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Isonomía
versión impresa ISSN 1405-0218
Isonomía no.33 México oct. 2010
Bicentenario: estado y constitución
Una maquinaria exhausta. Constitucionalismo y alienación legal en América
Roberto Gargarella*
* Universidad Torcuato di Tella, Argentina. <robert@utdt.edu>.
Recepción: 31/06/2010
Aceptación: 05/08/2010
Resumen
Después de más de 200 años de vida del constitucionalismo, en América Latina, una mayoría de los países de la región sigue viéndose afectada por sistemas políticamente inestables y económicamente muy desiguales; en donde las violaciones de derechos humanos son un hecho habitual; las ramas políticas del gobierno tienden a funcionar con independencia de cualquier reclamo ciudadano, mientras se encargan de moldear normas a medida de intereses privados; los tribunales aparecen como órganos de difícil acceso público, que tienden a decidir en favor de los poderosos, criminalizando a quienes protestan; y en donde el debate público (tanto en las campañas electorales como, especialmente, en los períodos que transcurren entre una elección y otra) destaca por las pobreza de su contenido. En este trabajo, se exploran algunas de las causas de dicha situación, relacionadas con el propio diseño del sistema constitucional dominante en la región.
Palabras clave: Constitucionalismo, América Latina, republicanismo, frenos y contrapesos, democracia deliberativa.
Abstract
After more than 200 years, Latin American constitutionalism exhibits important deficits: unstable political systems; economic inequality; violations of human rights; the existence of a huge gap between the representatives and the people; the decisive presence of powerful interest groups; a difficult system of access to justice; social protests, and the criminalization of social protesters; an impoverished public debate. In this work, the author explores some of the institutional causes of that complex situation, related to the very nature of the constitutional system still dominant in the region.
Keywords: Constitutionalism, Latin America, republicanism, checks and balances, deliberative democracy.
Introducción
Después de más de 200 años de vida del constitucionalismo moderno, entendido éste a partir de sus rasgos básicos -la adopción de una declaración de derechos y de un sistema de "frenos y contrapesos"- no puede decirse del mismo que su funcionamiento haya sido exitoso, particularmente en una mayoría de países de América. Tal mayoría de países sigue viéndose afectada por sistemas políticamente inestables y económicamente muy desiguales; en donde las violaciones de derechos humanos son un hecho habitual; las ramas políticas del gobierno tienden a funcionar con independencia de cualquier reclamo ciudadano, mientras se encargan de moldear normas a medida de intereses privados; los tribunales aparecen como órganos de difícil acceso público, que tienden a decidir en favor de los poderosos, criminalizando a quienes protestan; y en donde el debate público (tanto en las campañas electorales como, especialmente, en los períodos que transcurren entre una elección y otra) destaca por las pobreza de su contenido. Por supuesto, atribuir todos estos males, que aquí asumiré como datos fuera de controversia, al sistema institucional, resulta por lo menos una exageración. Más bien, en lo que sigue, procuraré señalar que la maquinaria institucional que distingue a muchas democracias constitucionales modernas -una maquinaria diseñada, en América, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX- se muestra actualmente "exhausta," obligándonos a confrontar una pregunta crucial acerca de los méritos de seguir sosteniendo un aparato legal como el creado. Según entiendo, la gravedad de las deficiencias institucionales en juego nos obligan a dejar de lado la idea según la cual lo que se requiere es "perfeccionar" o "pulir" algunos aspectos de dicho esquema. Aquí partiré de una idea más bien opuesta, conforme a la cual existe urgencia por repensar las causas de lo que es, en definitiva, un fracaso institucional con consecuencias ya trágicas.
En lo que sigue, presentaré un esquema destinado a comprender mejor los objetivos que alimentaron -y, según entiendo, siguen alimentando- al constitucionalismo moderno; los presupuestos sobre los que fue erigido; y el instrumental básico del que se lo dotó. En la segunda parte del texto, plantearé algunas dudas sobre el mismo, y procuraré señalar algunas de las principales deficiencias de aquel esquema institucional. Tales deficiencias, sugeriré, tornaban previsibles algunas de las peores características que, aún hoy, siguen distinguiendo a la política contemporánea.
I
Los materiales sociales disponibles: Las bases y puntos de partida del constitucionalismo norteamericano.
Cuando, en los Estados Unidos, siglo XVIII, se sentaron las bases del constitucionalismo moderno, se tomó como objetivo principal el de crear un orden político estable. A su vez, dicho orden, entonces amenazado por un dramático enfrentamiento entre grupos con intereses diversos, debía ser capaz de producir normas que sirvieran para el bien común y a los intereses generales de la Nación, y que fueran al mismo tiempo respetuosas de los derechos de los individuos. Estos objetivos, identificados durante los debates de la Convención Federal, y presentes en los discursos y cartas de la dirigencia de la época, fueron cuidadosamente examinados en textos como El Federalista1 En tales manifestaciones, por lo demás, se dejan en claro cuáles eran los materia les que, según los "padres fundadores" del sistema norteamericano, se encontraban disponibles a los fines de encarar la construcción de una nueva alternativa institucional. Tiene sentido que hagamos un breve repaso de estos materiales, con el objeto de entender mejor la empresa comenzada en aquellos años.
Ante todo, la dirigencia norteamericana asumía que la sociedad se encontraba quebrada en facciones con intereses diversos: propietarios vs. no propietarios; acreedores vs. deudores; ricos vs. pobres.2 Dichas diferencias se reconocían como inherentes a la sociedad (de hecho, a todas las sociedades), y se asumían como irresolubles, ya que encontraban su origen en la propia naturaleza humana -en las opiniones y creencias inevitablemente diferentes de unos y otros.3 Era imposible, entonces, pretender poner fin a uno de los principales disparadores de las recurrentes crisis que afectaban al país.
La situación resultaba todavía más preocupante dado que, esperablemente, dichas facciones iban a tender a enfrentarse unas con otras. La explicación de esta desgraciada predicción se encontraba en un análisis de las motivaciones humanas fundamenta íes que los "padres fundadores" tomaban de los estudios entonces predominantes, y en particular de la filosofía de Hume. Según dichas visiones predominantes, las personas tendían a moverse, ante todo, a resultas de sus pasiones o sus propios intereses (White, 1989). Es decir, no era esperable -al menos tendencialmente- que las personas aprovecharan sus diferencias, para colaborar unas con otras, sacrificando sus propias ventajas en favor de una mayor cooperación con los demás. Por el contrario, lo que era esperable es que las personas se aprovecharan de tales diferencias para sacar ventajas unas de otras; idearan formas para obtener mayores ventajas futuras; o simplemente perdieran el control y actuaran cegadas por sus impulsos más inmediatos. Nuevamente, se dejaba entrever aquí una mirada que algunos pudieron caracterizar como "realista" y otros como "pesimista," pero que, en todo caso, reafirmaba los terribles riesgos con los que se enfrentaba cualquier persona interesada en asegurar la defensa de los intereses generales y los derechos de cada uno: ¿cómo disponer la organización de la sociedad en ámbitos que aparecían proclives al enfrentamiento de todos contra todos?
Dentro de dicho trágico contexto, ningún riesgo aparecía más serio que el representado por las facciones mayoritarias. En definitiva, decía Madison, a los grupos minoritarios siempre se los puede desplazar -típicamente, a través de una votación mayoritaria-4 pero, ¿qué hacer en cambio si la facción que nos amenaza alcanza a encontrar apoyo en una mayoría de la población?5 Madison había anticipado tales temores en una diversidad de trabajos -el más importante de ellos, Vices of the Political System, preparado con antelación al comienzo de las sesiones de la Constituyente. Dicho problema, el de las facciones mayoritarias, resultaría el problema crucial a enfrentar a través del nuevo sistema institucional. En definitiva, podría decirse que la Constitución norteamericana nació con ese propósito básico en mente: disolver la dificultad planteada por las facciones mayoritarias. Poniendo límite a dicho peligro, se asumía, se encontraba la llave para acceder a los objetivos ideales arriba señalados: estabilidad, respeto de los derechos individuales, honra a los intereses del país.
