Sería […] un signo de realismo si las grandes potencias finalmente comprendieran que el mundo está unido no solo por el mercado global, sino también por el carácter global e indivisible de la seguridad, la paz, la democracia y los derechos humanos, y por consiguiente […] tomarían estos derechos en serio, si no fuera por razones morales o jurídicas, al menos en su propio interés. Para no sentirse abrumado por un futuro de guerras, terrorismo y violencia y no tener que volver a redescubrir los vínculos indiscriminados entre el derecho y la paz y entre el derecho y la razón el día siguiente de nuevas catástrofes planetarias. Cuando seria demasiado tarde.
Luigi Ferrajoli[1]
I. Una pregunta desorientadora de Gustavo Zagrebelsky acerca de los derechos fundamentales
A finales de 2017, Diritti per forza, un libro de Gustavo Zagrebelky, con tonos que recuerdan a los utilizados ya a finales de los años setenta del siglo XX por los exponentes del realismo político[2] y de los norteamericanos critical legal studies [3], lanza un ataque muy duro a los derechos fundamentales;[4] un ataque radical no tanto con respecto a los límites, retrasos e incertidumbres en su protección y su implementación, sino más bien hacia su propia tematización[5] y, vendría que decir, hacia el proyecto político y jurídico que después de la Segunda Guerra Mundial ha acompañado su positivización y su internacionalización.
Con sorpresa de aquellos que conocen el prestigio de sus escritos de derecho constitucional, su actividad como juez y luego de Presidente de la Corte Constitucional italiana, así como la pasión de su compromiso social de larga data, en su reciente volumen, en abierto contraste con lo que siempre ha mantenido, Zagrebelsky propone un análisis drásticamente crítico de los derechos fundamentales, no para identificar y detener los desafíos cada vez más complejos con los que se confrontan su tutela y su implementación, sino para cuestionar la razón de ser de su propia afirmación. Es decir, para insinuar la duda de qué puedan ser (y también haber sido) un instrumento adecuado para la protección de los más débiles: no sólo hoy, por las inéditas características económicas y políticas del nuevo mundo globalizado, sino también en el pasado, ya en los siglos XVII y XVIII, con sus célebres enunciaciones de Inglaterra, Francia y América del Norte.[6]
Así, en particular, en el análisis crítico de Zagrebelsky, la anotación de que la nuestra es la era de los “derechos violados”[7] no es el punto de partida para una búsqueda y/o una propuesta de instrumentos para contrastar la crisis radical y cada vez más manifiesta de “la edad de los derechos”[8], sino más bien la resignación a “la derrota de un ideal noble, frente a la dureza de las relaciones reales que se establecen entre los seres humanos” (Zagrebelsky 2017, pp. 5-6, traducción mía). Además, frente a los análisis de aquellos que, falseando su significado y su función, en nombre de su tutela, convalidan y justifican sus violaciones más flagrantes, Zagrebelsky (2017, p. 6) no lamenta la distorsión del lenguaje de los derechos por parte de quienes abusan de él sino que denuncia “los derechos como una retórica de los derechos” (traducción mía); denuncia, es decir, una ambigüedad connatural a los derechos y sus reivindicaciones.[9]
Así, quizás sintiéndose incomodo, Zagrebelsky (2017, p. 6) sintetiza el sentido de su análisis, afirmando que:
Los derechos como una retórica de los derechos los encontramos a menudo en la boca de aquellos que los usan como pantalla para cubrir su poder, imponiéndolos a los demás. [...] Peor aún: ¿cuántas violaciones de derechos (de los otros) ocurren en nombre de los derechos (propios)? Aquí está la cuestión: los derechos no como protección contra la injusticia, sino, por el contrario, como la legitimación de las injusticias (traducción mía).
En los pasos finales reitera el sentido de su propio análisis, donde incita a “la ciencia jurídica [...] a liberarse de la idea abstracta de los derechos, a no ver sólo su lado liberador, sino también el opresor; a desmitificar su aura de santidad y su idealización cuando se habla de “la edad de los derechos”; y la exhorta además a “darse cuenta de la existencia de una pregunta desorientadora [...]: “si las injusticias y los males del mundo son una violación o una consecuencia de los derechos” (Zagrebelsky, 2017, p. 144, cursivo del autor, traducción mía).
