La desigualdad es un hecho tan elemental
de la experiencia humana, que la gente trata
constantemente de darle sentido.
R. Sennett
1.
Nunca es mal momento para repensar, y llegado el caso actualizar, ese conjunto de conceptos y ese racimo de valores que de manera inopinada conforman la realidad que tercamente se nos impone y a la que, con más o menos fortuna, tratamos incesantemente de dar sentido. Y, sin embargo, la reivindicación intempestiva de pasar por el cedazo de la crítica un término tan de justicia entre nosotros como el de meritocracia es presumible que genere, antes incluso de ser leído, un inicial recelo, secundado por un más que probable desconcierto. Tan interiorizadas como están las reglas del juego neoliberal —digámoslo de una vez: nos vencieron y nos convencieron—, a nadie puede sorprender, ya que constituya una verdadera provocación el suspender, si quiera por un momento, un valor tan consagrado entre nosotros como el de la meritocracia.
Pues bien, con esto y con todo, lo que me gustaría emprender en las páginas sucesivas es una puesta entre paréntesis del término “meritocracia”, con miras a poder abordarlo con el rigor y sin el escrúpulo que estimo necesarios. 1 En suma, y por cifrar el itinerario de alguna manera, tratar de responder a la siguiente pregunta: ¿Merece ser utilizado el término meritocracia?
2.
Tras un primer análisis, siguiendo los morosos senderos del afamado volumen de historia económica El capital en el siglo XXI, T. Piketty me ha permitido despejar la incómoda desazón que pretendo articular en este texto.
Lo que Piketty destapa en su libro, aunque luego no despliegue —y de esto nos ocuparemos más adelante— es que si bien no hay evidencia empírica en los dos últimos siglos para defender ningún avance significativo en lo que a la meritocracia se refiere, no deja por ello de ser menos cierto que la meritocracia encarna un anhelo inherente a nuestra condición moderna y democrática. 2
A mi entender, la primera confusión que debemos enfrentar a la hora de manejar este concepto, de medir con justeza su pertinencia o no, tiene que ver precisamente con distinguir apropiadamente la realidad y el deseo, y con evitar caer en la tentación especiosa de mezclar la ilusión con la esperanza. Es muy probable, así pues, que estas cauciones partan de una inadvertida raíz común: la confianza en un mundo justo que habría de retribuir a cada uno lo suyo (aceptando, por mor de lo cual, desigualdades justas) y, asimismo, la falta de correspondencia entre el prurito antes señalado y una realidad en donde la desigualdad casi siempre es injusta 3 . Pues bien, en esta incapacidad para dar sentido a la incongruencia entre creencias y experiencias se halla, según lo veo, el fondo del problema.
3.
La propuesta que pretendo aflorar toma como punto de partida la lectura de Educación liberal. Un enfoque igualitario y democrático de Rodolfo Vázquez (1997).
En concreto, el apartado en cuestión que me gustaría revisitar es el ubicado en el capítulo III, 1, 1.1., titulado: “Igualdad y educación”. El interés por este rótulo obedece a una observación perogrullesca, y tal vez por ello en general desatendida, que viene a decir poco más o menos que la sociedad suele coincidir en el hecho de que debería tratarse de forma igual a todos sus miembros, aunque discrepe, sin embargo, en los criterios y las prioridades para hacerlo (Nagel, 1996, p. 69).
Vázquez comenzaba este punto presentando las múltiples opciones a la hora de conjugar la igualdad, la educación y la justicia, esto es, la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades y la igualdad de resultados. Una vez expuesta la tríada, Vázquez (2010, p. 123) mostraba un especial interés por la segunda de ellas, sin menospreciar por ello las restantes:
No es mi propósito hacer un análisis minucioso de cada una de éstas. Sin embargo, sin dejar de hacer mención a la igualdad frente a la ley y reconocer la enorme importancia del debate contemporáneo en torno a los criterios de justicia distributiva, pienso que resulta más provechoso dedicar un mayor espacio al tratamiento de la igualdad de oportunidades en la educación.
