Introducción
Como resultado de una serie de innovaciones teórico-conceptuales ocurridas en el seno de las ciencias sociales y humanas durante la segunda mitad del siglo XX, investigadores afiliados a la geografía (especialmente, la geografía cultural) y a los estudios sobre el nacionalismo parecen coincidir en la creencia sobre la necesidad de teorizar las identidades nacionales prestando atención a los procesos de sentido y significación en los que estas se sustentan y a partir de las que se construyen y reproducen. Paasi (1996) y Billig (1995), entre tantos otros, han entreabierto una puerta a un tipo de trabajo interdisciplinar, en el que los diferentes campos del saber se federan con base en el estudio de los procesos mediante los cuales los individuos dan sentido a su experiencia en el mundo. Si bien quienes se han ocupado de estos temas hasta ahora no lo han hecho desde una matriz disciplinar identificada como semiótica ―con algunas excepciones―, en los hechos su perspectiva es inherentemente semiótica.
A pesar de que aún vivimos en un mundo de naciones en el que se considera al Estado nación como la unidad elemental tanto para la articulación de las identidades personales como para el ensamblaje de redes globales de actores institucionales (Calhoun, 2007; Sassen, 2006), en varias regiones del mundo, y especialmente en América Latina, la identificación personal a partir de pertenencias supra o transnacionales parece ser cada vez más frecuente: definirse, concebirse y sentirse latinoamericano/a, andino/a, rioplatense, caribeño/a, patagónico/a o amazónico/a ―todas ellas unidades de sentido que no coinciden con límites administrativos estatales nacionales― parece ser un mecanismo más que está vigente para dar sentido a la realidad social circundante y a la propia experiencia en el mundo. En este sentido, más allá del plano de lo nacional ―que, dada su centralidad actual, es sin lugar a dudas extremadamente relevante―, otras identidades asociadas al territorio, con fronteras y límites imaginarios más permeables y menos fijos que los de los Estados nacionales, ameritan también una conceptualización desde la semiótica.
Un estudio de este tipo se focalizará en cómo es que, a partir de una determinada materialidad geográfica ―una masa continental, una superficie de agua, una cadena montañosa, etc.―, ciertas narrativas, representaciones, imaginarios y discursos asociados a esa materialidad cobran vida en el terreno simbólico-discursivo, conduciendo a que los individuos puedan identificarse de manera cognitiva y afectiva con ese territorio, a partir de la mediación de un conjunto de discursos e imaginarios que atribuyen sentido a la geografía y la reinterpretan desde parámetros históricos, culturales e identitarios. La identidad amazónica ―también llamada Amazonia, Amazonía, lo amazónico― es un claro ejemplo de este tipo de identidad, asociada al Amazonas, como también lo son las asociadas a cadenas montañosas como los Alpes y los Andes o superficies de agua como el mar Mediterráneo y el Río de la Plata: lo amazónico, lo alpino, lo andino, lo mediterráneo y lo rioplatense son todas categorías de sentido, cada una de ellas con sus signos, objetos, prácticas y “formas de vida” distintivos (Fontanille, 2008, 2015) con las que individuos pueden identificarse en términos culturales.
¿Cómo se define la identidad amazónica en términos de su segmentación y distinción de otras identidades? ¿Cuál es su núcleo semiótico? ¿Cuáles son sus fronteras y/o límites? ¿Quién es (y quién no) amazónico? ¿Cuáles son los imaginarios asociados a esta unidad de sentido? ¿Qué rol juegan esos imaginarios en la constitución de esta identidad geocultural? ¿Cómo varía la caracterización de la identidad geocultural amazónica según el punto de vista, por ejemplo, comparando la percepción de un in-group con un out-group? Desde una perspectiva semiótica, este artículo presenta una hipótesis respecto al funcionamiento de las identidades geoculturales, que también podrían denominarse “identidades territoriales” o “identidades espaciales”, como forma de establecer algunas referencias a un conjunto de ideas surgidas dentro de los estudios geográficos más recientes. Preferimos utilizar una denominación en la que el aspecto cultural sea central, sin dejar de lado el anclaje en lo geográfico: de ahí la idea de “identidades geoculturales”, en las que lo cultural ―que evidentemente puede trascender o ser independiente de lo geográfico, como en el caso de la identidad islámica, la lusofonía y la identidad skater― está parcialmente determinado por lo territorial, que interviene en la producción discursiva (Montoro & Moreno Barreneche, 2021a).
Específicamente, en lo que sigue se discutirá sobre la Amazonía y lo amazónico como una identidad geocultural asociada a un territorio específico que da lugar a ciertos imaginarios, narrativas, representaciones e identificaciones, en términos individuales y colectivos, y tanto por parte de quienes se identifican con esa identidad como por observadores externos. Concretamente, intentaremos articular la discursividad sobre esta identidad geocultural producida por individuos externos a ella, esto es, que no se identifican con ella, pero que sin embargo la perciben como una unidad diferencial que sirve para la identificación individual y colectiva. Así, nuestro trabajo busca contribuir con un enfoque semiótico a una línea de investigación enfocada en la dimensión sociocultural de la Amazonía (Hutchins & Wilson, 2010; Heckenberger, 2008; Nugent, 1997, 2018; Raffles, 1999; Slater, 1996, 2002, 2015; Uzendoski, 2005; Vadjunec, Schmink & Greiner, 2011).
En cuanto a la estructura del texto, mientras que la primera sección presenta de manera sucinta a la semiótica para los lectores no familiarizados con sus desarrollos más recientes, la segunda despliega un aparato teórico para la conceptualización de las identidades que aquí interesan. La tercera y última sección estudia el caso de lo amazónico en tanto identidad geocultural, con un foco en la discursividad producida “desde afuera”. Como se podrá apreciar en el artículo, nuestro trabajo se apoya en una premisa inter e intradisciplinaria: además del necesario diálogo con la antropología, la teoría social y la geografía, el estudio de las identidades geoculturales se posiciona como una empresa que puede tender puentes entre las diferentes tradiciones semióticas existentes. Solo así la semiótica podrá lucir todo su potencial para el estudio de los fenómenos sociales en los que la atribución de sentido es crucial.
