Introducción
Entre 1599 y 1605, el viaje que el fraile Diego de Ocaña hizo por algunas regiones recónditas de América del Sur quedó plasmado en las descripciones de lo que observaba y vivía.1 La subjetividad del relato, cargado de consideraciones emocionales y personales, invita a reflexionar en qué motivos tendría un fraile Jerónimo para dejar las comodidades del monasterio español en el que vivía y viajar por tierras sudamericanas en las postrimerías del siglo XVI.
Más allá de las cuestiones formales, que incluyen la obediencia a los mandatos de la Orden,2 es razonable suponer que motivaciones de índole intimista y personal, alentaban el cruce del Atlántico. La travesía era un símbolo visible de otro intangible: un viaje hacia el alma y el espíritu que se iniciaba buscando aquietar las pasiones de la carne.
Esta búsqueda se beneficiaba de los rigores de las lejanías desconocidas ya que, como había supuesto Aristóteles, los actos épicos eran el corolario de las dificultades por las que atravesaban los héroes.3 De hecho, se asociaban con la valentía necesaria para enfrentar las vicisitudes y los miedos que provocaba la inmensidad de un mar plagado de peligros. En efecto, morir ahogado en el océano impedía el ritual cristiano de la muerte, poniendo en peligro la salvación del alma: como no se podía dar cristiana sepultura al cuerpo, peligraba la propia glorificación en estado de plenitud física, en la segunda venida de Cristo.4
Por este tipo de determinaciones se debe ponderar en el análisis histórico la perspectiva subjetiva del monje que se expresa inexorablemente en la articulación misma del relato. Hace tiempo que la Historia cultural ha demostrado que sólo lo comunicado constituye el hecho social, por lo que la descripción de lo observado que Ocaña puso por escrito, lejos de tratarse de una manifestación personal es una construcción social, espacial y temporal: un relato histórico cargado de significados, en el que el narrador es un sujeto atravesado por su propia historicidad,5 y que el historiador ha de poder descifrar.
El análisis de determinados pasajes de la crónica que propongo en este trabajo, busca rastrear e identificar el espacio figurado que se forjó a partir de la conquista, entre españoles y americanos.6 Tendré entonces que abordar la retroalimentación entre las descripciones de lo ritual y de lo simbólico presente en el relato, sopesando la subjetividad de Ocaña y considerando la importancia que la fe y sus anclajes religiosos tenían en la representación mental del Nuevo Mundo que el monje estaba forjando.7
Todavía en las postrimerías del siglo XVI, los relatos de viajeros eran respaldados por una aceitada tradición que hundía sus raíces en el mundo árabe del siglo X y que había demostrado en qué medida eran funcionales para sensibilizar en torno a lo desconocido y crear imágenes convincentes de la otredad.8 En cada uno de ellos, el autor buscaba generar empatía con el lector (posible viajero futuro), a quien confiaba los infortunios vividos y los extraños ritos presenciados.
Paul Zumthor ha señalado queque, en realidad, con cada escrito, se estaba trazando el itinerario de una santidad ya que “la memoria se proyecta en el espacio sagrado y el discurso mediante el cual desempeña una función de iniciación. Se trata de una función fuerte, que corresponde a uno de los rasgos específicos del cristianismo medieval, religión del espacio más que del tiempo”.9
Para el hombre bajomedieval, el espacio era todavía un favor concedido por Dios y, como tal, un símbolo del cristianismo.10 Esto determinaba la obligación de protegerlo y evangelizar a sus pobladores.
Para el historiador, las crónicas de viajes a Indias del siglo XVI cobran interés en tanto forman parte de un específico dispositivo argumental imperial que contribuyó con eficacia a legitimar determinadas categorías de valoración sensorial. Estas categorías fueron basales para la posterior construcción de nuevas identidades hispanoamericanas.
