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Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.39 México jul./dic. 2012

 

Reseñas

 

Elena Arizmendi, de la ficción a la historia

 

Elena Arizmendi, From Fiction to History

 

Miguel Rodríguez

 

Gabriela Cano, Se llamaba Elena Arizmendi. México, Tusquets, 2010, 259 p.

 

Université de Paris-Sorbonne.

 

A lo largo del siglo XX, el "arte de la biografía", como llamaba André Maurois al género que hace la historia de una vida, fue a menudo despreciado por los profesionales de la historia, por considerarlo como un refugio para anécdotas anodinas, para relatos legendarios y detalles intrascendentes, muy alejados de la historiografía cientificista que formulaba interpretaciones globalizadoras a partir de un instrumental estadístico y de perspectivas cuantitativistas. De modo que los historiadores "serios" no tocaban el género biográfico, y en el mejor de los casos lo dejaban en las plumas de escritores —a veces considerados de segunda— como el citado André Maurois. Lo biográfico venía a constituir aspectos parásitos de la cientificidad, pues se les atribuía estar basados en las emociones o ligados al ejercicio de la subjetividad que había que expulsar de la historiografía.

No obstante, desde finales de los años setenta —con los avances de la llamada historia cultural y el fin de los grandes relatos de la historiografía nacionalista—, los historiadores han empezado a interesarse en lo biográfico, en las "historias de vida" con un sentido nuevo, más crítico: por una parte, el sujeto elegido para convertirse en personaje histórico es estudiado en situación, a través de sus prácticas, y en su contexto; por otra parte, se trata menos de dibujar un retrato de una vida ejemplar —positivo por lo general, aunque a veces también negativo— que de analizar cómo una figura se construye y se va modulando por la posteridad como un icono. En su voluminosa revisión sobre el género biográfico, llamada asimismo El arte de la biografía, entre historia y ficción (editada en 2007 por el Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana), François Dosse señala que, tras el "giro hacia la memoria" que ha influenciado tanto la historiografía reciente, la posmuerte del biografiado se vuelve tan significativa como su periodo de vida, debido a las huellas que deja y por las fluctuaciones de estas huellas en la memoria colectiva. De modo que la biografía se ha convertido cada vez más en un género reconocido, en el que brillan algunos de los mejores historiadores, los que han probado la calidad de su quehacer en otros campos de la historiografía.

En México, un momento importante en la reevaluación del género de la biografía fue la publicación por el Fondo de Cultura Económica, hace más de tres décadas, de una "evocacion critica" del entonces joven escritor José Joaquín Blanco: Se llamaba Vasconcelos. Recientemente publicado en una colección de la editorial Tusquets en ocasión de los centenarios mexicanos (precisamente dentro de la colección "Centenarios"), Se llamaba Elena Arizmendi, de Gabriela Cano, evoca desde el titulo aquella reevaluación que Blanco hizo de la figura tan controvertida de Vasconcelos y es así una reevaluación de otra de las figuras de la revolución, en el momento de su centenario. Yendo más alla de la "evocación crítica" del famoso oaxaqueño, el trabajo de Gabriela Cano —titulado simplemente con el nombre del personaje biografíado, Se llamaba Elena Arizmendi, se inscribe en su portada como una "biografía".

La de Cano se suma a diversas biografías que, en las últlmas décadas, han rescatado figuras de mujeres legendarias pero un tanto opacadas por los varones que compartieron con ellas, en alguna forma de parentesco, de amistad o de complicidad, parte de su existencia. En la vena de Tinísima (Tina Modotti), de Elena Poniatowska, en continuidad de las diversas biografías de Frida Kahlo o de Carmen Mondragón, Cano reconstruye el itinerario de mujeres de trágico destino y sufrimientos vitales, de "mujeres modernas del México posrevolucionario" nacidas en las postrimerías del XIX. Pero la suya rescata a una figura femenina mucho menos conocida (nacida en 1884), y es un síntoma que en vez de titular su libro "Se llamaba Arizmendi" —el apellido bastaría, como para el hombre Vasconcelos—, deba anteponer el nombre de pila de la biografiada. En relación con las otras vidas femeninas, y a pesar de sus nexos con Vasconcelos, Elena Arizmendi parece ser una mujer más independiente del varón, puesto que construye su trayecto vital primero con iniciativas personales relativas a la filantropía: su interés en la enfermería; la organización, para ayudar a los damnificados, durante la revolución maderista, por medio de la Cruz Blanca; luego, a través de una vida rica en el exterior del país, donde fue afirmándose más claramente como feminista. Aunque no tuvo el desenlace tragico de aquellas mujeres, quizá por ello mucho más famosas y celebradas hoy día, su biógrafa insiste en que la vida de de Arizmendi no carece de interés.

