Introducción
El 13 de agosto de 1521 fue el día en el que, destruida su capital y capturado Cuauhtémoc, su último tlatoani, el llamado “Imperio azteca” se “eclipsaba” en definitiva. Esta fecha y acontecimiento han representado desde siempre un hito fundamental en la construcción de una historia nacional mexicana, y siguen formando parte, para la historiografía actual, de varias de las más difundidas interpretaciones acerca del porqué y el cómo de la Conquista.
Gran parte de esas explicaciones toman como punto de partida las debilidades intrínsecas atribuidas al “Imperio azteca Éste es descrito a la fecha como un sistema de dominación donde una coalición de poderosos “señoríos” pujantes en lo militar, con Tenochtitlan a la cabeza, compelía a un gran número de otros señoríos, más pequeños y débiles, dispersos por toda la “Mesoamérica”, a la entrega de distintos tipos y cantidades de tributos. Sin embargo, ese “imperio tributario” es visto, a la vez, como una estructura laxa, carente de mecanismos de control vertical sobre sus señoríos sujetos, los cuales, lejos de ser progresivamente absorbidos por la sociedad mexica, cabeza del “imperio”, habrían conservado lo esencial de sus estructuras sociales y con ello una gran autonomía cultural.1
La idea consistiría en que, al asolar Tenochtitlan y provocar el colapso repentino del poderío militar tenochca, las huestes de Cortés con sus aliados de circunstancia habrían anulado de súbito el principal mecanismo aglutinante de ese laxo “imperio” multicultural, y con ello provocado su desplome inmediato, cual castillo de naipes. En ese tenor, el hecho de que, tras la “caída” de Tenochtitlan, los españoles no encontraran ya resistencia guerrera significativa en amplias regiones de Mesoamérica, es interpretado como que, sin más, esas poblaciones se habrían dado por sometidas de facto al dominio español.2 En esa espiral de sujeción “espontánea” y masiva, los españoles pronto habrían llenado, sin más transición aparente, los “vacíos” de poder dejados por el desarticulado imperio, y heredado sus mecanismos de control social, acopio de bienes y abasto de mano de obra. Así, en menos de una década, la “conquista” de la futura Nueva España central habría quedado “consumada” en sus elementos más esenciales.3
En el marco de una historiografía de corte político-institucional ante todo, como la que ha primado en México desde mediados del siglo XX, la labor de los estudiosos del siglo XVI temprano se dirigió hacia el análisis de los mecanismos jurídico-institucionales que regularían la vida novohispana. Desde esa óptica, la conquista de las regiones centrales del futuro virreinato ha sido interpretada ya no como un proceso de larga duración, sino como un hecho corto, efímero, un mero “momento fundacional” de la vida institucional novohispana. Habiendo entonces rendido todas sus consecuencias en un muy corto lapso, el tema de la conquista se alejó del interés de los especialistas de los procesos institucionales y ocupa un lugar cada vez menor en las principales síntesis historiográficas sobre el “México colonial”.4
Vemos algo semejante con el conjunto de las expediciones organizadas por los conquistadores después de la “caída” de Tenochtitlan. Desde una lectura político-institucional y, por cierto también, mexicano-centrista, tiende a darse por hecho que la incursión de Cortés en tierras continentales y el descubrimiento de la “gran Tenochtitlan” habrían marcado en varios sentidos la “culminación” y término del periodo de los descubrimientos. Así, las ulteriores expediciones emprendidas por los conquistadores en la Nueva España son vistas como simples “incursiones de reconocimiento” en regiones ya “conquistadas”, cuyo fin era “incorporar” nuevas poblaciones al dominio hispano. Las principales síntesis histórico-geográficas sobre el periodo parten de ese marco. En el Atlas mexicano de la conquista, por ejemplo, expediciones como las de Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Francisco Hernández de Córdoba, de los años 1521 a 1524, son resumidas conceptual y cartográficamente como que siguen un “patrón radial”, pensado para “controlar” lo más posible “territorios” y poblaciones.5 Por su parte, para el mucho más reciente
Atlas histórico de México, esas expediciones y en especial las cortesianas, habrían tenido como objetivo ir sometiendo a los pueblos de la región, en una progresión pacificadora que habría abarcado toda la antigua Mesoamérica, para llegar en unos pocos años hasta Honduras. Así, para 1524, se afirma allí, el “territorio mexica, quedaba por completo sometido”, y cristalizaba con ello la que habría sido la primera organización territorial novohispana.6
Las cartas de relación, la “caída” de Tenochtitlan y la mar del Sur
Las conquistas cortesianas y la caída de Tenochtitlan son, en suma, temas que ocupan lugares muy fijos dentro de una línea general de interpretación sobre los inicios de la vida novohispana. Sin embargo, retrocediendo un poco la “película” de los acontecimientos y observando más de cerca el contenido de lo que las “fuentes” sobre el tema nos pueden ofrecer, surgen dudas acerca de los fun- damentos de relecturas e interpretaciones tan “institucionales” ex post facto. No olvidemos que existe sólo un conjunto de fuentes “directas” y “presenciales” acerca de ese periodo inicial y clave de la conquista: los escritos del propio Cortés. Si nos preguntáramos, entonces, hasta dónde, a partir de ellos y no de reelaboraciones posteriores,7 es posible hablar de la caída de Tenochtitlan como de ese “momento”, ese punto de flexión, que marcara un antes y un después en el proceso general de la conquista, la respuesta tendría que ser mucho más matizada que en lo referido hasta aquí.
