Corazonar las justicias… es un texto provocador desde el título pues, en un contexto donde la única justicia imaginada es la que se brinda a través del Estado, la autora nos propone hablar de las “justicias” en plural al tiempo que invita a poner el corazón en el centro de ellas. Plantear la posibilidad de que las justicias son múltiples ayuda a crear y creer en alternativas que nos aproximen a un ejercicio pleno de derechos incluyendo, como nos propone el libro, la sanación y fortaleza del corazón.
A través de este trabajo etnográfico de investigación-acción cultural en los Altos de Chiapas, México, Saavedra explica las razones de su propuesta mientras llama a conocer la vida, el ser y el sentir de las mujeres tseltales que han vivido violencia, sus procesos de organización, resistencia y lucha por su derecho a una vida digna y libre de violencias. Con una narración profunda y clara, la obra nos introduce a la cosmovisión tseltal; explica cómo desde la vivencia indígena el espíritu, alma, corazón y conciencia son indispensables en las interacciones cotidianas y, por supuesto, en la búsqueda de justicia. Significados difícilmente asequibles desde la mirada occidental.
Laura Saavedra es doctora en Antropología por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Ciudad de México; maestra en Estudios de Género por El Colegio de México, y licenciada en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Su trabajo doctoral Construyendo justicias más allá de la ley: Las experiencias de las mujeres indígenas que participan con el Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas A.C., base del texto motivo de esta reseña, fue merecedor del Premio Jan de Vos 2019 a la mejor tesis doctoral. Dentro de su proyecto de investigación-acción cultural, Saavedra realizó acompañamiento de casos de mujeres indígenas víctimas de violencia que acuden al Centro Derechos de la Mujer de Chiapas (CDMCH), además de llevar a cabo entrevistas en profundidad y grupos focales con los familiares, autoridades comunitarias, jueces y mujeres que laboraban en dicho Centro; contó asimismo con las historias de vida de mujeres que habían experimentado violencia.
A través de cinco capítulos, Laura Saavedra expone la forma en la que la violencia contra las mujeres indígenas es legitimada por un sistema capitalista, patriarcal, misógino y colonial. Pone sobre la mesa el racismo contra los pueblos indígenas ampliamente negado a lo largo del territorio nacional, pero cuyos efectos viven diariamente los pueblos originarios. En las siguientes líneas describiré brevemente la propuesta de cada uno de los capítulos. Desde la introducción la autora nos sitúa no solo geográficamente sino también en torno a lo simbólico y el lenguaje. Ejemplifica cómo a través de este último es que el mundo puede ser inteligible de otra forma:
preguntar cómo estaba nuestro corazón era conectarse con el chu’lel (espíritu), con la comunidad, con la esencia de lo que significaba ser un tseltal [...] tenías que pensar cómo realmente te sentías, qué decía tu corazón, qué decía tu espíritu, era conectarse con ese mundo que solamente los tseltales saben, conocen y sienten (Saavedra, 2022 p. 14).
Para los pueblos mayas, específicamente para los tseltales, el corazón es el centro del universo y la existencia, de tal suerte que no se puede hablar de justicia si esta no pasa por el corazón, explica Saavedra; por ello, para lograr que los pueblos, y particularmente las mujeres indígenas accedan a la justicia en sus propios términos, es necesario considerar su filosofía y cosmoexistencia, mientras cuestionamos nuestra mirada occidental.
En el primer capítulo se complejiza la violencia contra las mujeres indígenas señalando que “las costumbres no son las que despojan de tierra y someten a las mujeres, sino el propio sistema capitalista y el estado” (p. 52). Es decir, que la violencia experimentada por las mujeres indígenas no puede ni debe ser resumida a los usos y costumbres de los pueblos, pues en los espacios urbanos las mujeres no indígenas también experimentan (experimentamos) altos índices de violencia. Resalta que lo anterior no implica que ciertas costumbres dentro de los territorios indígenas no vulneren los derechos de las mujeres, sino que estas costumbres y tradiciones son robustecidas por los sistemas occidentales donde también las mujeres hemos sido y somos despojadas de derechos. A través de este capítulo, la autora describe cómo las violencias individualizadas, es decir, aquellas que ocurren a una mujer en particular tienen un origen estructural; ejemplo de ello son los proyectos desarrollistas por parte de empresas trasnacionales que han sobreexplotado la región y que han afectado a comunidades enteras, generando desequilibrios comunitarios, pues desde la filosofía tseltal cuerpo-tierra-comunidad-territorio no son entidades separadas sino parte de un todo vinculado a través del O’tan (corazón). Con su descripción, Saavedra contribuye a despojarnos del mito de los pueblos originarios como salvajes, arcaicos y violentos mientras invita a reconocer que en nuestras propias prácticas occidentales podemos encontrar violencias como las que viven las mujeres de los pueblos originarios.
