Clasificación JEL: L16, L52, O22, R53.
Introducción
En diciembre de 2012 el presidente Enrique Peña Nieto y los representantes de los tres principales partidos políticos deslumbraron al mundo al firmar el Pacto por México; un pacto político del más alto nivel en que se sientan objetivos concertados de desarrollo de mediano y largo plazo y, por demás importante, al tiempo que se anuncian reformas y líneas de acción específicas para conseguir dichos objetivos. Con el Pacto por México, de un día a otro, brotó el llamado Momento Mexicano y el país pasó a ser el centro de atención de inversionistas nacionales y extranjeros. Creó la percepción de que México estaba lanzándose a una transformación adicional de su estructura productiva que tendría como pilares una reforma fiscal, la apertura de la industria petrolera a la actividad privada, reformas en el sector financiero, en el de telecomunicaciones, entre otros. El supuesto de los firmantes del Pacto era que dicha ola de reformas insertaría a la economía nacional en una senda de crecimiento económico elevado y sostenido, preservando la estabilidad macro. Hoy, a tres años de inaugurarse el Pacto, siguen sin materializarse los beneficios prometidos de las reformas. El Producto Interno Bruto (PIB) per cápita en esta primera mitad del sexenio (2013-2015) prácticamente no ha aumentado a precios constantes. El crecimiento medio anual del PIB real en este lapso es menor al promedio registrado en las décadas anteriores e incluso inferior a la tasa de 3% anual que, según argumentó este gobierno, marcaría el ritmo de la economía mexicana de no aprobarse las reformas.
Este aletargamiento de la actividad productiva ha repercutido adversamente en el trabajo. El número de empleos creados anualmente dista de las 1.2 millones de plazas requeridas para absorber la población que ingresa al mercado laboral. Su composición, además, está marcada por la informalidad y por un alza proporcionalmente mayor de la parte de empleos con bajos salarios (Samaniego, 2015; Foncerrada, 2015). Asimismo, la pobreza ha aumentado persistentemente en los últimos seis años (Coneval, 2015). Hoy 53% de la población es pobre, cerca de 20 millones de personas carecen de ingresos suficientes para cubrir al menos la canasta alimentaria básica.
El pobre desempeño económico del país es producto de la estrategia económica aplicada, con mínimas modificaciones, desde mediados de los años ochenta. En el presente artículo se destacan dos fallas cruciales de dicha estrategia. La primera es la obcecación por excluir a la política industrial de los instrumentos del gobierno para promover un cambio de la estructura productiva. Así una vez más se enfoca en la política de apertura comercial para ello; ilustrado ahora con la fanfarria que el gobierno anuncia el eventual arranque del Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP, por sus siglas en inglés) (Moreno Brid, 2016). La segunda, más de fondo, es su insistencia en considerar que la inflación baja y un déficit fiscal muy acotado son condiciones necesarias y suficientes para detonar y garantizar un crecimiento económico elevado y sostenido. Ambos rasgos han marcado a la política económica del país, lo que ha impedido remover obstáculos cruciales para el desarrollo y, más bien, ha acentuado algunos de ellos. A estas limitaciones al crecimiento, digamos intrínsecas al diseño y la aplicación de la política macro en la conducción, se agregan efectos adversos y muy significativos de diversos choques externos que enfrentó la economía de México en estos años, originados en particular en el mercado petrolero internacional o en los circuitos financieros mundiales.
Las reformas y el debilitamiento de la política de desarrollo productivo
Las reformas macroeconómicas de los años ochenta dieron un giro radical a la agenda de desarrollo de México, para priorizar la estabilidad, eliminar el proteccionismo comercial y reducir la intervención del Estado en la economía. El supuesto era que se alentaría la inversión privada y se propiciaría su expansión más robusta, liderada por las exportaciones. Sus resultados son dispares. Disminuyeron la inflación y el déficit fiscal, y el aparato productivo se reorientó a las exportaciones manufactureras. Este avance en la estabilización nominal y colocar a las exportaciones como motor de expansión, sin embargo, no condujo a un crecimiento más elevado del PIB o del empleo, mismos que han crecido a tasas menores que el promedio en 1955-1980 e inferiores también a las de muchas otras economías emergentes o en desarrollo. En 2000-2012 el crecimiento promedio del PIB real de México fue muy por debajo de la media latinoamericana.
Haciendo eco de la preocupación central en torno al insuficiente dinamismo de la economía, el presidente Peña Nieto se comprometió desde su campaña y en el Pacto a lanzar una serie de reformas que, en su visión, garantizarían un crecimiento sostenido del PIB a tasas anuales de 5% o más. El Pacto por México dio, por un tiempo, contenido operativo y se autodenominó con grandes ambiciones como “un nuevo acuerdo político para impulsar el crecimiento económico y generar los empleos de calidad que demandan los mexicanos” (Pacto por México, 2012). Punto central fue la inclusión de una serie de compromisos explícitos, adoptados por los tres partidos políticos del país, con una serie de acciones o reformas a poner en marcha abarcando los tres ámbitos centrales del desarrollo nacional: el político, el económico y el social. El Legislativo aprobó las reformas, incluyendo la fiscal y la energética, y se pusieron en marcha en los primeros dos años del actual mandato.
