Introducción. Migraciones contemporáneas y trabajo1
Desde 1970 el mercado mundial ha pasado por importantes cambios: la financiarización del capital y la importancia creciente del crédito; la emergencia de nuevas tecnologías que crean nuevos mercados y transforman el trabajo mediante la deslocalización, flexibilización y precarización de las condiciones contractuales y de seguridad social; el cada vez menor crecimiento del PIB mundial;2 el neoliberalismo como fenómeno político supranacional, con la emergencia de instancias como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y alianzas como la Unión Europea, la Alianza del Pacífico o Mercosur; un fenómeno económico transnacional, con la presencia de empresas transnacionales y la relevancia que adquieren los tratados de libre comercio entre países; un fenómeno ideológico, con la promoción de un ethos liberal e individualista, que produce figuras como la del empresario de sí mismo (Foucault, 2007), y un realismo capitalista caracterizado por la impotencia reflexiva que sostiene que sería poco realista pensar en otra alternativa (Fisher, 2019).
En Chile, el neoliberalismo se instala con la dictadura militar en la década de 1970, y tras el fin de esta, desde 1990, se profundiza la inserción del país en los mercados mundiales. En el caso europeo y norteamericano, desde las décadas de 1970 y 1980 se habla de nuevas dinámicas en lo que refiere a migraciones, en estrecha relación a las transformaciones neoliberales que favorecieron la migración “irregular”, tanto para “externalizar el desempleo” como para ocupar el naciente mercado laboral flexible e informal, facilitando “la oferta de mano de obra barata, flexible y obediente” (Mezzadra, 2012). En Chile será también desde 1990 que llegarán cada vez más trabajadores migrantes al país, en lo que se ha identificado como un tercer periodo de migraciones, caracterizado en principio por aquellas provenientes de países limítrofes, y más actualmente de América Central y el Caribe, en búsqueda de mejores condiciones de vida (Tijoux & Palominos, 2015). Vemos que para comprender los fenómenos migratorios contemporáneos debemos ubicarlos en las transformaciones contemporáneas de la acumulación de capital, y por tanto, estudiar la intersección entre migración y trabajo.
Sayad (2010) ha observado que el inmigrante es producido por las sociedades de llegada como la figura fetichizada de trabajador, en un sentido abstracto y genérico, es decir, como “una pura fuerza productiva que basta con alimentar, primero, manteniéndola y restaurándola, reparándola y dejándola reposar y reposarse” y a la que “es necesario asegurar la perpetuación mediante una incesante renovación, mediante una ola de nuevos inmigrados que sustituye a otra” (Sayad, 2010, pp. 243-244). Sin embargo, la vida de las personas que migran no puede ser comprendida solo por el trabajo, así como tampoco la migración es un fenómeno únicamente económico. Este reduccionismo conduce a errores al momento de comprender la migración como el fenómeno social complejo que es, de manera que la intersección entre trabajo y migración debe ser enriquecida. Sayad (2008) devela cómo la categoría fetichizada de trabajo opera aquí como una forma política de exclusión, como una condición social y no solo económica, que acompaña a una condición jurídica: el trabajo como única forma social a la que acceden las personas que migran da cuenta del lugar que ocupan en las relaciones de poder frente al Estado nación de la sociedad de llegada: no son sujetos políticos, sino únicamente trabajadores en un sentido que subsume su humanidad a la mera producción y acumulación.
En torno a las migraciones y la proliferación de las fronteras -geográficas y geopolíticas, pero también jurídicas, simbólicas, sociales, entre otras- Mezzadra & Neilson (2017) discutirán la necesidad de profundizar críticamente en la intersección de trabajo y migración para complejizar la perspectiva de la división internacional del trabajo: ya no existe una cadena de montaje de mercancías que articule roles diferenciados a distintas naciones de manera estable y duradera, pues si bien subsiste una división del trabajo entre regiones, estos “ensamblajes de territorio y poder” (p. 109) están en permanente cambio, con lo que se observa la anexión de nuevas regiones al mercado capitalista, así como la refuncionalización de espacios en virtud de nuevos procesos productivos que allí se realizan (Santos, 2009), lo que redunda en la creación de nuevas necesidades, nuevas mercancías y, por tanto, en nuevos tipos y formas de trabajo. La rápida variabilidad de funciones espaciales hace que las dicotomías Norte-Sur, Centro-Periferia y Oeste-Este pierdan su rendimiento, de manera que en el Norte global hay Sures, y viceversa. La migración obliga también a revisar la internacionalización de la lucha obrera para reconocer que ya no se trata de la articulación de trabajadores en distintos países, sino sobre todo de la producción de conciencia de clase entre trabajadores de distintas naciones en un solo lugar de trabajo. Así, Mezzadra & Neilson (2017) proponen hablar más bien de una “multiplicación del trabajo”, que se define a partir de su intensificación o “tendencia a colonizar la totalidad de la vida de los sujetos trabajadores”; de su diversificación o tendencia a ir más allá de su división para ir hacia la producción de distintos tipos de trabajo, producción y necesidades -diferenciación en constante expansión-, y de su heterogeneización “en lo que concierne a los regímenes legales y sociales de su organización” (p. 112). Es en el marco de una multiplicación del trabajo que cabe comprender la figura económico-política del migrante-trabajador en su ser a la vez idéntico y diferente del trabajador nacional.
A diferencia del trabajo calificado por el área concreta en que se desempeña -como el industrial o el agrícola-, la idea de “trabajo migrante” no logra nombrar un trabajo concreto. Sin embargo, y en términos generales, las personas migrantes sí trabajan en nichos específicos: la construcción, los servicios, lo doméstico (Bravo, 2016; Fuentes & Vergara, 2019), en donde desempeñan labores manuales, de cuidado, aseo y ornato en espacios públicos y privados, así como trabajo informal en la calle, entre otras, labores que son socialmente menos valoradas. Y si bien las personas migrantes suelen conducirse hacia esos espacios laborales, también hay trabajadores nacionales compartiéndolos con ellas. Pese a lo anterior, con la idea fetichizada de un trabajo migrante se busca introducir una distinción en razón de la nacionalidad respecto del trabajo nacional, y se termina justificando como inherente a este trabajo el abuso y el maltrato.3 Es la producción de esta diferencia lo que se debe comprender críticamente, contra el riesgo de que la insistencia en la descripción reifique y contribuya a la naturalización de este fenómeno. Así, nos preguntamos: ¿cómo se produce el mal llamado “trabajo migrante”? Nuestra hipótesis es que la producción de los migrantes como trabajadores excluidos de la política, acotados en sus posibilidades de trabajo a labores peor pagadas, con jornadas extensas, debiendo intensificar su productividad, e impedidos de una libertad de movilidad económica en el mercado laboral por su situación jurídica, supone la articulación de una forma de trabajo sin libertad y superexplotada, la cual está mediada por el racismo. Así, antes que hablar de trabajo migrante se podría hablar de la subordinación económica y política de las personas migrantes, lo cual pasa por desproletarizar y superexplotar a este grupo de trabajadores. Todo esto, sostendremos, es articulado y naturalizado a través de la racialización de sus cuerpos, de sus vidas y de sus trabajos.