En el segundo capítulo, “Los niveles jurídicos y las trayectorias que siguen las mujeres tseltales en la búsqueda de la justicia”, Saavedra describe las diferentes alternativas de las mujeres indígenas para acceder a la justicia señalando que, a diferencia de lo que podría pensarse desde la mirada occidental, las mujeres tienen más opciones de ser escuchadas y de participar activamente en la defensa de sus derechos en los niveles más comunitarios, pues en los niveles más propios del Estado se les discrimina, criminaliza o se les trata con condescendencia, de tal suerte que no pueden tomar un papel activo en su propia defensa. La autora retoma el papel de los factores socioestructurales como un obstáculo para la defensa de derechos de las mujeres cuando las denuncias proceden de los niveles comunitarios, puesto que no todas las personas pueden pagar los costes de la justicia, sean estos económicos o de otra índole, como los tiempos de traslado, el pago a los abogados y traductores, o la discriminación y el racismo al que son expuestas.
A lo largo del capítulo se vuelve latente una pregunta desafiante, sobre todo para quienes defienden el derecho positivo como el único camino posible para acceder a la justicia: ¿por qué seguimos pensando que las leyes occidentales son mejores que las de los pueblos si tenemos tan altos niveles de violencia contra las mujeres y de feminicidios? ¿Por qué se mira en los “usos y costumbres” de los pueblos la barbarie y no se reconoce el Estado feminicida en el que habitamos en los espacios urbanos? Mirar la justicia impartida por el Estado como única, imparcial e incuestionable, favorece la invisibilización de prácticas como la corrupción y los prejuicios sexistas de quienes trabajan en dichas instituciones; lo anterior termina perjudicando a las mujeres, pues desde este tipo de justicia suelen promoverse conciliaciones con enfoque familista que colocan en segundo plano los derechos de las mujeres. Por ello, la autora sostiene que “el juzgado de paz y conciliación indígena también puede ser un recurso de resistencia frente a los embates estatales por judicializar y burocratizar la justicia indígena” (p. 81).
Ante este contexto, Laura Saavedra sostiene que “corazonar” es “una apuesta por ‘otras’ formas de construir la vida” y es así como titula al tercer capítulo en el que nos invita a desestructurarnos, a intentar pensar en un “nosotros” como lo viven las mujeres tseltales, pues en la cultura tseltal no es solo un pronombre, sino que implica una forma de entender el mundo, y al mismo tiempo de vivirlo y sentirlo. “Nosotros” comprende también nuestra relación con otras personas, así como con la tierra, el monte y el agua, reconociéndolos como parte de nosotras/os y no solo como recursos que pueden o deben ser explotados. Dada esta interconexión de las/los tseltales con el mundo, es lógico que diferentes ámbitos de la vida se signifiquen de manera distinta en los pueblos tseltales que en los occidentales; en este sentido, no sería prudente pensar que la(s) violencia(s) y la(s) justicia(s) quepan en los estrechos márgenes del derecho positivo. Conocer no solo la forma en la que las y los indígenas interpretan racionalmente el mundo, sino cómo lo sienten y lo viven, es decir, su cosmoexistencia es un elemento indispensable para dialogar y acompañar sus reclamos y resistencias para acceder a derechos, reflexiona Saavedra. La autora advierte que a través del derecho positivo es factible revictimizar a las y los indígenas, aunque se busque lo contrario; esto sucede cuando se parte de la creencia (velada o no) de que los pueblos originarios son incivilizados, salvajes o arcaicos, o cuando no se toma con seriedad el hecho de que para acceder a la justicia requieren sanar su corazón. La falta de sensibilidad impide a las mujeres “pensarse en primera persona” y lleva a “invisibilizar los saberes de las mujeres” (p. 112). Al hablar de justicia resulta antiético ignorar que para los/las tseltales la violencia lastima su cuerpo pero también su corazón, espíritu, equilibrio, y su relación con el cosmos. En este capítulo, se describe brevemente en qué consiste la defensa participativa para las mujeres indígenas dentro del CDMCH.
