I. Introducción
Según cuenta el propio Antony Duff, le “llamó mucho la atención” algo del Preámbulo de la Constitución Argentina1. La leyenda porteña agrega que, cuando el profesor de Stirling visitaba la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, encontró inscrito en una de sus columnas el Preámbulo nacional. Sorprendido –dicen– confirmó con un estudiante del pasillo que la Constitución efectivamente asegurara los beneficios de la libertad a todas las personas “del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” tal como reflejaba esa columna2. Allí podría cifrarse el sostén final de su teoría que, al justificar el castigo en la ciudadanía, no podía explicar el reproche penal a los no-ciudadanos. La invitación argentina al mundo –dirá Duff más adelante– ilustra la hospitalidad política que toda comunidad le debe a sus visitas, y esa hospitalidad política nos habilita a llamar a rendir cuentas a las personas extranjeras por sus ofensas (Duff, 2018, p. 122). Pero la hospitalidad política no convierte las leyes ajenas en leyes propias.
A la vanguardia del debate clásico sobre la justificación del castigo, Duff sugiere que su fundamento debe buscarse en una relación que precede al crimen: en la relación política que nos une como ciudadanos. Su teoría postula que es porque pertenecemos a una misma comunidad en conciudadanía, con leyes que reconocemos como propias, que podemos llamarnos a rendir cuentas por nuestras ofensas mutuamente. Así, Duff nos propone imaginar un juicio penal legítimo y comunicativo, uno que resulte inclusivo para toda la ciudadanía en lugar de exclusivo para los técnicos y excluyente del ofensor (Duff, 2018). Sin embargo, el énfasis en la ciudadanía enfrenta a esta versión del republicanismo penal en boga con un dilema. Para las personas extranjeras el derecho penal de sus hospedadores no puede ser entendido como su derecho, ellas no son llamadas a rendir cuentas o castigadas por sus tribunales y según su ley.
Mientras la inmigración toma protagonismo en el debate político, este tipo de teorías republicanas asociativas (o comunitarias) parece dejar huérfano de justificación al castigo impuesto a las personas extranjeras. Y ese vacío normativo importa porque una repuesta punitiva que carece de orientación normativa no conduce necesariamente a menos castigo. Más bien puede ocurrir lo contrario. Esa carencia normativa conlleva el riesgo de una práctica más desordenada y el peligro de dejar a la inmigración bajo un aparato coercitivo desaforado.
En este ensayo planteo que la teoría de Duff –tal como la conocemos hoy– padece de un déficit de generalidad porque si bien puede justificar el castigo a ciertas personas no alcanza a justificar la autoridad para llamar a rendir cuentas a las personas extranjeras por sus crímenes. No estoy sola en esta observación. No obstante, y a diferencia de las críticas de Zedner, Yaffe o Chehtman, sostengo que ese déficit no necesariamente obliga a la teoría de Duff a abandonar una justificación relacional del castigo. Aquí argumento que quienes entiendan que la autoridad del reproche descansa en una relación política anterior deberían reformular esa relación política de manera que pueda dar cuenta de los diferentes vínculos que nos unen a quienes cohabitamos un mismo territorio político. En lugar de descartar a la membresía o la ciudadanía como justificación del reproche penal, alego que se debe renunciar a que constituyan la única justificación posible. Claro que al abrir la justificación del castigo a diferentes relaciones según las cuales se le puede atribuir la ley penal a una ofensora, se podría objetar que no estamos ante una teoría sino ante muchas. Por eso, antes de concluir el ensayo sugiero dos pautas que podrían preservar cierta unidad teórica: que los criterios de atribución de la ley penal varíen de acuerdo al nivel de dependencia de una persona respecto de la comunidad política que habita y resulten sensibles a distintos grados de participación democrática. Con estas dos pautas (nivel de dependencia y de participación) no pretendo ofrecer una respuesta final al debate, sino únicamente señalar por dónde podría avanzar su reconstrucción para que una teoría de la justificación del castigo pueda dar cuenta de las diferentes relaciones entre quienes cohabitamos un mismo territorio político.
Con este objetivo, en primer lugar, presento brevemente las virtudes de la justificación del castigo que ofrece Duff (justificación que califico como “meta-penal”) para pasar, en segundo lugar, a identificar su déficit como uno de generalidad en tanto no alcanza para justificar el castigo de las personas extranjeras. Planteado el vacío normativo, en tercer lugar, recorro tres alternativas ensayadas para resolverlo (más precisamente las de Zedner, Yaffe y Chehtman) y señalo cuáles son para mí sus debilidades. Finalmente, ya en cuarto lugar, sugiero cómo podría reformularse una teoría relacional del castigo como la de Duff. El planteo teórico que se construye en las diferentes secciones se complementa con descripciones socio-legales de la experiencia de la Argentina con la inmigración (apoyada en referencias a cambios históricos en la regulación, entrevistas con actores del proceso de sanción de la ley actual, pedidos de información pública y estadísticas oficiales).
II. La teoría de Duff en dos pasos
Mientras la mayoría de las teorías sobre la justificación del castigo se preguntan por qué y para qué castigar, Duff cambió el foco de atención hacia quién tiene autoridad para castigar.3
Una de las respuestas tradicionales a la interpelación de “yo habré cometido un crimen pero ¿quién es usted para reprochármelo?” (Duff, 2015) suele venir desde el territorio (“soy la autoridad del lugar donde ocurrieron los hechos”). No obstante, el principio de territorialidad se topa con sus propias fronteras. Así, por una parte, el territorio se “deshilacha en los bordes” (Bosniak, 2007, p. 409) a medida que la práctica de los derechos penales se abre a múltiples formas de extraterritorialidad (podríamos imaginar una jueza estadounidense juzgando un homicidio cometido en el Reino Unido por una ciudadana de su país,4 un tribunal neozelandés llamando a rendir cuentas a funcionarios franceses por una obstrucción de justicia operada desde Francia en perjuicio de la investigación por el ataque al Rainbow Warrior,5 una jueza argentina llamando a indagatoria a funcionarios españoles por crímenes cometidos en España durante el franquismo,6 o incluso no imaginar tanto7). Por otra parte, aún en aquellos (muchos) supuestos en que el territorio conserva relevancia, la geografía no alcanza para explicar su propia “magia” (Raustiala, 2004), esto es, el poder de la presencia física de uno (y no de otro) lado de una frontera. Finalmente, como dijo Duff, el territorio no es “un asunto de mera geografía: es un asunto político-legal” (Duff, 2018, p. 105).