Este trabajo emerge de reflexiones provenientes de un proyecto de investigación mayor que abordó las migraciones contemporáneas en Chile con el propósito de describir las prácticas sociales que sus instituciones y población producen con sujetos migrantes, e identificar los significados que estos últimos le otorgan a su inserción en la sociedad chilena. Fue en este contexto que se atendió tanto a antecedentes de investigaciones en la sociología acerca de las migraciones en Chile, como a datos cuantitativos disponibles, al mismo tiempo que se produjo información cualitativa mediante entrevistas en profundidad a chilenos/as y a migrantes de cinco comunas de Santiago de Chile en las que se concentra la población migrante.
El Informe Anual de 2017 del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) describió sociodemográficamente a la población migrante: se encuentra en edad laboralmente activa, su escolaridad es en promedio mayor a la chilena, y, en ese entonces, registraba 72.4% de inserción laboral en rubros específicos, como el comercio, hoteles y restaurantes, el servicio doméstico y la construcción. Vale destacar que, al mismo tiempo que estas labores resultan indeseables para la población nacional, para nuestros entrevistados se asocian casi “naturalmente” a la migración, pues sostienen que hay una disposición de la población migrante a “aceptar trabajos que los chilenos no aceptamos”, que “trabajan en lo que sea” (Tijoux et al., 2021). Además, la percepción nacional sobre la existencia de un exceso de migrantes, presente en entrevistas y en medios de prensa, no parece señalar un problema numérico -como si una cantidad menor de migrantes pudiera no ser “problemática”-, sino que devela la dificultad de criticar el carácter subsidiario del Estado que conduce a las personas a competir por el acceso a derechos -lo cual se evade al depositar la responsabilidad del abandono del Estado en la migración-, y la dificultad de criticar el mercado del trabajo y la función que el ejército industrial de reserva juega en los salarios de los trabajadores, al culpar a los migrantes de las decisiones de empleo y de valorización del trabajo que hacen las empresas (Ambiado, Tijoux, & Veloso, 2022). Sobre esto último, los entrevistados, incluso cuando afirmaban que los empleadores se “aprovechaban” de las personas migrantes al pagarles salarios bajos, concluían que el problema era que la migración amenazaba a un país que no estaba preparado para ella, y que los migrantes, “predispuestos” a salarios bajos y jornadas extensas, amenazan con “robar” el trabajo (Tijoux et al., 2021).
En entrevistas a migrantes, en cambio, la liminalidad legal (Menjívar, 2006), asociada a las dificultades para regularizar la situación jurídica de las personas migrantes, surgía como razón por la que ellos “dejaban pasar” sus condiciones laborales, caracterizadas por salarios insuficientes para la reproducción de su vida, jornadas de trabajo extendidas por sobre lo legal, impedimento de elegir o abandonar empleos -la posibilidad de regularizarse está atada al empleo, a la vez que las condiciones irregulares conducen a empleos informales-, imposibilidad real de sindicalizarse, y tratos violentos en el lugar de trabajo (Ambiado, Veloso, & Tijoux, 2022). Y aunque el patrón migratorio actual se configuró desde la transición a la democracia en 1990 (Tijoux & Palominos, 2015), y los países de proveniencia de la migración han variado con los años, es imprescindible considerar el imaginario colonial civilizatorio y el imaginario estatal-nacional configurado desde un nacionalismo racista (Tijoux & Díaz, 2014), así como más puntualmente la existencia de trabajo esclavo en nuestra región y la prevalencia de relaciones laborales de fuerte raigambre esclavista tras su abolición formal (Ambiado, Veloso, & Tijoux, 2022; Cussen, 2016). En síntesis, la superexplotación naturalizada en el discurso nacional, así como la desproletarización descrita en las entrevistas a migrantes, aparecen como dos fenómenos cuyo nexo debe ser comprendido.
Es a esta reflexión teórico-crítica, elaborada para ahondar en hallazgos previos, a lo que aquí nos abocamos. Sin esta comprensión no es posible enfrentar cabalmente los problemas que aquejan a migrantes y a trabajadores en el país. Partiremos explicando el método de trabajo con que procederemos, para luego detenernos en la trama que nos conduce de la desposesión a la desproletarización, reparando tras lo anterior en la superexplotación como otra clave para la comprensión de este problema. Estas son categorías que, sin ser exclusivas del trabajo de las personas migrantes, sí se reúnen en su caso de manera particular, articuladas por un racismo que, siendo histórico y pese a no ser producido por estas condiciones, se vuelve coadyuvante para la naturalización de esta condición a la que se empujan los migrantes en Chile, entrando así en un bucle de retroalimentación positiva con instancias jurídicas y económicas.
La crítica en la sociedad de la mercancía
Marx (2007) sostiene que la economía política -y podemos agregar a la actual econometría- explica la realidad social desde supuestos que son asumidos, pero no dilucidados. Así, dichas explicaciones proceden de manera abstracta con una “representación caótica” que aglutina -y con eso, oculta- elementos sin comprender su articulación real. El desafío de la crítica es desplazar analíticamente esta representación caótica para alcanzar “las determinaciones más simples” con las que se puede reconstruir “una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones” (Marx, 2007, p. 21). Este método invita a la investigación crítica a avanzar desde lo formal o nominal y de lo abstracto a lo real que “es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones”, es decir, la “unidad de lo diverso” (Marx, 2007, p. 21) como compleja concreción histórica de lo social. Más precisamente, Marx señala que no es procedente juzgar a una época “a partir de su propia conciencia, sino que, por el contrario, se debe explicar esta conciencia a partir […] del conflicto existente entre fuerzas sociales productivas y relaciones de producción” (2008, p. 5), pues el “desarrollo general del espíritu humano” se sostiene sobre las “relaciones de producción” que constituyen “la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio [Uberbau] jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social” (2008, pp. 4-5).
