Confiamos en la preservación para asegurar los referentes del pasado, e intentamos retardar o interrumpir la historia natural de la destrucción con el propósito de apuntalar nuestras propias frágiles memorias […] preservamos, protegemos y defendemos los objetos que escogemos para representar nuestros pasados y nuestras culturas porque esa selección, esa representación, es en sí misma valiosa para nosotros. Mientras que ese valor permanezca intacto, tendremos colecciones, museos y narrativas de su significado. Las narrativas, sin embargo, cambiarán, y eso también es parte de la historia natural de preservación y destrucción.
Susan Crane
Introducción: conmemoración y museo
Las conmemoraciones son rituales performativos que permiten a la sociedad reactualizar su memoria, y a partir de allí, reproducir y reafianzar o, por el contrario, cuestionar y problematizar sus identidades.1 Se trata de ocasiones en las cuales pueden observarse cambios o permanencias en las formas en que la sociedad se relaciona con la historia, en la medida en que implican miradas hacia el pasado y proyecciones a futuro desde el presente. Los órdenes sociales se legitiman o se impugnan a partir de usos y lecturas particulares del pasado, en especial cuando es el presente desde donde se evocan los acontecimientos fundacionales, se experimentan crisis sociales, políticas o económicas.2
Por ende, las características de las conmemoraciones pueden arrojar luz sobre las percepciones que diversos sectores sociales tienen de la historia, la cultura y la identidad nacional.3 Tal como Eduardo Restrepo comenta con acierto, la historización de la conmemoración nos habla más de nuestro presente que del pasado conmemorado: “al igual que la celebración de hace un siglo, los actos y la agenda responden más a las preocupaciones e historicidad de quienes celebran, que a aquello supuestamente celebrado”.4 También William Beezley y David Lorey argumentan en este sentido: las festividades públicas “demuestran las percepciones cambiantes de las relaciones sociales y de los procesos culturales por parte de la gente congregada en estas conmemoraciones patrióticas”, por lo que “el análisis histórico del discurso público que se manifiesta en símbolos, performances, música y discursos permite acceder a aspectos del cambio histórico inaccesibles de otra manera”.5
El museo, por su parte, es una moderna institución clave en la configuración y transmisión de la memoria social, en la medida en que colecciona, clasifica, investiga, preserva y exhibe aquellos objetos y tradiciones que en un momento dado se reconocen como parte del patrimonio cultural de una sociedad.6 Las características y funciones del museo han ido transformándose a lo largo de los siglos, pero su fin último de guardián de la memoria y constructor de la identidad de la sociedad en que se inscribe ha permanecido vigente.7 Por lo tanto, no es de sorprenderse que los museos y las exhibiciones museográficas guarden una estrecha relación con las coyunturas conmemorativas. Por ejemplo, algunas investigaciones han mostrado cómo una de las principales formas de representación de la nación y de construcción de la identidad nacional en Latinoamérica durante el siglo XIX y la primera parte del XX, fue la exhibición de los productos materiales y simbólicos de la “comunidad imaginada” en el marco de conmemoraciones, exposiciones y ferias nacionales y mundiales.8
Teniendo en cuenta esta articulación, es posible acercarnos al espacio museal como “un lugar de resonancia sobre lo que se celebra de la vida nacional, y como dispositivo de información para estudiar -a distancia- esas celebraciones y a quienes las realizan”.9 Los museos y sus propuestas expositivas pueden ser utilizadas, entonces, como fuentes para comprender las formas en que, en las coyunturas conmemorativas, diversos actores sociales contienden por la representación de la nación y su historia.
Este artículo analiza una propuesta museográfica desarrollada con motivo del Bicentenario de la Independencia en México (2010): la exposición México 200 años. La patria en construcción, que compiló objetos de diferentes museos y coleccionistas privados para exponerlos en la recién inaugurada Galería de Palacio Nacional (GNP) en Ciudad de México. El objetivo del texto es rastrear algunas de las políticas de memoria y usos públicos de la historia que caracterizaron la conmemoración bicentenaria, así como las formas en que se representó a la nación a través de la museografía en esta exposición.
