1.El “tranquilo paisaje del saber histórico”
No está claro hasta qué punto los historiadores han tomado en consideración y efectivamente reflexionado alrededor de Mal de archivo de Derrida. El texto, publicado en 1995,1 vio la luz en pleno tournant mémorial que en las últimas tres décadas ha caracterizado la historiografía, en particular la francesa. Por un lado, hacía poco que Pierre Nora había sacado de la imprenta el último volumen de los Lieux de mémoire,2 y con ello consagrado a la memoria como objeto de historia y recapitulado -desde un ámbito estrictamente historiográfico- no sólo una serie de prácticas de “hacer historia”, sino también un vasto debate epistemológico y metodológico que había conquistado el campo de las ciencias humanas. En este debate siempre había sido central el papel de la memoria (junto al valor del testimonio, el papel de la víctima en la sociedad y en la escritura histórica, así como los usos políticos de la memoria y la obsesión archivística).3 Por otro lado, pocos años después -como si fuera el ocaso de una época- encontramos quizá el intento más importante (además del más conocido) de pensar filosóficamente (entre fenomenología y hermenéutica) la memoria, el recuerdo y la temporalidad en la obra de Paul Ricœur. Como un atento observador de su propia época,4 en La memoria, la historia, el olvido,5 Ricœur se interroga acerca del significado de una sociedad que ha tenido necesidad de apropiarse de la categoría de la memoria para pensar su propia experiencia del tiempo.
Y es así como dentro de este amplio y articulado debate, Derrida, a quien de diferentes formas se le aludió, nunca fue citado con relación a Mal de archivo, como si el contenido y las problemáticas del texto no se relacionaran ni con el trabajo de los historiadores en general, ni con la discusión que en aquel momento muchos de ellos mantenían sobre temas del archivo, de la memoria y del recuerdo. Mal de archivo, tan denso, tan peculiar en el modo de pensar la relación entre memoria y olvido, tan radical en su encuentro con Freud (y en el caso particular con la obra más emblemática del padre del psicoanálisis en torno de la escritura de la historia, Moisés y la religión monoteísta), tan puntual al problematizar la operación estructural respecto a la archivística, permaneció al margen de la reflexión historiográfica. Por poner un ejemplo, el propio Ricœur, cuya obra de los últimos años se articula entre epistemología e historiografía, hace varias referencias a Derrida, pero nunca a este texto en específico.6 Sucede lo mismo con la revista History and Theory, en la cual, aun habiendo dedicado un amplio espacio a Derrida dentro de una vasta discusión y análisis sobre la temporalidad y la historia,7 la peculiaridad de Mal de archivo respecto a la operación historiográfica no tuvo ningún eco.
Es necesario reconocer que es difícil establecer el tema de este texto. Más que estar articulado alrededor del archivo, lo está en torno de la imposibilidad de distinguir cualquier impresión de archivo de su “mal”, imposibilidad que, a su vez, se explica recurriendo a la ciencia archivística por excelencia, es decir, el psicoanálisis.