Debord distingue el método dialéctico hegeliano, que entiende como “interpretación de la transformación” (1995, p. 43), del marxista, al cual define como el método para una “historia consciente” (1995, p. 45) mediante la “comprensión racional de las fuerzas que se ejercen realmente en la sociedad” (1995, p. 46). Por eso la crítica no consiste en reproducir una “síntesis” hegeliana con hechos sociales, pues el mundo concreto no es el “movimiento de las categorías” que pone en juego alguna ciencia en particular. El método de la crítica de la economía política debe reconocerse a sí mismo y a sus categorías como históricos, políticos y sociales: la sociedad está “siempre presente en la representación como premisa” (Marx, 2007, p. 22). Una ciencia social que se agotara en las descripciones y diagnósticos sobre la relación entre trabajo y migración, correría el riesgo de pasar por alto las condiciones sociales que producen su propio quehacer, y el hecho de que sus hallazgos sobre los trabajadores migrantes son ellos mismos productos históricos, y no situaciones que haya que asumir como dadas. Existe el riesgo de ofrecer ideas que sinteticen todo lo descrito, contentándose con un “hallazgo” que subordina nuevamente la complejidad de la concreción histórica a una categoría que termina por ocultar antes que evidenciar dicha riqueza. De lo que se trata aquí es de reconocer la producción social del trabajo de la migración racializada, para su problematización, desnaturalización y crítica, haciendo consciencia de las personas migrantes como sujetos determinados “en sus relaciones reales con otros individuos y grupos y en su relación crítica con una determinada clase, y, por último, en su trabazón, así mediada, con la totalidad social” (Horkheimer, 2003, p. 243).
A este respecto, no podemos pasar por alto la crítica al “fetichismo de la mercancía”. Si bien la mercancía es, en apariencia, “una cosa trivial, de comprensión inmediata”, tras su crítica, aparece como “un objeto […] rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas” (Marx, 2009a, p. 89). Retomando la noción del fetiche con que la modernidad desdeñaba las creencias religiosas en la existencia autónoma de aquello que más bien es producto de la actividad de las personas, Marx denuncia que en el capitalismo subsiste una suerte de culto religioso al valor, y, a través de la mercancía, es la actividad social la que se enfrenta a los trabajadores como independiente de ellos. Así, con el fetichismo de la mercancía son la vida y el trabajo de las personas los que quedan cosificados y subordinados al valor y a la acumulación de valor.
Jappe ha subrayado que el “fetiche de la mercancía” es la extracción de las últimas consecuencias de la crítica marxista del valor, “porque el valor, así como la mercancía, el trabajo abstracto y el dinero, son ellos mismos categorías fetichistas” (2016, p. 12), de modo que “el concepto de fetichismo de Marx forma el centro de su crítica al capitalismo” (Jappe, 2018, p. 311). El fetichismo implica que “la sociedad entera está dominada por abstracciones reales y anónimas” (Jappe, 2016, p. 13), pero esto no quiere decir que el fetichismo sea una falsa conciencia respecto de las relaciones reales del capitalismo. El fetichismo de la mercancía es un fenómeno concreto, “una inversión real en la vida social causada por el trabajo abstracto” (Jappe, 2018, p. 310), y por tanto, la descripción del funcionamiento real de una sociedad en la que “[l]os procesos vitales de los hombres quedan abandonados a la gestión totalitaria e inapelable de un mecanismo ciego que ellos alimentan pero no controlan” (Jappe, 2014, pp. 67-68).
Desde la crítica del fetichismo, el desafío que se nos presenta es el de mostrar cómo la caracterización del trabajo de los migrantes nos entrega las pistas respecto de la subsunción de sus vidas al valor, con lo que se trata de dar cuenta de los procesos particulares de explotación de la fuerza de trabajo del migrante como expresión de la fetichización que los subsume a la figura de “trabajo migrante”. En otras palabras, reflexionamos sobre la subordinación de las personas migrantes al trabajo en el contexto chileno.
De la desposesión a la desproletarización
La migración puede ser comprendida como relocalización de fuerza de trabajo dentro de un mismo sistema, es decir, se trata de movilidad intrasistémica (Sassen, 2006), no de decisiones individuales, libres y racionales: el traslado de la fuerza de trabajo hacia otro país es una operación del capital. La interacción previa entre dos naciones podría explicar el sentido de las migraciones: puede tratarse de una interacción colonial (Sayad, 2010), pero en el marco del neoliberalismo contemporáneo “la globalización ha multiplicado los tipos de interacción, positivos y negativos, en la mayoría de los procesos económicos -inversión extranjera directa, producción en el extranjero, medidas de austeridad del FMI, acuerdos de libre comercio” (Sassen, 2006, p. 20). En el caso chileno se deben considerar tanto las relaciones fronterizas (Tijoux & Palominos, 2015), como más recientemente, la fuerza y presencia de instituciones y representantes del gobierno, de empresas privadas e incluso de las Fuerzas Armadas en otros países.
Los procesos migratorios transforman la vida de las personas, y muchas veces la relocalización las inserta en un nuevo mercado de trabajo, apareciendo como una actualización de aquello que Marx (2009c) denominó “acumulación originaria”, que contemplaba al colonialismo y la esclavitud, pero que Luxemburg (2003) observó como mecanismos que subsistían con el imperialismo en el siglo XX, con lo que la acumulación originaria haría parte de la manera en que el capitalismo se relaciona con lo que tiene “afuera”. En esta línea, Harvey (2005) sugiere hablar de “acumulación por desposesión”: la acumulación de la que hablara Marx no se caracteriza tanto por haber ocurrido en un momento históricamente anterior al capitalismo, pues es una operación constante. La desposesión incluirá la mercantilización y privatización de tierras, la expulsión forzosa de poblaciones, la privatización de derechos de propiedad común, la supresión de otras formas de producción, la proletarización de fuerza de trabajo no mercantilizada, los procesos coloniales e imperiales de apropiación de recursos naturales, el sistema de crédito, la propiedad intelectual, la mercantilización de formas culturales, entre otras operaciones (Harvey, 2005, pp. 113-115). Así, la acumulación por desposesión “es omnipresente, sin importar la etapa histórica, y se acelera cuando ocurren crisis de sobreacumulación” (Harvey, 2005, p. 115).
