I. Introducción
En los últimos años el análisis institucional ha sido objeto de un renovado interés desde las ciencias políticas (Helmke y Levitsky, 2004 y 2006; O´Donnell, 2002 y 2006; Brinks, Levitsky y Murillo, 2019), la sociología (Carruthers, 2019; Chang y Evans, 2007), la antropología (Aldashev et al., 2012), la filosofía (Bicchieri, 2006 y 2017; Bicchieri y Muldoon, 2011; Bicchieri; Muldoon y Sontuoso, 2018; Guala, 2016) y por supuesto desde la economía (entre muchos otros, North, 1990, 1991, 1992 y 2005; Ostrom, 2000; Sen, 2000 y 2009; Williamson, 2009; Pistor, 2019). Este renacimiento del interés por las instituciones ha generado que algunos juristas, mayormente interesados en la relación entre derecho y desarrollo, comenzaran también a integrar el análisis institucional en sus trabajos (entre muchos otros, Trubek, 2014; Trubek y Santos, 2006; Davis y Trebilcock, 2008; Trebilcock y Mota Prado 2009 y 2014; Fernández Blanco 2013 y 2018). Sin embargo, continúan siendo pocos los análisis jurídicos que toman elementos de los análisis institucionalistas.
Aquí intentaré vincular el análisis jurídico con el institucional y aplicaré esta perspectiva a dos problemas actuales de las democracias latinoamericanas que se utilizarán como ejemplos. Para ello seguiré el siguiente camino: presentaré un panorama muy elemental de qué se entiende por instituciones en los enfoques institucionalistas y un acercamiento a la idea de la “dependencia del camino” (II); en el siguiente punto introduciré la cuestión de las instituciones informales, algunas discusiones en torno a ellas, y sus características distintivas (III); distinguiré, dentro del ámbito de estas últimas, a las normas sociales de lo que llamaré normas informales comunitarias (IV). Posteriormente, se describirá un panorama general de las posibles relaciones entre democracia e instituciones y se presentarán dos casos, a modo de ejemplo, en los que se aspiró a corregir dos problemas de las democracias en América Latina: las leyes de cuotas de género para acceder a cargos parlamentarios y el clientelismo vinculado a la distribución de programas de ayuda social (V). A través de estos dos ejemplos, de los que no se pretende ofrecer un estudio exhaustivo, se intentará desarrollar un análisis institucional elemental de estos problemas. Finalmente, se presentarán algunas reflexiones sobre los ejemplos propuestos y el cambio institucional (VI).
II. Instituciones: las reglas del juego presentes en una sociedad
Es posible encontrar algún grado de consenso entre los diversos autores en entender las instituciones como “las reglas del juego presentes en una sociedad” (North, 1995: 3) o, en otras palabras, como el conjunto de reglas, normas y restricciones –escritas y no escritas– que gobiernan en la sociedad (Arias y Caballero, 2013: 17). Estas “reglas del juego”, se entiende que se componen de (a) instituciones formales, (b) instituciones informales, y (c) de las condiciones de aplicación de las dos anteriores (North, 1990; 1995 y 2005).
No debe confundirse en estos enfoques a las instituciones con las organizaciones o entes. Las organizaciones podrían equipararse a los equipos y las instituciones serían las reglas del juego de un deporte (North, 1995: 15). Para los autores vinculados al institucionalismo, el cambio institucional se produce (en tiempos normales y en un contexto de competencia institucional y no interferencia), de manera gradual y lenta. Estos cambios están limitados, además, por la información y conocimientos que el contexto institucional anterior permite obtener a los jugadores.
Este tipo de anclaje en el anterior conjunto de instituciones se ha conocido como path-dependence (“dependencia del camino recorrido” o “dependencia de la historia”). El enfoque de la dependencia de la historia ha sido utilizado con dos propósitos. El primero consiste en describir de un modo general las opciones limitadas que tiene el cambio institucional por la matriz institucional anterior. En este sentido, la dependencia de la historia consiste en una serie de limitaciones en el conjunto de opciones que tenemos en el presente que se derivan de la experiencia histórica del pasado (North, 2005: 51). Este primer sentido de la dependencia de la historia es teórico y universalmente válido; no explica el presente, sino que da cuenta de las limitadas opciones futuras. Otorga de alguna manera respuesta a la pregunta ¿cómo se produce el cambio institucional? Este primer sentido sobre el cambio institucional limitado y dependiente de la historia sienta las bases para el segundo sentido, ya que, de acuerdo con esta posición, las instituciones tienden a perseverar y a reproducirse a sí mismas. El segundo sentido de la dependencia de la historia tiene un propósito explicativo, e intenta responder a la pregunta ¿por qué tenemos estas instituciones? y se vincula, en definitiva, con la posibilidad de dar cuenta de las instituciones vigentes describiendo y analizando las instituciones pasadas y su tendencia a perseverar y reproducirse.
