El futuro es lo peor que hay en el presente.
Gustave Flaubert, Amor al arte
En este ensayo me propongo reflexionar sobre las relaciones entre “tiempo histórico” y “tiempo mítico” (atemporal). Me baso en el trabajo colectivo realizado en el marco de Iberconceptos;1 en particular en el intento de historizar el concepto revolución entre 1780 y 1870.2Revolución es uno de los conceptos fundamentales sobre los que se articula nuestra experiencia moderna del tiempo y engloba abiertamente nuestra noción de temporalidad. Asimismo, Revolución constituye un indicador conceptual privilegiado para reflexionar sobre el carácter paradójico de esta clase de experiencia de temporalidad, ya que en su mismo proceso de articulación se puede advertir su conversión en lo que Claude Lévi-Strauss denominó mitema (mytheme), entendido como una unidad discursiva compleja y distinta de la noción tradicional de “mito”.3 Si así fuera, la conversión de esta unidad histórico-conceptual en un mitema implicaría, dentro de esta misma experiencia temporal, la disolución de la oposición clásica entre mito e historia. El primero quedaría implicado en la segunda. Esto significaría que todos nuestros conceptos modernos están inscritos de algún modo en la paradoja. Y uno de nuestros retos consistiría en saber si se puede desparadojizar lo que hasta ahora se ha presentado casi exclusivamente como un problema histórico/filosófico o lógico/histórico. O si se tendría más bien que asumir que dicha paradoja es algo intrínseco e insalvable a la experiencia moderna de temporalidad. El hilo de la argumentación parte de la evocación de la contribución de Reinhart Koselleck en el esclarecimiento de las relaciones entre el concepto moderno de Revolución y el proceso de secularización que hay en la idea cristiana de tiempo histórico. A continuación se da cuenta somera del trabajo realizado por el grupo de Iberconceptos en general, y en particular sobre el concepto Revolución, a partir de algunas de las pautas heurísticas proporcionadas por el mismo Koselleck. Con ello se pretende mostrar cómo dentro del mismo proceso del surgimiento de una nueva experiencia de temporalidad se va condensando su contraparte, es decir, una forma discursiva particular de detener y eternizar el tiempo. Llegados a este punto y presupuesto el encuentro entre historia y mito, entre tiempo histórico y tiempo mítico, se intenta ejemplificarlo a partir de un caso mexicano, relacionado con la polémica emprendida por el publicista Francisco Bulnes a fines del siglo XIX sobre la figura y representación historiográfica del benemérito Benito Juárez. El ensayo se cierra con dos apartados dedicados a la formulación de lo que sería una hipótesis de trabajo abierta a nuevas investigaciones más puntuales.
I
Partimos de la premisa de que la semántica histórica cultivada por el historiador Reinhart Koselleck -en la que en buena medida se basan estas reflexiones- implica, por un lado, la descripción del mundo social a través de la observación de los actos de habla y su evolución histórica, y por el otro lado, apunta a lo que sería la formulación de una nueva teoría histórica de las sociedades modernas, que presuponen la pregunta por las condiciones de posibilidad de la misma historiografía así como la comprensión de las relaciones entre estructuras temporales y semánticas históricas.4 Después de haber realizado este ejercicio de historia de los conceptos aplicado al lenguaje histórico del mundo iberoamericano,5 se ha podido descubrir de hecho que una de las cualidades de las que están dotados dichos conceptos es su condición de temporalidad. 6 Se ha constatado la conversión de antiguos vocablos plurales y polisémicos en conceptos antinómicos: de un lado, funcionando como descriptores de situaciones singulares, específicas, y, del otro, refiriéndose a situaciones generales o universales. De esa manera, a la vez que se perfilan como conceptos históricos y, por tanto, como contingentes o no necesarios, se han dotado de una condición universalista o metahistórica.
Estas consideraciones iniciales están relacionados con reflexiones derivadas de la elaboración de la síntesis general correspondiente al concepto revolución (y que tal vez puedan ser aplicables a otros conceptos como civilización, historia, progreso, cultura…),7 y que en conjunto podrían llegar a conformar una hipótesis plausible sobre la dualidad y ambivalencia que rodea el surgimiento de la experiencia del tiempo histórico moderno.
Sabemos que Koselleck trabajó también el concepto de revolución para el caso europeo, sin incluir a España y Portugal, y mucho menos a los países americanos, así como a otros lugares del este de Europa.8 Cuando uno se acerca a su ensayo, no obstante, de manera similar como con otros de su autoría, pasa que conforme se avanza en su lectura van apareciendo los contornos de un gran paisaje en constante movimiento, en el que se combinan futuros/pasados y futuros/presentes. Sin restar importancia a la emergencia de la palabra revolución durante el Renacimiento, ni tampoco la relevancia que tuvo durante los acontecimientos de la Revolución inglesa del siglo XVI y sus traslaciones a la ciencia política, sin embargo, no es hasta 1800 con la Revolución francesa cuando propiamente surge el campo semántico del concepto revolutio, tal como lo conocemos a la fecha: fundamentalmente como sinónimo de reflexividad, es decir, que integra en la misma operación las condiciones de la acción política, por un lado, y el análisis del conocimiento histórico, por el otro. En su desarrollo se observa asimismo que incluye a la vez la posibilidad de un cambio con un cierto automatismo o redundancia.9 Esto significa que combina lo singular-histórico con lo reiterativo y repetitivo, lo diacrónico con lo sincrónico, lo heterorreferencial con lo autorreferencial.10 Así, fácilmente se puede ver en esta dinámica cómo el concepto nos remite al terreno de las metáforas de lo lineal y lo circular, del progreso y del retroceso, de la lentitud y la aceleración relativas a la duración. Estas metáforas espacio-temporales cobrarán vigencia cuando los publicistas se apliquen a la tarea de seleccionar y calibrar los pasados desde una perspectiva que esté orientada por un futuro promisorio y optimista. Por ejemplo, desde un presente experimentado como aceleración a mediados del siglo XIX, el pasado anterior podrá percibirse como un periodo de extrema lentitud y aburrimiento, donde apenas ha pasado algo relevante, dominado por la circularidad y la reiteración más que por el cambio y la novedad.11
En consonancia con Karl Lowith y en contraposición con Hans Blumenberg, Koselleck denominó a esta dinámica como la secularización de la forma judeocristiana de la historia de salvación. En ese sentido, el término revolución, entendido como expresión y síntoma de una experiencia histórica particular, contendría la “expectativa teológica del fin de los tiempos” (libro del Apocalipsis), en deuda con la interpretación cristiana precedente. Basado en la idea de un progreso inmanente al mismo proceso histórico (autorreferencial) y gobernando por leyes naturales, se ofrecería entonces durante esta modernidad una versión de la metáfora del acortamiento apocalíptico del tiempo previo al fin de los tiempos, con una aceleración controlable por el hombre en vistas a alcanzar el objetivo anticipado de la revolución definitiva. Los procesos repetitivos y las innovaciones, los determinantes a largo plazo y los cambios en las constelaciones, el retraso y la aceleración, se convirtieron así -apoyados en sus significados naturales y teológicos subyacentes- en símiles de las revoluciones históricas, en conceptos de la experiencia política y del conocimiento científico de la historia. En ese punto Koselleck se detiene y se pregunta si dichos símiles pueden prescindir completamente de sus significados naturales -o siquiera de los religiosos subyacentes-.12Koselleck, a diferencia de Blumenberg, adelanta una respuesta en sentido negativo. Pasemos ahora a examinar el análisis desarrollado por el grupo de Iberconceptos.
