“The rationality debate” is one of the main
themes of contemporary philosophy
... The debate has perhaps been more
confusing than clarifying, but at least it
has taught us that human rationalitv is a
multidimensional thing posvessing many
aspecto ...
G. H. v. Wright1
Los icebergs -como a esta altura del conocimiento y difusión de las ciencias naturales ya nadie discutirá- son algo muy distinto de lo que parecen ser a primera vista: la porción emergente constituye sólo la octava parte de su volumen mientras que todo el resto se sustrae a la percepción directa, ocultándose en las profundidades del mar y revelándose en todas sus dimensiones sólo a quienes están dispuestos a sumergirse. Este dato no tendría mayor importancia -excepto para el círculo de los aficionados a la glaciología- si no fuera por el peligro de naufragio que corre cualquier navegante que se niegue a tomarlo en cuenta y a incorporarlo en sus cálculos o intuiciones sobre sus travesías marinas.
Pero, -se preguntará el lector- ¿qué diablos tienen que ver los icebergs con la perplejidad de Javier Muguerza (en lo que sigue: JM)? Creo quemucho. Y ello no sólo porque él mismo utiliza expresamente la metáfora del “iceberg de la racionalidad”.2 Más importante es el hecho de que buena parte de los trabajos incluidos en su libro Desde la perplejidad sugieren que una de las preocupaciones principales del autor es que también en las ciencias sociales o del espíritu tenemos que enfrentamos con un concepto fundamental, a saber, el de la racionalidad, que se asemeja mucho a un iceberg.
Consecuentemente, un objetivo central de la labor filosófica de JM parece ser3 justamente el de advertir a las personas el peligro que se corre al no tornar en cuenta, para la praxis humana, la “parte sumergida” de esta racionalidad; por ello, polemiza infatigablemente con quienes pretenden que también aquí vale el lema what you see is what you get.
En este contexto, no puede extrañar cierta perplejidad provocada por el hecho de que parece más fácil explicar por qué, en las cuestiones sociales o morales, es insatisfactoria la “porción emergente” de la racionalidad que dar cuenta de la “porción sumergida”. Al fin y al cabo, se trata de una de las grandes cuestiones de la filosofía moral con respecto a la cual, por más que se la haya buscado, no se ha encontrado todavía una solución no controvertida, convincente para todos. Sin embargo, a esta lectora, el grado de perplejidad de JM frente al asunto de la racionalidad parece a veces algo mayor de lo que necesitaría ser.
En lo que sigue, y con miras a contribuir a la discusión de la obra de JM, trataré de exponer brevemente sus argumentos en contra de la racionalidad instrumental como racionalidad éticamente suficiente, es decir, en pro de la necesidad de una racionalidad en el sentido de “razón práctica”, diferente de aquella (I), y en contra de una concepción de esta razón práctica como basada en el consenso, sea éste fáctico o hipotético (II); finalmente, presentaré algunas reflexiones sugeridas por la argumentación de JM, con su planteamiento desde la perplejidad (III).4
I. La insuficiencia ética de la racionalidad instrumental
Incansablemente, JM advierte cuán peligroso es para la ética una concepción de racionalidad unidimensional, superficial, basada exclusivamente en consideraciones de eficacia y/o eficiencia.5 El blanco principal de esta polémica son los positivistas tecnicistas que, según JM, son los representantes par excellence del “monoteísmo racional” (DLP 63 l), de “la unilateral hegemonía de la racionalidad científico-técnica” (DLP 678). La amenaza para la ética implícita en su enfoque es una amenaza “a muerte”: porque la ética no es otra cosa que la teoría de la razón práctica. En ella, de lo que se trata es de determinar qué es lo que se debe hacer, en el sentido de cuáles son los fines que se deben perseguir. Por cierto, también en la tecnología -que tal vez podría ser llamada la “teoría de la razón instrumental”- se trata de saber qué es lo que se debe hacer; pero, a diferencia de la ética, el objeto aquí no son los fines de la acción -o interacción- humana, sino los medios que deben emplearse en la persecución de fines ya determinados. A su vez -y ésta parece ser una idea clave en la concepción de nuestro autor-, los dictados de la razón, en cada caso, se determinan aplicando la racionalidad correspondiente. Entonces, para llegar a la ética, en tanto teoría de la razón práctica, se necesita una racionalidad también práctica. La tesis central que, en este contexto, sostiene JM es que esta racionalidad no puede ser reducida a las propiedades que le adscriben los positivistas y que son precisamente las de la mera racionalidad instrumental. Por el contrario:
“es cierto que la ciencia y la técnica -y la filosofía que constituye en nuestros días su condensación ideológica y a la que, para abreviar, llamaremos positivismo- no sólo no coadyuvan a la construcción de [la deseable] ética universal sino que, en un cierto sentido, más bien cabría decir que tienden a excluir su posibilidad... El problema es... que -dado que el ejercicio de la racionalidad vendría a constreñirse, en la interpretación positivista de la misma, al uso deductivo o inductivo de nuestras capacidades racionales- las posibilidades de la razón en lo tocante a la justificación de las acciones humanas quedarían severamente limitadas, puesto que en ningún caso habrían de rebasar los límites del uso científico de la razón... Mas de la racionalidad de los fines mismos ya no habría nada que decir, como no sea negar que exista una racionalidad de los fines, lo que es tanto como negar que exista razón práctica.” (DLP 3 8 1)
El problema de la racionalidad instrumental se hace especialmente patente en la polémica de JM con Jesús Mosterín.6 Según Mosterín, cuando se trata de tomar una decisión acerca de qué es lo que hay que hacer en un caso concreto, la “racionalidad práctica” consiste justamente en tomar en cuenta de igual manera todos los fines eventualmente dados, es decir, otorgarles el mismo peso a todos, cualesquiera que ellos sean, para determinar, no cuál de estos fines habría realmente que perseguir, sino cómo y con cuáles recursos, bajo las circunstancias dadas en la situación concreta, puede perseguirse cada uno de ellos de la manera más eficiente y mejor compatible con la persecución simultánea de (todos) los demás fines.