Regresemos a 1519, cuando Cortés llegaba a tierras continentales, y démosle un escueto repaso a los argumentos esgrimidos para desligarse de la jurisdicción de Diego Velázquez. Algo que no ha sido examinado en todas sus facetas es la importancia que Cortés le atribuía en ese contexto a la exploración de regiones ignotas, en su caso la “tierra firme” al poniente de las islas españolas: “develar sus secretos” -señalaba-, sería el mayor servicio que se le pudiera rendir a la Corona. En cambio -acusaba-, el gobernador Velázquez nada más organizaba expediciones en provecho propio, para capturar indios y rescatar objetos de oro y joyas. Por ello, había tomado el mando de una expedición sancionada por Velázquez, pero sostenida a su costa, para explorar y develar los secretos de aquellas regiones ajenas al dominio real. El resultado había sido el hallazgo de una tierra rica en mantenimientos, oro y piedras preciosas, ocupada por una población numerosa y dócil, dispuesta a aceptar el “señorío” de la Corona. Así, luego de deliberar, los participantes de la expedición concluyeron que Velázquez había perdido toda autoridad y jurisdicción sobre ellos y que
lo mejor que a todos nos parecía era que en nombre de Vuestras reales majestades se poblase y se fundase allí un pueblo que hubiese justicia para que en esta tierra tuviesen señorío, como en sus reinos y señoríos lo tienen, porque siendo esta tierra poblada de españoles, demás de acrecentar los reinos señoríos de vuestras majestades y sus rentas nos podrían hacer mercedes a nosotros y a los pobladores que de más allá viniesen en adelante […]8
Cortés sabía bien que fundar la villa de la Veracruz podría colocarlo bajo la jurisdicción directa de la Corona y desligarlo de Velázquez,9 pero “poblar”, nunca fue su objetivo, y la Veracruz fue de inmediato abandonada.10 Desde una perspectiva de nuevo “mexicano-céntrica”, se podría argüir que Cortés obraba empujado por las “noticias” recibidas acerca del rico “reino” de los aztecas y cuya “conquista” se habría convertido, a partir de entonces, en su único objetivo.11 Pero ésa no deja de ser una interpretación simplista, apoyada muchas veces en el anacronismo consistente en tratar de “complementar” el cuadro de la conquista cortesiana a través de lo narrado por autores posteriores como Gómara o Bernal.12 Pero lo que en esos autores ya no aparece y por ello se olvida con demasiada facilidad, es que la expedición de Cortés surgía justo en un momento en que la búsqueda de nuevas rutas hacia la mar del Sur cobraba un renovado auge. Muy presente desde tiempos de Colón, a partir de las famosas Juntas de cosmógrafos de 1508,13 la Corona convirtió la búsqueda de una vía de acceso hacia la “otra mar” en un requisito incluido en casi todas las ulteriores capitulaciones de exploración establecidas más tarde, como las de Alonso de Ojeda (1508), Diego de Nicuesa (1508), Juan Ponce de León (1508 y 1512) y Juan de Agramonte (1511). Recalquemos que el hallazgo de Balboa de 1513, en lugar de desalentar, intensificó la búsqueda de nuevas vías marítimas o terrestres hacia la otra mar, que no pasaran por las gobernaciones de Nicuesa y Ojeda. El tema reaparece así en capitulaciones como las de Juan Díaz de Solís (1514) y, desde luego, en las de Fernando de Magallanes y Diego Velázquez de 1518.14
De origen, la empresa de Cortés fue muy similar a las mencionadas en cuanto a composición, tamaño y sobre todo objetivos. Lo que en realidad la distinguiría sería haber surgido del desacato a una autoridad y no contar ni con capitulación, ni licencia real que la amparara. Ésa es una tensión que atraviesa todo el texto de las Cartas de relación y que explica, en parte, su complejidad. No es ninguna novedad decir que las Cartas, y en especial las tres primeras, conforman un conjunto muy estructurado, en donde hasta los menores episodios responden a lógicas precisas. Lo más estudiado ha sido, desde luego, la diestra práctica y retórica de legitimación jurídica con la cual Cortés envuelve todos sus actos.15 A ello responden la fundación de la Veracruz, así como su insistencia en protocolizar el menor de sus actos y es esa misma lógica la que hace también que desaparezca de sus escritos cualquier alusión acerca de algo a lo que no tenía derecho: explorar la mar del Sur. Pero no fue un silencio permanente, pues en cuanto esa búsqueda pudo aparecer como aceptable en el plano jurídico y sancionada por la divina Providencia, Cortés la colocaría de nuevo en el panorama de su empresa.
La referencia al socorro divino no es casual en este caso. Dentro de la lógica de los textos cortesianos, como en la generalidad de los textos historiales de la época, la divina Providencia es un elemento rector inevitable para el curso de los acontecimientos.16 Se ha visto, por ejemplo, cómo, al recorrer Cortés su celebérrima ruta, la progresión hacia el poniente aparece por sistema como algo “no buscado”, sino fruto de repetidos “llamados” “espontáneos”, providenciales, de parte de los indios (destaca, desde luego, el de los enviados de Moctezuma). El curso seguido puede resultar geográficamente errático, pero se ha visto cómo, en el texto, todo se concatena en una secuencia lineal, sin duda construida a posteriori, a partir del uso de recursos retórico-descriptivos sacados de la tradición hispánica y europea del relato de viaje medieval.17 En contraparte, vemos aparecer una seguidilla de caciques aborígenes que desfilan frente a Cortés, algunos respondiendo a su llamado, otros, a su sola presencia, pero casi todos rindiendo “homenaje” y reconociéndose, motu proprio y a nombre de sus “sujetos”, como vasallos del Rey de España. Así, con toda legitimidad se le va abriendo a Cortés el acceso de una “provincia” a otra, sin necesidad de capitulación ni autorización alguna, pues son los propios indios quienes lo llaman.18 Sucedió de manera repetida en Yucatán, Cozumel, Cempoala, después con los tlaxcaltecas y así en lo sucesivo, una y otra vez, hasta alcanzar Temixtitán.19
La “realidad” factual de esos episodios de sumisión en “vasallaje”, nunca la conoceremos. Podría hablarse de “solemnidades” rendidas a los españoles, por razones que ignoramos y que Cortés habría “descrito” a su modo. Pero sabemos bien que el “invicto capitán” no usaba las formas al azar. Además de legitimar el avance, esta sucesión de tempranos actos de sujeción tenía otros sentidos imbricados. Uno de ellos nos lo revela aquel célebre pasaje de la segunda Carta de relación, en donde el gran tlatoani Moctezuma también se declara vasallo de su católica Majestad. Pero esta sumisión vasallática es diferente de las anteriores, pues no parte de una iniciativa “espontánea”, sino del reconocimiento de un antiguo señorío, del cual los aztecas se sabían sujetos desde tiempos muy remotos y que es “revelado” por el propio tlatoani:
