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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.31 México ene. 2009

 

Memoria colectiva y conciencia social

 

Memorias de la transición: la sociedad argentina ante sí misma, 1983–1985

 

Lucas Martín*

 

* Doctor en Ciencias Políticas y Jurídicas, especialidad Filosofía Política, Universidad de París 7 (Francia), CONICET y Universidad de Buenos Aires (Argentina). Correo electrónico: lucasgmartin2006@gmail.com.

 

Artículo recibido el 05–01–09
Artículo aceptado el 07–05–09

 

Resumen

El propósito de este artículo es examinar un aspecto particular de la memoria colectiva del "Proceso de reorganización nacional" en Argentina: el lugar de la sociedad y su relación con la verdad de los hechos en las elaboraciones de la memoria colectiva de transición durante el periodo inmediatamente posdictatorial (1983–1985). No se trata de volver sobre las discusiones teóricas entre memoria y verdad histórica, sino de analizar cómo en la memoria colectiva de transición del pasado dictatorial los argentinos se figuraban su propia responsabilidad y el conocimiento o la ignorancia que habían tenido acerca de la verdad de los crímenes del Proceso.

Palabras clave: memoria colectiva, transición democrática, Argentina, dictadura, responsabilidad.

 

Abstract

The aim of this article is to examine a particular aspect of the "Process of national reorganization" collective memory in Argentina: the place of the society and its relation with factual truth in the elaborations of the collective memory of transition, in immediately post–dictatorial period (1983–1985). The intention is not to return on the theoretical discussions between memory and historical truth, but to analyze how Argentineans figured their own responsibility, and the knowledge or the ignorance that they had had about the truth of the crimes of the Process, in their collective memory of the dictatorial past during transitional period.

Key words: collective memory, democratic transition, Argentina, dictatorship, responsibility.

 

INTRODUCCIÓN

Luego de la derrota en la guerra de Malvinas en junio de 1982 y a medida que la censura fue cediendo su lugar a la libertad, los crímenes cometidos durante el autodenominado "Proceso de reorganización nacional" comenzaron a tomar mayor estado público. Especialmente luego de instaurada la nueva democracia, es decir, año y medio después del fracaso bélico, la exposición pública del pasado dictatorial cobró grandes dimensiones. Esta nueva publicidad tuvo tres modalidades de exposición que definieron tres etapas entre finales de 1983 y 1985.1 En un primer momento, tuvo lugar lo que se conoce como el "show del horror": una saturación mediática de información sobre los aspectos más abyectos de la represión terrorista que generaba un amplio rechazo de crímenes que, para la opinión pública, eran irracionales e inhumanos. El segundo momento estuvo signado por las investigaciones de la comisión creada por el Poder Ejecutivo para establecer la verdad sobre los crímenes de la dictadura. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), constituía el espacio donde las víctimas sobrevivientes y sus familiares asistían para dar su testimonio y donde eran recibidos en el marco de sobriedad que daba una institución auspiciada desde el Estado y conformada por varias figuras de probidad socialmente reconocida. El trabajo de la Conadep dio un nuevo tono a la publicidad de la verdad sobre lo ocurrido, verdad que ahora, con la acumulación de pruebas y testimonios, daba cuenta de la sistematicidad de los crímenes. La respuesta generalizada de la sociedad fue una condena moral simbolizada por la expresión Nunca Más, que tituló la edición del informe elaborado por la comisión. Por último, la tercera etapa fue la del juicio oral a los comandantes que habían gobernado el país. En el marco solemne dado por las reglas procesales, la condena moral del Nunca Más cobró una forma institucionalizada garantizada por la autoridad de un renovado Poder Judicial, y pudo corregirse la deriva sensacionalista del "show del horror", aunque no pudo evitarse que las emociones tuvieran un papel central.

En este contexto surgieron las memorias sociales que analizamos en estas páginas y que tienen ciertas características particulares. En primer lugar, son memorias inmediatas, de transición, aún inmersas en la historia traumática, situadas en un punto fronterizo entre el hecho (o la representación del hecho) y la memoria del hecho. De aquí que, en segundo lugar, no fueran pensadas socialmente en términos de memoria; eran, antes que nada, representaciones y valoraciones que acompañaban a las acciones con las que se clausuraba una época, de modo que el espacio para la reflexión sobre el propio pasado aún no había sido consolidado plenamente con la democracia. En tercer lugar, en el contexto de efervescencia por la transición democrática y de condena ante la revelación pública de los crímenes del Proceso, estas memorias inmediatas tuvieron una amplia circulación pública y una amplia reverberación social. Todo lo anterior ha signado, en cuarto y último lugar, la persistencia en el tiempo de esas memorias bajo formas cristalizadas o esquemas de representación al punto que incluso han adquirido nombres propios. Las memorias de transición a las que me refiero son: por un lado, el mito de la inculpación y de la inocencia, y por otro, la "teoría de los dos demonios". En suma, podemos caracterizar las memorias con que tratamos como las primeras elaboraciones retrospectivas que la sociedad argentina realizó de un pasado del que estaba decidiendo salir, de manera tal que esas memorias de transición generaron tanto una instancia de autocomprensión como una promesa para la democracia.

En las páginas que siguen analizaremos, en primer lugar, la tesis de la inculpación y el mito de la inocencia (sección 1), y luego, la "teoría de los dos demonios" (sección 2). Seguidamente (sección 3), examinaremos los fundamentos históricos sobre los que se asentaron ambos esquemas de representación, esquemas sobre los que se erigieron las memorias de transición. En cuarto lugar (sección 4), plantearemos los desplazamientos que, según nuestro análisis, operan esas memorias originarias respecto del pasado o de las representaciones pasadas de la realidad. Destacaremos así el sentido en el que han operado los olvidos en la elaboración de la memoria colectiva. Por último, en las conclusiones desarrollaremos nuestra hipótesis acerca de la relación entre la memoria del Proceso y el lugar de la verdad.