Si bien en México se presentaron varias y diversas exhibiciones de carácter histórico durante el Bicentenario,10 la selección de este caso de estudio obedece a varias razones: i) el proyecto se enmarca dentro de una tradición de centralización de la memoria social (la exhibición tuvo lugar en la sede de gobierno, junto al Zócalo capitalino); ii) se trató de una de las propuestas museográficas más costosas y ambiciosas emprendida en el país no sólo con motivo del Bicentenario sino en las últimas décadas, lo cual indica que fue central para la agenda conmemorativa;11 y iii) es un ejemplo que nos permite establecer una reflexión sobre las transformaciones de la representación histórica en el ámbito museal (de forma particular con respecto a la nación), y de la función social del museo, que entre el siglo XX y el XXI oscila entre el museo como templo (lugar de culto que sacraliza el patrimonio y la memoria y sanciona un único relato sobre el pasado) y el museo como foro (que permite la intervención activa de sus visitantes, abriéndose a múltiples voces, interpretaciones y “verdades”).12
Si bien el análisis se detiene en las representaciones históricas de la exposición, es preciso aclarar que existe una diferencia entre la escritura de la historia (la historiografía) y su despliegue en el espacio museal, mediante otro tipo de narraciones o inscripciones de sentido -museografías-, con sus propias características y particularidades. A diferencia de un libro de historia, en el museo la representación del pasado aparece atravesada por la “construcción de un espacio narrado del campo visual” que desborda la linealidad y la limitación (dada por el formato escrito) y que constriñe a la historiografía, pues “el lugar del museo opera un modo diferente de comunicar la escritura de la historia no sólo porque la institucionaliza, sino también porque la hace pasar ineludiblemente por las operaciones museográficas que otorgan vida renovada a ‘lo ya acontecido’. A diferencia de la historiografía, el museo histórico se convierte en discurso dispuesto/cosa expuesta”.13 El elemento de tridimensionalidad de los objetos exhibidos otorga características particulares como la hipertextualidad, la experimentación del espacio y la interacción social, que resultan imposibles o limitadas en la historiografía.14
Por otro lado, debe tenerse en cuenta que los museos, así como otros “lugares de memoria”, tienen su propia historia: “no solamente representan el pasado. Acumulan sus propios pasados”.15 De allí la importancia de historizarlos: de identificar y comprender el contexto en el cual nacen y las variaciones, desplazamientos y mutaciones que van teniendo a lo largo del tiempo. Toda vez que los museos, en particular los de historia, han ostentado por tradición la función de arconte o guardián de la memoria, el análisis de los museos y exposiciones históricas “nos permite conocer parte de la cultura histórica de una sociedad, además de cómo ha cambiado la manera de jerarquizar los temas, los personajes y tratar los acontecimientos; en resumen, entender cómo documentamos y hacemos inteligible el pasado en función de las necesidades del presente”;16 asimismo, de los múltiples presentes desde los cuales se lee el pasado: presentes que se superponen y constituyen las capas sedimentadas de la historia del museo.17
La historia patria como centro de la nación: México 200 años. La patria en construcción en Palacio Nacional
Uno de los principales proyectos conmemorativos del gobierno federal mexicano durante el Bicentenario fue la exposición México 200 años. La patria en construcción, abierta al público entre agosto de 2010 y julio de 2011. Se trató de una exhibición histórica que reunió 541 piezas provenientes de diferentes museos (41 nacionales y dos extranjeros) y de 27 coleccionistas particulares, dispuestas en un espacio expositivo de 4 000m2 creado ex professo para la muestra -la GPN-, ubicado en el sector nororiental del palacio, en donde antes tenían sede las oficinas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Además, 2 000m2 de recintos presidenciales protocolarios estuvieron por primera vez abiertos al público, y 400m2 del área donde se encuentran los murales de Diego Rivera sobre la historia de México sirvieron como introducción a la exhibición. La inversión total de este proyecto ascendió a 281 389 000 pesos, y la cantidad de visitantes se calcula en 1.2 millones de personas.18
Los trabajos de planeación y organización de la exposición comenzaron desde 2008, dada la magnitud e importancia de la misma. Como se relata en las memorias del proyecto, una de las labores más complejas fue la gestión de colecciones: “la cantidad de acervos, el prolongado período de préstamo y las numerosas exposiciones, que además de esta, se presentarían con motivo del Bicentenario, implicaron una intensa labor de negociaciones y seguimientos que inició dos años antes”.19 Los objetos compilados y exhibidos fueron clasificados en cinco grandes temas: i) las banderas (banderas, estandartes y guiones originales); ii) las alegorías, las pequeñas esculturas y modelos de cera; iii) el retrato en sus variantes escultóricas y pictóricas; iv) los objetos vinculados con la celebración del Centenario de Independencia de 1910; v) el mobiliario y enseres “menores” que “ilustran la vida cotidiana de nuestro país”.20 Muchas de estas piezas formaban parte de las colecciones más importantes de museos muy visitados (como el de Historia, en Chapultepec), pero muchas otras eran poco conocidas o no habían sido expuestas antes, lo cual volvía bastante atractiva la muestra.