por nuestras escripturas tenemos […] que a estas partes trajo nuestra generación un señor cuyos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza y después tornó venir dende mucho tiempo […] siempre hemos tenido que los que dél descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus vasallos, e según de la parte que vos decís que venís que es do sale el sol y las cosas que decís deste gran señor o rey que acá os envió creemos y tenemos por cierto él ser nuestro señor natural […] E por tanto vos sed cierto que os obedeceremos y ternemos por señor en lugar de ese gran señor que decís y que en ello no habrá falta ni engaño alguno, e bien podéis en toda la tierra, digo que en la que yo en mi señorío poseo mandar a vuestra voluntad porque será obedecido y fecho y todo lo que nosotros tenemos es para que vos dello quisiéredes disponer.20
Como en tantos otros “testimonios” de la conquista, la más que improbable “traducción” inmediata de las palabras del tlatoani21 revela, una vez más, una construcción a posteriori.22 Aunque Cortés no lo apunta de manera expresa, es muy claro que ese muy “antiguo” señor, del cual los aztecas y Moctezuma se habrían declarado “descendientes” y “vasallos”, no era otro sino el legendario Hesperio, duodécimo rey de la antigua Hispania, por allá del 1600 a. C., descendiente de Túbal y primitivo poblador de las islas Hespérides.23 La aparición de Hesperio en las páginas de Cortés no debe sorprender. La leyenda de Túbal, nieto de Noé, primer poblador de la Hispania después del Diluvio y ancestro de todos los reyes de España, se hallaba muy presente en la imaginería histórica de la época. Aparece ya en las Etimologías de Isidoro de Sevilla, en el De rebus Hispaniae de Rodrigo Jiménez de Rada, en la Estoria de Espanna o Primera Crónica General de Alfonso X y otros textos posteriores. Su mayor difusión llega con la aparición (1489) del Commentaria super opera diversorum auctorum de antiquitatibus, de Annio de Viterbo, donde se incluye una genealogía de los antiguos reyes de la Hispania que, se decía, provenía de “antiquísimos” manuscritos, obra un antiguo sacerdote caldeo, llamado Beroso.24 En el marco de la construcción de un cuerpo jurídico-histórico tocante a los derechos de la monarquía española sobre las Indias nuevas, no es extraño ver renacer entonces una leyenda como la de Túbal, la cual permitía que al asumir el señorío de las Indias, el rey de España solamente “recuperaba” lo que por derecho “antiguo” siempre le habría pertenecido.25
Décadas después, autores como Francisco López de Gómara, Gregorio García26 y Juan de Solórzano y Pereyra27 regresarían al tema de Túbal y su descendencia. Pero destaquemos aquí nada más cómo, puesta en boca de Moctezuma, esa referencia histórico-jurídico-legendaria se convertía algo más que un simple argumento para “legitimar” en el plano jurídico la empresa: lo que se describía era una traslatio imperii. Se trata de la restauración de un “antiguo señorío” patrimonio ancestral del rey de España y del cual los aztecas, su tlatoani y los indios en general, siempre se habrían sabido “sujetos”. Se trata, sin duda, de uno de los episodios centrales de las primeras Cartas de relación, a partir del cual los acontecimientos previos a la caída de Tenochtitlan aparecen todos como marcados por singulares interrelaciones. Se explica así, por ejemplo, por qué durante su regreso a las costas del Golfo, Cortés continúa recibiendo protestas de vasallaje, lo mismo de parte de “amigos” que de “enemigos” del imperio “tenochca”, como en Culhuacán, Texcoco y Tepeaca. Incluso los “caciques” de la belicosa provincia de Pánuco se reconocen “vasallos” de la Corona de Castilla y sin necesidad de temer en realidad a los españoles, pues se supone que a la gente de Garay ya la habían derrotado.
La posición protagónica de Cortés en este conjunto de textos iba más allá de lo jurídico-político, para adentrarse en lo providencial. De hecho, ha sido estudiada la manera como el conquistador pasa del relato en primera persona, a referirse a él mismo en tercera persona, como un recurso, entre otras cosas, para reafirmarse no sólo como promotor de esos “hechos”, sino como sujeto y depositario de los designios de la divina Providencia.28Vemos entonces que en las Cartas de relación no son ni la guerra en sí ni la debacle militar azteca las que explicarían la “captura” de los últimos tlatoanis y la ulterior “fractura” del “imperio”. Es la presencia, en sí, de cristianos y el carácter providencial de su gesta lo que funge allí como la causa última por la cual Dios mueve a Moctezuma, a sus súbditos y a sus mismos enemigos, no solamente a darse en vasallaje, sino a servir a los españoles en la guerra. Esto tampoco era nuevo. Se ha recalcado el efecto modélico que ejercieron sobre Cortés los Comentarios a las guerras de las Galias, con sus abundantes ejemplos de pueblos que, sometidos por César, terminaban peleando para Roma.29 Todo lo anterior lo vemos envuelto, a su vez, en una eficaz retórica de la represen- tación de la violencia guerrera,30 que coloca los hechos de armas dentro una esfera de justa guerra, en contra de indios “perjuros”.31 Así, la “traición” de Moctezuma funge como causa belli suficiente, en un contexto en el que casi “toda la tierra” habría ya “reconocido” el señorío del rey de España.32
Más allá de Tenochtitlan: la mar del Sur
Textos únicos, irrepetibles, acerca del inicio de una de las más grandes mutaciones civilizatorias, las tres primeras Cartas de relación nos proporcionan una “mirada” de esos “eventos” que no puede ser tomada de ningún modo como “inmediata”. Es dependiente, por el contrario, de una construcción textual a posteriori, que es necesario tratar de rescatar, so pena de perder toda dimensión de los “eventos” allí mencionados, entre ellos, la famosa “toma” de Tenochtitlan... Si en la pluma de Cortés la “sumisión” de los indios al “poder español” y la traslatio imperii preceden a la destrucción y caída de la “capital” azteca, no es de extrañar, entonces, que ese suceso no revista allí el carácter de “momento culminante” que, desde una Historia nacional, tenderíamos a atribuirle. Así, después de una serie de victorias en justa guerra, Cortés narra cómo, por “voluntad de Dios”, cesan las hostilidades justo en el momento en que el último señor de la ciudad, Cuauhtémoc, se da por vencido:
el dicho Capitán Garci Holguín me trajo allí a la azotea donde estaba, que era junto al lago, al señor de la ciudad y a los otros principales presos […] y así preso este señor, luego en ese punto cesó la guerra, a la cual plugo a Dios Nuestro Señor dar conclusión martes, día de San Hipólito, que fueron 13 de agosto de 1521 años.33