Ahora bien, aunque la amargura, la desilusión y la contrariedad que informan y condicionan la formulación de esta “pregunta desorientadora” sean fundadas y compartibles, sin embargo los términos en que ella está puesta no lo son porque conducen a la confusión de los derechos con sus violaciones, a la confusión entre los principios del constitucionalismo (inter)nacional[10] centrado en la implementación y tutela de los derechos fundamentales con los resultados de las políticas públicas que implican su negación y su progresiva deslegitimación.
A partir de aquí, también, y no sólo como reacción a este aparente giro de Zagrebelsky y a su provocación de una evaluación drásticamente negativa de los derechos fundamentales y su inadecuada protección de los más débiles, la decisión de acoger, en estas páginas, la solicitación de “una jurisprudencia que relacione las pretensiones de los derechos con el problema de la justicia: problema que debe estar primero” (Zagrebelsky, 2017, p. 144, traducción mía). Es decir, la decisión de compartir esta admonición volviendo a examinar, como ya lo he hecho recientemente (Mazzarese, 2017a), rasgos distintivos y dificultades específicas que hoy condicionan la conjugación de derecho y justicia dentro de las coordenadas, bien definidas incluso en su flexibilidad dinámica, de los principios del constitucionalismo (inter)nacional y, en particular, de su principio fundante de la tutela e implementación de los derechos fundamentales.
En particular, para aclarar y justificar la respuesta que se dará en las conclusiones a la “pregunta desorientadora” de Zagrebelsky (§ IV), primero se especificará en qué sentido es plausible afirmar que, en la segunda mitad del siglo XX, el proyecto político y jurídico del constitucionalismo (inter)nacional identifica los términos para una conjugación inédita de justicia y derecho (§ II), y, luego, se dirigirá la atención a las dificultades con las cuales la jurisdicción (inter)nacional se enfrenta cada vez más cuando quiere atenerse al principio fundante del constitucionalismo (inter)nacional de la tutela e implementación de los derechos fundamentales; principio que, es oportuno subrayar, no tiene un carácter meta-jurídico sino stricto sensu jurídico no sólo en el derecho supranacional donde su enunciación aparece en cartas regionales sobre derechos fundamentales[11] y su afirmación se ha consolidado como principio distintivo de la jurisprudencia de los tribunales instituidos por ellas,[12] pero también, y no menos significativamente, en el derecho interno de todos los países que han positivizado un catálogo de derechos fundamentales en su propia constitución[13]y que a lo largo de los años han ratificado cartas, pactos, convenciones, declaraciones y tratados que, a nivel regional e internacional, han de vez en cuando (re)afirmado o (re)definido el catálogo de los derechos fundamentales y, progresivamente, especificado las garantías para su protección.
II. La justicia del derecho como implementación y tutela de los derechos fundamentales
Es enorme la literatura en la que, durante siglos, ya a partir de la Antígona de Sófocles en 442 a.C. y sus discordantes interpretaciones,[14]las tesis del jusnaturalismo y del positivismo jurídico, diversamente condicionadas por asuntos (no) cognitivistas, han encontrado expresión en una pluralidad de concepciones sobre la “justicia del derecho”: desde la concepción de quién, a un extremo, denuncia este binomio como un oxímoron sin sentido a la concepción de quién, en el extremo opuesto, reivindica su obviedad como un pleonasmo.
Ni oxímoron ni pleonasmo, la afirmación de la justicia del derecho, dentro de aquellas que después de la Segunda Guerra Mundial comienzan a aparecer como las coordenadas jurídicas y políticas del constitucionalismo (inter)nacional, revela, en cambio, un carácter doblemente inédito respecto a los términos en los que reconsiderar y redefinir la conjugación entre justicia y derecho (§ II, A) y respecto a los términos en los que de una y de otro, así como de su conjunción, se puede identificar y sancionar el fin, y al mismo tiempo el principio fundante, en los derechos fundamentales y su protección e implementación (§ II, B). Un carácter doblemente inédito, este, que refleja e integra la concepción radicalmente innovadora de los derechos fundamentales que encuentra expresión ya en las primeras positivizaciones de su catálogo, entre la segunda mitad de los cuarenta y los comienzos de los cincuenta del siglo XX, en el derecho (inter)nacional.[15]
En particular, un carácter doblemente inédito, que permite identificar, en la justicia (del derecho) entendida como implementación y tutela de los derechos fundamentales positivizados por el derecho (inter)nacional, una nueva “fórmula de justicia” para agregar a la lista de seis fórmulas distintas y problematizadas por Chaïm Perelman (1945); a las fórmulas, es decir, según las cuales, por convicciones ideológicas o elecciones evaluativas diferentes, se afirma que “justicia” puede significar: (1) “Para cada uno lo mismo”, (2) “A cada uno según sus méritos”, (3) “A cada uno según sus obras”, (4) “A cada uno según sus necesidades”, (5) “A cada uno según su rango” o (6) “A cada uno de acuerdo con esto que la ley le atribuye” (Perelman 1945, pp. 31-55).