Asimismo, entre noviembre de 2009 y julio de 2010 se llevó a cabo una completa reconstrucción arquitectónica de Palacio Nacional, que incluyó estabilización de la estructura, impermeabilización de techos, construcción de elevadores, montacargas, accesos para personas con discapacidad y sanitarios; renovación de redes eléctricas y aire acondicionado; instalación de puertas, ventanas y vitrinas de seguridad y construcción de los espacios expositivos de la GNP (incluyendo bodega y laboratorio de restauración). La idea, según el ingeniero Humberto González, encargado de la reconstrucción, era “recuperar espacios arquitectónicos del monumento más importante de la nación para su uso público”.21 De esta manera, el proyecto contempló la restauración de parte de Palacio Nacional, la adecuación de un espacio para la exposición bicentenaria y la creación de un nuevo recinto museal para la Ciudad de México.
El reconocido museógrafo Miguel Ángel Fernández (exdirector de Museos y Exposiciones del INAH, y del Museo Nacional de Historia) fue nombrado como conservador de la GNP, y la curaduría de México 200 años estuvo a cargo de un grupo interdisciplinar de investigación encabezado por el historiador Miguel Soto. Según éste, la exposición ofrecía una “síntesis nacional” de la historia moderna de México durante sus dos siglos de vida independiente, partiendo de la Independencia y la Revolución como dos acontecimientos fundacionales, pero destacando también la importancia de la crisis monárquica del Imperio español como condición para la emancipación y, en especial, la construcción del Estado y la defensa de la soberanía nacional durante las invasiones extranjeras del siglo XIX.22
En el catálogo de la exposición, el Presidente de la república expresa la voluntad de “apertura” a partir de la cual el gobierno federal pretendió acercar a los mexicanos a la historia del país: “Como parte de los festejos del Año de la Patria, hemos decidido abrir a los mexicanos de par en par las puertas de Palacio Nacional al crear la Galería Nacional, la cual inicia su tarea de difusión cultural con la magna muestra México 200 años. La patria en construcción, exposición temporal que representa la travesía de México en la historia, el recorrido de nuestra nación en su quehacer independiente”.23
Se abren las puertas de Palacio Nacional; se hace pública una historia oficial. La selección de este lugar de enunciación de una historia museografiada y de una cierta idea de la nación y la identidad nacional no es gratuita: se trata de un espacio que representa el poder político (y, con la fundación de la GNP, el poder cultural) del Estado nación moderno y la elite dirigente que lo administra. Se trata de una estrategia que permite al Estado constituirse como la voz autorizada para hablar sobre el pasado nacional, estrategia que no es de ninguna manera nueva, sino que ya había sido utilizada por los gobiernos posrevolucionarios de la primera mitad del siglo XX y su política cultural plasmada en los murales de Diego Rivera en el palacio.24 A pesar de que, como veremos, la exposición trató de presentarse como “imparcial” y “no oficial”, su discurso histórico no pudo escapar del mandato estatista que ha dominado la escritura de la historia y la transmisión de la memoria social en México durante los últimos dos siglos.25 La elección de esta sede, además, ocasionó que se extremaran las medidas de control y vigilancia, para garantizar la seguridad de las piezas, el palacio y los públicos, lo cual suscitó no pocas molestias e inconvenientes en la experiencia de los visitantes.26
El concepto central a partir del cual se desarrolló esta propuesta museográfica fue el de “construcción”. En palabras de Soto, la intención de la exposición fue “hacerle ver a la gente que la patria es algo que no está hecho sino que se está haciendo constantemente y que se sientan partícipes de ello, que cobren conciencia de los grandes retos que ha enfrentado el país para llegar a ser lo que somos y cómo, a pesar de todos los pesares, el país ha salido adelante y no hay por qué no pensar que vamos a seguir saliendo adelante”.27 Fernández, en la misma línea, argumenta que el “único propósito” de la muestra fue poner en escena una “emotiva lección de historia para no olvidar ni las luchas del pasado ni los sacrificios actuales”, pues “tenemos que estar conscientes que la Independencia no es cosa del ayer, que la soberanía nacional se conquista día a día y que todos podemos ser protagonistas en esa lucha recurrente”.28 La perspectiva conceptual de la “construcción”, que le da nombre a la exposición, trató de plasmarse en la museografía y la propuesta gráfica apelando al recurso del cubo como figura geométrica en algunos paneles y cédulas, así como de incorporarse en los servicios educativos.29
Este enfoque implica al menos dos cosas: por un lado, una noción de historia abierta, dinámica y siempre en proceso, que conecta el pasado con el presente, que se contrapone a una noción más tradicional que reduce la historia al estudio del pasado, un pasado, por cierto, estático y clausurado. Por otra parte, el reconocimiento de diversos actores sociales pasados y presentes como agentes históricos, protagonistas del devenir nacional a lo largo del tiempo (todos podemos ser protagonistas… y debemos, además, ser concientes de ello) y no sólo de los grandes héroes de la historia de bronce. Tal enfoque se encuentra acorde con las narrativas contemporáneas de la investigación historiográfica y de las ciencias sociales, así como con el paradigma multicultural de nación vigente en la actualidad, y representa un avance, sin duda, con respecto a las formas de entender y exponer el pasado propias de los libros de historia y las ferias y conmemoraciones del siglo XIX y de la era del Centenario. No obstante, como trataré de argumentar en las páginas que siguen, hay razones para suponer que las buenas intenciones de este enfoque no llegaron a cristalizarse en la exposición.