La teoría de Duff resulta agudamente sensible a la necesidad de la justificación de una autoridad en particular para reprochar ofensas penales y a la insuficiencia de la geografía para responder a esa pregunta. A partir de esta circunstancia, y de la necesidad de justificar la autoridad de un derecho en particular (por ejemplo, del derecho argentino en lugar del derecho en general), la teoría jurídica ensayó diferente tipo de respuestas.8 Entre las teorías de la obligación adquirida –como las llamó Waldron (1993) por oposición a las teorías de derecho natural– podemos encontrar al menos tres grandes familias de justificaciones: las teorías del consentimiento –el derecho mexicano tiene autoridad sobre quienes lo consintieron expresa, tácita o hipotéticamente9–, las teorías del “Fair Play” –el derecho mexicano tiene autoridad entre quienes media un interés de reciprocar beneficios o cooperar– (Simmons, 1979), o las teorías asociativas –el derecho mexicano tiene autoridad sobre quienes son miembros de la comunidad política mexicana– (Dworkin, 1986).
En el debate sobre la autoridad para el reproche y el castigo penal, Duff ofrece una respuesta que se podría calificar de republicana y asociativa. Dentro del arco de variantes del republicanismo penal, Dzur entendió que las ideas de Duff resonaban con aquellas de tipo “integracionistas”10 que, por oposición a las “aislacionistas”11, entienden que el autogobierno de la comunidad legitima al aparato coercitivo (Dzur, 2012). En esta línea, Duff afirma que podemos reprocharnos y castigarnos mutuamente porque nos encontramos asociados, en conciudadanía, en una misma comunidad política.
Sus trabajos buscan una teoría integral de la práctica del castigo. Sin ánimos de simplificar esa riqueza, y por la sola claridad del argumento que aquí ensayo, creo que una justificación de la autoridad penal como la de Duff puede pensarse como un esquema “meta-penal” en dos pasos.
En primer lugar, Duff identifica una relación política que justifica la autoridad penal. Pueden llamarme a rendir cuentas por el incumplimiento de una ley penal por una relación anterior a la que hoy nos encuentra como ofensora y tribunal. Por ejemplo, Duff entiende que esa relación meta-penal proporciona razones –que define como razones relacionales (Duff, 2013, p. 208)– y genera deberes –que llama deberes asociativos (Duff, 2018, p. 128)– para actuar en el ámbito público –que identifica como esfera cívica (Duff, 2018, pp. 102 y 145). De manera más simple: el hecho de relacionarnos genera razones y deberes que nos comprometen a no ofender las reglas que preservan la esfera pública. Me pueden llamar a rendir cuentas por una ofensa penal justamente en virtud de esa relación anterior. Cuando alguno de nosotros viola ese compromiso, la relación política proporciona una autoridad legítima para llamarnos a rendir cuentas mutuamente y eventualmente castigarnos. Desde la concepción duffiana del castigo, la finalidad del juicio y el reproche debe ser comunicativa, lo que supone orientar ambas instancias a que el ofensor comprenda los valores de la acusación y los pueda reconocer como fuentes imaginables de razones para actuar (Duff, 2011, p. 132). El reproche penal resulta legítimo en tanto se asienta sobre una relación política anterior.
En segundo lugar, Duff define esa relación política como una de membresía ciudadana. Una justificación asociativa del castigo debe articular en qué consiste esa relación asociativa meta-penal que la justifica, debe poder articular una teoría de la membresía. Según Duff (y no sólo Duff12) esa relación sobre la que se erige la legítima autoridad de todo el aparato coercitivo del Estado tiene un contenido muy preciso: la de pertenecer a una comunidad de conciudadanía política. En el modelo republicano, el derecho penal es esencialmente un derecho de la ciudadanía (Duff, 2013, p. 208). Según Duff, es porque pertenecemos a una misma comunidad de conciudadanos con valores compartidos, con una ley que podemos reconocer como nuestra, que esa comunidad después puede reprocharnos ofensas o los males públicos cometidos (Duff, 2011, p. 140). Se me puede atribuir la ley penal por la que me llaman a rendir cuentas, dice Duff, porque es la ley de nuestra comunidad política, la ley que entre ciudadanos “hicimos para nosotros” y la ley que nos “define como comunidad política” (Duff, 2018, p. 118). Nuestra ley.
Así planteada, la comunidad política puede resultar tanto una virtud como un defecto. La comunidad política en la teoría de Duff –como en otro tipo de teorías asociativas– permite identificar a los miembros plenos y a los miembros alienados de una comunidad (Rosenkrantz, 2006), pero, así formulada, no puede explicar la autoridad sobre quienes le son ajenos. No cualquier asociación alcanza como fuente de autoridad. En general, las teorías asociativas articulan los requisitos para que el derecho sea reconocido como propio, permiten identificar lo que el derecho les debe a sus miembros para que lo reconozcan como autoritativo (dependiendo de la teoría, pueden exigir igual respeto y consideración entre sus miembros, participación en la creación de la ley, o instituciones de autogobierno que al menos no se dirijan a excluir a ciertos miembros).
Sin embargo, en este esquema meta-penal de Duff, la membresía política no alcanza a explicar la autoridad del reproche sobre los turistas o los extranjeros residentes.
III. Una teoría insuficientemente general y su dilema
Obviamente, a Duff no se le escapa el hecho de que la membresía resulta una noción inclusiva “pero (¿inevitablemente?) excluyente” (Duff, 2018, p. 121) e intenta resolverlo con la idea de invitados de la comunidad.13
El que una teoría resulte simultáneamente inclusiva y excluyente no necesariamente constituye un defecto. De hecho, entiendo que toda teoría de la autoridad para reprochar una ofensa penal debería excluir e incluir al mismo tiempo; en otros términos: toda teoría debería ser simultáneamente particular y general.
El “requisito de particularidad”, como lo llamó Alan John Simmons (1981, p. 31), exige que la teoría dé cuenta de mi vínculo especial con una autoridad jurídica (y no con otra).14 Debe poder explicar por qué un jurado argentino excluye o desplaza a tribunales chilenos a la hora de llamarme a rendir cuentas por mis crímenes. Si la autoridad para reprochar surge únicamente de la justicia ínsita en las normas penales (o de su eficiencia) entonces no podría dar cuenta del motivo por el que en septiembre de 2019 estaba obligada por el Código Penal Argentino en lugar del Código Penal de Oaxaca, por ejemplo. Sobre esta preocupación parece gravitar la teoría de Duff.