En este sentido, la valoración de las expresiones culturales de los nativos que Ocaña hizo, pone en evidencia la agudeza con que era interpelado por lo que observaba, ya que su relato11 espejea buena parte de sus símbolos culturales,12 anclados en una religiosidad bajomedieval en la que la atención a lo maravilloso y la dominancia de las emociones sobre el intelecto eran los componentes esenciales.13
A causa de este tipo de consideraciones puede mitigarse el dilema de base respecto de la existencia, o no, de una relativa homogeneidad cultural y material entre la amplia gama de espacios sociales y geográficos conectados por el Atlántico,14 si se considera la funcionalidad de las grandes redes de intercambio y de circulación de objetos, discursos y personas que se organizaron a partir del siglo XVI.
A partir de estos supuestos y teniendo en cuenta que la modernidad habría de ser concebida como “la forma histórica de totalización civilizatoria que comienza a prevalecer en la sociedad europea en el siglo XVI”,15 se impone un análisis histórico crítico de la relación entre las ideas/representaciones mentales y el poder, entendido como “un aspecto de todas las relaciones entre las personas”,16 que no obstante las trasciende para organizar y gestionar campos de acción en favor de los sectores hegemónicos.17
Ocaña y el espacio
El marcado nomadismo de personajes como Diego de Ocaña que recorrió 35 000 km en seis años, contribuyó a perfilar un sentido universalista del territorio que exploraban.18 Portador por excelencia del espíritu de cruzada, el discurso de los religiosos era, en esencia, consecuencia de la movilidad que los alentaba.
Ocaña era una voz que emanaba de los sectores dominantes y que intentaba entender y resignificar la realidad cultural y material que observaba, con el fin expreso de evangelizar a los nativos. Para ello recurría no sólo a las palabras: las imágenes de los principales símbolos del cristianismo que llevaba consigo, al igual que su probidad como pintor de la figura de la virgen de Guadalupe, fueron útiles para crear un sustrato de sentidos comunes asignados por los españoles al espacio atlántico. El fraile era consciente de la importancia de sus dibujos y de los fines que perseguía al hacerlos: “Y así hice estas imágenes adonde había otras, porque las limosnas no se perdiesen y se diesen a otras y adonde no las había, como fuese en Potosí y en Chuquisaca, las hice para que fuesen mayores las limosnas y para que no se perdiese la memoria, y así entiendo haber acertado”.19
Por este tipo de cuestiones, no importa tanto si la evangelización de los nativos resultó efectiva; más bien lo que interesa son las herramientas y los medios por los que los españoles pudieron construir una hegemonía discursiva respecto de América y lo americano. En suma, el propósito es considerar lo escrito como un producto mediado por los sentidos del autor, pero también a los lectores como sujetos interpelados por aquellos sentidos.
Aunque no se trata de una crónica oficial, es decir no fue pedida ni confirmada por la Corona, respeta a cabalidad las instrucciones formalizadas en la Instrucción y memoria de las relaciones que se han de hacer para la descripción de las Indias, ordenada por Felipe II en 1573. Por esto es detallada con esmero la información que describe la fauna y la flora autóctonas, así como el clima o las viviendas de los aborígenes. Lo que la convierte en un relato único es que permite conocer a un personaje que vive y siente América en tanto se presenta como protagonista de una descripción en la que sus emociones son protagónicas.
Entiendo que toda la inabarcable construcción narrativa del XVI contribuyó a delimitar un espacio atlántico coherente y una nueva identidad, que combinó no sólo las imposiciones culturales de los dominadores, sino que se nutrió también de las resignificaciones de los constructos culturales de los dominados, aunque nunca llegaran a anularlos por completo.20
Una noche apocalíptica en Lima
A finales de diciembre de 1605,21 Ocaña fue testigo de un hecho asombroso que lo hizo aseverar que “no he visto ni espero ver semejantes cosas como aquella noche pasaron”.22 Un fraile franciscano23 había predicado en la plaza principal de Lima un mensaje apocalíptico que auguraba a los limeños las más terribles consecuencias por sus pecados.
