1. Introducción
La crisis de la deuda latinoamericana de la década de los ochenta debilitó severamente las economías nacionales, llevándolas a un largo periodo de inflación creciente. En la década de los noventa, los gobiernos, incapaces de resolver la crisis, y presionados por el arreglo emergente del Consenso de Washington, se sometieron al ajuste estructural, así como a las reformas propugnadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Dichas reformas permitieron la privatización y la liberalización comercial y financiera, aunque no lograron retomar los niveles de crecimiento del periodo anterior (1950-1980). De hecho, las tasas de crecimiento per cápita de la región no superaron el 1%, mientras que la desigualdad y la financiarización se profundizaron (Bresser-Pereira, 2018).
En Brasil, el gobierno de Fernando Collor (1990-1992) marcó el abandono de las políticas desarrollistas y la introducción de reformas que apuntaban a abrir el mercado interno, dando un giro neoliberal en el país. Como tal, el “neoliberalismo” puede caracterizarse como un proceso histórico informado por una concepción teórico-práctica de la economía y la sociedad, que entiende el bienestar como resultado de la garantía de las libertades individuales y del mercado (Dardot y Laval, 2014). Para lograrlo, el papel del Estado es asegurar el arreglo institucional que haga viables estas libertades, derechos de propiedad y defensa. La acción estatal debe restringirse a áreas en las que el mercado no es capaz de satisfacer la demanda (es decir, agua, educación, seguridad, protección ambiental y salud). A partir de la década de los setenta, las políticas económicas de los países occidentales se vieron fuertemente influenciadas por esta concepción, a través de desregulaciones, privatizaciones y reducción de la provisión estatal en áreas de interés social (Harvey, 2007). De acuerdo con Araujo y Bresser-Pereira (2018), este proceso neoliberal llegó a Brasil a partir de la década de los ochenta, presentándose como la modernización exigida por un mundo globalizado.
La crisis económica, sumada al fracaso de las reformas neoliberales instituidas por el “Plan Collor”,1 llevaron al impeachment del presidente Collor en 1992. La inflación brasileña sería controlada en 1994 con la creación del Plan Real por parte del nuevo gobierno del sucesor y vicepresidente de Fernando Collor, Itamar Franco (1992-1994). En sus primeros años, el Plan Real logró asegurar la estabilidad inflacionaria, pero fue a partir de 1997, bajo el gobierno de Fernando Henrique Cardoso2 (1995-2002), que sus límites internos y el impacto de las crisis asiática, rusa y mexicana pusieron a prueba reiteradamente la capacidad del real para asegurar la estabilidad a través de la paridad con el dólar en un contexto de escasez de divisas (Saad-Filho y Morais, 2018).
En 1999, la adopción de un nuevo arreglo macroeconómico basado en tipo de cambio flotante, superávit fiscal y metas de inflación -lo que convencionalmente se denomina trípode macroeconómico- estuvo acompañado de la devaluación del real, el aumento de la inflación y, en consecuencia, el mantenimiento de la tasa de interés alta para cumplir con las metas de inflación (Saad-Filho y Morais, 2018). Entre 1999 y 2002, este arreglo no logró retomar el crecimiento rápido y sostenido, pero significó la consolidación de las reformas neoliberales y el surgimiento de un nuevo eje de acumulación financiera: la deuda pública (Bruno, 2011). De hecho, los gobiernos de Collor y Cardoso parecen reflejar una etapa más avanzada del colapso del bloque histórico desarrollista en sus elementos económicos y políticos. El ajuste estructural y las reformas liberalizadoras impuestas a la economía brasileña en la década de los noventa contribuyeron a la destrucción y desarticulación de las políticas macroeconómicas e industriales desarrollistas, así como a la desindustrialización y debilitamiento de las fuerzas sociales y sindicales.
De tal manera que, al llegar al poder en 2003, el Partido dos Trabalhadores (PT) encontró un país con grandes desafíos para el desarrollo. A pesar de haber iniciado su proceso de industrialización y ser una nación de ingreso medio, la economía brasileña estaba profundamente insertada en el sistema financiero internacional en una condición periférica y era incapaz de crecer a los niveles necesarios para reducir la desigualdad. Además, el debilitamiento de las fuerzas sociales (sindicatos y movimientos populares) y el fortalecimiento de nuevos grupos de interés vinculados al mercado financiero representaron el surgimiento y consolidación de un nuevo bloque de poder con intereses heterogéneos y contrapuestos a lo largo de los gobiernos del PT (De Oliveira, 2015).