Si bien la centralidad de la explicación de la dependencia del camino y de la resistencia al cambio institucional ha sido objeto de serias objeciones (Przeworski, 2004; McCloskey, 2010; Méndez 2014: 213, Fernández Blanco, 2018; entre otros), en este trabajo aplicaré con algún matiz estas ideas. Con relación a la tendencia de las instituciones a la retroalimentación o a perseverarse y reproducirse, aceptaré que ella puede existir en algún momento de la vida de ellas.1 De hecho, esta parece ser la explicación de por qué subsisten instituciones cuyos resultados son ineficientes, sub-óptimos o no racionales (Trebilcock y Mota Prado, 2009: 351).2 En este sentido y como razón adicional, en cierta instancia de la vida de las instituciones lo que debemos esperar es su persistencia. Las instituciones se presumen estables y esta condición es esencial para que puedan cumplir su rol en el cambio social. Como explican Chang y Evans (2007: 227) “una institución totalmente maleable sería tan útil como no tenerla”.
En la visión sobre cambio institucional que se propone aquí, las instituciones tienen un proceso vital o una trayectoria. Ellas emergen, sobreviven y mueren (Ullmann-Margalit, 1990: 756). Durante su supervivencia pueden sufrir modificaciones espontáneamente (como producto de la influencia de otros factores institucionales: cambios en la cultura, en las costumbres, etc.) o pueden ser reformadas de manera deliberada (Ullmann Margalit, 1990: 756). La caracterización de las instituciones como permanentemente tendientes a reforzar su propia existencia o realimentarse (North, 2005; Trebilcock y Mota Prado, 2009) no parece reflejar más que el momento de mayor fortaleza de la vida de las instituciones.
Por estas razones, el buen diseño de las instituciones formales, es decir, de las normas jurídicas, parece ser esencial para el éxito del cambio institucional promovido mediante el derecho. Como aclaración final, en este trabajo, para simplificar, equipararé a las instituciones formales con las normas jurídicas de carácter general, emitidas por autoridades legislativas (o por otras autoridades con capacidad funcional para emitir normas), y no me detendré en las características de las normas jurídicas.
III. Instituciones informales
Antes de ofrecer una aproximación al concepto de instituciones informales (B), ya que estas suelen resultar parcialmente ajenas a los razonamientos y análisis jurídicos, presentaré dos reflexiones que, sin bien no son centrales para la argumentación, dan sentido a algunas de las ideas que aquí se desarrollarán (A).
A. Dos reflexiones iniciales
La primera reflexión es relativa a los juristas: en la literatura vinculada a la teoría jurídica, generalmente las instituciones informales son percibidas como una cuestión que no resulta un obstáculo para la eficacia o la efectividad de las normas jurídicas, sino más bien todo lo contrario. Pareciera que, hasta cierto punto, el conjunto de normas sociales constituye el tejido que permite al derecho ser reconocido como tal (Hart, 1961) o ser eficaz (Postema, 2012); algo similar, aunque menos categórico, parece surgir también en Dworkin (1986) y Nino (2005), solo por mencionar algunos autores. Sin descartar esta visión preponderante del discurso jurídico, resulta razonable atender la idea – predominante en otras ciencias sociales – de que hay instituciones informales que son disfuncionales a ciertas normas jurídicas. En otros términos: es posible que las conductas que las instituciones informales hacen obligatorias, prohíben o permiten sean contradictorias respecto de las conductas que las normas jurídicas disponen como obligatorias, prohíben o permiten. De esta manera las instituciones informales pueden afectar a la eficacia de las normas jurídicas y/o resultar contrarias a los objetivos por los que fueron sancionadas ciertas normas jurídicas. Gran parte de los argumentos centrales de este trabajo dan cuenta de esta interacción en tensión o competencia entre normas jurídicas e instituciones informales y de los problemas de eficacia y efectividad de las normas jurídicas (instituciones formales).
La segunda reflexión preliminar que propongo se refiere a dos críticas genéricas dirigidas a gran parte de los autores “institucionalistas”: en primer lugar, no hay entre estos autores una preocupación por identificar diferentes manifestaciones de las instituciones informales y sus posibles diferencias en la interacción con las normas jurídicas.3 En segundo término, a pesar de que el institucionalismo ha otorgado a las instituciones (las reglas del juego) un lugar central en su teoría, de manera paradójica –salvo algunas excepciones– no se acerca a ninguna forma de reflexión aguda sobre el derecho. Es cierto que tampoco ha habido una reacción desde el derecho –otra vez con algunas excepciones– que intentara apuntalar seriamente al institucionalismo desde la perspectiva jurídica. Esta desconexión entre ambos campos de estudio ha conspirado contra la posibilidad de entender con más profundidad la interacción entre normas jurídicas e instituciones informales y poder promover normas formales con mayor eficacia y efectividad.