No obstante tal dificultad, es inverosímil que los historiadores no se hayan sentido cautivados por el texto: como lugar, como práctica, como ley y como poder (hermenéutico sobre el pasado), el archivo constituye una especie de lugar de confluencia de todo el espectro de prácticas que determinan el trabajo de un historiador. Es suficiente con nada más detenerse en las observaciones de las primeras páginas del texto, cuando el autor considera la etimología de la palabra. Ésta hace referencia al arché, que transmite la idea de origen, pero también de mandato, e introduce “con ambigüedad”8 toda una serie de oposiciones (a partir de aquella entre “inicio” y “mandato”,9 entre un “inicio” según la historia o la naturaleza) que recorren aquellas oposiciones clásicas de la filosofía, al menos a partir del pensamiento sofista. Al detenerse en el doble significado de origen y poder (poder sobre el pasado, de consignarlo e interpretarlo) Derrida traza la cuestión herme- néutica y política del objeto “archivo” cuyo uso, gestión y clausura definen los límites de inteligibilidad presente e intuyen la línea fronteriza del pasado. Se trata de operaciones que reclaman a los historiadores no sólo porque por tradición llevan al archivo su propio trabajo,10 al interpretar y validar el poder hermenéutico sobre un pasado del que se sienten autorizados, sino también porque la propia historiografía es una operación archivística que se integra a plenitud (y como veremos, también por necesidad) en el archivo que pretende “estudiar” y que en cambio continua creciendo. Entre los objetivos que Derrida se propone, encontramos el propósito explícito de repensar tal cuestión (que podría sintetizarse en la pregunta relativa al lugar y a la ley según la cual se instituye el “arcóntico”),11 a la luz de la impresión freudiana basada “sobre el concepto de archivo y de archivar, es decir, a la inversa y por el contrario, sobre la historiografía”.12
Si el autor prefiere el término “impresión” sobre el de “concepto” es porque el archivo se estructura como una serie de oposiciones que impiden una síntesis conceptual: la ambigüedad de la función arcóntica que por lo común encarna la imposibilidad de establecer la frontera, conscientes de que el lugar del archivo determina aquello que hay en su interior (el archivar produce al mismo tiempo en el que registra el acontecimiento), así como la estratificación temporal (entre institución del pasado y predisposición del futuro) del gesto que lo funda y lo utiliza. De esta manera, es imposible una síntesis por la propia función del archivo: cualquier discurso que lo concierne, cualquier referencia no hace más que inscribirse, y en esencia lo vuelve expuesto al porvenir, un futuro mesiánicamente convocado por el material archivado.
Sin embargo, la dualidad más importante sobre la cual se detiene Derrida (y que al igual que las otras integra todos los conceptos inaugurales del psicoanálisis, la cual, con base en esta lectura, se vuelve una verdadera ciencia del archivo), es la articulación inextricable entre el archivo y su “mal”, un modo de la “pulsión de muerte”, anárquico y “archiviolítico” que no deja huellas, no se deja archivar y que sin embargo permanece consustancial a la estructura del propio archivo.13 De hecho, este ultimo no se estructura en virtud de la “memoria viva”, sino en “lugar de una défaillance originaria de dicha memoria”.14 La acumulación de documentos, a pesar de su ulterior abundancia, no responde a un ejercicio o a una voluntad de memoria, sino al contrario, a una hipomnesia, a una pulsión (que no es un principio, por ser el contrario de cualquier “principialidad”)15 de destrucción que es el mal de archivo, indisociable de cualquier gesto que conserva. No se trata de una memoria débil o precaria, incierta e imprecisa: el mal de archivo confiere a la conciencia (y convoca a la práctica) de una finitud radical al punto de que la obsesión archivística (que el deber de memoria sostiene) puede definirse como una verdadera patología: por una parte la utopía -precisamente patológica- de que se pueda retener, conservar, recordar sin destruir; por otro lado, que exista el deseo del archivo sin su mal, o que este último consista en simples “límites factuales”, en el mecanismo ordinario del olvido. Al contrario, observa Derrida, “No existe, entre otros, un mal de archivo o una dolencia de la memoria: al involucrar el infinito, el mal de archivo toca el mal radical”.16
¿Cómo se introduce este mal radical en el trabajo del historiador? De este mal, ¿qué permanece en la práctica historiográfica que de por sí ya es una operación archivística (sobre todo porque es un discurso patológico de la muerte),17 que construye un archivo y que por eso ella misma ya está “en” el mal de archivo?
La reflexión de Derrida invita a reflexionar sobre las preguntas anteriores, y que en todo caso explicita él mismo. Tales cuestiones implican a los historiadores, sobre todo en el marco de una experiencia del tiempo presentista,18 caracterizada por el intento de impedir que el pasado desaparezca de la escena del presente. Por lo tanto, es un tiempo que por una parte superpone las nociones de conservación, presente, memoria y archivo, pero que por otra parte se nutre de la utopía de poder cumplir el gesto del archivo sin perder nada, y que además este gesto sea compatible con el “persistir” de la presencia.
Los historiadores son los primeros en ser interrogados por tales problemáticas, al menos a partir del hecho de que el gesto esencial de su oficio, la escritura, es también el primer gesto del archivo, su posibilidad.