Pero una teoría de la autoridad del castigo debe, además, ser general y, desde este punto de vista, debe tratarse de una justificación que pueda explicar el poder del derecho sobre todos los individuos que están bajo su alcance, de todos aquellos a quienes debe sujetar. Es en este punto que falla la teoría de Duff. Tal como está formulada hoy, en un esquema meta-penal que comprende una (a) relación política cuyo contenido preciso se identifica con (b) la membresía ciudadana, la justificación de Duff no resulta suficientemente general. Si la autoridad para castigar y reprochar ofensas penales surge de la relación de ciudadanía por la que se me atribuye una ley penal como mi ley penal, entonces el reproche y el castigo a los no-ciudadanos quedan desautorizados.
La referencia a la comunidad política permite que la teoría de Duff pueda explicar la particularidad de una autoridad y además identificar los miembros alienados de esa comunidad. El problema, creo, radica en que no logra justificar todas las situaciones que alcanza (y debe alcanzar) esa autoridad particular.
En este sentido, su noción de invitado tampoco logra justificar la autoridad para reprocharle ofensas a turistas y residentes extranjeros de una forma consistente con sus propios postulados teóricos. Duff considera que el rol de invitadas ubica a las personas ajenas a la comunidad “en una particular relación con la ley, una que les otorga una razón relacional distintiva para respetar esa ley” (Duff, 2013, p. 208; véase también: 2015, pp. 28-29). Pero, más allá de esta invocación, no elabora mucho más sobre la naturaleza de esa razón relacional de las visitas y su consistencia con el resto de su teoría.15 Entiendo que, a partir de una lectura de buena fe, su noción de invitados se podría reconstruir de dos maneras.
Una primera versión podría ser espacial. La idea de personas invitadas a la comunidad podría entenderse como la de aquellas personas que simplemente están en la comunidad. Así, mientras los ciudadanos pertenecen a la comunidad, los invitados están en la comunidad. En su libro más reciente, Duff explica que una comunidad tiene autoridad legítima sobre las ofensas cometidas por sus invitados porque ellos las cometieron en su casa. Todo lo que pase en mi hogar cívico constituye mi asunto, dice Duff (2018, p. 123). Pero lo cierto es que Duff se resiste a una explicación del vínculo de la comunidad y sus visitas como meramente territorial. La idea de las visitas “no significa regresar a un principio geográfico que funde la jurisdicción en la ubicación territorial del delito: el sentido normativo de la jurisdicción sigue siendo la identidad de la ley como la ley de una polis particular, cuyos miembros siguen siendo sus destinatarios primarios” (Duff, 2007, pp. 54-55; véase también: 2010, p. 302, 2018, p. 122). La comunidad, para Duff, no consiste en una mera agregación de intereses en materia de seguridad o de individuos que casualmente se encuentran en el mismo territorio. La comunidad exige un interés colectivo que sea entendido como “nuestro” interés, como valores compartidos, y requiere personas que se vean a sí mismas comprometidas en un proyecto común más allá de “vivir una al lado de la otra” (Duff, 2007, p. 44; véase también: Duff, 2007, p. 54, 2011, p. 137).
Una segunda manera de definir el vínculo que une a las visitas con la ley de la comunidad política podría radicar en la propia ley penal que las protege y las obliga mientras dura su visita. Duff, por momentos, parece inclinarse por esta explicación (Duff, 2011, p. 142, 2013, p. 208, 2015, p. 29, 2018, p. 121). Cuando describe la razón relacional de los invitados sostiene que, así como ellos reciben los beneficios de ser protegidos por la ley penal de la comunidad que los aloja ante las ofensas que pudieren recibir, deben aceptar responsabilidades de esa ley penal a cambio. Pero esta explicación transgrede su propio modelo meta-penal de autoridad punitiva: si la autoridad para llamar a rendir cuentas a las personas invitadas se justifica en la propia ley penal (o en una protección penal que otorgaría), entonces la autoridad sobre las visitas no guarda consistencia con el esquema de autoridad penal de Duff que supone que la justificación del castigo debe encontrarse en una relación política anterior. El propio Duff, al explicitar su teoría general, sostuvo que el derecho penal puede fortalecer esa relación, pero que esa relación debe preexistir, pues nuestro derecho presupone un nosotros preexistente, una comunidad (aunque sea aspiracional) también preexistente a quien esa ley le pertenece (Duff, 2011, p. 138).
La solución duffiana de la inmigración como visitas, entonces, se encuentra en conflicto con dos postulados teóricos centrales de su modelo. O bien entendemos a la persona invitada como una protegida y por ende obligada por la ley penal, y entonces hacemos colapsar el esquema meta-penal que caracteriza la justificación del castigo de Duff, esto es, renunciamos a una justificación (política) del reproche penal por fuera del derecho penal; o, por el contrario, entendemos al invitado como aquel que está físicamente en el hogar cívico y entonces diluimos la idea de comunidad política en una noción territorial.16
Mi punto es que tal como está formulada hoy la teoría de Duff –fundada en una relación de ciudadanía– no logra alcanzar a los invitados de manera consistente y por ende no resulta lo suficientemente general.
El carácter insuficientemente general de la teoría de Duff constituye un problema normativo central con implicancias empíricas significativas. En el plano normativo si el castigo resulta legítimo sólo y en tanto se funde en una norma que yo pueda reconocer como propia, entonces el castigo impuesto a las personas invitadas en virtud de una ley ajena no puede resultar legítimo (Duff, 2018, p. 121). La relación de las visitas con la ley penal ajena que las llama a rendir cuentas no puede tratarse de “casos peculiares” (Feldman, 2006), destinatarios secundarios de la ley penal (Duff, 2007, p. 55) o excentricidades que escapan, sin mayor elaboración, a la justificación “paradigmática” del castigo (Duff, 2018). Turistas y residentes extranjeros dejan al descubierto los límites de una teoría que funda la autoridad del castigo en la membresía ciudadana. Lejos de tratarse de casos aislados, turistas y residentes extranjeros expresan un déficit –como dice Grosman (2006, p. 59)– “estructural” para una teoría de la membresía.17
Este problema normativo no representa una inquietud meramente teórica. La falta de principios teóricos de la autoridad para el castigo de los extranjeros resulta problemática porque nos impide imaginar el orden y los límites de una práctica relevante en términos empíricos. No me refiero a cuánto representa el reproche penal a las personas extranjeras en la práctica total del castigo sino que entiendo que es relevante porque las consecuencias que se siguen de un delito son más extensas cuando éste es cometido por una persona extranjera, pudiendo llegar hasta la expulsión del territorio que habitan.