¿Qué instituciones diseñar, teniendo en cuenta la dimensión de la crisis, y los materiales sociales disponibles?
Es importante destacar a esta altura que, presupuestos como los señalados en la sección anterior aparecieron entonces como datos duros e inmodificables. Ellos eran los (horrendos) materiales con los que se debía actuar: sujetos egoístas, masas descontroladas, grupos con intereses opuestos, enfrentamientos violentos e inevitables entre estos distintos grupos.
Frente a dicha situación, los "padres fundadores" declararon lo que, entonces, aparecía como una conclusión obvia: dado que era imposible remover las causas del accionar faccioso -y, finalmente, de los enfrentamientos que estaban corroyendo a la sociedad- sólo quedaba una solución posible en la que pensar: actuar sobre los efectos derivados de aquellas indeseables acciones.6
En tal sentido, el sistema institucional aparecía como la única gran promesa al alcance de la mano, y a ella se volvieron los creadores de la Constitución norteamericana. La idea fue, entonces, la de utilizar diferentes herramientas institucionales para disponer aquellos materiales disponibles en pos de objetivos más nobles. Las horrendas disposiciones motivacionales de las personas debían ser canalizadas institucionalmente de modo tal de disolver o morigerar sus peores consecuencias o, en el mejor caso, para encauzar aquellos impulsos humanos en pos del bien colectivo. En definitiva, debían combinarse sabiamente las "motivaciones personales" a través de los mejores "medios constitucionales" imaginables.7 Así expuesto, el razonamiento de los "padres fundadores" era uno paralelo a aquel que organizaba al liberalismo económico smithiano: paradójicamente, y contra lo que podía pensarse, el más crudo egoísmo de cada uno era capaz de terminar sirviendo al bienestar de toda la colectividad.
Como dijera entonces Madison, célebremente, en El Federalista n. 51, la "ambición" debía ser combatida con "más ambición," y utilizarse el auto-interés que movía a todos para organizar un sistema político que asegurara los controles de unas ramas del poder sobre las otras.
Ambition must be made to counteract ambition. The interest of the man must be connected with the constitutional rights of the place. It may be a reflection on human nature, that such devices should be necessary to control the abuses of government. But what is government itself, but the greatest of all reflections on human nature? If men were angels, no government would be necessary. If angels were to govern men, neither external nor internal controls on government would be necessary. In framing a government which is to be administered by men over men, the great difficulty lies in this: you must first enable the government to control the governed; and in the next place oblige it to control itself.
Tales consideraciones resultan interesantes por varias razones. En primer lugar, ellas afirman la decisión de alimentar el sistema institucional con un combustible que se asumía obviamente riesgoso: las motivaciones auto-interesadas de los funcionarios públicos. Es decir, el auto-interés no era combatido ni se pretendía promover otras cualidades personales sino que, aceptando la inevitabilidad y predominio de las conductas egoístas, se procuraba reconducirlas hacia puertos más favorables al interés de todos. Por un lado, y gracias al sistema de "frenos y contrapesos," el interés de cada funcionario de ampliar sus poderes iba a verse enfrentado con el interés de los demás funcionarios por preservar los propios poderes. Por otro lado, el interés de los integrantes de cada rama de gobierno por promover sus propias iniciativas, obligaría a cada una de ellas a pactar con los integrantes de las contrarias. Más específicamente, dado que se asumía que las distintas ramas del gobierno representarían intereses diferentes (i.e., el Senado a los grandes propietarios; la Cámara Baja a los endeudados, artesanos y pequeños propietarios), el forzado acuerdo entre todas ellas prometía representar un acuerdo entre amplios sectores de la sociedad: ellos se encontrarían y se verían obligados a trabajar juntos por conveniencia, ya que no por una voluntad cooperativa imposible de suponer. Como diría J.L.Borges, estos grupos con intereses diversos no se verían unidos por el amor, sino por el espanto.
De modo similar, las consideraciones anteriores nos muestran la decisión de los "padres fundadores" de apelar a mecanismos "endógenos" de control -esto es, mecanismos internos a la propia estructura institucional- antes que a otros de origen "exógeno" o popular. Tal decisión resultó explicitada en El Federalista n. 49, en donde Madison enfrentó una propuesta de este último tipo, presentada en su momento por Thomas Jefferson. Jefferson pretendía, en efecto, recurrir a la voluntad pública cada vez que fuera necesario para enfrentar una dificultad pública seria, vinculada con el sistema institucional. Madison, en cambio, justificó la alternativa "endógena," basándose en la necesidad de "no perturbar la tranquilidad pública;" la de preservar la veneración popular debida hacia el gobierno; y finalmente en el nesgo de encender las pasiones populares.8
El punto es importante porque revela otro principio fundante del constitucionalismo moderno, y que podríamos denominar el princi pio de la desconfianza. El sistema institucional, entonces, se construyó -como ya adelantáramos- sobre la base de un abierto temor al actuar mayoritario, particularmente tal como se manifestaba el mismo en asambleas públicas o, de modo más específico, en las legislaturas locales (Gargarella, 2000). La idea, tal como la resumiera Madison, era que en las asambleas colectivas, inexorablemente, las pasiones terminaban tomando el lugar de la razón, por lo cual las decisiones tendían a perder en imparcialidad y virtud: ellas terminaban favoreciendo, ineludiblemente, a grupos particulares, con intereses contradictorios con los del todo.9
La opción por los controles "endógenos" antes que "exógenos" resulta una manifestación de aquel principio; como lo fue también la de organizar un peculiar sistema representativo antes que una democracia directa -manifestada en lo que Bernard Manin llamaría el "principio de la distinción" entre representantes y representados (Manin, 1997)-; o la de dotar de facultades especiales a los órganos más alejados del control popular -reservando el manejo de las relaciones exteriores y el nombramiento de los funcionarios públicos más importantes al Ejecutivo o al Ejecutivo en conjunción con el Senado; delegando en el Senado también la última palabra en materia de juicio político; y al Poder Judicial la última palabra en materia de conflictos constitucionales.
La recepción del constitucionalismo norteamericano en Latinoamérica
En Latinoamérica, una mayoría de países terminaron por adoptar un modelo institucional esencialmente identificado con el norteamericano, a pesar de algunos escarceos iniciales con formas alternativas al mismo, más vinculadas al ejemplo del constitucionalismo revolucionario francés, o a lo que podríamos llamar el modelo jeffersoniano" en los Estados Unidos.
Este modelo alternativo tendía a enfatizar el rol de la ciudadanía y sus delegados en la legislatura, a la vez que se inclinaba por un sistema de "separación estricta" de poderes, antes que por el alternativo de los "frenos y contrapesos." El sistema de la "separación estricta" era propuesto por su mayor simplicidad; para evitar innecesarias confusiones entre poderes; pero también, y ante todo, para preservar a la autoridad legislativa de las indebidas ingerencias de los demás poderes: la voluntad del pueblo, se asumía, no debía ser distorsionada por órganos que no respondían a ella. Según M.Vile, durante el primer período del constitucionalismo norteamericano -durante la época del llamado "constitucionalismo radical"- todos los actores involucrados en la puja constitucional "adherían a la doctrina de la separación de poderes, a la vez que rechazaban, en un grado mayor o menor, el concepto de los frenos y contrapesos" (Vile, 1967, p. 133). En Latinoamérica, pueden verse reacciones similares en experimentos como el de Artigas, en Uruguay. En la primera Constitución diseñada para la Banda Oriental, en 1813, se estableció de modo muy explícito la imposibilidad de que cualquier poder interfiriera sobre las acciones de cualquier otro.10
Esta vocación populista se traducía también, notablemente, en una voluntad restrictiva sobre los poderes del presidente. Así, en uno de los textos más "rousseaunianos" de los aparecidos en la historia latinoamericana, el redactado en Apatzingán, México, 1814, se creaba un Congreso unicameral con miembros dotados de mandatos de sólo dos años de duración; se fijaba la obligación de la rotación en los cargos (art. 57); se determinaba que este cuerpo soberano era el encargado de la elección del Poder Ejecutivo; y se establecía que el "Supremo Gobierno" iba a ser ejercido por tres individuos, iguales en autoridad, y que debían alternarse por cuatrimestres en la presidencia (art. 132).