Una nueva fórmula, la que se propone aquí para agregar a las seis distintas por Perelman en 1945 y repetidas por Alf Ross (1958, pp. 254-260) que en los años cuarenta (y todavía en los cincuenta) del siglo XX aún no podía ser teorizada simplemente porque estaba a punto de recibir sus primeras enunciaciones, enfáticas y al mismo tiempo inciertas, sobre los términos de su posible implementación.[16]
A. El mismo fin y un único principio fundante para la justicia y para el derecho
La última de las seis fórmulas de justicia distinguidas por Perelman en 1945, es decir aquella según la cual “justicia” significa “A cada uno según lo que la ley le atribuye”, ofrece un buen punto de referencia y comparación para explicar el primero de los dos perfiles que hacen inéditos los términos de la conjugación de justicia y derecho en el proyecto jurídico y político del constitucionalismo (inter)nacional.
En particular, mientras que en la fórmula indicada por Perelman, la justicia es sólo una variable dependiente del derecho y de los (des)valores que, según los casos, están expresados por sus normas, en cambio, en la caracterización que sanciona y exige el constitucionalismo (inter)nacional, ya no más su variable dependiente, la justicia a la par del derecho comparten el mismo fin y el mismo principio fundante: la tutela y la implementación de los derechos fundamentales.[17]
Una conjugación inédita, esta, que encuentra una formulación explícita en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948[18] e, incluso antes de que su catálogo fuera declinado en 1948, en el Preámbulo de la Carta de la ONU de 1945.[19] Y aún mas, en los años siguientes, su (re)formulación se repite (i) en las constituciones del derecho interno de los nuevos estados constitucionales;[20] (ii) en las cartas de derechos fundamentales de las formaciones regionales de Estados que desde fines de los años cuarenta del siglo XX empezaron a establecer instituciones comunes;[21]y, por último pero no menos importante, (iii) en la pluralidad de cartas, convenciones, acuerdos, declaraciones y tratados que, a lo largo de los años, han (re)definido el catálogo de derechos fundamentales modificándolo o integrándolo en su declinación.[22]
Ahora, precisamente porque deja de ser una variable dependiente del derecho, con el constitucionalismo (inter)nacional la justicia ya no se agota más dentro de los límites identificados por el principio de legalidad sino que se refiere a, y se expresa en, un principio de legitimidad (o, en el léxico de Luigi Ferrajoli, de estricta legalidad[23]) que funda y justifica la impugnación y el rechazo de cualquier forma de producción jurídica que no sea coherente con, y funcional para, la tutela y implementación de los derechos fundamentales.
Así, en la variedad de sus respectivas caracterizaciones, es esta la justicia del derecho y, en particular, es este el principio de legitimidad o estricta legalidad, a lo cual se refieren tanto la tematización de lo que Ernesto Garzón Valdés llama “coto vedado”[24]–es decir, el espacio prohibido para cualquier intervención del legislador que pueda conducir a una violación de los derechos fundamentales– cuanto la tematización de lo que Ferrajoli llama “esfera del (in)decidible”[25], –es decir, el ámbito de lo que el legislador tiene prohibido decidir para evitar la violación de los derechos fundamentales y, respectivamente, de lo que el legislador tiene la obligación de decidir para permitir su implementación.[26]
Cambia, entonces, la forma de entender la justicia y la justicia del derecho, porque cambia la manera de entender el derecho: no mas “Rey Midas” que transforma en derecho todo lo que disciplina,[27] sino más bien un “Rey Midas” que está legitimado para dar un valor legal específico (solo) a lo que puede considerarse funcional para la implementación de los derechos fundamentales o necesario para su tutela; un “Rey Midas” por cierto dimidiatus, aunque es oportuno no subestimar que está dimidiatus si y en cuanto es el mismo derecho a sancionarlo;[28] es decir, si y hasta cuando sea el mismo derecho a condicionar las formas y los modos de la propia legitimidad a la positivización (inter)nacional de los derechos fundamentales y sus garantías.
