “de derecha” y está representada por la idea de hispanidad sostenida por las ideologías fascistas. Es aquella que “insiste sobre el carácter latino, o griego romano, cristiano, hispánico o ibérico del subcontinente americano” (p. 21). A la segunda la ubica en la “línea de izquierda”, la cual traza un puente entre la idea de nación y las ideas políticas de la independencia. América Latina se convierte así en el término aglutinador frente a un “enemigo común que la amenaza”. En ambos casos, en la posición “de derecha” o “de izquierda”, se evidencia, según Germani, un fuerte componente retórico: si la negación de la existencia de América Latina por parte de Coutinho se orienta hacia un “ejercicio antirretórico y como un llamado a la concretez”, entonces su intento es “saludable”. Sin embargo, si se prescinde de esto, la propuesta de Coutinho defiende para Germani un “nacionalismo localista”, lo que no hace más que “negar una tendencia inherente a la dinámica histórica misma” (p. 22). Y aquí el ítalo-argentino comienza a delinear su propia respuesta a “qué es América Latina”, defendiendo no solo su existencia sino postulando la necesidad de su unidad.
América Latina constituye una unidad porque posee, según Germani, “elementos comunes ―de orden cultural, social, económico y político― que proporcionan una estructura unitaria a la región” (p. 22). No obstante, esto no impide que surjan diferencias o rasgos distintivos dentro de cada país. Tanto los “elementos comunes” de la región como los “rasgos distintivos” de cada país constituyen “la realidad concreta”. Entenderlo de modo diferenciado supone una seria mutilación a tal orden de realidad. Al parecer de Germani, en este error incurre Coutinho al identificar el “elemento común” en la “herencia europea”. Sin embargo, Germani no reniega de la originalidad del “ser nacional”, sino que propone entenderlo no como la negación de lo europeizante, sino como una “capacidad de innovar sobre precisamente una realidad que se asume y acepta, aunque sea para modificarla” (p. 22).
Ahora bien, la “herencia cultural común” no basta como único factor para la unidad latinoamericana. El otro factor decisivo se halla “en la común situación de América Latina, en su transformación en naciones modernas, frente al resto del mundo, y en particular frente a los grandes centros hegemónicos” (p. 22). La tesis sostenida por Germani en este punto destaca que “los mismos impactos externos” generaron en los diversos países latinoamericanos formas semejantes de desarrollo económico y de modernización social y política bajo el esquema de una transición de etapas que siguen en cada caso un patrón similar. Provisto de este esquema analítico, Germani se opone a quienes defienden “nacionalismos provinciales” (como Coutinho) ya que “fortalecen ideologías contrarias a lo que indica la dinámica histórica”. El mayor problema es que estas propuestas pretenden defender la “autonomía de las naciones aisladas”, lo que se ha convertido, a juicio de Germani, en algo obsoleto: “La única posibilidad de autonomía y de crecimiento orientado hacia valores aceptables por la gran mayoría de la población, se da para unidades de orden multinacional” (p. 23). La integración de América Latina y su consiguiente unidad multinacional es la “única posibilidad para el futuro”.
En tercer lugar, Gilberto Freyre titula su intervención “Condiciones etnoculturales en América Latina” (Freyre, 1969) y vuelve en ella sobre las “herencias europeas”, pero su argumentación sostiene que no solo resulta imposible negar que la colonización en América haya sido predominantemente latina (en oposición a anglosajona), sino que también ha sido también predominantemente católica (en oposición a protestante) (p. 24). De ambas configuraciones opuestas ―típico-ideales, se podría decir― surgieron desarrollos nacionales divergentes en el Norte y en el Sur. La permanencia de estas bases en las estructuras sociales contemporáneas hace que en su ethos, en las raíces de sus culturas, se conserven “en gran parte latinas o hispánicas”. Según Freyre, desde el punto de vista “ampliamente sociológico”, esto se puede observar en lo “transnacionalmente latino o hispánico o ibérico” (p. 24), lo que no necesariamente se contrapone a diferencias nacionales específicas.