B. Aproximación al concepto de instituciones informales
Ahora sí presentaré una primera aproximación al concepto de instituciones informales:
Son reglas socialmente compartidas, usualmente no escritas, que son creadas, comunicadas y aplicadas por fuera de los canales oficialmente aceptados; por contraposición, las normas formales están abiertamente codificadas en el sentido de que son establecidas, comunicadas y aplicadas a través de canales que son ampliamente considerados “oficiales” (Helmke y Levitsky 2004: 727. Traducción propia)
Es necesario distinguir a las instituciones informales de otros fenómenos que no lo son y que, en general, tienen menos capacidad para influir en la eficacia y/o efectividad de una norma jurídica. Me refiero particularmente a lo que se conoce como hábitos convergentes o costumbres compartidas, como los llama Bicchieri (2017: 3). En los hábitos convergentes es necesario y suficiente que las conductas converjan de hecho (Hart, 1961: 65), pues los patrones de acción se crean y se sostienen por motivaciones de los sujetos actuando independientemente los unos de los otros (Bicchieri, 2017: 15). Es una conducta observable respecto de la mayoría de las personas que integran ese grupo: cada uno se comporta del mismo modo sin ningún tipo de consideración acerca de si se trata de una pauta o criterio general de comportamiento a ser seguido por el otro (Hart, 1961: 71).
Los hábitos convergentes, por más que se presenten de forma habitual, persistente y difundida, no son pautas de regulación de la conducta. Por ejemplo, cuando llueve, la mayor parte de la gente utiliza paraguas para caminar por la calle (Bicchieri, 2017: 15) ¿La gente usa paraguas porque la mayoría de la gente lo hace?, ¿sería objeto de críticas una persona que decidiera utilizar un gorro de lluvia y un impermeable en vez de paraguas? Pareciera que aún cuando el no seguimiento de un hábito convergente pueda despertar la curiosidad en el resto de los que siguen el hábito, hay diferencias en el sentido social que suscita la violación a una institución informal con respecto al que se origina en el no seguimiento de un hábito convergente. Esta diferencia se presenta en el tipo de reacción que cada uno origina y en definitiva en la intensidad de la presión social en ambas situaciones.
Se comparte entre los autores el criterio de que el incumplimiento de las instituciones informales que obligan o prohíben alguna conducta tiene como consecuencia una sanción informal. Es decir, las sanciones son parte constitutiva de éstas (Hart, 1961; Helmke y Levitsky, 2004 y 2006; Carruthers, 2019) y aunque pueda referirse a ellas a través de modalidades alternativas tales como “medidas informales de refuerzo del cumplimiento” (Schauer, 2015: 349) o “suplementos motivacionales”, como proponía Bentham (citado por Schauer, 2015: 349, sin indicar referencia más precisa), la esencia del concepto de sanción parece estar presente aunque sea entendido de modo amplio (incluyendo la crítica, los rumores, la burla, el escarnio público, la exclusión, entre otras consecuencias). El concepto de sanción que aquí se maneja como mínimo necesario de las instituciones informales es muy amplio y, en términos generales, puede entenderse que está presente cuando el quiebre de la norma tiene un significado social negativo que puede ser percibido por un observador externo y que es registrado por quien incumple la norma.4
No es exigible que quienes actúan conforme a una institución informal consideren que su conducta se ajusta a las exigencias de las normas formales. Una institución informal puede coexistir con la consciencia de que la conducta es contraria al derecho. Tampoco es necesario que la institución informal sea considerada moralmente correcta por quien la lleva adelante (Bicchieri, 2006: 1).
IV. Una distinción entre diferentes tipos de instituciones informales: normas sociales y normas informales comunitarias
Como sostuve anteriormente, el institucionalismo, con notables excepciones, ha presentado a las instituciones informales de modo poco refinado y parece adecuado continuar indagando y estudiando diferentes facetas de este fenómeno. Propongo, en esta oportunidad, separar a las instituciones informales en dos grandes grupos que comparten los rasgos presentados en el apartado anterior, pero que se diferencian en otros aspectos: distinguiré entonces entre normas sociales, por un lado, y normas informales comunitarias, por el otro. Ambos grupos integran lo que habitualmente se conoce como instituciones informales.
El primer grupo, el de las normas sociales, se constituye con las reglas que rigen de manera más general para toda la población o para grandes grupos de la población, y generalmente comienzan como prácticas que se “filtran desde abajo”, como describe Schauer (2015: 328): las maneras de mesa, las que rigen las relaciones entre amigos, parientes, vecinos, compañeros de trabajo, etcétera; las reglas de etiqueta, de comportamiento en la vía pública y otras incluso más relevantes como las que rigen las relaciones de género, el tratamiento relativo a la orientación sexual o las relaciones intrafamiliares. Es decir, se trata principalmente de normas “generales” y que rigen tanto relaciones personales (la fidelidad entre parejas no convivientes) como relaciones anónimas (cruzar la calle con el semáforo en rojo o evadir impuestos). Las normas sociales se caracterizan por la dispersión de su creación, la dispersión de su aplicación, la ausencia de reglas de adjudicación, y la indeterminación de las sanciones. Una gran parte de los trabajos sobre instituciones informales parece hacer referencia a este tipo de normas (Carruthers, 2019; Elster, 1989; Pistor et. al, 2009; Bicchieri, 2006 y 2017).