El cuarto capítulo puede resultar incómodo, sobre todo para quienes han acompañado a víctimas de violencia, pues en él se propone el perdón como una alternativa posible para que las mujeres que la han vivido puedan acceder a la justicia. Pese a que al inicio resulta una propuesta descabellada, la autora va hilando las razones por las cuáles, en el contexto de los Altos de Chiapas y desde la filosofía tseltal, esta es una opción necesaria para continuar con la lucha y la exigencia de derechos. Una de las primeras advertencias que hace la autora es que el perdón no implica dejar de exigir justicia, que brindar perdón a alguien en un contexto de violencia es brindar a la víctima la posibilidad de deshacerse del vínculo que tiene con su agresor y que al terminar con ese vínculo la mujer puede continuar con su vida, e incluso tener más fuerza para entablar una denuncia o solicitar la intervención de las autoridades en diferentes niveles. Para acceder a las justicias en este contexto, dice la autora, es necesario partir del significado que esta tiene para las mujeres indígenas. Desde su cosmoexistencia el perdón es una posibilidad para hacer frente a la violencia en tanto que este no tiene su raíz en la mirada occidental, católica, ni en la idea de que al perdonar el agresor deja de ser responsable del acto cometido; por el contrario, el perdón desde la cosmoexistencia tseltal, refiere Saavedra, contempla el reconocimiento de haber vivido un daño ejercido por otra persona que ha trastocado nuestro equilibrio.
A través de los casos de Rosaria, Juana y Ángela, Saavedra ilustra las formas en las que el perdón se vuelve una forma en la que mujeres pueden (o están en proceso de) sanar el corazón, y así estar más cerca de acceder a la justicia; a pesar de la violencia vivida y de los entramados de injusticias que han vivido antes, durante y después de ello. La autora es enfática en que el perdón no implica ni la normalización de la violencia, ni la renuncia a que el agresor reciba alguna sanción, es un ejercicio de autonomía por parte de las mujeres que las aproxima a la justicia priorizando los afectos, las emociones y el corazón.
En el último capítulo, la autora propone repensar el papel de la colonización en el acceso a la justicia, de cómo hemos sido obligadas a dejar de lado la salud y el autocuidado en pro de la exigencia de justicias, e invita a recuperar la propuesta del trabajo comunitario para acceder a ellas de otras formas; sostiene que “la justicia no es justa cuando la reducimos a los márgenes de Estado, sus leyes y a lo jurídico” (p. 185).
Retoma algunas de las propuestas de los primeros capítulos, como la crítica al derecho positivo. Reconoce que gracias a este se han tenido avances en los derechos de las mujeres, pero que es indispensable cuestionar si estos sistemas son los más idóneos en todos los contextos, o si son los mejores para nuestra realidad mestiza occidental debido a los índices de impunidad y las revictimizaciones constantes cuando se solicita un servicio. Señala que es indispensable nombrar la parcialidad del derecho occidental, pues el no hacerlo invisibiliza de facto formas de acceder a la justicia. Así mismo urge a tener cuidado en cómo se leen las acciones de los pueblos indígenas pues, respecto al perdón, es factible que se piense que tiene como base la sumisión y no un análisis cuidadoso de la situación en la que las mujeres indígenas valoran y deciden qué es lo mejor para ellas.
Comentarios finales
Hablar de justicia y de las formas de acceder a ella no es sencillo, sobre todo si se hace proponiendo una perspectiva que critica los modelos hegemónicos. Laura Saavedra plantea una alternativa desde los pueblos indígenas cuyos avances pueden impactar la forma en la que las/los no indígenas buscamos la justicia. La autora evidencia que en cualquier trabajo que pretenda ser intercultural es indispensable iniciar con el reconocimiento de que en cada cultura hay variantes históricas, geográficas, contextuales y lingüísticas que guían nuestra forma de ver, sentir y estar en el mundo, es decir, nuestra cosmoexistencia. Sin hacer referencia explícita a ello, su trabajo es ejemplo de un ejercicio ético al subrayar el valor de lo simbólico, de conocer y valorar las representaciones de culturas que no son la nuestra, y que ese reconocimiento inicia desde entender la lengua: existen muchos términos que no son traducibles pero que se pueden trabajar en colectivo. En este caso, la autora busca conocer a la comunidad no solo desde la observación participante que coloca el saber científico como centro, sino desde una participación observante donde conocer parte de la filosofía y la lengua de los pueblos es esencial para dialogar y aprender con y de los pueblos indígenas.
A través de este trabajo la autora impulsa a cuestionarnos mitos coloniales presentes en la actualidad como el creer que las y los indígenas no pueden ser sujetos de saber, sino que requieren ser tutelados/as, o que la violencia experimentada por mujeres indígenas puede explicarse solo por la existencia de los “usos y costumbres” de los pueblos originarios, ignorando o negando contextos más amplios. Destaca, sin romantizar, los avances de los pueblos indígenas respecto al acceso a derechos, su capacidad de organización, sus luchas y resistencias, invitándonos a aprender de su capacidad de agencia y a cuestionarnos certezas respecto al derecho y otras disciplinas.