Un argentino, que según Freyre puede parecerse más a un anglocanadiense que a un peruano, de acuerdo a determinados aspectos de su ethos y de su “comportamiento progresista”, ¿pierde por ello mismo su “latinidad o hispanidad”? Su respuesta es definitivamente negativa. La “latinidad” se encuentra presente en todos y cada uno de los pueblos al sur del río Bravo. Más aún, las “inspiraciones hispánicas” no alteran la “sensibilidad especial” de los latinoamericanos, sino que más bien la potencian. Freyre ofrece algunos ejemplos al respecto: existe en la actualidad, en términos artístico-arquitectónicos, un “parentesco hispanoamericano” entre las obras monumentales brasileñas (“las esculturas de Alejaidinho en Minas y el barroco exuberantemente bahiano”) y las formas modernas del “arte mexicano” (p. 24). Asimismo, en cuanto a las artes plásticas, la música y la lírica, pero sobre todo en la cocina, se puede observar nítidamente las características del “paladar trasnacional” forjado en el continente americano en donde “lo nacional se une a lo trasnacional, tornándose lo nacional así trasnacionalizado en valor común a todo un conjunto cultural” (p. 25). Tal “paladar” se erige como “panhispánico” en general y “panhispanoamericano” en particular.
Finalmente, Freyre se ocupa de las “lenguas hispánicas”: “¿Las manifestaciones americanas de esas lenguas no son en su hablar cotidiano y popular, o en sus expresiones literarias, parte viva, vital, dinámica, de un conjunto lingüístico-literario que sociológicamente puede ser denominado panhispánico o panibérico?” (p. 26). Aquí, su respuesta es afirmativa. Precisamente, la unidad de la cultura ha sido lograda en vastos territorios a partir de la unidad de la lengua, lo que hizo emerger un “complejo trasnacional de cultura” (p. 26).
En cuarto lugar, Norberto Rodríguez Bustamante, en “El interrogante y la respuesta de Afranio Coutinho” (Rodríguez Bustamante, 1969), parte del problema que acarrea el uso del concepto de América Latina: “es un concepto colectivo y, como tal, pone bajo sí una multiplicidad de objetos o de realidades predicables y sobreentiende ciertos vínculos de semejanzas o identidades que posibilitarían otorgarle a las mismas una denominación común” (p. 28). En tal sentido, la observación de Coutinho le parece “compartible” ya que los países que “caen dentro del rótulo de América Latina no equivalen a un bloque uniforme de costumbres, pensamientos, de sentimientos, de aspiraciones” (p. 28). Sin embargo, este modo de razonar encubre un dilema no resuelto: ¿acaso dentro de cada subunidad de denominación común no se subimprime la misma lógica? Es decir, se pregunta, “¿Existe la Argentina?” ¿O es el rótulo con el que se conoce a la agregación de catamarqueños, bonaerense, mendocinos, etc.? Esta línea de pensamiento lleva, indefectiblemente, al individuo, último e inabarcable reducto para cualquier análisis de tipo social.
La pregunta que subyace sería “¿quién tiene existencia real, el individuo o la especie?” (p. 29). Resulta que si se cuestiona la “existencia real” de América Latina, no es posible reemplazarla con rótulos como “Brasil”, “Argentina”, “Perú”, etcétera, sin antes aclarar que estos son, al igual que aquel, conceptos colectivos que remiten a los rasgos comunes a muchos individuos. Parece tener iguales complicaciones abordar el problema por el lado de si los americanos, sus sentimientos, sus costumbres, “son o no son” producto del mestizaje cultural. Este modo de proceder da por sentado, según Rodríguez Bustamante, que existen “culturas únicas”, lo que no se corrobora históricamente, ni siquiera incluso en la cultura occidental que “incluye en sus componentes muchos préstamos y se ha revelado en el trascurso histórico como dotada de un alto poder de asimilación, equivalente al de su poder expansivo” (p. 29).
Llegado a este punto, Rodríguez Bustamante se pregunta si no será posible abordar la cuestión en términos de la “utilidad” del rótulo de América Latina. Para quienes así lo ven, resume, “América Latina se mide en función de las apetencias, los propósitos y las políticas expansivas de su poderío, y poco importa que carezca de asidero en los hechos” ya que lo único que importa es que “sirva para fines prácticos” (p. 30).