La opción por los sistemas legislativos unicamerales -justificada como un medio para asegurar la mejor expresión de la indivisible voluntad popular- también apareció tempranamente en países como Perú (Constitución de 1823);11 o en el Ecuador (Constituciones de 1830 y 1850). Mientras tanto, la opción anti-presidencialista, normalmente hermanada con la anterior, se conoció tempranamente en países como Perú (Basadre 1949, vol. 1, p. 12) o, de modo más significativo, en el temprano documento revolucionario adoptado en Venezuela, 1811. En casos como los citados, el sesgo anti-presidencialista de las Constituciones era tal que la autoridad del Ejecutivo resultaba dividida en tres cabezas normalmente subordinadas, además, a la autoridad del Parlamento.
El ejemplo de Venezuela en 1811 resulta particularmente importante porque, a partir de él, se generó la más temprana reacción del conservadurismo latinoamericano en contra de las ambiciones del constitucionalismo más radical. Dicha reacción estuvo encabezada por el líder independentista Simón Bolívar, quien consideró a aquél texto como el origen de todos los males venezolanos. Bolívar, como muchos de sus pares años después, se preocuparía por enfatizar que, dadas las condiciones de (mayor) inestabilidad política y virulencia social distintivas de Latinoamérica, y dada la falta de educación cívica de la población, era necesario abandonar aquellos ideales constitucionales más refinados, para inclinarse por otros más aptos para hacer frente a la emergencia, al desorden.12
Las primeras críticas de Bolívar sobre el texto de 1811 aparecieron en su "Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño", conocida como el "Manifiesto de Cartagena". En dicho escrito, Bolívar reflexionó sobre la momentánea pérdida de Venezuela, y consideró a la Carta de 1811 como una de las causas principales de la catástrofe (la caída de Venezuela en manos de las tropas realistas), a partir de la debilidad de las instituciones que había creado. Bolívar afirmó entonces que "entre las causas que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse en primer lugar la naturaleza de su Constitución que...era tan contraria a sus intereses como favorable a la de sus contrarios" (Bolívar, 1976). Tal como dejaría en claro más adelante, a Bolívar le preocupaba especialmente el modo en que la Constitución original había debilitado al presidente;13 y la previsible ineficiéncia del Ejecutivo tripartito que se creaba.14
El modelo de organización constitucional defendido por Bolívar vino a representar, así, la primera gran propuesta ofrecida por el conservadurismo latinoamericano para todos aquellos preocupados por asegurar, de una vez y para siempre, el ansiado orden institucional. La posición, llamémosla así, híper-presidencialista defendida por Bolívar, paradigmáticamente, en el Congreso de Angostura, resultó refinada y perfeccionada con el correr de los años. Así, en 1826, e influido por el ejemplo del constitucionalismo napoleónico, Bolívar delineó los rasgos de lo que sería su legado institucional, y definió claramente el papel que debía jugar el presidente dentro de dicho esquema. Bolívar sostuvo entonces
El Presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo, y moveré el mundo. Para Bolívar, este punto es el Presidente vitalicio. En él estriba todo nuestro orden.
El otro gran modelo híper-presidencialista latinoamericano fue el diseñado por Juan Egaña y su hijo, Mariano, dentro del constitucionalismo chileno. Juan Egaña había elaborado, entre otras, la influyente Constitución chilena de 1823, una Constitución ultra-católica y ultra-conservadora que fue pionera en la introducción en Latinoamérica de las "facultades extraordinarias" para el presidente. Según la descripción de Luis Galdames, el citado texto poseía una "inclinación decidida a establecer una autoridad sin límites precisos, manifiestamente incompatible con una democracia" (Galdames, 1925). Según la descripción del propio Egaña, mientras tanto, al Ejecutivo le corresponía el control "de toda la administación, sin interferencia de la legislatura, que sólo debe dictar algunas pocas leyes permanentes y generales y que sólo va a reunirse luego de largos intervales y durante un muy corto tiempo" (Silva Castro, 1969, pp. 86-87).15
Mariano Egaña, hijo de Juan, siguió de cerca aquella creación de su padre durante los debates que llevaron a la Constitución chilena de 1833. Esta Constitución sería la que fijaría las bases de la estabilidad política chilena, durante buena parte del siglo XIX, algo excepcional dentro del marco latinoamericano, tan fértil en Constituciones y gobiernos de corta duración. El "Voto particular" de Mariano, que jugaría un papel más que decisivo en los debates de la Constituyente, reservaba amplísimas y detalladas facultades para el presidente,16 coherentes con su pretensión de alcanzar la "libertad sin democracia."17 Elogiada y defendida por el ilustre Andrés Bello (quien también había influido en su redacción), la Constitución de 1833 se convertiría desde entonces, para bien o para mal, en un modelo admirado y seguido en toda Latinoamérica. En definitiva, ella aparecía como una firme promesa de estabilidad política y orden social -dos objetivos anhelados en toda Latinoamérica, y ausentes en una mayoría de países.18
Hacia mediados del siglo XIX, el constitucionalismo de Latinoamérica comenzó a llegar a un punto de cierto equilibrio. El primer constitucionalismo de inspiración rousseauniana (y a pesar de un breve rebrote del mismo, a partir de las revoluciones europeas de 1848) había quedado básicamente sepultado luego de la reacción conservadora a la que había llamado. Por su parte, las ramas "más duras" del constitucionalismo -impulsadas por Bolívar en Nueva Granada; Egaña en Chile; García Moreno en Ecuador; Mariano Ospina y José Eusébio Caro en Colombia; Lucas Alamán en en México; o Bartolomé Herrera en el Perú- comenzaron a dejar lugar a formas algo más híbridas y moderadas, influidas por el pensamiento de las comentes liberales de la región. Empezaba a consolidarse, así, una suerte de híbrido liberal-conservador, que resultaba de la afirmación de un esquema muy similar al avanzado en los Estados Unidos a fines del siglo XVIII, en conjunción con algunos otros rasgos que el conservadurismo dejaba como residuo -fundamentalmente, la reserva de un lugar privilegiado para la religión católica; sumado a ciertas facultades especiales concedidas al presidente, y que le eran negadas en los Estados Unidos (i.e., el poder de intervención federal; la capacidad de declarar el estado de sitio). Constituciones como la Argentina de 1853; la mexicana de 1857 (pronto reformada); la propia Constitución chilena de 1833, moderada hacia el fin de siglo; la de Uruguay, inspirada en la argentina de 1819, simbolizan este nuevo tipo de constitucionalismo.
II
En las hojas anteriores hemos hecho un breve repaso de los rasgos principales que distinguen a muchas democracias constitucionales en América, y de las razones y motivaciones que impulsaron tales desarrollos. Vimos cuál fue la concepción entonces predominante sobre la ciudadanía, y el impacto de dicha visión en el sistema institucional. Vimos también algunas de las características centrales de este último: un sistema de "frenos y contrapesos," parcialmente desbalanceado en América Latina, en favor de un Ejecutivo especialmente poderoso. En lo que sigue quisiera avanzar unos primeros apuntes, destinados a examinar críticamente dicha maquinaria institucional. Por supuesto, la tarea de evaluar los desarrollos del constitucionalismo americano resulta ardua, entre otras razones, debido a las diferencias que separan unos países de otro. A pesar de ello, y reconociendo a la amplia base institucional común fijada por aquellas Constituciones fundacionales, es posible avanzar algunos juicios evaluativos. En lo que sigue, me detendré especialmente en tres aspectos que podrían distinguir a esta evaluación: uno, referido a las cualidades cívicas con las que se espera sostener el sistema institucional; otro, referido a la plausibilidad de su "núcleo" técnico, el sistema de "frenos y contrapesos;" y finalmente uno más, que se vincula con la peculiar visión de la democracia implícita en dicho ordenamiento.
