Nota introductoria
La historia transcurre simultáneamente en el tiempo y en el espacio, aunque la atención historiográfica se focaliza usualmente más en el primero que en el segundo. El propósito de este trabajo es, suspendiendo provisionalmente la atención en el tiempo, examinar la forma en la que una identidad local se modifica a partir de las acciones de un extranjero, que trae consigo sus propios sistemas de significación del espacio de origen del que se desarraiga y un juicio previo del lugar al que llega. También se examinan los procesos de familiarización, tipificación, y auto tipificación de la identidad local-espacial que detonan sus acciones y proyectos, tanto hacia dentro como hacia fuera, contribuyendo a convertir lo que era un pueblo casi desconocido en la década de los años treinta del siglo pasado en un destino cultural internacional que, desde 2008, es considerado por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. En este proceso, las características fisonómicas y culturales del ámbito local, a pesar de contener los efectos acumulados y estratificados de varios espacios y tiempos, se representan simbólicamente colocando una capa sobre otras: aquella asociada a la identidad histórica, cultural, simbólica, y espacial enunciada como colonial.
El entramado conceptual que media el tipo de observación que hago aquí de estas cuestiones se deriva de una lectura historiográfica de elementos procedentes de la teoría sociológica de corte interpretativo, en particular, de las perspectivas de Georg Simmel y Alfred Schutz. Las fronteras cognitivas en las etapas de profesionalización y especialización creciente de las disciplinas histórico-sociales se han vuelto porosas, y cada vez es más frecuente el entrecruce de sus acervos de conocimiento. Considero que los aportes de estos autores a la reflexión sobre el espacio, y las consecuencias de éstos para el estudio de la formación de adscripciones, pertenencias, y redefiniciones espaciales, son elementos que pueden ser integrados a la observación historiográfica, ya sea para ampliar sus posibilidades y contribuir a la elaboración de nuevos objetos, o bien, para poder analizarlos bajo otros ángulos, algunos de los cuales ya han sido investigados. No me ocupo aquí, por tanto, de variables en las que sería imprescindible profundizar en estudios que abarquen más, dirigidos a dar cuenta de grandes procesos y tendencias, por ejemplo, de corte económico, socio-demográfico, o político, aunque algunos de estos elementos se ubican en este escrito como parte de las condiciones de posibilidad de redefiniciones culturales e identitarias de un espacio acotado.
La primera parte del trabajo parte de una descripción/interpretación de la llegada Stirling Dickinson a San Miguel de Allende. Se trata de un momento ficcional, en el que se ubican los primeros pasos de lo que serían las decisiones, acciones, y proyectos de un actor individual1 imprescindible para entender una parte de la historia efectual de este lugar, ubicada entre los siglos XX y XXI. Enseguida, presento una reflexión conceptual sobre las relaciones entre espacio, extranjero, movilidad geográfica, cercanía, lejanía, límites, acciones recíprocas y redefinición de demarcaciones, así como de la forma en que dan lugar (a nivel de la conciencia práctica) a fluctuantes tipificaciones de lo propio y lo ajeno, del nosotros y del ellos.
En el segundo apartado, con base en los elementos anteriores, hago un trazo de la formación y evolución de esta localidad, como un proceso en el que se entreveran fronteras físicas y simbólicas, límites, actores, proyectos, y expectativas de distinto signo; el arco temporal que abarca este panorama va del siglo XV a la actualidad. Se trata de introducir coordenadas para reelaborar selectivamente una parte del pasado de San Miguel de Allende, tomando como hilo conductor los procesos de significación y resignificación de su identidad cultural, y la enorme relevancia que tiene en ello el espacio fronterizo que fue durante el inicio del periodo colonial en México. Examino la forma en que su identidad quedó “fijada” a ese espacio, tanto en los primeros años del México independiente, como en el periodo postrevolucionario, pasando por su proyección como destino turístico internacional desde mediados del siglo pasado -paralela a la formación de una colonia de residentes norteamericanos muy importante- hasta su actual identificación como Patrimonio Cultural de la Humanidad.