Para lograr los objetivos que se proponía México 200 años. La patria en construcción, sus creadores optaron por la simplificación y emotividad del lenguaje expositivo. “El guion científico buscó tener un carácter más emotivo que formativo, en donde la concisión y sencillez de la información escrita propiciara que el espectador centrara su atención en la mirada y el disfrute de las piezas y el espacio”, lo cual hubiera sido imposible de lograr “si se hubiera tenido que subsumir todos estos acervos en un discurso científico extenso, unívoco, totalizador”.30 En este sentido, la información suministrada en paneles y cedulario tenía por función “explicar con palabras simples cuestiones que son muy complejas”, para que pudieran ser comprendidas tanto por un niño de 12 años como por un extranjero.31 Asimismo, la exposición buscó que el visitante “saliera motivado para seguir reflexionando o buscando información sobre lo que vio, pero también que provocara emociones: la búsqueda de emotividad fue, precisamente, uno de los elementos esenciales de la propuesta museográfica”.32 Según el museógrafo Rogelio Granados, la idea era generar “una gran emotividad, que la gente se sienta identificada con los elementos simbólicos, que la gente sienta realmente en el alma que es mexicana”.33
De esta manera, se planteó un diseño museográfico audaz e innovador, “capaz de contener objetos históricos de manera atractiva a partir de un estilo contemporáneo, que no fuera complejo ni demasiado rebuscado pero que permitiera hacer una lectura novedosa de estos acervos del pasado, asunto por demás indispensable si se considera que la mayoría de ellos forman parte de las exposiciones permanentes de otros recintos museales”.34 La museografía tenía entonces el reto de ser atractiva, eficaz y original, no sólo para transmitir un lenguaje sencillo y emotivo, sino también porque se trataba de una de las exposiciones más importantes del Bicentenario, porque inauguraba un nuevo espacio expositivo, porque tenía que albergar más de 500 objetos por 12 meses, y porque tenía que distinguirse de otros museos y exposiciones temporales de historia y arte que se presentarían durante la efeméride.
Además, era una oportunidad para romper con los montajes museográficos de las colecciones de historia, por tradición planos y menos atractivos en lo visual que los de arte y arqueología, y que daban como resultado una falta de identificación y apropiación de la historia, recibida como aburrida. Además de una distribución no lineal del espacio, la museografía incluyó efectos de iluminación y ambientaciones sonoras “para producir atmósferas mas vividas [sic] y emotivas”,35 como por ejemplo en el lugar dedicado al Himno nacional, en donde los visitantes podían detenerse a descansar para escuchar diversas versiones de la obra de Francisco González Bocanegra y Jaime Nunó. De hecho, una de las características destacables de la exposición fue la inserción de la museografía videodigital, que tiene la virtud de hacer “que la fisura entre la escritura historiadora y la fragmentación museográfica quede subsanada por el establecimiento explícito de recursos multimedia que recontextualizan y contrastan, mediante la palabra, la cronología de los hechos”.36 En este caso, se utilizaron video-líneas del tiempo, videos, animaciones e interactivos.
El museólogo y comunicador Carlos Iván Arcila, quien realizó una reseña crítica de la exposición, da cuenta de la efectividad que tuvieron este tipo de recursos que apelaron a la dimensión afectiva de los visitantes, de modo especial sobre el público adulto: “el recorrido por la exposición acaso resultó abrumador y emotivo para los visitantes que rondaban los 50 años de edad especialmente, por el tipo de educación cívica que recibieron durante su formación escolar y por la espectacular museografía, arropada con una estética monumental y atractiva”.37
En cuanto a los contenidos históricos y la periodización que manejó la propuesta, es importante mencionar que la exhibición estuvo dividida en cinco módulos: i) España: una monarquía en apuros (1760-1810); ii) La Independencia de México (1810-1821); iii) Los desafíos del primer siglo (1821-1910); iv) Un nuevo llamado a las armas (1910-1940), y v) Luces y sombras de un siglo (1940-2010). También formaban parte de la muestra la sala introductoria “Banderas que hicieron patria”, la sala Diego Rivera, el Mausoleo de los héroes y los salones protocolarios de la Presidencia.