No puede sorprender que ello no satisfaga a JM. En su opinión,
“la cuestión es que alguno de esos fines -como la libertad individual... o la justicia...- no es un factor más entre otros muchos a tener en cuenta, sino un factor decisivo del que no cabe en ningún caso hacer abstracción dentro de una consideración ética del problema” (DLP 516).
La racionalidad -según Mosterín- no sirve para una tal consideración ética ya que no permite ni prohibe nada. Es decir que puede, por cierto, enseñamos qué es lo que podemos y lo que no podemos hacer, en circunstancias y bajo condiciones determinadas; pero, no puede ayudamos a elegir, de entre lo que podemos hacer, lo que también debemos hacer- a menos que se quiera sostener la tesis según la cual todo lo que se puede hacer está siempre también éticamente permitido. Una vez más, ello provoca la objeción de JM:
“Mas la cuestión, de nuevo, no es que Dios y el diablo nos permitan o prohiban nada, sino que un semejante pueda imponer su voluntad a otro y -esbordando los límites de la razón instrumental hasta llegar a convertirlo en instrumento- servirse de él y despojarle de su kantiana condición de fin en sí mismo y no sólo de medio.”7
En última instancia, JM le reprocha a Mosterín que lo que él llama “racionalidad práctica” no tiene nada que ver con la “razón práctica” en el sentido kantiano, ya que aquella no es otra cosa que la “racionalidad teleológico” de Max Weber, la que JM prefiere llamar “racionalidad mesológica”:8
“La racionalidad teleológico, o racionalidad de los fines que no son sino “medios” para la consecución de otros fines, no parece capaz de hacerse cargo de... fines o valores últimos... Pues el proceso de racionalización habría acabado eclipsando esa otra cara de la razón -llámesela “racionalidad valorativa” (Wertrationalitüt) o como se prefiera- sin la que el mundo de la praxis, en cuanto diferente de la técnica, quedaría sin iluminar y, por lo tanto, abandonado a la irracionalidad.”9
Consecuentemente, para iluminar también este “mundo de la praxis” -es decir, el mundo, ya no de los imperativos hipotéticos o reglas técnicas, sino de los imperativos categóricos- haría falta otro concepto de racionalidad, ya que cualquier intento de derivar la buscada razón práctica de la mera racionalidad estratégica equivaldría al intento de “extraer ex pumice aquam”:
“... por ingeniosos que sean los recursos... a mí me parece que no hay modo de derivar razón práctica de razón estratégica o prudencial...” (DLP 680)
En ningún caso, JM estaría dispuesto a resignarse a la idea de que, por no ser transferible al ámbito de la praxis, la racionalidad ha de quedar reservada para el beneficio exclusivo de la técnica; más bien, insiste en que en ambos mundos se puede rechazar, con igualdad de derecho, el reproche de irracionalidad:
“¿Habrá que declarar irracionales a la ciencia y la técnica por su impotencia para suministramos un criterio con que valorar moralmente nuestros actos? ¿Habrá que reputar de irracional a toda valoración moral sencillamente por la imposibilidad de ajustarla a los criterios de racionalidad suministrados por la ciencia y la técnica?”10
Por lo tanto, en el mundo de la praxis, sobre todo para poder controlar o criticar los resultados del ejercicio de la racionalidad técnica o instrumental, necesitamos un instrumento que sea distinto de ésta pero que, sin embargo, siga siendo racionalidad:
“Es muy probablemente cierto que los males de la razón requieren un “remedio homeopático”; pero el principio de Similia similibus curantur, de que los males de la razón se curan con la razón, podría admitir, y hasta exigir, la introducción de una pequeña pero significativa disimilitud.”11
En realidad, tan pequeña no puede ser esta disimilitud, dado la notoria dificultad de dar cuenta de los rasgos específicos de la racionalidad buscada.
Antes de ver más de cerca la concepción muguerciana de ella, es importante que quede bien claro que la preocupación de JM por la racionalidad de la ética parte de una perspectiva totalmente distinta de la del Tonto hobbesiano con su pregunta acerca de la relación entre moral y racionalidad. Como es bien sabido, para éste, y sus sucesores modernos, el problema básico de la ética es el de la motivación: partiendo de la premisa de que los “humanes” (JM) estamos irremediable e insuperablemente motivados en nuestras conductas por la racionalidad estratégicoinstrumental, y de la idea de que, para los sujetos reales, no tendría ningún sentido una ética demasiado exigente, postulan la coincidencia de los ordenamientos de la ética con (un subconjunto de) los de la racionalidad instrumental.