Sorpresivamente, el Pacto no hizo eco de lo anunciado en la campaña electoral acerca de aplicar una nueva política industrial, tanto para fortalecer clústeres y cadenas de valor agregado en actividades con ventaja comparativa ya evidente –como automotriz y aeronáutica–, como para crear nuevas actividades y cobijar industrias nacientes con ventajas comparativas dinámicas potenciales. A nivel declarativo, durante la campaña se afirmó que se aplicaría una política industrial y de avance tecnológico a fin de incorporar más valor agregado a las exportaciones manufactureras, maquiladoras y no maquiladoras, y expandir la gama de proveedores locales orientados fuese al mercado externo como al interno (Fundación Colosio, 2013). Sin embargo, lo dicho al respecto en ese entonces no se trasminó al Pacto y quedó pendiente o en suspenso la inminente puesta en marcha de una nueva política industrial. En el Pacto la única referencia a ella se circunscribe a la propuesta de crear polos industriales de desarrollo en la región más pobre del sur de México.
Su renovada y, en el contexto tradicional de política económica de México desde mediados de los años ochenta, audaz visión en la campaña a dicha política se limitó en el texto a declarar como intención dar “un impulso y articulación sin precedente a la ciencia, la tecnología y la innovación, para que México, además de ser una potencia manufacturera, se convierta en una economía del conocimiento” (Pacto por México, 2012). No hay otra cita a la actividad “manufacturera” ni a la política industrial. Similar ausencia se evidencia en el Plan Nacional de Desarrollo 2013-2018 (PND), pues califica a la política industrial como instrumento válido del Estado para incidir en la asignación de recursos siempre que no contemple el uso de subsidios, ni cualquier otra injerencia del sector público que distorsione las señales y libre juego del mercado en los ámbitos de inversión, producción, distribución funcional del ingreso y fijación de precios por criterios extra-económicos. Dichas distorsiones son vistas por la administración actual como fuente de ineficiencias, ineficacias, búsqueda de rentas no competitivas y corrupción. En consecuencia, acepta como legítimo el uso de una política de promoción de sectores estratégicos siempre que sus intervenciones se orienten explícita y firmemente a corregir las fallas del mercado. Bajo esta perspectiva, la resultante ha sido un énfasis en políticas de simplificaciones regulatorias y de promoción de la competencia. Desde tal perspectiva la injerencia del gobierno en la asignación de recursos en la economía debe sujetarse a la provisión de bienes públicos indispensables incluyendo proveer y garantizar el cumplimiento de un marco legal que dé seguridad al respeto de derechos de propiedad y la celebración y cumplimiento de contratos.
Considera la coordinación de actividades público-privadas para realizar proyectos de inversión en infraestructura para fortalecer la productividad y reconoce el rezago del aparato productivo en hacer la transición de un modelo maquilador a uno verdaderamente industrial basado en la generación de valor agregado.
La perspectiva oficial de la política de desarrollo productivo se ciñe al fin de “resolver las distorsiones del mercado [como] los monopolios u oligopolios, mercados incompletos, información asimétrica y de coordinación de los agentes. [Sus] acciones propician la colaboración entre el sector privado y el gobierno para desarrollar los sectores con mayor impacto en el crecimiento económico... [Sus] objetivos se centran en proporcionar información a los agentes económicos; implementar acciones e instrumentos específicos como la promoción del capital humano y financiamiento y en coordinar, focalizar y priorizar las acciones conjuntas entre el sector privado y los distintos órdenes de gobierno” (Secretaría de Economía, 2013).
Al fijar entre sus directrices el robustecimiento de actividades “incipientes que cuenten con ventajas comparativas” la dependencia parece hacer eco de políticas de épocas anteriores de fomento a las industrias nacientes (infant industries). Empero, una lectura más fina muestra que tal semejanza es muy menor, pues para la política de desarrollo productivo actual cualquier intervención de este sentido se justifica si busca fortalecer ventajas competitivas ya evidentes del país; y no crear nuevas. Rechaza toda intervención de política pública que altere significativamente el funcionamiento del mercado en la asignación de factores de la producción, y considera que en su lugar debe justificarse solo en la medida en que elimine obstáculos para la libre interacción de las fuerzas del mercado (véase Esquivel, 2010; Moreno-Brid y Ros, 2009).
Esta posición se contrapone a la que considera que la nueva política industrial debe precisamente corregir distorsiones –y no meramente corregir fallas de mercado– a fin de descubrir e impulsar nuevas actividades productivas con ventajas competitivas dinámicas (véase Amsden, 2001; Chang, 2002; Cepal, 2012; Rodrik, 2008; Hausmann, Hwang y Rodrik, 2005). Esta nueva visión es la que se surge del reciente debate mundial sobre el tema. Desde esa perspectiva, afirmamos que la falta de una política industrial, así diseñada, explica porqué el giro en la agenda de desarrollo y las reformas de mercado y el auge exportador no lograron tasas de expansión persistentes del PIB de cuando menos 5% anual.
Además de esta falencia de la agenda neoliberal prevaleciente en México por décadas, hay otras, entre las que destacan la incapacidad o falta de voluntad política de realizar una reforma fiscal profunda, la tendencia a evitar la apreciación del tipo de cambio real, y la exclusión de la igualdad como objetivo de política pública. Si bien todos estos factores son relevantes, el presente trabajo se concentra en la política industrial, a fin de señalar sus ventajas, limitaciones y riesgos, tanto desde la perspectiva teórica como empírica.
Cambio estructural, actividad manufacturera y desempeño económico en México
Las reformas económicas anunciadas de manera concertada en el lanzamiento del Pacto en diciembre de 2012 se orientan en la misma línea de las reformas de mercado puestas en marcha hace 30 años para enfrentar la debacle petrolera y la crisis de la deuda. Como se mencionó arriba, se propusieron como prioridad estabilizar la economía, entendiendo por ello mantener muy bajas tanto a la inflación como al déficit público. Las reformas supusieron que la estructura productiva sería modificada mediante la apertura de los mercados a la competencia y la reducción de la intervención del Estado en la economía. La eliminación de estas distorsiones, según el gobierno, crearía un clima de negocios propicio a un repunte intenso de la inversión privada que colocaría a las exportaciones como el nuevo motor de la economía mexicana.