II
En primer lugar el ejercicio realizado en Iberconceptos parecería ser un tanto trivial al confirmar que sin la irrupción histórica de un nuevo régimen de temporalidad no es fácilmente comprensible la aparición y formación de las naciones-estados iberoamericanos.13 El nuevo régimen de temporalidad es constitutivo. Sin embargo, este esfuerzo realizado de nivelación óptica (que conlleva un cierto espíritu reivindicativo) contiene además un cierto criticismo al poner al descubierto el punto ciego de publicistas e historiadores del siglo XIX en cuanto a la forma como construyeron su propia “mitología” o leyenda sobre los obstáculos para llegar al punto óptimo del progreso y felicidad esperados en el horizonte del futuro. Al observar que unos pueblos avanzaban con mayor celeridad y menos ataduras, nuestra “leyenda” se fue tiñendo de fatalidad y victimismo. Este trabajo de recomposición y distanciamiento crítico de dicha óptica implicaría no tanto negar las dificultades, problemas y frustraciones que enfrentaron sus actores y agentes, sino reconocerlos y ubicarlos en su justa dimensión; es decir, a lo vivido y experimentado se corresponde a una dinámica temporal global “padecida” en simultaneidad con los entonces llamados países “avanzados” o “progresistas”, y que la trayectoria política y cultural de estos últimos sigue un curso comparable con el de los países iberoamericanos. Es en ese sentido que pensamos que la historia conceptual (Begriffsgeschichte) provee de un instrumental valioso para efectuar, en el campo de las representaciones historiográficas, un proceso de nivelación “óptica” que permite hacer comparables experiencias históricas diferentes. En sí mismo, por supuesto, esto no tendría mayor relevancia historiográfica, a no ser que se trate de comprender los efectos que tiene el ser parte de una misma experiencia del tiempo en Iberoamérica a partir de la Revolución francesa denominada como propiamente “moderna”.
III
Al tomar el caso del concepto revolución se aprecia su aparición en diferentes lugares a un mismo tiempo, sin que por ello pueda afirmarse que exista un lugar ideal o privilegiado en donde se pronuncie la última palabra sobre su significado. Lo que sí se puede descubrir -sobre todo en las páginas de los diccionarios e impresos que se hicieron en el periodo- son vocablos que designan y, en cierto modo, determinan un tipo de experiencia. Así, la voz revolución utilizada originalmente para describir el movimiento de los astros celestes sobre su propio eje, fue trasladada para dar cuenta de los conflictos y tensiones sociales relacionadas con el uso del poder (de “lo político”) entre los seres humanos, entre quienes mandan y ordenan y quienes obedecen.
No obstante, incluso dentro de esta designación metafórica para describir las mutaciones políticas y sociales, se esconde un entramado mayor relacionado con una cosmovisión que organiza a cada una de las partes en conflicto. Por ejemplo, en el “antiguo régimen” la voz revolución encubría esencialmente un aspecto paradójico: se hacía la revolución, es decir se tensionaban las relaciones de poder, no tanto para modificarlas como para restablecer o restaurar la unidad de un orden preexistente. Ese “lugar” que legitimaba los motivos de la sublevación o de la rebelión se encontraba en el pasado o lo inactual, mediante el cual se evocaba y se actualizaba el orden de la legalidad y del mandato. Por eso, mientras dicho código afianzado en prácticas del fuero común permanezca intocable, la voz revolución emitida desde lo audible e inaudible de los escritos públicos y privados, remite a un corpus incoado en prácticas y experiencias del pasado. Pero cuando dicho códex comience a dejar de ser operativo, entonces es imaginable que la semántica del término revolución ha comenzado a movilizarse y reorganizarse con base en otra cosmovisión o “filosofía”. En todos los casos estudiados existe unanimidad con respecto a esta clase de mutación referenciada en léxicos y diccionarios.14 De ahí que la pregunta sea cuándo y cómo en cada caso la semántica de la voz comenzó a transformarse y construirse a su alrededor un nuevo entramado “filosófico”.
En esta observación histórico-conceptual se muestra el momento en el que los sistemas imperiales iberoamericanos empezaron a desintegrarse sin colapsarse del todo, aunque sufriendo averías irreversibles al iniciarse un proceso de fragmentación territorial y el surgimiento de una nueva constelación de entidades políticas soberanas. Esta dinámica implicó la reconfiguración de un espacio que no sólo es físico y geográfico, sino que también pertenece al lingüístico-conceptual y temporal.15 La recopilación y análisis de las locuciones impresas surgidas casi al momento en el que tenían lugar los eventos dejaba ver la dificultad de encontrar múltiples y dispares voces cruzadas con discursos no siempre concordantes entre sí.16
Por eso se determinó que para hacer comparable el uso y evolución semántica del término revolución en lugares a veces tan diversos era necesario compartir un mismo esquema heurístico- conceptual aportado por el mismo Koselleck. 17 Esta propuesta, que como se sabe, está compuesta, sin ser exclusivas, de cuatro cualidades surgidas durante la misma aparición de este nuevo “régimen de conceptualidad” 18 política y social: democratización de los usos del lenguaje, temporalización o historicidad intrínseca de las palabras transformadas en conceptos, ideologización o conversión de los conceptos en singulares colectivos y politización de sus usos que sitúan a sus portavoces en bandos antagónicos. Cuatro categorías entrelazadas que han permitido orientar productivamen te la observación de la evolución del vocablo Revolución entre 1780 y 1870.