Sobre el uso del egoísmo como "combustible" institucional
Ante todo, me interesa prestar alguna atención a la opción constitucional de alimentar el sistema de gobierno con el peligroso combustible del auto-interés. Por supuesto, se podrá decir, dicha opción resultaba mucho más sensata que la avanzada por algunos críticos (por ejemplo, muchos de los opositores de la Constitución norteamericana de 1787), que aparentemente pretendían diseñar una Constitución para una ciudadanía inexistente: virtuosa y solidaria. Contra dicha postura, tiene sentido la crítica avanzada por Madison en cuanto a que "en un gobierno de ángeles" las instituciones simplemente sobran. Sin embargo, me interesa no abandonar el punto. Y es que, como adelantara, la decisión de los "padres fundadores" del constitucionalismo, de hacer uso del auto-interés de cada uno en las formas descriptas, implicaba otras igualmente importantes, como la de no combatir dicho auto-interés, o la de no utilizar los recursos del Estado para promover las virtudes cívicas.
Por supuesto, ambos propósitos alternativos (combatir el auto-interés; promover la virtud), generan inconvenientes teóricos y prácticos gravísimos, ya tratados hasta el cansancio por la literatura (hago un repaso de los mismos en Gargarella, 1999): qué es lo que, sensatamente, puede hacerse en favor del "cultivo" de la virtud (Sandel, 1996); de qué modo -si es que alguno- pueden ponerse en marcha estas prácticas sin pasar a suscribir políticas indeseablemente perfeccionistas; cómo evitar los riesgos de una consiguiente apertura al autoritarismo político en sociedades como las americanas, tan sensibles a dicho discurso? Todas estas preguntas tienen sentido y resultan de muy difícil respuesta. Sin embargo, lo cierto es que tales riesgos no se comparan con una opción -la adoptada en los inicios del constitucionalismo- inocua. Más bien, y por el contrario, podría decirse que el modelo constitucional adoptado, alimentado por el combustible del auto-gobierno, también implicaba una opción por una propuesta enormemente riesgosa.
La idea de que un sistema institucional basado en el auto-interés representa un gran riesgo no parece, en la actualidad, demasiado obvia, aunque sí lo era, notablemente, algunos siglos atrás. Típicamente, dicha forma de pensar era connatural al pensamiento republicano, preocupado desde siempre por resaltar las vinculaciones entre "cualidades de carácter" y autogobierno. Muchos de entre tales republicanos, James Harrington, Thomas Paine, Thomas Jefferson, entre tantos otros, destacaron que no podía pensarse en la construcción de un sistema político sin pensar primariamente en las disposiciones cívicas de quienes iban a participar del mismo. Si asumieron entonces la necesidad de repensar la organización no sólo política, sino también económica de la sociedad, ello fue a partir de la certeza de que malas reglas institucionales inducían la generación de malos ciudadanos (Harrington, 1992; Paine, 1995; Jefferson, 1999).
Muchos de estos autores asumieron, entonces, que una comunidad libre sólo iba a ser posible si se basaba en sujetos que, a la vez, eran libres de toda opresión económica, y se encontraban animados a defender ciertos intereses compartidos. Por ello mismo, se oponían a la dependencia (económica, política) de la ciudadanía (en otros términos, a su falta de autonomía colectiva), en razón de que la misma privaba a los ciudadanos de la "independencia mental y de juicio necesarias para una participación significativa en el autogobierno" (Sandel, 1998, p. 326). En tal sentido, por ejemplo, Thomas Jefferson consideraba que "el gobierno republicano" encontraba sus fundamentos "no en la constitución, sin dudas, sino meramente en el espíritu de nuestra gente." Dicho espíritu -concluía- iba a obligar "aún a un déspota, a gobernarnos democráticamente" (Jefferson, 1999, p. 212). Con Jefferson, muchos otros cuestionaron también el tipo de cualidades de carácter que iban a resultar promovidas, esperablemente, a partir de las pautas que regulaban, en su tiempo, la vida económica de la comunidad. Por ejemplo, el antifederalista George Mason se preguntaba "serán los modales propios de las ciudades comerciales populosas favorables a los principios del gobierno libre? O es que el vicio, la depravación de la moral el lujo, la venalidad, y la corrupción, que invariablemente predominan en las grandes ciudades comerciales, van a ser totalmente subversivas para el mismo?" La virtud, concluía Mason, era esencial para la vida de la república y ella "no puede existir sin frugalidad, probidad y rigurosidad en la moral" (Sandel, 1996, p. 126). Del mismo modo se expresaban autoridades como John Adams, o Benjamín Franklin. Para éste último, por ejemplo, "[s]ólo un pueblo virtuoso es capaz de alcanzar la libertad. Y cuando una nación se convierte en corrupta y viciosa, entonces luego ella tiene más necesidad de contar con alguien que la domine" (ibid).
En resumen, activistas y pensadores como los citados asumieron la necesidad de combatir -por ejemplo, a través del tipo de instituciones por las que se optaba- los meros comportamientos egoístas en las personas, que de ese modo iban a dejar de pensar en los asuntos comunes para pensar en los suyos propios. En tales contextos, afirmaban, los sujetos iban a empezar a ver a sus pares como potenciales competidores o enemigos, y no como pares embarcados en una empresa común. Así, las relaciones personales iban a pasar a ser dominadas por el interés, y las preocupaciones comunes iban a ser desplazadas por la necesidad de asegurarse un lugar o un mejor lugar en el mundo social. En los peores casos, algunos individuos -los menos exitosos en esa lucha- iban a quedar marginados de la vida política, forzados como iban a estar a concentrarse en la propia subsistencia. Los más exitosos, mientras tanto, iban a empezar a preocuparse por el lujo y la acumulación de bienes, desentendiéndose de la suerte de los demás. En conclusión, ellos consideraron que el principio del autogobierno iba a resultar afectado en la medida en que se expandieran, tal como estaba ocurriendo en ese momento, formas de conducta capaces de socavar, en lugar de fortalecer, las conductas más solidarias.
Tales reflexiones se vinculan con otras avanzadas contemporáneamente por algunos de los mejores filósofos de nuestro tiempo (Taylor, 1992; Cohen, 2000), que nos urgen a retomar aquellas preocupaciones. Ellos nos preguntan, por ejemplo, si es concebible promover un sistema distributivamente igualitario estable -un ideal cada vez más imperativo en América, según lo reconoce la propia dirigencia política dominante- mientras se alimenta cada día un espíritu competitivo y no-solida-no. Aquí, quienes ridiculizan toda reflexión en torno de las virtudes cívicas mientras que, al mismo tiempo, proponen reducir drásticamente las desigualdades económicas hoy existentes, son los que tienen la palabra: ellos son los que deben decirnos de qué modo esperan dotar de estabilidad a los acuerdos que favorecen.
El constitucionalismo americano en su propia lógica: Los déficitsdel sistema de "frenos y contrapesos"
En esta sección, mi propósito es examinar el valor del sistema de "frenos y contrapesos" en su propia lógica, es decir, teniendo en cuenta cuáles eran los resultados que se esperaban del mismo. En la próxima, dejaré de aferrarme a esta lógica interna para intentar una evaluación normativa.