El objetivo de JM, en cambio, es otro. Aunque no desconoce que la ética debe tomar en cuenta las condiciones humanas reales,12 opina que -justamente bajo las circunstancias actuales- la cuestión que hay que resolver más urgentemente no tiene nada que ver con la motivación, sino con la justificación de las acciones, porque “lo verdaderamente peligroso, hoy por hoy, no es el “olvido del ser”, sino el “olvido del deber ser... (DLP 686). Por lo tanto, rechaza, por ejemplo, la concepción de Savater:
“Savater insiste enérgicamente en sostener que la pregunta fundamental para la ética no es la kantiana “¿qué debo hacer?” sino esta otra, más radical en su opinión: ¿qué quiero hacer?... Pero alguien podría alegar que aquélla no es aún una pieza de ética, aventurando que la ética entra en escena cuando -tras haberme preguntado “¿qué quiero hacer?”- pase a preguntarme “¿Por qué debo hacer lo que quiero?”, pregunta ésta que incluye naturalmente la pregunta acerca de por qué, por mucho que lo quiera, no debo hacerlo en ocasiones.”13
La racionalidad reivindicada por JM es justamente aquella que pueda servir como instrumento para contestar estas preguntas, es decir, proporcionar razones justificatorias que permitan distinguir entre acciones o fines aceptables e inaceptables y, así, evaluar los deseos mismos de las personas.
II. La insuficiencia del consenso fáctico o hipotético
El problema básico para una definición de este tipo de racionalidad reside, por supuesto, en saber cuál podría ser el criterio de racionalidad en este ámbito.
Una posible respuesta sería, obviamente, la del enfoque de la teoría comunicativo, dialógica, siguiendo a Habennas o Apel. No puede sorprender que JM investigue detenidamente esta posibilidad. Por un lado, el objetivo de estos autores coincide, al menos en parte, con el suyo:
“... la ética del discurso asume la crítica filosófica de la racionalidad puramente instrumental y recoge asimismo su aliento emancipatorio.” (DLP 679)
Por el otro, como sabemos, ellos ofrecen explícitamente un criterio de racionalidad alternativo al de la racionalidad instrumental:
“...la acción teleológicamente racional es una acción “orientada al éxito” (erfolgsorientiert), a diferencia de lo que sucede con la racionalidad de la acción comunicativo, “orientada hacia la comprensión intersubjetiva” (verstándigungsot-ientiert),”14
La cuestión ahora es saber si este segundo concepto de racionalidad satisface las expectativas de JM. Efectivamente, tal no es el caso: no le convence la idea de que el criterio de racionalidad, para un fin cualquiera, sea su capacidad de obtener aprobación consensual en un discurso. Subraya, sobre todo, la tensión existente entre los dos elementos de esta concepción de racionalidad:
En primer lugar, el mero hecho de que se obtenga un consenso cualquiera al final de una discusión no nos dice todavía nada acerca de la racionalidad de lo consensuado:
“Pues, supuesto que el diálogo abocara a un consenso, tampoco está muy claro qué es lo que haría de tal consenso un consenso racional. ... lo que se consideren “razones suficientes” para poner punto final a una discusión es algo cuya precisión no siempre se halla exenta de un cierto grado de arbitrariedad ...” (DLP 125)
En segundo lugar, JM observa que si, como subrayan Habermas y Apel, lo que es valioso es el diálogo mismo que precede al consenso, entonces no se entiende muy bien la relevancia del consenso, y hasta se puede ver una cierta contradicción en la valoración positiva tanto del consenso como del discurso:
“... en ocasiones, nos impresiona más la racionalidad de aquel diálogo en que la discusión queda abierta que no la de aquel otro que se cierra con un acuerdo de las partes.” (DLP 125)
“[H]ay en [las reflexiones de Apel y de Habermas] algo que me desasosiega intensamente y es un cierto sabor funcionalista... la tentación de desconsiderar la importancia del conflicto por sobrevalorar la del consenso. Si se identifican racionalidad y diálogo, tan racional sería el diálogo polémico como el irenista. Y es muy probable que el primero resultase en definitiva más fecundo que el segundo, pues el diálogo conflictivo estaría “abierto” en la misma medida en que el consenso al culminarlo -“cierra” siempre el diálogo, aun cuando sea provisional y revisablemente.” (DLP 105)
Finalmente, nos recuerda que, de cualquier manera, la calidad ética del consenso fáctico, en tanto expresión de una mera opinión “popular”, es más que dudosa:
“Kant se habría mostrado sorprendido si se le hubiera dicho que la dignidad humana ... necesita ser sometida a referéndum o a cualquier otro género de consulta popular. Al llegar a este punto, no cabe remitirse ya a otra instancia que la de la conciencia individual. ... por muy mayoritariamente que esté una decisión colectiva, el individuo... se hallará siempre autorizado de decir No” cuando así se lo exigía su conciencia... la conciencia individual siempre será radicalmente solitaria.”15
Dicho de otra manera: aunque la democratización de la política a través del diálogo parezca deseable, es dudoso que lo mismo se pueda decir también de la “democratización de la razón”.16