No parece tratarse de un sermón fuera de contexto; hacía pocos días las ciudades de Arica y Arequipa habían sufrido una inundación y un terremoto, respectivamente, por lo que es imaginable un estado de miedo general agudizado por los cataclismos naturales.
Al parecer, las iglesias permanecieron en alerta aquella noche, todos los conventos abrieron los sagrarios y encendieron cantidad de velas; de la misma manera, el Santísimo Sacramento estuvo descubierto. La escena era dantesca:
todos los frailes en las iglesias y clérigos arrimados por las paredes confesando a la gente, las cuales se confesaban algunos a voces y de dos en dos; aquella noche por las calles, muchos penitentes azotándose como noche de jueves santo. Hiciéronse muchas restituciones, diéronse muchas limosnas, muchos que estaban amancebados se casaron y hubo muchos desposorios, y toda la gente de la ciudad por las calles y en las iglesias todos llorando y dando gritos, todos gimiendo y suspirando, diciendo que aquella noche habían todos de ser hundidos. Y para mí fue aquella noche un retrato del día del Juicio y toda la ciudad haciendo verdaderas penitencias, pidiendo a Dios misericordia y haciendo los religiosos muchas plegarias.24
Ocaña sintió que no era posible significar por escrito lo que aquella noche sucedió.25 No encontró parámetros con los que describir lo vivido aunque los miedos ajenos lo hicieron expresar los propios: pensó que los penitentes que recorrían el campo esa madrugada, y que pudo ver desde la ermita que había montado en las afueras de Lima, eran en realidad ladrones que querían sacarle lo que tenía. En la crónica refiere que los penitentes podían en realidad ser ladrones encubiertos, tal y como solía suceder en España.26 Es claro que sus miedos habían sido configurados en Europa.
Este fragmento del relato de Ocaña, es especialmente útil para destacar la presencia del miedo como protagonista del relato.
Ya desde el año mil de la era cristiana podemos encontrar documentos que atestiguan la gradual formación de este entramado de símbolos atribuidos a lo terrorífico. Por caso, el monje francés Raoul Glaber describió con detalle los terrores que provocaban a los hambrientos campesinos franceses del siglo XI fenómenos naturales como el paso de un cometa y las inundaciones que provocó.27 Nada diferente de la asociación que Ocaña hacía 600 años después en otro continente: la relación entre la furia de Dios y los desastres naturales tenían para entonces una larga historia compartida.
Este complejo de miedos populares, que a mi entender se consolidó en el occidente europeo poco a poco desde el primer milenio, necesitó de la Iglesia como fuente legítima de autoridad y de discernimiento del bien y del mal. Esto permitió, a su vez, que se fortaleciera como institución de poder y de control a partir de atribuirse una función de veedora y constructora de los parámetros éticos y morales del entramado social. De hecho, secuelas del milenarismo alentaban a personajes como Ocaña, que creían en la universalidad del mensaje evangélico al mismo tiempo que vivían enclaustrados en monasterios, esperando la segunda venida de Cristo.28
Ocaña era producto de un entramado sociocultural que había configurado a lo largo de los siglos un sistema de aprensiones al hambre, a la guerra, a las pestes y a los fenómenos incontrolables de la naturaleza de tal envergadura, que había penetrado muy profundo en las cosmogonías de los sujetos. También era el fraile de una Iglesia que, al menos en Castilla, no había podido contener a los espíritus temerosos de la baja Edad Media.29
En América, el fraile encontró los rastros palpables de sus miedos. La relación entre los hombres, la naturaleza, el diablo y Dios, aquí parecía más expuesta. Lo sobrenatural y la superchería estaban, en la mente de Ocaña, asociados con el mundo rural. Su estupor frente a los indígenas que exhibían sus cuerpos semidesnudos sin vergüenza en un territorio vastísimo, quedó registrado en su crónica.