Sin inclinarse plenamente hacia ninguna de estas orientaciones, el autor sistematiza pormenorizadamente una serie de “tipificaciones” en torno a América Latina entendida como “región del globo” compuesta por una “multiplicidad de países” (p. 30): a) los países que la componen son “naciones independientes” que b) en virtud de las “encrucijadas culturales” cargan con legados como el indígena, el español, el portugués, el africano, y que c) en términos de la “unificación idiomática” no puede ocultarse la primacía del español. Asimismo, d) no puede negarse tampoco la penetración del catolicismo en la región, tanto entre las clases populares como entre las dominantes. Y, por último, en sintonía con las ideas germanianas, e) estos países presentan un grado de retraso en su “proyecto frustrado de ser naciones” debido en parte a los procesos que quedaron truncos de industrialización sustitutiva, y en parte a la “crónica inestabilidad del poder” (p. 31). Luego de ofrecer una descripción estructural de la región, enfatizando en la expansión que experimenta el proceso de urbanización, en los problemas que debe sortear en términos de desarrollo económico por estar compuesta por “economías dependientes”, y en el grado insuficiente en que han sido incorporados los procesos de “democratización fundamental” y “democratización cultural”, según la terminología de Karl Mannheim, en las diversas democracias latinoamericanas, Rodríguez Bustamante sostiene que la región se encuentra bajo el signo del “imperialismo”, es decir, que se halla incorporada a la “orbe de la cultura occidental” pero “como menores bajo tutela” (p. 32). En este panorama, es decir, una realidad impuesta por las potencias europeas y los Estados Unidos según sus respectivos “planes hegemónicos”, “Nada se gana con exaltar lo nacional por lo nacional mismo” (p. 33).
Mediante un interesante rodeo pragmático y estratégico, si se quiere, el autor llega a una conclusión que se asemeja a la postulada por Germani: “resultaría suicida seguir cultivando las diferencias de cada país […], se trata de crear organismos interregionales” (p. 33). Estos deberían orientarse a ofrecer respuestas a problemas comunes de la economía, los recursos humanos, la vivienda, la salud pública y el intercambio cultural. Así, mediante pactos y convenios “se construiría lo latinoamericano en cuanto resultante de una síntesis de un conjunto de sociedades que lo construyen como un programa deliberado, como intención consciente, como búsqueda” (p. 33). Tal como había sostenido Germani, esto no significa desconocer o invisibilizar las realidades nacionales de cada país, sino más bien de unificar esfuerzos en “políticas comunes” según los “condicionamientos genéricos” de la región (p. 33). Este intento representaría “una síntesis que incluya elementos heterogéneos, cuya originalidad emergente depende del modo de combinarlos” (p. 34).
Así, llegamos al último argumento de la polémica. En su trabajo titulado “La unidad latinoamericana” (1969), Jean Casimir se pregunta “¿Tienen las naciones abigarradas al sur del río Bravo suficientes rasgos comunes para que se hable de ellas en conjunto? ¿Son estos rasgos latinos?” (p. 35). Su pregunta, al igual que en el caso de Freyre, se orienta hacia un análisis etno-cultural y lingüístico, poniendo el foco en la idea de cuán “latina” es América, de acuerdo al tipo de lazos que mantiene (y mantuvo) con sus respectivas metrópolis; estas sí, “latinas” stricto sensu. En tal pregunta interviene un factor extra: el rol de la influencia anglosajona a partir del último “siglo y medio de historia [que] nos separa de los ancestrales latinos” (p. 35). Esto se ve matizado más aún por la fuerte presencia, sobre todo en el Caribe, de las “huellas africanas”.
