Introducción
El objetivo del presente texto es explorar la manera en que Freud planteó el problema de la escritura en relación con las descripciones metapsicológicas del aparato psíquico. En este sentido, ¿cuál es la importancia teórica de la metáfora en la descripción tópica del aparato anímico? ¿Es posible pensar en una ampliación semántica de la función escriturística a partir de las propias deliberaciones freudianas? ¿Cómo se relacionan metáfora y escritura en el saber psicoanalítico? Éstas son las preguntas centrales que buscan ser desarrolladas, aunque se debe explicitar que el marco general de referencia que da pie a su tratamiento no es otro que la teoría de sistemas contemporánea y las implicaciones epistemológicas que se desprenden de sus enfoques. Así, se busca calibrar la pertinencia de una perspectiva que ve al aparato psíquico como un sistema operativo de alta complejidad, autopoiético por el hecho de que sus operaciones enlazadas se reproducen a partir de los mismos elementos operativos, además de que exhibe cualidades autoorganizativas gracias a la diferenciación funcional.
Es en este tipo de formulación epistemológica donde la metafórica freudiana se muestra como un intento enfilado a dar cuenta de las cualidades tópicas y dinámicas de lo anímico. Ya en las inferencias y elucidaciones realizadas por Freud, el objeto psicoanalítico se constituye como un régimen operativo que, por un lado, enlaza flujos de información y, por otro, dota de la estructuración necesaria a esos enlaces. Ambos aspectos se prestan a ser analizados desde la función que cumple la escritura como proceso comunicativo. La hipótesis central puede ser formulada de la siguiente manera: es la escritura, asumida como comunicación, la que establece los rasgos fundamentales del aparato psíquico en cuanto a su doble constitución espacial y temporal; esto es, como sistema que produce de modo recursivo sus propias operaciones. La pertinencia de dar a la escritura una función central en el armazón teórico freudiano depende de cambiar el enfoque habitual por la cual se la ha analizado. El cambio consiste en sustituir el contenido expresivo que como presupuesto -ya sea en cuanto a la significación propia de un sistema lexical o a la interpretación de la cosa en el nivel de lo dicho- ha venido siendo explorado en términos modernos.
Ahora se trata de dar prioridad a la forma de la escritura, donde la noción de forma es tomada en su acepción sistémica, es decir, como un modelo que permite “dividir el espacio de la comunicación”.1 El modelo-concepto resalta la capacidad de configurar que presentan las comunicaciones escritas respecto al propio acto comunicativo en sus elementos constitutivos, pero también en cuanto a lo que puede y lo que no puede considerarse comunicación. Los análisis sobre el papel de la escritura, incluso cuando el entramado conceptual utilizado esquiva su cualidad comunicativa, parten de una distinción que permite hacer visible aquello que será motivo de esclarecimiento. En este escrito se pretende sustituir, con relación a los objetivos y a la hipótesis planteados, la convencional distinción significado/significante por aquella que diferencia entre sistema y entorno, pues es esta última modalidad la que hace visible la comunicación como proceso selectivo. Son las propuestas freudianas, entonces, las que permiten mostrar con mayor amplitud reflexiva qué implicaciones epistemológicas puede arrojar dicha distinción.
El concepto escritura: el juego de las distinciones
Se puede entender el fenómeno de la escritura como una serie de elementos articulados que dan pie, en un soporte material determinado como son los libros, a la formación de palabras, oraciones y frases, y con posterioridad a la conformación funcional de un conjunto más amplio denominado discurso. Si la escritura que encarna un discurso materialmente determinado por un soporte sólo puede entenderse como forma textual, de ahí se siguen consecuencias importantes para el tipo de análisis que tiene por objeto dar cuenta de sus límites y potencialidades.2 Ya con esta formulación se hace evidente la necesidad de distanciarse de aquel cúmulo de condiciones que están del lado de la oralidad como fenómeno, incluso de sus propias capacidades discursivas.3 La continuidad entre discurso oral y discurso escrito se compromete al momento de identificar reglas específicas en cada caso, observación que incluso ha dado plausibilidad a la consideración de que el fenómeno discursivo como tal sólo pertenece al ámbito de lo textual. La apreciación de que la escritura como forma de fijación o de impresión textual se diferencia de lo oral, llevaba implícito el hecho de que su efecto amplía el espectro de posibilidades a las que no puede acceder el habla simple entre personas.
Esto permitiría entender por qué los análisis modernos sobre la escritura se han debatido en la necesidad de distinguir de modo radical a los discursos textuales del campo de atribuciones de la retórica, aquella doctrina involucrada de manera central en los requisitos a partir de los cuales se formulan discursos orales y adquieren validez. Este esfuerzo es plausible por más que la propia retórica se haya visto obligada a reaccionar al problema de la escritura bajo una funcionalidad diferente: desde antiguo participa como un auxiliar de la memoria. En buena medida la distinción es más pertinente cuando se hace notar el terreno sobre el que se desplazan los procedimientos analíticos. Así, se entiende -sólo para el caso del dispositivo textual- que un discurso está compuesto de palabras, frases y oraciones, aunque estos elementos están subordinados en el nivel de la composición enunciativa a las restricciones que se desprenden del efecto global discursivo. Pero es posible aislar frases y oraciones, con relación a lo enunciado por estas unidades, de esa cualidad global que dota al conjunto amplio de orientación o coherencia, ya sea en términos argumentativos, interpretativos, o en cuanto a la especificación de un sentido. Lo crucial en esta suerte de lógica procedimental consiste en que sus posibilidades se encuentran ligadas a las modalidades de objetivación de todas esas entidades -palabras, frases y oraciones, discursos-, de sus enlaces, interrelaciones y oposiciones, es decir, de todos aquellos rasgos que conforman el fenómeno general del lenguaje.