 

LA INCULPACIÓN Y EL MITO DE LA INOCENCIA

La tesis de la inculpación y el mito de la inocencia, como elaboración de la memoria de los hechos recientes, tuvo un doble origen en el contexto de la transición: la publicidad de la verdad del horror y la lógica de los juicios a los principales responsables de los crímenes. Por un lado, la publicidad constante de imágenes y testimonios, aun cuando no estuviera cargada de sensacionalismo, llevaba al espectador a establecer una relación emocional y directa —sin ninguna mediación reflexiva— con el dolor de las víctimas sobrevivientes y los allegados de las víctimas que no sobrevivieron, resaltando la inocencia de las víctimas y denunciando a los culpables. Por otro lado, la lógica jurídica se circunscribía, como es natural en su dominio, a una parte de la realidad con el fin de establecer responsabilidades, de acuerdo con las tipificaciones legales de los delitos, para luego atribuir las penas correspondientes. En suma, el eje estaba puesto en unos crímenes que ciertamente se revelaban tan inéditos como horrorosos, y el lenguaje en juego era el de la culpabilidad y la inocencia. Dicho en otros términos, los crímenes mantenían su aspecto incomprensible para el sentido común pero también eran susceptibles de tipificación penal e imputables a los culpables. Ahora bien, tanto en esa incomprensión a nivel del sentido común como en la solución legal que daba la justicia, quedaba excluida toda consideración política sobre el pasado. En ese marco, la sociedad concentró su indignación emocional y moral sobre los militares y los policías, únicos "culpables", pues habían portado las armas y habían secuestrado, torturado, asesinado y mentido.2

En virtud de los términos en que fueron escenificadas estas primeras elaboraciones de la memoria, y a pesar de la promesa política de un nuevo comienzo basado en la legalidad democrática, no pudo darse una revisión política más profunda del pasado reciente. Quedaba así, fuera de discusión, en estas primeras memorias colectivas, el abandono progresivo de la legalidad y de las instituciones democráticas que se había producido en el bienio previo al golpe; el hecho de que las víctimas en su gran mayoría eran militantes; el alto grado de recepción y apoyo que habían tenido el discurso belicista, el diagnóstico del caos y el lenguaje antisubversivo de los militares; y, sobre todo, quedaba fuera de debate el lugar que había ocupado en el pasado la sociedad, una sociedad que ahora se indignaba frente a verdades que antes no habían sido tan ignoradas.3 En una palabra, la sociedad podía identificar fácilmente a los culpables pero omitía toda consideración en la que debiera reflexionarse sobre su propio desempeño, mimetizándose ella misma con la figura de la víctima inocente.

Señalemos por último que el topos de la condena moral y el esquema de la inculpación se sobreimprimieron incluso a las reivindicaciones por los derechos humanos, que fueron asimiladas a este tipo de rechazo más visceral que político. En efecto, si bien hacia 1984 la reivindicación de los derechos humanos desbordó los límites de las organizaciones que durante la dictadura habían tomado serios riesgos al tratar de defenderlos, con la primacía del rechazo moral del horror y de toda violencia, dicha reivindicación cedió su tono político a una "solidaridad de los sentimientos" menos precisa y más difusa.4 Esta solidaridad, fundada sobre bases morales antes que sobre principios políticos, se reforzaba, a su vez, mediante una identificación de la sociedad con las víctimas en general y, en especial, con las "hipervíctimas" o "víctimas inocentes":5 con los niños, ancianos, discapacitados, mujeres embarazadas, etcétera, es decir, con aquellos casos en los que las atrocidades alcanzaban la cima del horror y de la incomprensibilidad –lo que aumentaba la certeza que la sociedad forjaba respecto de su propia "inocencia".

En suma, la sociedad proyectaba hacia el pasado su propia inocencia cuando decía descubrir, como si hubiese sido un absoluto secreto, una verdad que antes había decidido ignorar o tolerar.6 Al mismo tiempo, al no hacer distinciones en el mundo de las víctimas del terrorismo de Estado, soslayando la militancia política o armada de la mayoría de ellas, la sociedad podía liberarse de la responsabilidad política que le había cabido, primero, al momento de conformar el "consenso antisubversivo" que favoreció el golpe, y después, cuando fomentó la ignorancia y el silencio respecto de las prácticas represivas inéditas a que ese consenso había dado lugar.

Si observamos las críticas que se han hecho de la tesis de la "inculpación" y del "mito de la inocencia", podemos diferenciar dos registros:7 por un lado, una crítica del esquema con que se lee el pasado dictatorial, es decir, la inculpación y el mito de la inocencia; por otro, una crítica del punto de partida que avala ese esquema, a saber, la revelación de una verdad ignorada durante la transición a la democracia. Respecto del primer registro, se pone en cuestión el lenguaje de culpabilización y victimización, un lenguaje que si bien es el habitual en el ámbito jurídico, no recoge la complejidad de los acontecimientos humanos, impidiendo por lo tanto una verdadera comprensión política de los hechos. El cuestionamiento no discute, por cierto, la responsabilidad primaria de los militares, sino la contrapartida de no ir más allá de ello: la victimización de la sociedad en general. En efecto, aunque la opresión armada fue un hecho innegable, los análisis críticos señalan el carácter espurio del esquema de la víctima y el culpable propio de esta primera elaboración social de la memoria colectiva. Se perdía de vista en ella la relevancia política que había tenido la sociedad argentina en su conjunto. En el segundo registro de la crítica se cuestiona el fundamento histórico de esa proyección retrospectiva de la inocencia social: la revelación pública de la verdad. La verdad, dice esta crítica, había sido conocida con anterioridad, aun cuando no lo hubiera sido en la misma forma y medida en que lo sería a partir de 1983. En vistas de los análisis críticos que se han hecho de esta primera elaboración de la memoria colectiva, podemos decir que la sociedad se declaraba implícitamente inocente por medio del doble expediente de la víctima de la dominación y de la situación de ignorancia.

Observemos además que si el expediente de la dominación por las armas apuntalaba la inocencia del lado de una sociedad sometida e impotente, el de la ignorancia de los hechos, fundado en la clandestinidad y la mentira que caracterizaron al Proceso, justificaba, a su turno, el más amplio silencio que la sociedad había mantenido en el pasado. En la medida en que la sociedad tomaba la difusión de la verdad como si fuera una absoluta revelación, la condena moral con que sentenció a los dictadores no apareció como la reacción de una sociedad dominada que había debido esperar el final del régimen terrorista para poder denunciar lo que sabía. Al contrario, fue una reacción de condena ante una verdad que aparecía novedosa y reciente.