La batalla ha terminado y la ciudad ha sido “ganada”, pero a partir de entonces, en la pluma de Cortés, la “toma” de Tenochtitlan queda como una suerte de vago telón de fondo, un triunfo guerrero más, despojado de todo brillo particular. Cierto, apunta haber obtenido “grandes y señaladas victorias dignas de perpetua memoria”, pero nunca califica la caída de esa ciudad como el “culmen” de su empresa, o la mayor de sus “glorias”. Lejos de ello, al término del lacónico relato de la captura de Guatimucín, el conquistador se limita a ensalzar el valor y sufrimiento de sus soldados, a dar fe del botín en oro, plata y piedras preciosas, separando, eso sí, el quinto real, pero es todo.34 Otras plumas más tardías se encargarían de revestir con ropajes más ampulosos el drama de Tenochtitlan: Bernal, equiparándolo con la destrucción de Jerusalén; Ixtlilxóchitl, evocando aquella mortandad “que teñía toda la laguna grande de sangre que verdaderamente no parecía agua”;35 Sahagún, cuadrándolo en el marco de una historia ecuménica cristiana, vía sus “presagios” y “signos”;36 o Juan Suárez de Peralta, anexándolo al catálogo de las glorias de la Monarquía, al declarar que “acabada esta guerra de México, había sido fácil atraer a toda la tierra al dominio de los reyes de Castilla”.37
Pero no sería Cortés quien se encargaría en lo inmediato de atraer a toda la tierra al dominio real. En vez de eso, ya convertido en conquistador, Cortés se permite, entonces sí, solicitar a la Corona le autorice continuar adelante con su expedición hasta dar con la mar del Sur, pues han llegado “noticias” acerca de un “señor de una muy gran provincia que se dice Mechuacán”, a través de cuyos dominios podía alcanzarse esa otra mar, receptáculo de inmensas riquezas:
Como en el capítulo antes de éste he dicho, yo tenía muy poderoso señor, alguna noticia, poco había, de la otra mar del Sur, y sabía que por dos o tres partes estaba a trece y catorce jornadas de aquí; y estaba muy ufano, porque me parecía que en la descubrir se hacía a vuestra majestad muy grande y señalado servicio, especialmente que todos los que tienen alguna ciencia y experiencia en la navegación de las Indias, han tenido por muy cierto que descubriendo por esta partes la mar del Sur, se habían de hallar muchas islas ricas de oro y perlas y piedras preciosas y especiería y se habían de descubrir y hallar muchos secretos y cosas admirables y esto han afirmado y afirman también personas de letras y experimentadas en la ciencia de la cosmografía.38
La cita es muy conocida, pero eso no significa que hubiera sido siempre bien comprendida. Con frecuencia, las pretensiones de parte de Cortés y demás conquistadores, de descubrir “islas ricas de oro, piedras preciosas y especiería y otros secretos y cosas admirables”, han sido interpretadas como “resabios” de formas de “mentalidad medieval” y por ello “arcaica”, que llevaban a la “creencia” en la realidad efectiva de viejos motivos míticos y legendarios, o de episodios tomados de novelas de caballería y descripciones “fantásticas” del mundo, como las de Marco Polo o el caballero Mandeville.39 Pero, viendo la cuestión con mayor proximidad, nos damos cuenta de que el problema va mucho más allá de un puro asunto de “mentalidades”, para tocar muy de cerca las formas del saber geográfico de la época. De hecho, toda la estructura del saber geográfico-cosmográfico y las más doctas opiniones del momento en la materia, sostenían y daban crédito a las palabras del ya Conquistador.
Para comprender lo anterior, valdría la pena revisar qué es lo que en ese entonces se entendía por mar del Sur. Desde luego, el topónimo no deriva de que sus costas se hallaran todas “al “sur” del Atlántico. Se trata de un término acuñado desde el siglo XV, propio del sistema cosmográfico-cartográfico derivado de la Geografía de Ptolomeo. Como bien lo apuntara Leo Bagrow, hasta ese siglo, en Occidente, la casi totalidad de los mapamundis derive de un patrón básico y casi único que fue el llamado “T-O”.40 La figura de la “O” representaba el gran océano exterior, el cual rodeaba por todas partes a la ecúmene, esto es, las tierras emergidas del mundo. La “T”, por su parte, representaba a la ecúmene con sus tres partes: el Asia, figurada por el trazo horizontal, mientras que el trazo vertical, separaba el África de Europa. Este esquema cartográfico se encuentra en correlación con un sistema cosmológico-cosmográfico el cual, con base en la física aristotélica de los elementos, partía del principio de que, estando las esferas celestes y los elementos distribuidos de manera concéntrica en la naturaleza, la Tierra, formada por el elemento más denso, tendría como locus natural el centro del mundo (o “universo”). La esfera de las aguas que ocuparía el locus siguiente, por ser diez veces menos densa y diez veces mayor en tamaño, hubiera debido “envolver la tierra como un vestido”, como se dice en los tratados de la esfera escolásticos.41 Pero en ellos se explica también cómo, en razón de un “principio superior”, la creación, Dios dispuso que la esfera de la tierra quedara desplazada de su locus natural, haciendo que una cuarta parte de su superficie sobresaliera de la esfera de las aguas, lo que dio lugar a la ecúmene.
Como lo demostró W.G.L. Randles en su clásico libro De la tierra plana al globo terrestre, lo anterior es uno de los rasgos esenciales de los sistemas cosmológico-cosmográficos occidentales, anteriores a la era de los grandes descubrimientos, en los cuales la tierra habitada era pensada corográfica y cartográficamente como una entidad “plana”, pero posada sobre una entidad astronómicamente esférica.42 La carta T-O es, en efecto, una representación “plana”, es decir, no “esferizada” del espacio geográfico, inapta para contener coordenadas de latitud y longitud y en donde la ecúmene aparece rodeada por un solo gran océano circular, como una “pequeña isla, perdida en medio de un océano inmenso”.43 Por ello, en este esquema cosmográfico-cartográfico no se pude hablar de “océanos”, sino de un solo gran océano exterior. Pue- den existir “mares” interiores, como el Mediterráneo, o el Ponto Euxino (mar Negro), pero los mares “limítrofes” como el propio Atlántico, o los de la India, del Japón o de la China, no eran sino partes del gran océano exterior.
En el plano cartográfico, los “océanos” que hoy conocemos comienzan a existir sólo con la introducción en Occidente del sistema cosmográfico ptolomeano. Allí, en ruptura con el esquema escolástico mencionado, las tierras emergidas y las aguas forman un solo conjunto propiamente esférico. Pero es una esfera en esencia “terráquea”, dado que las tierras emergidas abarcan dos tercios de su superficie y los mares se encuentran alojados en los huecos dejados por la tierra. Así, en los primeros mapamundis ptolomeanos del siglo XV,44 los grandes mares aparecen como “lagos” encerrados en medio de las tierras, sin comunicación entre ellos.