Pero, además, este juicio de la insuficiencia de la racionalidad como consenso parece extenderse también al consenso hipotético, porque JM ni siquiera acepta la versión apeliana de la teoría del discurso, aunque reconoce explícitamente que Apel no se refiere a comunidades empíricas, sino “ideales”:
“... quizás haya llegado la ocasión de proclamar que ese consensualismo [apeliano] o “convencionalismo trascendental”, como cabría tal vez llamarlo - resulta indiscernible, y ello en los propios términos de Apel, del puro y simple convencionalismo. Pues todo lo que hasta ahora se nos ha dicho a ese respecto es que mientras que las comunidades de comunicación que conocemos -las humanas, o fácticas, o históricas- únicamente pueden alcanzar, si es que lo alcanzan, un consenso poniéndose de acuerdo, la única garantía de validez de esos acuerdos se encuentra en el consenso -no humano, no fáctico, no histórico- de una fantasmagorica comunidad de comunicación... que, para colmo, no tan siquiera necesita tomarse la molestia de ponerse de acuerdo... Para ser racionales y actuar en consonancia -esto es, racionalmente- los miembros de [esta comunidad trascendental de comunicación] no necesitarían ponerse de acuerdo más de lo que los hombres necesitan hacerlo para ser animales bípedos y andar sobre sus piernas.”17
Estas citas permiten, si no ver muy claramente, por lo menos vislumbrar la dirección de la concepción propuesta por JM para salvar la “razón práctica” de la irracionalidad: dado que rechaza la importancia del consenso sin rechazar al mismo tiempo la del discurso, le queda solamente la alternativa de conferir relevancia especial al disenso.18
No intentaré aquí un examen más detenido de esta alternativa, ya que con ello superaría los límites de este trabajo. En lo que si más bien, examinar algo más de cerca la base conceptual que sirve como punto de partida para esta propuesta de JM.
III. Metaperplejidades
Como se ha visto, dada la claridad de los escritos de JM, no es muy difícil dar cuenta de sus preocupaciones con respecto a la necesidad de contar con un concepto de racionalidad para el ámbito de la práctica -es decir, de la ética- para que ésta no quede “abandonada a la irracionalidad”, y de sus razones para postular la insuficiencia tanto de la racionalidad instrumental como así también de la racionalidad comunicativo o argumentativo-consensual.
En cambio, mucho más difícil resulta ver cuál es su propia propuesta para satisfacer la necesidad constatada.
Creo que este hecho -que produce una cierta perplejidad en el lector atento del libro de JM no es sino una consecuencia de la insuperada perplejidad del autor mismo, una “metaperplejidad”, por así decirlo, que a su vez puede ser muy saludable en la medida en que incita a la reflexión sobre las posibles causas y, con ello, sobre las posibles salidas de esta situación.19 Intentaré, en lo que sigue, presentar algunas reflexiones que las consideraciones arriba resumidas de JM me han sugerido.
La cuestión central que nos ocupa es la de saber de qué naturaleza puede ser la racionalidad práctica buscada por JM. En términos muy generales, creo que, por lo pronto, cabe pensar en dos vías posibles para contestarla.
1. La vía de la definición libre
Se podría partir de la idea que las definiciones son, en principio, libres. Pero, si ésta fuera la vía adoptada, no sería comprensible por qué la definición de la racionalidad práctica parece tan problemática, ya que en este caso se podría simplemente llegar a una definición a través de una argumentación “recursiva”:
Primero, constatamos que JM -y aquí se encuentra en muy buena compañía- piensa que es importante que los juicios prácticos (éticos) sean racionales. Por ello, obviamente, la propiedad de ser “racional” es ya en sí considerada como un indicador de “bondad” y, por cierto, un indicador imprescindible, es decir, una condición necesaria para que un fin sea aceptable.20 Segundo, si la ética no es otra cosa que la teoría de la razón práctica y lo que buscamos es la racionalidad correspondiente a esta razón, sería plausible la construcción de un concepto de racionalidad tal que la racionalidad práctica sea también una condición suficiente. Entonces, tercero, se podría definir estipulativamente la racionalidad práctica como la coincidencia plena con los criterios de “bondad” de los juicios prácticos o fines.21
Pero, obviamente, así no razona JM ni, que yo sepa, ningún otro autor que se haya ocupado de este tema.
2. La vía de la definición a partir de la familia conceptual
Por lo tanto, parece que, por lo general, se adopta la segunda de las vías posibles para la construcción de un concepto. Aquí, se parte de la idea de que la definición ya no es totahnente libre sino que existe, al menos, un núcleo conceptual presupuesto del que uno no quiere, o cree no deber, apartarse.
Dado que, como vimos, existen ya algunos conceptos más o menos firmemente establecidos de racionalidad fuera del ámbito de la práctica o la ética, parecería plausible, también en el caso de la racionalidad práctica, adoptar esta segunda vía.
Ello quiere decir que ya tenemos una cierta concepción genérica de los rasgos que debe tener todo miembro de la “familia conceptual” de la racionalidad. Entonces, antes de poder analizar más de cerca el posible sentido de “racionalidad práctica”, tenemos que aclarar en qué consisten los señales del parentesco de familia en el caso de la racionalidad.