En la tercera parte, analizo elementos significativos del trayecto biográfico de Stirling Dickinson en relación con este lugar, a partir de los viajes que emprende a México junto con Heath Bowman, en los años de la Gran Depresión en Estados Unidos. Examino los cruces de espacios (físicos y culturales), los procesos de familiarización y tipificación que conlleva el encuentro con lugares y actores radicalmente distintos a los de sus coordenadas de origen. El punto de partida del análisis en este apartado es el viaje como experiencia moderna del espacio, así como el entrecruce de Dickinson con otro extranjero, el peruano Felipe Cossío del Pomar, que en muchos sentidos fue su predecesor como actor orientado a redefinir una identidad cultural local. Trato de mostrar cómo la presencia de Dickinson y su estatus como ser fronterizo y puente cultural entre al menos dos sistemas de referencias detonan proyectos que decantaron en la creación de una tipicidad local imputada y, no obstante, vivenciada (tanto por extranjeros como por la población local) como original. El cierre del trabajo es apenas un apunte del valor heurístico que tiene para la historiografía la reflexión sobre los conceptos espacio, extranjero, frontera, e identidad, para comprender y explicar parte de la historia efectual de lugares a los que se atribuye densidad histórica, así como los usos del pasado y de la memoria que frecuentemente están implicados en ello.
I. El espacio y el extranjero
Según las memorias de Felipe Cossío del Pomar (1888-1981), un día de 1937, Stirling Dickinson, joven norteamericano de clase alta nacido en Chicago en 1909 y egresado de la Universidad de Princeton, llega por primera vez a San Miguel de Allende, Guanajuato, en busca de un lugar barato y tranquilo en el que pudiera instalarse por un tiempo y escribir su tercer libro. Según la rememoración de Cossío del Pomar, Dickinson es alto, desgarbado, muy delgado, lampiño, semicalvo, lejos de la fisonomía del atleta que “alguna vez quiso ser”.2 Baja del tren y camina por la estación hacia un tranvía tirado por una recua de mulas; el camino es irregular y polvoriento. Después de un rato, llega al jardín principal del pueblo. Está amaneciendo, y contra el fondo auditivo del rumor de los cascos de las mulas ve aparecer detrás de las copas de los árboles de un verde deslumbrante una iglesia -La Parroquia-, erigida entre 1765 y 1775, pero terminada hasta 1891. La majestuosidad de la construcción recortada contra el cielo, sus proporciones y líneas, el paisaje, el entorno, y la quietud le llevan a decidir en ese momento que ese lugar es donde desea vivir toda su vida.3 Y así lo hizo. Una semana después compra una casa derruida en noventa pesos y se da a la tarea de reedificarla, transformándola y transformando con ello tanto su propia identidad y su trayecto biográfico como los derroteros espaciales, culturales, y económico-sociales del pueblo. Es decir, sus referentes identitarios y la historia efectual del lugar. En la relación que este extranjero establece con este poblado, puede rastrearse la relación cercanía/distanciamiento propia de toda historia de los efectos de la interacción en un espacio determinado: ha traspasado fronteras y límites siguiendo, probablemente sin saberlo, la recurrente práctica humana de desplazamiento hacia territorios alejados y ajenos, que a través de acciones recíprocas, se resignificarán como cercanos.4 Comerciantes, soldados, viajeros, peregrinos, navegantes, descubridores, conquistadores, o bien, vagabundos y turistas, son solo algunas formas de enunciar actores definidos por la movilidad geográfica.