La semiótica y el estudio de los procesos de sentido y significación
El objetivo de esta sección es presentar de manera general a la semiótica y sus desarrollos más recientes, de modo tal de ayudar a lectores que no necesariamente estén familiarizados con ellos a visualizar el rumbo que la disciplina ha ido tomando con el pasar de las décadas. En términos generales, estos desarrollos pueden sintetizarse a partir de un cambio de fórmula definitoria de la disciplina, que ha implicado un pasaje de ser la disciplina que estudia los sistemas y las estructuras de signos a ser la disciplina interesada por dar cuenta de los procesos dinámicos de producción, circulación y consumo de sentido, que son múltiples, en varios niveles y suelen ocurrir entre varios actores sociales.
En términos generales, la semiótica nace como un campo de estudios ligado fuertemente al estudio del lenguaje. Tanto Ferdinand de Saussure como Charles S. Peirce, a quienes se considera los padres fundadores de la investigación semiótica, articularon sus investigaciones semióticas en torno al signo, una categoría analítica que con el tiempo ha sido relegada para dar mayor centralidad a otras, como la de funciones sígnicas (Hjelmslev, 1943; Eco, 1976). Durante el siglo XX, dos tradiciones de investigación apoyadas en el trabajo de estos pioneros, que con el tiempo fueron bautizadas como semiótica estructuralo generativa, y semiótica interpretativa, respectivamente (Violi, 2017; Traini, 2006), abrieron el campo de juego más allá del estudio de los lenguajes naturales. En particular, la semiótica apoyada en el trabajo de Saussure, cuyo ápice se encuentra en la obra de Algirdas J. Greimas, deja la puerta entreabierta para que el tipo de investigación de la semiótica vaya más allá de la palabra, a partir de una extrapolación del concepto de texto, que puede ser empleado como modelo para el estudio de otro tipo de fenómenos que tradicionalmente no se considerarían textuales, como las prácticas.
Durante las décadas de 1980 y 1990, autores cercanos al trabajo de Greimas, como Jean-Marie Floch, Eric Landowski y Jacques Fontanille, entre otros, continuaron elaborando el trabajo de su maestro con el afán de extenderlo a objetos de estudio no textuales, pero que pueden ser abordados como si fueran textos, a partir de una premisa según la cual ciertas unidades en el plano de la expresión, empíricamente perceptibles, remiten a ciertas unidades en el plano del contenido. Esta premisa, que es una de las premisas básicas de la semiótica sociocultural de matriz estructural, es una reelaboración que el lingüista danés Louis Hjelmslev hace de la distinción entre significado y significante, establecida a comienzos del siglo xx por Saussure (Courtès, 2007). Para Hjelsmlev (1943), todo sistema lingüístico vehiculiza ciertas unidades de contenido a partir de una articulación de estas en el plano de la expresión.
Tanto la segmentación de ambos planos como la relación entre ellos (la semiosis) varía de cultura en cultura, tal como el autor demuestra al estudiar cómo las unidades de contenido que en español son vehiculizadas por las palabras “árbol”, “madera” y “bosque” tienen también tres articulaciones en francés y en alemán: “arbre”/“Baum”, “bois”/“Holz” y “foret”/“Wald”; pero solo dos en danés: “trae” y “skov”. Para Hjelmslev, esto se debe a que las distintas culturas segmentan el plano del contenido de manera diferente mediante el establecimiento de fronteras entre unidades de significado que, dada su relevancia, se consideran distintas. Un ejemplo de este tipo es la cantidad de palabras que existen en lengua gallega para denominar la lluvia según su intensidad: “chuvisca”, “babuxa”, “orballo”, “poalla”, “zarzallo”, “chuvia”, “bátega” y “chaparrada”, entre otras (Sanmarco Bande, 2006, p. 621).
A partir de esta premisa teórica, en un célebre estudio sobre los trayectos de los viajantes al utilizar el metro de París, Floch (1990) propuso que las prácticas pueden ser leídas como textos con cierta clausura y que, como tales, pueden ser segmentadas en unidades significantes menores que remiten a unidades del plano del contenido. Para Floch (1990, p. 40), “un trayecto no es una continuidad gratuita de movimientos y de estacionamientos, una pura gesticulación. Elegir el analizar semióticamente los trayectos de los viajeros es postular que tienen sentido”. En la primera década del siglo XXI, Fontanille (2008) propuso una distinción entre al menos seis planos de análisis semiótico: los signos, los textos, los objetos, las prácticas, las estrategias y las “formas de vida”. Esta propuesta claramente extiende el alcance de la semiótica más allá de lo puramente sígnico, para centrarse en todo lo que de algún modo es significante.
Dentro de la ampliación del alcance de la semiótica hacia campos que claramente quedan por fuera de los textos en sentido tradicional, Eric Landowski ha desempeñado un papel central. Esto se debe no solo al desarrollo teórico-metodológico que el autor ha elaborado dando una centralidad al concepto de interacción, sino también a la influencia que su obra ha tenido en distintas academias, como la italiana y la brasileña (De Oliveira, 2004; Demuru, 2014, 2015; Moreno Barreneche, 2023). Esta expansión teórica ha llevado a que investigadores afiliados a la semiótica comenzasen a prestar atención a fenómenos dinámicos y difícilmente aislables, como las prácticas (Fontanille, 2008; Dondero, 2017; Demuru, 2017), las interacciones (Landowski, 1997, 2014, 2016), las “formas de vida” (Fontanille, 2015) y los “estilos culturales”, por ejemplo, en la forma de jugar al fútbol (Demuru, 2014).