A la hora de llevar adelante esta evaluación, es posible reconocer numerosos argumentos en favor del esquema de los "frenos y contrapesos." Para comenzar, y por ejemplo, uno podría sostener, como lo hiciera George Washington, que dicho mecanismo permite "enfriar" el sistema de toma de decisiones, impidiendo que algún grupo convierta en ley sus meros "impulsos" o pasiones momentáneas. Del mismo modo, puede decirse que el mecanismo de los "frenos y contrapesos" contribuye a que varios "ojos" miren el mismo proyecto, abriendo la oportunidad de corregir errores e impedir abusos. Por otra parte, y como diría Stephen Holmes, uno puede destacar la potencia creativa del sistema de "frenos y contrapesos" (Holmes, 1995).19
Todas las razones señaladas vienen a sugerir el mantenimiento del esquema de "frenos y contrapesos," con independencia de sus propósitos originales, y en consideración de los buenos efectos que todavía es capaz de asegurar. De todos modos, la enunciación de tales ventajas no son suficientes para cerrar la discusión sobre el tema. Más bien, y por el contrario, diremos aquí que los problemas y los malos incentivos que genera el sistema de "frenos y contrapesos" son tales, que se torna difícil comprender por qué es que las instituciones representativas siguen conservando algún apoyo teórico.
En primer lugar, cabría decir que la idea de Madison según la cual el sistema de "frenos y contrapesos" servía para transformar en beneficios comunes los impulsos egoístas de los representantes no era exageradamente optimista, sino directamente errónea. En efecto, Madison venía a decirnos que de la suma de dos males (contraponer a la "ambición" más "ambición") se obtendría un bien colectivo (el control del poder), cuando en realidad lo esperable era que de dicha suma de males surgiera "un mal compuesto." La realidad de muchas de nuestras democracias parece reafirmar esta sospecha, por ejemplo, cuando vemos que distintas ramas del gobierno se ligan entre sí para incrementar los propios beneficios. Esto es, en lugar de pensar -como Madison- que estos funcionarios autointeresados, persiguiendo su propio interés, van a terminar favoreciendo al resto de la sociedad, es más fácil esperar que estos lleven adelante sus propósitos autointeresados, uniendo sus impulsos egoístas para obtener beneficios (privados) todavía mayores. Una idea extendida en el imaginario colectivo, según la cual "la clase política sólo trabaja para sí misma, en perjuicio de toda la ciudadanía" reflejaría lo que aquí se predice.
Dicho caso, por supuesto, tiende a llegar a su extremo cuando las distintas ramas del poder responden a una misma fuerza política. En tales casos, la ya difícil promesa de los múltiples controles simplemente tiende a disolverse. Así, si el Ejecutivo y la mayoría de los miembros del Congreso provienen de un mismo partido político, puede ocurrir que uno u otro poder (habitualmente el Congreso) comience a perder fuerza, hasta convertirse en un mero apéndice del otro. Del mismo modo, si ambas Cámaras responden a un mismo grupo, entonces, los prometidos beneficios del bicamerahsmo también resultan anulados.
Por otro lado, si las ramas del poder estuvieran en manos de distintos grupos, y las diferencias entre los integrantes de las mismas fueran irreductibles, de modo tal que sus miembros decidieran no cooperar entre sí, entonces, las consecuencias no serían en absoluto mejores. Nathaniel Chipman, a comienzos del siglo XIX, examinó esta posibilidad y alertó acerca de un estado de permanente tensión entre distintos intereses, como primer producto esperable de la aplicación del sistema de "frenos y contrapesos." En su opinión, la situación que era dable esperar, a partir de la puesta en marcha de dicho esquema institucional era una de "guerra perpetua entre [un interés] en contra del otro o, en el mejor de los casos, una guerra armada, mantenida a partir de negociaciones constantes, y cambiantes combinaciones, destinadas a prevenir la destrucción mutua; cada partido uniéndose, a su turno, con su enemigo, en contra de algún enemigo todavía más fuerte" (Chipman, 1833, p. 171).
Las expectativas debieran ser todavía peores para el caso en que el grupo en el poder tuviera una necesidad urgente de promover alguna o varias iniciativas, superando el bloqueo que le promete la fuerza opositora (fuerza que ocupa también puestos públicos clave, y que está dispuesta a hacer difícil el camino del oficialismo). En dicho caso, lo esperable es que se activen mecanismos "extorsivos": un grupo, previsiblemente, contribuirá a la aprobación de una cierta ley si y sólo si se le da "algo" a cambio (otra ley, algún cargo, alguna otra ventaja lícita o no). En tal sentido, la aprobación de normas puede comenzar a depender cada vez menos en las buenas razones que hay en favor de ellas, y cada vez más de los beneficios privados o favores que se distribuyan a cambio de su aprobación. Así, la existencia de múltiples fuentes de control institucional se convierte en una pesadilla tan gravosa como la opuesta (la ausencia total de controles): ahora, cada nueva agencia de control amenaza con convertirse en un nuevo centro extorsivo.
Finalmente, cabe revisar críticamente, también, el argumento según el cual resulta beneficioso para todos el hecho de que sean muchas las "manos" que intervienen sobre una misma decisión, antes de que ésta gane en fuerza de aplicación efectiva. Aún en un escenario de actores que obran de buena fe, no resulta nada claro que la intervención de una multiplicidad de funcionarios sirva para "pulir" o "perfeccionar" una ley, limando sus posibles errores, o salvando sus imprecisiones. Dicha sobrecarga de funcionarios actuando sobre una misma norma promete, más bien, resultados poco atractivos. Para entender el por qué de esta afirmación conviene, en primer lugar, reflexionar sobre los distintos elementos que suelen estar presentes en situaciones de este tipo. Fundamentalmente, es esperable que los distintos funcionarios intervinientes en este proceso de análisis legal tengan una legitimidad de origen muy diversa (por ejemplo, legisladores de origen popular; jueces escogidos por su capacidad técnica); deriven su origen, en todo caso, de mayorías diferentes, agrupadas en tiempos muy diferentes (los jueces, tal vez, a una coalición predominante muchos años y aún alguna década atrás; legisladores recién elegidos; otros políticos nombrados varios años atrás); y provengan de espacios geográficamente muy distantes (Senadores de distintas provincias; Diputados tal vez mayoritariamente de algún centro urbano superpoblado; un Presidente votado a lo largo de todo el país). Dentro de un contexto semejante, es dable esperar que la ley, más que beneficiarse con un paulatino "pulido," resulte afectada por la multiplicidad de "retazos" que se le agregan o quitan en cada instancia de control, y que amenazan con hacerle perder completamente su sentido original (Nino, 1992; Waldron, 1999). Claramente, este no es un resultado necesario del proceso real de creación normativa, pero sí constituye una posibilidad altamente probable, derivada de un esquema institucional como el que todavía rige en una mayoría de democracias modernas. En definitiva, y por todo lo dicho, el sistema de "frenos y contrapesos" está lejos de asegurarnos los beneficios que proclama. Ello, tanto para el caso de que las distintas ramas del poder sean ocupadas por fuerzas políticas diferentes, como para aquellas otras situaciones en donde los distintos poderes se encuentren en manos de fuerzas de un mismo color.
Apuntes para una crítica normativa del constitucionalismo americano
Las referencias anteriores, destinadas a examinar la "lógica" del sistema de "frenos y contrapesos," nos deja ya entrever una diversidad de problemas normativos propios de aquel esquema. Aquí me concentraré en el examen de algunos problemas vinculados con la concepción de la democracia implícita en mecanismos como el examinado. En primer lugar, conviene destacar que el esquema de "frenos y contrapesos" se encuentra fundado sobre el compromiso de la "no-opresión," y la necesidad -aparentemente derivada de aquel compromiso- de asegurar la presencia institucional de minorías y mayorías. Como diría Hamilton: "[give] all the power to the man, they will oppress the few. Give all the power to the few, they will oppress the many. Both therefore ought to have power, that each may defend itself against the other" (Farrand, 1937, 3, p. 288).20 Una estrategia como ésta pretende que mayorías y minorías se vean obligadas a "pactar" cada decisión antes de convertirla en ley, con lo cual pretende ayudar, obviamente, al objetivo de la "no-opresión" (ello dependiendo, por ejemplo, de que el sistema institucional no deje grupos excluidos). Sin embargo, no es nada claro que de ese modo se sirva a la democracia, aún leyendo tal idea de un modo muy poco exigente. Por el contrario, y en caso de ser exitoso, dicho esquema viene a asegurar una sobredosis de poder a las minorías en el diseño de leyes (a las que, básicamente, se equipara en poder a las mayorías), diluyendo consiguientemente el natural predominio que merece la mayoría en cualquier versión más o menos sensata de la democracia.