La noción de desposesión puede ser profundizada en el caso que queremos observar. Tradicionalmente, por proletarización se ha comprendido el proceso mediante el cual se producen proletarios, que Marx (2009c) ha definido como trabajadores libres en un doble sentido: libres de medios de producción y libres de vender su fuerza de trabajo en el mercado, produciendo la escisión entre medios de producción -convertidos en capital- y productores -convertidos en asalariados-. La acumulación originaria correspondería, entre otras cosas, a un proceso de proletarización. Además, Bin (2018) ha subrayado que Harvey asocia la desposesión a estrategias con las que el capitalismo hace frente a la sobreacumulación, a su necesidad de abrir nuevos mercados en los que capitalizar el dinero acumulado. Así, la desposesión es un “ajuste espaciotemporal” del capital (Harvey, 2005). Sin embargo, para Bin (2018) no siempre que se habla de acumulación por desposesión existe proletarización, y esto significaría que la acumulación originaria no puede ser desplazada por el concepto de desposesión: se trataría de operaciones diferentes. Si consideramos el caso de la migración, muchas veces los trabajadores que se movilizan entre naciones ya han sido proletarizados de antemano, por lo que la migración no correspondería a un proceso de proletarización, y por tanto, no correspondería a una continuación de la acumulación originaria. Bin propondrá la categoría de “desposesión redistributiva”, que definirá como “una apropiación de plusvalía que no repercute en la capitalización, proletarización o mercantilización” (2018, p. 82). Así, cabe distinguir la desposesión, que puede ser una redistribución de la proletarización.
Vista de este modo, la migración de trabajadores a Chile puede comprenderse desde la desposesión que redistribuye la plusvalía que producirá su trabajo hacia otro país o a otra empresa. Fueron los procesos coloniales en América Latina los que comenzaron el proceso de proletarización de la población nativa mediante una división “racial” del trabajo (Quijano, 2014) y en el marco de la acumulación originaria, configurando una estructura de relaciones sociales y laborales que, a día de hoy, se sostienen en Chile en figuras que se asemejan a la esclavitud (Ambiado, Veloso, & Tijoux, 2022) y proveen al mercado de un excedente de trabajadores proletarizados como ejército industrial de reserva (Tijoux et al., 2021). Sin embargo, este trabajo carga con la falta de redes de apoyo producto del desplazamiento, una situación jurídica marcada por la irregularidad migratoria (Dufraix, Ramos, & Quinteros, 2020) o la “legalidad liminal” que amenaza con irregularizar su condición (Menjívar, 2006). Estas características dan cuenta de un proceso de desproletarización (Tijoux et al., 2021). Mezzadra & Neilson (2017) sostienen que la multiplicación del trabajo cuenta como característica de la heterogeneización jurídica, y esto último produce en Chile que la idea de que la migración redistribuye trabajo libre no sea obvia.4
Brass (2011) sostiene que la acumulación de capital actualmente no se sostiene solo por procesos de proletarización, sino también por la desproletarización que supone quitar una de sus “dos libertades” al trabajador: sigue siendo un trabajador sin sus propios medios productivos, pero ahora además ha perdido la libertad de vender su fuerza de trabajo en el mercado, con lo que no hace parte del ejército industrial de reserva, pues su trabajo puede ocurrir en contextos informales, incluso prescindir de salario por considerarse como el saldo de una “deuda”, de manera que no opera como un factor que incide en el valor del trabajo. Así, Brass sostendrá que el capitalismo ha incorporado a su funcionamiento formas de trabajo sin libertad. Por tanto, allí donde se habla de acumulación por desposesión, puede estar hablándose más bien de desproletarización y trabajo sin libertad.
Por trabajo sin libertadBrass (1999) entenderá lo que hemos llamado, siguiéndolo, desproletarización o desmercantilización del trabajo, es decir, una reestructuración de la relación entre capital y trabajo en su sentido de relación sin libertad. Fraser (2016) denomina a esto “expropiación” del trabajo, a diferencia de la explotación. Para Brass, esta expropiación del trabajo sin libertad significa la ventaja de impedir la emergencia de conciencia de clase. Hemos visto que los papeles -documentos legales de los que depende la regularización, siempre liminal, de las personas provenientes de la migración- son un indicador de trabajo sin libertad en Chile: el trabajo no otorga salario necesario para vivir, y deja a las personas sin tiempo, con la sensación de una vida que se agota solo en el trabajo, y sin la posibilidad formal ni real de negociar condiciones laborales, quedando sujetos a decisiones del empleador que consienten por no tener posibilidades de oponerse de ninguna manera, imposibilitando la sindicalización tanto como la renuncia, pues no hay redes de apoyo, y la violencia no viene solo del trato del empleador, sino también de las interacciones con compañeros/as de trabajo (Ambiado, Veloso, & Tijoux, 2022).
En síntesis, la acumulación capitalista contemporánea lleva adelante procesos de desproletarización, con lo que la acumulación por desposesión podría no solo corresponder a una redistribución de plusvalía, sino además de procesos de desproletarización como producción de trabajo sin libertad. Siguiendo a Mezzadra & Neilson (2017), la desproletarización viene a ser una de las formas concretas que toma la multiplicación del trabajo, y más particularmente, según hemos observado, la desproletarización depende de la heterogeneización del trabajo de las personas migrantes que se sigue de su situación jurídica. En nuestros estudios hemos observado que el trabajo de las personas migrantes, incluso si es asalariado y sin maltrato físico, no ocurre en libertad: hay obligación a aceptar cualquier trabajo en cualquier condición, sin posibilidad de renunciar, tanto por la necesidad de ingresos como, sobre todo, de regularizar su situación migratoria; hay personas que ven el trabajo informal como una oportunidad que están obligadas a agradecer. Así, los papeles son dispositivos que junto con hacer de los trabajadores migrantes personas irregularizables y expulsables, facilitan su desproletarización.
El trabajo de las personas migrantes como variante de la superexplotación
A mediados del siglo XX, en Latinoamérica se desarrollaron diversas ideas agrupadas en lo que se llamó teoría de la dependencia. Entre sus características estaba el reconocimiento de que el subdesarrollo de la región no se debía a un estado de atraso, sino de subordinación dada su posición en la estructura del capitalismo mundial, con lo que las aparentes “dualidades” del contexto latinoamericano, donde convivían lo “tradicional” y lo “moderno”, no era sino la naturaleza del desarrollo del capitalismo en América Latina (Frank, 1971; Stavenhagen, 2010). Dos Santos definió la dependencia como “una situación condicionante en la que las economías de un grupo de países están condicionadas por el desarrollo y la expansión de otros”, es decir, “[u]na relación de interdependencia” en que “algunos países pueden expandirse por propio impulso mientras que otros […] sólo pueden expandirse como un reflejo de la expansión de los países dominantes”, de manera que la dependencia hace de estos últimos países atrasados y explotados (Dos Santos, 1973, p. 76). Así, si se pensaba que nuestras sociedades no eran “capitalistas”, autores como Marini (2008) responden que se trataría de un “capitalismo sui generis”. No hay una escala evolutiva en la que Latinoamérica se ha quedado atrás: es la estructura mundial del capitalismo la que reparte diversos roles a distintas regiones. La dependencia, por lo tanto, se sigue del colonialismo que anexó el nuevo mundo al capital mundial.