La vista y el olfato deben de haber guiado el registro. A lo largo del relato, la vista se transforma en el sentido que rige la percepción de la realidad. Son muchas las ocasiones en las que lo que ve, termina definiendo lo que siente: vista y miedo van de la mano.30 En este aspecto, Ocaña no parece escapar a las generales de la ley: los hombres instruidos del siglo XVI, según Robert Muchembled, desconfiaron de los cuerpos y de los sentidos por entender que eran lo más bajo de la condición humana. Permitían el ingreso del pecado y, por tanto, de los demonios. Pero también concibieron el control de la gestualidad corporal como un símbolo de las buenas costumbres cristianas; formas púdicas de comportamiento público que en las impresiones de Ocaña distaban demasiado de las de los nativos.31
Lo maravilloso y lo sobrenatural como escenario
La descripción de las riquezas naturales del Nuevo Mundo da cuenta de la extrañeza y fascinación del fraile que, frente a lo que va descubriendo, no puede dejar de observar y registrar a partir de patrones mentales de un religioso castellano del siglo XVI. Su relato trasunta la forma en que él mismo se maravillaba y asombraba ante la exuberancia que lo rodeaba, nutriendo de contenido lo que sostiene Stephen Greenblatt cuando asegura que, en este tipo de personajes, se ponen en juego lógicas medievales y modernas, alimentando una retórica que justificaba la conquista desde el encuentro con lo maravilloso y lo exótico.32
En esencia, el poder de la maravilla permitía el reclamo de posesión territorial que motivaba las intenciones de los conquistadores. Fray Diego de Ocaña no es ajeno a estos supuestos ya que en varios pasajes de su crónica se puede percibir tanto el asombro que le provocaban las formas de vida de los nativos como la imperiosa necesidad que sentía de evangelizarlos. Pero también la descripción densa que hace de lo que observa, es claro que está dedicada a unos lectores que no pueden hacerse la idea de otro, tan otro, sin que medien símbolos ficcionales en el relato.33
De hecho, la escena americana que creó este “mito de origen” generó un imaginario en los conquistadores en el que confluyeron visiones utópicas de la naturaleza y la asociación de lo salvaje y lo maléfico con lo indígena.34 Por caso, la descripción que Ocaña hizo de la ciudad de Cartagena es un claro ejemplo de este tipo de representaciones. Sobre todo, cuando asoció la enfermedad a la desnudez de los nativos: “y como están desnudos y cogen viento, vive la gente muy enferma; y andan, ansí aquí como en Portobelo y Panamá, muy descoloridas las personas”.35
El registro discursivo de los españoles se asentaba tanto en la “maravilla” del descubrimiento como en la sobrenaturalidad del lugar, lo que fue utilizado como estrategia retórica en los relatos para legitimar la conquista.