Para Gabriela Cano, el punto de partida para reconstruir el relato de la vida de Arizmendi es, más bien "sigue siendo" (p. 26), el relato autobiográfico del propio Vasconcelos, La tormenta, a veces completado por recuerdos de conocidos del político. "Adriana" es el corazón de la tormenta que —señala Cano— no se limita a los años revolucionarios más violentos, los de la etapa armada, sino que representa también el torbellino de pasiones que vivió la pareja enfrentando las convenciones de la época. Pero detrás de este personaje femenino creado por la escritura, vivió intensamente un ser de carne y hueso que atravesó la primera mitad del siglo XX, las primeras conmociones revolucionarias, luego huyendo de ellas al exterior, en un exilio voluntario que se prolongó durante un cuarto de siglo, hasta los años cuarenta. Esa historia —o más bien el principio de esa vida— apenas se conocía relatada en las primeras ediciones (las de los años treinta), del Ulises criollo y de La tormenta; una versión fue luego expurgada por el autor de ediciones posteriores (las publicadas por la editorial Jus veinte años después). Si la descripción del personaje de "Adriana" —como "Venus elástica", "Eva gloriosa" o "mejor botín de la revolución": una harpía, en suma— es contextualizada por Cano, explicada, que no justificada, por una virulenta misoginia omnipresente en la cultura occidental de fines del XIX; estas representaciones literarias de Vasconcelos no son juzgadas por ella como "particularmente misóginas" (p. 23). Y es que trata de enmarcar los juicios en el momento histórico en que se producen, como buena profesional de la historia que es. Asimismo, Gabriela Cano recoge con tesón los mínimos detalles que permitan ir tejiendo la biografía de quien, aparte de ser la amante de Vasconcelos, se ha dicho tan poco. Además de entrevistar a algunos familiares que conocieron a la biografíada, la autora buscó datos en correspondencias dispersas, buscando datos en bibliotecas y archivos, desde Uruguay hasta Texas.

Si el texto de Blanco era una "evocación crítica" de Vasconcelos, basada esencialmente en su amplia bibliografía para evocar una vida que hizo correr tanta tinta, la biografía de Elena Arizmendi fue elaborada como la pesquisa del arqueólogo (así lo confiesa su autora), recogiendo detalles por aquí, pegándolos con otros allá, teniendo mucho cuidado en la verosimilitud del encadenamiento y preocupándose de no dejarse arrastrar en anacronismos o en osadas interpretaciones. Llama la atención lo frecuentes que son, a lo largo de todo el libro, los adverbios que indican la duda, las suposiciones abiertas por expresiones como "quizás", "tal vez", "acaso" (pp. 49, 52, 70, 152, 157), que ameritan ser propuestas como hipótesis sin poder verse confirmadas por la certidumbre absoluta. Cuando llega la hora de la dilucidación, esos huecos, esas lagunas en la documentación, permiten las deducciones abiertas por la imaginación, por la inventiva, en un ejercicio que abre las puertas de la ficción. Y es que el texto de Cano ejemplifica felizmente esa afirmación de François Dosse: "el género biográfico asume ese interés fundamental de hacer estallar la distincion entre un género verdaderamente literario y una dimension científica".

En su ensayo, Dosse distingue las biografías a la manera anglosajona, preocupadas casi obsesivamente en seguir al sujeto biografiado hasta sus últimos rincones, husmeando los detalles que completan la pesquisa, de las que él juzga a la usanza de los franceses: biografías menos ambiciosas en su acopio de informaciones pero que se acercan a la ficción debido a su interés por la escritura y la representación literaria. Podría decirse que Cano logra reunir las dos maneras de hacer biografía. Y la escribe como un arte, Maurois, uno de los especialistas que en Francia han teorizado la práctica del género, ha desarrollado en un estimulante ensayo la idea de que la biografía es un arte, como la novela; lo cual no quiere decir que aquélla deba ser como ésta. Piensa, al contrario, que los métodos más estrictos del historiador deben ser aplicados por el biógrafo. Tal y como lo hace Cano. Al terminar las investigaciones previas, con el mayor cuidado empieza el trabajo del artista: debe hacer vivir un personaje, y sólo lo puede lograr componiendo su obra con tanto cuidado como un novelista. La propuesta de Cano se acerca mas a estos planteamientos, no sólo por las dimensiones del libro —perfectamente accesible en una lectura agradable, donde el lector no se pierde en digresiones inútiles o en una suma indigesta— sino, sobre todo, por esa relación con los textos literarios que, consagrados como tales, difieren del relato biográfico y al mismo tiempo lo completan.