En el marco de esta teoría, Marini (2008) desarrolló la categoría de superexplotación. La explotación del trabajo consiste en la apropiación por parte de la burguesía de la plusvalía como diferencia entre el valor de uso del trabajo -su producto- sobre el valor de cambio del trabajo -el costo de la reproducción de la fuerza de trabajo-, diferencia que se puede hacer crecer intensificando la productividad mediante adelantos tecnológicos que revolucionen los medios productivos -plusvalía relativa-, o prolongando la jornada -plusvalía absoluta-, por dar algunos ejemplos. Sin embargo, el aumento de la productividad tiene límites: el trabajo desgasta el cuerpo, por tanto la prolongación de la explotación presupone que exista un salario y descanso que permitan reproducir la vida del trabajador, de otro modo este reduciría su productividad o, en el límite, moriría. Lo anterior debe ser complejizado en el contexto latinoamericano, así como en los estudios sobre la trata transatlántica.
Producto de la división internacional del trabajo que se sigue del colonialismo, América Latina llega a enfrentar una competencia desigual en el mercado internacional, debido a su desventaja en la modernización de las fuerzas productivas: nuestra región no cuenta con las tecnologías ni los recursos de los países europeos, y su rol comienza por ser el de proveedor de alimentos y materias primas para el trabajo en Europa, abaratando los costos de la reproducción de la fuerza de trabajo en los países centrales e industrializados. Así, hacia el siglo XX las naciones latinoamericanas no tenían la posibilidad de competir de igual a igual en el mercado mundial. Más bien, deben desarrollar estrategias que les permitan acumular cada vez más valor en un contexto que les es hostil. La superexplotación aparece en Marini como un conjunto de mecanismos de compensación por parte de las naciones dependientes, para enfrentar la dependencia. Por eso, la superexplotación no da cuenta de una caracterización moral del trabajo en nuestro continente, sino de un incentivo sistémico para llevar la explotación del trabajo cada vez más lejos: “para incrementar la masa de valor producida, el capitalista debe necesariamente echar mano de una mayor explotación del trabajo, ya mediante el aumento de su intensidad, ya recurriendo a la prolongación de la jornada de trabajo, ya finalmente combinando los dos procedimientos” (Marini, 2008, p. 123).
Se trata, para la teoría de la dependencia, de una situación que afecta al continente y su posición en la división del trabajo, de modo que la superexplotación nombra, para Marini, ante todo una condición regional: dependencia y superexplotación son dos caras de la misma moneda.
Marini mencionará tres mecanismos mediante los cuales una región, en situación de dependencia, puede compensar su desventaja frente al mercado mundial aumentando así la explotación, a saber: “la intensificación del trabajo, la prolongación de la jornada de trabajo y la expropiación de parte del trabajo necesario para que el obrero reponga su fuerza de trabajo” (2008, p. 126), es decir, el pago de un salario por debajo de su valor de mercado. En esta estrategia se pone en juego la explotación del trabajador sin desarrollar su capacidad productiva, lo cual “es congruente con el bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas en la economía latinoamericana, pero también con los tipos de actividades que allí se realizan” (Marini, 2008, p. 126).
Si para Marini la superexplotación depende de la posición de un mercado local frente a un mercado mundial que se divide en centros y periferias que responden a la división mundial del trabajo, Mezzadra & Neilson (2017) dirán que ambas ideas -las de centro y periferia, y la de una división mundial del trabajo- se complican en un mundo donde el trabajo se multiplica, y donde diversas regiones responden con distintos modelos a la realización de capital se produce una polimorfía que no se puede simplificar en las dicotomías Centro-Periferia, Primer Mundo-Tercer Mundo, Oeste-Este, ni Norte-Sur.
Esto no ha sido pasado por alto en la discusión contemporánea sobre la dependencia y la superexplotación. De acuerdo a la revisión de Lastra Aiscar (2019), hay autores que han discrepado respecto de que la superexplotación se trate solo de un mecanismo de compensación ligado a la condición de dependencia, afirmando que “en la actualidad, este fenómeno se articula con los métodos de producción de plusvalía relativa de las empresas transnacionales más grandes de los centros del capitalismo mundial” (p. 8); mientras que otras corrientes han sostenido en cambio que solo hay superexplotación allí donde se da una situación de dependencia (Dias, 2013). El propio Lastra se sitúa en el debate señalando que podría haber variedades de superexplotación en virtud de especificidades nacionales: pueden ser mecanismos compensatorios, o de apuntalamiento de la acumulación, o mecanismos marginales para la mayor acumulación. Creemos que además de factores económico-políticos, también pueden confluir aquí factores históricos y culturales, como veremos luego a propósito del racismo. De este modo, Lastra (2018) sostiene que es “equivocado reducir la cuestión de la sobreexplotación al caso latinoamericano, sobre todo cuando hay casos novedosos de desarrollos capitalista basados en la compraventa de la fuerza de trabajo por debajo de su valor” (Lastra, 2018, p. 270). La superexplotación, por una parte, no sería una categoría cuyo nivel de abstracción tenga la generalidad de la explotación que Marx desarrolla en su crítica del valor (Dias, 2013). Sin embargo, en la descripción de situaciones específicas, la superexplotación es una categoría analítica útil dado que permite comprender las formas concretas en que se da la no libertad de los trabajadores y trabajadoras, y las formas en que los procesos de racialización juegan un rol clave para justificar que los y las superexplotados/as sean los llamados migrantes, pobres e indígenas.
La última es una hipótesis que ha venido siendo trabajada, por ejemplo, por investigadoras como Peña (2011), quien asocia la superexplotación a la migración, mostrando desde investigaciones empíricas sobre trabajadores mexicanos en Estados Unidos que los migrantes enfrentan un salario pagado por debajo de su valor, la extensión de las jornadas de trabajo y la intensificación del mismo. También en el caso de la migración hacia Chile se han visto estos tres mecanismos (Tijoux et al., 2021), con lo que en este país cabe hablar del trabajo asignado a las personas migrantes como un trabajo superexplotado.