Pero, además, la práctica del castigo a las personas extranjeras acarrea un peso simbólico importante en el marco de la convergencia entre el derecho migratorio y el derecho penal que Juliet Stumpf (2006) llamó crimigración y que, más allá de sus diferentes raíces históricas en cada nación,18 tal vez sea uno de los topos definitorios del discurso político. Para mantenernos dentro del ejemplo que eligió Duff, Argentina entreveró la idea de la inmigración con el crimen desde al menos la “Ley de Residencia” 4144 de 1902 sancionada bajo el temor de que la invitación extendida en el Preámbulo de la constitución convirtiera a este país “en la tierra de promisión para todo vagabundo o delincuente que no encuentra cabida en Europa”.19 Así, inició una tendencia hacia la penalización de la regulación migratoria por tres vías diferentes.20 La primera vía podemos identificarla en la regulación sobre las expulsiones, que se caracterizó por aplicarlas como consecuencia de conductas definidas tan vagamente como incitar “la abolición de nuestra forma organización social”21 o atentar “contra la paz social”22; expulsiones que, además, eran decididas de forma unipersonal por algún oficial de la administración sin contralor judicial. Según nos respondieron a un pedido de información pública, las disposiciones de expulsión expresan un constante aumento desde, al menos, 2005.23 La segunda vía se dio en la criminalización de la frontera que pasó de no imponer sanción alguna para los inmigrantes que infringieran la regulación migratoria en la “Ley Avellaneda” 817 (1876)24 a convertir tales violaciones en delito.25 Finalmente, la tercera vía podemos vislumbrarla en la penalización del procedimiento migratorio –sin todas sus garantías– que implicaba, entre otros aspectos, amplias facultades investigativas sin orden judicial,26 la prisión preventiva dispuesta por autoridad administrativa,27 y la falta de revisión judicial de la expulsión.28 Sin confundir este contexto más amplio de la “crimigración” con el fenómeno específico del reproche penal a las personas extranjeras, cabe tenerlo en cuenta para dimensionar el significado que rodea a ese castigo a las personas extranjeras en una comunidad política.
En ese contexto, el carácter insuficientemente general de la teoría meta-penal de Duff lo enfrenta a una disyuntiva relevante: abandonarla o reformularla. El debate así planteado parece dirimirse entre (i) fundar la respuesta punitiva en una noción fuerte de pertenencia a una comunidad en conciudadanía pero dejar sin orientación normativa a las diversas formas de castigo impuestas a las personas extranjeras o (ii) renunciar a una justificación relacional del castigo para todos.
En lo que sigue, ensayaré sobre ambas opciones. Explorando la senda del abandono, criticaré tres alternativas que proponen deshacerse por completo de una justificación del castigo fundada en la ciudadanía y reemplazarla por otros principios. Planteo que, al igual que la teoría de Duff, las tres alternativas también pueden ser observadas como insuficientemente generales. Luego, tomando el camino de la reformulación, propongo que quienes crean que la legitimidad del castigo deba fundarse en una relación política podrían reconsiderar la membresía ciudadana (paso b) como único contenido de la relación política fundante del castigo (paso a) para incluir otros tipos de vínculos de convivencia política. En este sentido, sugeriré algunas líneas iniciales sobre cómo podría darse esa reformulación.
IV. ¿Abandonar la justificación relacional? Alternativas a la justificación del castigo a personas extranjeras
En busca de una orientación normativa del castigo a las personas extranjeras, Zedner, Yaffe y Chehtman buscaron reemplazar la noción de membresía política o ciudadanía de Duff con explicaciones alternativas.
A. Moradores de Zedner: ampliación de la membresía
Lucía Zedner, desde la academia concentrada en la crimigración, denuncia las limitaciones de la idea de ciudadanía que domina la justificación del castigo.29 Señala que el aspecto territorial del derecho penal “no toma su autoridad de los límites geográficos sino que toma su autoridad de la significancia normativa que tienen las relaciones (soberano-súbdito, contractuales, o comunitarias) que enlazan a todas aquellas personas dentro de una frontera” (Zedner, 2013, p. 47). Según ella, precisamente es esta delimitación relacional la que crea el problema de justificación del reproche al no-ciudadano (Zedner, 2013, p. 47).
Una de las soluciones al problema que una podría imaginar radicaría en ampliar la membresía política a una membresía social; este es el tipo de estrategia que explora Zedner: propone reemplazar la membresía política por la noción de “moradores” (“denizens”) como un estatus híbrido que supera la clasificación binaria entre ciudadanía/ no-ciudadanía para comprender a las personas que residen de forma permanente en el territorio y gozan de sus derechos (Zedner, 2013, p. 54).
Haciéndose eco de las observaciones de Zedner, Duff ensaya una respuesta también en esta línea y propone desacoplar la ciudadanía formal de la sustantiva (Duff, 2015, p. 28, 2018, p. 122). Sostiene que, en países con altas restricciones para adquirir la ciudadanía, debería distinguirse la idea de ciudadanía “sustantiva de una formal: en efecto, muchos de quienes no son ciudadanos en el sentido legal lo son en un sentido sustantivo (…) han forjado su vida en ella” (Duff, 2015, p. 28). En este punto –en una nota al pie– Duff se refiere a los extranjeros regulares y a los extranjeros irregulares (Duff, 2015, p. 28), pero se refiere a ellos siempre en un contexto en el cual la adquisición de la ciudadanía se encuentra obstruida.30 La idea de ciudadanía sustantiva (o real por oposición a la formal) es, entonces, una ciudadanía por analogía pero ciudadanía al fin. El derecho penal tiene autoridad sobre los no-ciudadanos en tanto serían ciudadanos de no ser por los grandes obstáculos formales para la adquisición de la ciudadanía.