Al fenómeno de sociedades “atrasadas” que, como el México de los años treinta del siglo pasado, buscan acercarse en el futuro a las condiciones que para las “adelantadas” es ya experiencia presente y pasada,5 le es inherente también la presencia de algunos individuos que -por razones diversas- no se identifican del todo con las expectativas y compensaciones simbólicas de sus sociedades modernas y diferenciadas, crecientemente desarraigadas del pasado, de la tradición, de la costumbre, o bien, de la autoridad. Este desarraigo implica una mayor probabilidad de que las relaciones sociales se disuelvan, replanteen, o erosionen, de que las tradiciones sean cuestionadas, de que los referentes adscriptivos primarios pierdan significación y capacidad de orientación de la acción. Si generalmente para grupos y colectividades esto es seña de progreso y de mejora societal, para algunos individuos esta experiencia, que disloca sus coordenadas espacio/temporales, es percibida como una pérdida y, en paralelo, como un incentivo para búsquedas compensatorias que los llevan a desplazarse hacia espacios en que los procesos de cambio propios de la modernidad no han germinado del todo.6 Buscan caminos, rutas, e itinerarios contrarios: alejarse de los ritmos rápidos de sus sociedades, recobrar las adscripciones primarias y el sentido de comunidad que perciben como perdido, las relaciones cara a cara significativas que, más allá del ámbito sistémico, creen que pueden darles los pueblos de escala pequeña, cercanos a un espacio físico, histórico y social menos intervenido por la técnica, con coordenadas de lentitud en los ritmos de introducción de lo nuevo.7 Los lugares de acceso menos fácil y más fatigoso que el correspondiente a las grandes ciudades, por ejemplo, ofrecen un tipo de relaciones humanas imaginadas como profundas, difusas, y significativas, en contraste con los vínculos impersonales de la acción recíproca y específica, propios de las primeras. Cruzar espacios y traspasar límites, que pueden ser simultáneamente tanto geográficos como culturales y simbólicos, articula el encuentro cara a cara de actores adscritos a mundos sociales distintos, estructurando sus interacciones y modificando sus mapas mentales y culturales.
El extranjero como tipo social es un desconocido, alguien que viene de la lejanía a instalarse -temporal o permanentemente- en un ámbito local, en un mundo de vida con coordenadas espaciales/temporales distintas a las suyas, con patrones de orientación de la acción propios y singulares, con expectativas que no son equivalentes a las de los lugareños, y que, sin embargo, en algún momento encuentran un punto de intersección, creando una frontera -tanto física como simbólica- que puede acercarlo y hacerlo próximo a los establecidos. De hecho, tal punto existe simbólicamente con anterioridad a su llegada, puesto que ha elegido conocer un lugar específico entre muchos otros posibles; esto significa que tiene una representación previa del espacio y del tiempo locales, así como de los horizontes potenciales que supone haya para su actuar y para la elaboración de sus expectativas y proyectos. Dicho espacio geográfico, desde el punto de vista subjetivo propio del mundo de la vida, no es en modo alguno un punto en un mapa, sino un espacio cargado de una densidad semántica que implica criterios de selección, criterios de relevancia que lo hacen significativo.8
Desde el punto de vista de la comunidad que habita el espacio al que llega el extranjero como individuo, éste tiene, al menos de inicio, una posición ambigua: está cerca físicamente, pero lejano culturalmente; no corresponde a la definición nosotros, pero tampoco a la definición ellos; no es amigo ni enemigo; trae consigo sus propios patrones de orientación, pero éstos son desconocidos por los lugareños, para los cuales el extranjero no tiene contexto. O al menos contexto sabido, conocido. La denominación “nosotros” designa lo familiar, lo propio, lo específico resultante de un proceso de auto-cercamiento territorial y cultural que tiene lugar en periodos dilatados en el tiempo, a través de procesos de transmisión cultural de corte intergeneracional. Más allá de la frontera resultante de ello, se encuentran grupos “ellos” que, frecuentemente, son significados en función de relaciones de oposición amigo/enemigo, dentro/fuera, con lo que termina la ambigüedad.9
Cuando el extranjero -como en el caso que nos ocupa- decide desarraigarse de su lugar de procedencia y arraigarse en el espacio al que llega, pasa por un proceso de familiarización que tiene como punto de partida sus recursos culturales, que son la base de la interacción que establecerá con los grupos locales, hibridizando inevitablemente los de éstos y los propios. En la interacción que establecen tiene lugar, a nivel de la conciencia práctica, lo que Hans Georg Gadamer llamó encuentro de horizontes: encuentro que detonará reacomodos en sus respectivos patrones de orientación cultural y de sus coordenadas espacio-tiempo.