En las últimas dos décadas, las experiencias argentina y brasileña fueron descritas y sus limitaciones delineadas por economistas y sociólogos críticos de inspiración neodesarrollista. Costantino y Cantamutto (2017), por ejemplo, sitúan el neodesarrollismo en Argentina como una respuesta del propio bloque de poder para contener la crisis del modelo neoliberal catalizada por el fin de la Convertibilidad en 2001. Es decir, un proceso de construcción hegemónica liderado por industriales y presentado como programa progresista posibilitado por concesiones reales -por convicción o necesidad- capaz de sumar diferentes grupos sociales al proceso (Costantino y Cantamutto, 2017; Katz, 2014). Por su parte, Bresser-Pereira (2018) utiliza el término neo-desarrollismo para rechazar el ensayo insuficientemente desarrollista intentado por los gobiernos del PT (2003-2016).
Si bien el desarrollismo clásico se gestó en el contexto de la lucha por la hegemonía entre Estados Unidos y la Unión Soviética, tras la Segunda Guerra Mundial, el neodesarrollismo puede entenderse como una respuesta a la crisis de los programas neoliberales en América Latina (Katz, 2006). En términos generales, el neodesarrollismo es un sistema teórico concebido a principios del siglo XXI que se nutre de elementos del desarrollismo clásico y de la teoría poskeynesiana, que puede entenderse en tres ámbitos distintos: la economía política, la microeconomía y la macroeconomía. La economía política aborda cuestiones relacionadas con la organización económica y política del capitalismo, el nacionalismo, las coaliciones de clase desarrollistas y la crítica al imperialismo moderno. La microeconomía, por su parte, se centra en la tasa de beneficio necesaria para estimular la inversión empresarial, adoptando la teoría del valor-trabajo y haciendo hincapié en el crecimiento como resultado de la transferencia de mano de obra a sectores más productivos. A su vez, la macroeconomía neodesarrollista es el ámbito más avanzado y se centra en los cinco precios macroeconómicos principales: tasas de interés, tipo de cambio, ganancias, inflación y salarios (Bresser-Pereira, 2019).
Este trabajo, basado en la macroeconomía desarrollista y desde una clave analítica de la economía política, pretende discutir la experiencia brasileña que se registró entre 2003-2016 y sus límites en la búsqueda del desarrollo económico y en cambios en la estructura económica. Para ello, se analizaron las políticas económicas adoptadas y sus consecuencias.
La primera sección presenta los principales conceptos movilizados por la macroeconomía neodesarrollista para analizar las estructuras económicas de los países de ingreso medio, que han iniciado su proceso de industrialización. Luego, se analiza la experiencia brasileña bajo los gobiernos del PT y sus límites en la promoción de cambios estructurales.
2. Macroeconomía neodesarrollista y obstáculos al desarrollo económico
El neodesarrollismo emerge con elementos de los enfoques desarrollistas de las décadas de los cincuenta y sesenta -que necesitaban actualizarse como propuesta teórica- y como contrapunto al Consenso de Washington (Bona y Wainer, 2021). Sin embargo, a diferencia del desarrollismo clásico que presupone economías pobres y subdesarrolladas, el neodesarrollismo se presenta como un marco teórico para explicar el nivel de crecimiento económico en los países en desarrollo de ingreso medio que han visto interrumpido su proceso de industrialización por la enfermedad holandesa y la dependencia del centro del sistema financiero internacional.
En estas economías, la sobrevaluación del tipo de cambio, la restricción externa y la financiarización representan graves obstáculos para el desarrollo económico. La sobrevaluación cambiaria impide que las empresas eficientes accedan a la demanda; la restricción externa aumenta el costo de ampliar la capacidad productiva y en ocasiones la hace inviable; y la política de altas tasas de interés profundiza la sobrevaluación del tipo de cambio y la financiarización de la economía (Salama, 2019). Ambas situaciones inciden negativamente en la tasa de ganancia y, por tanto, en la inversión, en la expansión de la capacidad productiva y en el crecimiento económico del país.
La sobrevaluación del tipo de cambio es el resultado de la gran entrada de divisas provenientes de las rentas ricardianas de la explotación de los recursos naturales, dinámica denominada enfermedad holandesa (Humphreys et al., 2007; Bresser-Pereira, 2010; Palma, 2014). En economías sin enfermedad holandesa, el tipo de cambio de equilibrio en cuenta corriente es equivalente al equilibrio de precios relativos, es decir, sigue la tendencia a igualar las tasas de ganancia de todos los sectores de la economía. Por otro lado, en las economías con enfermedad holandesa, el tipo de cambio de equilibrio en cuenta corriente está sobrevaluado debido a las exportaciones de productos con rentas ricardianas (generalmente commodities). Esta sobrevaluación, a pesar de mantener el equilibrio en la cuenta corriente, es incompatible con la tasa de ganancia de las empresas que cuentan con tecnología avanzada y son competitivas internacionalmente en términos de producción, contribuyendo así a la interrupción del proceso de industrialización de estas economías. A diferencia de la apreciación del tipo de cambio provocada por los flujos de capital, que es coyuntural y comúnmente asociada a una tasa de interés alta, la enfermedad holandesa es una causa estructural. De tal manera que, cuando no se neutraliza, es un obstáculo permanente para la industrialización, el desarrollo de la técnica, el aumento de la productividad y de la renta per cápita y para el desarrollo económico (Bresser-Pereira et al., 2016).