Pues bien, no sin antes reconocer poco después que un derecho igualitario a la educación exigiría un reconocimiento sustantivo y no meramente formal —cuya traducción material demandaría un Estado con deberes positivos—, Vázquez ( Ibidem, p. 126) se adentraba en el escurridizo asunto de la meritocracia. He aquí sus palabras:
En la práctica, la igualdad de acceso se traduce en la eliminación de discriminaciones injustas y, positivamente, en la estricta consideración de los méritos. Ésta es la forma de igualdad de oportunidades que satisface el modelo tradicional de la meritocracia.
Interesa y mucho este punto ya que, como el mismo Vázquez advertía, la igualdad de oportunidades se subdividía a su vez en dos momentos: el acceso y el punto de partida. La distinción no era un asunto menor pues, diligentemente inspeccionada, la igualdad de acceso –la normalmente contemplada– solo sería garante, por sí sola, de una parte de esa otra igualdad más extensa y compleja. O mejor dicho, faltaría todavía por incluir, para completar debidamente la ecuación, la igualdad en el punto de partida, es decir, no sólo la que velaría por garantizar las reglas del fair play en la competición, sino la que tendría que revisar, y llegado el caso corregir, la situación en la línea de salida: [la igualdad de oportunidades en el punto de partida] “trata de corregir las desigualdades en los méritos derivada de la situación familiar y social, especialmente en sus aspectos económicos y culturales” (Ibidem, p. 136).
En este estadio, y cuando parecía que la igualdad de oportunidades se imponía como un modelo sin fisuras, cuando todo apuntaba a que se había alcanzado prácticamente el equilibro perfecto, Vázquez (Ibidem, p. 138), ayudándose de un célebre pasaje de La teoría de la justicia de Rawls, aventuraba una posible complicación, una objeción en definitiva, a la propuesta previamente desplegada:
Aun aceptando que se pueda lograr una igualdad de oportunidades sustantiva, se alcanzaría un sistema que conlleva un componente de arbitrariedad y, por lo tanto, de “injusticia”, en tanto que permite, en términos de Rawls, “la lotería de los talentos naturales”
Si recapitulamos, a tenor de los pasajes citados y de la marcha argumentativa, podríamos dejar en claro lo siguiente: la igualdad de oportunidades —que, es importante señalar, sólo sería capaz de corregir desigualdades en los méritos fruto de la situación familiar y social, nunca la suerte de los talentos o dones naturales— en último término, “se suaviza aunque no se resuelve definitivamente” (Idem).
4.
Acerquémonos al primer asunto polémico, esto es, a aquel en el que juiciosamente se aventuraba una suavización de la desigualdad, aunque no una resolución definitiva. En este punto, sería legítimo reclamar a Vázquez no haber abundado algo más en esta cuestión. Efectivamente, son harto conocidos el esfuerzo y el tesón con que la Sociología de la educación, a través de sus innumerables estudios, ha tratado de desmontar no solo la “igualdad formal”, sino también la “igualdad de oportunidades” que preconiza el sistema educativo. Sobre este particular, un clásico en la materia como Los herederos (1964) de Bourdieu y Passeron podría servirnos de hito y prueba para respaldar la queja.
El propósito empeñado en este estudio no era otro que explicitar y ponderar el peso que la familia ejercía en la transmisión de los diferentes tipos de capital, y lo que es si cabe más relevante para el caso: de entre ellos no sólo el obvio, el económico, sino también y sobre todo, el social y cultural. 4 El asunto se las presumía complejo y delicado puesto que, al heredarse de manera discreta —al ser una herencia, digamos, invisible socialmente— terminaban discriminando a la postre, esto es, sin levantar manifiestas sospechas y en perjuicio de los más desafortunados. Según Bourdieu y Passeron (2012, p. 104), de resultas de ello, las desigualdades sociales terminaban traduciéndose en privilegios —no sólo económicos— que reaparecerían simbolizados, y en ocasiones fetichizados, en forma de méritos:
La ceguera frente a las desigualdades sociales condena y autoriza a explicar todas las desigualdades —particularmente en materia de éxito educativo— como desigualdades naturales, desigualdades de talentos.