Por lo tanto, no más considerado con recelo porque puede ser (y ha sido a menudo) un instrumento de opresión y arbitrariedad hacia aquellos de quienes disciplina las formas de convivencia, con un exceso de optimismo que subestima, tal vez, la naturaleza contingente de los límites que el derecho puede imponer a sí mismo, el constitucionalismo (inter)nacional reclama la primacía del derecho sobre la política y afirma su papel central en la afirmación y tutela de los derechos fundamentales no menos que en la afirmación de la paz y de la democracia.
Ejemplar para testimoniar este cambio, solo para citar un primer caso paradigmático, la doctrina internacionalista de Hans Kelsen que encuentra una feliz síntesis en el título de su libro, publicado en 1944 en vísperas de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, Peace thrugh Law.[29]Y, aún mas, no menos ejemplar, para citar un segundo caso paradigmático, “Democracia a través del derecho”, la denominación elegida para resumir y connotar el propósito perseguido por la Comisión de Venecia, comisión instituida el 10 de mayo de 1990 por el Consejo de Europa, al final de la Guerra Fría, para discutir y sugerir posibles soluciones a los problemas de ingeniería institucional que le eran presentados por los países (en particular aquellos asiáticos del área de la ex Unión Soviética) que querían adaptar su forma de gobierno a los estándares de las democracias constitucionales.[30]
B. Principio de mayor tutela de los derechos fundamentales y relación cada vez más dialéctica entre juez y legislador
En el proyecto político y jurídico del constitucionalismo (inter)nacional, el doble vínculo entre justicia y derecho, dictado por el fin común y el principio fundante compartido de la tutela e implementación de los derechos fundamentales, encuentra expresión tanto a nivel de producción jurídica con la doble limitación a la soberanía del legislador (§ II, A), como a nivel de aplicación judicial del derecho con una redefinición compleja y multifacética (aunque no siempre basada en una regulación explícita y precisa) del sometimiento del juez a la ley[31] que altera, de hecho y de derecho, los términos en los que en los últimos dos siglos, a partir de su enunciación con la ilustración jurídica, el principio de la división de poderes ha encontrado expresión en los países de civil law.[32]
Ya no más absoluto o prioritario, el sometimiento del juez a la ley ha sido, en efecto, progresivamente transformado por las formas y los modos, diferentes según el derecho interno de diferentes países, en los cuales (i) el juez (constitucional) puede decidir la (i)legitimidad constitucional de una ley; (ii) las decisiones judiciales de las diferentes jurisdicciones están doblemente fundadas en la tutela e implementación de los derechos fundamentales, y (iii) las decisiones del juez nacional (sea constitucional o de otro tipo) están condicionadas y “dialogan”[33] (a) con las de los jueces de tribunales internacionales y regionales que, a pesar de sus diferentes competencias, tienen jurisdicción sobre la protección internacional y regional de los derechos fundamentales[34] y, cada vez más a menudo, (b) con la decisiones de los jueces nacionales de otros países.[35]
Así, en particular, en el control de la (i)legitimidad constitucional de una ley (en sus diversas formas difusas y/o centralizadas), es la ley del legislador la que está sujeta al juicio del juez (constitucional o, según sea el caso, común) y no el juicio del juez que está sujeto a las disposiciones de la ley.[36]
Además, las formas y los modos en que, en diferentes niveles jurisdiccionales, la tutela e implementación de los derechos fundamentales informan y condicionan las decisiones judiciales contribuyen a la afirmación de una relación entre juez y legislador que no es de mera sujeción sino cada vez más dialéctica.