Ahora bien, la distinción que hemos hecho entre estos dos registros de la crítica (crítica del mito de la inocencia y, por llamarla así, crítica del mito de la ignorancia) nos permite poner de relieve una tensión en la elaboración de la memoria colectiva que estamos analizando. En efecto, estamos ante dos figuras de la sociedad victimizada que no se corresponden tanto como podría parecer a primera vista. Por un lado, del esquema de la inculpación y la victimización se desprende la figura de la víctima del terror dictatorial. La sociedad se identifica aquí con las víctimas de la represión, especialmente con las "hipervíctimas" en las que halla la expresión más alta de la inocencia. Por otro lado, el supuesto descubrimiento de una verdad ignorada ratifica la figura de la inocencia o de la víctima inocente, no tanto por la represión terrorista como por la forma clandestina de su ejercicio. Esta segunda figura se presenta como la de una víctima (inocente) del engaño de los militares. La tensión que señalamos entre ambas figuras se debe a que no es posible presentarse a un mismo tiempo como víctima del terror y como víctima de un engaño respecto de una misma realidad. En otras palabras, no se puede al mismo tiempo ignorar y sufrir el terror: o bien la víctima que sufre la represión terrorista encuentra el momento de sacar a la luz y denunciar una verdad conocida, o bien la víctima del engaño descubre una verdad que antes había ignorado y una realidad que, por haberla ignorado, no había sufrido. Hay, pues, una brecha insalvable entre ambas figuras.8

A nuestro entender, esa brecha revela, antes que una contradicción que debe ser salvada optando por uno de sus términos, la complejidad de la realidad vivida y de la elaboración de la memoria colectiva del Proceso. Dicho en otros términos, es un dato a tener en cuenta que la sociedad no haya optado por una, y sólo una, de las dos figuras de la víctima. En efecto, la sociedad pudo, por un lado, haber optado por una interpretación centrada en el carácter opresivo del Proceso: se sabía pero el terror paralizaba a quienes habrían querido difundir lo que se sabía. La represión, la amenaza permanente de la presencia militar y policial en todas las esferas de actividad y la destrucción de los derechos y las garantías más elementales, habían sido datos de la realidad que hubieran justificado sobradamente esta perspectiva. Pero también, por otro lado, la sociedad pudo haber interpretado su propio pasado tomando exclusivamente la tesis del engaño y la ignorancia: se ignoraba lo que sucedía. Tanto la clandestinidad y las mentiras del Proceso como la explosión informativa y el nivel de detalle con que se conoció luego el sistema criminal de los dictadores, dieron sin duda sustento a esta idea de una verdad novedosa. Sin inclinarse en particular por ninguna de estas figuras o especies de la inocencia, la sociedad adoptó el lugar de la víctima inocente de manera genérica. Y aunque ambas figuras tuvieran sustento en la historia reciente, también había entre ellas una cuota de tensión y oscuridad: ¿qué parte se ignoraba y qué parte generaba temor?, ¿se conocía y por eso se temía o se ignoraba y, por lo tanto, el miedo no termina de explicar esa época de horror e impotencia? Esta zona gris y tensa, en lugar de ser tematizada, fue clausurada y desplazada por el tono moral y jurídico que asumió el esquema de la inculpación y el mito de la inocencia.

 

LA "TEORÍA DE LOS DOS DEMONIOS"

En el mismo contexto de transición hacia la democracia y de renacimiento del espacio público, surgió la llamada "teoría de los dos demonios". Según esta "teoría", entre mediados de los años setenta y principios de los ochenta habría habido en Argentina una violencia feroz tanto de izquierda como de derecha, organizaciones terroristas insurgentes y terrorismo estatal y paraestatal, siendo ambas violencias igualmente condenables (demonizables). A diferencia de la visión anterior, esta "teoría" extiende su interpretación hacia un pasado anterior al golpe de estado de 1976, incluyendo la irrupción de la violencia armada de la mano de organizaciones revolucionarias. Digamos también que esta segunda elaboración de la memoria colectiva del Proceso tuvo su apogeo en el espacio público gracias a que coincidió con la versión que el nuevo gobierno democrático daba del pasado reciente. Los ejemplos más cabales de esta convergencia son, por un lado, los decretos presidenciales 157 y 158 de 1983, por los cuales el presidente Raúl Alfonsín mandaba procesar, a un mismo tiempo, a la cúpula militar y a los jefes guerrilleros9 y, por otro lado, la retórica que podía hallarse en las partes más interpretativas y menos informativas del Informe de la Conadep.10

Ahora bien, el rasgo principal de esta visión radica, como señalan sus críticos, en lo que ella omite, a saber, el papel cumplido por la sociedad en los orígenes y fundamentos del Proceso. En efecto, en esta elaboración inmediata de la memoria colectiva del periodo dictatorial la sociedad no veía más que dos demonios, quedando ella misma, como señala Vezzetti, "en posición de espectadora horrorizada de acontecimientos que parecían ocurridos en otro lugar".11 En este sentido, la teoría de los dos demonios completaba la identificación de la sociedad con la figura de la inocencia, anteriormente evocada. Como señalan Novaro y Palermo, al mito de la inocencia le faltaba aún una explicación de la violencia ilegal de la dictadura.12 Pues, si la sociedad había sido inocente, ¿cómo se explicaba el advenimiento de la dictadura terrorista, qué había provocado esa intervención militar? Fue el expediente de la doble demonización el que sirvió de "explicación". De este modo, en su mirada retrospectiva, la sociedad sumaba a su solidaridad mimética con las víctimas un esquema de interpretación en el que ella guardaba su inocencia. Ni el poder ni la responsabilidad eran atributos de una sociedad que aquí aparecía en el lugar del espectador.13

En resumen, si en la elaboración anterior pudimos distinguir dos figuras de la sociedad, la de la víctima de la represión y la de la víctima del engaño, ahora, con la teoría de los dos demonios, la sociedad queda casi afuera del esquema de comprensión en una exterioridad que la sitúa en el lugar de espectador. Espectadora del enfrentamiento entre dos demonios, la sociedad reafirmaba su inocencia al no participar en ningún aspecto de lo sucedido. Consecuentemente, en el momento de buscar una explicación, luego de haber hecho su condena moral, la sociedad no podía contarse como una de las "causas" del hecho terrorista. Ese lugar, el de la "causa", estaba reservado exclusivamente para el demonio revolucionario.