El punto de Casimir se sostiene en buena medida en la idea de la multiculturalidad del continente americano:
Cultura latina o sajona, la verdad es que estos dos conjuntos son tan extraños el uno como el otro a la realidad y a las orientaciones valorativas del latinoamericano. Esta realidad resulta de una dimensión histórica propia. Esta cultura, toda bastarda y quizás por bastarda, es una creación nuestra. El vudú es haitiano; la macumba, brasileña; la ranchera, mexicana; el tango, argentino. Fidel Castro es cubano y Stroessner paraguayo. Nada nos une a un eventual mundo latino, sino el uso de un mismo vehículo (p. 35).
Tal vehículo no es otro que la lengua. La adjetivación “latina” del continente refiere, precisamente, a la predominancia lingüística y no a la homogeneidad cultural.
Habiendo dicho esto, sostiene que tampoco el mero uso de un idioma (o la familia de ellos) puede reducirse a un denominador común. Entonces se pregunta, “¿qué es lo que nos une? ¿Por qué insistimos en hablar de Brasil como si fuera homogéneo, y a fortiori de América Latina como de una totalidad?” (p. 36). Aquí, el autor advierte que la respuesta no es para nada sencilla. En comparación con las naciones europeas, cuna de la “verdadera cultura occidental”, que se han erigido como “dominantes” y que “tienden indiscutiblemente hacia la unidad” por compartir “casi idénticas” estructuras sociales, económicas y políticas; Latinoamérica es “un conjunto de naciones desarticuladas geográficamente” (p. 36). Debido justamente al modelo de dominación en el que se inserta y que la ubica en una relación subordinada a una potencia exterior, las estructuras sociales, económicas y políticas latinoamericanas no tienen un ritmo propio sino que varían y se modifican de acuerdo a los vaivenes de los “intereses occidentales”. Sin embargo, aun cuando esto representa una verdad indiscutible, estas variaciones producen, para Casimir, resultados que no son meras copias sino especies de creaciones sui generis. Siempre se encuentra en constante articulación y movimiento la “presencia de un pasado relativamente lejano y la construcción de formas nuevas” (p. 37).
La “unión” de las naciones latinoamericanas no se encuentra “dada”, sino que es el resultado de una relación de dominación en la cual el polo dominante ―interno o externo a cada nación latinoamericana― es el operador de tal unión. La “unidad latinoamericana” no es más que una imposición extranjera.
El hecho de que América Latina pertenezca a “una sola y misma estructura de dominación internacional” posibilitó la homogeneización de sus diferencias, concluye Casimir. La cuestión no está en desprenderse de ella, pero tampoco en hacer como si no existiera; nada de esto es posible, por lo que resulta aconsejable, según este autor, materializar la unidad y construirla “a sabiendas” de que “[…] poco importa la dominación escogida: América Latina es rotundamente una; una en su pasado, en sus penas actuales y en sus proyectos futuros. Realidad en movimiento ―hoy día, se dice en transición―, vive la adaptación de sus clases dominantes o su proceso de eliminación” (p. 38).
Consideraciones finales: la polémica en y más allá de la revista Mundo Nuevo
Hasta aquí se ha abordado una serie de ideas (acerca de qué puede/debe entenderse por “América Latina”) presentadas por ciertos autores (Coutinho, Germani, Freyre, Rodríguez Bustamante y Casimir) en un determinado medio (la revista Mundo Nuevo), inserto en un específico contexto (la “Guerra Fría cultural” en la región latinoamericana). A modo de conclusión, se ofrecerán algunas reflexiones acerca de la relación que se establece entre 1) las propias ideas acerca de “qué es América Latina” y 2) la controversial Mundo Nuevo.
En relación con el primer punto, es importante señalar que en todas las propuestas reseñadas se puede observar que la pregunta inicial “¿Qué es América Latina?” se desdobla en dos: ¿en qué medida puede considerarse “latina” la vasta región del continente americano al sur del río Bravo? Y, ¿es posible, y de qué modo, que ese mismo territorio pueda ser pensando como una unidad? En términos estrictamente analíticos, ya que la realidad siempre resulta infinitamente más compleja, la primera pregunta se puede inscribir en un orden de indagación que enfatiza en la dimensión etno-lingüístico-cultural, mientras que la segunda en la geopolítica y/o estructural. Si bien en todos los autores ambas cuestiones aparecen entrelazadas, algunos, como Coutinho y Freyre, enfatizan mayormente en la primera, mientras que otros, como Germani y Rodríguez Bustamante, en la segunda. Casimir es quien más esfuerzo dedica a la articulación de ambas.