En particular, por un lado, la inevitable discrecionalidad judicial parece encontrar un límite y una reglamentación más rigurosa en la afirmación de un conjunto cada vez más complejo de derechos fundamentales sobre la aplicación judicial del derecho que connota la articulación de los diferentes momentos de la jurisdicción, definiendo tanto procedimientos y competencias como derechos de quién, actor o demandado, es parte en una controversia y, no menos importante, de quién, magistrado de instrucción o juez, está llamado a resolverla.[37]
Aún más, por otro lado, aunque aparentemente están más regulados dentro de las coordenadas de los derechos fundamentales sobre la aplicación judicial del derecho, los márgenes de discrecionalidad del juez en realidad se amplían cuando se toman en consideración los derechos fundamentales a garantizar en (y para) la resolución de una controversia;[38]derechos fundamentales, aquellos que deben garantizarse en la aplicación judicial del derecho,[39] que condicionan, explican y quizás justifican la mayor “libertad” del juez para identificar e interpretar el derecho a ser aplicado en la resolución de una controversia no sólo (i) cuando el legislador no ha (todavía) intervenido para especificar los términos en los que garantizar tutela e implementación de los derechos fundamentales establecidos en la constitución y/o en cartas, acuerdos, convenciones, declaraciones o tratados, internacionales o regionales, ratificados de su estado,[40]pero también (ii) cuando el legislador ha ya intervenido para regular formas y modos de tutela, porque, además del principio de sujeción a la ley, para el juez es válido también el principio (de hecho más alternativo que complementario) de la mayor tutela de los derechos;[41]es decir, el principio de garantizar en sus decisiones el más alto grado de tutela posible a los derechos que, según los casos, constituyen el objeto de ellas.[42]
Por último, pero no menos importante, en el constitucionalismo (inter)nacional, la atención a la tutela judicial de los derechos fundamentales no acaba a nivel nacional con el control de la legitimidad de las leyes y con el doble condicionamiento de la aplicación judicial tanto por los derechos fundamentales que caracterizan sus diferentes momentos como por los derechos fundamentales a ser garantizados (al más alto grado posible) en la resolución de las controversias. En el constitucionalismo (inter)nacional, la tutela judicial de los derechos fundamentales encuentra también expresión, y no menos significativamente, en la institución de una pluralidad de tribunales regionales e internacionales que, de acuerdo con sus competencias específicas, controlan la no violación de los derechos fundamentales cuando hay casos problemáticos y controvertidos a nivel nacional; así, por ejemplo, (i) a nivel regional, existe el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (con sede en Estrasburgo), el Tribunal Europeo de Justicia (con sede en Luxemburgo), la Corte Interamericana de Derechos Humanos (con sede en San José en Costa Rica) y el Tribunal Africano de Derechos Humanos y de los Pueblos (con sede en Arusha, Tanzania) y (ii) a nivel internacional, el Tribunal Internacional de Justicia (con sede en La Haya) y la Corte Penal Internacional (también con sede en La Haya). Y, aún más, en el constitucionalismo (inter)nacional las formas cuasi-judiciales relativas a la tutela de los derechos fundamentales no se agotan con las decisiones de los tribunales mencionados antes, pero se parcela más, como ha señalado por ejemplo Sabino Cassese (2009, p. 141), paralela a la proliferación de los “regímenes regulatorios sectoriales” con vocación global.
III. Justicia del derecho y decisiones judiciales entre deslegitimación de los principios del constitucionalismo (inter)nacional y proliferación de formas de la producción jurídica
Hasta ahora, en las anotaciones precedentes (§ II), la identificación y reconstrucción de los rasgos distintivos del carácter doblemente inédito de la justicia del derecho en relación y de acuerdo con los principios del constitucionalismo (inter)nacional que la informan y connotan.
Una reconstrucción, en particular, que no se refiere a los principios del constitucionalismo (inter)nacional como a menudo han sido teorizados, evaluados, reivindicados o estigmatizados, en general y en abstracto, cuestionando el grado de iusnaturalismo o, en cambio, de positivismo jurídico de los cuales considerarlos expresión (y/o de los cuales diferentes estudiosos los han considerados expresión);[43] una reconstrucción, en cambio, que se refiere a los principios del constitucionalismo (inter)nacional en los términos en que, de hecho, a partir de los años cuarenta del siglo XX, han sido y todavía continúan a ser positivizados y de vez en cuando reiterados o, según los casos, reformulados (i) en el derecho internacional, (ii) en el derecho de las formaciones regionales de aquellos estados que, aun laboriosamente, están experimentando instituciones económicas y/o políticas comunes y, no menos importante, (iii) en el derecho interno de un número cada vez mayor de Estados.