Sin embargo, la estrategia de ampliar la membresía política a la membresía social, tal como fue articulada por Zedner y por Duff, encuentra dos objeciones. En primer lugar, ni Zedner ni Duff elaboran en qué consiste el vínculo político entre los moradores y la norma por la que se los llama a rendir cuentas. Sus sugerencias de anclar la atribución de la norma a algún principio liberal o de hospitalidad no logran mantener una justificación de una autoridad particular ni superar los dilemas que supone obedecer una ley ajena, qué sentido de autoría podrían tener los moradores sobre la norma de otros, o cuánto depende la membresía social de la contingencia de que una nación les reconozca más o menos derechos a sus residentes (¿regulares o irregulares?). 31
En segundo lugar, tal vez el déficit más importante radique en que al definir la relación de asociación que justifica la autoridad punitiva como una entre moradores o de membresía social, la justificación sigue siendo insuficiente para explicar supuestos que el derecho debería alcanzar. La idea de ciudadanía sustancial de Duff explica la autoridad sobre las personas extranjeras a pesar de sí mismas, pero no sobre las extranjeras por propia decisión: aquellas que no quieren dejar su nacionalidad de origen en contextos en que resulta relativamente sencillo adquirir la ciudadanía. A su vez, la idea de moradores de Zedner tampoco alcanza a justificar la autoridad para reprocharle una ofensa a una turista. El límite entre ciudadanía/no-ciudadanía resulta simplemente reemplazado por otra dualidad como moradores/no-moradores.
B. Visitantes de Yaffe: un salto al consentimiento
Otra forma de pensar la relación entre la ley de la comunidad y sus visitas podría ser el consentimiento: a las visitas las puedo llamar a rendir cuentas por una ley ajena en tanto la consintieron.
Tal vez entre las propuestas más sofisticadas y comprometidas con principios democráticos se encuentra la de Gideon Yaffe. En su defensa por la lenidad en el castigo para los niños, Yaffe también se dedica a los extranjeros. En esa oportunidad, sostiene que a los niños les deberíamos “un respiro” porque no pueden votar las leyes cuya violación les reprochan.32 Ese argumento de “no son mis leyes” podría estirarse y llevar lenidad a otros grupos que no votan. Como a las personas extranjeras. Pero Yaffe traza límites: a diferencia de otros no-votantes, las visitas consintieron no objetar la autoridad de las leyes del país que visitan. Su punto central es que parte de la condición de ingreso a un país supone el aceptar la autoridad de la norma que le impide objetar que las leyes le sean aplicables porque “no son sus leyes” (Yaffe, 2018, p. 193). Esta condición obliga a las visitas a decidir entre retirar sus objeciones democráticas o repudiar su estatus como visita. Yaffe agrega que no “cre[e] que esta es una elección genuina” (Yaffe, 2018, p. 193).
Como Duff, Yaffe recurre a la analogía doméstica cuando llega la hora de cuadrar la teoría democrática de la justificación del castigo con la cuestión del reproche a los inmigrantes: “así como una visita a una casa violaría las reglas de etiqueta si objetara las reglas de la casa porque esta casa no es suya, es impermisible que una visita a un país se queje de que las leyes (…) no son suyas” (Yaffe, 2018, p. 191).
Para quienes empezaban a preguntarse por los inmigrantes irregulares, agrega que no hay ninguna implicancia especial para ellos, pues en este punto están en la misma posición que los visitantes regulares. La cuestión, para Yaffe, no está dada por la legalidad del ingreso sino por “su presencia en nuestra tierra”. En este sentido, la presencia voluntaria en esta tierra funciona como una renuncia tácita a cuestionar la autoridad del lugar (Yaffe, 2018, p. 194).
Sin embargo, la concepción de la inmigración como una visita que consiente no objetar la autoría de reglas ajenas también encuentra dos objeciones. En primer lugar, la idea de la inmigración como una elección genuina no parece reflejar todos los supuestos. Por una parte, la elección genuina no refleja los vínculos políticos de la inmigración arraigada por extensos períodos de tiempos. La idea de renunciar a cuestionar la autoridad de normas ajenas parece funcionar para explicar los vínculos de la ley con los turistas, pero no con aquellas personas extranjeras con quienes compartimos una cohabitación prolongada. Incluso el consentir una autoridad ajena podría reflejar la dinámica de una inmigración que recién se asienta, pero a medida que pasa el tiempo y se desarrolla un vínculo con la comunidad, la posibilidad de que la mera presencia territorial alcance para consentir una autoridad ajena parece desdibujarse. En esos casos la idea de consentir normas ajenas y la renuncia a protestar la ilegitimidad de una autoridad ajena no reflejará el fenómeno en su real dimensión. Por lo demás, y más allá de que en muchas personas que migran puede rastrearse alguna instancia en la que eligen hacerlo aun condicionadas por circunstancias impuestas y más o menos propulsadas por necesidades que acotan la decisión de volver sobre sus propios pasos, hay otros supuestos en que la elección claramente no puede calificarse de genuina. Keerthana Annamaneni señala como ejemplos los supuestos de exilio, asilo, refugio y apatridia.33
En segundo lugar, la solución de Yaffe no articula cómo conviven dos fuentes diferentes de autoridad del castigo: los ciudadanos pueden exigir cierta autoría de las normas sobre las que se funda el reproche penal mientras a las visitas se les infiere un consentimiento a partir de su presencia en la tierra que visitan.34 La idea de una elección genuina de las visitas de ingresar (regular o irregularmente) al territorio de otros y consentir la autoridad de un sistema de normas suena a autogobierno, pero no lo alcanza en toda su dimensión pues no deja de referirse a consentir la autoridad de normas ajenas, escritas por otras personas con quienes no hay un vínculo de ciudadanía. Si el autogobierno exige una oportunidad de autoría sobre las leyes para poder hacerlas propias y reconocerlas como legítimas entonces la idea de una “elección genuina” de no objetar la autoridad de la norma ajena no alcanza por sí sola para conformar esos estándares democráticos.
C. Beneficiarios de Chehtman: un salto al Fair Play
Una tercera forma de definir el vínculo de los invitados con la autoridad ajena podría anclarse en la presencia territorial. Como vimos, Duff se resiste a una explicación que “regrese al principio de territorialidad”(Duff, 2007, p. 54; véase también: 2010, p. 302, 2018, p. 122) pero tal vez valga la pena explorar algún significado alternativo en la presencia territorial.