Estos objetivos fueron alcanzados, pero con peculiaridades importantes. Por una parte, se abatió tanto la inflación como el déficit fiscal. En los últimos 20 años el alza anual del índice de precios al consumidor ha sido de un dígito, por lo general en un rango del 3 al 4%. En 2015 cerró en 2.13% de inflación anual. El déficit fiscal –excluyendo la inversión de Petróleos Mexicanos y los pasivos contingentes ligados a las pensiones de seguridad social– se mantuvo durante años en menos de 3% del PIB. El ajuste fiscal se logró más por la contracción de la inversión pública que por reducir la evasión fiscal, eliminar regímenes especiales o incrementar la carga tributaria de manera más progresiva en sectores privilegiados. En consecuencia, las finanzas públicas continúan con fragilidades mayúsculas. Hoy, la carga tributaria como proporción del PIB, excluyendo los ingresos del petróleo, es inferior a 12% y representa una de las más bajas de América Latina. Hasta hace poco, cerca de 40% de los ingresos fiscales totales dependían de los recursos petroleros; la proporción bajó mucho en 2015 por la caída del precio internacional del petróleo en más de 50%. Dicha caída es de atención pues desde hace algunos años el balance fiscal primario ha registrado números rojos. Asimismo, la capacidad de aplicar una política fiscal contra cíclica ante choques exógenos adversos es muy limitada, por no decir nula.
Como ya se señaló las reformas sirvieron para reorientar hacia afuera al aparato productivo. Las exportaciones representan más del 30% del PIB frente a menos del 12% antes de las reformas. Además, en 1980 las manufacturas aportaban menos de 15% de las exportaciones totales del país. Hoy constituyen más de 80%. El desempeño de México en este mercado mundial se debe en parte al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que impulsó las exportaciones a Estados Unidos (véase López-Córdova, 2002). Entre 1994 y 2012 sólo China y Corea superaron a México en cuanto al incremento de participación en el mercado mundial de exportaciones manufactureras, al tiempo que se aumentó la sofisticación tecnológica de nuestras exportaciones. En 1990, menos de una tercera parte eran productos de mediana o alta intensidad tecnológica frente a más del 60% actual.
Estos avances no estuvieron acompañados de un crecimiento alto y sostenido de la economía mexicana. De hecho su ritmo de expansión ha sido más bajo desde mediados de los años ochenta a la fecha que en 1960-1981 (véase Kehoe, 2010; Moreno-Brid y Ros, 2009; Moreno-Brid, 2016). De 1987 a 2014, la tasa anual promedio de expansión del PIB en términos reales fue 2.6%, lo que dista mucho de la tasa promedio de 1960-1981 (6.7%). Por demás preocupante, es que su crecimiento ha sido todavía más bajo en 2013-2015.
La estrategia económica de la presente administración concibe a la baja productividad como causa fundamental del lento crecimiento económico del país. Sin demeritarla, disentimos en ello y percibimos a la baja productividad más como una consecuencia de otros factores que determinan el lento ritmo de expansión. El primero tiene que ver con la estructura de nuestro aparato industrial y comercio exterior, pues el auge exportador se acompañó de un aumento todavía más intenso de importaciones. Se dio un alza de la elasticidad-ingreso de importaciones que, combinada con el efecto de la apreciación cambiaria, aumentó mucho la propensión a importar y, con ello, contrajo en 66% el multiplicador, digamos keynesiano, del ingreso. Tal caída en el multiplicador acotó el ritmo de expansión de la economía mexicana en su conjunto ante alzas de gasto público, las exportaciones o la inversión.
El segundo factor es el letargo de la inversión posreformas. En efecto, la formación bruta de capital fijo como proporción del PIB se derrumbó inmediatamente después de la crisis de 1982, y de entonces se ha recuperado sólo parcialmente. Hoy en día dicho cociente es de 22%, menor al de 1981 y por debajo del 25% mínimo estimado por la Cepal, UNCTAD y otros, para alcanzar crecimientos económicos superiores al 5% anual (Cepal, 2012). En particular, es alarmante que la inversión en maquinaria y equipo haya caído varios puntos como proporción del PIB. Ello frena la modernización y expansión de la capacidad productiva, socavan la productividad y competitividad de la industria nacional en el mercado externo e interno. Contribuye a desmadejar la estructura industrial ante la ruptura de encadenamientos productivos y la concomitante sustitución de proveedores locales de insumos y bienes intermedios por los de origen foráneo. La decepcionante evolución de la inversión total refleja un lento repunte de su componente privada que no compensó la contracción de la inversión pública en 8 puntos del PIB.
Es iluso pretender elevar la productividad y recomponer o multiplicar los encadenamientos productivos en la estructura industrial sin un persistente impulso a la inversión. Pero expandir la inversión no es suficiente. Se requiere una nueva política industrial para transformar la economía y fortalecer la generación de valor agregado. No basta con preocuparse por elevar el volumen de exportaciones. Se requiere que creen muchos más puentes y lazos comerciales con los proveedores locales y que reorienten la inversión hacia los sectores que producen bienes comerciables –más precisamente manufacturas– que compitan exitosamente en los mercados internacional y local.