La macroeconomía neodesarrollista es el resultado de la contribución de varios investigadores a lo largo de la década de 2000 y recopilada en el libro Macroeconomia desenvolvimentista: teoria e política econômica do novo desenvolvimentismo (Bresser-Pereira et al., 2016). En esta clave teórica se clasifican cinco precios como macroeconómicos y centrales para el funcionamiento de la economía: tipo de cambio, tasa de interés, salarios, tasa de inflación y tasa de ganancia. A partir de estos precios y del diagnóstico de los obstáculos estructurales al desarrollo económico de las economías subdesarrolladas de ingreso medio, se propone un conjunto de políticas alternativas a las señaladas por la ortodoxia liberal. Las principales diferencias residen en las proposiciones sobre política monetaria, cambiaria y fiscal, así como en las medidas para el control de la inflación, los déficits en cuenta corriente y la neutralización de la enfermedad holandesa. También forman parte de la propuesta neodesarrollista las políticas sociales y redistributivas que permitan un crecimiento económico sostenido con inclusión social a través del aumento del salario mínimo, del mercado interno y de la inversión en salud, educación, transporte y servicios públicos (Sicsú et al., 2007; Bona y Wainer, 2021).
En oposición a la ortodoxia liberal, el neodesarrollismo aboga por mantener la tasa de interés en un nivel relativamente bajo, una política cambiaria competitiva y una política fiscal que, a pesar de ser responsable, también tenga elementos contracíclicos (Bresser-Pereira et al., 2016). Además, la política de crecimiento con ahorro externo se entiende como una política de déficit en cuenta corriente, dado que en estos países se traduce en un aumento del consumo y no de la inversión, lo que genera endeudamiento externo y crisis de balanza de pagos. En cambio, se adopta la búsqueda de superávits corrientes vinculados a la neutralización de la enfermedad holandesa (Bresser-Pereira y Gala, 2008).
A pesar de la libertad política que tienen los gobiernos, ya sea por restricciones financieras e institucionales del orden internacional o por la hegemonía ideológica del neoliberalismo, Brasil parece haber aceptado la especialización como exportador de commodities. De tal manera que, además de la sobrevaloración de la tasa de cambio provocada por la enfermedad holandesa, el valor de la tasa de cambio cayó por debajo de la tasa que garantiza el equilibrio de la cuenta corriente debido a la adopción de políticas que valoran la moneda y que son comúnmente recomendadas por economistas ortodoxos (Bresser-Pereira et al., 2016). Así, las políticas de crecimiento con ahorro externo y el anclaje cambiario, adoptados en los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, y el alto nivel de tasa de interés mantenido por los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, al profundizar la apreciación de la tasa de cambio, contribuyeron a la desindustrialización prematura.3
La alta tasa de interés, además de comprimir la tasa de ganancia y la inversión, también está asociada al proceso de financiarización de la economía brasileña. Este cambio se produce en un contexto de jerarquía cambiaria4 en el sistema internacional, en el que las monedas de los países centrales, a pesar de tener una menor prima de liquidez, son consideradas más seguras por los inversores y, por tanto, preferidas en tiempos de incertidumbre, lo que explica la fuga de capitales hacia países centrales. En este contexto, para atraer capitales y tratar de reducir la volatilidad de los flujos financieros, los países menos desarrollados mantienen una tasa de interés más alta, lo que genera una restricción en la política económica. La afluencia de capitales atraídos por la alta tasa de interés, a su vez, profundiza la apreciación de la tasa de cambio provocada por la enfermedad holandesa y, por lo tanto, la trampa de la alta tasa de interés permanece y contribuye, aún más, a la desindustrialización prematura (Oreiro et al., 2020).
Además, en los países en desarrollo con una economía marcada por la financiarización, la acumulación de riqueza comienza a darse, predominantemente, por canales financieros en detrimento de las actividades productivas. Las grandes ganancias financieras promovidas por las altas tasas de interés terminan drenando recursos que se invertirían en la producción (industria, comercio y agricultura) (Bruno, 2011; Salama, 2019; Dowbor, 2017). En Brasil, la enfermedad holandesa y la creciente financiarización de la economía favorecieron a la desindustrialización prematura observada en la década de 2000.
3. Gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva: crecimiento económico y distribución del ingreso sin cambio estructural
En 2002, los efectos de la crisis del real y los resultados excluyentes del neoliberalismo, especialmente el aumento de la pobreza, la desigualdad y el trabajo precario, pusieron de relieve los límites del trípode macroeconómico. La inestabilidad política y económica en un escenario de crecimiento y reconocimiento del PT contribuyó a la elección de Luiz Inácio Lula da Silva, en la segunda vuelta electoral con 61.27%, en disputa contra José Serra (PSDB) con 31.73%. Sin embargo, cuando llegó al poder, el PT encontró una nación con grandes desafíos para el desarrollo: a pesar de haber iniciado su proceso de industrialización y ser un país de ingreso medio, la economía brasileña estaba profundamente insertada en el sistema financiero internacional en una condición periférica y era incapaz de crecer a los niveles necesarios para reducir la desigualdad. Además, el debilitamiento de las fuerzas sindicales y populares, así como el fortalecimiento de los grupos vinculados al mercado financiero, representaría la consolidación de un nuevo bloque de poder, suficientemente estable y con intereses diversos a lo largo de los gobiernos del PT (De Oliveira, 2015).
De hecho, la coalición política que llevó a Lula al poder fue una alianza heterogénea formada por los perdedores del periodo neoliberal. La alianza de estos (Saad-Filho y Morais, 2018) estaba formada por la base de apoyo del PT, es decir, la clase obrera urbana y rural sindicalizada y sectores de la clase media profesional; segmentos de la clase trabajadora informal atraídos por la defensa de la transferencia de ingresos y programas sociales; fracciones de la burguesía nacional que, a pesar de apoyar reformas fiscales, laborales y sociales de orientación neoliberal, se vieron perjudicadas por las altas tasas de interés, la competencia con productos importados, la desindustrialización y la retracción del mercado interno; y por oligarcas de derecha, terratenientes y políticos locales de las regiones más pobres de Brasil, que perdieron influencia política frente a grupos financieros de la macrorregión del sureste que pasaron a llenar espacios por lo general ocupados por la oligarquía tradicional en el Congreso Nacional (Saad-Filho y Morais, 2018; Singer, 2018).
A mediados de 2002, el favoritismo de Lula y su defensa de la ruptura con el modelo neoliberal dieron lugar a un periodo de fuerte especulación, inestabilidad cambiaria y fuga de capitales. Se nota pues, el gran poder económico y político de los grupos financieros que, con el apoyo de los principales medios de comunicación nacionales, presionaron por la garantía de la continuidad del trípode macroeconómico por parte de los candidatos a la presidencia. En ese escenario, el 22 de junio de 2002, en un intento de apaciguar los mercados y asegurar la elección, la campaña de Lula lanzó la Carta ao Povo Brasileiro comprometiéndose con las demandas del capital financiero. A pesar de parecer inicialmente una estrategia de campaña, las propuestas que contenía fueron aprobadas por la Dirección Nacional del PT e incluidas en el programa de gobierno de la Coalición Lula Presidente, marcando así el abandono del programa de reformas estructurales y críticas al neoliberalismo originalmente defendidas por el PT (Singer, 2012; Gontijo y Ramos, 2020; Rodrigues, 2015).
Luego de hacer grandes cesiones a grupos financieros, Lula llegó al poder como una alianza política incapaz de ofrecer un apoyo consistente al gobierno. Este escenario contribuiría al mantenimiento del trípode macroeconómico y de las políticas económicas llevadas a cabo por Cardoso. De hecho, en los primeros años de mandato de Lula, su política económica estuvo marcada por un ajuste fiscal mayor al necesario, la búsqueda de metas de inflación y el aumento continuo de las tasas de interés para ganar la confianza de la burguesía y de los grupos financieros (Bresser-Pereira, 2016). De esta forma, en lugar de emprender las reformas estructurales del Programa Democrático Popular formulado con la clase obrera organizada y defendida por el PT desde la década de los ochenta, el PT puso en práctica el programa defendido por la ortodoxia liberal y un conjunto de políticas sociales con el objetivo de conquistar los sectores más empobrecidos y desorganizados (Singer, 2012; Gontijo y Ramos 2020).