En paralelo al trabajo de estos investigadores ―todos ellos declaradamente greimasianos o influenciados por Greimas―, otros círculos académicos enmarcados dentro del amplio umbral de la semiótica también han manifestado esta expansión hacia otros objetos de estudio. Autores como Leeuwen (2005), Hodge & Kress (1988), Lorusso (2010) y Verón (1988), entre tantos otros, dejan en evidencia el interés por dar cuenta de diversos fenómenos de significación en la vida cotidiana, más allá de los artificios textuales producidos con fines comunicativos. Curiosamente, desde esta perspectiva y con contadas excepciones ―como puede ser el caso de Eliseo Verón en el estudio del campo político o las prácticas culinarias y gastronómicas―, hasta ahora poca atención se ha prestado desde la semiótica de lo social al estudio de las identidades, especialmente las colectivas, que son el resultado de procesos discursivos de segmentación de la realidad a partir de determinados criterios y límites. Volveremos sobre este punto en la próxima sección.
Un estudio semiótico de los procesos de producción y circulación de sentido en el seno de la vida social no estaría completo sin un diálogo con otras ciencias sociales, como por ejemplo la antropología. Si se piensa en la definición de cultura planteada por Geertz (1973) como una “trama de significaciones” en la que los individuos estamos insertos, el sustrato semiótico queda en evidencia: si la praxis humana está habilitada por ciertas atribuciones de sentido ―Geertz ilustra esta premisa mediante el estudio de las riñas ilegales de gallos en Bali, Indonesia―, entonces las prácticas culturales pueden ser leídas como si fueran textos que vehiculizan un sentido más profundo; así, el trabajo del antropólogo consistiría en leerlos “por encima del hombro de aquellos a quienes dichos textos pertenecen propiamente” (Geertz, 1973, p. 372). Esta concepción de la cultura como red de significaciones se acerca a la que unos pocos años después Umberto Eco desarrollará en su Tratado de semiótica general (1976). Para Eco, una teoría semiótica general equivale a una teoría general de la cultura dado que “humanidad y sociedad existen solo cuando se establecen relaciones de significación y procesos de comunicación” (Eco, 1976, p. 44).
De manera paralela al desarrollo y la expansión de la semiótica aquí presentados, Jurij Lotman y sus colegas de la escuela de Tartu-Moscú trabajaron en el desarrollo de una semiótica abocada al estudio de los fenómenos culturales. Del extenso y extensivo trabajo de Lotman, de particular interés para el estudio de las identidades geoculturales será el concepto de semiosfera, que surge como una propuesta teórica que intenta extrapolar el concepto de biosfera al campo de lo social. Para Lotman, toda semiosfera puede ser concebida como una esfera de circulación de significados a partir de una estructura que, si bien es laxa y no podría ser representada claramente, siempre cuenta con un núcleo semiótico y unos límites, más allá de los cuales se ubica todo lo que no tiene sentido por ser ajeno a esa semiosfera. Como afirma el autor (Lotman, 1996, p. 11), se trataría entonces de “un continuum semiótico, completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización”. Así, los distintos elementos que caracterizan a una cultura estarán posicionados en una jerarquía más o menos cercana al núcleo semiótico de esa esfera. Como resultado, argumenta el autor, “sólo dentro de tal espacio resultan posibles la realización de los procesos comunicativos y la producción de nueva información” (Lotman, 1996, p. 11). Como se argumentará en la próxima sección, esta conceptualización será de utilidad a la hora de pensar las identidades colectivas desde una matriz semiótica.
Antes de proceder a tal tarea, dos puntos deben ser mencionados. En primer lugar, toda la empresa semiótica, independientemente de las diferencias metodológicas que existen entre las distintas corrientes, se apoya en una premisa constructivista según la cual la realidad social no es algo dado, sino construido a partir de interacciones y procesos de negociación de sentido entre actores sociales. Sin riesgos de realizar una generalización indebida, se podría afirmar que actualmente todas las corrientes semióticas comparten esta conclusión, de gran relevancia teórica, especialmente a la hora de teorizar las identidades colectivas en tanto fenómenos esencialmente discursivos y simbólicos.
En segundo lugar, de manera paralela a la conquista por parte de la semiótica de lo extralingüístico y “en movimiento” ―“in vivo”, en palabras de Landowski (2014)―, la geografía, y especialmente la geografía cultural, ha experimentado una suerte de “giro semiótico” que ha llevado a que geógrafos de distintas latitudes hayan comenzado a prestar atención a cuestiones vinculadas con la interpretación y la atribución de sentido a la hora de entender la relación de los seres humanos con su entorno (Jackson, 1989; Jones, 2008; Johnson et al., 2011; Paasi, 2009, 2011; Cosgrove, 2008). El estudio de las identidades geoculturales se presenta, entonces, como un punto de contacto claro y con potencial entre estas dos disciplinas.
Identidades geoculturales: conceptualización desde la semiótica
En la sección anterior se hizo referencia a la premisa constructivista subyacente a la investigación semiótica contemporánea, que conduce a que los fenómenos pertenecientes al ámbito de la realidad social, que como vimos se construye de manera intersubjetiva (Verón 1988), son conceptualizados desde una postura antiesencialista. Desde esta perspectiva, toda identidad, sea personal o colectiva (nacional, de clase, étnica, política, deportiva) es construida discursivamente en un proceso de naturaleza semiótica, caracterizado por un permanente juego de relaciones y diferencias (Arfuch, 2005; Appiah, 2018).
Un estudio semiótico de las identidades colectivas, por lo tanto, se apoyará en la premisa según la cual estas no tienen nada de dado o presocial, sino que son el resultado de procesos de construcción y negociación de sentido que implican una segmentación de la realidad en unidades diferenciales, así como una valorización ―una “axiologización”, en términos semióticos― positiva o negativa, y determinado vínculo emocional por parte del individuo con ellas (Tajfel, 1982). En este sentido, las identidades se vuelven filtros clave que median en la relación del sujeto con su entorno: a pesar de no ser algo dado o natural, las identidades colectivas ―incluidas las de tipo geocultural― desempeñan un rol central en la atribución de sentido que los individuos hacen del mundo.