 

LOS FUNDAMENTOS HISTÓRICOS

Si miramos hacia el pasado en búsqueda de los datos de la realidad que pudieron darle fundamento a estas primeras elaboraciones de la memoria colectiva de la dictadura, nos encontramos con tres elementos relevantes: la radicalización de la violencia terrorista; el conjunto de representaciones con que, a mediados de la década de 1970, se leía la difícil realidad en términos de un "caos" terminal o de una "guerra" interna que requería el reestablecimiento a cualquier precio del orden desde arriba; y una sociedad en retirada, que mostraba una cierta distancia respecto de lo que estaba ocurriendo. Examinemos cada uno de estos elementos.

En primer lugar, tanto el mito de la inocencia como la condena de los dos demonios tienen su indudable fundamento en la espiral de violencia política protagonizada tanto por las guerrillas y sus opositores de la derecha armada como por los posteriores represores de la dictadura.14 En los años previos al golpe, la "militarización" de la política tuvo por rasgo distintivo la consideración del asesinato como un medio legítimo para dirimir los conflictos políticos.15

En segundo lugar, en lo que hace a las representaciones sociales, hay que decir que tanto la figura de la víctima inocente como la teoría de los dos demonios tenían sus raíces históricas en las representaciones sociales que en los años setenta, y especialmente entre 1975 y 1976, leían la realidad política del momento en los términos de "caos" y de "guerra".16 Estos términos designaban una serie de problemas –entre los que se destacaba la violencia política— que requerían una solución inmediata17 y contribuyeron tanto a la formación del consenso putschista (para poner orden donde todo era caos) como a la generación social de la autocensura y el silencio autoimpuesto durante todo el Proceso. Por cierto, había ahora, en 1983–1985, una doble modificación de esas representaciones en su versión original: por un lado, los militares ya no estaban del lado del "orden" —eran "demonios"— y, por otro, la "guerra" aparecía como un enfrentamiento del que la sociedad había sufrido las consecuencias sin estar directamente implicada. De acuerdo con esta doble modificación, es importante destacar que si bien podemos reconocer que la teoría de los dos demonios tiene bases en representaciones del pasado, esto no significa que la figura de los dos demonios reproduzca tout court el esquema de la guerra, y mucho menos el del caos y el orden. Esto no podría ser así básicamente porque ni la teoría de los dos demonios ni el mito de la inocencia sobre el que ella se asienta admiten que en el pasado la sociedad argentina se hubiera representado su presente político en términos bélicos o hubiera prestado su consenso para terminar militarmente con el "caos". Ahora bien, incluso esta doble modificación tenía su fundamento histórico, fundamento que se encuentra en el tercero de los elementos que anunciamos antes.

En tercer y último lugar, debemos admitir que las memorias de transición que analizamos aquí tampoco carecían de fundamentos en lo que hacía al rasgo de "extrañamiento" de la sociedad respecto de los "demonios".18 Es cierto que las primeras acciones violentas de las organizaciones revolucionarias pudieron ocasionar cierta simpatía en amplios sectores de la sociedad y que la instauración del Proceso gozó desde el inicio de una legitimidad basada en un consenso antisubversivo y golpista socialmente difuso. Pero la sociedad no abrazaba, por lo menos no de manera manifiesta y definitiva, ninguna de las propuestas antagónicas de los futuros "demonios". Y tanto guerrilleros como militares percibían esa situación: veían allí una limitación para sus proyectos y por eso, entre otras cosas, buscaban dar el paso del "caos" a la "guerra" en la esperanza de que la sociedad comprendiera por fin quién era el verdadero enemigo.19 Sólo si se toma en consideración esta distancia de la sociedad, puede entenderse, por un lado, que las organizaciones armadas de izquierda hubieran dado un giro hacia la militarización y el consecuente aislamiento en la clandestinidad y, por otro, que los militares, una vez en el poder y pese a saber que contaban con un amplio consenso social, desalentaran las manifestaciones de apoyo y actuaran clandestinamente.20 El distanciamiento tenía entonces un doble movimiento: la sociedad mantenía su distancia y los militares y las guerrillas la alimentaban con su aislamiento. En resumidas cuentas, si bien las figuras del "caos" y de la "guerra" ganaron un buen lugar entre la dirigencia civil y el público en general, ellas estuvieron lejos, en particular la de la guerra, de obtener un lugar indisputado en el seno de la sociedad.21 Para decirlo un poco esquemáticamente: la sociedad argentina no fue ni una sociedad totalitaria ni tampoco una sociedad en guerra civil. No se volcó plenamente hacia ninguna de esas posibilidades ni en la práctica ni en sus sistemas de representaciones, aun cuando compartía con ellas no pocos elementos. Todo el consenso que prestó para que pudiera tener lugar el horror en Argentina, fue un consenso que guardaba una clara distancia.

En suma, en este examen de los fundamentos históricos de las memorias de la transición encontramos que existía una extendida violencia a diestra y siniestra, que existían esquemas de representación que daban cuenta de la política en términos de caos y de guerra y que existía una distancia entre los "bandos/demonios" violentos y la sociedad. Podemos afirmar que estos tres elementos constituyen las experiencias que sirvieron de fundamento para los dos esquemas cristalizados de la memoria colectiva que examinamos en estas páginas.