Al respecto, la evidencia empírica para economías semi-industrializadas de tamaño grande muestra que su crecimiento económico está estrechamente ligado al de su industria manufacturera. La prevalencia de rendimientos crecientes a escala en ella la vuelve un determinante crucial de la productividad de la economía en conjunto en tanto este sector absorbe recursos de los sectores primario y de servicios. Una industria manufacturera cuya competitividad se basa en su capacidad innovadora y de generación de valor agregado, en vez de en salarios bajos, genera círculos virtuosos de comercio, crecimiento e igualdad. En ellas el mercado interno puede ser un motor de expansión de la economía.
Como señalan Moreno-Brid y Sánchez (2016) hay una serie de argumentos teóricos y de evidencia empírica en torno a las manufacturas como motor de expansión de economías grandes. Entre ellos destacan los siguientes: 1) en estudios de panel, se observa un alto grado de correlación empíricamente sig nificativa entre el nivel de industrialización y el del ingreso per cápita en los países en vías de desarrollo. Así, buena parte de las economías menos avanzadas carecen de un sector industrial importante. Mientras que en las economías ya desarrolladas se da una recomposición del empleo y la producción hacia servicios, en las economías exitosas en su desarrollo dicha recomposición es lo opuesto y lo que ocurre es una desindustrialización, 2) la manufactura tiende a beneficiarse de rendimientos crecientes a escala, por lo que su productividad tiende a ser mayor que la otros sectores, y el desarrollo a acompañarse de una absorción de factores productivos por ella que vienen de otros sectores, en particular la agricultura; 3) la inversión en la manufactura versus en la agricultura son muy dinámicos; 4) comparado con la agricultura el sector manufacturero ofrece ciertas ventajas de economías de escala a la inversión –que se reflejan en su rendimiento o ganancia– debido a la prevalencia de su producción en espacios menores que en el sector agrícola y, finalmente, las elasticidades ingreso de la demanda van a favor de los productos de la actividad manufacturera en detrimento de los bienes agroalimentarios. Puesto de otra forma, la tendencia al alza del ingreso conlleva una baja en la participación del gasto en bienes agropecuarios en éste y un alza en la participación del gasto en bienes manufacturados. En ese sentido, la expansión del comercio mundial es proclive a tener una mayor participación de productos manufacturados. La evidencia de las grandes economías emergentes indica que un sector manufacturero competitivo, capaz de generar exportaciones netas y absorber empleo es condición indispensable para un desarrollo sostenido y sustentable.
Al respecto el desempeño de México es frustrante. En 1960-1981 el PIB manufacturero creció a una tasa media anual de 5.4%; en 1982-1986 se colapsó más que la actividad económica total. Desde entonces ha crecido a un promedio anual inferior a 3%, o incluso más bajo en años recientes. Como se señaló, la paradoja a explicar es porqué se da tal desaceleración en el marco de un auge de sus ventas al extranjero. En los países del sudeste asiático (de exitosa industrialización en la posguerra), la expansión intensa de las exportaciones manufactureras corrió pari pasu con la de su valor agregado. En el caso mexicano, su comportamiento es francamente divergente. La explicación a esta paradoja ayuda a entender porqué las exportaciones no petroleras, no obstante su envidiable dinamismo a nivel mundial por ya más de 20 años, siguen sin detonar en la economía mexicana una fase de alto crecimiento.
El primer factor al respecto es que el valor agregado manufacturero no creció al ritmo de su valor bruto. Ello se debe a que, en efecto, el auge exportador de manufacturas mexicanas estuvo acompañado por un aumento, incluso más agudo, de la penetración de las importaciones, tanto de bienes intermedios a ser incorporados en la fabricación o más precisamente ensamblaje como de bienes finales (véase Moreno-Brid, 1999). Como dato, un 33% del aumento que ha tenido la demanda agregada en la economía mexicana desde mediados de los años ochenta hasta fines de 2000 fue satisfecho por productos importados. Tal recomposición de la oferta total hacia la de origen importado es reflejo del alza del consumo al desmantelarse las barreras comerciales. Pero también refleja la ruptura de cadenas de valor agregado internas en la estructura productiva de México en tanto diversos eslabones antes generados localmente fueron reemplazados por la competencia extranjera. Este auge de las exportaciones y de las importaciones se acompaña de una consolidación de la estructura dual en la que algunas muy grandes empresas se reconvirtieron exitosamente para competir en los mercados mundiales, pero con fuerte recurso a bienes intermedios importados y ya no nacionales. Paralelamente, la vasta mayoría de empresas medianas y pequeñas operan ajenas al auge exportador, y en su lugar atienden al debilitado mercado interno.
Para algunos, el auge de las exportaciones manufactureras fue posible solamente por su creciente dependencia de insumos intermedios importados. En este sentido, la divergente dinámica del valor agregado y el valor bruto de exportaciones manufactureras es consecuencia de que ésta se ha convertido más en una actividad de “maquila”, intensiva en insumos importados, que en una verdadera industria de transformación generando valor agregado, integrada al tejido productivo nacional. Tal transformación estructural se debe a la remoción de barreras comerciales, a la apreciación real persistente del tipo de cambio, y a la debilidad de la inversión en comerciables que rezagó su competitividad y productividad. La apreciación cambiaria real minó el potencial de crecimiento económico, tanto por el cambio en precios relativos, como por la reorientación relativa de la inversión a sectores no comerciables. No extraña que desde hace más de dos décadas el déficit comercial manufacturero –a pesar de su auge exportador– sea el eje gravitacional del déficit comercial total; ambos tendiendo a expandirse aún en épocas de lento o desacelerado crecimiento en el ritmo de actividad.