La condición que permite la distinción oralidad/escritura es, por tanto, la escritura misma, dado que en sus prestaciones o logros está poder marcar4 al lenguaje de rasgos que pueden ser utilizados analíticamente incluso para una ciencia del lenguaje. Esto no se encontraba en las atribuciones retóricas que modelaban a lo oral como forma comunicativa. Si bien en la oralidad también se puede hablar del lenguaje que se habla, los límites retóricos impedían llevar esta posibilidad hacia el conocimiento del lenguaje por medio de una objetivación de sus formas enunciativas. Desde este horizonte general, visible desde el texto escrito, el lenguaje adviene posibilidad de deliberación sólo desde la prioridad dada a lo escrito. Si el lenguaje es accesible sólo desde lo escrito es porque permite, desde ciertas perspectivas analíticas, objetivarlo en sus componentes esenciales y en su condición discursiva amplia. Esta manera de abordar la cuestión de la escritura y su función ha consistido a lo largo del siglo XX en el despliegue de dos tipos de enfoque, que a pesar de las diferencias evidentes en cuanto a sus procedimientos analíticos, parten de una misma base consustancial o de un mismo principio fundamental.
Tomando en cuenta la famosa distinción entre lengua y habla, y aquella otra que se sigue de la anterior como correlación y que opone significante/significado, se nota cómo estos dos enfoques se relacionan entre sí a partir del lugar que ocupan en cada polo de las distinciones aludidas. Ya en el caso de ese formalismo analítico y metódico a que concitan los análisis semióticos, la relación entre los elementos básicos y su articulación en la estructura general discursiva es aclarada con la introducción de reglas y leyes de formación que son posibles de aislar en términos inmanentes a la propia estructura. Por tanto, el enfoque semiótico desarrolla este tipo de procedimiento analítico desde el código que gobierna la lengua y desde el elemento acústico del signo lingüístico. Por su parte, el enfoque hermenéutico centra sus deliberaciones dando rioridad al proceso mismo del habla, incluyendo aquí a todos los componentes comunicativos que son susceptibles de ser aislados en la recepción de un texto, articulando esta dimensión con la cualidad interpretativa que se obtiene de un ejercicio siempre situado de lectura.5
Hasta este punto de la exposición hemos visto un juego de distinciones que enmarcan la problemática moderna de la escritura. Destaca primero aquella que puede considerarse como distinción basal y que dibuja toda posibilidad ulterior de análisis: la diferencia entre escritura y oralidad. Derivaciones de esta delimitación de principio han sido ensayadas bajo un despliegue categorial preciso y que ha dado pie a identificar modalidades particularizadas de comunicación: la que se produce entre presentes como forma dialógica básica y la que se da como comunicación a distancia, misma que presupone ausencia respecto a cualquier presencia. Cuestiones todas que anuncia el tratamiento de la escritura como una forma tecnológica adecuada para potenciar los intercambios comunicativos, debido todo ello a su constitución artificial y a la condición anónima -esto es, como estructura particular no dependiente de sujeto alguno- que la posibilita. Aquí el conjunto de las posibilidades se adscriben a una restricción de principio: es posible aclarar el fenómeno escriturístico desde el propio fenómeno escriturístico, sólo porque el lado de la oralidad permanece latente.
Lo mismo se podría decir de los análisis modernos de la oralidad en relación con el polo escriturístico del cual se distingue en principio: hay oralidad describible como operación en tanto el ejercicio escriturístico permanece como latencia y, por tanto, como no observable desde la oralidad. Resulta pertinente introducir un postulado general que se sigue de la aplicación de dicha distinción basal: la forma preside todo análisis respecto al estatuto de la escritura. No es un problema de contenido lo que dice la escritura en términos de un sentido deducible desde su articulación lexical, o de interpretación de la cosa dicha por parte de un sujeto lector capacitado para acceder a un núcleo de significado oculto, puesto que sólo está implicada la división entre instancias dentro de una forma. La noción “forma”, en este caso, autoriza únicamente tomar nota de la diferencia a la que da lugar. Toda forma es, por tanto, la forma de una distinción que permite, a partir de ella misma, formular observaciones sobre los elementos que distingue así como proyectar ulteriores diferencias.6
Por su parte, la diferenciación que se establece en el nivel del signo entre significante y significado puede considerarse una derivación -hasta cierto punto lógica- de las consecuencias que se siguen de atribuir validez o seleccionar el elemento de la escritura en la distinción escritura/oralidad. No otra cosa significa el he- cho de que la propia escritura sea visible, como forma, mientras pueda distanciarse de la oralidad, aunque no al punto de olvidar la unidad de la distinción de la cual participa. Afirma Luhmann al respecto: “La forma escritura en el ámbito de la comunicación es la distinción entre comunicación oral y escrita”.7 De tal manera que la forma escritura establece la división central para cualquier deliberación respecto a la escritura misma, incluso aquellas que pueden referirse a la comunicación oral o a la comunicación escrita. Por supuesto y como puede notarse, los rasgos atribuibles a cada instancia dependen de dicha división. Dividir entre significante y significado, como hemos visto, da entrada al desarrollo de los dos enfoques clásicos presentados arriba, y resume la con- dición de un análisis de la escritura como observación de segundo orden.