Si nuestro análisis terminara aquí, podríamos vernos tentados a admitir sin más la inocencia de la sociedad y la "teoría de los dos demonios", donde la sociedad aparece como una espectadora ajena a los acontecimientos. Sin embargo, en estas esquematizaciones de la memoria la distancia parece transformarse en distancia "inocente", inocua, en ausencia, opacando la contribución de la sociedad al advenimiento del régimen de terror y desaparición del Proceso. A nuestro entender, restituir esa contribución implica no negar su fundamento histórico sino indagar qué desplazamiento se operó para que apareciera como una distancia de inocencia o una ausencia de la sociedad. A esta indagación nos abocaremos en la sección siguiente.

 

EN LOS ORÍGENES DE LA MEMORIA: DOS DESPLAZAMIENTOS INTERPRETATIVOS

Sobre la base de los análisis realizados hasta aquí, me propongo desarrollar ahora la siguiente hipótesis: en las elaboraciones de transición de la memoria colectiva la sociedad argentina opera dos desplazamientos respecto de las experiencias que le sirven de fundamento. El primero de esos desplazamientos es el que va desde lo que llamaremos una "distancia decisiva" hacia la figura de la "víctima inocente" y "espectadora"; el segundo desplazamiento va del esquema del "caos y el orden" al esquema de la "guerra". Tal como argumentaremos, estos dos desplazamientos otorgan a la distancia social un sentido diferente del que puede atribuírsele a la luz de otras memorias del fenómeno histórico, un sentido que, sobre todo, exonera a la sociedad de su papel en el pasado.

El primer desplazamiento es el que lleva a la sociedad del lugar distante pero decisivo (enseguida explicaremos por qué) que ocupaba en el advenimiento del hecho terrorista al lugar de víctima inocente (y espectadora) que la sociedad se autoatribuye en las elaboraciones retrospectivas. Tenemos entonces dos posiciones de la sociedad: la que llamamos "distancia decisiva", que se desprende del distanciamiento social destacado en el parágrafo anterior, y la que lleva el nombre de "víctima inocente", que es el lugar que la sociedad se da en sus proyecciones hacia el pasado. Ambas figuras implican una "distancia" que, como vimos antes, tenía fundamento en la experiencia histórica. Sin embargo, vemos que, en el desplazamiento que va de la primera a la segunda figura, perdemos de vista el carácter "decisivo" de la distancia. Ahora bien, ¿qué significa esta figura de "distancia decisiva" que traemos a colación?

Decíamos antes que el distanciamiento social aparecía promovido tanto por el aislamiento de guerrilleros y el extrañamiento de militares, como por la disposición de la sociedad que se mantenía apartada de las armas y era parcialmente reticente a abrazar plenamente las representaciones belicistas. Desde la perspectiva de la memoria inmediata, este fundamento histórico parece predominar en las representaciones del pasado; más aún, la distancia pareciera acrecentarse y mutar. Ya no es una distancia perceptible que militares y guerrilleros quieren acortar hasta suprimir yendo a la "guerra", o ampliar, aislándose. Es una distancia de espectador. Como si la violencia hubiera sido ajena a la sociedad (o, la sociedad, ajena a la violencia), como si la sociedad no hubiera prestado una cierta simpatía a los movimientos revolucionarios y su consenso a los militares golpistas, y como si la sociedad nunca hubiera abrigado en su seno el discurso del caos y del orden y las interpretaciones belicistas de la política —aspectos que nos remiten a las otras dos experiencias históricas fundamentales sobre las que se erige la memoria colectiva en sus orígenes. El distanciamiento social no aparecía ahora, bajo la nueva democracia, articulado con la violencia política y las representaciones antipolíticas sino que se transformaba en una distancia tal que la sociedad parecía no haber podido influir ni provocar nada en los bandos, ni apoyos ni problemas. Sin embargo, la violencia y las representaciones belicistas tuvieron lugar en esa sociedad, y debemos considerar que la sociedad tuvo en ello un papel decisivo aun sin que neguemos su lugar distante. Pues es tan cierto que la sociedad no adoptó, ni en las conductas ni en las palabras, la forma de la división guerrera o el movimiento de los totalitarismos, como que brindó eso que la literatura ha dado en llamar "consenso antisubversivo". Aunque pueda parecer una verdad trivial, no es un dato menor que la sociedad, aun teniendo a mano tanto la violencia política como el conjunto de representaciones bélicas, no se haya dividido ni alistado en ese tipo de guerra como tampoco haya buscado manifestarse colectivamente en favor del terrorismo de Estado.22 Y es igualmente importante, que, aun sin plegarse a las expresiones más violentas que existían, la sociedad argentina dio su consenso al golpe de Estado y acogió en su seno el régimen de terror y desaparición. En una palabra, no debemos perder de vista la forma distante y negativa que asumió el consenso social.

El segundo desplazamiento es operado en particular por la "teoría" de los dos demonios: al equiparar bandos en analogía con el modelo bélico abandona en parte ese otro conjunto de representaciones que, a mediados de los años setenta, leía la realidad en términos de la alternativa entre orden y caos. Estas representaciones "ordenancistas" estuvieron presentes tanto en el sentimiento de inminencia y espera del golpe como en la presentación que desde el inicio y durante todo el periodo hicieron de sí los militares en el poder.23 Se entendía entonces la realidad en términos de "caos", y la posibilidad de irrupción de los militares como el "orden", como un poder neutral que venía a terminar con el caos de la violencia y el "vacío de poder".24 En las elaboraciones de transición de la memoria, al dejar de lado esa alternativa ordenancista, se transformaba la alternativa entre el caos negativo y el orden positivo en un antagonismo entre dos polos negativos: los dos demonios. Se produce así una modificación retrospectiva de las imágenes al convertir en demonios a unos militares que en 1976 no lo habían sido –al menos para el amplio "consenso antisubversivo". Sólo así, por medio de este segundo desplazamiento, se podía repudiar activamente en 1983–1985 los horrores del Proceso proyectando a la vez la imagen de una sociedad víctima y espectadora. En efecto, para generar esta imagen, la figura de la guerra, ligada a la política externa y al uso de las armas, es mucho más conveniente que la figura "ordenancista" del caos y el orden.25 Pues sólo esta última, propia del dominio de los asuntos internos, dificulta una condena moral sin concesiones puesto que la sociedad toda queda allí implicada, sea del lado del caos, sea del lado del llamamiento a un garante del orden. El desplazamiento operado permite así acentuar el aspecto inocente de la distancia y legitimar la imagen de una sociedad espectadora.