Alejandro Chehtman elabora una justificación del castigo justamente de este tipo. Después de señalar que la noción de invitado de Duff expone la insuficiencia del vínculo de ciudadanía para justificar el castigo a las personas extranjeras (entre otros supuestos), propone renunciar a un fundamento del reproche penal basado en una relación política.35 Chehtman cree que Duff “subestima la significancia moral de estar junto a otros” en un mismo territorio, aunque sea de forma circunstancial (Chehtman, 2010, p. 440). A su entender el poder de castigar en un sentido hohfeldiano (Chehtman, 2013, pp. 34-57) se funda en el “interés colectivo de los individuos en ese Estado en que sus normas jurídico-penales estén en vigor” (Chehtman, 2013, p. 61, la cursiva es mía), que a su vez se justifica en que el sistema penal vigente contribuye “a su sensación de dignidad y seguridad” (Chehtman, 2013, p. 68). El territorio cumple la función crucial de identificar a los individuos cuyos intereses justifican el poder de castigar (Chehtman, 2010, p. 448).36
Los trabajos de Chehtman recorren un camino poco común: en lugar de proponer una justificación del castigo y luego acomodar los casos excéntricos, construyen su principio a partir de una reflexión sensible a esos márgenes del derecho penal. Pero creo que su planteo podría encontrar dos objeciones. En primer lugar, no queda claro cuánto escapa a la explicación política y meta-penal del castigo a la que su teoría dice reemplazar con una explicación territorial y puramente penal. Sostiene que el poder punitivo se justifica en el interés en el propio sistema punitivo vigente en un territorio,37 pero al recurrir al interés en un orden vigente, su teoría escapa a una noción meramente territorial y parece reflejar una preocupación por cierta convivencia política. La “significancia moral” de la convivencia a la que él se refiere (Chehtman, 2010, p. 440) es también una significancia política.
Como dijimos al comienzo, el territorio es en sí mismo una noción político-legal, la geografía no explica su propia “magia” (Raustiala, 2004). Por otro lado, cuando Chehtman recurre al interés colectivo convivencial también explica al territorio más allá de sí mismo; más allá de que afirme que “no es necesaria ninguna relación particular” (Chehtman, 2013, p. 219) entre una acusada y quien la llama a rendir cuentas, en su referencia al interés colectivo en un orden de convivencia sí se insinúa una relación entre la acusada y la norma cuya violación se le reprocha. Ese propio interés colectivo entre convivientes parece encuadrarse en una relación de índole política que explica la atribución de la norma sobre la que se funda el reproche a las personas extranjeras en el territorio.
En segundo lugar, si bien la idea de interés-beneficio del sistema penal resulta más general que la idea de ciudadanía de Duff, en tanto explica más supuestos de aquellos alcanzados por el poder punitivo, lo cierto es que como él mismo reconoce “cabe admitir la posibilidad de que alguien no se beneficie de un bien público determinado y, también, de que algunos se beneficien más que otros” (Chehtman, 2013, p. 76). Por ello, se podría objetar que su teoría tampoco tiene un alcance suficientemente general. Resulta que el interés en un sistema en vigor dependerá de la comparación con otros escenarios imaginables que podrían arrojar intereses más relevantes.38
V. ¿Reformular la justificación relacional del castigo? Una teoría sin singularidad de fundamento
La falta de generalidad de una teoría asociativa fundada en la membresía ciudadana podría conducir a abandonarla por completo y recurrir a otra teoría de la autoridad fundada en el consentimiento o en el “Fair Play” pero que, como vimos, puede contar también con sus propias limitaciones.
Creo que, para quienes entiendan que la autoridad para castigar surge de una relación política anterior, una forma de escapar del dilema que supone el déficit de generalidad que acarrea la ciudadanía se encuentra en renunciar a la pretensión de que la membresía política constituya el único fundamento por el que se puede atribuir una norma penal. Lo cierto es que a quienes habitamos un territorio político nos unen distintos grados y tipos de relaciones políticas de convivencia. Tal vez el problema no sea la membresía política sino pretender que ella sea la única fuente de autoridad del castigo.39 Esto es, podríamos reformular el segundo paso (b) del esquema meta-penal de Duff de manera que el contenido preciso de la relación política en que se funda el reproche pueda dar cuenta de otros vínculos políticos que unen a quienes cohabitamos el mismo territorio.
Otros autores también defienden la pluralidad de fundamentos de la autoridad ya sea en la teoría de la migración (Song, 2016)40 o en la teoría penal (Lorca, 2020, y Yaffe, 2020). En su trabajo más reciente sobre el castigo a los no-ciudadanos, Yaffe parte de la premisa de que la práctica central del derecho penal, el llamar a rendir a cuentas, exige que la norma por la que se me llama a rendir cuentas me sea atribuible; pero, explica, una norma me puede ser atribuida en razón de diversos criterios (Yaffe, 2020, p. 357).41 Por otra parte, y desde una concepción asociativa similar a la de Duff, Lorca (2018 y 2020)42 también combina fundamentos del castigo al señalar que, respecto de las personas ciudadanas, el reproche penal sólo resulta legítimo cuando media una relación de membresía política que satisface requisitos procedimentales y sustantivos;43 pero en cambio, respecto de los turistas, y a pesar del “obvio déficit en la relación política” con ellos, el castigo encuentra un fundamento legítimo en el mero consentimiento: las visitas consienten –al menos tácitamente con su presencia– normas e instituciones ajenas (Lorca, 2020).44
En la senda de una justificación del castigo sensible a los vínculos políticos , una explicación meta-penal como la Duff podría reformularse de manera que (a) el castigo mantenga una justificación anclada en una relación asociativa y política, pero (b) cuyo contenido preciso no se circunscriba a la membresía ciudadana sino que se complemente con otros criterios que puedan dar cuenta de los diferentes vínculos que nos unen a quienes cohabitamos un mismo territorio político.