Si el extranjero al que se refiere un caso concreto es alguien que viene de un lugar en el que el desarrollo societal puede adjetivarse como adelantado, el espacio al que llega es tipificado en la práctica como retrasado.10 Para sus pobladores, el extranjero que viene de una sociedad más avanzada aparece frecuentemente como portador de normas, ideales regulativos, y prácticas que se asocian con la idea de progreso. Son más modernos y, en consecuencia, sus interacciones estarán teñidas por un principio de racionalidad que no es el de la interacción local. La historia de los viajeros, aventureros, y naturalistas muestra una tendencia a ser tipificados a nivel local como portadores de lo nuevo, como actores ubicados en límites que modifican con su presencia y sus acciones.11
Ello no obsta para que puedan ser vistos con reserva, cosa nada extraña si consideramos que están adscritos a sistemas de valores y espacios de experiencia que pueden ser radicalmente distintos a los correspondientes a los espacios locales: ellos son de allá, y los pobladores de acá, con todas las implicaciones sociales y culturales del caso. Inicialmente, como se dijo antes, la interacción entre unos y otros está posibilitada por el hecho de que son próximos en el plano físico, aunque sean distantes a nivel cultural, condición que se verá modificada en la acción recíproca. Parte de la reserva señalada se explica por el hecho de que la mera presencia del extranjero cuestiona -por contraste- el esquema estandarizado de las pautas culturales que le han sido transmitidas al grupo local por sus antecesores, maestros, y guías, y que se encuentran sedimentadas y estratificadas en sus acervos de conocimiento de sentido común.12 La experiencia de tratar con quien llega de fuera hacia dentro modifica parte de este sistema de significación; la sola presencia del extranjero cuestiona el saber del grupo “nosotros”, y le muestra que no es estable, que puede ser modificado y recombinado con el procedente de otros mapas del mundo social. De hecho, esta recombinación práctica es parte del proceso de familiarización por el que tiene que pasar el que viene de otro lugar para ser aceptado por los habitantes del espacio local, si tiene la expectativa de ser aceptado por el grupo o grupos a los que se acerca.13
Cuando las acciones que el extranjero despliega para adaptarse al lugar al que llega son significativas o valoradas como positivas para la comunidad, aumentan sus probabilidades de tener un proceso exitoso de familiarización. Si esto es así, la ambivalencia de su posición de entrada se va reduciendo, la relación de extrañeza se irá difuminando, y comenzará a ser aceptado, pero sin perder nunca su estatus limítrofe, su posición fronteriza. Por más estimado y aceptado que sea, siempre quedará algo de su situación marginal inicial y nunca dejará del todo su definición como híbrido cultural: pertenece a dos mundos, tiene acceso a varios sectores de la realidad social, está adscrito a una dualidad de coordenadas espaciales/temporales. Puede lograr arraigarse, pero siempre tendrá abierta la posibilidad de volver al lugar del que vino, puesto que su movilidad geográfica y su campo de exploración espacial, temporal, social, y cultural es más amplio, por lo que oscila entre el distanciamiento y la cercanía.
Las relaciones cerca/lejos, aquí/allá, interior/exterior, familiar/ extraño, y adelantado/atrasado tienen como punto de referencia central el espacio entendido, sí como la sede física de las acción humana, pero también en sus profundas implicaciones simbólico-culturales producto de la interacción.14 El espacio es una entidad transhistórica que posibilita las formaciones y las asociaciones humanas; en este sentido, puede afirmarse que a través de sus interacciones los seres humanos territorializan el espacio, se lo apropian, lo significan, y lo construyen como algo habitable. Por ello, el espacio tiene una historia que se modifica económica, política, y simbólicamente de manera constante. El célebre pensador de la tradición histórico-culturalista alemana, Georg Simmel, señala que el espacio tiene un conjunto de características cuya comprensión es un auxiliar valioso en el análisis historiográfico y sociológico de la relación entre los lugares y las interacciones: 1) el espacio es exclusivo; 2) tiene la capacidad de diferenciarse en segmentos limitados para fines prácticos; 3) fija localmente las interacciones; 4) ordena social y psíquicamente las relaciones humanas en términos de cercanía o distancia; 5) es un referente central de la movilidad de individuos y grupos.