Tenemos entonces dos desplazamientos: por un lado, el que va de una "distancia decisiva" a una distancia inofensiva de "víctima inocente y espectadora" y, por otro, el que va de una sociedad potencialmente implicada en la figura ordenancista a una sociedad exterior en la figura bélica. Dos aspectos se pierden, entonces, al dejarse de lado tanto la "distancia decisiva" de la sociedad como el esquema del "caos" y el "orden": por un lado, los límites que había tenido la figura belicista en una sociedad que se mostraba distante (la tensión, ya señalada, entre la violencia y las representaciones belicistas, de un lado, y la distancia decisiva, del otro); por el otro, la participación de la sociedad en la conformación de su propia realidad política (plasmada en parte en la figura ordenancista). Esta doble pérdida está representada en la figura de la víctima inocente y en la teoría de los dos demonios.

 

CONCLUSIONES: LA IMPORTANCIA DE LA VERDAD DE HECHO

A la luz del análisis de las memorias de transición y de sus desplazamientos descubrimos nuevas vías de acceso al lugar ocupado por la sociedad: por un lado, la distancia respecto del discurso belicista y de las prácticas armadas nos da un indicio de los límites que tenían los militares, de su dependencia respecto de la sociedad –indicio de signo negativo–; por el otro, la adhesión plasmada en la figura ordenancista muestra, en cambio, un mucho más claro apoyo a los militares —un apoyo que da cuenta en forma positiva de una disposición de la sociedad que daba su "consenso antisubversivo".

¿Cómo interpretar esa distancia que limitaba y a la vez consensuaba el advenimiento y la permanencia del régimen de terror y desaparición?, ¿en qué términos podemos recuperar esa distancia del olvido (de los desplazamientos de la memoria colectiva) de modo de elaborar una memoria que nos permita una mayor comprensión del horror vivido por los argentinos? Para responder a estas preguntas, entiendo que es menester examinar el lugar que la verdad de hecho ocupa en las memorias de transición y trabajar sobre la distinción que hemos hecho entre la víctima del engaño y la víctima del terror. Al respecto, hemos señalado, por un lado, que la verdad revelada y ampliamente publicitada sobre los crímenes del Proceso constituyó el dato central del momento en el que esas memorias fueron elaboradas. Por otro lado, sostuvimos que la idea de una verdad novedosa y reciente apuntalaba la figura de la "víctima inocente" y una inculpación moral y judicial que recaía exclusivamente sobre las fuerzas armadas y de seguridad. La sociedad podía dirigir así una condena plena a las fuerzas de la dictadura en la medida en que decía haber ignorado la verdad que ahora se presentaba en público. En este punto, habíamos realizado una distinción interna a la figura de la "víctima inocente": la distinción entre la víctima del terror y la víctima del engaño, entre la víctima que sufre la represión y la víctima del ocultamiento y la mentira.

Ciertamente, el contraste entre lo que se había sabido durante el Proceso y lo que se supo con la vuelta a la democracia era ostensible al punto de poder servir de fundamento a las primeras elaboraciones de la memoria colectiva. Más aún, la reacción condenatoria que acompañó a la difusión de la verdad sobre los crímenes de la dictadura constituyó no sólo un ejercicio de interpretación valorativa y una primera elaboración de la memoria colectiva, sino, sobre todo, un nuevo comienzo que venía a clausurar el periodo previo. En efecto, pese a sus falencias, esa primera elaboración constituyó un aspecto importante en el cierre de un acontecimiento y el comienzo de otro.

Debemos entender entonces que el marco histórico en que se forjaron las promesas democráticas y se elaboraron las memorias de transición estuvo signado por el descubrimiento de la verdad fáctica. Sin embargo, es ese mismo "des–cubrimiento" el que parece poseer una realidad equívoca: si lo entendemos como la revelación pública y detallada de la magnitud, la organización y el nivel de crueldad de los crímenes del Proceso, es lícito admitir la idea de "descubrimiento" o de "revelación". Pero si admitimos, como creemos es el caso, que aun durante el Proceso, los rasgos esenciales del régimen de terror y desaparición eran conocidos, entonces una parte importante del fundamento mismo de la condena y de la promesa (la revelación de la verdad) pierde sustento.26

La misma verdad que había sido sofocada en el pasado era ventilada públicamente en el tiempo de la transición. Esta diferencia podría no suscitar inquietud alguna, puesto que puede ser considerado tan natural que la verdad sea sofocada en regímenes dictatoriales como que, en democracia, exista un amplio espacio de libertad pública donde afloren diferentes versiones de la realidad. En este marco, presentar una imagen pasada de inocencia de la sociedad se adecua a la verdad evidente de que se vivía bajo un régimen dictatorial y terrorista. Sin embargo, si tenemos en cuenta los peligros que corren quienes quieren decir la verdad bajo regímenes dictatoriales, el hecho de que la sociedad no reconociese cuánto había sabido de los crímenes del Proceso se vuelve más llamativo aún. ¿Por qué la sociedad no daba testimonio de lo que había sabido siendo que podía argüir en su favor que el terror y las armas la habían obligado a callar?

A partir del análisis realizado en estas páginas, podemos preguntarnos si acaso no hubo una distancia decisiva de la sociedad respecto de la verdad de hecho. No ya una distancia respecto de la práctica de la violencia política, ni respecto de las representaciones belicistas de militares y guerrilleros, sino una distancia respecto de la verdad común y compartida, respecto de la verdad políticamente relevante durante el tiempo del Proceso (básicamente, las desapariciones). Si nuestro análisis no es errado, la sociedad habría contribuido con el silencio y la simulación voluntarios a sostener un régimen de terror del que ella misma era víctima. Fue sin duda víctima de la tiranía, pero también jugó su parte en un consenso distante y acomodaticio. Cuando tuvo la verdad frente a sí, la calló, la ocultó o la tergiversó. Y más aún, cuando tuvo que recordar lo que había sabido, lo olvidó para decir que venía a descubrirlo.