Una omisión adicional del modelo exportador mexicano es el creciente rezago de su productividad laboral con respecto a la de Estados Unidos, misma que ha perdido cerca de 20 puntos en pocos años. Este pobre desempeño de la industria manufacturera mexicana le impide absorber suficientemente la mano de obra “excedente” del sector rural y del de servicios. Dicha incapacidad propicia la expansión del empleo informal, caracterizado por baja productividad, bajos salarios y escaso o nulo acceso al sistema de seguridad y protección social (véase Coneval, 2015; Cordera, 2012).
En síntesis, la baja inflación y el acotado déficit fiscal se han convertido en características de la economía mexicana. Asimismo, antes de la crisis de 2008- 2009, sus exportaciones manufactureras fueron muy dinámicas. Sin embargo, la tasa media de crecimiento del PIB se mantuvo muy baja. Ello impide cerrar la brecha de ingresos respecto a Estados Unidos y, más pertinente, impide reducir la pobreza de manera más rápida y significativa y crear más empleos formales. En efecto, en 1982 el PIB per cápita de México fue equivalente a 23.3% del de Estados Unidos, pero hoy es menor a 17%. Esta brecha es similar a la que existía durante la década de los cincuenta, hace casi 70 años.
El panorama empeoró después de 2009, ya que las exportaciones perdieron impulso por el debilitamiento de la economía y el comercio mundiales que, al parecer, no mejorarán en el futuro cercano. Este contexto externo obliga a México a instrumentar una política industrial que densifique la matriz productiva interna, consolide cadenas de valor y produzca bienes que compitan en calidad y precio con las importaciones, también en el mercado interno. La urgente recuperación del mercado interno como motor importante, aunque no exclusivo, del crecimiento económico exige colocar a la lucha contra la desigualdad y la pobreza en el centro de la agenda de desarrollo.
Política industrial: teoría y práctica
Punto inicial para el análisis es explicar de qué se trata la política industrial a veces llamada de desarrollo productivo y cómo incide en los factores que determinan el patrón e intensidad de expansión del país. En primer lugar, subráyese que su objetivo fundamental es impulsar el mayor crecimiento sustentable y sostenido de la economía en su conjunto, y no es el de apoyar sólo a la industria o algún sector manufacturero específico, Se trata de políticas gubernamentales para, en conjunto con las reacciones a señales del mercado, modificar la estructura productiva de la economía de manera a exponenciar su potencial de crecimiento a nivel agregado (Calderón y Sánchez, 2012; Cepal, 2012).
La política industrial se basa en dos supuestos clave. El primero es que el mercado por sí mismo no genera la transformación de la estructura productiva de la economía en la dirección, magnitud o velocidad deseada por la sociedad, representada por el gobierno. El segundo es que el crecimiento de una economía responde, en gran medida, a la composición de su producción y de sus exportaciones, como consecuencia del monto y de la orientación de la acumulación de capital. El crecimiento a largo plazo de una economía está determinado de manera importante por lo que produce y por lo que exporta. Las economías con estructura exportadora muy diversificada tienden a crecer más rápido y de manera más estable que aquellas cuyas exportaciones están muy concentradas en pocos productos y en bienes primarios (commodities).
La estructura productiva de una economía es más propensa a generar un crecimiento alto y sostenido si tiene las siguientes características: 1) producción y exportaciones con capacidad para competir en los segmentos dinámicos de las cadenas globales de valor de los mercados mundiales; 2) producción con una presencia importante y creciente de actividades intensivas en innovación y alta tecnología; y 3) alto grado de interconectividad, de eslabonamientos hacia adelante y hacia atrás (véase Cepal, 2012).
Lo anterior es importante para el diseño, implementación y seguimiento de la política industrial, pero no garantiza que la estructura productiva se transforme de manera que se incrementen la producción y la productividad a largo plazo. Pero descuidar esas características y dejar que la asignación de recursos reales y financieros obedezca sólo a las fuerzas del mercado es una receta para el desastre. Es necesario considerar otros factores que condicionan el efecto de la política industrial en el crecimiento económico. Entre ellos el marco institucional, la reacción de la inversión privada a los incentivos y reglas, el acceso a recursos financieros, la conducción de la política macroeconómica y la posible incidencia de perturbaciones externas en los términos de intercambio o en mercados claves. El contexto histórico y sociopolítico es importante, y si el diseño de la política industrial ignora estos factores pueden surgir complicaciones y la implementación de la política puede ser irrelevante o bien nociva.
Existe un creciente consenso sobre la necesidad de aplicar una política industrial, pero no sobre en qué consiste y cuáles son sus objetivos e instrumentos. Históricamente, el tema de la política industrial ha provocado reacciones viscerales y polarizadas en América Latina; de ser pilar central de la agenda de desarrollo en la posguerra, las reformas neoliberales la expulsaron del discurso oficial de la política económica. En la práctica, sin embargo, ello no impidió que los gobiernos de la región y de otras naciones -incluyendo los países ricos- realizaran amplias, variadas y profundas internaciones de política industrial.
La percepción de la política industrial como referencia nostálgica a los regímenes populistas es muy errada. Con la crisis financiera internacional de 2008-2009, la política industrial entró de lleno en el discurso tanto académico como político. Y más allá del debate, es un instrumento importante de la política económica de numerosos países. La Unión Europea, Estados Unidos y otras potencias económicas han lanzado ambiciosas iniciativas para impulsar sus sectores manufactureros.