Entre 2003 y 2006, el programa Bolsa Família,5 el aumento significativo del salario mínimo real y la expansión del crédito familiar resultaron en la reducción de la pobreza, la expansión del consumo y en el crecimiento económico a partir de 2004. Esto es lo que se conoció como el “Real de Lula” y fue posible gracias al tipo de cambio extremadamente subvaluado heredado del periodo de Cardoso y el boom de los commodities impulsado por el crecimiento de China (Singer, 2018; Carvalho, 2018). Es a través de la apreciación del real y el mantenimiento de tasas de interés altas, que el gobierno de Lula logró conciliar el control de la inflación y los intereses del mercado financiero con el crecimiento de la economía, el salario mínimo y las inversiones.
Sin embargo, el abandono de las reformas estructurales, la reforma de pensiones de 2004 y los escándalos de Mensalão6 en 2005 llevaron a la ruptura de una parte de los sectores medios con el PT. Aun así, Lula pudo mantenerse fuerte y ser reelegido gracias a un cambio cualitativo en el perfil de su electorado, que Singer (2018) llamó “movimientos subterráneos”.
[...] hubo un movimiento subterráneo de votantes de muy bajos ingresos, que tienden a permanecer invisibles para los analistas; [...] En el periodo del Mensalão, el gobierno perdió efectivamente una parte importante del apoyo que había brindado desde las elecciones de 2002. En las clases medias, el rechazo se transformó en una clara preferencia por un candidato opositor a la presidencia en 2006. “Entre los brasileños con educación superior, la desaprobación de Lula saltó 16 puntos porcentuales, del 24% en agosto al 40% hoy”, escribe Folha de S. Paulo el 23 de octubre de 2005. Tres meses después, sin embargo, mientras los más ricos, siguiendo el sesgo anterior, optaron masivamente (65%) por el entonces precandidato del PSDB, entre los que tenían un ingreso familiar de hasta cinco salarios mínimos hubo un giro en sentido contrario, con un aumento en los índices de satisfacción con el mandato de Lula (Singer, 2018, p. 16).
En 2006, Lula fue reelegido tras los escándalos del Mensalão con el imperativo de presentar un mejor desempeño económico capaz de mantener la estabilidad del gobierno del PT y reconstruir su base de apoyo. A partir de ahí, se produjeron cambios en el equipo económico original (neoliberal), con la designación de Guido Mantega7 como ministro de Hacienda y de Luciano Coutinho para la presidencia del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). Sin embargo, el mantenimiento de Henrique Meirelles8 en la presidencia del Banco Central significó la continuidad del régimen de metas de inflación y altas tasas de interés y, por tanto, de la estructura de acumulación inaugurada por el trípode macroeconómico (Bresser-Pereira, 2016; Saad-Filho y Morais, 2018).
Ya sea porque entendió que era políticamente imposible abandonar la agenda macroeconómica ortodoxa o porque creyó que la permanencia de Meirelles ayudaría a estabilizar su gobierno, Lula optó por introducir iniciativas neodesarrollistas en el marco del trípode macroeconómico, una yuxtaposición que Saad-Filho y Morais (2018) denominaron neoliberalismo desarrollista y Bresser-Pereira (2016) catalogó de social-desarrollismo. Entre las políticas adoptadas, destaca el lanzamiento del Programa de Aceleração do Crescimento (PAC) en 2007, que coordinó las inversiones de los sectores público y privado en energía, transporte e infraestructura. El PAC estuvo entonces acompañado de incentivos fiscales para sectores específicos y la expansión del crédito a través de instituciones financieras estatales, especialmente el BNDES.
Después de la crisis de 2008, se amplió la inversión pública en educación, salud y vivienda (Bolsa Família y Minha Casa Minha Vida); además se otorgaron importantes aumentos salariales. Sin embargo, la política contracíclica fue limitada, dado que el Banco Central continuó elevando las tasas de interés hasta enero de 2009, lo que contribuyó al estancamiento del PIB brasileño y a la caída de la producción industrial (Carvalho, 2018; Bresser-Pereira, 2016). A pesar de ser significativamente inferior a las tasas de interés practicadas entre 2002 y 2006, durante todo el segundo gobierno de Lula, la tasa de interés básica de la economía brasileña (Selic)9 se mantuvo alta, incluso en un escenario de control inflacionario. La reducción más significativa tuvo lugar en 2009, cuando alcanzó el 8.50% en una respuesta contracíclica a la crisis de 2008.
La alta tasa de interés y la no neutralización de la enfermedad holandesa apreció aún más el real, que llegó a US$1.7010 en diciembre de 2010. Independientemente del grado de conciencia, al mantener la tasa de interés básica elevada y la cuenta de capital abierta, el país administró el tipo de cambio. En este contexto, como señalan Bresser-Pereira y Gala (2008), no se aplican las categorías de régimen de tipo de cambio fijo o flotante. Esto se debe a que, al favorecer el arbitraje mediante la política monetaria y los flujos de capital flexibles, el gobierno gestionó el tipo de cambio a la baja (apreciándolo) durante el periodo analizado. A su vez, la Selic en niveles altos representó entonces un obstáculo para las actividades productivas al dificultar el acceso al crédito y drenar recursos debido a su alta rentabilidad. Además, la alta tasa de interés asociada a la no neutralización de la enfermedad holandesa redundaría, en el mediano plazo, en la compresión de las ganancias y la competitividad de las empresas nacionales.