Al archivo no sólo se le señala como una impresión por la dificultad de conceptualizarlo (a causa de la intrínseca ambigüedad de la cual hemos hablado antes), sino también porque es impensable sin las operaciones ligadas a la “impresión”, la idea de un signo que se imprime en un soporte y que alienta un funcionamiento de nuestra relación con la temporalidad, que no se reduce a la memoria, sino que articula la posibilidad de una “acumulación objetivada”.19 De este modo, el término “impresión” tiene la ventaja no nada más de sustituir una imposible conceptualización, sino también de dirigir dos operaciones de la ciencia archivística del psicoanálisis, dos mecanismo claves del almacenaje, de la preservación y por lo tanto del archivo: la supresión y la represión.
Al detenerse en la articulación de estos elementos, Derrida se pregunta sobre las consecuencias para la historiografía en el momento en el que se considera la vertiginosa referencia entre impresión, almacenaje, represión (Unterdrückung) y supresión (Verdrängung) que se unen en la palabra archivo con relación a su primer y fundamental gesto, aquel de la escritura20 y que también es el gesto esencial del historiador. Antes de cualquier operación,
¿no debe el historiador olvidar (¿reprimir, remover?) el origen de su escritura impostora para archivarla como disciplina y como discurso verdadero? Pero este “mal” está en la obra y también relativamente en el objeto de su trabajo: lo que constituye el pasado está alterado desde el momento que es archivado, y el deseo imposible del origen que anima al historiador -que se limita a trazar de vez en cuando el límite del presente- ya es de hecho su propio mal de archivo el que vuelve cualquier huella, cualquier escritura jamás “leída”, pero siempre “por leerse”, que pospone al infinito para el futuro, para el por-venir, las características intrínsecas del archivo de estar incompleto y ser dual. Los conceptos de supresión y represión en Freud se refieren a los mecanismos de defensa del Yo, el primero inconsciente y el segundo consciente, reprimiendo una pulsión, un afecto, un hecho sin llevarlo en el inconsciente. Solamente esta distinción aplicada al archivo es suficiente para desarticular el “tranquilo paisaje del saber histórico”.21
Con estas observaciones, Derrida puntualiza un problema que al mismo tiempo es epistemológico y ontológico: cómo modelar la verdad de la historia, así como de la disciplina histórica y de la práctica historiográfica.22 ¿Qué verdad alberga la escritura de la historia que no sólo se archiva a sí misma a partir de un mal de archivo, sino que se introduce en un archivo en el cual ya ha evadido su mal?
2.Las nuevas historias
Es probable que a partir de este conocimiento, en el momento en que la operación historiográfica se apropie y tome conciencia de estos elementos, no nos encontraremos frente a una escritura de la historia, sino a una “Nueva historia”, como se titula un texto del escritor alemán Alexander Kluge, y cuyo subtítulo es “Desorientado en el tiempo”.23
Si bien el texto de Kluge es bastante anterior a la publicación de Derrida, ya que apareció en 1977, éste nos permite, con base en las siguientes interrogantes, articular operatoriamente el problema destacado por el filósofo francés. En primer lugar, qué archivo construimos a partir de un mal de archivo; en segundo, qué significa -desde un punto de vista historiográfico- introducirse en un archivo de la supresión y la represión; por último, cómo se archiva la escritura (primer gesto archivístico que señala el límite del presente, su primera “impresión” en todos los sentidos que antes hemos intentado explicar) que tiende a considerar estos mecanismos sin llenarlos de significado, de contenido, sin explicarlos, y los hace emerger como tal.
En el transcurso de gran parte de su producción, Kluge, quien no es un historiador, en efecto, se ha enfrentado con la supresión y la represión de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial desde la conciencia nacional alemana. Sin embargo, más allá del objeto específico de su escritura, su modo de proceder nos ayuda a comprender el problema que Derrida presenta y del que los historiadores parecen hacerse cargo sólo de modo tangencial.