El primer elemento, la democratización, presupone la disolución lenta de las sociedades estamentales del “antiguo régimen” y su transformación en sociedades cada vez más diferenciadas en su función. De manera que la observación de una especie de diseminación democrática o “popularización” de la información significa que se rompe el monopolio de ciertos usos conceptuales antes circunscritos a corporaciones religiosas o políticas, de juristas y eruditos. Supone, por tanto, la ampliación de la esfera de opinión pública que implica una mayor permeabilidad entre las diversas capas o estratos de la sociedad. No obstante, es verdad que se puede tratar de una “democratización relativa”, circunscrita a las elites letradas debido a las competencias lingüísticas requeridas para participar en dicha esfera. Sin embargo, se puede afirmar al mismo tiempo que conceptos como revolución y otros muchos se convirtieron en lugares comunes durante este periodo.
El segundo aspecto en el que se nos revela dicha transformación social es el de la temporalización. En particular revolución es un concepto general de movimiento caracterizado por sus determinaciones temporales. Su cambio semántico consistió en efectuar un acto de distanciamiento de su sentido anterior al cargarse emocionalmente de nuevas expectativas positivas o negativas, de temor o esperanza, frente a un futuro abierto, aunque incierto. Este movimiento presupuso la conversión de un concepto ontológico -que está inscrito en la regularidad del ciclo de la naturaleza- en un concepto histórico preñado de expectativas, asimilable a otras nociones movilizadoras como las de libertad, progreso, civilización. 19 Se transformó, por eso, en un concepto general de movimiento dotado de expectativas flexibles.
El tercer criterio que estructura el nuevo espacio de experiencia de la modernidad es el respectivo a la ideologización de muchas de sus expresiones. Revolución no es la excepción. Este elemento se caracteriza por la pérdida de evidencia en las tradiciones heredadas. Con lo cual se tiende a incrementar el grado de abstracción del concepto hasta verlo convertido en un singular colectivo. Revolución se “ideologiza” en el momento en que se transforma en un concepto filosófico abstracto, abierto, en consecuencia, a su adjetivación creciente: revolución social, industrial, científica, económica, tecnológica, etcétera. 20 Así, de modo paradójico, su polisemia es un atributo directamente proporcional a su creciente banalización o uso generalizado (lo cual implica democratización), que buscan vaciarlo de contenido concreto, al tiempo que lo pone a disposición de los usuarios, con base más en sus expectativas de futuro que como expresión directa de la experiencia. Al mismo tiempo, hace que los usuarios se pregunten insistentemente acerca del verdadero significado de una revolución. En ese punto, temporalización e ideologización tenderán a intersectarse.
Por último, la polisemia, aunada a la generalización del concepto, se relaciona estrechamente con el grado de pluralización alcanzado por la sociedad. Esta situación sienta las bases para la politización del término sustentada en la aparición de conceptos contrapuestos, como revolución/reacción, liberales/conservadores, revolucionario/contrarrevolucionario. 21 En suma, politización implica “partidización”. 22 Comparado con fenómenos similares en el pasado, la novedad radica sobre todo en el modo como se rediseña el futuro, que arrastra consigo el rediseño del pasado y la formulación concomitante de una filosofía de la historia que incide en las formas de la planificación política. En ese sentido, revolución es un concepto que rebasa también lo empíricamente realizable, sin llegar a afectar hasta hoy la importancia política y social que se le otorgará.
IV
A partir de estos cuatro elementos se estableció una especie de tablero comparativo del mundo iberoamericano con respecto a la evolución del término. Durante el recorrido se ha hecho evidente que el área completa se fue coloreando por una experiencia revolucionaria inédita, incluso ahí donde en apariencia tenían lugar experiencias imperiales o restauracionistas. 23 Procesada de manera diferenciada, la experiencia “revolucionaria” se alimentará de discursos y manifiestos políticos o militares, discursos históricos y filosóficos, que convergen en la formación de un discurso metahistórico de corte nacionalista. Todo empieza alrededor de la formación o prohibición de las Juntas de gobierno regionales, provocada por la crisis política de 1808 cuando la vieja semántica de los diccionarios se muestra insuficiente para consignar la emergencia de una nueva experiencia política y un caldo de cultivo para la necesidad de conformar un novedoso léxico político e institucional.
Al considerar 1808 como el punto de quiebre de esta evolución en el nivel iberoamericano se advierte que hasta entonces el vocablo revolución funcionaba en un doble sentido o dirección: como descriptor de un tipo de movimientos sociales relacionados con el verbo “tumultuar” -amotinarse, sublevarse-, que no ponen en riesgo al sistema social en su integridad; y, en su uso ya se advierte el surgimiento del sintagma Revolución francesa como noción histórica (1789, la toma de la Bastilla) que tenderá a erosionar la semántica tradicional y a asignarle nuevos atributos, como sinónimo de cambio de sistema o régimen político, construido a partir de la distinción entre Monarquía y República. Por eso, revolución en sentido moderno es un concepto político sedimentado alrededor del sintagma Revolución francesa.
Sin entrar en más detalles que dejarían ver sobre todo algunas discordancias temporales en cuanto a la sincronización de algunos casos estudiados lusobrasileños e hispanoamericanos, el año 1808 se constituye como la referencia sustancial de lo que será la construcción o “forja” de las llamadas revoluciones de independencia. Punto de referencia externo para medir avances y retrocesos de la trayectoria, y en especial para tomarle el pulso al ascenso y caída del uso del término entre 1820 y 1840. Dentro del primer aspecto (“apogeo”) se contiene también su banalización y, en consecuencia, su oscurecimiento semántico. Para algunos, entonces, las revoluciones, como en el caso de Colombia, serán sinónimo de “usurpaciones”; 24 para otros, como en el caso de México, serán los costos necesarios que toda civilización moderna debe pagar.25 En ese sentido, a mediados del siglo XIX el vocablo llegó “recargado” filosóficamente (vinculado al de civilización) a la vez que “desacreditado” (las revoluciones destruyen más de lo que construyen), en un momento en que tendrán lugar los sucesos de la “nueva” revolución francesa de 1848. A partir de este nuevo referente que procrea nuevas dualidades sociológicas -burguesía/clase obrera, democracia/movimiento obrero-, el término recibirá el nuevo impulso que marcará su derrotero hasta finales del siglo, tendiendo su velo al mismo tiempo sobre la Revolución francesa prístina. La principal novedad durante esta fase tendrá que ver con la vinculación del término democracia a las nuevas demandas “revolucionarias”. 26 Por eso, quizá, en adelante revolución tenderá a confundirse con reforma. A partir de entonces se recomendará, por ejemplo, a finales del siglo XIX, “emprender el lento camino de las reformas, para evitar el violento de las revoluciones”, 27 y comenzará a dominar crecientemente una noción pragmática de revolución o aquella que debe rendir beneficios directos a la población.