A raíz de su introducción a principios del siglo XV, el modelo cartográfico de la Geografía ptolomeana se hizo tan dominante en los medios marítimos y cartográficos europeos, que todos los mapamundis relacionados durante ese periodo fueron construidos a partir del mismo. La idea de que las tierras emergidas y las aguas terrestres conforman una sola y misma esfera, el método para la esferización de la representación cartográfica y la creación de una retícula de meridianos y paralelos, la forma y disposición de las aguas y las tierras en el globo, así como sus dimensiones en grados de latitud, longitud y distancias absolutas, son todos elementos por entero comunes al conjunto de esos mapamundis, de donde se dan sus semejanzas de base.45
Como sabemos, fue también el esquema cosmográfico-cartográfico ptolomeano, el que sirvió como fuente de inspiración para el proyecto de Colón y del que surgió su principal instrumento en ese empeño: la famosa carta del Atlántico de Paolo dal Pozzo Toscanelli.46 De hecho, esa carta fue compuesta tomando como modelo dos mapamundis ptolomeanos: los de Henricus Martellus
Germanus, de 1489-1490. En ellos, a diferencia de otras cartas de su tipo, aparece representada de hecho la totalidad de la esfera, y de ella las tres cuartas partes se ven ocupadas por una inmensa ecúmene bien detallada en cuanto a sus porciones constitutivas y medidas, gracias al uso de una escala de latitudes/longitudes. Esta configuración cartográfica de la ecúmene derivaba de distintas influencias. Por un lado, el Asia inmensa que comenzó a aparecer en mapamundis “preptolomeanos” como el de Hereford, y el atlas catalán, bajo la influencia de obras como las de Marco Polo.47 La otra, más directa, las navegaciones de Diogo Cão y Bartolomeu Dias, recogidas en cartas como la de Cristoforo Soligo, de 1485-1486, a partir de lo cual Martellus delinea una costa meridional africana, que se extiende mucho más al sur que en mapamundis anteriores como el de Nicolaus Germanus de la edición de la Geografía de Ulm, de 1482.48
El África expandida de Martellus dio pie a cambios sustanciales en la imagen cartográfica del mundo, muy relacionados con la aparición del concepto de mar del Sur. En la Geografía de Ptolomeo, la mar Índica se caracterizaba por la presencia de cuatro penínsulas, distribuidas de poniente a oriente: la Arábiga, la Malaya, el Áurea Chersonesus y Cola del Dragón, una península gigante que se extendía hacia el sur hasta tocar con la hipotética “Tierra austral” ptolomeana.49 Por su parte, el África aparecía unida también con la tierra austral, por medio de un corredor terrestre, haciendo del Índico un mar cerrado meridional, de modo tradicional dividido en dos partes: el Mare Indicum al norte, y el Mare Prassodum al sur.50 En cambio, en las cartas de Martellus, las franjas de tierra que unían a la península de la Cola del Dragón y al África con la Tierra austral, ceden su lugar a sendos estrechos marítimos que conectan al Oceanus Indicus Meridional, el cual reemplaza al Mare Indicum y al Mare Prassodum de Ptolomeo, para convertirse en un solo mar meridional, unido con el mar de la China y con el Atlántico, respectivamente.
Por fortuna, a diferencia del caso español con personajes como Colón, Cortés o Bernal, nadie parece haber postulado que la aparición cartográfica de un estrecho que permitiera alcanzar la India desde el Atlántico, antes del regreso de Vasco da Gama en 1499, se debiera a una revelación “anticipada” por parte de algún personaje “misterioso”, o gracias al hallazgo de un “ignorado manuscrito”.51 Lo que sí es relevante es constatar el vínculo que se dio entre aquello que la cartografía era capaz de mostrar y la manera como los exploradores y conquistadores fueron definiendo y entendiendo sus espacios geográficos. Como lo advirtió W.G.L. Randles, el proyecto de acceder al Asia bordeando el África les supuso a los portugueses sostener, desde un inicio, la muy hipotética idea de la existencia de un estrecho que comunicara el Atlántico y el Índico. Lo que vemos es cómo, después de siete décadas de navegaciones y cálculos, Martellus, enarbolando una visión “optimista” de lo que había más allá de lo explorado por Bartolomeu Dias, delinea en exclusiva el estrecho marítimo, en el lugar y en la forma como ellos lo imaginaban: algo muy semejante a lo que ocurrió entre Colón y Toscanelli.52
Otro rasgo notable de los mapamundis de Martellus es la enorme extensión en longitud atribuida a la ecúmene. Si ya con la elongación del África las tierras emergidas se despliegan sobre más de 140 grados de latitud, sobrepasando en más de 50 grados las viejas estimaciones, el agrandamiento de la ecúmene en longitud resulta aún mayor. En el mapamundi de Martellus de la Yale University, la distancia que mediaba entre las Canarias y las costas orientales de la China era del equivalente a 230 grados de longitud; y contando al Japón, por primera vez incorporado en la cartografía occidental como una parte de la ecúmene, la misma se extiende entonces sobre 280 grados de longitud, es decir, sobre tres cuartas partes de la superficie de la esfera.53
Dejaremos de lado el tema de las ideas geográficas de Colón denostadas de manera tan injusta. Nada más apuntemos que la llegada del navegante genovés a las costas de la isla Guanahaní, el 13 de octubre de 1492, significó un espaldarazo definitivo para la imagen cartográfica ptolomeana del mundo, la cual muy pronto se hizo dominante no solamente primero en los medios marítimos y luego en los círculos intelectuales y académicos. Esto significa que los cartógrafos, navegantes y exploradores de las Indias nuevas, devenidos conquistadores, por necesidad pensaron la geografía de esos confines a partir de ese esquema, es decir, de un modo muy semejante a como lo había hecho Colón en su tiempo. Una muy buena prueba de ello, para el caso de los españoles avecindados en las islas nuevas a principios del siglo XVI, lo tenemos en la que fue la primera representación cartográfica del Nuevo Mundo: el mapamundi de Juan de la Cosa de 1500.