Como ejemplo de la reivindicación de la política industrial tenemos el discurso del Primer Ministro del Reino Unido, David Cameron: “[se requiere] un enfoque más moderno y estratégico para mantener y desarrollar nuestra ventaja competitiva global” (...) “lo que yo llamo una estrategia industrial” (…) [para apoyar] “a aquellas industrias que cuentan con una ventaja competitiva” y fomentar “industrias con altas perspectivas de crecimiento futuro”. El político añadió que una estrategia industrial moderna y exitosa radica en “el poder de convocatoria del gobierno…” para “posicionar nuestros sectores claves de modo que tengan la mejor oportunidad de ganar en la competencia mundial” (The Telegraph, 2012).
Ejemplo adicional es el compromiso explícito del gobierno japonés para “implementar programas y políticas con el sector privado para fomentar el sector de manufacturas como reacción a políticas industriales cada vez más agresivas de los Estados Unidos, Gran Bretaña, China, Francia” (The Economist, 2010). En Estados Unidos, igualmente, la política industrial ha sido y sigue siendo aplicada con vehemencia, si bien bajo otro nombre y sin bombos ni platillos. La reacción de la administración de Barak Obama a la crisis del 2009, con la puesta en marcha de vastos programas de apoyos y subsidios a la industria y al sistema financiero es otro claro ejemplo.
Numerosos factores explican este retorno de la política industrial a la agenda del mundo desarrollado. La crisis reciente le dio amplio reconocimiento como herramienta para proteger el empleo y para estimular la demanda interna. También contribuye a impulsar tecnologías de producción menos contaminantes y el uso más eficiente de energía para competir en la “economía verde”. China e India utilizan sin tapujos la política industrial. En síntesis: “la verdad es que todo el mundo utiliza la política industrial, algunos con más éxito y más abiertamente que otros” (Ciuriak y Curtis, 2013).
Mitos y desafíos de la política industrial
El mito de que la mejor política industrial es la que no existe refleja la visión ortodoxa de que dicha política es fuente de distorsiones e ineficiencias y, por lo tanto, debe evitarse.1
El eslogan tiene una raíz ideológica pero no analítica ni histórica sólida. Cuando se acuñó, México mismo aplicaba una política industrial de fomento a la maquila. Como se reportó, las reformas de mercado eliminaron la política industrial tradicional, sus programas y subsidios. Mediante decretos y normas persistieron en apoyar a la industria maquiladora, es decir, a aquella basada en exportaciones intensivas de mano de obra escasamente calificada y en el uso de bienes intermedios importados. Se añadieron algunas políticas para consolidar las grandes empresas exportadoras de México dándoles incentivos fiscales a la importación de insumos y materias primas, siempre que se incorporaran en productos a ser pronto reexportados. Esta política industrial persistió y en gran medida sigue vigente hoy en día, y ayudó al auge de exportaciones de la maquila, con muy poco valor agregado localmente.
El consenso teórico es que los defectos y las fallas del mercado justifican intervenciones de política pública en la asignación de recursos. Hoy en día su uso se justifica, sujeto a las consideraciones siguientes: externalidades positivas, política comercial estratégica, industrias incipientes, fallas de coordinación,2 y la ausencia o inexistencia de mercados.
Las externalidades positivas se presentan cuando el suministro o disponibilidad de ciertos bienes y servicios genera beneficios para la sociedad en su conjunto que exceden los beneficios para la empresa que los produce. En estos casos, el mercado por sí solo no garantiza un suministro socialmente adecuado de dichos bienes y servicios. Por ejemplo, una empresa que intenta innovar asume los costos de la innovación por sí sola, pero los beneficios del conocimiento pueden ser fácilmente acumulables frente a sus competidores actuales y futuros. Sin la intervención directa de los gobiernos, el “suministro” de la innovación será menor que el beneficio social que implicaría. El beneficio neto marginal privado es mucho menor que el marginal social.
Es pertinente implementar políticas comerciales e industriales estratégicas en industrias con rendimientos crecientes a escala para ganar cuotas de mercado mayores y de mayor escala de producción, así como reducir los costos medios de producción para mejorar la competitividad. El respaldo directo del gobierno se justifica por dos motivos: entrar primero en nuevos mercados y expadir la escala de su producción. Asimismo, dado que otros países promueven la competitividad internacional de sus empresas mediante política industrial, hacer lo propio redunda en mayores beneficios. La política industrial también puede justificarse para ciertas industrias nacientes, en tanto que los avances en la productividad distan mucho de ser lineales y tienen una ganancia acumulada casi exponencialmente gracias al “aprender sobre la marcha”. (learning by doing). En ausencia de políticas de fomento de protección temporal, industrias incipientes no pueden alcanzar fases de alta productividad en las que se exploten plenamente los beneficios. Este argumento tiene escasa aceptación en nuestro país, pues tiende a asociarse con experiencias fallidas anteriores, y la leyenda negra de la sustitución de importaciones. Si bien hubo errores en la aplicación de la política industrial, Rodrik (2008) concluye: “es difícil identificar casos de éxito en la conformación de actividades de exportación no tradicionales en América Latina y Asia que no hayan recibido apoyo del gobierno en algún momento”.