Escritura y autorreflexividad
Por más que los trabajos sobre el orden lexical de las palabras y sobre la aplicación concreta de las reglas de formación permita la constitución de una teoría del discurso de corte inmanente y esto conduzca a dirimir el sentido implícito de lo fijado por la escritura, la propia semiótica no se ha podido dar el lujo de obviar una reflexión sobre sus propias aportaciones.8 Situación parecida ha vivido la tradición hermenéutica desde las posturas heideggerianas. La autorreflexión en ambos casos ha permitido hacer visible la propia distinción de la cual se parte y el tipo de consecuencias que acarrean las elecciones llevadas a cabo. En consecuencia, el límite en el estudio-tratamiento de la escritura puede definirse, tanto para la semiótica como para la hermenéutica, en función de cuál es el lado que se elija en las dos grandes distinciones aludidas. Pero ello no implica que al postular otra distinción, no coincidente con la oposición significado/significante, se esté en condiciones de apelar a una situación de excepción respecto a la cuestión misma del límite. Toda forma -y esto supone el problema al que se hace referencia de manera inmediata con dicha noción- implica por necesidad la aceptación tácita o explícita de que las formulaciones teóricas y de tratamiento analítico se encuentran limitadas, pero donde ese límite es el que a fin de cuentas potencia ambos procesos reflexivos.
Por tanto, la forma escritura que puede distinguirse dentro de una distinción (oralidad/escritura) tiene el rasgo de ser una forma autorreflexiva. Se encuentra obligada a volver constantemente sobre la distinción que la permite, en el sentido de realizar observaciones recurrentes, enlazadas a otro conjunto de observaciones que se desprenden de las anteriores. Pero esto no es un efecto contrario a los límites que marcan las distinciones utilizadas, ni tampoco respecto a las definiciones que pueden seguirse de ellas. Se trata en todo caso de una bifurcación planteada por la propia distinción y que obliga a enfrentarla por el acto de seleccionar uno de los lados implicados. Plantea la exigencia de adoptarnos dice de nuevo Luhmann- una decisión que siempre arroja consecuencias, bajo el entendido de que todo trabajo teórico y analítico, cualquiera sea la naturaleza del mismo, no puede eximirse de la obligación de tener que elegir a partir de bifurcaciones.9 No es posible el trabajo científico en general sin esta restricción originaria, es decir, sin seleccionar y sin las consecuencias que se siguen de ella, por ejemplo, estar en condiciones de distinguir entre autorreferencia y heterorreferencia. Para el caso de la escritura, se presenta la oportunidad dirigida a que, desde ella misma, se aborde el problema de la escritura (autorreferencia) o que, en su defecto, se centren los análisis en lo que dice la escritura respecto a un mundo (heterorreferencia).
Ahora bien, la pregunta pertinente que es posible plantear a partir de los argumentos previos es la siguiente: ¿qué consecuencias arroja introducir otra distinción, es decir, otro forma con relación al ejercicio escriturístico que igualmente no pueda escapar a su límite prescrito? En la medida en que se ha introducido ya una perspectiva que ve a la escritura desde la teoría de sistemas, dicha distinción no puede ser otra que la que valida la propia teoría mencionada. En este caso, la distinción que puede ser ensayada en este trabajo consiste en la propia diferencia que permite pensar a lo social en tanto un sistema que se reproduce de manera autopoiética y que, además, puede observarse a sí mismo de forma recursiva. Tanto la operación de reproducción como la autoobservación continua son comunicaciones que se enlazan a otras comunicaciones, anteriores y posteriores, para hacer posible con este enlace a la sociedad misma. La distinción que está en el centro de la operación de comunicación así planteada es, por tanto, la distinción sistema/entorno. Se sigue de esta diferencia basal la ulterior asimetría entre medio y forma, donde ambas establecen una plataforma para dirimir el conjunto del sistema social. Por ello resultan pertinentes estas dos distinciones enlazadas para definir otro tipo de tratamiento, o si se quiere, otro régimen de visibilidad respecto a la escritura como comunicación.10
Colocada la perspectiva en otro juego de distinciones, resulta evidente que las modalidades de esclarecimiento en este caso no pueden ser coincidentes con las típicas estrategias semióticas ni hermenéuticas. Por ello, a diferencia de una deliberación sobre el orden intrínseco lexical o en relación con las cualidades de significación que descansan en las palabras articuladas en unidades mayores a las oraciones y frases, la comunicación escrita puede enfocarse como comunicación siempre y cuando se aleje del modelo intersubjetivo como relación básica. Escapando del tipo de determinaciones psicológicas que de modo secular han sido aplicadas a las relaciones intersubjetivas o a los clásicos modelos dialógicos basados en la idea de consenso, la comunicación escrita es abordada desde la distinción sistema/entorno como una operación eminentemente social.11 Tomando en cuenta lo anterior como postulado general de trabajo, se trata a partir de este punto de ensayar dicha distinción en un marco específico que, sin embargo, puede ser analizado en sus formas operativas desde la actual teoría de sistemas. Ese marco específico corresponde a un campo de saber moderno que, por un lado, adquiere desde su emergencia un perfil sistémico y, por otro, problematiza en ese orden interno la función de la escritura como operación comunicativa fundamental. El ejercicio consiste en introducir la distinción sistema/entorno en las propuestas teóricas realizadas por Freud y tratar de medir su rendimiento para aquel entramado conceptual y categorial denominado metapsicología, edificio que viene a adquirir todos los rasgos de autorreflexividad exhibidos por los enfoques sistémicos.