No obstante, un paréntesis se impone
A pesar de una larga carrera de escritor y de varias publicaciones, Kluge sobre todo es conocido por su producción cinematográfica, un trabajo recibido de manera positiva, en particular en sus inicios, por la crítica internacional que le entregó premios y reconocimientos (en 1968 obtuvo el León de Oro en la Muestra de Cine de Venecia).
Sin embargo, el Kluge escritor ha sido menos reconocido, sobre todo fuera de Alemania, aunque la escritura lo ha acompañado durante toda su vida de intelectual desde la publicación de su primer libro, Biografía,24hasta la recopilación de miles de páginas de casi todos sus escritos, que salió de la imprenta en el 2000 y se titula Crónica de los sentimientos.25
Todos los textos de Kluge están marcados por la cuestión de la Historia a partir del “nacimiento histórico” del autor, es decir, el bombardeo de la ciudad de Halberstadt el 8 de abril de 1945. Kluge habla al respecto en uno de los cuadernos de las Nuevas historias,26 y nos entrega un texto entre el collage de anécdotas y recuentos, la manipulación de documentos históricos y la historización de la ficción,27 cuya frontera es difícil de establecer. Las Nuevas historias, en dieciocho cuadernos, funcionan como una prueba decisiva de la relación entre Kluge y la Historia, una relación que se construye sobre el archivo de un reprimido, casi de una forclusión que también había impedido la percepción del mínimo cambio de la realidad, percepción mínima necesaria para elaborar la experiencia (en la dirección de la experiencia histórica). Por poner un ejemplo extraído del Cuaderno 2, nos encontramos “Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945”, en esta ciudad alemana sometida a la campaña aérea de bombardeos por parte de la Royal Air Force (RAF). Una sala de cine, entre los tantos edificios, es destruida y, en las primeras líneas, ya es posible comprender una especie de lapsus en la elaboración de la experiencia que estaba sucediendo: la propietaria del lugar, la señora Schrader, vigilaba que nadie permaneciera en la sala después de la alarma general: “La devastación del lado derecho del teatro no tenía un nexo lógico o dramático con la película que se estaba proyectando. ¿Dónde estaba el operador?”28
Kluge plantea el problema de la historia como un problema de tradición (como observa también en las líneas de incipit de las Biografie,29 vidas que ya constituyen un archivo escrito, impreso, desde el suprimido o, más a menudo, desde el reprimido -ambos mecanismos que organizan su escritura capaz de inscribir el presente en los dos procesos de archivar-) y, en la economía de nuestro discurso, de una tradición que no ha sabido archivarse o, no obstante el juego de palabras, que no ha sabido archivar su mal de archivo. En otros términos, Kluge plantea una tradición que no ha sido capaz de “iniciar” el archivo, sólo repitiendo, mediante la represión y la supresión, la impresión del archivo. Las historias del pasado continúan proponiéndose en el presente, en una especie de abreviación temporal (como puede serlo “el impacto de una bomba explosiva”) que deja tras de sí el vacío, es decir, aquello que la historia no cuenta pero vuelve a proponer al máximo y que sin embargo es el principio formal, la posibilidad de significación: “Nosotros los hombres estamos determinados por el hecho de que forma y contenido están en guerra el uno contra el otro. Cuando el contenido es una instantánea (de 160 años o de un segundo) y la forma es todo lo demás, el vacío, es lo que la historia todavía no está contando”.30
No se trata de analizar el drama de la conciencia nacional ale- mana. Sin embargo, es un hecho que tal drama ha modificado en gran escala la experiencia del tiempo, como ha intentado mostrar Gumbrecht en un texto titulado justamente After 1945,31 en el cual hace evidente la latencia como origen de nuestro presente, una latencia que hunde sus raíces en la Segunda Guerra Mundial y que de hecho no se ha transformado en experiencia. De igual manera, en cierto sentido se trata de los mismos términos que pueden explicar la obsesión archivística, el deber de la memoria, el deseo de conservación: la imposibilidad, en otros términos, de supervisar el mal de archivo que de manera inevitable se evade y se insinúa en cualquier gesto al archivar, imposibilidad que transforma el hecho de archivar, precisamente, en una obsesión archivística y memorialística. Éste es el problema central que Derrida analiza y plantea, en tendencia opuesta a la reflexión filosófica e historiográfica de los años en los que se publicó el texto.