La exclusividad significa que no existe la posibilidad de que dos cuerpos individuales o sociales ocupen el mismo lugar. Esta cualidad del espacio favorece la individualización del lugar, del grupo, de sociedades completas, y, desde luego, de personas.15 La imposibilidad de que dos entes ocupen el mismo lugar establece una diferencia, un límite, y, eventualmente, pertenencia e identidad. En cuanto a la posibilidad de dividir el espacio para fines prácticos, lo más relevante aquí es señalar que las secciones resultantes producen constantemente fronteras que van delimitando lugares que los grupos “llenan” como unidad y que es esta unicidad la que sostiene y expresa las peculiaridades del grupo. La consecuencia historiográfica más importante de este argumento es que este rasgo da lugar a una línea simbólica que, partiendo de una sede física, se proyecta a un campo simbólico-cultural, contribuyendo a la formación de identidad, cohesión, y sentido de pertenencia.
La posibilidad de la fijación al lugar de individuos y grupos radica en la acción recíproca. La especialización implicada, por ejemplo, en el nomadismo o en el sedentarismo -señala Simmel- es una muestra de ello.16 Dependiendo de las características de la evolución de cada sociedad, el grupo demandará a sus miembros una mayor o menor sujeción al lugar. En las formas de vida modernas, la movilidad del individuo es mayor porque sus lazos con el grupo adscriptivo primario se han aflojado; en cambio, en sociedades en las que los procesos de modernización son incipientes o menos profundos, el control del grupo sobre el grado de movilidad individual es notoriamente mayor. Así, en formas de organización poco complejas los desplazamientos son menos relevantes. A mayor diferenciación, mayor movilidad; a menor diferenciación, mayor fijación al lugar. Desde esta perspectiva no sólo habría adelantados y retrasados en el plano temporal comparativo de las sociedades, sino también ritmos temporales y movilidades diferentes en relación con el espacio.
En cuanto a la relación entre el espacio y la definición intersubjetiva de lo próximo y lo lejano, Simmel señala -a partir del esbozo de una teoría de los sentimientos sociales- que la diferenciación social implica también una transformación del entramado psíquico que condiciona un incremento de la complejidad de las relaciones humanas y sienta la posibilidad de que exista una variedad de formas de relación y de combinación de las coordenadas cerca/lejos. El supuesto que está de por medio aquí es que, a medida que las sociedades aumentan su grado de diferenciación, se abre un espacio más amplio para acciones individuales que no necesariamente pasan por el aval del grupo, como ocurre con sociedades de bajo grado de interdependencias y adscritas a lo local y la costumbre.17 De esta forma, en un mismo grupo pueden existir personas lejanas geográfica y espacialmente, pero cercanas “espiritualmente”, y viceversa. La definición de qué o quién es cercano o lejano dependerá ya no sólo del espacio físico, sino también de sus proyecciones culturales y psíquicas.
El último rasgo del espacio que destaca Simmel -su estatus como referente de la sociabilidad humana- quiere decir que es el eje que distingue lo que se mueve de lo que se mantiene fijo. La construcción de las condiciones espaciales de la existencia social a lo largo del tiempo condiciona la posibilidad, mayor o menor, de moverse de un lugar a otro. Así, por ejemplo, sociedades o grupos poco complejos, con bajo grado de interdependencias, carecen de medios de movilidad que favorezcan el “acortamiento” del espacio, como efecto de recorrerlo en menos tiempo por medios técnicos. Una cuestión relevante que es posible pensar a partir de este orden de reflexión es ¿por qué ciertos grupos e individuos tienen, no solo la posibilidad o la presión, sino el impulso de acercarse a lugares y sociedades lejanas, de suspender su fijación previa a un espacio? Y, ¿qué efectos tiene esto en la redefinición de identidades sociales y en la historia de los lugares y grupos a los que llegan?
La pertinencia de la reflexión en torno al planteamiento sobre el extranjero y los argumentos simmelianos sobre el espacio, consiste en que ofrecen al análisis historiográfico un ángulo de observación que permite comprender que el grado mayor de movilidad que suele tener el forastero que llega a una sociedad menos próspera, proviene de su adscripción primaria a una sociedad en la que los procesos de diferenciación económica, cultural, y social condicionan la ampliación de los horizontes espaciales. Los recursos culturales, económicos, e identitarios del extranjero como individuo son distintos de aquellos de los individuos de la localidad, y le proveen de características peculiares ligadas de una forma u otra al espacio como entidad, no sólo física, sino también simbólica y cultural. La historia efectual de un lugar como San Miguel de Allende, que ha devenido en un destino turístico mundial cuya oferta cultural es una identidad, una tipicidad como lugar colonial construida desde la mirada del extranjero, puede entenderse historiográficamente desde las coordenadas analíticas trazadas hasta aquí.