Esta lógica evidentemente cuestionaba la factibilidad de una igualdad en el punto de partida, así como de sus medidas ad hoc para lograrla (discriminación negativa, acciones afirmativas, etc.), puesto que no resultaba ciertamente fácil imaginar cómo el Estado, sin caer en autoritarismos morales, podría suplir el papel de la familia en este sentido. 5
Abordemos, ahora, la segunda causa controvertida; es decir, aquella relativa a la “lotería natural” rawlsiana. Sorprendía también en este punto que Vázquez no hubiera agotado las consecuencias que toda herencia entraña en su arbitrariedad. Recuerden lo que Rawls (2014, p. 106) esgrimía:
No merecemos el lugar que tenemos en la distribución de los dones naturales, como tampoco nuestra posición social en la sociedad. Igualmente, problemático es el que merezcamos el carácter superior que nos permite hacer el esfuerzo por cultivar nuestras capacidades, ya que tal carácter depende, en buena parte, de condiciones familiares y sociales afortunadas en la niñez, por las cuales nadie puede atribuirse mérito alguno. La noción de mérito no puede aplicarse aquí.
Con este pasaje Rawls estaba, a su manera, socavando las condiciones para cualquier escenario meritocrático. Y, efectivamente, condicionar el mérito a capricho del azar era la estrategia perfecta para relegarlo del debate. 6 Era cuestión de tiempo, por lo tanto, desprender el natural corolario, a saber, que la distribución originaria, examinada cerca, no era ni justa ni injusta y, en consecuencia, que lo único que con propiedad podría calificarse en este sentido sería el modo en el que las instituciones se comportasen al respecto 7 . Se comprendía así también que Rawls, acto seguido, tuviera que corregir esta discordancia mediante el “principio de diferencia”, es decir, canalizando las diferencias ventajosas en pro del beneficio común y, por ende, en favor de los más desfavorecidos.
Ahora bien, la cita no se detenía ahí; esta continuaba haciendo hincapié en la marca indeleble que la fortuna familiar y social imprimían en la infancia para, por así decir, actualizar la potencia natural. El hecho de que el aspecto natural fuera rebajado a condición necesaria, pero ya no suficiente, despejaba una grieta por la cual empezar a sospechar de la pureza de la “lotería natural”. O dicho con Bell (1973, p. 411):
Todo esto hace que la cuestión de la relación entre la inteligencia y la herencia genética sea muy delicada. ¿La inteligencia se hereda en gran medida? ¿Se puede elevar la inteligencia nutriéndola? ¿Cómo se pueden separar la capacidad y el empuje innatos del perfeccionamiento logrado a través de la educación?
Las preguntas nada inocentes de Bell nos permitirían incluso dar un giro de tuerca a la “lotería natural”. Pues, como él mismo dejaba entrever, tal vez pudiera darse el caso de que la inteligencia se cultivara. 8 ¿Y si ese fuera el caso? ¿Qué consecuencias acarrearía?
5.