Al presentar el ejemplo lingüístico propuesto por Hjelmslev para ilustrar la diferencia entre los planos del contenido y de la expresión, se mencionó que las distintas culturas segmentan el plano del contenido de manera diferente, en unidades de significado que dependen de su pertinencia dentro de la “visión del mundo” de esa cultura. Lo interesante de la propuesta de Hjelmslev es que cada uno de estos términos cobra sentido de manera diferencial, esto es, en relación con los otros. Al discutir este ejemplo, Eco (1976, p. 111) concluye que “cualquier intento de establecer el referente de un signo nos lleva a definirlo en los términos de una entidad abstracta que representa una convención cultural”. Esto es resultado de lo que en semiótica y en lingüística se denomina diferenciación relacional, una premisa que ya estaba presente en el trabajo de Saussure y que tiene su fundamento no solo en que la relación entre significante y significado es arbitraria, sino además relacional, esto es, dependiente de otras unidades con las que una posición de valor forma sistema a partir de su oposición.
Siguiendo esta lógica, las identidades colectivas, que no son otra cosa que unidades de significado que han sido diferenciadas unas de otras por los miembros de una cultura, se apoyan en procesos de segmentación del continuum cultural a partir del establecimiento de fronteras que son simbólicas (Barth, 1969). Estas fronteras se establecen de manera imaginaria a partir de la postulación de un conjunto de características dadas como compartido por y generalizable a todo el grupo al que esa identidad se aplicaría. En el caso de las identidades nacionales, que quizá sean uno de los ejemplos más claros de identidades colectivas, es común encontrarse con discursos en los que se asume que “ser de determinado país” implica tal y tal conjunto de rasgos. Por lo tanto, ese conjunto de características funciona como núcleo semiótico, imaginario y socialmente construido, y al mismo tiempo como criterio para el establecimiento de los límites, también imaginarios y socialmente construidos, con otras unidades del continuum de las identidades colectivas. Así, estas se articulan en términos discursivos a partir del establecimiento de una demarcación entre un “nosotros” y un “ellos” (Appiah, 2018; Arfuch, 2005; Fornäs, 2017; Laclau, 1994, 2005; Mouffe, 2007).
Entre todos los tipos de identidades colectivas posibles ―nacionales, políticas, de género, de clase, étnicas, deportivas, religiosas, etc.―, las que hemos optado por llamar identidades geoculturales merecen especial atención. Esto se debe a que, en su configuración discursiva y simbólica, estas articulaciones están de algún modo ancladas a una categoría geográfica dada que tiene una existencia material real, por más que su identificación como algo diferente sea el resultado de un proceso, discursivo y simbólico, de segmentación. El componente geográfico de estas identidades colectivas puede referir a un continente, país o región, dentro de los límites de un país, una región que trascienda los límites de un país, una superficie de agua (río, mar, océano), una cadena montañosa, entre tantas otras categorías.
Dada la innegable materialidad territorial en las que se apoyan, estas identidades se construyen en gran medida a partir de una imaginación y axiologización de esa materialidad, dando lugar a que se vuelvan el disparador de las diferencias relacionales con otras identidades geoculturales. Ejemplos de este tipo de identidades son la identidad uruguaya, por oposición a la argentina o brasilera; la rioplatense, diferenciada de la identidad andina o de la caribeña; la bonaerense o porteña, distinta de la identidad asociada al “interior” argentino o la de otras ciudades de ese país, como la cordobesa o la rosarina, y la latinoamericana, opuesta a las identidades anglosajona, africana y europea; entre tantas otras posibles. En todos estos casos es factible identificar una referencia geográfica concreta que, aunque sea arbitraria y construida en el discurso a través del tiempo, se destaca como punto de anclaje para el desarrollo de ciertos fenómenos de naturaleza semiótica que sirven a los individuos y a los colectivos para dar sentido a la realidad social. Así, que el río Uruguay separe a dos países (Argentina y Uruguay), mientras que el río Negro uruguayo no, responde a procesos históricos, políticos y culturales más que a la geografía física de los respectivos cursos de agua. Si bien ambos ríos existen en términos de una ontología objetiva (Searle, 1995), su condición de límite entre distintas identidades geoculturales depende de cuestiones que van más allá de lo natural y que son históricamente contingentes.
A la hora de estudiar las identidades geoculturales, las de carácter supra y transnacional resultan en particular interesantes (Montoro & Moreno Barreneche, 2021a). Estas pueden definirse como aquellas que, en su extensión imaginaria, abarcan miembros de distintas unidades colectivas asociadas a lo nacional. Mientras que lo supranacional engloba varias identidades geoculturales nacionales en su totalidad, como en el caso de la latinoamericana (Montoro & Moreno Barreneche, 2021b, 2024a), lo transnacional abarca porciones o subgrupos dentro de diversas identidades nacionales, como, por ejemplo, la mediterránea (Montoro & Moreno Barreneche, 2024b). Identidades geoculturales supranacionales son la europea, la latinoamericana y la panafricana; entre las transnacionales se encuentran la rioplatense, la alpina y la amazónica. En términos semióticos, significantes como los mencionados no son sino articulaciones en el plano de la expresión que refieren a unidades de sentido ubicadas en un plano del contenido y que, al ser segmentadas por oposición a otras, toman la forma de “identidades culturales”, esto es, formas de vida imaginadas como distintivas de un grupo dado. Al tratarse de articulaciones discursivas compuestas de diversos elementos, incluidas prácticas cotidianas y “formas de hacer”, pero muy especialmente imaginarios sociales, la semiótica podrá contribuir a la elucidación de estos fenómenos de sentido tan anclados en la cotidianeidad que producen efectos de realidad muy fuertes en cuanto a identificación y pertenencia.
