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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.32 México ene. 2009

 

Reseña de libros

 

La oligarquía en los partidos políticos*

 

Roberto García Jurado**

 

* Moisei Ostrogorski, La democracia y los partidos políticos, Madrid, Trotta, 2008.

 

** Profesor–investigador en el Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco. Correo electrónico: rgarcia@correo.xoc.uam.mx.

 

A finales del siglo XIX y principios del XX se suscitó en la ciencia política una intensa, sugerente y fructífera reflexión sobre la naturaleza y características de las formas de gobierno democráticas. Ya por entonces comenzaban a madurar algunos de los regímenes democráticos europeos que a lo largo del tiempo han mostrado su persistencia y longevidad, para no hablar del experimento democrático estadounidense, que para esa época ya había dado prueba de su estabilidad, madurez y, como lo había anticipado ya Tocqueville, de sus perversiones.

La literatura sobre las tendencias elitistas y oligárquicas de la democracia comenzaba a ser bien conocida. Los Elementos de ciencia política (1896) de Gaetano Mosca; los Sistemas socialistas (1902) de Vilfredo Pareto; y Sobre la sociología de los partidos políticos en las democracias modernas (1911) de Roberto Michels son tres de los ejemplos clásicos que suelen citarse con profusión al tratarse este asunto.

No obstante, uno de los grandes libros sobre este tema, menos conocidos e injustamente olvidados, es el de Moisei Ostrogorski La democracia y organización de los partidos políticos (1902). Por desgracia, este interesante texto sigue inédito en español, y sólo ahora la editorial Trotta presenta las conclusiones que Ostrogorski añadió en 1912 al texto original con el título La democracia y los partidos políticos (2008). Aunque la edición original del libro se componía de dos gruesos volúmenes, el primero de los cuales estaba dedicado al nacimiento y desarrollo de los partidos políticos británicos y el segundo se ocupaba de los de Estados Unidos, el relativamente amplio agregado de 1912, que ahora se presenta, resume en gran medida la teoría que Ostrogorski había desarrollado en estos dos tomos.

Como lo menciona James Bryce en el "Prefacio" que escribió para la edición original de 1902, aunque los partidos sean tan antiguos como el mismo gobierno popular, no ocurre lo mismo con la organización y maquinaria partidista, que es esencialmente un fenómeno decimonónico, y al cual Ostrogorski es uno de los primeros que le presta atención, advirtiendo en un sentido casi premonitorio de todas sus imperfecciones, desviaciones y peligros, sentando las bases de ideas que se difundieron con mucha mayor extensión a partir de la aportación de Roberto Michels y, en cierta medida, de Max Weber.

Como se ha dicho, en la extensa conclusión que Ostrogorski adicionó en 1912 se recogen las ideas fundamentales que había desarrollado en los dos gruesos volúmenes de la edición íntegra. De todas ellas, valdría la pena destacar tres de las más relevantes: la posición de los individuos en el Estado moderno; la función de los sistemas electorales como mecanismos de transmisión de la voluntad general; y la rigidez de las organizaciones partidistas y los sistemas de patido.

Respecto de la primera, Ostrogorski plantea que el individuo en los Estados modernos se empequeñece hasta un grado ínfimo, colocándolo prácticamente en la indefensión, ante un poder cuya magnitud bien había hecho Hobbes al equipararla con la del Leviatán. Así, una de las consecuencias más serias de la desintegración de las estructuras de interacción social y política del antiguo régimen fue precisamente el aislamiento del individuo, segregándolo de las viejas corporaciones, villas y parroquias que le habían dado identidad y pertenencia en el viejo orden. Todas estas rupturas no dieron origen a un nuevo orden dominado por el individualismo autárquico y autocomplaciente acariciado por el liberalismo mejor encaminado, sino a una sociedad de masas constituida por una multitud de individuos desvinculados, temerosos y reducidos a la pasividad más impotente frente al poder político.

Ante ello, ni siquiera la emergencia de los regímenes democráticos permitió atenuar esta pasividad incapacitante, más aún, desde la perspectiva de Ostrogorski –que recoge el más puro espíritu tocquevilleano–, el gobierno democrático no hace sino contribuir a esta opresión potencial del individuo, ya que si bien podría resultar valeroso resistirse ante el poder político, haría falta prácticamente un héroe para sostener su opinión en contra de la multitud.