Así, dentro de este recorrido semántico se observan principalmente tres nudos temporales. El primero, alrededor de los años 1808, 1810 y 1812; el segundo, de 1818-1824; y el tercero, que clausura y se abre alrededor de 1848 con la segunda revolución francesa. Lo más notable durante este periodo, sin embargo, se relaciona con la asimilación del término al entramado de un discurso filosófico del progreso regulado por leyes y un ordenamiento moral análogo al que rige en el orden de la naturaleza. Es decir, después de haberse asociado el término Revolución a libertad e independencia en un comienzo, y más tarde al de civilización, terminará, como sugiere Koselleck, por conformarse como un discurso alterno al del progreso salvífico de cuño religioso o cuasiprovidencialista.
La clave radica en reconocer que la noción de revolución concebida como un cambio de orden irreversible, a partir de 1820 incluirá la idea de un futuro extrañamente irreconocible. De esta perplejidad surgirá como su contrapeso un discurso filosófico del progreso ascendente, aun cuando las evidencias muestren que conforme se avanza en el nuevo siglo no se consigue en la mayor parte de la región iberoamericana poner fin a un ciclo de revoluciones sin fin y sin solución definitiva. En ese contexto, hacia 1840 aparecerá por primera vez el vocablo revolucionario como un sustantivo que designa al individuo que paradójicamente atenta contra el orden establecido para poner fin al ciclo incesante de las revoluciones. A partir de entonces el término estará dotado de una carga oscilante entre lo deseable y lo indeseable. Enmarcado ya dentro de un discurso filosófico del progreso, el término se potenciará, no obstante, bajo el llamado del Estado para expandir y ampliar sus fronteras civilizatorias. A la par, una noción de democracia popular o social irá emergiendo y revitalizará el desgastado uso del término Revolución para amalgamarse crecientemente con el de Reforma; una noción, por cierto, que a primera vista remite al repertorio lexicográfico del periodo anterior al de las revoluciones inglesa y francesa, pero que será resemantizada en Gran Bretaña en el contexto de las guerras napoleónicas: la reformatio del siglo XVI con su mayor énfasis en la reforma de las costumbres o de la moralidad, se transformará en el de reform, o reforma de las instituciones, del ejército, de la policía, de la prisión, de la educación, etcétera. 28
Así, se observa que a partir de la ideologización o uso doctrina rio del término -sobre todo por el partido liberal-, Revolución adquirirá un carácter instrumentalista para justificar fines preexistentes. Sea por esta razón o por su polisemia inherente, en esta fase se sientan las bases para su democratización correspondiente, ya que es un momento en el que sus usuarios dejan ver una gran dificultad para distinguir entre una verdadera revolución y una revolución fantoche o adulterada. Tal vez debido a este oscurecimiento, en algunos casos a partir de la segunda mitad del siglo XIX el término revolución se asimilará al de reforma. No así en otros casos como el español, como se deja ver en los ensayos de Fernández Sebastián y Fuentes sobre el término reforma. 29 En cambio, cuando se presente el caso, esto sucede sobre todo en el marco de la confrontación entre una revolución liberal-burguesa, dominante durante la primera mitad del siglo XIX, y una revolución social o socialista que es anunciada en los sucesos de la nueva revolución francesa del 48. Asimismo, la emergencia de esta “nueva revolución” dejará en segundo plano a la Revolución francesa, origen y motor de la transformación de la semántica tradicional del término Revolución. Al final del periodo (1870), con la preeminencia del reformismo liberal, el concepto entrará en declinación. En el futuro solamente resurgirá al coaligarse con el reclamo y exigencia de una democracia electoral que sea efectiva, la cual, paradójicamente, servirá para justificar nuevas revoluciones, insurrecciones y alzamientos militares.
Queda la impresión de que al final de este ciclo se ha retornado al principio: a la revolución como un sinónimo de rebelión, insurrección, insurgencia, contra de la autoridad. Pero a diferencia de su uso en tiempos anteriores a la Revolución francesa, su semántica ahora forma parte de una filosofía del progreso o de la civilización visto como un proceso lineal y ascendente. Es el mismo vocablo, pero con otro significado y está dotado de una carga emocional que lleva a algunos usuarios a plantearse la necesidad de hacer la revolución dentro de la revolución. Sin embargo, lo que en verdad está ahora en juego es el temor a caer en el abismo de un nuevo caos y desorden institucional. No en balde en ese fin de siglo reverdece la noción de regeneración que muestra su transformación en un término circular o reflexivo; en un mito relativo al origen y fundamento del nuevo orden institucional de las nuevas naciones. Este hecho no deja de tener su lado paradójico, en tanto es indicio del carácter “conservador” inscrito en la misma noción de Revolución, ya que todo lo nuevo ha de ser referido a un pasado acontecido, a un momento originario, e implica por lo mismo un aspecto “restauracionista”. De ese modo quedan destacadas las asperezas propias del momento en que emergió: de destrucción y separación radical de todo lo anterior y de condición sine qua non de la construcción de lo nuevo. Dentro de esta secuencia discursiva tenderán a confundirse y alternarse términos tales como revolución, regeneración y restauración. Por ejemplo, en el caso de Brasil se dará mayor énfasis a la regeneración y la restauración que a la revolución.30 Entonces se tendría que durante las últimas décadas del siglo XIX el concepto Revolución ha caído en una especie de laberinto conceptual que lleva a preguntarse a los agentes: ¿cómo distinguir entre una revolución auténtica y una no auténtica, entre una revolución y una guerra civil? Sobre todo, ¿cómo resolver la cuestión del abismo que a cada paso se vislumbra en el horizonte del futuro proyectado?