En segundo lugar, el mecanismo de "pulido" normativo a cargo de "muchas manos" -al que hiciera referencia al final de la sección anterior- nos sugiere también una concepción poco atractiva en materia de democracia. En efecto, todos podemos defender la idea de que las decisiones sean "pensadas dos (o más) veces," como modo de perfeccionar los contenidos de las mismas. Algunos -quienes defienden, por caso, una concepción deliberativa de la democracia (Elster, 1998; Nino, 1996)-, pueden considerar valioso que cada decisión procure informarse a partir de la diversidad de puntos de vista existentes en la sociedad. Sin embargo, ninguna de tales posturas merece retomar el ideal de los "frenos y contrapesos," tal como el mismo fuera concebido. En efecto, dicho esquema asegura, según viéramos, que los miembros de distintos órganos institucionales, elegidos en distintos tiempos y lugares, a partir de distintas razones, y de distinto modo, tengan alguna especie de "veto" o "poder correctivo" sobre la decisión final. Pero la decisión de multiplicar el número de "manos" que intervienen en el proceso normativo tiene poco que ver con el ideal de contar con mayor diversidad de "voces" o "puntos de vista." En la que, según entiendo, es la más exigente y a la vez más atractiva interpretación de la idea deliberativa de la democracia -una que vincula a la misma con un proceso colectivo de discusión, en el cual la ciudadanía tiene un rol protagónico- dicha contradicción es obvia. En efecto, en el esquema que aquí se propone la discusión ciudadana no sólo no resulta especialmente alentada sino que, en caso de darse, puede ser repentinamente abortada, típicamente, por la decisión más o menos incontrolada del Ejecutivo -en particular en democracias hiper-presidencialistas- o por una decisión judicial. Pero aún si no adoptamos esta versión exigente de la democracia deliberativa, y vinculamos a la misma a una que alienta la discusión entre las distintas ramas del poder (Holmes, 1995; Ackerman, 1984), los problemas permanecen. Y es que la idea de diálogo nos resulta atractiva, en todo caso, por los componentes igualitarios que posee: dicha idea apela, en efecto, a una situación en donde distintas personas, grupos o instituciones intercambian argumentos desde una posición de relativa igualdad. Sin embargo, ésta no es la situación en la que nos encontramos en este caso ya que, por un lado, algunas ramas de poder cuentan con un poder de "imposición" que las demás no tienen (así, las ramas políticas pueden insistir en su enfrentamiento con la rama judicial, pero si ésta, en su última instancia, se obstina en mantener una cierta posición, ella se torna básicamente inamovible).21 Pero además, y según vimos, la supuesta noción de diálogo puede ser (como tiende a serlo en las democracias "realmente existentes") re-descripta como una en donde distintos órganos, de legitimidad y representatividad enormemente diversa, "golpean" sobre una decisión, le quitan "trozos" y agregan otros, hasta tornarla irreconocible. Por lo demás, y justamente en razón de la falta de responsabilidad institucional de muchos de estos órganos, y la falta de transparencia pública de los procesos decisorios del caso, dicho panorama puede llegar a adquirir las peores formas imaginables. En ellas, ya no sólo no quedan vestigios de diálogo, sino que nos encontramos con distintos órganos "extorsivos," desde donde distintos representantes del poder público pueden ejercer más o menos discrecionalmente su autoridad, y hacer pagar al público por ello.
En tercer lugar, el carácter democrático de este diseño institucional se ve afectado por la decisión fundacional de organizar al mismo a partir de una sobrecarga de controles "internos" o "endógeneos" (los examinados "frenos y contrapesos"), en desmedro de otros "populares" o "exógenos." Podemos olvidar, al respecto, las razones elitistas que se dieron en su momento para fundar esa elección (razones vinculadas con la incompetencia de la ciudadanía para discutir colectivamente de un modo racional). Pero lo cierto es que, a resultas de aquél proceso constituyente, la ciudadanía fue "desarmada" de herramientas de control sobre sus representantes. Se eliminaron entonces (pienso en este caso particular en el ejemplo norteamericano) algunas de las herramientas de control popular existentes en las Constituciones locales (el derecho de instruir a los representantes y el de revocarles los mandatos en caso de incumpliminto de sus promesas; la utilización del jurado para todo tipo de causas, y para la decisión de cuestiones de prueba y de fondo; las elecciones anuales; la rotación obligatoria en los cargos; etc.); y se decidió desalentar la búsqueda de otros instrumentos alternativos capaces de reforzar el protagonismo cívico frente al de sus representantes (el voto obligatorio; la reserva de lugares especiales o derechos especíales de veto para minorías desaventajadas, frente a cuestiones que les afectan particularmente; el control público estricto del uso del dinero en política; etc.).
En lo que aquí interesa, la decisión de marginar o reducir a su mínima expresión (el voto periódico) los controles "externos" resulta muy objetable. Claramente, para quienes se encuentran comprometidos con ideas robustas de la democracia (Barber, 1985), o defienden el ideal de la deliberación ciudadana, dicho escenario es simplemente el peor posible. Aún si no suscribimos dichos exigentes ideales de la democracia, lo cierto es que la opción aquí bajo examen -la de menguar el rol de los controles "externos"- debiera resultar poco atractiva para cualquier demócrata, sobre todo si, como tiende a ocurrir en Latinoamérica, ella resulta acompañada de sistemas decisiorios concentrados en la autoridad del presidente. Por supuesto, la ilusión de un presidente "popular" puede hacer que se desvanezcan, incialmente, tales problemas: con él tomando las decisiones que "el pueblo" le demanda, la voluntad colectiva parece estar de parabienes. El problema, por supuesto, llega cuando los "mensajes" ciudadanos se tornan más difíciles de interpretar; o sus contenidos más difíciles de llevar a cabo; o cuando, como es natural, comienzan a demostrar una complejidad que inicialmente parecían no tener. En tales situaciones, comienzan a tornarse visibles las dificultades de aquella opción que viene a degradar a la democracia, y que aquí, por obvias, dejo simplemente sugeridas.
Por lo demás, las limitaciones sobre la ciudadanía no se observan sólo en las esferas más propiamente políticas del sistema institucional. Obviamente, ellas encuentran reflejo, también, en la esfera judicial. Cabe enfatizar cuál tiende a ser la situación propia de una mayoría de democracias constitucionales, en este respecto. En ellas, los jueces tienen a su cargo la resolución última de los casos constitucionales lo que significa, por un lado, que ellos están a cargo de resolver los conflictos sociales más importantes, y por otro que, dentro de estas democracias constitucionales, magistrados no elegidos popularmente (pienso, sobre todo, en los miembros de los tribunales superiores) guardan el poder final de determinar cuál es el significado "real" de la Constitución en los casos concretos. La cuestión tiende a ser todavía más seria porque, por un lado, no contamos con ningún acuerdo en materia de interpretación constitucional, lo que les da un amplísimo margen de maniobra para decidir cada caso en favor de una solución o la contraria (en definitiva, los usuales votos disidentes, frente a cada decisión de los tribunales superiores, simplemente ratifica la existencia de esa radical posibilidad). Por otro lado, debe tenerse en cuenta que los jueces de los tribunales superiores no sólo no son elegidos popularmente sino que, además, tienden a conservar sus cargos de por vida o, en todo caso, tienden a permanecer inmunes frente a cualquier desafío popular. Cabe notarlo, derechos tan extremos como el de llevar adelante un juicio político contra un juez -por lo demás, una empresa habitualmente muy difícil- no pueden ejercerse en razón de que la comunidad difiere sistemáticamente con las decisiones de un juez, a resultas de sus convicciones más meditadas. Instancias tales como las del juicio político quedan restringidas, fundamentalmente, a los excepcionales casos en que un juez es sospechado de haber cometido algún tipo de delito en el ejercicio de sus funciones: el contenido de sus sentencias se encuentra protegido contra toda impugnación popular, y los jueces con ellas. En definitiva, el sistema institucional no sólo dota a los jueces de poderes extraordinarios, sino que además otorga a estos una virtual inmunidad frente a la ciudadanía y sus representantes.