En el mismo sentido, la descripción de las mujeres indígenas estaba plagada de símbolos religiosos propios de la modernidad temprana. Estas mujeres eran asimiladas, en la crónica, a demonios, brujas o cerdos, con toda la implicancia negativa que esto presuponía en un momento histórico en el que la violencia judicial en contra de la mujer se estaba agudizando.36
[Y] el cabello negro y suelto y ellas morenas y tostadas del sol, no parecen por aquellos arenales sino demonios y brujas, Ellas no se lavan sino cuando van a la mar, que de ordinario está muy cerca de los pueblos en todos estos llanos. Y tienen tanta costumbre de lavarse en la mar, que la india acabada de parir se lava y a la criatura también; y desde que nacen se crían con esto, y con todo eso son puercas porque si no es cuando se ven junto a la mar, no se lavan. Y en casa aunque tienen las manos y las caras puercas, nunca se las lavan.37
El fraile las diferenciaba de las féminas criollas que le resultaban “muy hermosas, de buenas teces de rostros y buenas manos y cabellos y buenos vestidos y aderezos, se tocan y componen muy bien, particularmente las criollas que son muy graciosas y desenfadadas”.38
En la misma descripción sociológica que hacía de Lima, Ocaña asumía como un dato normal de la realidad la existencia de la prostitución, a la que justificaba dada la carencia económica de algunas limeñas: “Hay como en Castilla en las ciudades grandes, de bueno y de malo; la mucha necesidad que en algunas mujeres hay y la sobre que otras tienen es causa de que haya alguna libertad en mujeres, como en los demás pueblos de indios que es ordinario”.39 Es evidente que en su escala de acciones pecaminosas la prostitución era asumida como un mal necesario; en cambio, la brujería debía ser perseguida, condenada y exterminada.40
De hecho, el proceso de interiorización del mal, y por ende la creencia en la brujería, las brujas y la consecuente necesidad de exterminarla, está asociado de modo nodal a la fascinación que lo maravilloso provocaba. Esto tiene una manifestación evidente en la aparición de lo fantástico como eje particular de las crónicas de viajeros. Por ello, la imagen monstruosa con la que el fraile describe a los nativos se confunde con lo mítico, lo sobrenatural y la extrañeza frente a lo distinto. Incluso cuando combaten junto a los europeos, Ocaña presupone que lo hacen sólo por aplacar su sed de sangre: “Sirven solamente cuando hay guerras de ayudar a los españoles, y esto sin que los llamen, sino que ellos se convidan por solo el vicio que tienen de matar y comer a los que matan, sin perdonar a ninguno”.41
Como he señalado, la persistencia de las representaciones mentales propias del bajo medioevo continuaron condicionando los relatos de los viajeros en tierras americanas a lo largo de todo el siglo XVI. El temor al diablo y su capacidad infinita para infligir dolor y dependencia del mal, fueron parte constitutiva de las nuevas representaciones mentales que se generaban y alimentaban en la medida en que los españoles avanzaban en el control y conocimiento de las vastas extensiones del territorio americano.
Un caso paradigmático de la crónica de Ocaña es la descripción de un acto inquisitorial en la plaza de Lima, del que fue testigo ocular en 1605. Es interesante la composición sociológica de la capital del virreinato que este acto le permite a Ocaña retratar: asisten los agentes del gobierno, virrey y oidores; la Universidad; los dos cabildos (regular y seglar), y todas las órdenes. Es claro que un evento religioso presuponía la asistencia del pueblo y de las autoridades. La imagen que ofrece el monje recuerda la composición orgánica de los municipios castellanos de la época.
Antes que los condenados y los quemados, todos judíos portugueses, lo que le llama la atención del fraile es la solemnidad majestuosa con que se celebra el acto. La descripción enfatiza el carácter público y colectivo del suceso porque, de acuerdo con su testimonio, la ciudad entera estaba involucrada en lo que se representaba como un festejo popular. De hecho, a Ocaña le pareció llamativo que para el día acordado se construyera un teatro a fin de que los habitantes de la ciudad no sólo presenciaran el acto sino que estuvieran cómodamente sentados. También se levantó un cadalso alto, con el propósito de que todos pudieran ver y participar en calidad de testigos del ritual.