Hasta aquí hemos visto que la idea fetichizada de un trabajo migrante no puede ser una categoría natural, sino un producto de las relaciones sociales en el marco del capitalismo. En Chile son dos los mecanismos que se ponen en juego para la producción del trabajo de las personas migrantes: la desproletarización, es decir, la desposesión como trabajo no libre; y la superexplotación, que reúne la intensificación, extensión y desvalorización del trabajo. Así, en investigaciones anteriores vimos las características del trabajo sin libertad a partir del impacto que los papeles y la legalidad liminal comportan al obligar a las personas migrantes a aceptar cualquier trabajo, en cualquier condición (Ambiado, Veloso, & Tijoux, 2022), así como las maneras en que la superexplotación acompaña lo anterior, intensificando y extendiendo un trabajo pagado por debajo de su valor (Tijoux et al., 2021). Esto nos remite a la categoría de la multiplicación del trabajo en relación a la migración. Sin embargo, ¿cómo son articulados estos mecanismos en el caso chileno, cómo se hacen posibles? Como dijimos en la introducción, no podríamos afirmar que la multiplicación del trabajo afecta solo a los/as trabajadores/as migrantes, sin embargo, en su caso la combinación de desproletarización y superexplotación es recorrida por un tercer factor que les da su propia consistencia.
La racialización, precursor entre desproletarización y superexplotación
En lo que aquí hemos revisado sobre desproletarización y superexplotación, la migración no siempre aparece como uno de sus temas centrales. Al contrario, muchas veces hace parte de un caso entre otros en los que se pueden ilustrar ambos conceptos. Desde el trabajo de investigación desarrollado, hemos visto que tras la desproletarización y la superexplotación subyace un maltrato justificado en el racismo, entendido como aquello que articula, legitima y permite, en su configuración nacional y naturalizada, la división de la clase trabajadora en razón de la raza. Esta diferenciación racista opera a partir de múltiples signos como el color de piel, la cultura o la lengua de los migrantes.
La racialización se ha definido como “el proceso de producción e inscripción en los cuerpos de marcas o estigmas sociales de carácter racial” que se derivan “del sistema colonial europeo y la conformación de identidades nacionales chilenas, en que determinados rasgos corporalizados son considerados jerárquicamente inferiores frente al ‘nosotros’”, lo cual justificaría “distintas formas de violencia, desprecio, intolerancia, humillación y explotación”, dando al racismo una dimensión práctica (Tijoux & Palominos, 2015, p. 3). En este caso, la racialización de los trabajadores migrantes es la operación de articulación de la desproletarización y la superexplotación, que obliga al migrante en Chile a someterse a un mercado del trabajo hostil y sin proyecciones, a la vez que naturaliza el maltrato o lo hace aparecer como inherente a la condición migratoria que se asume como jerárquicamente inferior a la chilenidad. Así, el racismo es la articulación real y lógica entre desposesión y trabajo en el caso de las personas migrantes.
Si bien en las últimas décadas se ha desplegado una suerte de neorracismo o “racismo sin razas” (Wallerstein & Balibar, 1991), que intenta sostenerse en la incompatibilidad entre culturas antes que en la jerarquización moral de rasgos fisiológicos, en nuestros estudios el color de piel nuevamente ocupa un lugar relevante en el modo en que se ficciona al otro (Tijoux, 2019). De esta forma se traman, para una jerarquización de las personas que las reparte luego en el trabajo de modos específicos, el color de piel y la nación, que es siempre ficticia, sea la propia o la “otra”:
Cuando decimos somos chilenos, o soy chileno(a), representamos a un lugar social, económico y cultural que el color “blanco” nos otorga en el mundo. Sin quererlo o sin decirlo nos comparamos con los otros, con las otras que hemos construido, cuya piel vemos o creemos más clara o más oscura, o a cuyos rasgos -que suponemos distintos- les atribuimos valores sociales, culturales, psicológicos. Tras esta escena tan cotidiana que muchas veces pasa por desapercibida, se encuentra de fondo la nación, la nacionalidad y la identidad […] Hablamos de un juicio racial cuando nos procuramos un origen o una identidad ficticia y hablamos de lo “chileno” como algo auténtico, lo propio o tradicional (Tijoux, 2019, p. 36).
Así, el color de piel subsiste como un indicador moral y un operador de la distribución de las personas migrantes en trabajos y modos de trabajo específicos. Esto no es nuevo, y las investigaciones de marxistas negros como Williams (2011), y, tras su seña, Rodney (1982) y Robinson (2019), lo han documentado. Una primera interrogante que han debido abordar es la forma en que el racismo y el capitalismo se llegan a entreverar, pues no habría “necesidad lógica” para su articulación, y sin embargo, en un sentido histórico y real, el capitalismo ha coincidido con el racismo. Así, Robinson ha mostrado que el racismo y la esclavitud tienen una historia que precede al encuentro de Europa con otros continentes, sosteniendo que la modernidad en principio extiende costumbres arraigadas al medioevo europeo, las cuales consistían en la jerarquización de personas a partir de rasgos arbitrarios, como el lugar de procedencia o la ficción de la “raza”. Particularmente, Robinson subraya que “[n]unca ha habido un momento en la historia de la Europa moderna (ni tampoco antes) en el que la mano de obra migratoria y/o inmigrante no fuera un aspecto significativo de las economías europeas.” (Robinson, 2019, p. 75), es decir, la migración fue una de las poblaciones racializadas en Europa antes del despliegue de la modernidad.
Por su parte, Williams (2011) señala que la esclavitud no solo fue un mecanismo central para la mundialización del capitalismo y el crecimiento de la acumulación, sino que incluso las luchas contra la esclavitud no pudieron hacerse un lugar hasta que dicho modelo de trabajo se volvió poco rentable, recordando que “la humanidad siempre se plantee sólo tareas que puede resolver, pues considerándolo más profundamente siempre hallaremos que la propia tarea sólo surge cuando las condiciones materiales para su resolución ya existen” (Marx, 2008, p. 5). De este modo, la lucha contra la esclavitud no da cuenta de una transformación moral, ni menos de un abandono del racismo. Rodney (1982) ha señalado que el racismo como ideología opresiva sucede lógicamente al capitalismo como explotación económico-política para asegurar su continuidad. No se trata aquí de un racismo dicho “en general”, sino del racismo específico que oprime a una población concreta: la negritud deviene moral, política y económicamente inferior por la necesidad de subordinar a dicha población, primero, a la expansión del capitalismo, y luego, a la continuación de su despliegue. Es así que “[e]l racismo, la violencia y la brutalidad fueron los compañeros del sistema capitalista, a medida que se fue extendiendo al extranjero en los primeros siglos del comercio internacional” (Rodney, 1982, p. 109).