Finalmente, y dicho lo anterior, conviene apuntar, al menos, un problema adicional que aquella opción por una "democracia de representantes" tiende a crear, especialmente en la actualidad. La cuestión sería la siguiente: si es cierto que el referido "principio de la desconfianza" tuvo la influencia que aquí se sugiere que tuvo, y es cierto también que el sistema institucional de él derivado fue uno destinado a separar (más que a vincular) a representantes de representados (como describiera Bernard Manin), y a desalentar (más que a promover e integrar) la intervención ciudadana, luego, cómo no esperar un severo desajuste entre dicho sistema institucional y las elevadas demandas y expectativas ciudadanas que distinguen a nuestra época? El hecho es que hoy, según asumo, y por razones aquí inexplorables, la ciudadanía americana se muestra políticamente "activada," pero encuentra frente a sí un sistema institucional que no se encuentra bien preparado para responder a sus (cada vez más urgentes) reclamos. No existen canales adecuados para favorecer la participación cívica; no existen canales adecuados para recoger aquellas ansias participativas; y el voto -la única herramienta institucional apropiada para que la ciudadanía presente sus exigencias ante quienes la representan- resulta un instrumento extraordinariamente torpe para vehiculizar la diversidad y los infinitos matices de los clamores ciudadanos. El constitucionalismo nació, en definitiva, respaldado por una visión "estrecha" o "fina" de la democracia, pero se encuentra hoy con que la ciudadanía tiende a suponer como obvia una visión más "ancha" o "gruesa" de la misma. Entre ambas visiones presenciamos hoy una tensión que parece ser explosiva y que requiere, qué duda cabe, remedio.
Una situación de alienación constitucional
El constitucionalismo americano, tal como fue concebido entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX, parece encontrarse en problemas. Muchos de esos problemas tienen que ver -al menos éso es lo que aquí hemos sugerido- con las ideas con las que se lo concibió, y los modos en los que se lo diseñó. La maquinaria institucional entonces creada muestra cada vez más vivamente sus problemas. Ante todo, ella se alimenta del combustible más peligroso -la ambición individual- a la vez que refuerza cotidianamente dichas disposiciones del carácter. Del mismo modo, resultan cuestionables las piezas seleccionadas para su armado, y la disposición final de los engranajes. En tal sentido, la maquinaria institucional parece ser insatisfactoria en su propia lógica. En su mejor presentación al menos, ella pretendía favorecer la integración social; alentar la celebración de acuerdos entre sectores diferentes; impedir las mutuas opresiones; bloquear el dictado apresurado de normas; promover el bien común. Sin embargo, los resultados tienden a ser más bien opuestos a aquellos. La mecánica que se alienta es una de "mutuas extorsiones" o "mutuo bloqueo;" a la vez que se facilita la opresión o el mero olvido de segmentos amplios de la población, que carecen de poderes efectivos para operar sobre sus propios representantes. Finalmente, la maquinaria diseñada resulta cuestionable en cuanto a muchos de los valores que la animan. Ella se basa en una visión de la democracia que, muy posiblemente -y éste es sólo un supuesto de mi parte- una mayoría de personas encontraría extraña, y respecto de la cual no se sentiría identificada.
Si apreciaciones como las anteriores tuvieran alguna plausibilidad, ellas nos ayudarían a entender una situación tan difícil como la que se puede reconocer en muchas democracias modernas. Así, nos ayudaría a entender una situación a la que describiría como de alienación legal. Según entiendo, existe una situación tal cuando una mayoría de la población deja de reconocer en la organización constitucional22 un orden que expresa más o menos adecuadamente su voluntad, para pasar a considerar a la misma como algo ajeno, que no viene a servir al autogobierno personal y colectivo, sino a dificultarlo. El aparato constitucional resulta, en tal sentido, un obstáculo y no un medio para el logro del autogobierno. En situaciones de este tipo, es dable esperar, los representantes tienden a actuar más o menos discrecionalmente -es decir, aquí, sin mayor atención a los reclamos ciudadanos ni a sus promesas electorales. Los órganos judiciales resultan, de modo similar, inaccesibles para amplios segmentos de la población, a la vez que tienden a producir decisiones que profundizan aún más dicha situación de alienación (por ejemplo, tomando a las víctimas como victimarios, criminalizando la protesta social, reaccionando en contra más que a favor de quienes más necesitan de ellos, i.e., mujeres golpeadas; trabajadores accidentados). Las herramientas una vez creadas, pensadas, o justificadas como resultado del autogobierno y como medio para servir al mismo, comienzan a trabajar en contra de dicho ideal, socavándolo hasta desvirtuarlo.
Una descripción tal podría ayudarnos a explicar muchos de los fenómenos más dramáticos aparecidos en América, en las últimas décadas; a ver a los mismos no como resultados coyunturales o meramente circunstanciales sino como productos -al menos en parte- de un defectuoso sistema institucional; y nos ayudaría también a dejar de lado otras explicaciones menos plausibles frente a tales sucesos (como las que apelan al carácter inherentemente corrupto de las dirigencias locales; o a la apatía y el descompromiso político de los ciudadanos). Dentro de aquel cuadro, no resultarían sorprendentes fenómenos tan habituales en Latinoamérica, como el de presidentes que al día de ser elegidos realizan exactamente lo contrario a lo prometido hasta el día anterior; ni extraña la situación de una justicia que, simplemente -y gracias a los poderes de que fue dotada, y la falta de controles sobre la misma- se encuentra capacitada para decir casi todo, casi de cualquier manera. Esta aproximación, por último, nos empuja a llevar adelante nuestros estudios de otro modo, es decir, a partir de las graves falencias del constitucionalismo y no, simplemente, a partir de sus marginales, sutiles, u ocasionales imperfecciones.
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1 Pocas obras analizan este período tan lúcida e informadamente como la de Wood (Wood 1969, 1992, 2002). Para el tipo de discusiones que aquí nos interesan ver también Pole (1966); Reid (1989); Storing (1981); Vile (1967).
2 En el mismo texto, Madison se refería a los diversos intereses en que la Nación se encontraba dividida. Señalaba entonces las diferencias que separaban a unos de otros. Decía: "Those who hold and those who are without property have ever formed distinct interests in society. Those who are creditors, and those who are debtors, fall under a like discrimination. A landed interest, a manufacturing interest, a mercantile interest, a moneyed interest, with many lesser interests, grow up of necessity in civilized nations, and divide them into different classes, actuated by different sentiments and views. The regulation of these various and interfering interests forms the principal task of modern legislation, and involves the spirit of party and faction in the necessary and ordinary operations of the government."
3 "The latent causes of faction are thus sown in the nature of man; and we see them everywhere brought into different degrees of activity, according to the different circumstances of civil society. A zeal for different opinions concerning religion, concerning government, and many other points, as well of speculation as of practice; an attachment to different leaders ambitiously contending for pre-eminence and power; or to persons of other descriptions whose fortunes have been interesting to the human passions, have, in turn, divided mankind into parties, inflamed them with mutual animosity, and rendered them much more disposed to vex and oppress each other than to co-operate for their common good" (El Federalista, n. 10).
4 Conviene decir que aquí, como en otros casos, Madison desplazaba demasiado rápido un problema nada sencillo -en éste caso, el referido a los riesgos de las facciones minoritarias. Ver, al respecto, el excelente y clásico trabajo de Dahl (1963).
5 "If a faction consists of less than a majority, relief is supplied by the republican principle, which enables the majority to defeat its sinister views by regular vote. It may clog the administration, it may convulse the society; but it will be unable to execute and mask its violence under the forms of the Constitution. When a majority is included in a faction, the form of popular government, on the other hand, enables it to sacrifice to its ruling passion or interest both the public good and the rights of other citizens" (El Federalista, n.10).