Desde luego, lo primero que resalta al observar esta carta es el aspecto “masivo” de las tierras del Nuevo Mundo. Pero si reparamos en su localización sobre la esfera, nos damos cuenta de que en lo básico se trata de lo mismo a lo cual Colón hizo siempre alusión, en cuanto a la cercanía del Asia. Así, por ejemplo, vemos que Cuba aparece entre los 85 y los 90 grados de longitud al oeste de la línea de demarcación de Tordesillas, a 95 grados de las Canarias y a 115 de Cádiz: tal y como Colón lo había presupuesto y calculado.54 La carta señala también la extensión de los dominios castellanos y portugueses en términos de la donación papal de 1493. El África se extiende hasta los 120 grados de longitud al oriente de la línea de Tordesillas, mientras que los dominios del preste Juan aparecen sobre los 90 grados de longitud oriente, esto es, casi a la misma distancia longitudinal que Cuba, en sentido opuesto. Sobre los 105 grados de longitud oriente vemos el país de la reina de Saba, donde inicia el Asia, como lo indica la imagen de los Tres Reyes Magos. Luego, hacia los 150 grados, observamos una rosa de los vientos y sobre los 165 grados, una bandera portuguesa junto con la leyenda “Tierra Descubierta por el Ilustrísimo Rey de Portugal” y en seguida, sobre los 170 grados de longitud, la leyenda “India Primera”, que marca el punto más oriental de los dominios portugueses.
Según Juan de la Cosa, entonces, toda la parte del mundo situada al oriente del Ganges, incluyendo la India ultragangeática, la China con sus diversas provincias, la isla Trapobana, Cipango y la “tierra incógnita” más allá de la China y Cipango, formaban parte de la zona castellana. Por lo tanto, las dos grandes masas continentales situadas al sur y al norte de las islas españolas, que conforman un inmenso golfo y representan aquí las tierras de nuevo descubiertas, se localizan justo al oriente del último extremo del Asia, es decir, son, en sí, una extensión de la misma. Esto se ve también en que la porción meridional de esas tierras se prolonga hacia el oriente hasta traspasar la línea de Tordesillas, mientras que la septentrional se ensancha en la misma dirección, hasta tocar también la línea de demarcación, con diferencia de unos cuatro o cinco grados. Otra muy buena indicación, de un tipo distinto, acerca de la identidad propiamente “asiática” de esas tierras nuevas, nos la proporciona Ricardo Cerezo Martínez, quien recuerda cómo Juan de la Cosa, lejos de oponerse a las ideas “asiáticas” de Colón, las suscribía de manera pública y hasta se jactaba de haber explorado aquellos confines “asiáticos” durante más tiempo y en más ocasiones que el propio Almirante.55Añade Cerezo Martínez que eso explica por qué, al delinear la gran tierra meridional, Juan de la Cosa no tiene empacho en hacerla continuar muy al sur del ecuador, mucho más allá de las tierras y litorales explorados hasta entonces, pues para él aquello no era sino la “península gigante” de la cartografía de Martellus.56
Lo que vemos, entonces, en la carta de Juan de la Cosa, no es una “América” todavía no bien “inventada” y “mal dibujada”, pero ya “implícita”, como lo interpretara Edmundo O’Gorman,57 sino una versión cartográfica del extremo oriental del Asia. Esto nos lleva a uno de los tópicos más repetidos, falaces y menos sostenibles en la historiografía moderna y es aquel que hace de la aparición, en 1507, de la Universalis Cosmographia Secundum Ptholomei Traditionem et Americi Vespucii Allioru Ove Lustrationes, de Martin Waldseemüller, el momento de la “desaparición” de la llamada “tesis asiática” colombina.58 En O’Gorman, uno de los más célebres epígonos de esa idea, pareciera, por ejemplo, que la pura introducción del topónimo “América” hubiera bastado para que los europeos cobraran una suerte de “súbita conciencia” de que las Indias occidentales, a pesar de ser llamadas así, “nada” tenían que ver en “esencia” con el “Asia”.59 Para explicar eso, el autor postula que en los medios “humanistas” y en las altas instancias de la corte española del siglo XV, siempre se habría tenido la idea, “racional” y por lo mismo “exacta”, de la distancia que “en realidad” separaba el Asia de Europa y por lo tanto de la que apartaba “en realidad” el “Asia” de las islas halladas por Colón.60 Sin embargo, ninguna imago mundi, ni cosmografía, ni mapamundi, ni testimonio de navegantes, mucho menos, habrían permitido, si acaso, conjeturar que los europeos de ese tiempo pudieran conocer la extensión del océano Pacífico, como hoy lo conocemos. Pero eso es algo que O’Gorman, desde su “filosofía de la historia”, ni siquiera encuentra necesario “probar”: simplemente lo postula como un hecho “dado”, asequible por puro “razonamiento” deductivo,61 lo cual en este caso termina pareciéndose demasiado a la ciencia infusa.
Nos encontramos frente a un auténtico “mito fundador” historiográfico, tan difundido como falso y endeble. Para derrumbarlo, basta con constatar que para el propio Waldseemüller esa “América” tan mencionada no era sino una isla “nueva”, situada en un confín de la vieja “Asia” continental, a escasísima distancia de ella.62 Y es que, para éste, la distribución de las tierras y los mares, al igual que el tamaño de la ecúmene y sus distintas partes, son en lo fundamental los mismos que los preconizados por Martellus, Toscanelli, Colón, Juan de la Cosa y el resto de los cartógrafos de su tiempo: hecho lógico, pues todos parten de un mismo modelo cosmográfico-cartográfico.
En esta carta, la vieja ecúmene se extendía sobre 270 grados de longitud, contados desde las islas Canarias hasta el Japón o Cipango, esto es, sobre tres cuartas partes de la circunferencia del globo. Más allá aparecen las dos grandes islas nuevas: al norte, Parias, llamada así en alusión a la toponimia del tercer viaje de Colón y situada entre los 280 y los 300 grados de longitud y América, situada entre los 280 y los 325 grados de longitud. Dados su tamaño y su posición desplazada hacia el oriente, Waldseemüller concluye que la isla América es una tierra nueva meridional, distinta de la península gigante ptolomeana, por lo que le da el título de Quarta Pars Mundi y por nombre el de quien consideraba su “descubridor”. Pero si observamos la localización de la isla Parias, resulta difícil decidir si forma parte de la Quarta Pars Mundi, o del Asia, dada la cortísima distancia que la separa de Cipango: tan sólo diez grados de longitud. De hecho, Parias se encuentra más cerca del Japón que el propio Japón respecto de la China, situada a 20 grados de longitud. Esencias metahistóricas aparte, si las dos islas nuevas eran “asiáticas” por su localización, nada tiene de extraño que Cuba, la Española y demás islas españolas, fueran pensadas en muchos sentidos de esa manera en el medio de los exploradores y conquistadores: después de todo, el espacio longitudinal que separaba a la “isla” Paria de la isla Cipango era poco más o menos igual al que mediaba entre aquélla y Cuba.