En síntesis, la categoría analítica identidades geoculturales habilita a subrayar la conexión entre expresión y contenido a partir de la puesta en relación de una categoría cognitiva derivada de una dimensión geográfico-espacial y un proceso individual o colectivo de identificación. Es en este sentido que Raffles (1999, p. 349), al estudiar un caso concreto dentro de la Amazonía, subraya la proliferación discursiva que ocurre en el marco de las narraciones de localidad (locality), que tendrá un lugar crucial en los sentimientos de quienes allí habitan. Como veremos en la próxima sección, lo amazónico constituye un claro ejemplo de este funcionamiento semiótico, aunque, dada la naturaleza teórica y ensayística de este artículo, en lo que sigue abordaremos esta identidad geocultural a partir de una mirada no interna, sino externa, desde afuera.
Construcciones discursivas de lo amazónico como identidad geocultural
Cuando se habla de la región del Amazonas, esto es, en cuanto espacio geográfico, las enciclopedias normalmente refieren a una amplia porción de territorio en América del Sur habitada por aproximadamente 23 millones de personas (Slater, 2002), que contiene la selva tropical más extensa del mundo. Si bien esta unidad de sentido suele asociarse con Brasil, país que detenta la mayor parte de la región, el río Amazonas discurre también por Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guyana Francesa. En cualquier caso, su extensión y centralidad topológica en el continente hacen del Amazonas uno de los principales íconos geográficos y culturales de América del Sur. Si bien sus límites exactos, así como su extensión, son motivo de debate, el núcleo de sentido de lo amazónico se estructura en torno a un atributo geográfico: la selva ubicada en la cuenca fluvial del Amazonas, río que toma su fuente en la confluencia entre los ríos Marañón y Ucayali, en Perú, y desemboca en el océano Atlántico. Con una cuenca que abarca más de 5.5 millones de km2 y más de 1100 ríos afluentes, el río Amazonas es considerado el más caudaloso del mundo (Slater, 2002).
La etimología de la palabra “amazonas” parece vincular a esta región con los principales mitos del mundo grecolatino desde sus primeros contactos con la civilización occidental, un fenómeno discursivo que da cuenta de cómo el sentido proveniente desde fuera ha moldeado a este recorte enciclopédico. Según una de las versiones existentes, cuando el explorador español Francisco de Orellana realizó la primera navegación completa del río entre 1541 y 1542, se encontró con un grupo de nativos hostiles en el que hombres y mujeres los atacaban por igual; esta experiencia los habría llevado a equiparar los pueblos amazónicos con las amazonas griegas, un pueblo de Asia Menor que, según Heródoto y Hesíodo, era gobernado por mujeres guerreras. Otra versión indica que “amazonas” proviene de una lengua indígena y significa “rompedor de embarcaciones”, lo que tendría una sonoridad similar a la palabra actual en castellano (Trapero, 2009, p. 13).
En cualquier caso, ambas versiones refieren a la condición peligrosa, exótica y mitológica occidental o nativa del territorio. En virtud de la caracterización realizada en la sección anterior sobre las identidades geoculturales, la identidad amazónica aparece como un efecto de sentido embebido en un constante juego de creencias, relatos y mitos que construyen y renegocian qué implica ser amazónico y qué signos, textos, objetos, prácticas, estrategias y formas de vida (Fontanille, 2008) configuran esta identidad en términos diferenciales. En ese juego, tanto los discursos surgidos en el seno de la semiosfera amazónica como por fuera de ella desempeñan un rol a considerar al estudiar la discursividad social.
Para autores como Slater (1996, 2002, 2015), una mayoría de individuos imagina la Amazonía como un paraíso natural amenazado por la presencia del hombre y cuya inmensa reserva de fauna y flora relega cualquier otro aspecto identitario de la región. El hecho de que la Amazonía contenga la mitad de las especies vivas del mundo (Slater, 2002), junto con la ausencia de grandes civilizaciones (Meggers, 1966), ha reforzado un imaginario edénico (Slater, 2002) en el que lo amazónico se posiciona en el polo de lo natural y se enfrenta a un polo discursivo opuesto, construido sobre algunos valores fuertemente asociados al imaginario de la modernidad, como la elevación de la cultura humana, la idea del hombre como motor de la historia, la fe en el progreso, el desarrollo de nuevas tecnologías e industrias, la emergencia de la globalización y la creación de organizaciones políticas y sociedades complejas. Todos estos valores suelen oponerse al imaginario edénico de la Amazonía que se funda en una concepción de exceso, exageración y amplitud (Hutchins & Wilson, 2010; Slater, 2002), aunque no en términos políticos o económicos ―“un gran imperio”, “una gran red de relaciones de comercio”―, sino cognitivos: la Amazonía resulta inaprehensible para el observador occidental, en parte porque este tiene una sola unidad de expresión, “la Amazonía”, “lo amazónico”, para dar cuenta de un amplio repertorio de experiencias y percepciones: la selva, la multiplicidad de colores, la diversidad de animales y plantas, las grandes extensiones territoriales, las sinuosidades de caminos y ríos, etcétera.
El imaginario edénico se nutre del tópico latino clásico del locus amoenus, esto es, el lugar idílico, que se desarrolló a través de representaciones literarias y pictóricas de paisajes idealizados desde la Antigüedad hasta el Renacimiento (Samson, 2012) y cuyo legado es también visible en la búsqueda de autores románticos del siglo XIX por lugares exóticos, lejanos ―tanto geográfica como simbólicamente― de los vicios aparejados a las incipientes sociedades industrializadas, primero en Europa y luego en América. De hecho, como señala Denevan (1992), durante la época de la conquista de América, el paisaje del continente era articulado en Europa en torno a un “mito prístino” (Barlow et al., 2011), aunque este no reflejara la fuerte presencia humana en el continente.
Además, en el siglo XX, las poblaciones nativas amazónicas han sido, junto a otras como las guineanas (Stella, 2007), las polinesias/melanesias (Thomas, 1989) o las esquimales (Martin, 1986), el prototipo preferido para definir al sujeto del análisis etnográfico en la antropología contemporánea (Levi-Strauss, 1955; Nugent, 1997; Harris, 1998). No es casual que exista la creencia respecto a que las últimas tribus aún sin contacto con la civilización moderna están ubicadas en la Amazonía, del mismo modo que muchas de las noticias acerca de esta región se centren en lamentar la pérdida de “las últimas especies, las últimas almas y los lugares prístinos” (Hutchins & Wilson, 2010, p. xi).