Conviene, para ello, pasar revista a los dos tipos de racionalidad examinados más arriba y rechazados por JM como criterio para juicios prácticos. Es interesante recordar que el propio JM señala muy claramente cuál es -a pesar de todas las diferencias entre ellas- el rasgo común entre la racionalidad teleológico o instrumental y la racionalidad comunicativo: ambas implican una orientación hacia algo (la primera, hacia el éxito; la segunda, hacia la comprensión).22 La racionalidad instrumental apunta siempre a un fin dado, es decir, evalúa los objetos en términos de su adecuación como medio para alcanzar este fin. La racionalidad comunicativo o argumentativo-consensual -como, tal vez con más exactitud, la denomina Apel- apunta a la comprensión y aprobación por otras personas, es decir, evalúa las pretensiones de validez en términos de su posibilidad de alcanzar un consenso.23
Sin entrar aquí más profundamente en el tema -que, por supuesto, merecería un examen detallado --reo que se puede decir que el rasgo típico de la racionalidad es que -cualquier que sea el tipo de racionalidad del que se trate en un caso concreto- no es una propiedad absoluta de las cosas, sino relativa: el que A sea o no racional depende siempre de la relación de A con algún B. Esta relación es lo que nos proporciona el criterio para establecer nuestro juicio acerca de la racionalidad.
Si ello es así, también para poder predicar la racionalidad o irracionalidad de un juicio práctico o de un fin, tenemos que determinar, por lo pronto, cuál podría ser el segundo término, y cuál la relación entre éste y el primero, que nos proporcione el criterio definitorio para el concepto de racionalidad práctica, es decir, de la “racionalidad de los fines mismos”. Dicho de otra manera, la cuestión central sería saber ¿a qué apunta la racionalidad práctica?, ¿en términos de su adecuación a qué tiene que evaluar los fines?
3. ¿Fines absolutos o relativos?
Pero, con estas preguntas, parece que hemos llegado a una especie de callejón sin salida. Por lo pronto, conviene recordar que era justamente su condicionamiento por fines dados, en el caso de la racionalidad instrumental, y por opiniones -fácticas o hipotéticas- dadas, en el caso de la racionalidad comunicativo, lo que impulsaba a JM a rechazar para el ámbito de la praxis estos tipos particulares de racionalidad como así también cualquier otro tipo de corte teleológico. Este rechazo, a su vez, proviene de la convicción de JM de que lo que hace falta es un concepto de “racionalidad de los fines mismos”,24 es decir, independientemente de su “funcionalidad” para cualquier otra cosa.
Obviarnente, esta convicción no es compatible con la concepción que acabo de presentar, en el sentido de que tan sólo podemos predicar la racionalidad de un fin deteminado “en relación a” alguna otra cosa. Porque ello implica que, efectivamente, no podemos alejamos, en la medida postulada por JM, de la idea de la racionalidad funcionalista, es decir, que tampoco los fines pueden ser racionales -y, con ello, aceptables- en sí mismos, absolutamente, también ellos pueden serio tan sólo relativamente, en función de algún otro valor o fin.
Ante esta situación, JM podría, por supuesto, insistir en su convicción y, por lo tanto, rechazar mi idea general del núcleo conceptual de “racionalidad”. Pero, dado que suele tomar en cuenta con mucha paciencia las sugerencias ajenas y que realmente busca una vía para escapar a la perplejidad, me imagino que no se opondría, por lo menos, a participar en el experirnento mental de aceptar provisionalmente mi propuesta e investigar cuáles serían los rasgos concretos de un tal concepto de racionalidad práctica, y en qué sentido ello lo obligaría a modificar sus convicciones.
4. El parentesco de la argumentación científica y práctica
Como punto de partida de este ejercicio, conviene volver una vez más a los conceptos rechazados como inadecuados por JM.
Creo que JM se cierra una perspectiva interesante, que contiene la posibilidad de una salida de la perplejidad, cuando acepta como verdadero que la “racionalidad científico-técnica”25 es una sola; ello parece implicar que no hace falta distinguir entre racionalidad técnica y racionalidad científica. Por el contrario, creo que justamente esta distinción puede ser muy instructiva, especialmente para la aclaración del concepto de racionalidad práctica.
Ello es así porque la técnica y la ciencia tienen objetivos muy distintos o, para decirlo en términos habermasianos, los “éxitos” hacia los cuales se orientan son de tipos muy diferentes: La técnica indica los medios y procedimientos con los cuales se pueden realizar ciertos fines, en el sentido de “estados del mundo”. Por ello, la racionalidad en este ámbito es obviamente aquella que evalúa la relación entre estos medios o procedimientos y los fines dados en términos de eficiencia, es decir, es justamente la racionalidad teleológica, instrumental, mesológica, tecnológica..., de la que ya se habló más arriba. La ciencia, en cambio, busca conocimientos, es decir, según una definición débil, creencias (verdaderas e) intersubjetivamente fundamentables; en este ámbito, los juicios de racionalidad se refieren, pues, a creencias.