Sin embargo, se podría objetar que una teoría de este tipo, en realidad, no es una teoría sino un simple popurrí de distintos criterios. Si el reproche se puede justificar en diferentes principios (“Fair Play” y asociación, o membresía y consentimiento, por imaginar combinaciones posibles), ¿qué explica que a las ciudadanas, por ejemplo, sólo se les puedan atribuir las normas que pueden reconocer como propias bajo algún criterio de membresía y no las que simplemente consienten con su presencia en el territorio? Bajo el arco de las teorías asociativas, los turistas y los extranjeros residentes exigen una mayor elaboración sobre la idea de membresía, una elaboración que explique cuándo se debería reconocer la membresía y cuándo la ciudadanía no resulta un criterio relevante para atribuir la norma cuya violación origina el reproche. Esto es, debería poder explicar las categorías de los miembros y de los miembros alienados, pero también de los ajenos.
Aquí sugiero dos pautas que se podrían tener en cuenta para reformular una teoría asociativa de la justificación del castigo como la de Duff a fin de que pueda explicar cuándo resulta relevante (y cuándo no) la membresía ciudadana: el grado de dependencia y el grado de participación. Ambas pautas podrían tener puentes entre diferentes fuentes de autoridad a las que se recurre para atribuir la ley de una comunidad política y llamar a rendir cuentas por su infracción de manera que la justificación del castigo alcance a la generalidad de personas que una ley sujeta bajo su jurisdicción local.
Esta propuesta no pretende agotar el esfuerzo que supone elaborar una justificación acabada del reproche y el castigo, ni siquiera resolver por completo la falta de generalidad de la teoría de Duff tal como fue expuesta hasta hoy. Simplemente ensaya el comienzo de una reconstrucción teórica que atienda ese déficit que aquí se le objeta. Veamos ambas pautas.
A. Nivel de dependencia
Una teoría de la autoridad del castigo de tipo asociativa como la de Duff exige que la ley de la comunidad sea mi ley. Otras teorías también exigieron que seamos hacedores de sus instituciones y de sus normas o que nuestros intereses puedan ser tomados en cuenta por esas instituciones (Gargarella, 2016; Rosenkrantz, 2006).
Ahora bien, esa agencia sobre la definición de las instituciones de nuestra comunidad puede estar atendiendo a la relativa falta de agencia sobre la comunidad que nos toca. Al final, no elegimos dónde nacer. Mi pertenencia a la comunidad resulta en algún sentido en una dependencia de esa comunidad: allí tengo lazos de arraigo que hacen que sea relativamente difícil abandonar esa comunidad (por supuesto, no necesariamente imposible, en algunas oportunidades hasta podré adquirir ciudadanía en otra comunidad). En cambio, cuando viajo como turista mi vínculo respecto de la comunidad que visito pasa a caracterizase por su baja dependencia. Dependencia, entonces, aquí se entiende como la relativa dificultad para salirse de la relación con la comunidad que me llama a rendir cuentas. No se identifica con la afectación de una comunidad en mi plan de vida – que Lorca (2020) llama el volumen de interacciones– sino con mi relativa dificultad para abandonar esa relación con la comunidad.
En su debate con Philip Pettit, Frank Lovett planteó que una concepción de la dominación debe ser sensible al "nivel de dependencia" o el costo de salirse de esa relación social (Lovett, 2010, p. 40). A partir de este concepto, Meghan Benton (2010, p. 122) plantea que tanto ciudadanos como refugiados, por ejemplo, dependen en un sentido relevante de la comunidad que habitan (en tanto resulta relativamente difícil abandonarla).45 Más allá del debate entre republicanos sobre qué supuestos constituyen casos de dominación y cuales no, la idea de dependencia puede explicar cuándo resulta relevante la pertenencia a la comunidad política como condición de autoridad y cuándo otro principio más lábil de atribución de la norma puede alcanzar para justificar la autoridad del reproche (ya sea el común interés en la cohabitación o el consentimiento tácito a una autoridad ajena). De esa manera la turista deberá responder por sus ofensas a la comunidad que visita porque la ley que infringió le es atribuible por algún principio más débil (como el interés común de la cohabitación o el consentimiento tácito) en función del bajo nivel de dependencia de la relación que la unía con la comunidad. En cambio, a medida que pasa el tiempo, los residentes no-ciudadanos desarrollan arraigo y el volumen de sus interacciones sociales y públicas con la comunidad crece. El tiempo y el volumen de las interacciones (Lorca, 2020) incrementan el nivel de dependencia de los residentes no-ciudadanos respecto de la comunidad que habitan. El tiempo los hace miembros de la comunidad social a pesar de su ajenidad política. En algún momento, la fuente de autoridad que supo alcanzar sobre los ajenos podría devenir insuficiente para atribuir una ley hecha por otros y para otros en una comunidad de la que pasé a depender en algún sentido relevante (Rubio-Marín, 2000). De esta manera el vínculo que me une con la comunidad que me llama a rendir cuentas importa, pero será definido en función de mi dependencia a esa comunidad.
Una sensibilidad a la dependencia podría explicar parte de los razonamientos de la teoría de Duff como de otras teorías republicanas y democráticas. Por ejemplo, la dependencia podría resonar con las preocupaciones de Duff cuando indica que su idea de ciudadanía comprende una fácil de ganar “y difícil de perder” (Duff, 2010). El principio de dependencia también podría explicar las diferencias trazadas por Robert Dahl respecto de los turistas. Recuérdese que Dahl planteaba que sólo podía predicarse la democracia de un sistema en el que todos aquellos sujetos a la ley tuvieran una decisión sobre ella,46 pero en seguida exceptuaba de esa regla a los transeúntes que como los turistas “dejarán la comunidad antes de que las leyes los sujeten” (Dahl, 1989, p. 122). En esta línea, Ruth Rubio Marín (2000, p. 31) también parece hacerse eco de la dependencia cuando propone que la comunidad política tienda a incluir a la comunidad social y la residencia extendida en el tiempo ya que ofrece un mejor sentido de afectación que la mera sujeción a las normas.
B. Nivel de participación
El déficit de generalidad de la teoría del castigo de Duff para incluir a los no-ciudadanos se monta sobre una paradoja anterior que Seyla Benhabib entendió como inevitable (Benhabib, 2004, p. 177): los ajenos no escriben las reglas de exclusión que los definen como tales. Mientras la paradoja conduce a algunas voces a abogar por robustecer los derechos de los inmigrantes,47 Benhabib se enfoca en otro aspecto y propone redefinir la propia idea de autoría de manera que dé cuenta de las diferentes formas en que se puede crear el derecho de la comunidad más allá del sufragio y a los distintos procesos mediante los cuales una comunidad se autoconstituye (Benhabib, 2004). Así, invita a una comprensión más fluida y “porosa” de la distinción entre ajenos y propios (Benhabib, 2004, pp. 177, 216, 221) y llama a estos procesos “iteraciones democráticas” (Benhabib, 2004, p. 19).