Entre 2003 y 2010, el gobierno de Lula logró mantener las altas tasas de interés deseadas por el mercado financiero, sustentar las ganancias de la burguesía industrial y elevar el salario mínimo, el acceso al crédito y el consumo masivo. Esto, sin embargo, a expensas de un intento más robusto de cambio estructural en el régimen de acumulación establecido por el trípode macroeconómico. Por fin, esta conciliación de intereses en conflicto sólo fue posible mientras duró el crecimiento económico impulsado por el aumento de la demanda china de commodities y la inversión pública, y ya en el primer gobierno de Dilma Rousseff este arreglo daría muestras de desgaste.
4. Gobiernos de Dilma Rousseff: obstáculos y límites al desarrollo brasileño
El periodo de Lula estuvo marcado por la distribución del ingreso, la disminución de la desigualdad y los aumentos significativos en el salario mínimo real, que se reflejaron en la gran popularidad de Lula. Sin embargo, si por un lado la sobrevaluación del real permitió elevar el salario mínimo y controlar la inflación en un escenario de crecimiento económico, también explica la pérdida de competitividad de la industria nacional y la insostenibilidad del modelo de crecimiento del periodo. La alta apreciación del tipo de cambio hizo inviables empresas industriales nacionales que, a pesar de contar con el estado del arte de la tecnología mundial, no pudieron competir en el mercado internacional debido a la distorsión de precios promovida por el tipo de cambio sobrevaluado. Además, el aumento del salario mínimo real, no acompañado de ganancias de productividad, comprimió la tasa de ganancia, mientras que la alta tasa de interés elevó los costos asociados a las inversiones y se consolidó como un nuevo eje de acumulación, más atractivo y rentable que el sector productivo.
En un contexto de tipo de cambio extremadamente valorado y pérdida de competitividad en la industria, Dilma Rousseff llegó al poder sin apoyo político para impulsar la necesaria depreciación de la moneda, que en ese momento superaba el 50%. En un intento de atender las demandas de la coalición productivista (integrada por la clase obrera organizada y empresarios industriales), que desde 1990 denunciaba el proceso de desindustrialización, este gobierno adopta la agenda defendida por la Federación de Industrias del Estado de São Paulo (Fiesp). En 2011, la mandataria abandonó el trípode macroeconómico e inauguró la nueva matriz macroeconómica, o Agenda Fiesp, realizando exenciones de impuestos, reducciones de la tasa de interés (del 12.25 al 7.25%), ampliación de líneas de crédito y devaluaciones del real (Carvalho, 2018; Singer, 2015; Bresser-Pereira, 2016).
Si bien la nueva matriz logró producir una aceleración temporal del crecimiento económico entre agosto de 2012 y marzo de 2014, a partir del segundo trimestre de 2014 el ritmo de crecimiento colapsó (véase Figura 1). Esto se debió a la continua disminución del retorno sobre el patrimonio (ROE), que se tornó negativo en términos reales en 2014 (véase Tabla 1). El sector industrial fue el más afectado por la compresión del ROE promovida por la caída de la tasa de ganancia. Entre las principales causas se encuentran el aumento de los salarios por encima de la productividad laboral y la sobrevaluación del tipo de cambio, que impidió trasladar el aumento de los salarios a los precios de los productos industriales debido a la competencia de productos importados (Oreiro, 2017).
Año | ROE (%) | Selic (%) |
---|---|---|
2010 | 16.5 | 9.8 |
2011 | 12.5 | 11.7 |
2012 | 7.2 | 8.5 |
2013 | 7.0 | 8.2 |
2014 | 4.3 | 10.9 |
Fuente: Rocca (2015) apud. Oreiro (2017, p. 79).
Por otro lado, la alta rentabilidad de la Selic contribuyó a que cada vez más los recursos se destinarán a actividades financieras en detrimento de las actividades productivas. Así, a partir de 2011, fue posible observar una reducción del valor agregado de la industria en el PIB brasileño, que pasó del 23.1 al 18.35%11 en 2016 (véase Figura 2). El proceso de desindustrialización también se reflejó en la participación de la industria en el empleo informal, que pasó de 24.4% en 2011 a 20.8%12 en 2016.