La Iglesia en América participó con diligencia de la conquista territorial aglutinando a los pobladores en núcleos que se organizaban a partir de una planificación y/o encuadre urbano en el que lo religioso tenía una presencia destacada. Desde la iglesia ubicada en un predio central, hasta los monasterios de cada orden que inundan con cruces el paisaje o los cementerios que recordaban la finitud de la existencia y la importancia del cuidado del alma, la morfología arquitectónica de cada villa le recordaba a los nativos que eran parte de una sociedad cristiana. En algún sentido, la Iglesia se mimetizaba con la ciudad ya que era dadora de significados: la pertenencia a la comunidad de vecinos siempre estaba mediada por lo religioso que era el garante final del control del espacio público.42
Por este tipo de cuestiones, cuando llegó el momento de sentenciar a las mujeres acusadas de hacer trabajos de hechicería, Ocaña constata que su proceso se llevó a cabo en privado: el carácter público que hasta recién veíamos en el proceso a los judíos, se evapora con rapidez:
Hay también por acá muchas hechiceras, particularmente indias y negras, que engañan con sus embustes a otras mujeres que fácilmente y de ligero se creen dellas, y se tuvo por buen orden no sacallas al acto a estas mujeres, sino allá en la capilla las penitenciaron, porque cuando les leen los procesos aprenden otras aquellos embustes y por esto no las sacaron en público ni las sacarán ya mas.43
Todavía en el siglo XVI, el diablo de los europeos era capaz de ingresar en un cuerpo humano para sodomizarlo, tiranizarlo o usarlo como agente de sus planes. Sin embargo, lo que hacía en especial susceptibles a las mujeres de caer bajo su órbita, era la primigenia maldición divina. Dios había denigrado la relación entre Eva y sus congéneres con Satanás por la eternidad de los tiempos cuando determinó el vínculo: “y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; ella te herirá la cabeza, y tú le herirás el calcañar”.44
De hecho, en pleno siglo XVI se dieron a conocer algunos casos de hermanas poseídas. Tal es el caso de Jeanne Fery, quien entre 1584 y 1585 fue liberada, en el convento de Mons de la actual Bélgica, de un pacto de sangre que ella había sellado con el demonio.45 Este tipo de sucesos ponían a la Iglesia en alerta: no sólo el diablo trataba con brujas campesinas analfabetas, al parecer también podía inmiscuirse en el cuerpo de las religiosas.
Tal vez debido al conocimiento de este tipo de hechos, personajes católicos en tierras americanas agudizaron su poder de observación para detectar cualquier atisbo de acción demoníaca. Es claro que los nativos eran el caldo de cultivo: sin instrucción cristiana, carecían de los rudimentos básicos para enfrentar al diablo.
La contracara del fenómeno es que este tipo de presupuestos jerarquizaron como necesaria la presencia de frailes evangelizadores en el Nuevo Mundo. Eran ellos los que a la par de los conquistadores, contribuían con una apropiación simbólica del territorio a través de sus prédicas y escritos, conscientes tal vez de que para sus lectores sería difícil creer que existía en la realidad lo que ellos describían.
La descripción de los indios que Ocaña encuentra en Paraguay es una prueba de esto. En su relato, la caracterización de los nativos americanos siempre está asociada a lo demoníaco, a la fealdad y lo bestial: “pocos indios por los campos, desnudos como sus madres los parieron, ansí mujeres como hombres, y todos embijados [pintados con bija o bermellón] y feos, que no parecen sino diablos”.46 Lo mismo sucede en ocasión de advertir a sus coterráneos las suertes que pueden sufrir si caen en sus manos:
Hay otras naciones tan bestiales en sus costumbres, que por curiosidad no se pueden dejar de decir aunque de suyo no son honestas, por ser costumbres entre ellos muy usadas y en muchas partes y tierras. Una es, que se llaman charrúas, que cuando cautivan a algunos españoles, los llevan a sus casas; y estos indios son muy feroces y valientes; y pelean con unas bolas atadas en unas cuerdas de nervios de guanacos y de avestruz, que dan con un caballo en tierra; y estas bolas son de piedra.47