Lo primero que habría que anotar aquí es la inclusión de un módulo dedicado a las revoluciones burguesas y la crisis de la monarquía española durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX como condiciones de posibilidad del movimiento insurgente que se levantaría en 1810. Esta novedad en el relato histórico mexicano es importante, pues descentra una mirada netamente nacionalista y permite una interpretación más global y compleja de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica.38 En esta sección se exhiben objetos interesantes como los famosos cuadros de castas (pintados por Juan Rodríguez Juárez en 1720) y un plano de México de 1762 que evidencia las políticas de racionalización propias de las reformas borbónicas.
A pesar de la introducción de esta sala a modo de “antecedente” de la Independencia y sus efectos sobre la narrativa histórica tradicional de la nación mexicana, debe notarse que el guion no trastocó el orden cronológico lineal propio de esta narrativa. A diferencia de otras propuestas museográficas que también se presentaron con ocasión del Bicentenario (como la exposición Imágenes de la patria, curada por Enrique Florescano y presentada en el Museo Nacional de Arte), la exposición no se ordenó a partir de ejes temáticos, sino de periodos históricos que se sucedían de manera secuencial desde el siglo XVIII (crisis de la monarquía española) hasta el siglo XX, de “luces y sombras”.
Por otra parte, si bien el guion curatorial “pretendió mostrar una visión balanceada entre los pasajes bélicos y los aspectos políticos, por un lado, y los aspectos sociales y culturales, por el otro”,39 la observación detallada de la exposición nos permite comprobar que las representaciones históricas cifradas en los objetos y la información exhibida privilegian los grandes acontecimientos político-militares por sobre aquellos referidos a los aspectos sociales, culturales y de la vida cotidiana de la historia mexicana. No es inocente el hecho de que el primer espacio exhibitorio recorrido por los visitantes fuera la sala “Banderas que hicieron patria”, decorado con diferentes versiones del emblema patriótico-militar por excelencia, la bandera, así como por cañones de obús provenientes del Castillo de Chapultepec; este tipo de objetos también serían recurrentes más adelante, en el módulo “Los desafíos del primer siglo (1821-1910)”. Tampoco es inocente que un género historiográfico tradicional como es la biografía de hombres ilustres, constituyera la columna vertebral del relato expuesto en la GNP: desde Miguel Hidalgo hasta Lázaro Cárdenas, pasando por Benito Juárez, son los “grandes personajes” o “padres de la patria” los que conectan los diversos periodos alineados cronológicamente.
Es cierto que en el guion se intentó incluir otros aspectos de la historia, en particular la dimensión de la vida cotidiana. No obstante, gran parte de las representaciones referidas a este aspecto, terminaban subordinándose (articulándose) a la “narrativa maestra” de grandes personajes y acontecimientos, o sólo daban cuenta de la cotidianidad de las elites (la mayoría corresponden a retratos familiares de clases altas). Así se reconoce en la memoria de la exposición:
si bien la mayoría de las colecciones se referían a los personajes destacados de la historia o constituían una parafernalia alusiva al poder y la patria, la vida común y corriente de distintos sectores sociales se hizo presente por diversos medios: la recreación de una recámara de principios del siglo XIX con diálogos sonoros sobre la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, la ambientación de la recámara del Segundo Imperio con diálogos sobre Maximiliano y Carlota, así como los biombos, pinturas y litografías que muestran el paisaje urbano y la vida social en los diversos momentos.40
Estas constataciones nos permiten suponer que los esfuerzos por representar la historia como un proceso en construcción que incluye a todos los ciudadanos, que trató de materializarse a través de una museografía innovadora y atractiva, no lograron desactivar los lugares comunes de la historia patria nacionalista de héroes, fechas y acontecimientos, con sus respectivos silencios, exclusiones y violencias simbólicas. A pesar de la pretensión de mostrar en la galería “la vida común y corriente de distintos sectores sociales”, los niveles subalternos como campesinos, indígenas u obreros solamente aparecen representados a través del arte en cuadros costumbristas del siglo XIX (por ejemplo de Juan Mauricio Rugendas) o de arte moderno del siglo XX (por ejemplo de Raúl Anguiano o Saturnino Herrán), pero no poseen nombres propios ni objetos que los representen, en contraste con los grandes personajes de las elites (sean éstos, políticos, militares o intelectuales). La representación de los afromexicanos se reduce a la aparición de los mulatos en dos de los tres cuadros de castas expuestos, mientras que el prócer mulato Vicente Guerrero cede su protagonismo a Agustín de Iturbide en la narración de la gesta de la consumación de la Independencia de 1821.41
La investigadora en educación y museos Luz Maceira ha apuntado cómo por tradición en los museos “las mujeres son sistemáticamente invisibilizadas en la memoria histórica o son colocadas de una forma que más bien refuerza su papel subordinado o algún atributo social como si fuese natural”.42 Esta tendencia se encuentra presente en la exposición aquí analizada, en la medida en que la aparición de la mujer está supeditada a su lugar social como madre, esposa o hija de algún personaje histórico o como integrante de una familia relevante en la historia nacional. La mayoría de mujeres incluidas en México 200 años pertenecen a la elite, y son representadas en miniaturas de cera o retratos familiares. Las mujeres de las clases subalternas aparecen en algunos de los cuadros costumbristas o modernos ya referidos. Pero quizá la mayor presencia de la figura femenina en la exposición estuvo contenida en las alegorías, representaciones pictóricas y escultóricas de la “Patria”, el “Imperio Mexicano”, etc. En ambos casos (tanto en las alegorías como en las mujeres de grupos subalternos), nos encontramos ante representaciones abstractas y no frente a actores sociales concretos con agencia histórica. No obstante, existieron dos excepciones a esta invisibilización o subordinación de la mujer en la representación histórica: la sección “Educadoras de nuevos ciudadanos”, en el módulo “Los desafíos del primer siglo (1821-1910)”, y el video “El siglo de la participación femenina”, en “Luces y sombras de un siglo (1940-2010)”. Éstos son los dos únicos casos en los que se reconoce la agencia histórica femenina, primero como educadoras y luego como sujetos de derechos de la democracia.