La historia de la mentira y del ocultamiento en Argentina aún no ha sido escrita. Pero para ello es necesario que la elaboración de la memoria colectiva se haga preguntas al respecto. Una memoria que contribuya a la comprensión del régimen de terror y desaparición reclama entonces la consideración de este elemento: el lugar de la verdad de hecho. Al examinar el marco de producción de las memorias de la transición y al desandar los desplazamientos operados en los elementos de la experiencia histórica del Proceso que sirvieron a esa producción, creemos haber dado un paso en este sentido.

 

NOTAS

1 Para el relato que hago aquí de la transición me he servido de los siguientes trabajos: Inés González Bombal, "'Nunca Más'. El juicio más allá de los estrados", en Carlos H. Acuña, Inés González Bombal, Elizabeth Jelin et al., Juicio, castigos y memoria. Derechos humanos y justicia en la política argentina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995, pp. 204 y ss.;         [ Links ] Jaime Malamud Goti, Terror y justicia en la Argentina. Responsabilidad y democracia después de los juicios al terrorismo de Estado, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2000, pp. 183–206;         [ Links ] Carlos S. Nino, Juicio al mal absoluto, Buenos Aires, Emecé Editores, 1997, pp. 118–120;         [ Links ] Claudia Feld, Del estrado a la pantalla: las imágenes del juicio a los ex comandantes en Argentina, prólogo de Héctor Schmucler, Madrid, Siglo XXI Editores, 2002, en particular pp. 42–46;         [ Links ] Emilio Crenzel, La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapariciones en Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, Serie Pasado y presente, 2008.        [ Links ]

2 Cf. Guillermo O'Donnell, Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, traductores Guillermo O'Donnell, Sebastián Mazzuca y Leandro Wolfson, Buenos Aires, Paidós, 1997, p. 157;         [ Links ] J. Malamud Goti, Terror y justicia en la Argentina., op. cit., pp. 187 y ss.

3 La magnitud y extensión de los crímenes, el despliegue aparatoso e innecesario en los operativos militares, los cadáveres que aparecían en terrenos descampados, mutilados por explosivos, o devueltos por el mar o el río, las personas que sin aviso dejaban de ir al trabajo, al club, al comité, al barrio, a su hogar, las noticias en los diarios sobre muertes en dudosos enfrentamientos con las fuerzas del orden, las filtraciones de noticias desde el exterior o desde los contados nichos de resistencia en el país, todas estos indicios nos ayudan a establecer que había un cierto saber sobre lo que ocurría, sobre la causa de eso que H. Quiroga ha llamado la "atmósfera irrespirable de la época". "La verdad de la justicia y la verdad de la política. Los derechos humanos en la dictadura y en la democracia", en Hugo Quiroga y César Tcach (comps.), A veinte años del golpe. Con memoria democrática, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 1996, p. 73.         [ Links ]Cfr. Pilar Calveiro, Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, Preludio de Juan Gelman, Buenos Aires, Colihue, Colección Puñaladas–Ensayos de Punta, 2001, pp. 149–150;         [ Links ] I. González Bombal, "Nunca Más...", op. cit., p. 205; O'Donnell, Contrapuntos..., op. cit., pp. 157 y 163.

4 Aunque muy pocos niegan la significación política que tenía el rechazo absoluto de los crímenes del Proceso, muchos autores subrayan la dimensión moral, prepolítica, de esa condena retrospectiva (cf. Hugo Vezzetti, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2002, pp. 119–120;         [ Links ] también I. González Bombal, "Nunca Más...", op. cit., pp. 204–205).

5 El término es de González Bombal, ibid., p. 206; véase también C. Hilb, "Responsabilidad como legado", en César Tcach (comp.), La politica en consigna. Memoria de los setenta, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2003;         [ Links ] Malamud Goti, Terror y justicia en la Argentina..., op. cit., pp. 187 y ss.; H. Vezzetti, Pasado y presente..., op. cit., pp. 136–137; C. Feld, op. cit., pp. 42, 44, 141; y Marcos Novaro y Vicente Palermo, que han llamado "mito de la inocencia" a esta forma de identificación moral con la víctima, La dictadura militar (1976–1983). Del golpe de Estado a la restauración democrática, prólogo de Tulio Halperin Donghi, Buenos Aires, Paidós, Col. Historia Argentina, 2003, pp. 487–491.        [ Links ]

6 Sobre este asunto, me permito remitirme a mi artículo "Le mensonge organisé pendant la dernière dictature argentine. Penser la société avec H. Arendt", Tumultes, núm. 31, París, 2008, Editions Kimé, pp. 195–214.        [ Links ]

7 Cf. los análisis matizados de J. Malamud Goti, Terror y justicia en la Argentina..., op. cit., en especial pp. 187–206; de H. Vezzetti, Pasado y presente..., op. cit., pp. 37, 119; y de M. Novaro y V. Palermo, La dictadura militar..., op. cit., pp. 489–491.

8 En un sentido similar también argumenta Pilar Calveiro: "El auténtico secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar" (P. Calveiro, Poder y desaparición..., op. cit., p. 147).

9 Cfr., por ejemplo, H. Vezzetti, Pasado y presente..., op. cit., p. 121.

10 Así comienza el "Prólogo" del informe de la Conadep: "Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda (...) a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor" (Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Buenos Aires, Conadep, Eudeba, 1995 (1984), p. 7).        [ Links ]

11 H. Vezzetti, Pasado y presente..., op. cit., p. 37.

12 M. Novaro y V. Palermo, op. cit., p. 491; véase también H. Vezzetti, ibid., pp. 15 y 40.

13 Cfr. M. Novaro y V. Palermo, ibid., pp. 491–493. Aclaremos también aquí que la "teoría" de los dos demonios presupone una serie de equiparaciones inadmisibles entre los dos "demonios". Me refiero a la equiparación entre el terror de Estado y la violencia antisistema de uno o varios grupos armados, a la omisión de la desproporción del número de víctimas entre un "demonio" y el otro, a la no distinción de los métodos y de las lógicas de acción y de los tipos de violencia (la diferencia más evidente era que las guerrillas no tenían por regla la tortura), y la igualación acrítica que se hace respecto de los valores reivindicados por ambos (cfr., por ejemplo, C. Hilb, "La responsabilidad como legado", op. cit., pp. 118–119).