Es necesario realizar antes dos observaciones convergentes. Primero, si la comunicación escrita es enfocada como una operación social, se entiende que está enmarcada en un campo mucho más amplio que el que define la forma escritura específica. Ese campo sería la comunicación social en sentido amplio y, por tanto, no sería reducible a las cualidades que presentan las grafías, aun cuando se resalte su vinculación con la operación de la comunicación. Pero cabe sostener que para las sociedades modernas la forma escritura adquiere relevancia, al punto de considerar que la comunicación es la operación básica social porque está constituida por procesos escriturísticos como basamento para el conjunto de fenómenos considerados como sociales: las ciencias, la política, la economía, la cultura en general.12 De esta consideración se sigue el que la escritura tiene que ser analizada en cuanto a su carácter funcional, o, para decirlo de otro modo, se debe resaltar de modo reflexivo el tipo de prestaciones sociales que cumple como comunicación. Al respecto, Luhmann escribió: “Es importante para nuestro argumento que los sistemas autopoiéticos deben usar sus operaciones para dos funciones; no tiene otras posibilidades: 1) Deben producir operaciones consecuentes, y 2) deben mantener o cambiar, confirmar u olvidar estructuras”.13
Si éstas son las funciones generales a las que es posible adherir la forma escritura, se deja ver entonces la importancia que tiene para el sistema social en su conjunto. La expresión anterior se puede considerar válida siempre y cuando a la escritura como comunicación se la considere una operación que tiene la capacidad de desplegarse o continuarse a partir de la propia comunicación escrita. Por tanto, su función consiste en enlazar operaciones con otras ulteriores (fenómeno de recursividad), al tiempo que permite que ciertas estructuras (conjunto de operaciones condensadas) se conserven, se transformen o se desechen. Esta precisión conduce a la segunda observación. Como se trata de una operación -y aquí se puede volver a insistir en la noción de forma frente a la de contenido- el fenómeno de la escritura es susceptible de ampliarse más allá de los marcos habituales que la consideran como orden verbal, como competencia discursiva o como código semióticamente relevante. De tal manera que en su análisis funcional cabe introducir la idea de inscripción para señalar de manera directa la ejecución característica que se lleva a cabo con la escritura.
Presupone esta visión una consistencia material del medio lenguaje, y sólo por ese sustrato se está en condiciones de especificar formas. El medio consiste en una “relación acoplada y flexible de elementos” que admite una posterior “conformación”. La forma es aquella que deviene en acoplamientos estrictos de aquellos elementos que están en un medio particular. Si el lenguaje es un medio de elementos acoplados con flexibilidad y la forma supone acoplamientos estrictos, la escritura es entonces y con todo derecho forma porque materializa esos elementos en el nivel de textos o impresos.14 Entonces se pueden considerar con validez expresiones análogas, tales como huella, impresión, significante no verbal, lo que hace notar de inmediato la importancia que la obra de Derrida juega en dicha ampliación conceptual.15 Precisamente, las dos observaciones y el aporte derridiano constituyen la apertura para una relectura de la obra freudiana con relación a la impresión escriturística y la importancia que tiene dicha operación para el saber psicoanalítico.