Estas ausencias, silencios y representaciones abstractas o simplificadoras de la alteridad reproducen la colonialidad que ha caracterizado el discurso museográfico mexicano de los últimos dos siglos.43 Se trata de una limitación que es admitida por los organizadores de la exposición. En una entrevista periodística, frente a la pregunta sobre la pobre representación de los indígenas en la muestra, Corrales afirmó: “es difícil. Hay algunas piezas como el cuadro que muestra a los caciques, un cuadro pintado por Hermenegildo Bustos. Por eso, cuando se llega a los siglos XX y XXI, que ya hay fotografía y cine [sic], metemos imágenes y filmaciones antiguas en las que aparecen todos los estratos de la sociedad. Es muy difícil encontrar un retrato popular de gente humilde”.44
Si bien la exposición fue descrita por sus organizadores como imparcial y no oficial,45 no se le pudo desmarcar de su estatus de relato estatista oficial, por el tipo de objetos que exhibió, el tipo de representaciones históricas que privilegió y -como ya señalé-, el lugar simbólica y físicamente central en donde se realizó. Al respecto, Arcila anota que
el contenido o discurso de la exposición no escapó a la polémica ya que trataba de abordar una parte de la historia nacional: desde 1760 hasta los inicios del siglo XXI, según la visión que tiene de ésta el Estado y, en particular, el actual gobierno. Se puede aducir entonces que dicha versión de la historia fue parcial(como cualquier otra) y que en ella se atenuaron los numerosos conflictos que la caracterizan, así como que pretendió exhibir sólo el rostro dulce y amable de lo que en realidad ha sido un recorrido tortuoso. Imposible negar, pues, que lo que los públicos asistentes vieron de la historia nacional en la muestra fue una interpretación oficial y, por tanto, vinculada -como no podía ser de otra forma- a una concepción ideológica y política de un grupo específico.46
En donde esta interpretación oficial fue más evidente, fue en aquellos casos en donde se hacía referencia a los partidos políticos en el siglo XX y la historia reciente de México. Los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, a cargo de las conmemoraciones bicentenarias, tuvieron sus particulares lecturas y usos de la historia, y esta exposición no fue la excepción. Por un lado, podemos mencionar el retorno de figuras históricas proscritas de la historiografía y el imaginario nacional de corte liberal a la narrativa oficial de la historia de México, en particular Agustín de Iturbide y Porfirio Díaz.47 Por otro lado, y es esto lo que en realidad resulta preocupante, la propuesta museográfica operó una estrategia de borramiento del contrincante político y su invisibilización como agente histórico, al despojar de nombre propio al Partido Revolucionario Institucional (PRI).48 A diferencia del “partido oficial”, asociado a un sistema antidemocrático (por haberse mantenido por siete décadas en el poder) y con el pasado, el partido en el poder se (auto)representó como el régimen del presente y del futuro, el partido de la “Generación Bicentenario”, que impulsaría a México hacia la democracia y el porvenir. Este “horizonte de expectativa” panista quedó estampado en la video-línea del tiempo con la cual se abría el último módulo, “Luces y sombras de un siglo (1940-2010)”, cuyos dos últimos cortes en el tiempo son “2000: Tras cerca de 70 años en el poder el partido oficial es derrotado por el PAN” y “2010: Celebraciones que marcan el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicana”. De esta manera, el gobierno panista no solamente se colocaba como el protagonista actual de la historia mexicana (y su promesa futura), sino además como el portavoz autorizado y legítimo de dicha historia, en el espacio del museo y en la coyuntura de las conmemoraciones.