V
De los cuatro aspectos señalados, para los fines de este ensayo temporalización e ideologización son los más relevantes. Su intersección corre a la par con el oscurecimiento de su semántica. Por ello entre los cuatro elementos no hay una relación de secuencia -primero uno y luego otro-, sino de cuasisimultaneidad. Siempre se atraviesa el tiempo entre ellos. Uno de los casos más claros al respecto, sin ser el único, es el que describe Fabio Wasserman para el caso argentino. En la región del Río de la Plata el hecho político del 25 de mayo de 1810 será consagrado dos años después como la “feliz revolución”.31 En el nivel discursivo esto significa ya casi la celebración del concepto como “el acontecimiento” que designa el momento originario del nuevo orden y que a su vez borra todo vestigio del antiguo orden virreinal. 32 Así, relativamente pronto la “Revolución de Mayo” se configuró como el mito fundador de la nueva patria, al mismo tiempo que, como bien lo indica su autor, se constituye “como una suerte de caja de Pandora que, junto con la esperanza”, también provocaba conflictos “que parecían no tener fin”. 33 Desde esta estructura dual, ambivalente, parece configurarse la evolución de la semántica del término Revolución durante este periodo. Y es desde aquí que quisiera llevar ahora mis reflexiones a un plano más general.
La procreación casi simultánea del nuevo “tiempo histórico” junto a un “tiempo mítico” podría inducirnos a primera vista a identificar al segundo como si fuera parte del proceso de “ideologización” del concepto que haría aparecer como algo “natural” lo que ha surgido de la historia. Esto podría pensarse en la medida en que esta clase de conceptos históricos tienden a contraerse sobre sí mismos (conceptos autológicos) en el sentido de que lo nuevo adquiere su significación sólo refiriéndolo a su pasado anterior. Pero si se mira bien parece que no se trata de la conversión de un concepto histórico en un concepto ideológico. Si fuera el caso, bastaría el ejercicio de la crítica de la ideología para retornarlo a su estado originario de historicidad. Más bien parece que se trata de algo más complejo si se aprecian la pervivencia de esta clase de mitos fundadores. Por eso nos atreveríamos a pensar que esta clase de configuración discursiva tendría que ver menos con la ideología y más con el mitema apuntado por Lévi-Strauss. Esto nos llevaría a formular la siguiente hipótesis: al mismo tiempo que emerge el discurso nuevo de la historia configurado conceptualmente, surge su contraparte como una configuración histórico-discursiva diferenciada. Podría ser que ésta fuera la tarea principal que ocupó a Hans Blumenberg y que lo condujo incluso a la formulación de su teoría sobre la metaforología. 34
Lo complejo aumenta si se asume que junto al nuevo vocabulario conceptual propio de la modernidad surgen también unas formas discursivas dentro de lo “mítico”, entendidas como otras maneras -distintas de las que pueden generarse en la ideología y la politización- de dar cuenta de la temporalidad. Es decir, el mito sería otra forma discursiva de inscribirse en la temporalidad.
Por esa razón me remito al lapso final del periodo analizado, en el que casi todos los casos coinciden en reconocerse dentro de la filosofía del progreso (tanto liberales como conservadores), y en los que se plantea de manera más enfática la pregunta acerca de qué hacer con lo revolución y su legado y encontrar otras variantes de nombrarla, como “reforma” o “regeneración”. Se puede disentir en cuanto a los medios técnicos y políticos para sincronizarse con la dinámica y aceleración del progreso. En lo esencial, empero, coinciden en establecer la lucha a favor de la civilización y contra la “barbarie”. Todo esto a pesar de que a mediados del siglo XIX ya han comenzado a aparecer sus críticos: del concepto de historia (claramente por Nietzsche), y desde la ciencia médica en relación con el concepto de civilización.
En lo fundamental parece que dichos conceptos están blindado frente a toda clase de crítica. Lo cual implicaría una suerte de naturalización o sustancialización de los mismos que oscurece su carácter temporal. Mientras que el pasado se concibe como irreversible, el futuro está abierto. Aunque rodeado de incertidumbre, el futuro se establece como destino universal infranqueable. Así, los conceptos, alguna vez históricos, tienden a tornarse normativos y prescriptivos: se convierten en una suerte de “superyoes” culturales con valor de eternidad. Al suceder esto pierden de vista su propia historicidad. Vueltos autorreferenciales, han dejado de referir el acontecer tal cual ha sido. Al desreferencializarlo no hacen más que referirlo a sí mismos. Adquieren el carácter de una forma conceptual mediante la cual las sociedades se describen a sí mismas, distinguiéndose de otras anteriores,35 debido a lo cual se dotan de una gran fuerza para trascender fronteras espaciales y temporales. La paradoja consiste -de ahí su complejidad- en que esta pérdida de temporalidad ocurre en nombre de la misma historicidad, al quedar subsumida la historia pasada (con minúscula) en la Historia (con mayúscula). 36 Además de su carácter antropológico, lo histórico quedará revestido entonces de un carácter “filosófico”, que permitirá el uso de las mismas categorías emergentes como si fueran esencias recubiertas de ideología y doctrinología.37
Es verdad que mediante el ejercicio de historia conceptual se ha recuperado su carácter histórico “olvidado” y, por tanto, se ha mostrado la contingencia de la mayor parte de nociones que se utilizan para examinar tanto el pasado como el presente. De algún modo, desde la crítica histórica se ha realizado un trabajo de crítica de la ideología. Sin embargo, y ése es el problema que se trata de apuntar, el tiempo mítico y sus formalizaciones pertenecen, al parecer, a otro registro de la prosa constitutiva de la modernidad, y que no se corresponde propiamente con el discurso de las ideologías. Por eso, en diálogo con Luis Villoro, diferimos de su aproximación en torno a las ideologías, que a primera vista podrían confundirse con las propiedades de un “mitema”. Para Villoro, no sin razón, las ideologías poseen un carácter clasista y contienen una clara voluntad de dominación de otras clases, mediante el uso de un tipo de creencias que les permiten consolidar su poder y el orden social existente ajustado “a intereses particularistas”. 38 En esta lógica, en efecto, cabe la posibilidad de contraponer unas creencias (o ideologías) con otras de carácter “crítico” (o “disruptivo”), a fin de “romper o modificar ese orden” de dominación. 39 Con este procedimiento Villoro no hace sino ser consecuente con el canon del racionalismo occidental. Frente a las creencias “ideológicas” se activa el pensamiento racional (el logos) que las cuestiona. Una de las características del mito, empero, es su configuración narrativa transclasista e incluso “transpartidista”. Por eso es necesario distinguir entre “mito” e “ideología”. Para empezar, en torno al mito no sólo se debaten “ideas”, sino sobre todo “creencias” sustentadas por lo general en prácticas rituales espacializadas y calendarizadas presentadas como autoevidentes e incuestionables. Frente a esta clase de fortalezas no conceptuales no basta el asedio de la razón y crítica de la ideología, debido a que lo propio de la historia científico racionalista, aun la más analítica, da lugar a que la misma mito-historia se reorganice.