El segundo grupo se integra con lo que llamaré normas informales comunitarias. Este tipo de normas se genera en “comunidades de tejido cerrado y participantes repetidos” (Strahilevitz 2000: 1272). Se trata de normas informales que rigen en esos ámbitos comunitarios. En este segundo grupo incluiré a las normas que se generan, por ejemplo, en el ámbito de las organizaciones criminales permanentes (mafias); las que rigen las relaciones en ámbitos cerrados tales como las prisiones; las que estructuran las organizaciones guerrilleras o las que rigen en los barrios irregulares con alta densidad de población. Es decir, son conjuntos de normas que rigen la actividad interna y particular de grupos de personas relativamente estructurados y permanentes. Este grupo de normas, más sofisticado que las normas sociales, presenta algún grado mayor de concentración y de posibilidad de identificación de la autoridad informal de producción y aplicación de las normas, y muchas veces, aunque no siempre, la producción normativa proviene de las elites, es decir, se reproduce aquí el sistema de producción normativo piramidal presente en la creación de normas jurídicas. Es posible, asimismo, distinguir algunas normas rudimentarias de adjudicación, más claridad en las sanciones y hasta procedimientos también precarios de revisión de las sanciones. Hay ciertas organizaciones que se rigen por normas informales muy complejas que funcionan como cuasi-sistemas normativos (algo más que meros conjuntos normativos) y, en esos casos, lo que diferencia a una norma informal comunitaria de una norma formal es básicamente la condición oficial de la autoridad de emisión y aplicación.
Intuitivamente, podría vincularse a las normas informales comunitarias primordialmente con actividades clandestinas, ilegales o marginales, y de hecho, ese tipo de organizaciones, por razones obvias de incompatibilidad con el sistema jurídico, se rige primordialmente por este tipo de normas; sin embargo, también es posible pensar en normas informales comunitarias que rigen actividades u organizaciones legales y hasta públicas: las que rigen en la organización y distribución de poder en el ámbito de los partidos políticos o en los movimientos sociales incipientes o en un grupo de investigación de una universidad. Otro importante grupo de trabajos académicos se ha dedicado a este tipo de instituciones informales (véase Moore, 1973; Ellikson, 1991; Strahilevitz, 2000; Richman, 2012). Las normas informales comunitarias tienen una importancia significativa a la hora de analizar el problema del clientelismo en la distribución de los planes sociales y otros problemas políticos que no serán tratados aquí tales como la corrupción.
Recapitulando, en este trabajo se utilizan tres expresiones vinculadas a la esfera de las instituciones informales que, parcialmente, designarán fenómenos diferentes: con la expresión normas sociales se hará referencia a normas generales, sin autoridad de emisión ni autoridad de aplicación identificable, que siempre integran meros conjuntos de normas; cuando se aluda a normas informales comunitarias se hará referencia a normas que suelen surgir en tejidos sociales cerrados y con participantes repetidos y en los que es posible (aunque no necesario) identificar a personas con poder suficiente para emitir la norma informal y para aplicarla; finalmente ambos grupos de normas serán mencionados conjuntamente como instituciones informales, pues captan el fenómeno institucional relevante al que hacen referencia los autores vinculados al institucionalismo.
V. Interacciones entre instituciones informales y normas jurídicas: análisis de dos problemas de las democracias latinoamericanas
Las democracias de América Latina, que se restablecieron mayoritariamente entre las décadas de 1980 y 1990, funcionan con reglas del juego que son la combinación de normas formales e instituciones informales: las normas jurídicas que ordenan el sistema democrático son frecuentemente ignoradas, trivializadas o transformadas (Pistor et al., 2009) por la interacción principalmente con normas informales comunitarias, pero también, en algunos casos, con normas sociales (una completa situación de esta debilidad de las instituciones formales puede verse en Brinks et al., 2019). La interacción entre normas formales e instituciones informales, sin lugar a duda, ocurre en todos los sistemas políticos del mundo, pero pareciera que las “reglas del juego” en otras democracias –aún en democracias jóvenes como la española o la portuguesa– se rigen, en mayor medida, o en sus principales aspectos, por las normas formales que regulan ese ámbito tal como se las interpreta mayoritariamente y, en menor medida, por normas no escritas (instituciones informales). Esta relación de interacción entre instituciones formales e informales en América Latina casi siempre se ha descrito como indeseable y, en efecto, en la mayor parte de los casos esta interacción afecta a normas formales de fundamental importancia para el desarrollo democrático (véase Brinks et al. 2019). Sin embargo, también es posible encontrar algunas instituciones informales que pueden ser consideradas “benignas” para los sistemas políticos, como la moderación del hiper-presidencialismo impuesto por la Constitución de Chile vigente hasta hoy, que ha sido señalado por diversos autores como producto de instituciones informales (Helmke y Levitsky, 2006; Siavelis, 2006).
Presentaré a continuación dos casos de interacción entre normas jurídicas e instituciones informales que tienen especial relevancia para las democracias de América Latina. En primer lugar, me referiré a los obstáculos (y los avances de los últimos años) que se presentan para que las mujeres accedan a cargos electivos y el modo en que, mediante normas jurídicas, se ha intentado corregir esa situación originada, según entiendo, en una norma social (A). En segundo lugar, me referiré a uno de los diversos escenarios en que los derechos políticos en América Latina se ven seriamente restringidos: las relaciones clientelares que se generan en la distribución de programas sociales. En este último caso se identifica no ya a una norma social como causa de este problema sino a una norma informal comunitaria (B).