Con lo anterior, no es solo que real e históricamente el racismo esté haciendo parte de la acumulación de capital, como si fuera un elemento del cual eventualmente se podría desembarazar. Sobre el trabajo racializado y dependiente, Fraser ha dicho que:
Por definición, un sistema dedicado a la expansión ilimitada y a la apropiación privada de la plusvalía da a los propietarios del capital un interés profundamente arraigado en adquirir mano de obra y medios de producción por debajo del coste, si no totalmente gratis, y no simplemente en virtud de la codicia. La expropiación reduce los costes de producción de los capitalistas, suministrando insumos por cuya reproducción no pagan totalmente (2016, p. 167).
Así, también el trabajo superexplotado y desproletarizado de las personas migrantes es un trabajo racializado pues es a la vez el mecanismo mediante el cual el valor subordina sus vidas a la acumulación, y la operación con la cual se facilita la producción capitalista. El racismo, por lo tanto, recorre al capitalismo dándole una consistencia histórica real, y por eso no es una suerte de agregado casual que podría combatirse moralmente para alcanzar una suerte de capitalismo no racista. Más bien, el racismo ha venido a ser una de las formas de sofisticación del fetichismo de la mercancía, es decir, de la abstracción real que lo somete todo a la acumulación.
¿Cómo se constituye en Chile el racismo? Sintéticamente, se ha sostenido que:
son dos las fuentes fundamentales de nuestra constitución como un “nosotros” en Chile: 1) el sustrato colonial de nuestra cultura (imaginario colonial: civilización); 2) la instauración del Estado-Nación de Chile (imaginario estatal-nacional: raza-nación). Estas fuentes definen dos dimensiones de la cuestión que son mutuamente efectuales (discurso y ejercicio material del poder): la construcción ideológica de los discursos sobre la “civilización” y el Estado nacional por una parte, de suyo, el ejercicio material del poder que, desde el sentido común articulado discursivamente, se expresa como violencia institucional (políticas públicas, por acción u omisión) y violencia cotidiana (mirada, lenguaje, trato) (Tijoux & Díaz, 2014, p. 35).
El racismo chileno, desde estas dos vertientes, se actualiza institucional, laboral y cotidianamente, y se expresa “en los constantes esfuerzos identificatorios de los chilenos por un posicionamiento que los ubique en lugares superiores frente a inmigrantes considerados como ‘enemigos’ que representan y traen el peligro de una otredad amenazante y contaminadora” (Tijoux & Díaz, 2014, p. 38). Así, el migrante es construido como una amenaza incluso dentro del mundo laboral, y no es sencillo salir de ese lugar, pues la construcción del migrante como “diferencia del chileno y de otros extranjeros evaluados como no-inmigrantes [...] es una figura que será siempre juzgada por lo que haga o no haga, independientemente de la verdad que dicha presencia entregue para ser probada” (Tijoux & Riveros, 2020, p. 403).
Una vez que la racialización logra hacer aparecer al migrante como un otro social, moral y políticamente inferior y peligroso, la superexplotación y la desproletarización aparecen como componentes no del maltrato al que son expuestos por parte de empleadores chilenos, sino como componentes de su propia “esencia” migrante, como si esta última implicara necesariamente la convergencia de la superexplotación con la desproletarización. Así, cuando esta operación es llevada a cabo, entonces la racialización asegura exitosamente que la superexplotación y la desproletarización sean vistas como “lo que corresponde” o “lo que no podría ser de otro modo”. En entrevistas hemos encontrado a chilenos y chilenas que critican el hecho de que los empresarios “se aprovechen” de los migrantes; sin embargo, el razonamiento no logra avanzar más, pues en su “intencionalidad racista” (Tijoux & Díaz, 2014) los chilenos perciben al migrante como “un bárbaro” que tolera ese “aprovechamiento” por parte de empleadores porque lo desea, o lo soporta porque está en sus capacidades y costumbres hacerlo. Así, la racialización ha borrado la superexplotación para arrogársela como responsabilidad del migrante, y ha borrado la desproletarización para hacerla aparecer como un dato natural de su trabajo. El racismo envuelve y ata los procesos de superexplotación y desproletarización, haciéndolos imperceptibles, con lo que se vuelve un elemento constitutivo del trabajo de las personas migrantes en Chile, y de su subordinación política.
Además, la articulación de estos mecanismos sobre los migrantes remite a la persistencia de un “racismo de Estado”, o incluso a un “racismo de mercado”, que supone ante todo la separación de una “población nacional” contra la figura de la “otra raza” que se constituye como un peligro. Si la superexplotación implica el uso de la fuerza de trabajo desgastando su reproducción, y si la desproletarización quita al trabajador la posibilidad de negociar su fuerza de trabajo al no tener mercado para mercantilizarla, lo que aquí se pone en juego es una decisión que atenta contra la reproducción de la propia vida del trabajador migrante. Nos enfrentamos con esto a aquello que Foucault (2001) llamó “dejar morir”, y que entendió como la perpetuación de una defensa estatal contra el otro racializado como un enemigo peligroso. Debido a que el racismo cruza la vida de una persona al momento en que racializándola se convierte en migrante, por esta condición la persona racializada se va despojando completa o parcialmente de aquello que podría ponernos en común. Así, excluido de lo político (Sayad, 2008), al mismo tiempo que no tiene voz, el migrante queda relegado a lo que otros decidan por él/ella.
Finalmente, el racismo y la naturalización de la desproletarización y la superexplotación para los/as trabajadores/as migrantes, tiene un rendimiento disciplinante para los nacionales: si se logra por los medios mencionados que un trabajador extienda su jornada, tolere salarios más bajos, intensifique su productividad, y se sienta cautivo en su lugar de trabajo, imposibilitado de dejarlo, estos factores pasan a pesar sobre los trabajadores con quienes no se puede naturalizar todo lo anterior, pues compiten en un mismo mercado de trabajo. Si los trabajadores chilenos culpan, racistamente, a los inmigrantes por “robar el trabajo”, es porque no advierten que lo que pesa también sobre ellos es la subordinación de sus vidas al valor. El racismo, por tanto, es un fenómeno histórico y económico-político. De ahí que Mezzadra & Neilson (2017) deban recordar que hoy, más que nunca, es necesario un internacionalismo. Pero el mayor desafío es que este internacionalismo deberá surgir en principio dentro de un mismo lugar de trabajo.