Es interesante recordar cuáles suelen ser los criterios para predicar la racionalidad o irracionalidad de tales creencias. Lo que en última instancia evaluamos en estos casos son los argumentos aducidos para apoyar la creencia respectiva. Pero, dado que un argumento no hace otra cosa que relacionar premisas con conclusiones, también aquí la racionalidad es una propiedad relativa de las creencia s: éstas son racionales o irracionales en la medida en que exista cierto tipo de relación entre ellas y las premisas de las que se parte en cada caso concreto.
Por otra parte, en términos más generales, se puede hablar de racionalidad en este mismo sentido no sólo con respecto a un solo argumento particular -es decir, la relación entre una sola conclusión y la(s) correspondiente(s) premisa(s) específica(s)--, sino también con respecto a todo un conjunto de argumentos, y hasta la totalidad de premisas y conclusiones que una persona sostiene. El tipo de racionalidad científica que aquí está en juego es, obviamente, el que JM llama “racionalidad teórica” o “formal,26 y que no es otra cosa que la lógica. Ella apunta a la aceptabilidad o validez de una conclusión (creencia) en función de su relación con cierta(s) premisa(s).
Para dejar las cosas bien claras, conviene recordar que, como se sabe, ello implica, entre otras cosas, que la verdad de una creencia no es una condición ni necesaria ni suficiente para su racionalidad: si parto de la premisa que solamente los pájaros pueden volar, la creencia que el avión que veo en el cielo es un pájaro es, por cierto, falsa, pero totahnente racional porque la relación que establezco entre mi premisa y mi conclusión es formalmente inobjetable, válida; y si parto de las premisas que solamente los pájaros pueden volar y que los aviones no son pájaros, la creencia que los aviones pueden volar es totahnente irracional (por contradictoria), aunque verdadera. JM explícitamente asiente a ello cuando dice que
“una creencia racional necesita estar justificada. Pero creer racionalmente una determinada idea no es tanto, sin embargo, como saber que dicha idea es verdadera” (DLP 507).
Pero, eso no es todo: el standard al que tiene que adecuarse esta relación para que la conclusión pueda ser considerada como racional depende, a su vez, de una cierta relación entre las premisas y la conclusión: si la verdad o falsedad de la conclusión depende exclusivamente de la verdad o falsedad de las premisas, nos movemos en el área de las llamadas conclusiones “sin aumento de contenido”, es decir, del “uso deductivo de nuestras capacidades racionales” (DLP 381), mientras que en el caso opuesto, se trata del “uso inductivo”. En el ámbito de la evaluación de argumentos, en tanto relaciones entre premisas y conclusiones, estos dos tipos del “uso científico de la razón” son exhaustivos, y no -como parece creer JM (DLP 381)- por capricho de los positivistas, sino por razones lógicas.
Este resultado al que llegamos a partir del análisis del concepto de racionalidad científica tiene implicaciones importantes para nuestro buscado concepto de racionalidad práctica. Porque, efectivamente, en lo que acaba de exponerse, no se ha hecho alusión alguna a los posibles contenidos de los argumentos; ello significa que lo dicho rige para argumentos de cualquier tipo, es decir, entre otros, también para los argumentos que se puedan aducir para fundamentar fines. De la misma manera cómo la pretensión de racionalidad de una conclusión “científica” se evalúa a través de un examen de la validez de los argumentos aducidos en su favor, también se puede evaluar la pretensión de racionalidad de un fin en tanto “conclusión” o juicio práctico. Lo que importa en ambos casos es siempre la calidad de la relación postulada entre los componentes de los argumentos, es decir, en última instancia, su “consistencia”.27 Creo que si aceptamos esto como una explicación, al menos, parcial del concepto de racionalidad práctica, ya hemos dado un gran paso adelante porque, aunque este concepto de racionalidad necesariamente siga siendo relativo o relacionar, ya no es teleológico o funcionalista.
Sin embargo, con toda razón JM podría objetar que el asunto no termina aquí, porque también este tipo de racionalidad formal nos proporciona tan sólo juicios relativos, en cierto sentido “hipotéticos”, condicionados por antecedentes presupuestos, cualquiera que sea su carácter; pero lo que tenemos que saber para poder emancipamos de nuestros propios deseos o “fines positivos” y para poder criticar los de otros, es el valor de “los fines mismos”, su status normativo absoluto; en última instancia, la mera consistencia lógica, formal -aun en la versión de una lógica deóntica- de un conjunto de fines no puede eliminar la posibilidad de que tengan contenidos abominables.
Esta objeción es totahnente correcta. Pero lo que me parece interesante es que, en realidad, se refiere a una situación que no es sino la “traducción” al ámbito práctico, de lo que se ha dicho acerca de la independencia entre la racionalidad y la verdad de las conclusiones científicas. Por lo tanto, para ver qué conclusión habría de sacar de ella, conviene otra vez examinar el caso de la “razón científica”.
Tampoco en la ciencia nos contentamos con el mero análisis lógico para constatar la validez o invalidez de argumentos. Ello es solamente una parte del trabajo científico; la otra parte, efectivamente, se dedica a la evaluación de las premisas, es decir, del elemento que el análisis lógico no puede examinar. Por cierto, las premisas de un argumento, a su vez, muchas veces son conclusiones de otro; en este sentido, de acuerdo con lo dicho más arriba, pueden ser calificadas de racionales o irracionales. Pero, ¿qué pasa con las premisas que ya no son reducibles a otro argumento? ¿Qué tipo de evaluación solemos o podemos hacer de ellas?