El objeto psicoanalítico y su descripción: una entrada a la metafórica freudiana
El campo de la metapsicología define el ámbito teórico en la elaboración clásica freudiana, pero aún más importante resulta este trabajo puesto que impulsa la definición del psicoanálisis como ciencia propiamente dicha. Esto se encuentra en relación directa con la delimitación de un territorio objetual, posible gracias a un trabajo que presenta los grandes niveles de abstracción requeridos para ello. De entrada, ese campo objetual no se puede encontrar en el mismo nivel ontológico que un conjunto de fenómenos percibidos de manera “natural” como mentales o psicológicos. Por el contrario, la posibilidad de distinguir dichos fenómenos está en la capacidad de darse con antelación un campo de estudio. ¿Cuál es, entonces, el objeto central del psicoanálisis? La respuesta freudiana desde trabajos tempranos es inequívoca. Ya en el Proyecto de psicología para neurólogos de 1895 se aborda esta cuestión a partir de un planteamiento típicamente constructivista: ese objeto consiste en el aparato psíquico. En ese momento, dicho aparato se presenta compuesto por magnitudes de excitación, mismas que actúan sobre terminales neuronales diferenciadas del “sistema”.16Esa categorización se mantendrá hasta el último gran trabajo de presentación teórica del cuerpo doctrinal psicoanalítico titulado Esquema del psicoanálisis. En este último texto, dicho aparato es presentado como un “órgano corporal” que se constituye como “escenario” donde la vida anímica de los seres humanos se extiende en lo temporal y en lo espacial.17 Se trata, en efecto, de una construcción, esto es, un artificio producido a partir de decisiones o criterios previos. Lo que importa destacar es que ese objeto cognitivo puede ser descrito gracias a la recurrencia a un campo metafórico, cuya funcionalidad y riqueza reflexiva, por cierto, era bien conocida por Freud. Vuelve entonces a aparecer esa vieja relación de semejanza entre al aparto psíquico y los dispositivos ópticos ya introducida en el famoso apartado “La regresión” de la Interpretación de los sueños y que da entrada a la presentación sistemática de su primera tópica. En este texto tan crucial para la constitución científica del psicoanálisis, Freud define los marcos del tratamiento teórico apelando a la imagen del aparato como una máquina describible a partir de sus componentes y por la secuencia espacial y temporal de los procesos internos que la constituyen. Escribió Freud al respecto:
Imaginemos entonces el aparato psíquico como un instrumento compuesto cuyos elementos llamaremos instancias o, en beneficio de la claridad, sistemas. Después formulemos la expectativa de que estos sistemas han de poseer quizá una orientación espacial constante, al modo en que los diversos sistemas de lentes de un telescopio se siguen unos a otros. En rigor, no necesitamos suponer un ordenamiento realmente espacial de los sistemas psíquicos. Nos basta con que haya establecida una secuencia fija entre ellos, vale decir, que a raíz de ciertos procesos psíquicos los sistemas sean recorridos por la excitación dentro de una determinada serie temporal […] Toda nuestra actividad psíquica parte de estímulos (internos o externos) y termina en inervaciones.18
Cabe apreciar en este párrafo el valor de las metáforas en el sentido de fecundidad cognitiva y que consiste en relacionar campos semánticos distanciados de manera lógica entre sí, en este caso, el artefacto del telescopio y el propio aparato psíquico. La semántica se entiende en la teoría de sistemas como una estructura condensada o conjunto de estructuras cuya función consiste en realizar la conexión con otras operaciones del sistema.19 Dichos conjuntos son formas articuladas porque definen los marcos de selección aplicable a una variedad de campos de contenido específico; al rearticular estos conjuntos se disponen de nueva cuenta elementos necesarios para la comunicación. Por eso la relación que se establece con esta conexión va más allá de la analogía en su sentido habitual, esto es, como un tipo de semejanza tropológica. Se puede mantener la noción siempre y cuando se la comprenda como una operación en el nivel de la conexión y selección de formas. Así, la operación consiste en establecer una reserva de temas para las comunicaciones ulteriores y en la selección respecto a qué campos pueden conectarse desde ellos.
La metafórica freudiana conecta campos diversos a partir de un nodo de conexión: se trata propiamente de la imagen de un artefacto, de una máquina o dispositivo. De tal suerte que el aparato psíquico se toma como un dispositivo cuya composición visual es susceptible de descripción en términos de su materialidad. Se define -como cualquier otro dispositivo o artefacto- por los componentes internos y sus interrelaciones funcionales. De tal forma que la fecundidad de la que se trata consiste en una modalidad de reproducción recursiva que no se queda en un ejercicio de traducción de un campo al otro, recusando de este modo el efecto de inconmensurabilidad que inhibe toda traslación simple. La analogía en realidad consiste en la introducción de un excedente de información o de variación semántica gracias a la conexión nodal entre campos semánticos diferenciados.20 Planteado de esta manera el problema general, resulta claro que el objeto psicoanalítico no trata del hombre ni del individuo tomado como unidad originaria, sino de aquello que subyace a estas dos figuras tan importantes para Occidente.