Es posible realizar comparaciones entre América Latina y, de hecho, el tratamiento conjunto, pero diferenciando las particularidades de cada país, cuenta con una larga tradición en estudios institucionales y politológicos. Recientemente, Brinks, Levitsky y Murillo han justificado este abordaje conjunto pero diferenciado al sostener que:
Con pocas excepciones, los países latinoamericanos poseen Estados al menos mínimamente efectivos y regímenes electorales competitivos (aunque no siempre plenamente democráticos). Por tanto, no son casos en los que las instituciones políticas puedan ser descartadas como predecible y uniformemente sin sentido. Además, la región tiene en su interior una variación sustancial en la dimensión de la fortaleza institucional entre países, en todas las instituciones y a lo largo del tiempo. Un enfoque en América Latina nos permite explotar esta variación, mientras que al mismo tiempo se beneficia de la erudición de una comunidad unida de académicos con un conocimiento compartido de la historia de la región y de casos individuales (Brinks et al., 2019: 6. Traducción propia).
A. Igualdad de género y acceso a cargos electivos
En toda América Latina y en la mayor parte de los países del mundo considerado “occidental”, las normas jurídicas otorgan, a grandes rasgos, los mismos derechos y oportunidades a las mujeres y a los hombres, y sancionan las actitudes discriminatorias;5 en el plano del derecho internacional son 189 los países que han ratificado la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW). Sin embargo, a pesar de la proliferación de leyes de todo tipo para el fomento de la igualdad y la eliminación de la discriminación, ningún país del mundo ha logrado la igualdad total de género.6 Las normas sobre igualdad de género, de acuerdo con el análisis que propongo, tienen un bajo nivel de eficacia o efectividad por la interacción entre las normas jurídicas que promueven esa igualdad y ciertas normas sociales que, en tensión con las primeras, obstaculizan su eficacia y efectividad.7 En otras palabras, ciertas normas sociales afectan la eficacia y efectividad de las normas jurídicas que promueven la igualdad de género.
Considero que la desigualdad de género es, en casi todo el mundo occidental, producida por normas sociales, pues la dispersión del modo en que esta discriminación es concebida y llevada a cabo impide reconocer una autoridad informal de producción normativa y mucho menos una autoridad informal de aplicación.
Esta situación de desigualdad de facto ha tenido un especial impacto en la participación de las mujeres en la vida política. Muchas son las razones que se han brindado para dar cuenta de por qué la representación política en cabeza de las mujeres es significativa para las democracias, y no todas esas razones van en la misma dirección, aunque todas las versiones coinciden en la relevancia de una representación equilibrada o parificada (ver, entre muchos otros, Jones et al., 2012: 332; Dittmar et al., 2018: 52 et seq.; Sawer et al., 2006; Ballington, 2005: 24 et seq.).
Con el propósito de moderar el efecto de esa norma social que se consideraba disvalioso, muchos países del mundo y casi todos en América Latina8 sancionaron leyes implementando diversos modelos de cuotas o cupos femeninos para las elecciones internas de los partidos y/o las elecciones parlamentarias. En otras palabras, la presencia de instituciones informales (normas sociales en este caso) generó la necesidad de dictar normas jurídicas para intentar neutralizar a la institución informal considerada disvaliosa.
Sin embargo, la eficacia de las normas jurídicas que establecieron cuotas de género ha sido disímil en América Latina y sólo en los últimos años, en algunos países, ha demostrado un impacto relevante: las normas sociales fueron neutralizadas en buena medida por las normas jurídicas y permitieron un avance paulatino en la representación femenina en los parlamentos. Este sería el caso de las cámaras bajas de Argentina,9 México, Costa Rica, Nicaragua y Bolivia. Estos países cuentan con representación femenina entre el 40,9% (Argentina) y el 53,1 % (Bolivia).10 Sin embargo, a pesar de estos avances, el camino ha sido lento y sinuoso, y los objetivos solo medianamente cumplidos: tanto México desde 2014 como Nicaragua desde 2012 y Costa Rica desde 2009, obligan a la paridad en la representación parlamentaria entre hombres y mujeres, pero México ha alcanzado un 48%; Nicaragua un 47% y Costa Rica solo un 45,6%.
En otros casos, la norma formal no logró neutralizar a la institución informal y países como Brasil, Paraguay, Guatemala, Uruguay, Chile y Perú oscilan entre un 14,6% de mujeres parlamentarias en la cámara baja (Brasil) y un 26, 2% (Perú). Es cierto que en algunos de estos países los mínimos previstos como cuotas de género son bajos (30% para Brasil y Perú; 20% para Paraguay; sin indicación de mínimo para Uruguay y 40% para Chile). Sin embargo, lo cierto es que ninguno de esos países llegó a cumplimentar con el mínimo exigido y muchos han quedado lejos de hacerlo. Uruguay, país en el que no se puso un mínimo de porcentaje sólo alcanzó un 21,2% de representación femenina en la cámara baja.11
En la parte final de este trabajo presentaré algunas ideas acerca de por qué la diferencia de resultados de esta interacción es tan amplia en los diversos países de América Latina.