Soy de la opinión de que el concepto de meritocracia tiene el firme propósito de armonizar un oxímoron de difícil concierto, a saber, el de democracia y capitalismo. Y lo cierto es que esta suerte de misión “diplomática” no ha dejado de acompañar como una sombra al término desde su aparición. Tampoco debiera sorprendernos, en este sentido, que Michael Young ya denunciara en su pionero libro —publicado en 1958— The Rise of Meritocracy, no sólo los abusos cometidos en su nombre, sino los que peligrosamente habrían de venir. 9
En efecto, Young (1996, p. 88) alertaba en su escrito acerca de las funestas consecuencias de hacer regir una sociedad bajo el único y restringido criterio de la meritocracia. La razón, según él, era de fácil vaticinio: la fórmula del éxito (Mérito = Talento + Esfuerzo) terminaba traduciéndose en una élite de dirigentes que, si bien rigurosamente seleccionados por tests de inteligencia y títulos académicos, dejaba sin contemplar elementos sustanciales que ameritaban un escrutinio más profundo. Y esto podía certificarse por partida doble, a saber, no solo porque el ascenso social de los estratos más desfavorecidos fuera marginal, sino porque el descenso de las clases más beneficiadas parecía no tener lugar. Pero había más; el sistema educativo, lejos de constituir la plataforma ejemplar en la que diluir estas diferencias, lejos en suma de promover una movilidad social más justa, 10 estaría antes por el contrario favoreciendo y alimentando su reproducción. Habríamos creado una educación —tanto da que sea pública o privada— notoriamente excluyente y, lo que es aún peor, afín a una ideología de claras reminiscencias sociodarwinistas. Y es que, ¿acaso la naturaleza no era sabia en la elección de los más aptos?
Ahora que las personas son clasificadas en virtud de su habilidad, la distancia entre clases se ha incrementado inevitablemente. Las clases altas ya no vacilan ni se cuestionan su status. Hoy los elegidos dan por sentado que su éxito es la justa retribución a su capacidad, a sus genuinos esfuerzos (…) Hoy, la élite asume que los inferiores socialmente son de hecho inferiores (Young, 1996, p. 97)
Lo que cabe rescatar de este cuadro distópico, al menos para el examen que estamos ensayando, es el haber puesto de manifiesto tanto la parcialidad con la que se delimita el mérito, cuanto la complicidad del sistema educativo para reproducirlo y justificarlo. 11 En primer lugar, porque la noción de inteligencia que criticaba Young —y que todavía se encuentra en la mayoría de las escuelas— es harto restringida, como denodadamente y desde hace décadas vienen denunciando psicólogos y pedagogos. 12 En segundo, porque como apenas empezamos a vislumbrar, no está del todo claro qué parte de esa inteligencia o talento sea natural o cultivado. Y en tercer y último lugar, y reuniendo las anteriores, porque al no contemplar las escuelas —y subsidiariamente los Estados— estos sesgos y, consiguientemente, al no ponerles remedio alguno, estarían facultando una segregación tal que situaría en un segundo plano la variable verdaderamente imparcial para el éxito, esto es, el esfuerzo. 13
Este era el diagnóstico de Young, con el paso de las décadas, y arrepentido tras la interesada recepción de su propuesta:
Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa (…) con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado la aprobación para una minoría (…) esta nueva clase tiene todos los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por lo que se reproduce a sí misma. 14
En este punto, retomar a Piketty (2014, p. 42) no sería del todo baladí. Por lo pronto, en razón de su obstinada insistencia en no subestimar el papel mediador del mérito, una vez aceptada la economía de mercado, en sociedades como las nuestras. Ciertamente, lo que en El capital en el siglo XXI se intenta grosso modo demostrar es que el capital, siguiendo la parábola zenoniana de Aquiles y la tortuga, siempre opaca al capital humano o, en paráfrasis más mundana, que la herencia siempre termina sobreponiéndose al trabajo. Una vez aclarada la dinámica, hay algo empero en lo que Piketty no parece ahondar y, según creo, no es precisamente asunto del que uno pueda o deba desembarazarse. A saber, no hay manera de que el capital humano se imponga sobre los capitales como tal porque, entre otros motivos, para obtener y desarrollar el primero sería menester contar con el respaldo de los segundos, es decir, no hay posibilidad —en términos generales— de mérito sin herencia. De ahí la corrección que proponemos: Mérito = Herencia + Esfuerzo.