Atención, esta referencia a los términos de su efectiva positivización en el derecho (inter)nacional, que facilita una reconstrucción puntual de aquellos que, de hecho y de derecho, son (y han sido) los desafíos a enfrentar en su afirmación lenta e incierta pero también, y no menos significativamente, de aquellos que, cada vez más complejos, muestran hoy su profunda crisis sin siquiera hablar de su progresiva deslegitimación.[44]
Desafíos, unos y los otros, que testimonian la afirmación precaria de la primacía del derecho sobre la política o, en otras palabras, la fragilidad de la conjugación doblemente inédita entre justicia y derecho establecida (o quizás más realisticamente deseada) por el constitucionalismo (inter)nacional y sus principios fundantes.[45]
Además, desafíos, unos y los otros, diferentes pero entre sí complementarios, que no sólo testimonian, ambos, los resultados alternos de los esfuerzos para realizar y/o defender la afirmación, nunca definitiva, de los principios fundantes del constitucionalismo (inter)nacional, sino también la creciente incertidumbre del derecho (inter)nacional y en el derecho (inter)nacional, respecto de los términos en los que (continuar a) garantizar la tutela de los derechos fundamentales en el “pluralismo generalizado y confuso”[46] de sus fuentes.
Por un lado, en efecto, tanto los éxitos como los fracasos del constitucionalismo (inter)nacional frente a sus primeros desafíos han contribuido al desorden de las fuentes del derecho (inter)nacional porque los numerosos textos normativos –cartas, convenciones, acuerdos, declaraciones, tratados– y las sentencias judiciales que integran, unos y las otras, el derecho internacional de los derechos fundamentales, a menudo más largo y complejo,[47]carece de una regulación que permita un orden y una coordinación no sólo entre sí sino también con las formas de derecho de los derechos fundamentales, legislativos y jurisprudenciales, que se han desarrollados en el derecho interno de cada Estado y, no menos significativamente, en el derecho de sus formaciones regionales.
Además, por otro lado, tanto los éxitos como los fracasos del constitucionalismo (inter)nacional frente a sus nuevos desafíos han contribuido al desorden de las fuentes del derecho (inter)nacional porque, hasta hoy, hay una falta de regulación que ordena y coordina los diferentes materiales del derecho (inter)nacional de los derechos fundamentales y, una falta de reglamentación de las nuevas formas de derecho supranacional y transnacional, incluidas aquéllas de derecho blando (soft law) en la pluralidad heterogénea de sus diferentes expresiones[48] que, a menudo indiferentes cuando no en abierto contraste con la tutela de los derechos y la salvaguarda de los bienes fundamentales, se han ido desarrollando progresivamente en relación con la globalización de la economía, de las finanzas y de los mercados; es decir, de esas nuevas formas de producción jurídica que en su variedad multiforme identifiquen y caractericen la nueva lex mercatoria.[49]
En particular, al tratar de proponer un marco unificado dentro de las coordenadas de los principios del constitucionalismo (inter)nacional y los desafíos (ambos los primeros y los nuevos) con los que se ha confrontado su afirmación durante setenta y cinco años, hay al menos cuatro direcciones principales a lo largo de las cuales ya se ha desarrollado y/o podría ampliarse la diferenciación de nuevas fuentes de derecho, no sólo transnacionales y supranacionales sino también del mismo derecho estatal, recurriendo a nuevas formas de producción jurídica llamadas, según los autores, derecho infra-estatal o derecho infra-nacional:[50]
las formas de producción jurídica relacionadas con (i) las diferentes reformulaciones y/o integraciones del catálogo de los derechos fundamentales y la especificación de los derechos fundamentales de algunas clases de sujetos o la aclaración de las garantías de algunos derechos ya reconocidos, no menos que (ii) las reglamentaciones que, condicionadas desde las críticas y reservas cada vez más frecuentes a la cultura de los derechos después del final de la Guerra Fría, comenzaron a introducir límites y otorgar exenciones a la implementación y tutela de algunos de los mismos derechos fundamentales afirmados en la constitución y/o en tratados internacionales ya ratificados;[51]
la variedad de decisiones judiciales o cuasi-judiciales que cada vez más numerosas a nivel nacional e internacional, supranacional y transnacional se refieren a los términos en los que (no) continuar a garantizar la protección de los derechos fundamentales;
las formas de producción jurídica de naturaleza contractual y/o judicial (principalmente, pero no exclusivamente, relacionadas con la lex mercatoria) indiferentes a, si no abiertamente en contraste con, la tutela de los derechos fundamentales y/o la salvaguarda de los bienes fundamentales; y
las eventuales formas (hasta ahora raras) de producción jurídica y/o judicial de derecho infra-estatal que, teniendo en cuenta las nuevas formas de multiculturalismo de los países de destino de los flujos migratorios, se abren a (o al menos se interrogan acerca de) formas de pluralismo y/o interlegalidad jurídica[52]que, no por derogación sino para una mejor implementación de los derechos fundamentales, estén atentos a las tradiciones culturales y jurídicas de diferentes poblaciones.