B. Clientelismo político y planes sociales
Hasta 1990 los planes sociales en América Latina se centraban mayormente en la provisión de ayudas en especie (entrega de alimentos o útiles escolares) y en la asignación de subsidios generales a servicios o bienes básicos (subsidios a la energía eléctrica, al gas, a ciertos alimentos básicos, etcétera). A partir de esa década, los planes sociales sufrieron una modificación radical en la región: se comenzó a entregar a los beneficiarios dinero en efectivo.
Los mecanismos de implementación de esos programas de ayuda social resultaron en una mutación de las relaciones clientelares antes existentes (Gruenberg y Pereyra Iraola, 2009).12 Estos planes sociales eran distribuidos, entre otros mecanismos, a través de “caudillos barriales” o “caciques barriales”, cuadros políticos menores y otros contactos personales que actuaban como intermediarios o brokers, y eran moneda de cambio de favores partidarios. En algunos casos también se requería a los beneficiarios, a través de los intermediarios, el aporte de un porcentaje de lo recibido a personas, estructuras partidarias o barriales. En lo que nos interesa aquí, el clientelismo se presentaba (y a menudo se presenta) a través de la exigencia de voto por determinado partido o candidato a cambio de entregar o mantener el programa social. En este sentido, la norma informal comunitaria imponía la obligación/compromiso de votar por determinada estructura partidaria y resultaba (y en muchos casos continúa siendo así) un menoscabo directo a los derechos políticos.13 Sobre los modelos y formas de clientelismo no me extenderé en esta oportunidad (ver un interesante panorama en Schröter, 2010), solo diré que el compromiso del voto se logra de diversas maneras que van desde la extorsión y/o amenazas hasta el simple acto de lealtad por parte del cliente.
Estas prácticas se constituyeron en auténticas normas informales comunitarias: para obtener un plan social resultaba obligatorio contribuir con dinero y/o votar por determinado partido o candidato. Se trataba, a mi juicio, de normas informales comunitarias ya que estas surgían en contextos de tejido social cerrado y participantes repetidos, existía una autoridad o autoridades informales de emisión y aplicación de las normas informales y, a diferencia de lo que ocurre en las normas sociales, se replicaba la estructura piramidal de producción y aplicación de las normas.
Con el objetivo de corregir el ineficiente resultado de los planes sociales antes mencionados, y de asegurar que los fondos se utilizasen de manera correcta por los beneficiarios, en el año 1997 se lanzó en México un modelo diferente de programa social que se difundió rápidamente por toda América Latina y por otros países del mundo. En este nuevo modelo se mantuvo la transferencia de dinero en efectivo como núcleo de la ayuda, pero se agregaron obligaciones o condiciones que se impusieron a los receptores del beneficio. Estas obligaciones varían de país en país, pero generalmente incluyen la escolarización de los hijos en edad de asistir a la escuela primaria, el seguimiento de calendarios de vacunación y el control prenatal de embarazadas.14 Es por esta imposición de obligaciones que se conoce generalmente a estos planes como Programas de Transferencias Condicionadas (PTC) o Conditional Cash Transfers (CCT).15
Más allá de las críticas que estos planes han recibido desde diversos espectros, lo cierto es que, en los primeros años de su implementación, cumplieron con algunos de los propósitos o resultados sociales inmediatos para los que habían sido diseñados.16 Lo que aquí interesa no es tanto el acierto de la política de transferir dinero a los quintiles más pobres de la población o de hacerlo bajo ciertas obligaciones, sino el modo en que el diseño de los PTC logró, por lo general, superar las normas informales comunitarias que eran disfuncionales: el uso de los programas sociales con fines de clientelismo político y la pequeña corrupción. Los PTC no han conseguido eliminar por completo las normas informales comunitarias antes mencionadas, pero lo interesante es que desde su diseño se intentó –y en buena medida se consiguió– desplegar una estrategia para combatirlas.
Las herramientas de diseño institucional implementadas para neutralizar a las normas informales comunitarias sobre clientelismo y corrupción fueron, entre otras, las siguientes: (a) la universalización de los beneficiarios ubicados dentro del grupo objeto de los PTC; (b) la no imposición de obstáculos administrativos generadores de posibles relaciones “cliente-patrón” y la eliminación de intermediarios para la concesión y mantenimiento del programa social; (c) el diseño de procedimientos y técnicas de selección de beneficiarios que buscan minimizar los errores de exclusión y errores de inclusión (Cecchini y Madariaga, 2011: 28); (d) el reemplazo de los múltiples planes de asistencia social por uno o unos pocos que concentran esta actividad, lo que ha logrado mejorar la unificación de información sobre los beneficiarios e impedido la proliferación de beneficios duplicados (algunos de los cuales eran obtenidos mediante relaciones clientelares); (e) la incrementación en la transparencia de la información relativa a los destinatarios (Cecchini y Madariaga, 2011: 173 et seq.); (f ) la bancarización del pago por lo que se obstaculiza la “retención” de los aportes por parte de los caudillos; y (g) la apertura de canales de comunicación para la recepción de quejas o denuncias.