Como último ejemplo, la descripción de los calchaquíes en la que aparece la máxima expresión de su estupor cristiano:
Hay otra nación que se llaman calchaquíes. Son muy valientes. Estos comen carne humana todas las veces que la alcanzan, y son muy caribíes. Y los muertos no los entierran, sino se los comen; y no solamente los que matan en guerra, sino sus mesmos hijos cuando mueren, diciendo que lo que ellos parieron no se tiene que enterrar sino volver a sus vientres.48
El semblante monstruoso de los indios se funde en el relato con lo fabuloso, lo prodigioso y la extrañeza frente a lo distinto. Es probable que lo real y lo irreal se confundan de forma tal que Europa termine de definirse a través de América a lo largo del siglo XVI .49
Esta clave analítica es la que creo que mejor explica el enojo del fraile cuando, en el interior de una iglesia en Paraguay, encuentra nativos desnudos sirviendo la mesa de los españoles. La descripción de la escena no carece de belleza: entre la furia de Ocaña y la risa de los presentes, queda al descubierto el encuentro cultural, profundo y dramático, entre dos mundos:
Y fuimos a la iglesia, la cual estaba llena de indios y indias, todos desnudos en cueros, y tan grandotes ellos y tan feos y tan deshonestos, que me causo grandísimo enfado, porque no traen cosa ninguna en las partes vergonzosas sino todo al aire. Y lo que mas me enfadaba era cuando servían la mesa, que se sirven dellos los españoles, cuando llegaban con tanta deshonestidad a quitar alguna cosa de la mesa; y las mujeres están ya tan hechas a vellos ansí las españolas, que no se les da nada y se reían mucho de lo que yo me enfadaba.50
Al igual que la palabra, la destreza que Ocaña tenía para el dibujo sirvió para acentuar la descripción negativa de los nativos. Por ejemplo, hizo pinturas en las que detallaba la vestimenta de guerra de los indios en la gobernación de Chile. Es también en Chile donde queda impresionado por los indios araucanos a los que descubre no sólo con palabras sino con esmerados dibujos que muestran cuánto más corpulentos y fornidos eran que los demás. Para dar cuenta de las valiosas capacidades guerreras de estos indios, los individualizó en el relato, nombrándolos: así Lautaro, Caupolicán o Anganamón se parecen más a demonios que a seres humanos en las palabras de Ocaña. También relató con espanto el ataque que en Valdivia sufrieron los españoles, así como el rapto de mujeres y niños cristianos en diversos poblados como los de Angol, Chillán y Villa Rica.51
Analizando los dibujos y las imágenes que el relato invita a fijar mentalmente, se puede seguir el hilo de Ariadna que lleva hasta los límites de la capacidad de observación y descripción de lo que los españoles encontraron en América. Incapaces de comprender la otredad y sin palabras que pudieran describir lo que veían, atinaron a definir por la negativa un mundo que no comprendían.52
También atinaron a recrear en el Nuevo Mundo las imágenes que les eran familiares. Pintar o dibujar es una toma de posición: se decide qué representar ya que se selecciona el objeto entre un sinfín de imágenes mentales allí ancladas a través de la experiencia del dibujante de determinados patrones socioculturales. Lo representado es, así, un símbolo cultural anclado espacialmente, que se encuentra allí en consonancia con el interés del pintor. Las réplicas que Ocaña pintó de la virgen de Guadalupe tenían una función evangelizadora clara: buscaban inspirar fe y ayudar a los indios a asumir una religión que era al mismo tiempo salvífica y sacrificial.53 Sus altos niveles de abstracción debían volverse accesibles por intermediación de los monjes evangelizadores que recorrían América tratando de explicar lo esencial de un dios trinitario que se había vuelto hombre para la salvación del alma y cuyo cuerpo era devorado, vez tras vez, en cada misa.
De la mano de personajes como Ocaña, el culto guadalupano se consolidó en el Nuevo Mundo y se hizo cada vez más intenso y extendido en el espacio. La Iglesia católica gozó en América de la tenaz acción evangelizadora de monjes que crearon y propagaron una ritualidad religiosa efectiva que, con el correr del tiempo, se convirtió en un componente esencial de la vida cotidiana.