En las ciencias empíricas o inductivas, el razonamiento apunta a la verdad de las conclusiones; por ello, el criterio de aceptabilidad de sus premisas (empíricas) es su verosimilitud o, por así decirlo, su Plausibilidad cognitiva”; la evaluación de las premisas tiene que hacerse aquí exclusivamente sobre la base de experiencias, sean ellas las propias del evaluador o sus creencias acerca de ciertas experiencias de terceros.
En las ciencias teóricas o deductivas, el razonamiento apunta al descubrimiento de conclusiones que sean interesantes, en el sentido de ofrecer nuevas intelecciones, y que, al mismo tiempo, conserven ciertas características de las premisas. Las premisas toman aquí la forma de axiomas,; con respecto a éstos, no resulta tan fácil determinar de qué tipo son los criterios de evaluación ya que los axiomas son, por definición, inobjetables; ello parece implicar que los axiomas -como las conclusiones- pueden ser evaluados sólo relativamente, en función de su consistencia con, y su fecundidad para, algún sistema presupuesto de enunciados (sean éstos otros axiomas, suposiciones empíricas plausibles o conclusiones racionales), es decir, sobre la base de lo que tal vez se podría llamar su Plausibilidad sistémica”.
Lo que, de todos modos, sería extraño, tanto en el caso de las premisas empíricas como en el de los axiomas, sería que alguien predicara su racionalidad. Pero, a pesar de ello, casi nadie estaría dispuesto a decir que la ciencia o los enunciados científicos en general son irracionales: aunque la propiedad de racionalidad no es una característica de los axiomas, sería igualmente extraño que alguien dijera que la matemática es una empresa irracional porque es una ciencia axiomática.
También en este respecto -para volver al ámbito de la praxis- creo que vale el paralelismo entre ciencia y ética, es decir, que algo muy parecido se puede decir en el caso de los juicios prácticos o evaluaciones de los fines: si concebimos a los fines como una especie de conclusiones prácticas”, su evaluación depende tanto de su racionalidad, entendida como validez argumentativa formal dentro de algún sistema de referencia, como de la “bondad” de las premisas adoptadas para formar este sistema de referencia. Y, también aquí, esta última no es una cuestión de racionalidad, sino más bien de plausibilidad o razonabilidad.
Dicho con otras palabras, tanto en la ética como en la ciencia conviene limitar las exigencias de racionalidad a ciertos aspectos y reservar los otros a la razonabilidad:
“Un argumento puede ser racional, pero sus premisas y conclusiones pueden no ser razonables. Un plan puede ser racional, pero su ejecución no razonable. ¿Cuál es, pues, la diferencia? Me parece que la racionalidad, cuando es contrastada con la razonabilidad, tiene que ver primariamente con la corrección formal de razonar, con la eficiencia de los medios para un fin, con la conformación y puesta a prueba de las creencias. ... Los juicios de razonabilidad, por otra parte, ... se refieren a la forma correcta de vida, a lo que es bueno o malo para las personas. ... [L]o “meramente racional” no es siempre razonable.”28
5. Las condiciones de la razonabilidad práctica
Si se acepta esto, entonces la ética no se diferencia de la ciencia teórica por el tipo particular de alguna racionalidad que podría corresponderle, sino solamente (a) por sus premisas y (b) las condiciones de razonabilidad de éstas.29 (a) Obviamente, el razonamiento ético no apunta ni a la verdad ni a la mera consistencia y fecundidad de las conclusiones, sino a su validez moral. Por lo tanto, las premisas de las que tenemos que partir en este ámbito tienen que ser, por así decirlo, “axiomas prácticos”. (b) La cuestión es, pues, en última instancia, saber cuáles son las condiciones de razonabilidad de tales axiomas, es decir, de lo que podría llamarse la “plausibilidad práctica”. Por supuesto, con respecto a esta cuestión, no existen respuestas definitivas fáciles, pero creo que se pueden ofrecer, por lo menos, algunas indicaciones.
La concepción menos relativista de las condiciones de la razonabilidad de los axiomas normativos (es decir, de los principios morales) ha sido, sin duda, la kantiana:
“Los imperativos, según el modo anterior de representarlos..., fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Pero no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en... la idea de la voluntad de todo ser razonable como voluntad legisladora universal... Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente... Pues cuando se pensaba el hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada... por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera éste interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral.”30
Como se sabe, muchos autores consideran que esta concepción del imperativo categórico es demasiado fuerte porque -como admite expresamente el propio Kant, en el pasaje citado- no puede ser demostrada en sentido estricto; además, con su abstracción de todo interés concreto, parece alejarse demasiado de las condiciones reales de los hombres en tanto sujetos de la moral, Entre los que critican a Kant por haber construido una moral para “sujetos ideales, cuando no ectoplasmas, más que para hombres de carne y hueso”31 se puede incluir a JM cuando dice, por ejemplo:
“...los principios trascendentales acostumbran inexorablemente a perder algo de su diamantina pureza al entrar en contacto con ese mundo turbulento que es el de la historia.