Como era esperable, el clientelismo alrededor de la distribución de planes sociales no fue eliminado por completo, pero sí fue reducido considerablemente, tal como lo confirmaron múltiples estudios respecto de diversos países (ver entre muchos otros, Cecchini y Atuesta, 2017; Cechini y Madariaga, 2011; Hevia de la Jara 2010 y 2011; Daïeff, 2016; Swami, 2016). Esta situación ha beneficiado a la calidad de las democracias de la región y, al mismo tiempo, ha contribuido a una distribución eficiente de los recursos para combatir la pobreza. Estos recursos llegaban para el año 2017 al 73,6% de los hogares pobres (Cecchini y Atuesta, 2017: 42).
Lamentablemente, en los últimos años, una de las fortalezas de los PTC para evitar el clientelismo y la corrupción, ha ido desvaneciéndose. Se trata del punto (d) anterior, a saber, la política de reducción de la cantidad de programas de ayudas sociales. Si bien todavía no hay estudios que demuestren el impacto en el aumento del clientelismo o la corrupción, ese punto era uno de los fuertes de los PTC para hacer frente a esos fenómenos.17
Esta situación de multiplicación de los programas sociales se ha visto perjudicada adicionalmente por la pandemia del Covid-19, y solamente durante 2020, en 32 países de América Latina y el Caribe, se han adoptado 263 nuevas medidas de protección social no contributivas que incluyen transferencias monetarias, entregas de alimentos y medicamentos, y aseguramiento del suministro de servicios básicos (CEPAL, 2021: 32).
VI. Algunas reflexiones finales sobre los ejemplos propuestos y el cambio institucional
¿Por qué en el caso de las leyes de cuotas de género, en ciertos países, la norma social no ha podido ser vencida por la institución formal y en otros sí?; ¿por qué los programas de transferencias condicionadas han sido bastante exitosos por más de una década en toda la región en su intento de combatir el clientelismo político? Las respuestas a estas preguntas exceden lo que el espacio de este trabajo me permite; sin embargo, esbozaré, a modo de conclusión, algunas posibles respuestas.
Como se adelantó, los institucionalistas han insistido en que las instituciones tienden a retroalimentarse e intentan sobrevivir a la competencia que les presentan otras instituciones (Prado y Trebilcock, 2009: 351). Esta explicación resulta central para construir su modelo de cambio institucional basado en la dependencia de la historia o del camino recorrido (path dependence) (Prado y Trebilcock, 2009; North, 2005: 52 et seq.). En relación con la tendencia a la retroalimentación de las instituciones, aceptaré, como dije, que ella puede existir en algún momento de la vida de estas. Ahora bien, a diferencia de las versiones institucionalistas más ortodoxas, entiendo que no todas las instituciones presentan necesariamente y en todo momento esta tendencia hacia su retroalimentación o reafirmación: en muchas oportunidades se debilitan por sí mismas o por la competencia con otras normas y pierden su fuerza de tal manera que desaparece esa tendencia hacia su propio refuerzo. Así, como se dijo, en cierta instancia de la vida de las instituciones lo que debemos esperar es su persistencia: las instituciones se presumen estables y esta condición es esencial para que puedan cumplir su rol como constreñimientos a la actividad humana. En condiciones ordinarias el índice de cambio del entorno será superior al índice de ajuste de las instituciones al entorno (Chang y Evans, 2007: 227, citando a March y Olsen, 1989: 168). Pero esta estabilidad e índice de cambio más lento con respecto al entorno no implica inmutabilidad o sustracción de la posibilidad de manipulación deliberada.
Con las consideraciones anteriores en mente, la primera respuesta que daré a ambas preguntas, conjuntamente, es que el diseño de las normas jurídicas es sumamente relevante para que la tensión entre estas y las instituciones informales disvaliosas se resuelva a favor de las primeras. En un estudio sobre cuotas electorales y género, la conclusión ha sido contundente: la presencia de leyes de cuotas bien diseñadas resulta crucial para revertir la situación de baja presencia de mujeres en los parlamentos ( Jones et al., 2012: 354). El diseño institucional ha sido tan definitorio que las leyes de cuotas laxas (mal diseñadas) arrojaron resultados similares a la inexistencia de la ley ( Jones et al., 2012: 345). La antigüedad del estudio no lo priva de validez pues, como se ha mostrado mediante los porcentajes de mujeres representantes en los parlamentos latinoamericanos, las leyes de cuotas no han cumplido en general sus objetivos y aquellas con diseños laxos han tenido un desempeño todavía peor y no han logrado vencer a las normas sociales que generaban la dificultad para el acceso de las mujeres a los cargos electivos parlamentarios.