6 "The causes of faction cannot be removed, and that relief is only to be sought in the means of controlling its effects" (El Federalista, n. 10).
7 "But the great security against a gradual concentration of the several powers in the same department, consists in giving to those who administer each department the necessary constitutional means and personal motives to resist encroachments of the others" [El Federalista, n. 51).
8 "In the first place, the provision does not reach the case of a combination of two of the departments against the third. If the legislative authority, which possesses so many means of operating on the motives of the other departments, should be able to gain to its interest either of the others, or even one third of its members, the remaining department could derive no advantage from its remedial provision. I do not dwell, however, on this objection, because it may be thought to be rather against the modification of the principle, than against the principle itself. In the next place, it may be considered as an objection inherent in the principle, that as every appeal to the people would carry an implication of some defect in the government, frequent appeals would, in a great measure, deprive the government of that veneration which time bestows on every thing, and without which perhaps the wisest and freest governments would not possess the requisite stability. [Thirdly, it is the] danger of disturbing the public tranquillity by interesting too strongly the public passions, is a still more serious objection against a frequent reference of constitutional questions to the decision of the whole society. Notwithstanding the success which has attended the revisions of our established forms of government, and which does so much honor to the virtue and intel ligence of the people of America, it must be confessed that the experiments are of too ticklish a nature to be unnecessarily multiplied" (El Federalista, n. 49).
9 "In all very numerous assemblies, of whatever character composed, passion never fails to wrest the scepter of reason" (El Federalista, n. 55).
10 Así, en su artículo 21, el documento decía que "El Gobierno de esta provincia nunca ejercerá los poderes Legislativo y Judicial, o uno, u otro de los dos; el Legislativo nunca ejercerá los poderes Ejecutivo y Judicial, o alguno de ellos. El Judicial nunca ejercerá los poderes Legislativo, o Ejecutivo, o alguno de los dos, a fin de que sea un Gobierno de las leyes, y no de tiranos."
11 En Perú, la resistencia hacia los sistemas bicamerales se mantuvo, también, en experimentos constitucionales importantes, como los de 1856, y 1867. La última había vuelto a consagrar un unicameralismo "puro," mientras que la anterior se había inclinado por establecer un sistema heterodoxo, en el cual la Cámara era única, pero ella se dividía por sorteo, año a año, por lo cual funcionaba, de hecho, como un cuerpo bicameral, pero con origen en una misma fuente electoral.
12 Aquella reacción ante el primer constitucionalismo (aparentemente) radicalizado de Latinoamérica encontraría eco, más adelante, en críticas como las formuladas por Andrés Bello contra la Constitución chilena de 1828 (que -en su opinión- había consagrado la anarquía en el país); o las de Lucas Alamán contra la Constitución mexicana de 1824 (por razones básicamente idénticas a las de Bello); o las de Gamarra contra la Constitución peruana de 1828.
13 En su "Discurso de Angostura" de 1819 diría al respecto que "nada es tan peligroso con respecto al pueblo, como la debilidad del Ejecutivo; y si en un reino (Inglaterra) se ha juzgado necesario concederle tantas facultades, en una república son éstas infinitamente más indispensables" (Bolívar, 1976).
14 En su opinión, "Nuestro triunvirato carece, por decirlo así, de unidad, de continuación y de responsabilidad individual; está privado de acción momentánea, de vida continua, de uniformidad real, de responsabilidad inmediata; y un gobierno que no posee cuanto constituye su moralidad, debe llamarse nulo." Ibid.
15 La Constitución creaba la figura de un "Supremo Director" -elegido a partir del voto de la (muy limitada) ciudadanía, y capacitado para ser reelegido una vez- en quien depositaba el Poder Ejecutivo. Entre las muy amplias atribuciones del Director (similares a las establecidas por la autoritaria Constitución del 22), se encontraba la de tener la iniciativa, habitualmente exclusiva, en el dictado de las leyes.
16 En su anteproyecto, Egaña hijo dotó al presidente de poderes excepcionales: le concedió facultades legislativas (de hecho, el art. 57 de su proyecto sostenía que el Congreso estaba compuesto por "el presidente de la República y de dos Cámaras"); lo autorizó a declarar el estado de sitio en caso de necesidad; le garantizó la posibilidad de ser reelecto indefinidamente; lo facultó para disolver la legislatura frente a circunstancias muy graves; le concedió un poder de veto absoluto (el proyecto vetado no podía volver a ser propuesto hasta las sesiones del año siguiente, y sólo en caso de que se contase con una mayoría de dos tercios); le permitió elegir y remover a voluntad a los intendentes de provincia y gobernadores de los departamentos, y a los magistrados de primera instancia y Cortes superiores, a propuesta en terna del Consejo de Estado; y lo libró de la presencia de procedimientos destinados a asegurar su responsabilidad. El proyecto y las iniciativas de Egaña fueron objeto de fuertes discusiones que tuvieron a aquél y al liberal Gandarillas como principales protagonistas. Finalmente, la propuesta del conservador no se convirtió en Constitución, pero ejerció en cambio una decisiva influencia en la redacción final de la misma.
17 Ello, según declarara en carta a su padre, del 21 de julio de 1827 (Collier, 1967, p. 347).
18 Por ejemplo, Gabriel García Moreno, que había sido consagrado presidente del Ecuador en 1861, se familiarizó con dicho modelo durante una estancia en Chile, como Ministro Plenipotenciario de su país. A la vuelta en su país, y de regreso a la presidencia (cargo que re-obtuvo en 1869) García Moreno procuró emular directamente el modelo constitucional autoritario que había conocido en Chile, y a tal fin dictó la muy conservadora Constitución de 1869 -una de las más autoritarias jamás creadas en la región. Otros notables líderes políticos -como en el caso de los argentinos Domingo Sarmiento o Juan Bautista Alberdi- llegaron al conocimiento del ejemplo chileno durante el exilio que sufrieran a resultas del gobierno de Rosas en su país. El caso de Alberdi destaca, al respecto, de modo muy especial, gracias al grado de influencia que alcanzaría su obra fuera de su país, y particularmente dentro del mismo -en donde su obra cumbre, las Bases- llegó a representar el principal documento de apoyo durante los trabajos de la Convención Constituyente de 1853. En su conocido trabajo, el jurista argentino sostuvo de modo explícito la necesidad de desviarse del omnipresente modelo constitucional norteamericano, a la hora de diseñar los poderes del Poder Ejecutivo. En su opinión, era necesario en estos casos prestar atención a otros modelos, aparentemente más ajustados a la realidad de la región, y en los que indefectiblemente el Poder Ejecutivo resultaba enormemente fortalecido. El modelo al que Alberdi aconsejó mirar era el de Chile que, según parecía, había dado con la buscada fórmula para la estabilidad política, en tierras rebeldes como las de Latinoamérica.
19 Esto es, es posible rescatar de dicho sistema la capacidad del mismo para enriquecer el proceso de toma de decisiones. Los distintos actores del sistema, en efecto, se ven obligados a anticipar las posibles objeciones de los demás jugadores modificando de antemano sus propuestas iniciales, introduciendo variables destinadas a contemplar los restantes intereses en juego. Cada uno se encuentra forzado a pensar en los demás, a encontrar en sus iniciativas aspectos que puedan servir al resto de la sociedad.
20 Madison defendía exactamente la misma posición (Farrand, 1937, 1, p. 431).
21 Por supuesto, el hecho de que las restantes ramas, o toda la sociedad, pueda "activarse" entonces, contra la Corte, no torna a este ideal, tampoco, más atractivo. Por el contrario, dicha frustración colectiva ratifica los rasgos "alienantes" del sistema institucional.
22 No me refiero en este caso, particular o exclusivamente, a la Constitución, sino a lo que J. Rawls denomina la "estructura básica" de la sociedad, que incluye por supuesto a la Constitución, pero que trasciende fundamentalmente el mero "texto" de la misma.