Los elementos psíquicos internos al aparato (propiamente estructuras) no pueden ser definibles por sus propiedades o su constitución óntica, más bien articulan conjuntos de funciones complejas que deben ser diferenciadas. Son esas funciones las que, a fin de cuentas, se presentan accesibles para un estudio del aparato como un dispositivo con características espaciales.21 A partir de lo anterior, el carácter científico del psicoanálisis -reivindicado con frecuencia por el propio Freud- se encuentra condicionado a las exigencias de todo campo estructurado de manera metafórica. Se trata, en este sentido, no de un cúmulo de prestaciones epistémicas por las cuales produce conocimientos fundamentados y justificados con lógica, sino por esa competencia gracias a la cual se dota de un objeto-campo y de un conjunto de problemas derivados. Aquí los límites se corresponden con las operaciones que son posibles de llevar a cabo en su interior y que pueden ser modeladas de modo reflexivo con herramientas conceptuales adecuadas a la naturaleza de las cuestiones teóricas planteadas.22
El aparato psíquico como orden sistémico
La apreciación freudiana sobre este punto es de crucial importancia puesto que le permite desplegar una serie de consecuencias en el orden operativo. Así, las instancias psíquicas en la primera tópica -o “las cualidades psíquicas” en el segundo esquema tópico freudiano- y que caracterizan entre otros rasgos a lo anímico mismo, introducen un factor de dinamización del aparato que tiene por función desarrollarlas y oponerlas como ejecuciones y secuencias distinguibles.23 Son esas operaciones las que aseguran la constitución y reproducción de un espacio regulado de contactos múltiples, debido al tipo de interrelaciones que se entablan entre ellos y que no se corresponden con las consabidas relaciones lineales. Es en este espacio interno, asumido como sistema psíquico propiamente dicho, donde los elementos desarrollan series de flujos que los comunican; esto es lo dinámico en sentido amplio. Cuando las cantidades de flujos y series de flujos logran consolidarse aparecen estructuras particulares sin las cuales el aparato no sería viable como ámbito de orden. Esas estructuras consolidadas funcionan como instancias que llevan a cabo operaciones singulares que, de nueva cuenta, al enlazarse de manera continua articulan una red de interrelaciones complejas de gran dinamismo.
Por tanto, hay en la concepción freudiana del aparato psíquico una sucesividad en las ejecuciones, pues no pueden empalmarse o presentarse con simultaneidad. Así que la selección operativa es la que dota al conjunto regulado o autorregulado de la necesaria organización temporal para dar forma al funcionamiento particular o global del aparato. En la perspectiva freudiana, la teoría de las pulsiones, la teoría de la represión o las defensas, o también la etiología sexual de las neurosis, entre otras construcciones conceptuales, son propiamente mecanismos de procesamiento de información. Permiten recabar datos incluso experimentales en el proceso terapéutico y, en un segundo momento, sacar inferencias o elucidaciones teóricas respecto a las operaciones realizadas y a los contactos comunicativos entre las instancias psíquicas. Funcionan como modelos con diferentes niveles de abstracción y cuya validez general es también de orden funcional y práctico.24 Si bien el proceso se aplica sobre el análisis psicoanalítico, instruye de modo expreso sobre las inferencias y las elucidaciones que es dable sostener sobre aquellos “procesos concomitantes presuntamente somáticos” que vienen a ser lo “psíquico genuino”. En esto consiste el segundo supuesto fundamental del psicoanálisis, según el Esquema, mientras que el primero estudia al aparato en sentido tópico, si se entiende por tal al ejercicio de una descripción sistemática de sus componentes internos.25
Siguiendo la tesis anterior, el aparato psíquico tal y como fue formulado por Freud desde 1900 hasta sus últimos trabajos puede ser observado como un sistema operativo complejo debido a los flujos dinámicos involucrados entre sus instancias, así como por los procesos económicos de producción, gasto y consumo energético de los mismos. En esa visión sistémica las instancias o componentes que lo constituyen entablan interrelaciones que puede ser precisadas como formas de comunicación intersistémicas, cruciales para la producción y reproducción de estructuras. Por tanto, el aparato -objeto psicoanalítico por antonomasia- es un sistema diferenciado en lo funcional cuya operación básica es la comunicación, si se entienden los procesos internos como flujos de información compartidos por los componentes del sistema. Ya desde su estudio sobre los fenómenos oníricos las precisiones que introdujo Freud sobre las instancias psíquicas -inconsciente, preconsciente y consciente- validan la aserción anterior. Así, la manera en que delimita el aparato psíquico en su conjunto frente a un mundo exterior como fuente de excitaciones, vuelve plausible recuperar la distinción entre sistema y entorno como su propia distinción basal.
A pesar de ser definidos tanto el inconsciente como el consciente como sistemas diferenciados, el tipo de operaciones que llevan a cabo y las funciones que cumplen sostienen su equiparación como subsistemas dentro de un sistema global. Más adelante y ya en el marco de la segunda tópica, las denominadas cualidades (antes instancias subsistémicas) en conjunción con las nuevas estructuras (ello, superyó y yo) exhiben todos aquellos rasgos que la teoría de sistemas ha identificado como capacidades morfogenéticas y morfoestáticas. Las primeras tienen que ver con las operaciones dirigidas a determinar las variaciones estructurales, lo que en teoría freudiana viene a cumplir el principio dinámico, mientras la segunda sintetiza todas aquellas dirigidas a garantizar la preservación de estructuras y por tanto son análogas a la perspectiva económica. Entonces, el tratamiento teórico freudiano conduce a delimitar con precisión instancias subsistémicas funcionalmente especializadas, aunque esto ya estaba implícito en la primera tópica.26
Incluso se presenta una situación donde la complejidad de las interacciones y las diferenciaciones hace emerger nuevos principios y funciones globales, por lo que el aparato psíquico se puede describir como un logro evolutivo. Se trata de un orden emergente que dota al sistema anímico de todos los caracteres que presentan los sistemas disipativos alejados del equilibrio, y se agrega la cualidad de una reproducción autopoiética y capacidad de autoorganización.27 En las descripciones o intuiciones freudianas, ya sean tópicas, dinámicas o económicas, el aparato mismo se concibe como un orden alejado del equilibrio que, por eso mismo, da pie a la introducción del consabido conflicto entre repression y principio de placer. La asimetrización alcanzada de modo evolutivo es la condición para la aparición de sectores diferenciados del ello y de la funcionalidad que llegan a adquirir las cualidades psíquicas: consciente, inconsciente y preconsciente en la segunda tópica.