Mientras que bajo el gobierno de Lula la inversión pública fue fundamental para el crecimiento económico, las exenciones de impuestos y los recortes de gastos realizados por Dilma no lograron el mismo resultado. Las reducciones de tasas de interés, además de no ser suficientes para retomar la inversión en la industria, junto con la expansión del crédito otorgado por el Banco do Brasil y la Caixa Econômica Federal, terminaron afectando los márgenes de los bancos privados, siendo criticadas por los representantes del mercado financiero y analistas (Oreiro y D’Agostini, 2017). Además, en un escenario de crecimiento de las importaciones manufactureras y de caída radical de la tasa de ganancia de la industria, la devaluación del 20% del tipo de cambio no fue suficiente para restaurar la inversión y la competitividad de la industria nacional (Bresser-Pereira, 2016).
Todavía en 2013, los industriales que antes abogaban por la nueva matriz macroeconómica empezaron a abandonar progresivamente el apoyo al gobierno. El proceso de desindustrialización prematura y la financiarización de la economía brasileña significó que la parte restante de la burguesía industrial tuviera intereses duales: tanto en las políticas que favorecen la producción como en las que favorecen la búsqueda de rentas (Singer, 2015). No es de extrañar, entonces, que cuando la Agenda Fiesp no dio los resultados esperados, esta burguesía se alineó con los intereses de los intermediarios financieros y de los bancos -que también eran sus intereses-. Así, ante la presión del mercado financiero, aún en 2013, la tasa de interés de la deuda pública volvería a subir y, a partir de ahí, Dilma abandonaría la nueva matriz económica en favor del trípode macroeconómico.
En 2014, luego de ser reelegido por un estrecho margen, el PT tuvo que enfrentar la desaceleración de la economía china y la caída de los precios de las materias primas, factores que vieron sus impactos exacerbados por la desindustrialización. La recesión brasileña que comenzó ese año fue, sin embargo, también resultado de una contracción de las inversiones productivas debido a la baja demanda y al endeudamiento de familias y empresas en gobiernos anteriores (Oreiro, 2017; Oreiro y D’Agostini, 2017). Dowbor (2017) señala que las altas tasas de interés practicadas en Brasil en los años 2000 jugaron un papel central en esta desaceleración de la economía, dado que los recursos que debían financiar las actividades productivas estaban siendo drenados por el mercado financiero a través del endeudamiento público y privado.13
En su segundo mandato, Rousseff acabó sucumbiendo a las presiones del mercado financiero al nombrar al banquero Joaquim Levy como ministro de Hacienda, abandonando el mantenimiento de los programas sociales y los niveles de trabajo e ingresos defendidos a lo largo de su campaña (Dowbor, 2017). Las exenciones tributarias, junto con la alta tasa de interés y la desaceleración económica, llevaron a un aumento de la deuda pública. A pesar de la reducción en el crecimiento del gasto público en 2015, la deuda pública aumentaba y se drenaba más dinero de las inversiones públicas hacia el rentismo. Aun así, la narrativa del exceso de gasto público ganó fuerza en los medios nacionales y contribuyó a la defensa del recorte de inversiones públicas. Los efectos de la ofensiva ideológica neoliberal reflejada por los medios nacionales se potenciaron con el empeoramiento de las condiciones objetivas de la economía y crearon las condiciones para el golpe en 2016.
5. Reflexiones finales
Los dos primeros gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva estuvieron marcados por la reducción de las desigualdades y las políticas sociales y redistributivas. En este periodo, el crecimiento económico fue posible gracias al aumento de la demanda china de commodities, la expansión del crédito y la inversión pública en programas como el PAC, Bolsa Família y Minha Casa Minha Vida (Carvalho, 2018). Por otro lado, el aumento del salario mínimo real por encima de la productividad y el control de la inflación sólo fueron posibles debido a la continua apreciación del real promovida por la no neutralización de la enfermedad holandesa y la alta tasa de interés (Bresser-Pereira, 2016). Bajo este arreglo, Lula pudo conciliar los intereses del mercado financiero, la burguesía industrial y los trabajadores. El mantenimiento del trípode macroeconómico y, en particular, la alta tasa de interés aseguraron las ganancias de los rentistas, mientras que las políticas sociales, redistributivas y de expansión crediticia, además de permitir mejorar las condiciones de vida de millones de familias que ascendieron a consumo masivo, compensaron la pérdida de competitividad de la industria brasileña en el mercado internacional resultante de la sobrevaluación del tipo de cambio y la alta tasa de interés.