El escrito de Kluge, aunque anterior a la formulación filosófica de tales problemáticas, muestra con exactitud cómo la obsesión archivística que ha caracterizado las últimas décadas de nuestra época (también historiográfica) no es más que el revestimiento más evidente y público del mal de archivo. Su escritura no cuenta una historia ni, para decirlo con propiedad, la escribe sino que la de-escribe, señalando, con sus fragmentos esparcidos, justo el mal de archivo.32 Al lograr mantener en el presente una dialéctica y rapsódica presencia del pasado de una forma que no es de inmediato reconocible, Kluge construye no una simple historiografía retrospectiva o narración novelesca experimental, sino un verdadero aparato de reflexión sobre las modalidades de nuestra comprensión del mundo.
Las historias de Kluge alcanzan con perfección a reconfigurar una experiencia temporal que ha incorporado la amnesia mediante una escritura organizada por la técnica del montaje practicado sobre todo por el lector, motivado por volver a encontrar un orden entre las historias y las situaciones que se suceden sin que de manera explícita haya un hilo conductor lógico o cronológico.
Después de todo, el autor parece descomponer más que componer y, según la expresión de Hans Magnus Enzensberger, los textos de Kluge (en particular Nuevas historias), se asemejan a un “campo de ruinas”,33 sin tomar en cuenta que la propia escritura provoca este efecto de extrañeza. Kluge manipula el documento y lleva al límite la ficción, al grado de que el lector no alcanza a distinguir de qué se está hablando: el pacto que por tradición une a un lector a su libro no logra establecerse y el suspenso acompaña la lectura durante todo el texto. Fragmentos de conversaciones institucionales, citas, extractos de periódicos, presuntos documentos,34la escritura de Kluge es una “ficción en el estilo documental”.35
Más que una escritura -un gesto archivístico (y así llegamos al punto de la cuestión)- Kluge presenta un mal de archivo sin remedio, la posible “impresión” del archivo que no da lugar a una escritura histórica, ni a un relato, sino a una de-escritura, a la imposibilidad de cumplir el gesto primario y fundamental del archivo.
Por ejemplo, en el cuaderno del bombardeo de Halberstadt encontramos toda una serie de apologías o historias desordenadas en sentido cronológico, inmediatas al suceso o años después. Nunca se hace mención de la difícil relación entre la memoria alemana y el acontecimiento traumático de la destrucción, y sin embargo la represión de este hecho aparece en la árida documentación que permea este relato. Como si se estuviera contando un suceso de un tiempo muy lejano cuyas evidencias se analizan con microscopio, dispuestos en una mesa de trabajo con el orden de cómo fueron encontrados. Fotografías de pilotos de la Royal Air Force, carteles de cine, mapas de la ciudad, órdenes de los bomberos, transcripciones de comunicación de los servicios de asistencia, descripciones de las rutas de emergencia por la ciudad: el material -que fluctúa entre la evidencia histórica y la ficción sin necesidad de discernir, ya que el objetivo no es relatar o reconstruir una historia es incapaz de ser archivado, impreso o consignado.
A fin de cuentas, toda la sociedad alemana se describe (de-escribe) de este modo. Las Biografie que encarnan, como hemos ya escrito, la pérdida de la tradición, parecen partículas sobre un portaobjetos que se presentan al lector, quien pasa de la búsqueda de los cráneos de los comisarios judíos en el frente oriental, al debate sobre la justicia en la República Federal de Alemania; de las fiestas de la posguerra en las cuales, de manera implícita, estaba prohibido tocar canciones nazistas, a la incansable irreprochabilidad del juez Korti, en servicio de la nueva República Federal permeada -como escribía Habermas- por el llamado “patriotismo de la constitución”. Todo lo que estas historias tienen en común es haber emergido alrededor de un suceso reprimido que Kluge se esfuerza en no archivar. De esta forma, el escritor vuelve omnipresente el “vacío” que la historia no cuenta a pesar de que, como hemos dicho, es su principio formal; en cambio, el autor deja el acontecimiento, literalmente, “sin historia”.