Valiéndonos de este protoesquema analítico, creemos posible identificar dos focos en los que se centra más la discusión en los términos planteados por los cinco autores: a) la puesta en discusión de si es pertinente y/o relevante la adjetivación “latina” a gran parte del continente americano, y b) si es posible sostener (y de qué modos) la “unidad” del subcontinente latinoamericano en las condiciones geopolíticas que impone el escenario mundial hacia fines de la década de 1960.
En relación con el primer inciso, quienes despliegan sus argumentos refiriéndose a la “latinidad” de América Latina son Coutinho, Freyre y Casimir. Así, Coutinho, sobre el realce de la idea de “mestizaje”, establece que cada nación del continente posee su individualidad propia y por tanto el adjetivo “latino” no es adecuado a sus pueblos. Freyre, por su parte, plantea la cuestión en los términos del ethos al que remiten en última instancia los pueblos americanos: por un lado a la tradición anglosajona de fe protestante y, por el otro, a la tradición ibérica, predominantemente católica. En este sentido, disiente con su colega brasileño ya que los pueblos latinoamericanos mantienen las raíces hispánicas o ibéricas “latinas”, sin que esto signifique una alteración en su “sensibilidad especial”; más aún, por el contrario, su conexión con la “latinidad” contribuye a potenciarla. Por último, Casimir coloca el foco en la multiculturalidad del continente americano, y en tal sentido postula que la adjetivación “latina” no supone la homogeneidad cultural entre los diferentes pueblos. La cultura latinoamericana es para este autor una creación propia y “bastarda”, y en tanto tal, cuán “latina” es América dependerá del tipo de lazos que mantiene y mantuvo con sus respectivas metrópolis. En los tres autores se observan diversos matices y gradaciones en su caracterización de la cuestión del mestizaje y la “culturalidad” de los pueblos latinoamericanos en contraste con la “herencia europea”: si el primero niega la “latinidad” de América dado que no la considera “latina” stricto sensu, el segundo y el tercero, al reconocer el mantenimiento y reactualización creativa de las “raíces latinas” por parte de los pueblos latinoamericanos, lejos de negarla, la valoran positivamente.
Ahora bien, en relación con el segundo inciso, quienes se refieren abiertamente a la idea de la “unidad” del subcontinente latinoamericano son Germani, Rodríguez Bustamante y Casimir. Los tres siguen a grandes rasgos una misma línea, aunque los dos últimos incorporan interesantes matices. Germani reconoce en la región una misma “realidad concreta”, a pesar de los evidentes “rasgos distintivos” que posee cada “país”; y esto es una diferencia sustancial respecto de los autores mencionados en el párrafo anterior, que se referían a los agregados nacionales como “pueblos”. Esto se debe a que los diversos países sufrieron “los mismos impactos externos”, los cuales fueron tramitados bajo “formas semejantes” de desarrollo económico y de modernización social y política, según el esquema de una transición de etapas que siguen en cada caso un patrón similar. Hacia el final de su trabajo, Germani postula que para la “integración latinoamericana” se requiere de la “unidad multinacional”, única posibilidad para naciones que presentan un “desfasaje” en su “proceso de modernización”, que las diferencia y las pone en un lugar de “atraso” frente a las naciones “desarrolladas”. Rodríguez Bustamante, por su parte, repone a grandes rasgos las ideas de Germani, aunque incorpora una mención explícita y no menor al “imperialismo” como forma que adoptan las grandes potencias ―fundamentalmente los Estados Unidos― en la dominación sobre la región, en términos políticos y económicos. En contra de la “penetración imperialista”, Rodríguez Bustamante recomienda la creación de “organismos interregionales”, que hagan fuertes las similitudes de las naciones en vez de “cultivar sus diferencias”. Por último, Casimir, reconociendo las diferencias entre las naciones europeas y las latinoamericanas en lo que refiere al grado de desarrollo de sus estructuras sociales, económicas y políticas, señala que las estructuras latinoamericanas varían y se modifican en