En su pluma, los relatos de los milagros de la virgen eran igual de sobrenaturales que los registros de las curaciones o los trabajos de las brujas nativas, pero como él buscaba imponer una cosmovisión cristiana a los nativos, con soltura denostaba las fuerzas metafísicas que asistían a las indias y validaba las que sostenían a los españoles.54
En un territorio desconocido, las imágenes que alguien como Ocaña incorporaba en una crónica adquirían un valor cultural clave en función de las creencias y sistemas de representaciones de la gente de su tierra. Un pacto no escrito acordaba que el dibujo servía para acceder a una representación de la otredad, aunque no estuviera obligada a ser real: de hecho, la representación del indígena de América que circula por Europa durante todo el siglo XVI presenta una fórmula iconográfica dual, es decir, fantástica y real a la vez, formando el famoso par de opuestos del buen salvaje frente al caníbal fiero y sanguinario.
Esta identidad ambigua que los viajeros creaban de los indígenas refleja un espacio en el cual los europeos depositaron una mirada determinada de la otredad, moldeada a partir de lo negativo, lo peligroso y lo no confiable.
Es evidente que el complejo de miedos construidos a lo largo de los siglos en Europa occidental se había trasladado al Nuevo Mundo. América era un territorio nuevo y desconocido donde confluían miedos con utopías y maravillas naturales que permitieron el nacimiento de un nuevo articulado de códigos, nociones y símbolos que con el tiempo propiciaron nuevas redes culturales que pusieron en contacto ambas márgenes del océano.55
Conclusiones
En resumen: el mundo americano fue sujeto de un proceso de construcción visual por parte de viajeros exploradores españoles. Por un lado, las imágenes que se forjaron de la otredad revelan diversos símbolos de la cultura observada, y por otro, esta misma distancia cultural servía para espejear y reforzar los lazos de una identidad que se pretendía europea. Estas construcciones identitarias, siempre han sido resultado de una relación de poder por medio de las cuales los dominados se han autoarrogado el poder de clasificar y cosificar al otro.
Lo que encontraron en América los europeos se diferenciaba demasiado de lo que conocían. El énfasis puesto por los cronistas de Indias en lo maravilloso tiene relación con la fascinación que ejerce la posibilidad de poseer lo lejano y lo extraño. La distancia cultural con la “otredad” se fundaba en la exageración de unos sujetos tan marcadamente “otros”, que en realidad servían para reforzar los límites de la propia identidad.
Tantas veces sintieron que se quedaban sin palabras que pudieran reflejar lo que veían y lo que sentían, que necesitaron dibujar para poder dar fe de lo que observaban. Cronistas como Ocaña son personajes en tránsito entre lo medieval y lo moderno.
Lo que contaron de América, sirvió para argumentar, justificar y legitimar la presencia española en América.
Desde entonces, América, en tanto espacio físico, definió el hecho social: se generaron múltiples identidades a partir de la presencia de los europeos en los nuevos territorios de la Corona.
Pero como señalé al principio de este trabajo, Ocaña también importa en tanto individuo. Lo que lo motivó a cruzar el Atlántico y aventurarse en las lejanas tierras de América del Sur, es suficiente estímulo para reflexionar en torno al surgimiento del moderno individualismo. ¿Era un fraile que observaba el Nuevo Mundo con anteojos medievales o era un hombre que miraba desde un esquema de valores construido por él mismo?
Del mismo modo que no existió un paralelismo esquemático entre el despliegue de la moderna racionalidad y el fin de la Edad Media, no debiera esperarse un proceso homogéneo en el que los esquemas tradicionales de funcionamiento de las sociedades bajomedievales dejasen de existir para dar lugar a una sociedad de individuos. Todavía a finales del siglo XVI Diego de Ocaña era un habitante de los dos mundos. Como señala Van Dulmen: “numerosos ‘individualistas’ de la Modernidad Temprana solo podían desarrollar su vida en un mundo de convenciones y bajo la protección de la tradición”.56