14 Los hitos de esta escalada fueron el asesinato del ex dictador general Pedro E. Aramburu (1 de junio de 1970), los fusilamientos de líderes guerrilleros en Trelew (tras un frustrado intento de fuga de la cárcel de esa localidad, el 22 de agosto de 1972), la "masacre de Ezeiza" (20 de junio de 1973) y los intentos guerrilleros de copamiento de cuarteles militares (los más importantes, el 5 de octubre de 1975 y el 23 de diciembre de 1975).

15 Sobre la militarización de Montoneros y del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) véase, por ejemplo, Richard Gillespie, Soldados de Perón. Los Montoneros, Buenos Aires, Grijalbo, 1998 (1982 versión original en inglés), pp. 219–221;         [ Links ] Juan Gasparini, Montoneros. Final de cuentas, La Plata, Ediciones de la Campana, edición ampliada, 1999, pp. 51–53, 82–85, 100, 140–142;         [ Links ] Pilar Calveiro, Violencia y/o política. Una aproximación a la guerrilla de los años 70, Buenos Aires, Grupo editorial Norma, 2005, pp. 44–45, 114, 118–120,         [ Links ]et passim; María Seoane, Todo o nada. La historia secreta y pública de Mario Roberto Santucho, el jefe guerrillero de los años 70, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2003 (1991), pp. 279–280.        [ Links ]

16 Sobre las representaciones guerreras de la época, cf. H. Vezzetti, Pasado y presente..., op. cit., pp. 18, 56–57 et passim.

17 Es cierto que, desde un punto de vista teórico, la figura del caos y la de la guerra no son idénticas, que la primera es exclusiva del orden interno de un Estado, mientras que la segunda tiene su origen en el dominio de la política externa aunque no sea novedoso encontrarla proyectada hacia la esfera de los asuntos interiores. No obstante, puede decirse que había una articulación de ambas en la figura del "enemigo interno", ese enemigo que atacaba al "cuerpo social" y que debía ser erradicado por medio de la intervención militar. Ambas figuras, además, podían converger en la "teoría" de los dos demonios que aparece como un enfrentamiento entre demonios que aparecían diacrónicamente, como "caos" el primero y como terror de Estado el segundo, una suerte de "guerra civil" diacrónica.

18 Tomo la noción de "extrañamiento" de Novaro y Palermo, quienes la utilizan para referirse a la distancia que los militares preferían mantener respecto de la sociedad (M. Novaro y V. Palermo, La dictadura militar..., op. cit., pp. 25–28, 33–34, 47).

19 Sobre la esperanza que depositaban los guerrilleros en el golpe y la represión militares como fuentes de toma de conciencia social, consultar, por ejemplo, Calveiro, Violencia y/o..., op. cit., pp. 104–105.

20 En su discurso inaugural, Videla dice: "El gobierno nacional, al formular esta sincera y honesta convocatoria al pueblo de la patria, no pretende generar espontáneas conductas de participación en el proceso". Pide solamente una "comprensión amplia y generosa" (Cf. Luciano de Privitellio y Luis A. Romero (selección y prólogo), Grandes discurso de la historia argentina, Buenos Aires, Aguilar, 2000, pp. 380–386).        [ Links ]

21 El tema merece un análisis aparte. Me he dedicado a ello en mi tesis doctoral. Agregaré a lo ya dicho que existe abundante material que prueba cuánto los militares y sus adeptos civiles se sentían en la necesidad de insistir en que se vivía una guerra y que esa necesidad no puede ser interpretada de otro modo que reconociendo que la sociedad no se representaba plenamente la realidad en términos bélicos. Algunos elementos a favor de la interpretación que aquí desarrollo pueden hallarse en M. Novaro y V. Palermo, op. cit., pp. 33–34, 130.

22 Como excepción a la regla, señalemos que existieron manifestaciones masivas de entusiasmo nacionalista en ocasión de los mundiales de futbol (1978, 1979) y de la guerra de Malvinas (1982).

23 Aunque el Proceso pretendía diferenciarse de las dictaduras anteriores en que no llegaba simplemente para reestablecer el orden perdido sino para cambiar de raíz a la sociedad argentina, en los discursos públicos el elemento "ordenancista" fue un pilar importante de las pretensiones de legitimidad militares. Acerca de la extensión social del discurso "ordenancista" y autoritario en la sociedad, cf., por ejemplo, G. O'Donnell, "Democracia en la Argentina: micro y macro", en O. Oszlak (comp.), Proceso, crisis y transición democrática, t. I, Buenos Aires, CEAL, 1987, pp. 19–20 y 29,         [ Links ] y el ya citado libro de H. Vezzetti.

24 Las referencias de los miembros de la dictadura a la situación previa al golpe en términos de "vacío de poder", al igual que las referencias al "caos", son innumerables. A modo de ejemplo, citemos un discurso del dictador Videla: "En el mes de marzo de 1976 la Argentina vivía una situación caracterizada por los siguientes factores: un absoluto vacío de poder político; un sistema económico totalmente desarticulado (...); había un clima de indisciplina social y política generalizada y, como telón de fondo de esa escena, un proceso de terrorismo subversivo que amenazaba llenar ese vacío político dejado por las instituciones" ("Texto de la conferencia de prensa ofrecida por el excelentísimo presidente (...) el día 21 de mayo de 1977, ante representantes de los medios periodísticos de Japón", Proceso de Reorganización Nacional, Mensajes presidenciales, 1977, t. 1, pp. 90–91.

25 El tema de la guerra, con origen en el dominio de los asuntos externos, mantiene una distinción entre implicados y no implicados en el combate armado, y, en este sentido, permite con mayor facilidad justificar la distancia inocente de quienes no estuvieron en el campo de batalla, i.e. respecto de los crímenes de guerra.

26 Esta "base" sobre la cual se erigen la condena y la promesa es, a diferencia de los fundamentos históricos de las memorias de transición, un fundamento contemporáneo a ambas: el marco histórico de producción de la memoria colectiva.

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