Reflexiones finales
Tras advertir del método crítico como búsqueda por develar las condiciones reales de producción de un fenómeno estudiado, mostramos que el trabajo de las personas migrantes puede ser comprendido desde la desproletarización y la superexplotación; sin embargo, estas dos operaciones no bastan para la caracterización específica del trabajo de los migrantes. Entonces, el racismo emerge como el lazo que sujeta a la vez que oculta a ambos mecanismos. En Chile, el inmigrante se configura, y casi es agotado, por ser un cuerpo destinado únicamente al trabajo, con lo cual queda expulsado de la política. Para que esto llegue a ocurrir deben operar los mecanismos que hemos revisado. Como ha dicho Sayad (2010), la falta de una política migratoria es ya una política migratoria, con lo que los vacíos de los dispositivos jurídicos que dejan en la irregularidad a los migrantes no son faltas del sistema, sino sus resortes y engranajes, que no existen si no es en una articulación informal con el mercado del trabajo y la violencia racista cotidiana.
El trabajo de los migrantes -racializados, superexplotados y desproletarizados-, por un lado y como adelantábamos antes, puede verse como un factor contrarrestante de la baja tendencial de la tasa de ganancia (Marx, 2009b). Eso permite que la idea de Brass (1999, 2011) de que el capitalismo y el trabajo sin libertad no son contradictorios, se pueda articular con la existencia de una heterogeneización del trabajo (Mezzadra & Neilson, 2017), lo cual responde al diagnóstico de que, ante un capitalismo que está en aprietos, o tal vez en crisis, se buscan mecanismos alternos para seguir acumulando y contrarrestar la baja de la tasa de ganancia, y satisfacer la necesidad de ampliar la capitalización en contextos cada vez más difíciles (Harvey, 2005; Jappe, 2016). Por otro lado, el disciplinamiento que se despliega a propósito del maltrato con que se castiga a los trabajadores migrantes, no tiene solo una función económico-productiva, sino también política. En este marco, el racismo viene a ser una ideología que naturaliza la superexplotación y desproletarización, contrarrestando la baja tendencial de la tasa de ganancia, a la vez que manteniendo un ejército de reserva que regula salarios. Que tenga que haber una ideología de por medio tiene que ver con que no se podría sostener esto con el resto de los trabajadores, o como reconocen Wallerstein & Balibar (1991), con que de otro modo la crueldad no sería soportable.
Cabe señalar algunas hipótesis que se abren desde aquí. Foucault (2014) ha dicho que el horizonte problemático del arte de gobernar es la escasez económica. Esta sería natural, pero podría conducir a que desde la población, que es una categoría de administración económica, surja el pueblo, que es una categoría política. Para Foucault, esta es la explicación de que exista la policía: evitar que la escasez pueda producir un pueblo rebelde. Sin embargo, no tiene por qué tratarse del único mecanismo de control contra la emergencia política de un pueblo. Acaso otra manera, esta vez económica, de impedir este peligro para el arte liberal de gobernar, es hacer que estas condiciones de superexplotación y ausencia de libertad recaigan solo sobre un grupo impedido de politizarse (Sayad, 2008, 2010) y que, al estar racializado (Tijoux & Palominos, 2015), no es objeto de empatía por parte del resto de la población. Así, el racismo es eficaz pues rinde dos veces: al poner la carga de la escasez económica sobre los migrantes por racializados, y al dividir a la clase trabajadora en razón de una etnicidad ficticia (Wallerstein & Balibar, 1991), conjurando la emergencia del pueblo.
Este escrito buscó elaborar reflexiones teórico-críticas a la luz de conceptos que, como hallazgos de una investigación, permitieron ordenar la información producida, pero que hacía falta articular para caracterizar y comprender el trabajo de las personas migrantes en Chile. La superexplotación y la desproletarización bien podrían caracterizar otros casos de trabajo precario, de allí que el racismo no pueda ser sostenido como una respuesta global al problema, sino como la explicación a esta dinámica parcial. Sin embargo, reconocemos limitaciones que abren a nuevas investigaciones: se trata de la necesidad de estudiar la formación de la (sub)clase de trabajadores migrantes en el marco de la acumulación capitalista en Chile, a lo menos desde 1990. Para esto, no bastan las caracterizaciones demográficas ni las discusiones econométricas sobre esta población, sus formas de consumo, o su impacto en el mercado del trabajo. Hace falta identificar, sociológicamente, las características, dinámicas y trayectorias de las personas migrantes en la estructura de acumulación en Chile; y, políticamente, sus formas de comprensión de sí mismos, así como sus formas de asociación y acción colectiva.
Concluyendo, el racismo no es él mismo simétrico al capitalismo, pues tiene su propia historia y sus propias dinámicas, las cuales pueden exceder a la acumulación de capital. Y sin embargo, su articulación histórica no es casual ni prescindible. Sin racismo -u otras formas de deshumanización- no sería posible sostener la articulación del maltrato superexplotador y desproletarizante sobre toda una parte de la población. De este modo, en el contexto de las migraciones Sur-Sur contemporáneas, racismo y capitalismo se vienen a encontrar, potenciar y sofisticar el uno al otro, logrando que la inferioridad moral que el racismo construye sirva de medio y argumento para hacer recaer formas específicas de trabajo sobre las poblaciones racializadas. La producción social, política e histórica del migrante en Chile como un mero trabajador, es ella misma racista. A la vez, la producción de su trabajo como uno superexplotado y desproletarizado surge, se articula y esconde por la eficacia del racismo.
Con todo lo anterior no buscamos reincidir en la reducción del migrante al trabajo, por lo que la búsqueda de condiciones laborales mejores o más justas para las personas migrantes no es la forma privilegiada de enfrentar el racismo. Como hemos dicho con Sayad (2010), el problema de la reducción del migrante a un trabajador genérico y abstracto es, al mismo tiempo, su exclusión de la política. En lo que hemos propuesto, el lugar que el racismo ocupa nos conduce a un problema que es ante todo político. Tras el fetichismo del migrante como un cuerpo-trabajo cabe recordar, antes que todo, que “los obreros no tienen patria” (Marx & Engels, 2014), por lo que la clase trabajadora en el territorio chileno no se compone de nacionales, sino de todos los trabajadores y las trabajadoras que lo habitan. Respecto de la ley de oferta y demanda y su relación con el problema del trabajo, el ejército industrial de reserva y los salarios, Marx señaló que sin una “cooperación planificada entre los ocupados y los desocupados”, no se podría “anular o paliar las consecuencias ruinosas que esa ley natural de la producción capitalista trae aparejadas para su clase” (Marx, 2009c, p. 797). También respecto de la migración cabe anotar aquello: sin reconocer a todos/as los/as trabajadores/as, independientemente de su lugar de origen, como personas sometidas al fetichismo del valor, la posibilidad de paliar las consecuencias de este se reduce para todos/as.