II. Frontera, espacio, y significaciones en el tiempo. La identidad local como elaboración intersubjetiva
Sabemos bien que la fijación de orígenes y genealogías es un proceso de significación retroactivo en el que se mezclan elementos factuales, imaginativos, simbólicos -y, finalmente, ficcionales- a través de los cuales se rearticulan las relaciones pasado, presente, y futuro en una narrativa lineal; es decir, se establece una conexión entre antecesores, contemporáneos, y sucesores que está al servicio de la creación intersubjetiva de adscripciones, pertenencias, e identidades, las cuales, a pesar de ser fluidas, contradictorias y cambiantes, se viven como fijas y estables. Con esta reserva, puede afirmarse que hay acuerdo entre los escasos trabajos existentes de cronistas e historiadores en ubicar el asentamiento inicial que dio lugar a San Miguel de Allende entre 1521 y 1531, cuando grupos otomíes se adentraron en territorio chichimeca para eludir el impacto de la invasión española y tener la posibilidad de continuar con sus costumbres y formas de vida.18 Nomadismo, fijación al lugar, búsqueda de preservación de lo propio frente a lo ajeno, singularización del espacio, y creación de relaciones complejas de cercanía/lejanía, a través de la acción recíproca, condicionan las interrelaciones que establecerían entre sí distintos grupos a través del tiempo, desplazando constantemente los límites que redefinen los frágiles hilos de las identidades y pertenencias, reales e imaginarias.
Algunos años después, en 1542, el franciscano Fray Juan de San Miguel funda un convento como parte de la evangelización inicial de los indígenas del lugar; en 1555, el Virrey Velasco ordena la fundación de una villa de españoles, asignando solares y recursos para la construcción del asentamiento (casas, estancias, huertos, etcétera) a 50 colonos españoles. A finales de 1559, al poblado se le otorga el título de Villa de San Miguel el Grande, mientras que la toma de posesión del Cabildo tiene lugar el siguiente año.19
El territorio que comprendía San Miguel el Grande tenía una posición limítrofe, fronteriza, que no perdió con la llegada de los españoles.20 Antes de la conquista española, el lugar era conocido por los chichimecas como Izcuinapan. Fue ocupado por tribus guerreras seminómadas que, se dice, nunca fueron tributarias de nadie. Después de la llegada de Fray Juan de San Miguel, los españoles le llamaban San Miguel el Grande y, a veces, San Miguel de los Chichimecas, en referencia a este grupo indígena resistente, orgulloso, y uno de los últimos en ser completamente subordinado por los españoles, por la vía de la evangelización.21 Durante el periodo colonial el pueblo creció, a pesar de la peligrosidad de su posición fronteriza y los continuos asaltos que favorecía, puesto que se encontraba en la ruta de la plata ligada a las vetas de las minas de Zacatecas; españoles, criollos, indígenas, y mestizos -así como actividades comerciales y artesanales de diverso tipo- le dieron vida y prosperidad al pueblo.