Se trata, en suma, de un sistema que está en capacidad de conjugar un orden como complejidad organizada, autorregulado y que se retroalimenta gracias a las posibilidades de diferenciarse respecto a un entorno o mundo exterior. El nivel de asimetrización que logra alcanzar, tanto en términos espaciales (tópicos) como temporales (enfoque dinámico y económico), tiene por efecto la consabida situación de emergencia, por lo que el aparato psíquico transita hacia la autoorganización en el nivel global del sistema, por una parte, y hacia el no equilibrio como factor dinámico, por otra. Se trata, en suma, de un sistema que está en capacidad de conjugar un orden como complejidad organizada, autorregulado y que se retroalimenta al diferenciarse del entorno o del mundo exterior, todo bajo una prescripción que debe respetar: la necesidad de mantener dicha distinción y reintroducirla constantemente en todas las operaciones que lleva a cabo.28
Lo anímico y la escritura: la comunicación de la comunicación
Hasta aquí dejo el análisis respecto al campo objetual del psicoanálisis pues ahora interesa abordar el papel que juega la escritura en el sistema anímico enfocado como conjunto operativo. Por supuesto, el concepto escritura está entendido en su acepción más amplia, es decir, como inscripción, huella o impresión y siempre en relación directa con la noción de operación. Regreso, por tanto, al texto de la Interpretación y a las representaciones gráficas que Freud elaboró con el fin de espacializar -que no es otra cosa que darle visibilidad- al objeto psicoanalítico. Resalta el hecho de que estas representaciones gráficas expresan la dirección que sigue el proceso de la vida anímica, esa “secuencia fija” que va de los “estímulos y termina en inervaciones”, como se afirma en la extensa cita introducida antes.29 La secuencia o el proceso psíquico van, entonces, de un extremo del sistema que es el encargado de recibir las percepciones, mientras el otro extremo se constituye como “las esclusas de la motilidad”.30 Estos extremos se encuentran graficados en las tres ilustraciones mencionadas como P y M. Justo en los sistemas triviales los lugares que ocupan el input y el output se encuentran definidos de antemano y dan por ello orientación a los enlaces que van de un punto al otro. De tal manera que los flujos de información-comunicación exhiben una secuencia fija, en opinión de Freud.
En las gráficas de La interpretación de los sueños, los sistemas Icc y Pcc siguen esa línea secuencial (se trata de la secuencia de los reflejos) y muestran cómo las excitaciones pasan al primero y se configuran como huellas mnémicas, mientras que el preconsciente indica qué procesos psíquicos puede alcanzar el nivel consciente. Es necesario subrayar que algunas de las excitaciones se imprimen como huellas mnémicas, por lo que la función a la que dan lugar se puede denominar como memoria.31 En la especificación introducida por Freud con posterioridad, el yo puede ser entendido como una instancia intrasistémica que da lugar a la conciencia como cualidad específica (las otras cualidades son el inconsciente y el preconsciente). Su papel consiste en modelar las relaciones del sistema psíquico con el mundo exterior, capacidad que permite filtrar las excitaciones externas dado que su poder indiscriminado vulneraría la integridad de todas las demás funciones anímicas. Se trata de una “vesícula viva” que dota al aparato de una “protección antiestímulo” y que, además de ser necesaria para la reproducción del sistema en su conjunto, puede ser descrita de manera física.32 De regreso a la descripción que ofrece Freud en La interpretación de los sueños, resalta el hecho de que las huellas mnémicas no puedan ser objeto de inscripción en el extremo sensorial, pero sí en el sistema Icc. Es decir, las percepciones que afectan al sistema P se conservan como un evento duradero por el acto de inscripción o impresión. De ahí que tres cuestiones sean importantes: primero, lo que se conserva es la huella como impresión; segundo, lo que se conserva de la impresión es la forma, no el contenido; tercero, la función memoria es permitida por el desplazamiento de la huella hacia los sistemas contiguos al sistema P. Este sistema, ligado a la filtración de excitaciones, no puede contener la función memoria; tras él hay un segundo sistema que traspone la excitación propiamente dicha a huellas permanentes. El proceso de traslado se realiza por asociación -por reflejo en el vocabulario freudiano- y su base es la presencia de elementos mnémicos Mn graficados en la segunda figura presentada por Freud.33 Esta formulación dará pie a concluir que la inscripción o fijación de huellas mnémicas realizada en la primera infancia no pueden devenir conscientes, pero sí aquellas trasladadas hacia el sistema Pcc. Esta perspectiva sistémica será la base para los tratamientos metapsicológicos del aparato psíquico, tanto en términos de proceso dinámico como de economía energética. Posterior a la formulación de este esquema Freud introducirá aquella famosa precisión de que la conciencia surge en reemplazo de las huellas mnémicas. Tesis que termina oponiendo el devenir consciente a la cualidad de las huellas como base para la función de la memoria, dado que el primer factor supone traslado de elementos psíquicos hacia el sistema Pcc. Si bien la memoria se coloca como proceso inconsciente, se trata de una función que puede encontrar oportunidades para manifestarse en los sistemas contiguos, aunque lo logra sólo por medio del retorno de lo reprimido. Se limita, por tanto, al fenómeno del retorno y al nivel del síntoma como manifestación desplazada. Entonces, la impresión de la huella tiene facultades estructurantes en el proceso de traslado por el cual los elementos Mn se conducen hacia el sistema Icc, mientras que algunos otros pueden acceder a Pcc. Se trata de una impronta-huella que primero logra estructurar elementos -en sentido freudiano se trata de figuraciones- que se dan sobre una suerte de fondo mnémico y que conducen, en un segundo momento, a la constitución de representaciones. Este último aspecto es propiamente un proceso de transcripción gestado desde la posibilidad de estructuración previa.