Durante las dos primeras décadas del siglo XVI, la representación cartográfica del Nuevo Mundo se desarrolló a partir de los dos esquemas arriba analizados. Uno sería el que podríamos llamar insular, inspirado en Waldseemüller, en donde el Nuevo Mundo aparece como un gran archipiélago, colindante con los mares de la China y del Japón. Esto se ve con mayor claridad en el mapamundi por triangulación de la Cosmographiae Introductio de 1507. Allí el meridiano “cero” pasa justo sobre la isla Paria, cuyo “litoral” occidental da entonces sobre el Oceanus Orientalis, situado donde se inicia ese hemisferio. En cambio, por su localización desplazada, la isla América cae ya dentro del otro hemisferio y, por ello, simplemente, su mar contigua aparece como Oceanus Occidentalis. Por supuesto, dado el año en que fueron dibujados, esos litorales y “océanos” son creaciones sólo “cartográficas”, hipotéticas. Sin embargo, lo interesante es observar la contigüidad postulada en esta cartografía, entre el océano Índico, el mar de la China, el del Japón, con su gran archipiélago mencionado por Marco Polo y las islas Paria y América. Más tarde otros cartógrafos retomarían y reforzarían ese esquema, añadiendo más lugares y detalles dentro de esta visión insular del Nuevo Mundo, como fue el caso de Johann Schöner en sus famosos globos de 1515 y 1520.63
El segundo esquema característico de este periodo es el que llamaríamos “continental”, inspirado de manera directa en el mapamundi de Juan de la Cosa. A imagen de esa carta, el Nuevo Mundo es representado allí bajo la forma de dos inmensos conjuntos de tierras: uno al norte, que aparecía como una gran extensión del Asia continental, sin división alguna entre ambas, y otro al sur, casi del mismo tamaño, pero separado de la anterior por un estrecho marítimo que da hacia la mar del Sur. Un ejemplo de este esquema lo tenemos en la carta manuscrita de Vesconte de Maggiolo de 1508.
Este esquema aparece reproducido, en sus elementos básicos, en una nutrida cartografía, por ejemplo, las cartas marinas del Nuevo Mundo de Francesco Rosselli de 1597 y 1508, los mapamundis incluidos en las ediciones de la Geografía de Ptolomeo de Matteo Contarini de 1506, de Johanes Ruysh de 1507-1508, Bernardo Silva de Evoli de 1511, y en el mapamundi venecianode Francisco Rosseli del Isolario de Bordone de 1528.64 Al final, ambos esquemas pueden considerarse complementarios, pues mientras el derivado de la carta de Juan de la Cosa muestra cómo se pensaba el perfil “atlántico” de las tierras nuevas, el proveniente de Waldseemüller daba idea de qué era lo que los exploradores imaginaban poder encontrar al poniente de las mismas.
De regreso, por fin, a nuestro problema de inicio, resumamos diciendo que todo lo anterior nos muestra que, interpretadas en términos de lo que la cosmografía y la cartografía enseñaban y ponían delante de sus ojos, las pretensiones de Cortés, o de cualquier otro conquistador, acerca de acceder a la mar del Sur y en ella encontrar “muchas islas ricas de oro y perlas y piedras preciosas y especiería”, cobran pleno sentido. Para ellos, esa mar del Sur era una prolongación del “océano Índico”, y las islas en cuestión no podían sino pertenecer al gran archipiélago asiático, descrito por Marco Polo.65 No hay que olvidar que, en todas las expediciones de exploración y conquista organizadas en ese tiempo, participaron siempre pilotos y navegantes y que el “arte de navegar” pasaba de modo necesario por la lectura de obras de cosmografía y la práctica de la cartografía.66 Nada tiene de extraño, entonces, que Cortés, en el pasaje arriba citado, afirmara, por ejemplo, que lo que mencionaba acerca de las riquezas existentes en la mar del Sur las habían afirmado ya “personas de letras y experimentadas en la ciencia de la cosmografía”,67algunas de las cuales, por supuesto, conocía.
Es claro que había una fuerte comunidad de saberes, lenguaje e ideas geográficas entre pilotos, cartógrafos, navegantes y exploradores devenidos “conquistadores”. Quienes redactaban instrucciones y planes de exploración, tenían muy claro hacia dónde se dirigían y qué buscaban, en términos de su propio saber geográfico. Así, Diego Velázquez en la instrucción a Juan de Grivalva, para su expedición hacia las costas “más allá” de las “islas” Cozumel y Yucatán, acatando su propia capitulación,68 ordena inspeccionar toda esa costa “en busca del secreto de ella” y lo mismo dicta en la instrucción dada a Cortés,69 lo cual hizo, en efecto, pero por cuenta propia. Si en las primeras Cartas de relación toda mención expresa acerca de la búsqueda de la mar del Sur fue velada con mucho cuidado, en la práctica era inevitable que el hecho aflorara. Sucedió, por ejemplo, cuando la gente de Cortés y la de Francisco de Garay se encontraron en Pánuco en 1519. Recordemos que en la cédula dada ese año, en la que se nombraba a Garay “Adelantado” de “Amichel”, una “provincia” situada de manera vaga entre Pánuco y la Florida, la Corona le ordena “buscar un estrecho que había reconocido”, refiriéndose, desde luego, al de la mar del Sur.70 Garay ordena entonces a Alonso Álvarez de Pinedo partir a Pánuco en su busca y, estando en esa tarea, se encuentra con la gente de Cortés, empeñada en el mismo propósito. Como sabemos, después de una larga querella, Cortés y Garay terminan por establecer “límites” para sus respectivas exploraciones, acordando que cada uno continuaría su búsqueda del estrecho marítimo por la ruta antes elegida: Garay por el norte y Cortés hacia el poniente.71
No fue ése el único momento en el que la búsqueda de una ruta hacia la mar del Sur aparecería como uno de los motores, por no decir el motivo principal, de la llegada de Cortés a tierras continentales. Un valioso testimonio al respecto lo proporciona Diego Velázquez, quien apunta que, en 1520, estando todavía en Tenochtitlan, antes de su captura, Cortés habría redactado y hecho firmar a sus soldados una petición a la Corona, en demanda de que se le nombrara gobernador de aquella “provincia” aún por conquistar, y añadía que si la Corona no habría de otorgarle esa merced, entonces “le diesen la otra mar del Sur porque la quería ir a conquistar e a poblar”.72 Exagerada quizá en el detalle, la acusación de Velázquez contenía un fuerte fondo de verdad, pues ya desde 1519 Cortés había hecho explorar las costas de Zacatula,73 de manera que la apertura de una primera ruta hacia la ansiada mar meridional había sido, de hecho, una de sus primeras actividades en la tierra firme.