Surgieron las grandes edificaciones hoy consideradas típicas de la arquitectura local: las iglesias, los conventos, los jardines, las fuentes, las capillas, las casas solariegas, mezclando elementos procedentes de España y Europa con elementos propios de las culturas indígenas locales. Más tarde, junto con el pueblo de Dolores, San Miguel adquirió una nueva significación de manera retroactiva, al ser considerado como lugar crucial en la gestación de la guerra de Independencia; en 1826 termina el estatuto de “Villa” del pueblo y se le da el nombre de Ciudad de San Miguel de Allende, por decreto del Congreso Constituyente de Guanajuato, en homenaje a Ignacio Allende (nacido en San Miguel el Grande en 1769), con lo que tanto el pueblo como este personaje son incorporados como elementos culturales identitarios centrales en la construcción de la narrativa de la historia de bronce, junto con la noción “héroe nacional”, que se abrió paso durante el siglo XIX en nuestro país.22
Hacia 1900, habiéndose agotado las vetas de plata mucho tiempo atrás, San Miguel de Allende había perdido su vitalidad económica, misma que recuperó parcialmente durante el porfiriato gracias a las actividades agrícolas del sistema de haciendas de la época y, en particular, a la industria textil.23 Tras la Revolución de 1910, el poblado es declarado Monumento Nacional en 1926; dicha clasificación ocasionó que se instauraran normas para asegurar que la fisonomía colonial del pueblo fuese preservada en términos espaciales y arquitectónicos. Con ello se agrega una capa de significación cultural más a las acumuladas en los siglos anteriores; así, encontramos un caso en el que un gobierno recién salido de una revolución social busca líneas genealógicas - no exentas de contradicción-, con un pasado (que no historia) colonial superado. Cualquier pueblo que cuente con un espacio de experiencia de siglos necesariamente tiene sedimentados en sus edificaciones, calles, nomenclaturas, plazas, ruinas, etcétera, significados provenientes de diversos tiempos; al dar relevancia a unos sobre otros, se contribuye a la construcción de una tipicidad, de una identidad espacial/temporal que borra y excluye al tiempo que destaca e incluye, acerca y aleja.
A partir de esos años (en los que la población local era de cerca de ocho mil habitantes) se buscó formalmente conservar estilos, colores, fachadas, y materiales, aspiración en la que puede verse la anticipación de una experiencia ya moderna que, muchas décadas después, hemos enunciado como patrimonialización, y que se relaciona con una sensibilidad temporal presentista en la que los contemporáneos mantienen una relación simbólica de deuda, tanto con los antecesores (de los que se recibe una herencia, un legado), como con los hipotéticos sucesores a quienes se les debe asegurar la evitación de la pérdida cultural e identitaria, evidentemente considerada una amenaza.24 Los espacios preservados a la mirada -las fachadas- producen un efecto de sentido que focaliza la atención en un tiempo sobre otros, a través de elementos materializados en el espacio.
Si en el espacio se lee el tiempo, como sostiene Karl Schlögel,25 es indudable que la identidad local aparece fijada al periodo colonial y que las marcas fisonómicas que otros tiempos necesariamente dejaron en distintos sitios de San Miguel de Allende han pasado a un segundo plano; esta identidad espacial, singularizada, radica sobre todo en el centro, frente al cual la periferia en la que se asientan los pobladores locales no es tan relevante. La identidad como efecto de sentido, intersubjetivamente compartido, da unicidad a algo que es múltiple y diferenciado. No obstante, la construcción retroactiva que, bajo distintos intereses, le imputan actores y observadores, le imprime características que son interpretadas y vividas como específicas de tal espacio y tal tiempo. Si bien esta atribución de significado puede rastrearse en la clasificación de 1926, no se profundizará, hacia afuera y hacia dentro, sino hasta después de mediados del siglo XX -con el auge del turismo-, mostrando con ello la permeabilidad de cualquier límite o frontera.
A lo anterior se debe que paisajes, calles empedradas, inclinaciones del terreno, casas, edificios, puertas, plazas, iglesias, conventos, fuentes, jardines, capillas de indios, ventanas, herrería, banquetas, y muchos elementos más deben tener características que conserven la identidad espacial del pueblo y la proyecten como original, aunque evidentemente no lo sea. En realidad, las primeras iniciativas restauradoras y preservadoras que se orientaron a mantener la fijación en el espacio de las señales que evocan un tiempo colonial se debieron sobre todo a los norteamericanos que llegaron al pueblo después de la Segunda Guerra Mundial, como veremos más adelante. La noción de identidad aquí se refiere a fronteras simbólicas que, partiendo de sedes físicas, tienden a distinguir, a diferenciar, y a imprimir una noción singularidad y coherencia interna continua, a pesar de los cambios. Los procesos culturales, a través de los cuales las identidades se construyen y reconstruyen, pasan desapercibidos a nivel de la conciencia práctica, para la que son autoevidentes.