Esta primera conclusión me conduce a sostener que, para promover el desarrollo de nuestras democracias y superar las instituciones informales disfuncionales o disvaliosas, la mirada debiera dirigirse, en primer lugar, hacia la mejora técnica de los modelos de producción legislativa; especialmente, habría que incorporar a los procesos de elaboración de normas la consideración de la inevitable interacción entre los mundos institucionales formales e informales, que es un tema casi inexplorado tanto en los estudios sobre legislación como en la práctica.
En segundo lugar, considero que es importante tener en cuenta que las normas sociales y las normas informales comunitarias pueden tener diferentes modos de interacción con las normas jurídicas, y diferentes patrones de adaptación a nuevas circunstancias. Es decir que su tendencia a la adaptación y a la supervivencia es diferente. En este sentido pareciera que las normas sociales, una vez que han sido neutralizadas por una norma jurídica, tienden a desaparecer como “reglas del juego”. Las normas sociales pueden ser detectadas mediante las expectativas acerca de cómo se comportarán los otros y de lo que se considera que debería hacerse. Cuando estas expectativas dejan de estar presentes, las normas sociales rápidamente se debilitan (Bicchieri y Muldoon, 2011). Pensemos, por ejemplo, en los avances que a lo largo de los años se han obtenido con respecto al lugar de la mujer en la sociedad o a la aceptación de las parejas convivientes que no han contraído matrimonio; o a la aceptación social de los hijos extramatrimoniales o de las relaciones de pareja entre personas del mismo sexo; o más recientemente, como lo proponen Bicchieri, Muldoon y Sontuoso (2018), al uso del lenguaje no sexista y la prohibición de fumar frente a terceros en un lugar cerrado sin pedir autorización. Es difícil pensar que las normas sociales que desaparecieron puedan hoy reaparecer. Sin embargo, también parece ser un hecho que las normas sociales son más difíciles de neutralizar que las normas informales comunitarias: otra vez es muestra de ello el caso de las diferencias de facto entre hombres y mujeres en muchos ámbitos a pesar de la legislación que intenta contener esa situación. Para neutralizar normas sociales disfuncionales o disvaliosas sería importante que los legisladores indagaran en la razón de ser de las normas sociales que intentan erradicar (por ejemplo, no será lo mismo si la norma social tiene origen en una situación económica, religiosa o puramente social).18
Por su parte, las normas informales comunitarias, que se presentan más frecuentemente como “reglas del juego” en el ámbito político, parecen ser más fáciles de neutralizar o erradicar mediante normas jurídicas bien diseñadas y satisfactoriamente aplicadas. Recordemos que este tipo de instituciones informales son las que se generan en entornos con participantes repetidos en un tejido social cerrado (a diferencia de las normas sociales que se generan y se aplican de modo disperso en la sociedad) y por ello, en el caso de las normas informales comunitarias, la aplicación de las normas jurídicas, realizada de manera eficiente por autoridades judiciales o administrativas, genera información que llega rápidamente a sus destinatarios y los restantes participantes del entorno perciben que la sanción formal puede llegar también a ellos. En otras palabras, la disuasión general es más sencilla que en el caso de las normas sociales. Modificar una norma social a través de la disuasión general puede llegar a ser más trabajoso, pues los sujetos normativos guiados por ella se encuentran dispersos, muchas veces desvinculados entre sí y no sienten cercana la posibilidad de que les sea aplicada la norma jurídica.
Finalmente, en las normas informales comunitarias suelen existir individuos o grupos que se ven beneficiados directamente por su existencia. Así, es previsible que, a diferencia de lo que ocurre con las normas sociales que una vez neutralizadas tienden a desaparecer, estas se reproduzcan o se conviertan para sobrevivir a nuevos obstáculos. La historia de la adaptación y reinvención del clientelismo y la manipulación del voto en América Latina –desde principios del siglo XX hasta nuestros días– es un buen ejemplo de esta circunstancia; la multiplicación de planes sociales en los últimos años, que ha acabado con la centralidad de los programas de transferencias condicionadas, es un escenario propicio para su reaparición. Esta tendencia no implica, sin embargo, que no sea posible encontrar caminos que terminen de forma definitiva con las normas informales disvaliosas.
Entiendo, al igual que muchos autores, que no es acertado sostener que las normas sociales y las normas informales comunitarias se relacionen necesariamente con tradiciones culturales, valores morales, creencias religiosas, costumbres y otras cuestiones similares (en contra Pejovich, 1999: 166). Lo que quiero destacar a través de estas afirmaciones es que son realmente pocas las instituciones de carácter atávico o de tradición cultural difícilmente mutable con que muchas veces se asocia a la totalidad de las instituciones informales. Así entiendo, junto con Laporta, que no hay nada “idiosincrático” en América Latina (Laporta, 2015: 60), ni una excepcionalidad cultural inmodificable, ni un inevitable destino latinoamericano que impida que las condiciones institucionales y la calidad de las democracias mejoren sustancialmente en los países de la región. Para ello, sin embargo, es necesario continuar pensando acerca de modelos legislativos adecuados y no olvidar que, inevitablemente, las instituciones informales influenciarán la eficacia y efectividad de las instituciones jurídicas, por lo que su consideración a la hora de los diseños legislativos es de fundamental importancia.