Otro de los sitios en donde fue palpable el carácter oficial de la exposición fue el denominado “Mausoleo de los héroes”, emplazado en la antesala del Antiguo Recinto Parlamentario, en donde se exhibieron los restos óseos de los próceres del movimiento insurgente, que reposaban desde 1925 en la Columna de la Independencia.49 El traslado de las reliquias al Museo Nacional de Historia para su identificación, limpieza y restauración, y con posterioridad a la GNP para su exhibición, fue una acción estatal que no estuvo exenta de cuestionamientos.50 En la sala se colocaron varias urnas con los restos de los héroes, “las paredes y el techo fueron revestidas con un tapizado negro con pasamanería dorada”, a diferencia del resto de la exposición, cuyos muros fueron blancos; y “como elementos complementarios se instalaron dos videos sin audio sobre sus traslados y sobre los procesos de restauración, así como una sonorización con el Réquiem de Fauré”.51
Para los organizadores, “el montaje logró construir un espacio serio y formal sin llegar a ser fúnebre”;52 Fernández aseguró que “esas urnas serán expuestas no para su veneración sino, de nueva cuenta, para honrar la memoria de aquellos que no pueden caer en el olvido”,53 mientras que Corrales manifestó que “no es una sala de veneración ni de culto, sino una sala de exhibición, para que la gente conozca estos restos”.54 No obstante, a todas luces se trató de una sala cuyos elementos compositivos -los colores negro y dorado, el nombre de “mausoleo”, la exhibición de reliquias sacralizadas de la historia patria, el réquiem como banda sonora- nos hablan de un ambiente de recogimiento, veneración y culto funerario, en donde la antigua función del museo-templo desplazó la pretendida función del museo-foro implícita en la perspectiva conceptual de la historia como “construcción”.
En el Mausoleo, el poder simbólico del objeto histórico exhibido55, el aura mítica de los objetos pertenecientes a los grandes personajes -el crismero del padre Hidalgo, el sable de Morelos, la batea de Leona Vicario, etc.- vuelven a percibirse por parte de los visitantes, que se encuentran ahora frente a los restos materiales de sus dueños, los míticos héroes que se constituyen en los referentes del relato histórico patrio. La centralidad del objeto, y en particular de la reliquia, son una marca de identidad del museo-templo, cuyo objetivo es más la contemplación y veneración que la interacción crítica entre los públicos y los objetos/relatos del museo.
Me parece que ésta fue la constante en México 200 años, pese a la intención de presentar una museografía innovadora respaldada en el concepto de “construcción”. La excepción más notable en este sentido fue el último módulo, “Luces y sombras de un siglo (1940-2010)”. Esta sección casi no mostró objetos, sino “que se sustentó sobre todo en el uso de información sonora e imágenes en video”, lo cual supuso una ruptura con respecto a la museografía de las demás salas:
de ser un discurso basado en la información escrita, se asistía a uno basado en las referencias visuales y de información oral, narrada; así, la escasa presencia de textos escritos y de colecciones -los cuales cedieron su sitio a la profusión de imágenes que, a la manera de un collage, conformaban los videos y proyecciones- demandaba del espectador una reflexión más autónoma, que lo condujera a hacer una reflexión final sobre la exposición, a elaborar su propio discurso de conclusión que no se presentara en una cédula final.56
Además de algunas de las pinturas de arte moderno ya mencionadas, en este espacio destacó una sala con la sonorización del poema “La suave patria” de Ramón López Velarde, acompañada de dos representaciones pictóricas del mismo y una serie de videonarraciones sobre temas como la creación de la UNAM, el cine mexicano, la participación política femenina, la reforma electoral de 1976 y los altibajos de los gobiernos posrevolucionarios. Los años 1968 y 1994 se representaron a través de videos como periodos de contrastes: entre el movimiento estudiantil y la masacre de Tlatelolco, y la firma del TLCAN y la emergencia de la insurgencia neozapatista, respectivamente.