Este tipo de narrativas pueden conducir a que los observadores externos, esto es, quienes no tienen un conocimiento directo de lo amazónico sino uno mediado por discursos e imaginarios, desarrollen un imaginario fantasioso e inocente respecto a esta unidad de sentido como aplicación del mito del “buen salvaje”, y que en cierta medida se frustren al descubrir que los nativos también participan de consumos globales, como vestir jeans o mirar televisión (Vadjunec et al., 2011). Ante la confrontación del imaginario social con lo que de hecho sucede, los observadores externos suelen calificar estas prácticas como evidencias de sociedades corrompidas, aculturizadas, inauténticas o degradadas (Conklin, 2010, p. 130).
Si se realiza un análisis de las categorías espaciales ―categorías topológicas, en términos de la semiótica generativa asociada a Greimas (1984)― y se identifica a la naturaleza y la cultura como valores opuestos en la organización del espacio, se puede observar que en aquellos espacios en los que la intervención del hombre es visible, como los centros urbanos, la administración pública o los paisajes culturales,1 lo natural suele expresarse discursivamente como una suerte de espacio englobado dentro de una unidad territorial moderna que lo limita, lo envuelve y le asigna funciones específicas, lo que sucede con jardines y huertas en residencias particulares, zoológicos y parques urbanos en ciudades, reservas naturales y áreas protegidas dentro de una administración territorial nacional o regional. Sin embargo, en los imaginarios construidos en torno a la identidad amazónica, la naturaleza se destaca por ser el espacio englobante de toda manifestación del sentido: la selva actúa como marco en el que se ambientan los intercambios y experiencias, de modo que las ciudades, las carreteras y las grandes construcciones u obras de ingeniería son percibidas como interrupciones o excepciones del imaginario amazónico.
Siguiendo esta línea argumental, la Amazonía ha sido caracterizada en diferentes discursos que circulan en la esfera pública como un espacio de difícil acceso, aislado de la civilización y con un territorio que, del mismo modo que esconde actividades ilegales ―véase en novelas como Pantaleón y las visitadoras (1973), de Mario Vargas Llosa, o películas como Monos (2019), dirigida por Alejandro Landes―, dificulta el acceso a un objeto de valor o el cumplimiento de una actividad deseada ―véase en películas como El abrazo de la serpiente (2015), dirigida por Ciro Guerra, o Fitzcarraldo (1982), dirigida por Werner Herzog―. Otros ejemplos de la dificultad del acceso a un bien preciado en el territorio amazónico se pueden encontrar en el emergente turismo alrededor del ritual de la ayahuasca o en la tradición de “la gran pesca anual del paiche”, así como en las incursiones de chefs limeños a la selva en busca de sabores que, desde hace algunas décadas, han servido como insumo para posicionar a la cocina peruana a nivel global (Avilés, 2016). En virtud de este aislamiento, la mayoría de los protagonistas no nativos que figuran en las ficciones que se ambientan en el Amazonas acaban por perder la cordura por influencia de un entorno natural que les impide desarrollar sus proyectos, o les limita las opciones posibles.
Es posible constatar, entonces, cómo la identidad amazónica presenta una dualidad en cuanto su valorización en discursos construidos desde fuera: por un lado, se destaca como espacio edénico y lugar idílico, pero también como espacio desconocido, en el que los peligros y dificultades abundan, desde los animales salvajes que ponen en riesgo la vida humana, hasta los molestos mosquitos. Si bien esta doble axiología no es exclusiva de la identidad amazónica, lo particular de esta articulación de sentido es que ambas dimensiones en el plano del contenido aparecen condensadas en las mismas unidades de expresión, que presentan un imaginario ambivalente. La identidad amazónica, al menos desde la discursividad surgida en el exterior de la semiosfera asociada a ella, sintetiza una tensión entre una naturaleza pura, apacible, silenciosa, el locus amoenus latino, con animales extraordinarios como el delfín rosado, las guacamayas, los tucanes o las mariposas multicolores, y otra naturaleza cargada de peligros, representada con animales como el jaguar, la anaconda o la piraña, y las violentas inundaciones que pueden ocasionar las crecidas de ríos durante la temporada de lluvias. En el plano de la fauna, podemos ver nítidamente la tensión entre lo edénico y lo infernal como dos polos contrarios utilizados para atribuir sentido al espacio geográfico.
El hecho de encontrar esta tensión condensada y enraizada en un mismo imaginario es lo que lleva a Slater (2002, p. 8) a identificar en la Amazonía diversos universos de valor fusionados en una suerte de laberinto, como el norte y el sur, lo europeo y lo americano, lo local, lo nacional y lo global, que compiten y oscilan como imaginarios de una Catedral Verde (Green Cathedral) o un Infierno Verde (Green Hell). Para Slater, la visión de la Amazonía como una Catedral Verde se vuelve evidente en discursos políticos en los que se hace referencia a la selva como “el pulmón del mundo”, o frente a las críticas por las prácticas de deforestación y contaminación de la selva. Sin embargo, la Amazonía puede representarse como un Infierno Verde si sus peligros son destacados en las vivencias de los sujetos que la habitan. Así, escritores brasileños como Euclides da Cunha o Alberto Rangel han creado una literatura sobre la Amazonía que la concibe como una tierra virgen, pero “sometida a fuerzas enfrentadas que ofrecen la imagen de un caos” (Rueda, 2003, p. 33).