función de las europeas. De este modo, la “unión” de las naciones latinoamericanas es recomendable, pero no se puede soslayar que tal unión es el fruto de una relación de dominación preexistente. De este modo, la “unidad” del continente latinoamericano es producto de la dominación extranjera no de un impulso interno; situación que posibilitó, sin embargo, la “homogeneización de sus diferencias”. En los tres autores, aun cuando en Germani el problema del “imperialismo” no aparezca en estos términos, adquiere centralidad una idea que estará presente en diversos momentos de la historia del continente americano: aquella que apuesta a la “unidad” regional como forma de “resistir” los embates de la dominación extranjera en sus diversas modalidades, según el caso.17
En lo que refiere a la controversial Mundo Nuevo, es decir, a la articulación entre estas ideas y la revista en la que son presentadas, difícil es ensayar respuestas concluyentes por lo que nos limitaremos a plantear nuevos interrogantes en torno a la eventual “independencia intelectual” que pudo o no haber tenido esa publicación respecto de los organismos que le ofrecieron financiamiento. En este sentido, cabe destacar que la polémica en la que nos hemos detenido asume un “tono crítico”, en la cual se mencionan abiertamente los problemas de la dominación, el imperialismo, las “herencias culturales”, el desarrollo, la dependencia, entre otros. Esto permite relativizar algunas de las duras críticas que pesaron sobre Mundo Nuevo, acusada de servir a los intereses de los Estados Unidos por haber recibido apoyo económico de la Fundación Ford y estar vinculada, por elevación, a la CIA. Las cinco “voces” que participan de la polémica no reivindican ni las ideas ni los métodos de la izquierda desde ya. Pero en el tono que asume la polémica, en los ejes en los que se articulan las ideas, en los temas que son sometidos a debate y opinión, en las disímiles trayectorias de cada uno de los polemistas, creemos que se pueden observar perspectivas analíticas no necesariamente pro yanquis; y que sería mucho más interesante desmenuzarlas una a una para identificar sus características específicas en lugar de agruparlas todas bajo el mote de “ideas al servicio del imperialismo cultural estadounidense”. Según creemos, si se sigue esta línea de pensamiento de un modo simplista se corre el riesgo de pasar por alto que todos los trabajos reseñados ofrecen un diagnóstico ciertamente negativo y crítico acerca del “estado actual” de América Latina.
Además, no debe olvidarse que la época en la que se insertan estas ideas representa también un periodo de búsqueda de una mayor integración económica regional por parte de diversos organismos internacionales, en pos de lograr una mayor y mejor inserción de la región en la economía mundial ―de los autores que tratamos, quienes han sido más explícitos al respecto han sido Germani y Rodríguez Bustamante―. Según se auspiciaba, esto llevaría a reducir la desigualdad y la situación de dependencia, subdesarrollo, periferia, etcétera, de las economías latinoamericanas. El precursor y mayor exponente de este tipo de pensamiento fue el economista argentino Raúl Prebisch, de quien, de hecho, Germani retoma sus ideas directrices principales. En un texto seminal de 1949 que le encarga la en ese momento recién creada CEPAL, Prebisch estudia la situación económica de América Latina y su inserción en el sistema económico mundial. Pone de relieve que, el desequilibrio provocado por el deterioro de los términos de intercambio de los bienes primarios, en el largo plazo reforzaba la estructura asimétrica de la región respecto de los países “centrales”. A partir de la distinción entre “centro” y “periferia”, Prebisch ataca abiertamente la división internacional del trabajo ―que colocaba a la región como productora y exportadora de alimentos y materias primas hacia los centros industriales― proponiendo, vía la intervención activa del Estado, un proceso de industrialización que acortara la brecha y permitiera el tan anhelado “desarrollo” (Prebisch, 1949).18 Más allá de que la CEPAL tuvo una permanente incidencia en la región, a lo largo de la década de 1960 se intensifica la creación de asociaciones