Uno de los puntos clave planteados en este texto para el acceso a la justicia de las mujeres víctimas de violencia es el perdón. Si desde la mirada occidental esto puede parecer revictimizante, es necesario entender que en nuestros contextos el perdón parte de la noción de sacrificio de las mujeres; sin embargo, desde la cosmoexistencia tseltal es un ejercicio de autonomía que ayuda a que las mujeres tengan más herramientas para acceder a la justicia, entendida esta como un bien comunitario en tanto que comunidad-persona son uno. Restablecer el equilibrio comunitario y personal a través del perdón ayuda a aliviar y sanar el corazón, centro de la cosmoexistencia tseltal, para así contar con mayores recursos emocionales y afectivos que las aproximen a la justicia.
La dificultad para entender esta perspectiva, sugiere la autora, puede resultar de los procesos de colonización tan arraigados; en este caso, se refiere a la colonización del ser que nos hace mirar todo lo afectivo y emocional como irracional o salvaje. Tanto en culturas occidentales como tseltales el acceso a la justicia requiere de diversos recursos económicos y sociales, a esto las mujeres tseltales añaden como indispensable sentirse escuchadas, que se reconozca que han sido agraviadas, tener la posibilidad de ir sanando su corazón y esto puede ser obtenido a través del perdón, que ellas, a través de un análisis profundo, pueden brindar a quienes las violentaron. En este contexto, el perdón no es un sacrificio, sino una forma de resistencia de las mujeres indígenas ante un sistema que les niega la capacidad de agencia.
Podría parecer que al inicio la autora compara el derecho positivo con el acceso a la justicia desde la cosmoexistencia tseltal, dando como más beneficiosa a la segunda, pero es muy clara al señalar que sin avances legislativos como la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida libre de Violencia, la defensa de derechos sería aún más difícil. Sin embargo, es preciso advertir que estos no son aplicables a todos los contextos, pues son ciegos a las realidades interculturales y esa ceguera puede dar paso a la violencia y a la revictimización de los pueblos. La universalización de términos invisibiliza otras formas de vivir la violencia y de sanar los malestares que causa; asumir que todas las definiciones de violencia son claras para los pueblos sin preguntarnos siquiera si existe una palabra que abarque su significado no es solo una postura colonialista sino una forma de negar a las víctimas el acceso a la justicia en sus propios términos. Asegurar que los pueblos indígenas no tienen nada que aportar al feminismo o a la defensa de derechos de las mujeres resulta irreal, racista y arrogante; en este libro se ejemplifica claramente aquello que nos falta por aprender de la lucha y de los saberes de las mujeres indígenas. Es vital, dice la autora, reconocer “la sabiduría del corazón de las mujeres” (p. 133).
Tanto el perdón como las formas de vivir y sentir las violencias y las justicias se enmarcan en la práctica de la defensa participativa que se lleva a cabo en el CDMCH. Saavedra presenta una muy breve reseña al respecto, sería importante realizar una descripción más extensa del proceso desde la llegada de las usuarias al centro, hasta el fin del acompañamiento o seguimiento, a través de lo cual nos sea posible retomar algunos de sus principios y aplicarlos en otros contextos.
En conclusión, esta obra resulta indispensable para quienes buscan aproximarse al acompañamiento en la defensa de derechos de pueblos indígenas desde diferentes disciplinas, la autora demuestra la importancia de considerar los contextos, de hablar la lengua de los pueblos para poder así aproximarnos a sus realidades que con pensamiento occidental hemos llamado “otras”, o las hemos exotizado, o considerado arcaicas o incivilizadas. Y aunque no es el objetivo del libro de Saavedra, su contenido invita a reconocer el clasismo y racismo que se vive en los espacios académicos y profesionales donde se les despoja de todo saber a las comunidades indígenas, y se les reconoce, en el mejor de los casos, como sujetos de tutela.
También nos ayuda a replantearnos el concepto de justicia que vivimos en los espacios/contextos no indígenas donde suele rechazarse la complejidad de la naturaleza humana negando el plano afectivo y relacional, asumiendo que esta es posible solo por medio del Estado. Ante la violencia contra las mujeres y de género en espacios urbanos es importante cuestionarnos ¿Qué procedimientos tenemos en nuestros contextos para sanar o fortalecer nuestros corazones? ¿Qué acciones y procesos nos generaría ese equilibrio y paz en el corazón para seguir luchando? ¿Realmente somos escuchadas en los procedimientos actuales de acceso a la justicia?
Si el Estado no garantiza nuestros derechos y nos impide pensar en otros mundos posibles, el retornar a lo que hace sentido para nosotras, sentipensar las violencias y las justicias, fortalecer el corazón para seguir luchando, son formas de hacer frente a un Estado feminicida.
“¿Qué es la justicia si no nos sentimos escuchadas, reconocidas, reparadas?” (Saavedra, p. 186).