Son estos, pues, términos imbricados que, sin embargo, Piketty presenta en ocasiones por separado, al dibujar la posibilidad de un escenario en donde uno sustituyera progresiva y definitivamente al otro. Ahora bien, si este no parece ser el caso, si no hay tal dicotomía y la interdependencia es meridiana, la pregunta inexorable que surge es: ¿por qué seguir manteniendo el término?
Como quiera que sea, a estas alturas parece evidente que la meritocracia habría servido como instrumento ideológico para explicar y legitimar las desigualdades sociales al no tomar debidamente en cuenta, si no directamente omitir, la dispar igualdad de oportunidades. Si durante el S. XX la meritocracia habría encontrado, pese a lo anterior, un perfecto caldo de cultivo para su expansión, para su adopción acrítica entre un amplio espectro social, no habría que desdeñar a este respecto, según las tesis del francés, las “migajas” que permitieron el desarrollo de una verdadera “clase media patrimonial” –claro está, siempre en los países ricos y hechas las debidas salvedades. 15
Lo que todavía cabría preguntarse es qué ocurre con los otros, con los orillados a los márgenes de la sociedad. 16 ¿Puede reconocerse un excluido en la meritocracia? ¿Puede además si quiera internalizarlo cuando esta le da herramientas para explicar y justificar su desventajosa situación actual? 17
6.
Si, como juzgo, la auténtica “igualdad de oportunidades”, a pesar de las acciones afirmativas, no solo es materialmente inviable sino un instrumento ideológico para legitimar las desigualdades inmerecidas, entonces pudiera ser razonable probar desde otro ángulo aunque, con ello, nos viéramos en la necesidad de ver rebajado el proyecto meritocrático en su versión fuerte. En suma, se trataría de indagar en la posibilidad de construir una “meritocracia distributiva”.
Para ello, tal vez resulte aconsejable dejarnos guiar —al menos hasta cierto grado— por uno de los teóricos que con más atención y rigor se ha dedicado a construir una teoría de la justicia desde el mérito. Nos referimos a Sadurski y, en concreto, a su libro Giving Desert its Due (1950). Esta elección, dicho sea de paso, engarzaría con la postura antes invocada relativa a la negación de la “igualdad en los resultados”. 18 La tesis de Sadurski (2010, p. 134) a este respecto es clara y contundente: “Considero que el esfuerzo es el criterio principal del mérito, fundamentalmente porque el “resultado” o el “éxito”, entre otros, reflejan factores que se encuentran más allá de nuestro control y, por lo tanto, de difícil reclamo o crédito”.
Interesa, antes que nada, atender al criterio delimitado por Sadurski para correlacionar el mérito y la equidad. Y en efecto, bien mirado, el esfuerzo, comparado con otros criterios como el resultado o el éxito, posee todas en su haber para investirse como el óptimo candidato no sólo porque comparado con el resto es indiscutiblemente el menos responsable de factores externos (discriminación, herencia, talento… 19 ), sino porque permitiría a su vez anclar la competitividad en términos relativos y no absolutos. A este respecto, el símil de las categorías en el boxeo —suministrada por Bourdieu y Passeron (2012, pp. 104-105)— resulta provechosamente divulgativa:
Pretender jerarquizar a los sujetos según su mérito real, es decir, según cuáles hayan sido los obstáculos superados, sería condenarse, si se lleva al final esta lógica, es decir hasta el absurdo, a la competencia por categorías (como en el boxeo) (…) habría que examinar no el grado de éxito puntualmente alcanzado sino su relación con el punto de partida, situado más o menos arriba (…) En esta lógica la desventaja superada conduciría —en la medida en que sea posible— a considerar como iguales a los autores de logros desiguales
Con todo, es menester reconocer también que esta teoría presenta una serie de problemas teóricos y prácticos que reclaman un desarrollo más pormenorizado. Por decirlo en breve: si bien es cierto que una teoría del mérito debe presuponer la libertad y la responsabilidad de los agentes —lo contrario, el determinismo, imposibilitaría el mérito—, Sadurski insiste en subrayar la huella imborrable de las circunstancias. Adquiere así pleno sentido que, para él, el genuino reto resida en determinar qué parte estanca sería propiamente imputable, una vez descontada la carga de lo arbitrario, a la autonomía del sujeto. Recordemos, por añadidura, que para Sadurski el mérito implicaba siempre un esfuerzo consciente. 20 Pues bien, como él mismo avanzaba, esta discriminación nos conduciría o bien a una mise en abyme, 21 o bien a un consenso en los méritos que, sin tener que plegarse al mercado, no contemplara empero la pluralidad de las sociedades modernas.