De este modo ―y en particular en los cuentos de Rangel en el libro Inferno Verde―, “el infierno es aquello en lo que la selva se ha convertido a raíz de la llegada de los emigrantes, trabajadores del caucho en su mayoría” (Rueda, 2003, p. 38) que, por tanto, rompe la armonía entre el paisaje idílico y los indios que la habitaban sin intervenir en él, y lleva a que la selva se convierta en enemiga del progreso. De hecho, la imagen del guerrero amazónico como sujeto violento y barbárico está presente en las crónicas de viajes desde los tiempos de Orellana, pasando por las historias de canibalismo narradas por el cautivo alemán Hans Staden (Aguiar, 2007) hasta las actuales exposiciones del Museo Amazónico de Iquitos, donde instrumentos de guerra como el “pica-ojos” reciben una particular atención.
Resulta de particular relevancia la referencia a la “fiebre del caucho” como entramado de procesos económicos, culturales y sociales que se ambientaron en la región amazónica entre fines del siglo XIX y principios del XX (Dean, 2002; Nugent, 2018; Stokes, 2000). La extracción y comercialización del caucho para la creciente industria del automóvil, entre otras, convirtieron a la Amazonía ya no solo en una región de incertidumbre y curiosidad geográfica y antropológica, sino en un área atractiva para la colonización y la industrialización. A partir del boom del caucho nacieron y crecieron ciudades como Puerto Maldonado e Iquitos, en Perú, o Manaos y Belém, en Brasil. Algunas huellas arquitectónicas de este proceso son visibles aún hoy en estas ciudades: el exuberante teatro “Amazonas” en Manaos, construido con los lineamientos estéticos de la belle époque y con la mayoría de sus materiales importados directamente de Europa, refleja los deseos de grandeza de una sociedad opulenta que aspiraba a superar los estándares de vida de ciudades como São Paulo o Río de Janeiro. De hecho, Manaos fue la primera ciudad brasilera que tuvo luz eléctrica y alcantarillado.
Por otra parte, en la ciudad peruana de Iquitos se puede encontrar la Casa de Fierro, que según leyendas locales habría sido diseñada por el ingeniero francés Gustave Eiffel, de fama mundial por construir la icónica torre de París. En algunas versiones coloquiales ―e incluso en guías turísticas―, se advierte que la propia casa fue construida con metales sobrantes de la torre, vinculando aún más la arquitectura moderna amazónica con grandes íconos de la civilización europea. En efecto, la Casa de Fierro en Iquitos constituye el primer modelo de casa prefabricada en América Latina, ya que estaba prevista para ser trasladada a las plantaciones de caucho en el suroeste peruano.
Esta visión del Amazonas como área pionera de las infraestructuras civiles en América Latina contrasta radicalmente con la imagen de una naturaleza edénica, por lo que algunos investigadores como Nugent (2018, p. 1) invitan a leer la historia de la región desde el “prisma del caucho”, para adquirir una visión más compleja de la Amazonía. El hecho de que la fiebre del caucho haya tenido un desarrollo acotado en el tiempo ha impedido a la identidad amazónica definirse desde un paradigma inteligible con la modernidad y el progreso económico, y la ha consolidado en un imaginario vinculado a la premodernidad romántica. De este modo, grandes obras como la Ópera de Manaos o megaproyectos ingenieriles como la vía de ferrocarril Madeira-Mamoré, que unía la Amazonía brasilera con la boliviana, son hoy vistos como excepciones históricas o imposiciones que fueron logradas solamente con un alto coste en vidas humanas. No en vano esta línea férrea fue conocida como “el ferrocarril del diablo” (Santos Rodríguez, 2010) y las denuncias de los abusos contra los trabajadores del caucho en la región del Putumayo dieron origen a que un diplomático irlandés designara esas plantaciones como “el paraíso del diablo” (Steiner et al., 2015), reforzando así la identificación con el Infierno Verde tanto a nivel de discursos sociales como en la literatura (Uscátegui, 2017).
En definitiva, como señalan Hutchins & Wilson (2010, p. 14), el hecho de que la Amazonía sea concebida desde fuera como infernal o edénica, auténtica o imaginada, refleja un mapeo cognitivo que la transforma en un espacio extraordinario en la literatura de viajes, la exploración científica, la explotación económica y las hipérboles del discurso ambientalista. Como tal, esta identidad geocultural transnacional ―y, por ello, transfronteriza―, que atraviesa distintos Estados nacionales y no abarca a ninguno totalmente, en los discursos que la tematizan desde fuera se vuelve una suerte de repositorio místico en permanente tensión entre lo ideal y lo peligroso, que en cualquier caso deja en evidencia un aspecto que es existencial para la humanidad: su relación con el entorno natural.
La condición transfronteriza de la identidad amazónica presenta otras aristas interesantes para un análisis semiótico, ya que la condición periférica de los territorios amazónicos en los respectivos Estados nacionales merece una mención especial. Al discutir el trabajo de Lotman, se señaló que una semiosfera se constituye de un núcleo semiótico, que tiene un peso central en la articulación de esa esfera de sentido, y de otros elementos ubicados de manera jerárquica entre ese núcleo y los límites. En este sentido, podría afirmarse que lo amazónico no constituye parte del núcleo de ninguna de las naciones de las que forma parte: en la medida en que todos los países en los que se extiende la región amazónica tienen sus centros de poder económico y político a miles de kilómetros de la Amazonía, esta región queda postergada en las narrativas que definen las identidades nacionales. No sucede lo mismo con otras identidades geoculturales supranacionales, como la andina: como señala Slater (2002, p. 12), a pesar de que la selva amazónica llega a ocupar hasta tres cuartos de los territorios nacionales de países como Perú y Bolivia, estas naciones suelen ser categorizadas como países andinos.