A pesar de que en el Prefacio de 1902 Ostrogorski atribuía al Espíritu de las leyes (1748) de Montesquieu el enorme mérito de haber introducido en la ciencia política el método de la observación, no reparaba al señalar igualmente que el también autor de las célebres Cartas persas (1721) se equivocaba al considerar que sólo el gobierno despótico se basaba en el temor, ya que éste era consustancial a todo tipo de régimen, lo que aplicaba también a la monarquía y la república. Más aún, siendo un imperativo para el poder político infundir temor entre los hombres, ya fuesen gobernantes o gobernados, la democracia era el régimen que podía llevar más lejos su capacidad de intimidación, ya que estaba a su alcance tanto la intimidación de los gobernantes como la de los gobernados.

Respecto de la segunda idea, es decir, la función de los sistemas electorales y los mecanismos de transmisión de la voluntad general, Ostrogorski se caracteriza por emprender una férrea crítica de éstos. Para empezar, a partir del análisis que realizó en el segundo volumen de su amplio estudio, apuntaba que los procedimientos electorales debían usarse sólo para constituir autoridades legislativas, ya que eran inadecuados para cualquier otro fin, particularmente para elegir la multiplicidad de autoridades constituidas por este medio en Estados Unidos. Además, Ostrogorski también sorprendía al señalar que uno de los signos más claros de la madurez de una sociedad no era el desarrollo de sus sistemas electorales, tal como el avance del gobierno popular parecía sugerir, sino la posibilidad de entregar algunas de las funciones de gobierno más importantes, como la administración y la justicia, a funcionarios permanentes. En efecto, anticipándose de cierto modo a los planteamientos que desarrolló ampliamente Max Weber algunos años después (Economía y sociedad, 1922), Ostrogorski asociaba al desarrollo social el desarrollo de la burocracia, iniciando, o al menos abonando, una veta amplísima de problemas políticos derivados de esta mancuerna.

Haciendo eco de toda la desconfianza que los últimos liberales del siglo XIX expresaran en contra del sufragio universal, entre los que destaca con gran brillo John Stuart Mill (Consideraciones sobre el gobierno representativo, 1860), Ostrogorski se unía a esta animadversión alegando que éste servía más para esclavizar al pueblo que para liberarlo. Peor todavía, a su juicio, uno de los enormes fallos o perversiones de la propaganda electoral era dirigirse no a la razón de los individuos, sino a sus sentimientos, e incluso, a sus sentidos.

La tercera de las ideas consideradas tiene que ver con lo que Ostrogorski llama formalismo político, es decir, la rigidez de las estructuras partidistas y los sistemas de partidos. Desde su punto de vista, uno de los peores defectos de los partidos políticos es que en lugar de servidores se convierten en amos de la voluntad popular. La maquinaria de los partidos políticos no sólo ha sustituido el medio por el fin, sino que se ha adueñado de la opinión pública contribuyendo a la indefensión de los ciudadanos. En este sentido, una de las conclusiones más audaces de Ostrogorski es su propuesta para desmantelar las estructuras partidistas y el mismo sistema de partidos. Con ello no negaba la importancia y necesidad de los partidos políticos en las democracias, mucho menos en las modernas, sino que planteaba una modificación sustancial.

Ésta consistía en acabar con lo que llama partidos ómnibus, es decir, con las estructuras partidistas que pretenden dar una representación integral a la ciudadanía, es decir, la intención de expresar el sentir popular para todos los asuntos y problemas públicos que requieren solución o atención. En su lugar, propone un tipo de partido y un sistema de partidos flexible, es decir, un partido que se constituya en un momento determinado para atender sólo una determinada cuestión y que desaparezca una vez que su fin ha sido alcanzado, es decir, una especie de organización política similar a los grupos de presión que ya por entonces comenzaban a aparecer tanto en la sociedad británica como en la estadounidense, y de los cuales Arthur F. Bentley (El proceso de gobierno, 1908) ya había dado amplia cuenta apuntándose él mismo como uno de los primeros en suscribir sus posibilidades.

Ostrogorski fue sin duda uno de los primeros autores que llamó la atención de manera enfática sobre este problema, al que muchos otros llamarían después la partidocracia. Ciertamente la solución que proponía para flexibilizar la maquinaria de los partidos y el mismo sistema de partidos no parecía muy viable ni entonces ni ahora, sin embargo, como los clásicos, sus ideas en muchos otros aspectos siguen provocando dudas, reflexiones y alternativas sugerentes, por lo que debía ser uno de los autores que superaran el olvido al que se han visto condenados.

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