Uno de ellos es pues el de Vasconcelos; el otro es la Vida incompleta, una especie de novela autobiográfica, de la propia Elena, que, con el titulo Mujeres en la vida real, publicó en Nueva York en 1927. Con finura y sutileza, Cano escudriña en estos dos relatos en clave, el de cada uno de los amantes, para reconstruir su historia común. Género literario muy particular es el de la novela autobiográfica, que de un modo u otro fija el contrato de lectura de los dos textos. El novelista se esconde tras el relato de lo vivido, en justificación de sus actos ante sus contemporáneos, explicación de sus ideas rectoras ante las generaciones futuras. En un primer acercamiento al trabajo de Gabriela Cano da la impresión de que se ha preocupado más en sólo servirse de los textos del oaxaqueño, para encontrar en ellos todas las facetas del complejo personaje femenino que estudia. La contraposición del Ulises criollo y de Vida incompleta, insertados en este género tan particular, podría haber sido más subrayada en el libro de Cano, visiblemente estructurado en once capítulos de los que el central, el séptimo, corresponde al "acicate de la pasión". En realidad, hay que completar el acercamiento a Elena leyendo su Vida incompleta, que ha rescatado su propia biógrafa para una edición muy reciente, en la colección "Singulares" de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta. Independientemente del interés especifico que se pueda tener por la pareja, la lectura paralela de los dos relatos que, aunque siendo "autobiográficos", ocultan la justificación de sus comportamientos y de sus prácticas a través de personajes literarios, plantea el apasionante interés del acercamiento a los relatos "en clave".

En medio del libro de Cano, en sus páginas centrales, el lector puede apreciar un portafolio de diez imágenes —desde fotos de familia hasta grabados de Posada, que representan a Elena como "la maderista", tema de un corrido—, muy bien elegidas, que retoman icónicamente los grandes episodios de la vida de Arizmendi. Vasconcelos, de cuyo relato parte la evocación de Cano, no aparece en ninguna, sino justamente todo lo que quiere hacer aparecer: dos fotos de su familia —cuya influencia moldea la vida de Elena—, cinco recuerdan su trabajo como enfermera y organizadora de la Cruz Blanca en los años del maderismo, otros evocan su estadía en Estados Unidos y finalmente su regreso a la ciudad de México (donde murió en 1949).

Esa decena de imágenes contrapuntean de modo muy eficaz los once capítulos del libro, cada uno de ellos marcado por un lugar, salvo el primero que sirve de introducción y se inspira pues en la rememoración por parte de Vasconcelos de "la bella Adriana". Cada uno de los episodios de la vida biografiada, cada uno de los temas —por así decirlo— de su quehacer histórico, está bien "localizado" gracias a los títulos que la autora del libro da a sus capítulos: de las raíces en Oaxaca y Chilpancingo a la actuación en sus primeros años como enfermera o revolucionaria —siguiendo en cierto modo los pasos de Madero—, de San Antonio a Ciudad Juárez y luego a la ciudad de México. Cano muestra bien cómo Elena Arizmendi es representativa de una generación marginada del aparato porfiriano que, habiendo conocido nuevas experiencias en el exterior —como los Madero—, se moviliza para participar en cuestiones políticas (pp. 84-85).

El capítulo central del libro, que corresponde a la pasión por Vasconcelos, situado éste "aquí y allá", abre la segunda parte de la biografía, la de la mujer independiente en el extranjero, en Nueva York y en Baltimore, la que —como su contemporánea Virginia Woolf— se forja una habitación propia y contribuye al feminismo hispánico. Son muy interesantes en el libro de Cano las páginas sobre los congresos de 1922 y 1923, de Baltimore y de México, sobre las tensiones entre los planteamientos de un proyecto hispanoamericanista (que recogen las obsesiones vasconcelianas por la construcción de una "raza cósmica") y los proyectos panamericanistas, que naturalmente se daban en Estados Unidos. Por otra parte, en la militancia de Arizmendi y de muchas otras latinoamericanas de la época se plantea la necesidad, respecto al modelo de los feminismos anglosajones tan pujantes en los años posteriores a la primera guerra mundial, de ajustar y reconsiderar la especificidad de la posición de las mujeres en nuestros países. Una historia de los movimientos feministas se enriquece así en una perspectiva trasnacional.