Justo al final de este módulo, antes de la sala Diego Rivera y el Mausoleo, se encontraba un túnel que indicaba el término del recorrido del núcleo de la exposición. En esta parte aparecieron por primera vez dispositivos interactivos, y la fisonomía de los muros y paneles museográficos se transformaron con respecto al resto de la exposición; “fue allí donde se expresó con mayor claridad el concepto de construcción en la museografía: paredes de formas irregulares que generaron espacios discontinuos y fragmentados, las cuales pretendían resaltar precisamente la idea de que la patria no es una entidad definida y acabada, sino que continúa modelándose y construyéndose”.57
Debe tenerse en cuenta que este módulo representa nada más el 10% del total de la exhibición;58 debido a ello surge la pregunta ¿por qué esperar hasta el final de la exposición para en realidad poner en escena la perspectiva de “la patria en construcción” y hacer partícipes a los visitantes a partir de recursos interactivos? Esta decisión fue desacertada, toda vez que contribuye a que los públicos asocien la historia reciente y lo contemporáneo como algo dinámico y en constante fluir, en oposición al pasado más remoto (la historia de la Independencia o la Revolución, por ejemplo), que ya se encuentra determinado, estático e inmutable. Asimismo, el manejo “diferenciado” que se le dio en la exposición a la historia contemporánea y reciente evidencia algo que ya había sido planteado por Mauricio Tenorio: no contamos todavía con una historia “seria” del siglo XX.59
Esta decisión ejemplifica muy bien lo que, en síntesis, podemos decir que fue México 200 años. La patria en construcción: una exposición tradicional de historia patria presentada a partir de una museografía atractiva y espectacular; un discurso propio del siglo XIX actualizado a un formato del XXI, en donde la estructura del relato y sus implicaciones en el presente, poco o en nada se modificaron.
Conclusión
El ámbito museal fue uno de los espacios destacados para la representación de la historia y la circulación de discursos sobre el pasado en la coyuntura conmemorativa de 2010. Si bien México 200 años no fue la única exposición de carácter histórico que se presentó durante el Bicentenario, destacó por su centralidad -tanto por el lugar físico que ocupó como por su nivel simbólico- y por los recursos en tiempo, dinero y trabajo que se le dedicaron. La cantidad de visitantes a la muestra es asimismo un indicador de la importancia que tuvo ésta. Además, debe reconocerse que si bien se trató de una exhibición temporal, la restauración de parte de Palacio Nacional y la creación de la GNP son legados importantes que este proyecto deja a los mexicanos.
La propuesta partió de una necesidad de renovar los discursos históricos y museológicos y los despliegues museográficos de las exposiciones de historia tradicionales. Es notable cómo la exhibición se propuso generar en los públicos una reflexión crítica sobre el concepto de historia como construcción. Según la curaduría, la historia de la nación debe entenderse no como un acontecimiento del pasado ya concluido y resuelto, sino como una construcción, un proceso inacabado que aún está en juego en el presente y posibilita proyecciones futuras. La museografía a cargo de Rogelio Granados y su equipo estuvo enfocada en la dimensión emotiva, buscando despertar en los visitantes un sentimiento de pertenencia y una actitud participativa con respecto a las historias expuestas en la galería. Los recursos hipermedia e inmersivos fueron herramientas que se utilizaron para alcanzar este objetivo. Además, la gratuidad en el acceso y la apertura de recintos protocolarios antes restringidos de Palacio Nacional, son elementos que dan cuenta del tono público y participativo que caracterizó a esta experiencia expositiva.
Sin embargo, es preciso aclarar que el peso de la historia patria tradicional, hilvanada a partir de personajes, acontecimientos y símbolos sacralizados, terminó por imponerse por sobre la innovación museográfica y la apertura historiográfico-museológica propuestas. De modo lamentable, la idea de acercar a los públicos a la idea de la historia mexicana en tanto construcción no pudo concretarse, pues, como ya lo mencioné, se trató del mismo relato histórico de siempre, sólo que vestido con nuevos ropajes.
Si utilizamos las metáforas de museo-templo y museo-foro propuestas por Cameron como un filtro para analizar esta propuesta museográfica, podríamos concluir que si bien sus creadores quisieron presentar la exhibición como un foro participativo y abierto (y de ahí la apuesta por una museografía “audaz” y “diferente”), a fin de cuentas no pudieron trascender la antigua función social del museo como templo de la patria que hace pública y legitima una cierta lectura (oficial) del pasado nacional. El sociólogo Jesús Antonio Machuca, en un reciente artículo, se hacía la siguiente pregunta sobre los museos y su representación de la nación y de la historia: “Una interrogante que queda en el aire es si los museos, que han sido una pieza fundamental en la tarea de definición de una conciencia histórica que incluye a la nación -al visualizar de manera crítica su propia manera de incidir en los modos de interpretar la historia-, podrán ahora incluir y mostrar la polifonía de las visiones, interpretaciones y memorias, así como hacer la historia de su propio papel y los modos de darla a conocer”.60
La exposición de Palacio Nacional enunció la tarea (y reconoció su importancia) pero difícilmente llegó a ponerla en práctica: se convirtió en una reproducción más de la historia patria. Una vez más, el Estado-nación moderno, con sus lugares comunes, iconos y avatares, se entronizó como el sujeto de la historia, desplazando a un segundo plano esas otras “visiones, interpretaciones y memorias”. Estas conclusiones provisorias, no sobra decirlo, podrán ser corroboradas o impugnadas por estudios de públicos que registren la recepción y apropiación por parte de los visitantes de los discursos expuestos, y que aún no existen para el caso de estudio aquí analizado.