VI
Ahora bien, ¿cómo entender la producción del mito como un discurso narrativo del tiempo-sin-tiempo como fenómeno moderno? Y ¿cómo poder reconocer los mitemas desde la historia conceptual estudiada? En otros términos, la pregunta sería si en simultaneidad con la aparición del régimen moderno de historicidad (Hartog) y sus formalizaciones historiográficas no emerge también una especie de hermano gemelo bajo otra clase de formalizaciones, con otros alcances y otras funciones. Sobre el surgimiento de este “doble cuerpo” de la historia algo ya ha quedado sugerido en la sección anterior. 40 El punto nodal estaría en que a través de este ejercicio histórico-conceptual se han podido distinguir algunas situaciones donde se dio una especie de cierre conceptual de la historia sobre sí misma, en un momento en el que también se reflexionaba desde el periodo romántico sobre la persistencia de la mitología. 41 En su estudio sobre la “verdad del mito” Hubner, en la senda de Blumenberg, muestra cómo las formas del mito que reaparecen en plena modernidad científica no tienen el rostro de la fábula y la superstición aludidas por Fontenelle o el español Feijoo en el siglo XVIII para acabar con ellas. 42 Más bien su rostro era de otra índole en la medida en que el mito emergía desde el mismo logos convertido en una suerte de leviatán moderno. 43 Aquel tipo de discursos y de prácticas contra los cuales lucharon las academias del siglo XVIII europeo para sentar las bases del desarrollo de un discurso racionalista y científico; un discurso, no obstante, incapaz de referenciar al mundo tal cual es y cuya crítica arrastrará y será arrastrada por los mismos acontecimientos políticos que marcarán el antes y el después de nuestra modernidad: la Revolución francesa.
Al respecto, Hubner se pregunta si la lucha contra la fábula y las supersticiones del periodo premoderno era sinónimo de enfrentamiento contra el mito, o si bien éste contiene otra dimensión discursiva. Y Blumenberg se pregunta si no se trata solamente de un ardid del logos para encubrir lo que permanece como invariable. 44 Para este pensador “el mito mismo es una muestra del trabajo, de muchos quilates, del logos”. 45 Posee su propia racionalidad, entendido como una forma discursiva equivalente mas no asimilable al de la antigüedad clásica, ni tampoco identificable como mera fabulación. Por eso se podría comenzar a reconocer en Iberconceptos que casi en sintonía con el surgimiento de un nuevo vocabulario político y cultural emerge un nuevo tipo de “mitología”, distante de sus formas “originarias”. 46 Se trataría probablemente de aquella mitología de lo histórico de que hablaba Nietzsche en coincidencia con la identificación de la formación de una nueva estructura discursiva casi imbatible, como se podría patentizar en el ejemplo de la disputa por la historia en la época de Bulnes en Mexico, a lo cual nos referiremos en el siguiente inciso.
En El pensamiento salvaje Claude Lévi-Strauss apunta que los “archivos” nos permiten entrar “en contacto con la pura historicidad”, aunque su significado no depende intrínsecamente de los acontecimientos que evocan, ya que en sí mismos pueden ser indiferentes e inexistentes. Es verdad que los archivos no aportan sino “el acontecimiento” en “su contingencia radical”. También es cierto que sin la presencia de un observador la interpretación queda sin fundamentos. Al mismo tiempo, los archivos “dan una existencia física a la historia, porque sólo en ellos se supera la contradicción de un pasado remoto y de un presente en el que sobrevive. Son, en ese sentido, el ser encarnado de lo “acontecimientado”. 47 Debido a lo anterior, para Lévi-Strauss esta formación discursiva dirigida a administrar y dar un sentido de orientación temporal a la sociedad, sería el equivalente funcional del tipo de historias con las cuales “los mitos totémicos nos habían enfrentado ya”, sin que fuera “inconcebible que algunos de los acontecimientos” relatados fueran reales, aunque fueran formalizados de manera simbólica y distorsionada. 48 Por eso, aun cuando “la historia mítica” fuera falsa, no por ello dejaría de “exhibir, en estado puro y en la forma más señalada […], los caracteres propios del acontecimiento histórico, los cuales dependen, por una parte, de su contingencia: el ancestro apareció en tal lugar; fue aquí, y luego allá; hizo tal y cual gesto […]; por otra parte, de su poder de suscitar emociones intensas y variadas”.49
Ahora bien, el antropólogo francés distinguirá entre una “historia estacionaria” y una “historia acumulativa”, lo que le permite aclarar que la “historicidad” entendida como la riqueza propia de un proceso cultural “es función no de sus propiedades intrínsecas” sino de la situación que tiene el observador y de sus intereses.
Por eso la oposición entre culturas progresivas y culturas inertes remite simplemente a una cuestión de enfoque.50
A fin de mostrar que la dimensión y la velocidad de desplazamiento de los cuerpos no son valores absolutos sino funciones de la posición del observador, se recuerda que, para un viajero sentado junto a la ventanilla de un tren, la velocidad y la longitud de los otros trenes varían según se desplacen en igual sentido o en sentido opuesto.
Así, cada miembro de una cultura es tan “estrechamente solidario de ella como aquel viajero ideal lo es de su tren”.51 En el centro del cuestionamiento lévi-straussiano estaría la disputa en torno al carácter universalista de estos mitemas y su poder de prescripción.
La relación del “archivo” con los acontecimientos se realiza, al menos durante este periodo, en el plano de la práctica de la escritura, una práctica que en la historia de la escritura de la historia que nos propone Michel de Certeau -de la invención de la imprenta a las escrituras freudianas- adquirió un valor cuasimítico, colindante con el de los mitos antiguos surgidos en el plano de la oralidad.52
VII
A partir del análisis histórico conceptual del vocablo Revolución se observaría que de un mismo árbol crecen dos ramas gemelas, concebidas tradicionalmente como antagónicas: un discurso que pretende ser el discurso de lo real y otro discurso de lo real mediado por la ficción. A propósito de esta bifurcación tengo en mente el caso de Francisco Bulnes, cuya polémica en torno a la historia coincide con la confrontación entre ambas formas discursivas. 53 La selección de la obra de Bulnes permite entrar en contacto con la dinámica de la producción histórica durante la fase terminal del primer liberalismo. Su escritura se localiza en el espacio político pero también en el histórico. De ahí que se puedan observar algunas de las reglas básicas de la escritura de la historia instituidas durante el siglo XIX y connotadas como historia científica. Y se puede apreciar la confrontación derivada de las mitificaciones y desmitificaciones de las figuras heroicas de la “primera revolución de independencia”, momento fundador de la nación, y de la “segunda independencia”, representada por Benito Juárez tras su triunfo militar sobre el Segundo Imperio y el ejército francés, y reconceptualizada como la refundación de la nación. 54
Bulnes no es el primero ni el último en polemizar y reflexionar sobre la verdad y la falsedad en la historia. No obstante, sus intervenciones tienen la peculiaridad de provenir del mismo árbol ideológico del liberalismo “revolucionario” que se plantean de manera enfática las relaciones entre historia y política. Las diferencias entre los bandos, más que de orden ideológico-político, vienen de su relación con la configuración discursiva sobre el pasado reciente, en particular sobre la naturaleza del origen revolucionario de la nación mexicana. Su particularidad estriba en distinguirse por su apego o bien a la verdad o bien a la falsedad de la historia relatada.