Es, quizás, por ello que la manera más idónea para acercarse al plan que tiene en mente Sadurski sea perseguir la lectura práctica que este hace de la “lotería natural” de Rawls. Hágase memoria: el aprieto emergía de una “igualdad de oportunidades” que a la postre se revelaba incapaz para neutralizar o compensar las diferencias naturales de partida; y recordemos que Rawls se había visto obligado a interceder ante semejante contratiempo mediante el auxilio del “principio de diferencia” y la redistribución reparadora del “acervo común”. 22 Pues bien, según Sadurski (2010, p. 128), también esta lotería natural podría ser equilibrada aunque, para ello, este proponía el establecimiento de una “tasa de aptitud”:
…basada en las aptitudes o capacidades innatas de los individuos antes que en sus ingresos, de manera que no gravemos los esfuerzos marginales de las personas (…) La contribución personal a un fondo social debería ser calculada en función de su potencial innato y no de su esfuerzo real. El plan propuesto (por Tinbergen) llevaría a una situación en la que sólo los beneficios derivados de las capacidades (pero no el esfuerzo) serían tasados.
Este nuevo enfoque, efectivamente, haría languidecer la desigual competitividad de la igualdad de oportunidades, toda vez que el esfuerzo, ahora investido como criterio trascendental más allá del resultado, igualaría a todos los competidores bajo un mismo rasero.
7.
Es hora de recapitular y apuntalar algún tipo de avance. Probemos. Aceptar la meritocracia y, en consecuencia, asumir al menos una suerte de realidad meritocrática en ciernes, acarrearía la justificación del status quo y la tolerancia, si no el aval, de la sociedad presente con sus estructurales y consabidas desigualdades inmerecidas. Bajo tal supuesto, semejante concepto debería —según creo, y siguiendo la trayectoria intelectual del mismo Young— o bien resemantizarse peyorativamente, o bien abandonarse por completo.
La otra opción, siguiendo a Sadurski, pasaría por defender una meritocracia relativa o distributiva. Ahora bien, incluso bajo esta perspectiva, serios contratiempos restarían por salvar para esquivar el prerrequisito de Sen (2000, pp. 5-16), i. e., aquello de que cada sociedad debería determinar previamente qué valores considera meritorios y, por consiguiente, en modo alguno resultaría infundado el temor de que, en estos tiempos de indigencia, el mercado acabase fagocitando el concepto y, por ende, reduciéndolo a criterios cuestionables y antes mencionados como el resultado, el éxito, la productividad 23 o el salario. 24 No solo. Incluso bajo este prisma, quedaría pendiente encontrar el mecanismo práctico para determinar, una vez aislado convenientemente el esfuerzo de la herencia, el equilibrio de cargas y recompensas. Todo ello conduce, como advertía pragmáticamente Campbell (2002, p. 179), a que:
Aunque esta es una posición perfectamente coherente que puede adoptar la persona partidaria del mérito, y podría en efecto ser un modelo para instaurar un empleo justo, resulta que pone a la justicia en tal conflicto práctico con la realidad económica que podría tener el efecto de desplazar la búsqueda de la justicia hacia circunstancias radicalmente utópicas.
8.