De las formas desplegadas de modo temporal, y condensadas como acotaciones selectivas (estructuras), se pasa al proceso enten- dido como continuidad semántica (conexión de operaciones).34 La fijación es un proceso de transcripción ligado al papel que cumplen las representaciones en la imagen tópica de lo anímico. Las denominadas investiduras de objeto fueron consideradas por Freud como aquellas relacionadas con las huellas mnémicas más antiguas o con las más distanciadas del sistema Pcc. La diferencia entre representaciones-cosa y representaciones-palabra estriba en que, si bien ambas son investiduras producto de transcripción y fijación, las primeras pertenecen al inconsciente y las segundas han entrado por asociación a la posibilidad del devenir consciente que brinda Pcc. Aun así, las representaciones-cosa son investiduras de huellas mnémicas más distanciadas y no la “imagen mnémica directa de la cosa”. Mientras que el sistema Pcc “nace cuando la representación-cosa es sobreinvestida por el enlace con las representaciones-palabra que le corresponden”. La represión, en consecuencia, actúa impidiendo esta sobreinvestidura, esto es, la “traducción en palabras” que es, por último, el enlace entre ambas representaciones.35
Si se deja de lado el problema de si las representaciones-palabra provienen de las percepciones y qué contenido psíquico las caracteriza, la cuestión es que ambos niveles pueden ser entendidos como formas de estructuración que permiten enlazar operaciones subsecuentes necesarias para la reproducción del sistema. Toda la problemática de las huellas mnémicas, de su transcripción posterior y de la fijación que posibilitan en su traslado hacia las instancias posteriores al sistema P, enmarcan las funciones que cumplen la escritura en el conjunto del aparato psíquico. La escritura es “el producto autopoiético de comunicaciones previas como una condición de comunicaciones ulteriores”.36 Sólo entonces se puede entender que la recursividad involucrada tenga una importancia central para la esfera más amplia de lo anímico dado que introduce, tal y como se había señalado antes, los dos rasgos imprescindibles para la reproducción autopoiética: la producción y enlace de operaciones, por un lado, y la posibilidad de mantener o cambiar estructuras, por otro.
Por tanto, el aparato psíquico es un mecanismo productor de escrituras enlazadas de modo recursivo. Esto se debe a que la continuación de la comunicación -entiéndase esto como capacidad de reproducción del sistema- se encuentra obligada a seleccionar operaciones y conectarlas con otras, todo con el fin de asegurar el mantenimiento de la red recursiva global. El tema de la memoria y sus operaciones diferenciadas, el olvido como acto de represión inconsciente y el recuerdo como retorno de lo reprimido en el frágil devenir consciente, lo atestiguan. La función memoria, en la perspectiva freudiana, está ligada a ese ejercicio constante de inscripción que encuentra en la red escriturística su materialización. Como vehículo central para el acceso a un conocimiento previo, a las informaciones generadas y a su actualización en los momentos adecuados, la escritura expande en el espacio y en el tiempo los efectos de diferenciación en las propias posibilidades de comunicación que genera.
Esta temática sufrirá un cambio notable en ese pequeño texto freudiano dedicado a otra gran metáfora escriturística: la pizarra mágica. Dos cosas le dan significación al cambio de orientación. Primero, la red recursiva alcanza ahora materialización, pues las inscripciones se realizan sobre una superficie específica: “una porción materializada del aparato mnémico”. Esta “superficie perceptiva” debe estar siempre dispuesta para realizar nuevas impresiones. Segundo, la capacidad de la superficie para que las huellas sean duraderas. Dicha capacidad está en relación con la preservación de las impresiones en un más allá de la superficie donde se realizó la impresión original.37 Se trata de otro campo metafórico (la pizarra como espacio semántico) formulado para sostener a la otra gran metafórica de base: el aparato psíquico como mecanismo escriturístico.