En esta misma línea argumental, bien podría afirmarse que la Amazonía suele asociarse a una identidad brasileña articulada en torno a un imaginario de lo natural, lo prístino, lo impredecible y lo laberíntico (Demuru, 2015), que puede rastrearse hasta la época del descubrimiento y la conquista del Brasil (Buarque de Holanda, 2000). Sin embargo, es importante señalar que la identidad brasileña en tanto identidad geocultural asociada a una unidad nacional no siempre ha sido construida sobre estos ejes. En la medida en que todo proceso de atribución de sentido es arbitrario y relacional, la identidad nacional brasileña se ha apoyado en estas representaciones cuando ha sido comparada con otras identidades, percibidas como más sistemáticas, prósperas y planificadoras. Sin embargo, es evidente que, en comparación con los grupos étnicos nativos que habitan la Amazonía, el Estado brasileño se presenta como un actor modernizante, democratizador y, como el lema de su bandera lo indica, proveedor de “orden y progreso”. Aunque no necesariamente de manera específica en la Amazonía, la historia de Brasil da cuenta de sucesos en los que esta visión moderna del Estado ha entrado en conflicto con las visiones locales de los habitantes de las periferias, al punto de llegar a conflictos armados, como la Guerra de Canudos (1896-1897).
Sin embargo, lo que en ocasiones puede ser percibido como periférico y fronterizo, en otros casos puede ser garantía del alcance efectivo del poder estatal, como en el caso de la ciudad colombiana de Leticia, ubicada en la triple frontera con Brasil y Perú, pero que, a pesar de encontrarse en el extremo sur del país, es de los únicos puntos de la selva amazónica colombiana que pueden visitarse casi sin restricciones: su calidad de paso fronterizo exige al gobierno colombiano un cierto control con presencia militar, mientras que otras regiones más profundas de la geografía amazónica colombiana escapan al control de las autoridades y, por lo tanto, se han convertido en territorio en disputa entre la guerrilla y los paramilitares.
Conclusiones
Desde una perspectiva semiótica, en este artículo se ha estudiado el caso de la Amazonía como identidad geocultural, para dar cuenta de fenómenos de articulación del sentido en los que una categoría geográfica es capaz de convertirse en el criterio que brinda pertenencia a una identidad colectiva, aunque el significado y alcance de esa identidad trasciende largamente la extensión física de esa marca geográfica. Con este trabajo intentamos ampliar la línea de investigación sobre identidades geoculturales que hemos presentado en artículos anteriores (Montoro & Moreno Barreneche, 2021a, 2021b, 2022, 2023, 2024a, 2024b) introduciendo ahora la variable de la perspectiva, ya que los sentidos atribuidos a esta identidad pueden variar dependiendo de la posición del observador en términos de ser miembro o no de la semiosfera asociada a dicha identidad geocultural.
En el caso de la identidad amazónica, la marca geográfica que crean el río, la cuenca hidrográfica y la selva tropical del mismo nombre llevan a que el imaginario amazónico se vincule con lo exótico y la naturaleza pura, casi siempre como oposición al progreso y la cultura, por lo que, como señala Slater (2002, p. 7), el “encuentro de diferentes mitos ―incluyendo aquel de una tierra eterna― ha ayudado a formar la infinidad de realidades del Amazonas”. En el artículo hemos desarrollado la idea de que los discursos y los imaginarios sociales asociados a lo amazónico oscilan entre una valorización positiva y otra negativa que le asignan, respectivamente, el ideal de un escenario edénico, pero al mismo tiempo una fuente de angustia frente a la incertidumbre y una serie de peligros aún sin calibrar. Del mismo modo, hemos propuesto una posible relación entre la historia moderna de la Amazonía y el boom económico de la industria del caucho, cuyo desarrollo interrumpido ha generado su consolidación en el imaginario edénico, al menos en la discursividad originada desde fuera. Como afirma Harris (1998, p. 84), “la realidad social de la Amazonia es un ‘proceso profundamente ligado al contexto’, relacionado tanto a transformaciones socioeconómicas globales como a negociaciones locales”.
En nuestra exposición, varios aspectos de interés para la semiótica han quedado en evidencia. En primer lugar, la problemática distinción analítica entre naturaleza y cultura, categorías que en algunos casos conviven de manera tal que su distinción se hace difícil, especialmente si se toma en cuenta el argumento que propone que lo natural es un efecto de sentido. En segundo lugar, la construcción discursiva de lo auténtico a partir de una fuerte asociación a un estado de naturaleza originario, en el que la civilización no ha interferido. Finalmente, la idea de mitificación, entendida como una “simbolización inconsciente” (Eco, 1964), a partir de la cual ciertas unidades en el plano de la expresión son investidas de connotaciones y asociaciones que, siendo contingentes e históricas, se asumen como dadas.
Una profundización necesaria en futuros trabajos consiste en examinar la identidad geocultural amazónica desde dentro, con un foco en los discursos e imaginarios que la componen en el entramado intersubjetivo que caracteriza a la semiosfera de quienes se identifican con la identidad amazónica. Sería importante evaluar críticamente de qué modo una identidad geocultural amazónica se posiciona a medio camino entre la suma de periferias de distintas identidades nacionales y la versión extendida de distintas realidades locales que trascienden a la experiencia inmediata del habitante de una comunidad local que, al carecer de medios comunes y experiencias mediáticas compartidas, no tiene por qué sentirse parte de una misma comunidad imaginada con otro habitante, también amazónico, pero situado a miles de kilómetros de distancia. Este tipo de investigación podría arrojar luz sobre qué significa para quienes habitan en el territorio amazónico esa pertenencia geocultural en términos cognitivos y afectivos. Como señala Slater (2002, p. 6), “nuestra propia fascinación con una selva idealizada puede excluir otras visiones: la de los amazónicos”, las cuales son fundamentales para entender cómo lo amazónico se vive en cuanto objeto de identificación colectiva asociado al espacio.
En estas páginas, nuestra intención ha sido dejar en evidencia de qué manera, como propone Harris (1998, p. 92), la Amazonía es “una región vasta e interconectada con un pasado complejo que opera y ha operado en sus propios términos”, con un foco en el impacto de estos eventos en la discursividad producida desde el afuera. En este proceso de construcción, reconstrucción y negociación de sentido, que ocurre desde dentro y desde fuera de la identidad geocultural a partir de ciertas creencias, relatos, mitos e imaginarios, la semiótica tiene mucho para aportar.