Pero, ¿esto es todo? Sospechamos que no. Amén del problema teórico (aritmético) y del problema práctico (político y económico), en todo este desmadejamiento de la institución meritocrática una tercera variable habría permanecido inexplicablemente ausente. 25 Nos referimos a la “suerte”. Y, en este punto, conviene entender por suerte no las “circunstancias” que uno arrastra consigo y que indefectiblemente lo condicionan (esto es: lo que antes hemos denominado herencia 26 ), sino el azar, la fortuna; en suma, eso que podríamos parafrasear también como “el estar (o no) en el lugar adecuado y en el momento oportuno”. 27 Esta variable así considerada, al menos en comparación con las otras dos restantes, podría antojarse en este trecho de la andadura como un criterio banal o incluso insignificante. ¿De jugar un papel, dirían algunos, resultaría sustancial para el mérito posterior? ¿Hasta qué punto puede llegar a ser crucial (o fatal) la suerte? 28
Robert Frank, en su libro Success and Luck. Good Fortune and the Myth of Meritocracy (2016), destacaría sin embargo un punto ciego en la mirada que hasta ahora hemos venido ensayando. Según él, aunque la teoría meritocrática del capital humano sobresale por su poder explicativo al correlacionar sin mayores impedimentos el éxito de los individuos con su talento y esfuerzo, una fiscalización minuciosa revelaría lagunas y puntos ciegos lo suficientemente importantes como para que no pasaran desapercibidos. He aquí la aguda observación de Frank: ¿cómo explicar, en resumen, que ante herencias y esfuerzos similares los resultados y méritos se desahoguen de manera dispar? O incluso peor, ¿cómo encajar que ante herencias y esfuerzos superiores las recompensas sean, a contrario sensu, menores? En suma, ¿cómo responder, dada la rigidez de la ecuación, a estas anomalías y excepciones?
A tenor de lo anterior, Frank (2016, pp. 67-68) aduce el origen del sesgo, esto es, la necesidad no solo de verificar, sino de falsear a un tiempo toda teoría:
Nuestras intuiciones nos dicen que aquellos con más talento y empuje muy probablemente prevalecerán. Estas intuiciones proceden fundamentalmente de la observación de los vencedores en la competición que suelen ser, no por casualidad, esforzados y talentosos.
Este claro de bosque despejado por la suerte es de suma importancia. Pues es muy probable que obcecados por explicar positivamente el fenómeno meritocrático hayamos, en desdoro de otras condiciones tanto o más influyentes, lastrado en exceso el papel de la herencia y el esfuerzo. Por lo pronto, esta variable —que, sin duda alguna, inocula una dosis de incertidumbre sistemática a la fórmula (minando así su capacidad predictiva)— permite esclarecer un mayor número de fenómenos y, en todo caso, algunos que antes habrían permanecido sin respuesta. No en vano, en la ecuación anterior —ora tratando de corregir las diferencias en el origen, ora descontándolas del resultado— el gesto se direccionaba por igual hacia la justa compensación de los más desfavorecidos, cuyo único tesoro no era y no podía ser otro —recordemos— que el derivado de su esfuerzo. En este sentido, aunque habíamos oteado las dificultades para igualar las condiciones de igualdad necesarias para un limpio juego meritocrático, habíamos comprobado asimismo —de la mano de Piketty— que estas podían, si no garantizarse, sí implementarse y mejorarse paulatinamente. Pues bien, el reto intelectual —teórico y práctico— que nos lega esta variable es todavía si cabe más inquietante, pues a la vaguedad de su determinación, cabría añadírsele su carácter indomeñable e incorregible, por impredecible e imponderable y, en consecuencia, su galvanización frente a cualquier plan de intervención que pudiera hacer las veces de facilitador o neutralizador.