“La metáfora [kantiana] de la ‘asíntota’... envuelve la idea de una aproximación indefinida a un objetivo perpetuamente más allá de nuestro alcance... ”32
Desde esta perspectiva, son perfectamente comprensibles los esfuerzos, emprendidos bajo la consigna popperiana “Beware of metaphysics!”, de “desradicalizar” el enfoque de Kant a través de la sustitución de las condiciones trascendentales del sujeto moral por determinadas premisas empíricas. El intento moderno más notable en este sentido ha sido, sin duda alguna, la teoría del “neokantiano” Rawls. Con respecto a este enfoque en general y a la teoría de Rawls en particular, conviene recordar las sugestivas observaciones de Michael Sandel:
“De hecho, este desafío... es menos una objeción a la concepción kantiana y más una refortnulación afin... Esta concepción se aparta de Kant al negar que un yo a priori e independiente pueda ser sólo un sujeto trascendental o noumenal, desprovisto de toda base empírica. Esta deontología “revisionista”... encuentra su más plena expresión en la obra de John Rawls... Para Rawls..., no es claro cómo un sujeto abstracto, descorporizado, pueda producir sin arbitrariedad determinados principios de justicia... Y así, Rawls asume como su proyecto preservar la enseñanza deontológica de Kant, reemplazando las oscuridades germánicas con una metafísica domesticada, menos vulnerable a la objeción de arbitrariedad...
No es el reino de los fines sino las circunstancias ordinarias de la justicia -tomadas de Hume- lo que aquí prevalece... Si la deontología es el resultado, será una deontología con rostro humeano.”33
Desgraciadamente, esta revisión de la deontología que trata de reunir en una teoría lo mejor de dos mundos -el empírico y el de la ética- no es convincente: tanto en Rawls como ya antes en Hume, en lugar de la fusión de estos dos mundos, el resultado es más bien una mezcla de dos teorías diferentes y hasta incompatibles que se hacen pasar por una sola.34
Tratar de disminuir la “distancia” entre el sujeto moral kantiano y el sujeto real, como pretende Rawls, no es una vía fecunda, pues toda reducción de distancia implica una adición de elementos empíricos, que era justamente lo que quería evitar Kant, y arruina “todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber”. Pero, si es imposible reducir la distancia con respecto a este “fundamento supremo”, no lo es con respecto a la clase inferior de los principios que derivan de aquél. Basta pensar, por ejemplo, en los principios de libertad e igualdad. En tanto mandatos de optimización (Alexy), vale para ellos el método de la ponderación, que es el que vuelve razonable su aplicación. Es aquí donde sí conviene introducir consideraciones empíricas. Son éstas las que “acercan” el imperativo categórico a la realidad cotidiana. Por eso, la solución no está en despedirse de Kant sino en introducir consideraciones de razonabilidad en el camino que hay que recorrer desde el imperativo categórico hasta su aplicación. Y aquí sí se podría recurrir a Rawls y recordar su método del equilibrio reflexivo que, en el fondo, es un test de razonabilidad y no de racionalidad.
VI. Conclusión
De todo lo dicho se puede concluir tal vez lo siguiente:
(a) La tarea de fundamentar la “teoría de la razón práctica” (la ética) -es decir, de justificar fines o juicios prácticos- exclusivamente en alguna racionalidad especial propia del “mundo de la praxis” es una misión imposible: en la filosofía moral -igual que en la ciencia- hay que partir de premisas a las que no es aplicable el adjetivo “racional”.
(b) Pero no estamos por ello condenados a la perplejidad, ya que aquella tarea tampoco es necesaria para lograr que la ética no “quede abandonada a la irracionalidad”: la ética -igual que la ciencia- no se vuelve irracional por el mero hecho de partir de axiomas.
(c) Sin embargo, la perplejidad surge cuando se insiste en la necesidad de cumplir esta misión imposible: casi inevitablemente, ello lleva a la adopción de alguna mezcla de ideas inconexas. Pretender construir, a partir de éstas, una teoría coherente es también una misión imposible. Quien la emprende, necesariamente resulta perplejo. Creo que tal es el caso de JM cuando abandona a medio camino el enfoque de Kant para aventurarse en otros senderos. (d) Para superar esta perplejidad, parece aconsejable, por lo pronto, despedirse de la idea de que existen racionalidades totalmente diferentes y de que la difundida tendencia a reconocer sólo una de ellas nos cierra la única vía posible para justificar la ética (o, para usar la metáfora de JM: al quedar deslumbrados por la atractividad de la parte emergente del iceberg de la racionalidad, arriesgamos estrellarnos contra su parte sumergida). (e) Más bien, con respecto a las formas diversas de la racionalidad, conviene recordar siempre su núcleo conceptual; ello permite evitar sobrecargas de la racionalidad y ver más claramente las similitudes y diferencias entre la justificación ética y otros tipos de fundamentación.35
El que la perplejidad de JM sea tan grande se debe quizás, al menos parcialmente, a la búsqueda de la parte sumergida de un iceberg donde, en realidad, estamos frente a una cordillera.