y organismos internacionales tendientes a reunir esfuerzos para favorecer la “integración regional”, y muchos de ellos, asumiendo diversas formas, persisten hasta la actualidad. Podemos mencionar los ejemplos tal vez más ilustrativos: en 1960 se funda la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC, que luego de 1980 dará lugar a la Asociación Latinoamericana de Integración, ALADI) que va a nuclear a casi todo el continente sudamericano ―a excepción de las Guyanas y Surinam― e incluirá a México; unos años después, en 1965, surge la Asociación de Libre Comercio del Caribe (CARIFTA, por sus siglas en inglés) que regulará una zona de libre comercio originalmente entre Barbados, Guyana y Antigua, a la que se sumarían luego Trinidad y Tobago, Dominica, Jamaica y otras islas del Caribe; finalmente, en 1969 se firma el pacto que constituye la Comunidad Andina (CAN) que se propuso reunir los esfuerzos de Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador ―en 1973 se añade a Venezuela, pero esta se retira en 2006― en la búsqueda de un desarrollo integral, equilibrado y autónomo en la región andina. Todos estos intentos institucionales supranacionales se insertan en un contexto geopolítico internacional signado por la Guerra Fría, por lo que de igual modo se interpretarían como una búsqueda de soluciones “pacíficas” formales para los graves problemas estructurales ―económicos, políticos, culturales, sociales― que atravesaba la región. Tales soluciones no serán. Si bien estas cuestiones merecen un análisis mucho más profundo que el que podemos realizar aquí, entendemos que sirven a los objetivos de “hacer evidentes” los solapamientos, desviaciones, encrucijadas y tensiones que esta época, como todas, lleva consigo.
Con todo, los vínculos de la revista Mundo Nuevo con los Estados Unidos, en el contexto de la Guerra Fría cultural, son indiscutibles, tal como lo demuestra la bibliografía especializada. Así como indiscutibles son sus implicancias. Sin embargo, quizá sea posible aceptar que la revista, tironeada por las cuerdas de la Historia en mayúsculas, haya tenido también más amplitud y heterogeneidad en sus ideas de lo que sus críticos le reconocieron explícitamente; basta ver la nutrida lista de autores que contribuyeron con la misma o el “tono crítico” que asume esta discusión hacia fines de los años sesenta.
En relación con esto, es ejemplificador el caso de Germani, quien soportó el peso de duras acusaciones semejantes a las que pesaron sobre Mundo Nuevo. Desde sectores vinculados a la izquierda, se repitió hasta el hartazgo que en su figura se concentraba la suma de todos los males del imperialismo yanqui, epíteto despectivo que no hizo más que profundizarse cuando sus exalumnos y excompañeros denunciaron la procedencia espuria de los fondos con los que financiaba sus investigaciones ―Germani tenía vínculos no solo con la Fundación Ford sino también con la Fundación Rockefeller, así como con el ILARI y una gran cantidad de universidades estadounidenses―. Sin embargo, y al mismo tiempo, el ítalo-argentino ha sido objeto de persecución ideológica proveniente de sectores de la derecha nacionalista y católica, quienes lo acusaron, entre otras cosas, de “judío y comunista”, y que llegaron incluso a realizar tareas de inteligencia sobre su persona y su familia. Es imposible saber quién (si es que alguien) tenía razón. Sin embargo, lo que puede tomarse por cierto es solo lo evidente: que en su figura convivían una serie de contradicciones que hacían imposible la simplificación y rotulación de su carácter bajo los estrictos códigos de la época y los actores involucrados a izquierda y derecha del espectro político-ideológico. Nuestras intenciones lejos están de ensayar una defensa de Germani, y mucho menos de Mundo Nuevo, pero cabe preguntarse si lo mismo que aplica a su figura no podría decirse también de la revista. Por otra parte, podría pensarse que Germani y Rodríguez Monegal se asemejan en algo: pretendieron levantar la bandera de la “independencia intelectual” a pesar de todo y de todos, como si fuesen don Quijotes luchando contra los molinos de viento, cuando, lo sabemos ahora y lo supimos antes, esta imagen nunca es más que una entelequia.