Este modelo de crecimiento económico basado en la conciliación de intereses contrapuestos y el mantenimiento de la ortodoxia liberal del trípode macroeconómico resultó insostenible a medio plazo. Al mantener el tipo de cambio sobrevaluado y la tasa de interés alta, el modelo representó un fuerte obstáculo para la industria y el desarrollo nacional. Inicialmente, el tipo de cambio sobrevaluado imposibilitó el acceso al mercado internacional de empresas eficientes y, a partir de 2011, luego de sucesivos aumentos del salario mínimo real por encima de la productividad y la fuga del mercado nacional a las importaciones, representó la compresión de la tasa de ganancia de la industria brasileña que se vio en la imposibilidad de subir los precios frente a la competencia de los productos importados (Oreiro, 2017). Por otro lado, la alta rentabilidad de la tasa Selic acompañada de la compresión de la ganancia y del retorno de la inversión profundizaron el proceso de financiarización de la economía brasileña (Bruno, 2011).
El tímido ensayo desarrollista inaugurado por la nueva matriz macroeconómica de la primera administración Dilma se mostró incapaz de contener el proceso de desindustrialización y financiarización en marcha. Las devaluaciones cambiarias y la reducción de las tasas de interés no fueron suficientes para retomar las inversiones de la burguesía industrial, que después de más de una década bajo el trípode macroeconómico ya tenía una doble condición de industriales y rentistas (Bresser-Pereira, 2016; Singer, 2015). En 2013, luego de que la nueva matriz no diera los resultados esperados y bajo la presión del mercado financiero -y de los industriales-, se elevó la tasa de interés y la política económica volvió a guiarse por el trípode macroeconómico (Singer, 2015). Las exenciones tributarias otorgadas por los gobiernos de Dilma, el bajo crecimiento del PIB y el aumento de la Selic hicieron que el endeudamiento público creciera rápidamente, asegurando así el mantenimiento de la deuda pública como eje de acumulación financiera.
En esta lógica, Bruno y Paulani (2019) afirman que las actuales instituciones asociadas al funcionamiento del capitalismo brasileño fueron construidas con el objetivo principal de atender los intereses de los acreedores nacionales e internacionales. De hecho, a pesar de las diferencias entre los gobiernos de FHC, Lula y Dilma, la orientación marcada por la agenda neoliberal permaneció prácticamente inalterada.
Esto explica, por lo tanto, la enorme apertura financiera, con la falta de control sobre los flujos de capitales internacionales (FHC y Lula), la internacionalización del mercado de valores brasileño (FHC), las concesiones fiscales para los accionistas y las ganancias financieras de los no residentes (FHC), cambios legales para dar mayores garantías a los acreedores del Estado (Ley de Responsabilidad Fiscal del gobierno de la FHC) y del sector privado (reforma de la Ley de Quiebras durante el gobierno de Lula), cambios en el sistema general de seguridad social (INSS) y en los propios regímenes de los funcionarios (gobierno de Lula), y por último, pero no menos importante, la adopción de una receta macroeconómica agresivamente enfocada en el beneficio de la riqueza financiera, basada en la austeridad fiscal y tasas de interés reales absurdamente altas, generalmente las más altas del mundo (FHC y Lula) (Bruno y Paulani, 2019, p. 14).
Este arreglo, iniciado por Collor, consolidado por Cardoso y sostenido a lo largo de los gobiernos del PT, llevó al secuestro final del Estado por la riqueza financiera durante las administraciones de Dilma. En este régimen de acumulación financiado con deuda pública, los intermediarios financieros se volvieron cada vez más capaces de presionar al gobierno, que ahora tiene como principal objetivo la realización de los intereses del mercado financiero. Además, la nueva clase obrera que surgió en los gobiernos del PT era precaria y desarticulada y, por tanto, como señala Singer (2018), no parece verse a sí misma como una clase obrera, adhiriéndose fácilmente a los valores de las élites financieras. Más allá, una parte de la burguesía industrial, si en el pasado tuvo intereses contrapuestos con el mercado financiero y estuvo entre los perdedores del periodo neoliberal, con el avance de la desindustrialización y financiarización de la economía también se volvió rentista.
De tal manera que, a lo largo de los gobiernos de Lula y Dilma, el mantenimiento de la agenda neoliberal reflejada en la adopción del trípode macroeconómico imposibilitó cambios estructurales en la economía y profundizó el proceso de financiarización en curso desde la década de los noventa. Las políticas redistributivas y sociales que bajo los gobiernos de Lula sacaron a millones de personas de la pobreza extrema, bajo los gobiernos de Dilma resultaron insostenibles e insuficientes como promotoras de un crecimiento sostenido. Así, los límites del desarrollo brasileño permanecieron y fueron profundizados por la desindustrialización y por los obstáculos sociales y políticos a la formación de un bloque de poder capaz de sustentar reformas más profundas en la estructura económica y social del país.