El debate surge asimismo cuando los liberales controlan la producción del discurso histórico. Así, las miradas reflejadas en el espejo del pasado permiten asomarse a un capítulo singular de la configuración dual de la historiográfica moderna de México, que hace aflorar el dilema planteado por Max Weber en sus charlas de 1919 sobre las relaciones entre el político y el científico. Su caracterización del oficio moderno de la política y de la ciencia se clarifica en la medida en que delimita sus funciones de acuerdo con los lugares en los que se desarrollan dichas actividades, como “vocación” o ”llamado” -Berufung- y como profesión -Beruf-: en la universidad o en la administración pública. Pero no es esta tensión la principal amenaza a la integridad de la ciencia, según Weber, sino su pérdida de independencia al transformarse en una empresa capitalista y burocrática -al modo norteamericano- que convierte al científico en una especie de empleado de fábrica.55 Ésta no es todavía la situación en que ocurren las polémicas de Bulnes sobre la historia. No se originan en el ámbito académico sino en el político. No obstante, quienes intervienen en el debate lo hacen en nombre de la verdad histórica.
Por el peso de lo político destaca la controversia alrededor de la figura de Benito Juárez, padre de la “segunda independencia”. Al cuestionar la “verdad” de la representación histórica del prócer del liberalismo y de la reconversión educativa nacional se desencadenarán múltiples reacciones en contra de Bulnes. Ahí no será fácil diferenciar entre las “verdades” que tienen que ver con el mundo de las creencias políticas de las relacionadas con el análisis desmitificador propio de la ciencia moderna. Pues al situarse la polémica en el ámbito de lo político, sopesar los argumentos históricos o probatorios esgrimidos por los participantes se convierte en una tarea más que improbable. Por eso prevalecerá el juego de espejos proporcionado por la situación de los contendientes con respecto a su identificación tanto con la figura política del momento -como es el caso de Bulnes-, como con la de los adversarios con respecto a las figuras históricas desplazadas.
No obstante, sin dejar de ser un librepensador, un amante de la ciencia y del saber, que hace de la búsqueda de la verdad un signo de las civilizaciones avanzadas, Bulnes forma parte de una generación que se da a la tarea de revisar el pasado reciente para limpiarlo de sus errores, mentiras y simulaciones. Por ello es un adalid de la iconoclastia liberal y un llamado a cumplir el papel de figura solitaria. En sus análisis estudia por igual a personajes heroicos como Juárez y a personajes satanizados como Santa Anna. Pone en juego enunciados históricos simples que movilizan a la opinión pública de la época, tales como: “Santa Anna no derrotó a Barradas”, “Hidalgo no era un liberal”, “Iturbide no era el monstruo que pintan”, “Juárez no fue el salvador de la patria que se ha dibujado”. Bulnes pone en movimiento las creencias consagradas en los catecismos históricos de la patria.
Para realizar su objetivo, Bulnes se posesiona del campo de la historia a la manera de un magistrado que imparte justicia sobre las figuras del pasado. Quizá por esa razón sus expresiones en muchos casos estén muy cerca de los gestos que acostumbrarían usar los jueces al presentar sus argumentos y establecer el veredicto final en el juzgado. Una lectura de la vehemencia y gestualidad de los escritos históricos de Bulnes está sugerida en el estudio de Jiménez Marce.56 En ese sentido su escritura funciona como una reflexión sobre el presente mediada por el pasado. Mientras que el periodo prehispánico y el novohispano quedan en la penumbra, los aspectos recientes cobran una especial relevancia de cara a la nación que se pretende ser. Se trata por ello fundamentalmente de una historia del tiempo presente. En esa trama surge la figura de Juárez como emblema-síntesis que a la luz de la polémica bulnesiana se debate entre la hagiografía consagratoria y la crítica histórica. La particularidad de estas polémicas radica en que se elige a la Historia como tribunal para dirimir las diferencias políticas. Es verdad que la historia científica progresa, pero lo hace a la par de la producción de su contraparte: una historia mítica, en la que se juega no tanto su verdad o falsedad, cuanto sí su eficacia para levantar la aclamación y veneración de los nuevos héroes de la nación.57
Esto significaría que la modernidad procrea en conjunción el tiempo histórico y el tiempo mítico: el primero como futuro del pasado y el segundo como el pasado del futuro. Esta versión correría a contrapelo de otras que parten de la contraposición llana entre tradición y modernidad.58
VIII
La constatación del encuentro entre historia y mito me lleva a la siguiente hipótesis: no hay mito en sentido moderno sin la mediación de la escritura. Por tanto, historia y mito pueden coexistir en el siglo de la historia. La diferencia se da por una cuestión de estilos y sobre todo por los de lugares en donde se practican: o bien el espacio de la página del escritor, o bien el de los lugares de la memoria y la celebración o conmemoración. No importa tanto que uno pueda contradecir al otro. Lo relevante radica en que cada uno cumple funciones diferenciadas. Uno, siendo historia, hace ajustes con el pasado, da cuenta de la muerte o del ausente. Lo representa. El otro cubre el abismo del futuro. Contiene la memoria virtual del pasado y tranquiliza en la medida en que restablece el círculo roto de las estaciones naturales, y hace predecible, mediante la celebración, el porvenir atado al pasado ritual. Doble pinza articulada por la modernidad para pacificar la inquietud producto de las rupturas revolucionarias.