Desde sus primeros años, los de la revolución maderista y de la fundación de una organización de asistencia a sus víctimas, vemos ese desparpajo, esa seguridad personal, esa desenvoltura, que no corresponden a la actitud de sacrificio y entrega maternal exigida tradicionalmente en el ejercicio de la enfermería, que había aprendido en San Antonio, Texas. Las dificultades a las que se enfrenta la ponen en cuestionamiento y la llevan a recurrir a su abogado, José Vasconcelos, quien se enamora de ella. Revisar las posibilidades profesionales que se ofrecieron a Arizmendi, las opciones que tomó en su comportamiento personal, es al mismo tiempo para su biógrafa una interrogación sobre lo que representaba ser una mujer independiente en el siglo XX mexicano, sobre todo tras las conmociones revolucionarias y la profunda transformación que vivió el país. Revisar las influencias familiares y evocar el modelo de mujer que se planteaba para una mexicana culta a principios de la centuria pasada permite reflexionar sobre cómo fue evolucionando la concepción del matrimonio y el cuestionamiento de los roles de género.

¿Y después, cómo vivíó Arizmendi, tras su partida de México, al terminar aquel atormentado idilio con el oaxaqueño? En Estados Unidos se apresuró a contraer matrimonio con el estadounidense Robert Duersch para salvarse "de las preocupaciones económicas" que había tenido; luego, después de su separación de él, tuvo que encontrar trabajitos en Nueva York para poder sobrevivir, ocupándose, por ejemplo, de una casa de huéspedes, impartiendo clases de música o colaborando con varios periódicos: fue una vida en el extranjero —durante más de 25 años— sin grandes presiones económicas. La vida de Arizmendi es interesante también por su propia trayectoria, al margen de su relación con los caudillos —Madero y Vasconcelos—. La biografía de Cano, que se interroga sobre cómo pudieron salir adelante las feministas, sobre cómo pudieron volverse independientes, se integra a su rico y diverso trabajo como historiadora que renueva el análisis de la revolución y de los años posrevolucionarios dsede una perspectiva de género: una buena muestra de dicha renovación es la obra colectiva que firma Gabriela Cano con historiadoras estadounidenses, traducida en 2009 por el Fondo de Cultura Económica: Género, poder y política en el México revolucionario.

Especialista en gender studies, una de las primeras en México en ir más allá de una limitada historia de las mujeres y de "lo femenino", Cano aborda sus temáticas con una bien equilibrada distancia entre el compromiso casi militante por abrir ese campo y la rigurosa seriedad en hacerlo críticamente. Si, como es bien sabido, el biógrafo va a honrar a alguien, asignándole un lugar entre los muertos, a menudo debe enfrentar el riesgo vital de la demasiada empatía con el sujeto cuya vida reconstruye. En la historiadora Cano, el deseo de hacer justicia, de rehabilitar a la feminista Arizmendi, la lleva a situarse en una cierta filiación, o a encontrar una lección de vida en la biografía que va a construir, pero se conserva siempre un respetable cuidado en no confundir "la placa de 'él' (habría que feminizar el pronombre) con la placa del yo". Le interesan tanto virtudes como defectos de la figura biografiada, para ir mostrándolos a lo largo de toda su vida, tratándose de explicar así tanto los conflictos personales como los ires y venires de su actuación pública. Cano no oculta las diferencias de clase que tuvo Arizmendi con los brigadistas de la Cruz Blanca, ni su posición como miembro de una elite, a final de cuentas como mujer de poder.

"Sirva este retrato para que no me olviden del todo": Elena Arizmendi dedicaba así con su firma una fotografía de 1935. En el álbum central de la biografía, hace juego, en una doble página, con la portada de Vida incompleta, que en la edición reciente de Conaculta rescata Gabriela Cano, respondiendo así —con diversas iniciativas— a aquella petición. Al completar ese retrato, de seguro, contribuye a que no olvidemos los pasos de una mujer original como Elena, con lo que ofrece una rica aportación al "arte de la biografía".

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