Lin (2010), entonces economista principal del Banco Mundial, señaló:
Las economías en desarrollo están plagadas de fallas de mercado, que no se pueden ignorar o tratar de corregir simplemente por temor a los fracasos del gobierno. Y como han demostrado los historiadores económicos, muchos de los países hoy desarrollados deben una porción sustancial de su progreso a la aplicación sistemática de políticas industriales para proteger su fabricación nacional bajo la lógica de la industria naciente.3
Las fallas de coordinación suponen la incapacidad del mercado para garantizar la acción conjunta de las empresas privadas en situaciones en las que no sería rentable actuar en forma aislada, por ejemplo en la inversión, pero sí sería enormemente rentable invertir de manera coordinada. Por ejemplo, en numerosos países pobres la inversión fragmentada de empresas privadas individuales no es suficientemente rentable. Así, los resultados individuales sumados serían insuficientes para evitar el crecimiento económico lento, a menos que el gobierno coordine la inversión para garantizar los beneficios de las economías de escala y romper ciertos mercados oligopólicos.
Otro mito es que la política industrial debe limitarse a la aplicación de las denominadas políticas horizontales. Es decir, no recurrir a iniciativas que discriminen o estimulen explícitamente ciertas industrias en detrimento o favor de otras. Sin embargo, salvo en el caso de políticas muy básicas como reducir el burocratismo, ninguna política horizontal ejerce la misma influencia sobre las distintas empresas e industrias. Las políticas de apoyo a la innovación afectan de manera más positiva a las industrias de alta tecnología y basadas en el conocimiento que a otras cuyos procesos de producción dependen de salarios bajos y utilizan mano de obra poco calificada.
Lo mismo ocurre con otra política horizontal de uso frecuente, la depreciación acelerada del capital de inversión con fines impositivos. Sus efectos no son uniformes pues dependen de la relación entre el capital y el trabajo de cada empresa. Otras políticas horizontales, como la depreciación del tipo de cambio o la reducción de aranceles, también tienen efectos heterogéneos sobre las diferentes empresas, según produzcan bienes y servicios transables o no transables.
Un mito adicional es que la política industrial es cooptada por grupos de interés y, por ende, se vuelve fuente de prácticas corruptas y de explotación de rentas. Lo mismo pasa con programas sociales, como Oportunidades y otras transferencias condicionadas, que podrían utilizarse con fines políticos. La solución no es evitar una política, sino diseñar mecanismos eficientes de transparencia, supervisión y rendición de cuentas para evitar que sea cooptada por intereses creados. Los incentivos de las políticas industriales deben ser temporales, transparentes y evaluados a partir de criterios de desempeño medibles y definidos a priori.
Un mito más es que la política industrial tiene el defecto original de “elegir triunfadores”, lo que gobiernos no pueden hacer mejor que el mercado. Como recuerda Rodrik (2000) la política industrial no pretende elegir ganadores sino inducir un proceso de experimentación y descubrimiento con incentivos diversos cuya premisa fundamental es “descartar a los perdedores”.
El problema de otorgar incentivos o protección a industrias incipientes no es elegir equivocadamente a algunos beneficiarios sino prolongar demasiado el apoyo. El desafío es evitar que dichos incentivos sean arbitrarios, permanentes, poco claros o contradictorios. Dadas las fallas y ausencias del mercado, las intervenciones de políticas diseñadas correctamente mejoran el funcionamiento general de la economía, aun si se cometen errores. Algunos que critican la política industrial por la supuesta incapacidad del Estado para “elegir triunfadores” apoyan políticas sociales, como las transferencias monetarias condicionadas, que suponen que el Estado tiene la capacidad de elegir “perdedores” a nivel individual o familiar.
Otro mito, relevante para México, es que la política industrial poco puede hacer dados los compromisos internacionales impuestos por el TLCAN y los firmados con la Organización Mundial de Comercio. Es cierto que existen limitaciones clave como la prohibición de barreras comerciales y de subsidios directos a las exportaciones, así como requisitos sobre inversión extranjera directa y contenido de origen nacional. Aun así tiene un amplio margen de maniobra para contribuir a la transformación estructural de la economía mediante incentivos financieros y fiscales para impulsar sectores o actividades específicas. Por ejemplo, programas de integración de cadenas de valor; impulso a la investigación e innovación; políticas de compra de productos nacionales en las adquisiciones y contratos públicos, y uso de recursos fiscales y financieros para construir capacidades técnicas y educativas en la fuerza laboral (véase Cardero, 2012). También puede fortalecer clústeres industriales y promover todo lo que conduzca a menores emisiones de carbono y una economía verde. La clave no son los límites que los compromisos internacionales de México imponen a la política industrial, sino la voluntad política y la fortaleza financiera y fiscal necesarias para implementar esa política industrial y promover el desarrollo económico con igualdad.
Se debate si la política industrial debe limitarse a fortalecer las ventajas comparativas existentes o estimular la creación o acumulación de nuevas ventajas comparativas. Inclusive en el primer caso, la política industrial puede inclusive numerosas medidas partiendo de una simplificación normativa, reducir los costos de transacción y fortalecer industrias con ventajas competitivas comprobadas. Esta posición rechaza las intervenciones cuyo objetivo es generar nuevas ventajas competitivas. Pero además, las economías que inician una trayectoria de desarrollo robusto de largo plazo son precisamente aquellas cuyas ventajas competitivas no permanecen congeladas. Las mejoran sistemáticamente en un intenso proceso de creación-destrucción, reinventando su capacidad para ingresar a eslabones nuevos y tecnológicamente complejos de cadenas de valor en los mercados mundiales. Logran crear eslabonamientos muy significativos entre las empresas que participan activamente en los mercados de exportación y sus proveedores locales, y la mano de obra barata no es su principal ventaja comparativa. Un mito más es que una política industrial garantiza la transformación de la estructura productiva y lleva al crecimiento económico alto y sostenido. No necesariamente, ya que otros factores, endógenos y exógenos, también determinan el crecimiento de una economía. Lo cierto es que resulta poco probable elevar el crecimiento de largo plazo sin una política industrial activa, concertada entre los actores económicos relevantes: el gobierno, el sector privado y el sector laboral. Todo ello, sobra decir, pre supone un compromiso político firme con una agenda de desarrollo de largo plazo con metas muy claras y medibles en diversos aspectos del desempeño, muy en especial en el de formación bruta de capital fijo -pública y privada- en sectores específicos.