A partir de una concepción democrática más amplia que la instancia del voto político, se podría dar cuenta de las diferentes formas en que participamos de la creación de nuestras normas y hacemos que nuestros intereses sean tenidos en cuenta.
Retomemos el caso argentino que cita Duff pero a la luz de estos diversos mecanismos de participación democrática. En Argentina, la ley 25.871 de migraciones (2004) marcó algunas rupturas con el pasado de la regulación migratoria pero, sobre todo, una ruptura con la histórica ausencia de participación democrática en la demarcación de la frontera interna y externa.48 Si bien, como anuncia el Preámbulo constitucional que llamó la atención del Profesor de Stirling, la crimigración no existió siempre en Argentina, la fusión entre la regulación migratoria y la penal lleva algo más de un siglo. Ya en los debates que precedieron la reforma constitucional de 1898, la idea de la inmigración como necesaria para la construcción del Estado-Nación comenzó a competir con la visión de la inmigración como su amenaza49 y, como vimos, a principios del siglo XX esa resistencia a ciertas visitas se plasmó en normas concretas.
En contraste con esa historia, la ley 25.871 expresó algunas rupturas: (i) en cuanto a las expulsiones precisó que debían ser consecuencia de conductas previamente tipificadas como delito50; (ii) respecto de la criminalización de la frontera protegió los derechos laborales de los inmigrantes irregulares51; y (iii) en cuanto a la penalización del proceso redujo el universo de obligados a denunciar la irregularidad de migrantes, impuso que la prisión preventiva a la expulsión sea ordenada judicialmente y, a su vez, que las expulsiones fueran revisadas judicialmente.52
Pero el contraste que marcó la ley 25.781 respecto del pasado no se dio sólo en cómo se reguló la migración sino en quiénes participaron de la adopción de esa norma. El pasado de severidad migratoria fue, como otros ámbitos regulatorios en la historia argentina, el resultado de decisiones de deficientes o nulas credenciales democráticas. En cambio, con sus déficits y sus sombras, la ley 25.871 fue el resultado de años de trabajo de la ciudadanía y de las organizaciones de migrantes en el país. Las objeciones a la norma anterior (decreto-ley “Videla” 22.439 de 1981) se habían acumulado a lo largo del tiempo53, hasta que, en 1996, las organizaciones no gubernamentales que trabajaban por los inmigrantes canalizaron sus preocupaciones en la formación de una “Mesa de organizaciones en defensa de los derechos de los inmigrantes”. Con ese objetivo, distribuyeron a distintos Diputados un documento que exponía los problemas de la normativa vigente hasta ese entonces.55 En entrevistas individuales, protagonistas de la “Mesa” relataron cómo el proceso de creación de la ley de migraciones de Argentina fue el resultado de interacciones con organismos internacionales56y organizaciones locales de migrantes; relataron que participaron organizaciones locales como CAREF que “la consideraban de “extranjeros”, o sea: “somos nosotros, pero es de extranjeros”, pero también “las organizaciones de migrantes [que] adquieren fuerza por dos lados: una […], viene del lado de los peruanos y la otra línea de los migrantes […] de un migrante que se llama Celestín Nengumbi [que] nos formateó a nosotros”.57 En 2002, la Comisión de Población de Diputados convocó a una audiencia pública de la que participaron más de ciento cincuenta personas, entre ellas personas extranjeras.58 En 2004 finalmente se sancionó la ley 25.871 que, más allá de los cuestionamientos que puedan efectuársele, es una regulación migratoria precedida, por primera vez en mucho tiempo, de un debate democrático y con participación de inmigrantes. La sensibilidad por las diferentes maneras de participación democrática no pretende subestimar la importancia cúlmine del sufragio en una democracia, simplemente quiere resaltar que la democracia comprende también otras formas de participación política más allá del acto comicial.
VI. Conclusión
Una teoría de la justificación del castigo como la de Duff, fundada en la membresía ciudadana, no alcanza a explicar el reproche penal a los no-ciudadanos. A diferencia de otras críticas que concluyen en la necesidad de abandonar una justificación relacional del castigo, este artículo sugirió que el déficit de generalidad que padece la teoría de Duff podría subsanarse si se reformula el tipo de relación política que da lugar al reproche punitivo legítimo de manera tal que pueda dar cuenta de los distintos vínculos que nos unen a quienes convivimos en un territorio político. La justificación “meta-penal” de Duff podría mantener una fundamentación anclada en una relación política previa (paso a), pero cuyo contenido preciso no se circunscriba a la membresía ciudadana (paso b) sino que comprenda también otros criterios que reflejen los diferentes vínculos que unen a quienes cohabitamos un mismo territorio político.
Para que esa reformulación no se diluya en un conjunto de criterios distintos e inconexos, se propuso tener en cuenta (al menos) dos pautas que pueden explicar cuándo la membresía ciudadana resulta relevante y cuándo no para justificar el castigo. A partir de ambas pautas, la del nivel de dependencia y la del nivel de participación democrática, podría modificarse el esquema meta-penal de justificación del castigo en la teoría de Duff de manera que pueda dar cuenta de las diferentes formas en que cohabitamos un territorio político y en cuya virtud se nos pueden atribuir sus normas. Así, mayores grados de dependencia comunitaria podrían explicar la necesidad de satisfacer cierto nivel de participación en la autoría de la norma por la que se me llama a rendir cuentas. En cambio, menores grados de dependencia podrían explicar que criterios más lábiles de atribución de la norma –como renunciar a cuestionar la autoridad ajena o el interés en una cohabitación ordenada– alcancen para satisfacer los recaudos de un reproche penal legítimo.
En este artículo no pretendo ofrecer una teoría última y acabada de la autoridad del castigo; sólo argumento que esa teoría debe poder justificar a todos aquellos a quienes debe alcanzar y propongo pautas para comenzar a pensar una reformulación de una justificación relacional del castigo que pueda incluir tanto a las personas ciudadanas como a quienes no lo son. Habitar un territorio, en última instancia, también es habitar una relación política.