3. El futuro del archivo
Mediante Mal de archivo Derrida intentó hacer presente para los historiadores el hecho de que la obsesión archivística que ha justificado el deber de memoria, ha funcionado como una reinversión capitalista del mal de archivo: la destrucción radical ha sido dotada de otra lógica, en el inagotable recurso economicista de un archivo que capitaliza todo, incluido aquello que lo arruina o niega su poder.36 En su primera “impresión” -en el archivo de nuestro pasado inmediato en forma de represión o supresión- el mal de archivo ha podido ser reinvestido en una teodicea.37
Estas consideraciones son en extremo útiles para reflexionar acerca del presente y aquello que, en un texto que ya es un clásico,38 François Hartog ha definido como “presentismo”. Como ya habíamos escrito, con esta expresión se refiere a nuestro peculiar régimen de historicidad constituido por una especie de espacio temporal autorreferencial casi eterno, debido a que se entreteje en exclusiva en la dimensión del presente porque se autopercibe de una manera nostálgica: no es necesario olvidar nada. Este imperativo de memoria que intenta volver presentes todos los objetos, las personas, los hechos que una vez fueron sometidos a la archivación de la escritura de la historia, puede definirse como la utopía de un archivo sin mal de archivo, de un presente sin heridas, de una identidad sin malestar, sin el fantasma de la alteridad, la utopía de que no hay nada suprimido o reprimido. Nada se excluye en el presentismo y, fiándonos en De Certeau (y en Freud), para quienes la verdad de la historia es “lo excluido que produce la ficción que lo narra”,39 nos encontramos ante un escenario de escritura de la historia que está obligada a interrogarse sobre sus recursos, sobre el culto del documento, del recuerdo, del testimonio. No nada más se trata de saber convivir, como escribía el gran historiador de la Shoah Saul Friedlander, con un senti- miento de “confusión” que sólo hasta finales de siglo habría sido un inusitado compañero de viaje para el trabajo del historiador;40 mucho menos se trata de un simple “gusto de lo incompleto”, como expresaba Arlette Farge, que debería enseñar la práctica del archivo.
Sobre todo, se trata de una “nueva historia” capaz de asumir el mal de archivo, que ejecuta el primer gesto del archivo de nuestro presente -al contrario del deber de memoria inscrito en el presentismo, que es un gesto de represión hipotecador de nuestro futuro (“porvenir del espectro o del espectro del porvenir, porvenir como un espectro”, escribe Derrida).41 Es una nueva historia cuya escritura en vez de exorcizar el mal de archivo, lo sabe incluir, y así realiza no solamente la mesianidad del archivo, sino, retomando el concepto de Agamben, su exigencia. Esta última, siguiendo algunas observaciones del filósofo italiano, tiene poco que ver con el recordar, con el traer a la memoria, y más bien se refiere a lo que debe permanecer “inolvidable aun si nadie la recuerda”,42 la capacidad de permanecer fieles a lo que sin remedio está perdido en cuanto tal, entendiendo por “fidelidad” una especie de responsabilidad histórica -la única posible para Agamben- que hace posible aquello que debe permanecer inolvidable, justo en cuanto a que está perdido. Por lo tanto, el mal de archivo es la propia exigencia del archivo que la utopía de la memoria con ingenuidad creyó haber exorcizado.
Tal como escribía en un principio, no está claro qué tanto los historiadores hemos tenido en cuenta Mal de archivo. Es un hecho que dicho texto indica, con una precisión que no tiene mucha comparación, el núcleo del problema de la historiografía desde finales del siglo XX al afrontar con un nuevo régimen de historicidad más allá de los efectos del linguistic turn y del debate sobre la epistemología: la imposibilidad de convivir con el mal de archivo y por lo tanto de realizar el gesto historiográfico que, antes que nada, es el primer signo sobre la hoja que el historiador traza y con el cual inscribe en un archivo. Las “nuevas historias” de Kluge encarnan el mal de archivo y, simulándolo, ya constituyen el primer intento de archivarlo y dar lugar a la exigencia del archivo y, por lo tanto, de la historia.