Reflexiones finales
La política industrial es selectiva por naturaleza, ya que elige fomentar explícitamente algunas actividades con el objetivo de transformar estructuralmente la economía para propiciar el desarrollo de largo plazo. Como se señaló buena parte de las objeciones más comunes a su aplicación se basan en una serie de mitos cuyo fundamento es analíticamente muy frágil, aunque ideológicamente potente en tanto buscan oponerse a la regulación e intervención del Estado en la economía. La crisis financiera internacional de 2008-2009 debió demostrar cuán errada es esta posición. En tanto mercados clave tiene fallas cruciales en su funcionamiento o simplemente no existen, la política industrial y, en general, la política pública de regulación e intervención tiene amplio potencial la beneficiar a la sociedad en conjunto.
El gobierno es responsable de que sus intervenciones en la economía tengan una perspectiva u horizonte más largo que las del sector privado respecto a la agenda de desarrollo del país. Ello le exige diseñar y aplicar una política económica en particular para lograr a grandes rasgos una evolución deseable de la inversión, del empleo, de la estructura productiva y de la actividad económica manteniendo la estabilidad de ciertos balances macro y una distribución del ingreso ética y funcionalmente adecuada. En este empeño debe contar con una estructura fiscal robusta y capaz de intervenir de manera contra cíclica para reducir los efectos adversos de las perturbaciones externas en la producción y el empleo. Y tiene la posibilidad y obligación de aplicar una política industrial en coordinación con el sector privado para propiciar la transformación estructural de la economía para el desarrollo.
El gobierno de Peña Nieto ha admitido la necesidad de implementar una política industrial para promover el crecimiento económico, lo que abrió el debate en el país sobre lo que debe ser una política industrial moderna en el actual contexto mundial de incertidumbre y debilidad económica. Cabe reconocer los avances, incluyendo el énfasis en la necesidad urgente de crear eslabonamientos más fuertes, hacia adelante y hacia atrás, entre las exportaciones y el resto de las actividades productivas para impulsar el crecimiento económico y los mercados internos de México.
A pesar de avances como la aprobación de la Ley de Competitividad, y la creación del Comité Nacional de Productividad y de la Unidad de Productividad Económica de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y de un renovado discurso oficial a favor de una política industrial, poco se ha logrado en la práctica en los últimos tres años. El incremento de los niveles de pobreza y la aguda desigualdad, aunadas al deterioro del mercado laboral -reflejado en el incremento del índice de pobreza laboral-, son síntomas de un mercado interno debilitado. La vasta mayoría de instancias oficiales han obstaculizado los esfuerzos por elevar el salario mínimo al monto suficiente para cubrir las necesidades básicas que establece la Constitución; alza que era una oportunidad inmejorable para democratizar la productividad. Mientras, se multiplicaron las declaraciones oficiales achacando el lento crecimiento a la baja productividad.
Cabe resaltar que en 2013-2015 la inversión pública cayó en términos reales, al punto que hoy en día su monto como proporción del PIB alcanza su registro más bajo desde los años cincuenta. La contención presupuestal de 2015 ante la caída de los ingresos petroleros -todavía pilar de las finanzas públicas por la falta de una reforma fiscal profunda-, es un pésimo augurio para la inversión pública. El financiamiento a la actividad productiva sigue siendo escaso, así como los recursos para la investigación y el desarrollo. Tampoco hay evidencia de que en la práctica exista una política industrial nacional con los recursos y apoyos políticos necesarios. Mientras tanto, algunas entidades federativas están más avanzadas en la definición y aplicación de una nueva política industrial que la misma Secretaría de Economía.
La reciente depreciación del tipo de cambio real puede favorecer la competitividad de nuestra industria, máxime pues no se ha traducido en presiones inflacionarias. La reforma financiera propuesta por el gobierno tiene trecho por recorrer, en particular para fortalecer la banca de desarrollo y dinamizar el crédito a la inversión a actividades productivas.
En consecuencia, en México, la agenda de desarrollo debe incluir políticas orientadas a elevar la inversión y competitividad de la manufactura en los mercados nacional y mundial. Para mayor detalle dichas políticas para transformar la industria manufacturera mexicana deben considerar los siguientes objetivos: 1) insertarse cada vez mejor en los nichos más dinámicos del mercado externo -sobre todo en Estados Unidos, China y países seleccionados de Asia-, basando su competencia en intensidad de conocimiento y no en bajos salarios; 2) generar eslabones fuertes y significativos con proveedores nacionales para aumentar el contenido local, el valor agregado y con ello impulsar al resto de la economía, y 3) contribuir a ampliar el mercado interno con más y mejores empleos. Esto cobra relevancia tras la crisis financiera internacional de 2008-2009. La subsecuente desaceleración del comercio mundial ha vuelto inviable toda estrategia de crecimiento que -como México posTLCAN- contemple que la exportación será un fuerte motor de expansión de la actividad productiva total.
Coincidimos con lo que afirmó el secretario de Hacienda en diciembre de 2015, en cuanto a que México no ha dado la transición de un modelo maquilador al de una verdadera industria basada en la generación de valor agregado. Lograrlo requiere de una nueva política industrial. Seguimos esperando.