A pesar de aquellos que hacen alarde de su desprecio por “los juristas del rebaño positivista” y por sus “mitologías”[53], estas cuatro direcciones que, en el marco unitario de los (primeros y nuevos) desafíos del constitucionalismo (inter)nacional, pueden distinguirse en el pluralismo hoy generalizado y confuso de las fuentes del derecho, en ausencia de una intervención del legislador (inter)nacional que los someta a una regimentación atenta y cuidadosa, amenazan, individualmente y en la pluralidad de sus interacciones, los términos de la conjugación de justicia y derecho que exigen los dos, unidos por el mismo fin y por el mismo principio fundante de la implementación y tutela de los derechos fundamentales.
Además, cuatro direcciones, aquellas a lo largo de las cuales se desarrolla el pluralismo generalizado y confuso de las fuentes del derecho (inter)nacional, que no testimonian la afirmación del principio de legitimidad al que se refiere la conjugación de justicia y derecho dentro de las coordenadas políticas y jurídicas del constitucionalismo (inter)nacional, sino, por el contrario, de un principio bastante diferente que, siguiendo una expresión de Sabino Cassese (aunque no su uso), podría llamarse el principio de alegalidad legal.[54]
IV. Una respuesta ya formulada en 1988
El del proyecto político y jurídico del constitucionalismo (inter)nacional del Segundo Posguerra –en particular, de su principio fundante de la tutela e implementación de los derechos fundamentales– es la historia de serios fracasos pero también, a pesar de su parcialidad y su precariedad, de éxitos significativos.
Sin duda, es peligroso ignorar sus fracasos, convirtiendo sus principios fundantes en una ideología vacía, funcional a la justificación de cualquier política pública, incluidas aquellas que implican las violaciones más flagrantes de estos mismos principios. De acuerdo con lo que afirma Jeremy Waldron (1987, p. 2), “[p]ocos de nosotros queremos que el lenguaje de los derechos degenere en una especie de lengua franca en la que se expresen valores morales y políticos de todo tipo” (traducción mía).
Sin embargo, no es menos peligroso ignorar sus éxitos al vaciar de significado los principios fundantes del constitucionalismo (inter)nacional y transformarlos, como ha sido recurrente durante décadas en la literatura de los critical legal studies y también con las afirmaciones más radicales de los gender studies, de los critical racist studies y de los multicultural studies –en el falso objetivo de sus ataques post-marxistas contra el liberalismo occidental o, según sea el caso, de sus propias reivindicaciones particulares. No menos peligroso, es decir, dar por hecho los resultados logrados con dificultad en la tutela e implementación de los derechos fundamentales e ignorar los desafíos a los que estos resultados, parciales y contingentes, son sometidos repetidamente. No menos peligroso, porque, y sigo citando a Waldron (1987, p. 2), “[t]omar los derechos en serio significa estar al tanto de lo que es distintivo y controvertido sobre un derecho a reclamar, y eso [...] es inseparable de un intento de comprender a qué podría llegar alguien cuando repudia por completo la idea de los derechos” (traducción mía).
Entonces, al final de estas páginas solicitadas (aunque no sólo) por la pregunta desorientadora de Zagrebelsky –si los derechos fundamentales pueden ser no una protección contra las injusticias sino su legitimación– no encuentro respuesta mejor de aquella formulada por Norberto Bobbio ya en 1988 cuando advierte lo siguiente:
Respecto de las grandes aspiraciones del hombre, ya estamos demasiado retrasados. Tratemos de no empeorar ese atraso con nuestra desconfianza, con nuestra indolencia, con nuestro escepticismo. […] La historia, como siempre, mantiene su ambigüedad yendo en dos direcciones opuestas: hacia la paz o hacia la guerra, hacia la libertad o hacia la opresión. El camino de la paz y la libertad pasa, por cierto, por el reconocimiento y la protección de los derechos humanos, comenzando por la libertad religiosa y de conciencia […] hasta los nuevos derechos que surgen contra las nuevas formas de opresión y deshumanización posibilitadas por el crecimiento vertiginoso del poder manipulador del hombre sobre sí mismo y la naturaleza. No escondo que el camino es difícil. Pero no hay alternativas (Bobbio,1988, pp. 439-440, traducción mía).