Todo el desarrollo y la dinámica de la empresa cortesiana no solamente antes, sino más bien después de la caída de Tenochtitlan, se desarrolló, en realidad en función de la búsqueda de la “otra Mar”. Bien pudiera decirse entonces que para Cortés la captura de la capital de los aztecas no pudo representar en ese momento sino una etapa en una empresa mayor, la cual, pensaba, habría de llevarlo mucho más lejos: hasta la mar del Sur, como él mismo lo demandara y, por lo tanto, hasta las ricas islas asiáticas y la China de Marco Polo. Eso aclara por qué, a contrapelo de cualquier “lógica política”, en un primer momento, ni festejó la caída de Tenochtitlan, ni hizo de esa ciudad su centro de poder. En vez de eso, como sabemos, dejó muy rápido el Anáhuac, para embarcarse junto con sus hombres en un nuevo y muy intenso ciclo, no de recorridos “radiales”, sino de empresas de exploración en forma, con objetivos definidos, entre ellos, sobre todo, ir en pos de la mar del Sur.
Así, para principios de 1522, Pedro de Alvarado se dirigía hacia el mediodía, al frente de la expedición que lo llevaría hasta las costas del Soconusco y a Guatemala. Entretanto, Cortés encomienda a Francisco Álvarez Chico y Cristóbal de Olid el descubrimiento de una ruta suroeste hacia esa mar, acerca de todo lo cual comenta: “y tengo por muy cierto, según las nuevas y figuras que yo tengo, que se han de juntar el dicho Pedro de Alvarado y Cristobal de Olid, si el estrecho no los parte”.74 Es claro que esas “figuras” eran mapas, cuya identidad desconocemos, pero que dejan muy en claro cómo era pensada esa geografía, no sólo por parte de Cortés, sino del propio emperador Carlos I quien, informado de esas actividades, le ordena: “procuréis de saber si hay el dicho estrecho y enviéis personas que lo busquen y os traigan larga y verdadera relación [porque] estoy informado que hacia la parte del Sur de esa tierra hay mar adentro en que hay grandes secretos y cosas de que Dios Nuestro Señor será muy servido y estos reinos acrecentados”.75
Ese mismo año, el propio Cortés se apersona en esos litorales, con el propósito a futuro de construir barcos para continuar esas exploraciones, a sabiendas de que, ya desde tiempos de Balboa, la gente de la Castilla de Oro lo había intentado también. Eso lo lleva a planear la que ha sido considerada la más insensata de sus aventuras, la expedición a las Hibueras, la cual explicaba así:
Y así mismo tenía hecha cierta armada de navíos, de que enviaba por capitán un Cristóbal de Olid, que pasó en mi compañía, para le enviar por la costa del Norte a poblar la punta o cabo de las Hibueras, que está sesenta leguas de la bahía de la Ascensión, que es a barlovento de lo que llaman Yucatán, la costa arriba de la tierra firme, hacia el Darién; así porque tengo mucha información que aquella tierra es muy rica, como porque hay opinión de muchos pilotos que por aquella bahía sale estrecho a la otra mar, que es la cosa que en el mundo más deseo topar, por el gran servicio que se me representa que de ello vuestra cesárea majestad recibiría”.76
Más allá de las dificultades afrontadas, desde la perspectiva de Cortés, la de las Hibueras no era una aventura “insensata”, sino más bien una empresa pensada “en grande”: su intento era tomar en mano la exploración de la mar del Sur por todos los frentes. Así, ese mismo año encomienda a su primo Francisco Cortés Buenaventura emprender una expedición a lo largo del litoral noroeste, con instrucción de buscar a la vez un estrecho interoceánico y el reino de las Amazonas. De igual manera, pensando en ese “estrecho septentrional”, ese mismo año propone a la Corona servirse del mismo para abrir una ruta posible hacia la China, desde la tierra de los Bacalaos.77
A la postre, la exploración de la mar del Sur se convertiría en la empresa a la que Cortés dedicaría los mayores esfuerzos y recursos durante el resto de su vida: enviaría flotas al Asia construidas a sus expensas, exploraría y haría explorar miles de kilómetros de costas, entraría en confrontación por todo ello con otros conquistadores y hasta entablaría una larguísima querella con la Corona, por el otorgamiento de una capitulación y derechos exclusivos para la exploración de la mar del Sur.78 Nada de todo eso se explicaría, si no es regresando a Cortés, y por ende a los exploradores de las inmensidades de ultramar, devenidos conquistadores, y al fenómeno mismo de los grandes descubrimientos y las conquistas americanas en general, a su propia geografía, en lugar de transcribir todo ello sobre un “fondo de carta” de los siglos XX o XXI, sin duda anacrónico, pero mucho más “cómodo” para el análisis.
En términos prácticos, la gesta de Cortés tendría que ser considerada no solamente como una “heredera”, ya perteneciente a “otro periodo” de la era de los grandes descubrimientos oceánicos, sino como una continuación plena de la misma. De hecho, los informes de sus exploraciones, tanto por tierra como por navío, en la mar del Sur, terminaron ejerciendo una influencia definitiva, comparable con la derivada de la expedición Magallanes-Elcano, en la ulterior definición de la imagen cartográfica de la mar del Sur, la parte norte del Nuevo Mundo y el extremo oriental del Asia. Un ejemplo de ello lo tenemos en el mapamundi Hoc Orbis Hemispherium Asia Europa de Franciscus Monachus de 1526, cuyo interés bien podría consistir en que nos ofrece una imagen de la geografía de los lugares en donde se encontraban, mucho más cercana a la que Cortés y, por ende, los conquistadores en general tenían en la época, que la que podría proporcionarnos un mapa actual del México, en la proyección ideada en 1858 por Antonio García Cubas y Francisco Díaz Covarrubias. Como puede verse, en la carta de Monachus de 1526, la parte norte del Nuevo Mundo aparece de modo directo como una extensión del Asia continental, forma parte también de la misma lo que sería luego la Nueva España, la cual recibe su primera denominación cartográfica propia: Culuacatia. Este topónimo derivaba, desde luego, de Culúa, que fue el nombre que en principio Cortés le dio a la “provincia” de los aztecas y el cual aparecería luego bajo otras variantes como Aculhuacán.79 Pero con independencia del nombre, el hecho es que la Gran Tenochtitlan aparece aquí como la sede de un reino asiático, situado más allá de la China y cercano al Japón y su gran archipiélago.