La tesis es relativamente simple. Todo concepto define su identidad a partir de una doble diferencia. Por un lado, de carácter semántico o diacrónico marcado por un antes y un después, y por el otro, de carácter estructural o sincrónico, enmarcado por el juego de opuestos. Del mismo modo puede decirse que la evolución del término historia (que es portador por antonomasia de la temporalidad) genera su identidad a partir de una doble diferencia: de la diferencia temporal significada por la conversión de un singular en un universal, y de la diferencia estructural entre mito e historia. Como dos entidades temporalizadas (ambas intentan dar cuenta del origen por medio de palabras), pero lo hacen de manera diferenciada. Coexisten enfrentados entre sí. Presuntamente esto pudo ocurrir entre 1860 y 1880 con el triunfo y la hegemonía política del partido liberal.
Enmarcado en el tiempo histórico moderno, supuestamente se tendría que haber dado también una reconversión del mito tradicional; habría una resemantización del mito y la fábula. No advertirlo es la causa de que muchos intelectuales lean la historia a partir de una noción anacrónica y arcaica del mito, o que ha dejado de ser operativa.59
Habría una cierta lógica en pensar que el tiempo histórico sólo se iluminaría si se integra la relación con el tiempo no-histórico. En este caso el tiempo social ya no está dominado por la oposición finitud/eternidad, como en el régimen anterior de temporalidad, el tiempo cristiano agustiniano. En cambio, el tiempo de los publicistas y los políticos generadores de opinión pública, de aquellas figuras que hablan en nombre del pueblo, la soberanía y la nación, remite a un nuevo lugar signado por lo político y lo científico.
Los conceptos de Historia y Revolución son sólo dos ejemplos que muestran el carácter dual de nuestros conceptos descriptores a la vez que promotores de la experiencia moderna del tiempo. Dualidad que incluye lo singular, lo peculiar, lo asombroso y lo inédito, a la vez que lo universal. En particular el concepto de Revolución, invención del siglo XIX como respuesta al problema del movimiento y la aceleración, de la inestabilidad provocada por las “revoluciones”, de un lado, y por el otro, el problema de cómo dar cuenta de lo que todavía no es, de lo que no está a la mano, del futuro. Espacio que se convierte en la autoridad para juzgar y evaluar los sucesos tanto presentes como los del pasado.
El mito y la historia hacen uso de procedimientos estilísticos similares. Ambas se organizan a partir de la relación con un lugar (por un lado) y un no-lugar que produce, a su manera, una forma de “pasar”, de hacer que el pasado pase. Un lugar, como bien nos explica De Certeau, es el orden según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. Uno al lado de otro, excluyendo la posibilidad de que dos ocupen el mismo sitio al mismo tiempo. Ahí impera la ley de lo propio. En cambio, hay espacio cuando se consideran los vectores de dirección (sentido), las cantidades de velocidad y sobre todo la variable tiempo. El espacio es un cruzamiento de movilidades. Está animado por el conjunto de movimientos que ahí se despliegan. Es el efecto producido por las operaciones que los animan, las circunstancias que lo temporalizan y lo hacen funcionar como una unidad polivalente inestable de programas en conflicto o de proximidades contradictorias. El espacio es un lugar practicado.
IX
Para concluir: el lugar del mito en un espacio polivalente. En su novela compuesta de 24 fragmentos, El encargo: sobre el observar del observador de los observados, Friedrich Durrenmatt utiliza como epígrafe un pasaje de Kierkegaard. A partir de una teoría del observador de segundo orden cimentada a finales del siglo XVIII gracias al desarrollo de los medios impresos, aparece la pregunta acerca de lo que puede pasar, de lo que puede atraer del futuro. La respuesta es simple: del futuro todo se ignora. Cuando una araña, después de estar en un punto firme se desploma, cae a la tierra; en ese momento algo se derrumba, se pierde el sentido de orientación; con lo que ha de enfrentarse ahora se presenta como un espacio vacío en el que no puede poner pie en ningún lado por más que se agite y lo intente. Así, continúa el filósofo danés, le pasa a un ser humano, frente al que se presenta un espacio vacío (el futuro que sólo se cubre con una ilusión). Lo que lo empuja hacia delante, a marchar, vendría siendo entonces una consecuencia, un efecto situado detrás de él, a sus espaldas. De ese modo, la vida está al revés, invertida, se presenta como absurda y terrible, espantosa, atroz, incluso insoportable. No hay quien la aguante. Así termina la reflexión de Kierkegaard recogida por Durrenmatt en su novela sobre el observar del observador de los observados.60
En esta novela filosófica el mito y su producción resultan de ese espacio vacío. De un lado el nuevo tiempo histórico rellena el pasado con nuevos contenidos, de cubrir en el campo de las representaciones la brecha entre un pasado ignominioso y el presente; del otro lado, el mismo relato ya transfigurado lingüísticamente se encarga de llenar el vacío “terrorífico”, inexplicable, entre el presente y el futuro. Su función es la de tranquilizar (a la manera de un fármaco), de manera siempre aparente, “ficticia”, el desasosiego frente a la incertidumbre del futuro.
Koselleck realizó una reflexión similar en su ensayo “Historia Magistra Vitae. Sobre la disolución del topos en el horizonte de la agitada historia moderna”.61 Ahí se encuentra un pasaje particularmente inquietante y que sigue perturbando a la historiografía científica: “A la Historie se le pidió mayor contenido de realidad mucho antes de poder satisfacer esa pretensión. Además siguió siendo aún una colección de ejemplos de la moral; pero al desvalorizarse este papel, se desplazó su valoración de las res factae frente a las res fictae”.62 Se trata de una buena maniobra que sirve para tomarle el pulso a la emergencia de una nueva conciencia histórica (el proceso de lo real referido al paso del tiempo), del sentido de realidad atravesado por el sentido de la historicidad. Pero no deja de ser extraño, añade, que simultáneamente se pusieran en circulación -como una forma de mediar la aparición de esta nueva conciencia histórica- narraciones y novelas vistas como “historias verdaderas”.63 De este modo, se entrecruzaban las pretensiones de la Historik y la Poetik, influyéndose mutuamente, para sacar de la oscuridad el sentido inmanente de la historia historizante.64 Lo que Koselleck estaba advirtiendo también era el retorno de la ficción y la fábula a la historia, después de la lucha en su contra a partir del siglo XVII.
Por lo pronto sabemos que el mito emerge del interior de la configuración del lenguaje escrito y no sólo fonológico. Esto hace posible que tengamos que hablar de que en la historia no hay interpretaciones más verdaderas que otras; al contrario sólo de “interpretaciones ilusorias”.65 Y que podamos reconocer que la historiografía moderna está hecha de un doble cuerpo,66 siendo el mitema sólo una forma moderna de exorcizar el futuro.