Precisamente en virtud de lo cual, no es de extrañar que esta nueva variable pudiera encontrar especial cabida no entre los más desfavorecidos (más preocupados por proveerse de “capitales” más apremiantes y, probablemente, más efectivos) sino, antes bien, entre aquellos agraciados con dosis relativas de herencia y esfuerzo que podrían encontrar explicación ahora a su desigual retribución meritocrática, cuando antes solo podían constatarla comparativamente. Qué duda cabe que una realidad asediada por el capricho de la suerte socavaría cualquier intento de teoría meritocrática con pretensiones científicas, aunque, por las mismas (he aquí el consuelo), exculparía a aquellos que el capital humano habría juzgado draconianamente.
En cualquier caso, la fórmula quedaría corregida de esta guisa: Mérito = Herencia + Esfuerzo + Suerte. 29
9.
Puesto que la realidad es la que es, y tampoco cabe negar la riqueza generada por la economía de mercado, sería tramposo no posicionarse en este sentido. 30 Triple es la conclusión a la que llegamos: i) es complicado asumirse meritócrata cuando no se dan las condiciones para ello; ii) para que la meritocracia pudiera siquiera postularse, sería menester antes presentar un programa viable capaz de garantizar una igualdad de oportunidades real (con todas las distinciones y disposiciones que se han apuntado a propósito de la igualdad en el punto de partida, 31 y asumiendo el margen de incertidumbre de la suerte); y iii) en el ínterin (ahora, mientras ud. lee esto), y ante el dilema de elegir entre igualitarismo vs. meritocracia, se nos antojaría más justo decantarnos por la desigualdad del igualitarismo antes que por la desigualdad de la meritocracia. 32 ¿La razón? Simple: de esta manera se verían más beneficiados los más vulnerables. 33
Dicho con Dubet (2011, pp. 113 y 116), y sus acertadas palabras:
En el horizonte de un mundo perfectamente justo, no habría incluso ninguna razón para distinguir entre estos dos modelos de justicia. Pero en el mundo tal como es, la prioridad dada a la igualdad de posiciones se debe a que ella provoca menos “efectos perversos” que su competidora y, por sobre todo, a que es la condición previa a una igualdad de oportunidades mejor lograda (…) La igualdad de posiciones, aunque siempre relativa (…) No apunta a la solidaridad perfecta de la utopías (o más bien de las pesadillas) comunistas, pero busca la calidad de la vida social y, por ese camino, la de la autonomía personal: soy tanto más libre de actuar cuanto menos me veo amenazado por desigualdades sociales demasiado grandes. En esto, nada quita al liberalismo político, aunque conduzca a dominar y a limitar el libre juego del liberalismo económico.
*
Recapitulemos. Meritocracia, ¿para quiénes? Pues bien, por de pronto, parece que no para todos. Tras la marcha previa, es evidente que no hay condiciones ni razones para medir con el rasero de la meritocracia a todos los individuos de una sociedad dada. Dicho lo cual, no niego que podamos pragmática y legítimamente reclamar en determinados contextos —es decir, siempre comparativamente— una suerte de justicia meritocrática. Ahora bien, este tipo de demandas puntuales no deberían, en modo alguno, autorizarnos a extrapolar este criterio de manera absoluta, urbi et orbi, o no al menos sin incurrir al hacerlo en flagrante injusticia. Tampoco deberíamos subestimar el peso y el liderazgo de las instituciones implicadas en la determinación y medición del mérito —la escuela y el mercado—, así como el papel que han desempeñado y que jugarán en las próximas décadas, sobre todo en atención al sorpasso cada vez más evidente de este sobre aquella. Y no nos engañemos: el mercado evalúa resultados, no trayectorias. 34 Es más, puede que a su ya reiterada función ideológica, haya que sumarle, para comprenderla cabalmente, una función psicológica de orden no precisamente menor. Sea como fuere, nos encontramos, y así concluyo, ante una figura dolosa; más cercana, en resumidas cuentas, al mito y a la superstición que a los hechos y, en todo caso, tramposa en la mayoría de sus usos.