En los años de su crecimiento como destino turístico específicamente cultural y típico, San Miguel de Allende mantuvo su clasificación como Monumento Nacional. Posteriormente, en 1982, por decreto del presidente José López Portillo, fue declarado Zona de Monumentos Históricos por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, cuando la principal actividad económica de San Miguel era ya el turismo, junto con el comercio y los servicios personales. Fue hasta principios del siglo XXI que su significación oficial vuelve a cambiar, cuando entra en el programa de Pueblos Mágicos de la Secretaría de Turismo, que impone una serie de requisitos preservadores y estándares de calidad internacionales para integrarse y mantenerse en él.26 En el año 2008 la unesco incluye a San Miguel de Allende en su clasificación de Patrimonio Cultural de la Humanidad, con lo que los procesos de transformación de la identidad espacial y simbólica implicada ya no tienen una dimensión meramente local, sino que alcanzan simbólicamente al género humano mismo y, con él, al globo que habita.
La razones oficiales del estatus recientemente adquirido de San Miguel de Allende fueron, sobre todo, sus aportaciones arquitectónicas al barroco mexicano y su importancia en la Independencia de México. Actualmente, el pueblo, en realidad ya una ciudad, cuenta con poco más de 80,000 habitantes según el Censo de Población y Vivienda del INEGI de 2020, y cerca de 4,000 extranjeros residentes, en su mayoría norteamericanos.27 A diferencia de la época en la que Stirling Dickinson comienza a promover el pueblo en Estados Unidos (como veremos en el apartado siguiente), frecuentemente los nuevos residentes norteamericanos no son jóvenes artistas, escritores, veteranos, o descontentos culturales, sino migrantes que se encuentran en fase de retiro laboral y que buscan un estilo de vida sosegado, climas templados, y servicios de cuidados personales que los insertan en cadenas de transferencias internacionales de afectos que probablemente les sería más complicado hallar y costear en su propio país.28 Muchos de ellos afirman haber escogido como lugar de retiro permanente San Miguel porque, por ejemplo, a diferencia de Miami, no llegan a retirarse de la vida, sino “todo lo contrario”.29
III. Espacios, fronteras, desplazamientos. El viaje como experiencia moderna y sus efectos identitarios
Stirling Dickinson (1909-1998) llega por primera vez a México en 1934, en los años de la Gran Depresión en Estados Unidos, con su amigo Heath Bowman, con la intención de atravesar el país de norte a sur en un viejo Ford modelo 1929. El viaje duró seis meses, en los que lo recorrieron desde la frontera México-Estados Unidos hasta Oaxaca. El automóvil representaba ya un medio de movilidad y aceleración que ofrecía la posibilidad de compactar el espacio, al reducir el tiempo en el que se le atravesaba. Si, como señala Reinhart Koselleck, el ferrocarril implicó una desnaturalización de la experiencia del tiempo y del espacio, lo mismo puede sostenerse en la modernidad de las primeras décadas del siglo XX respecto del automóvil. Sus dueños dejaban (al menos potencialmente) de estar fijados al lugar y podían moverse con mayor libertad, a diferencia de aquellos que no contaban con uno. Al mismo tiempo, el automóvil deviene en portador de significados culturales ligados a los ideales regulativos de la modernidad, particularmente la libertad, rapidez, e individualización. El automóvil permitía a sus poseedores traspasar fronteras, atravesar territorios vastos, y alcanzar umbrales de experiencia espacial/temporal reservados a unos cuantos en la primera modernidad. De ese pequeño grupo formó parte Stirling Dickinson, considerado uno de los principales iniciadores de los intercambios que decantarían, a lo largo de más de medio siglo, en la formación de una de las más importantes colonias de residentes norteamericanos en México.30
Heath Bowman y Stirling Dickinson descubren un país, un paisaje, al que le atribuyen cualidades potencialmente compensatorias para aquéllos que provienen de un entorno sistémico impersonal y con un grado mayor de tecnificación. Al año siguiente publican Mexican Odyssey como registro de su experiencia de viaje.31 El libro tiene cierto éxito, por lo que emprenden un segundo viaje y escriben un segundo libro, Death is Incidental. A story of Revolution, en 1937.32
No es Dickinson el primer norteamericano en llegar a San Miguel de Allende; antes que él, en 1926, llegó otro extranjero, peruano, exiliado político, abogado por coacción familiar y pintor por vocación: Felipe Cossío del Pomar. Había viajado a Europa y conocido en Paris a José Vasconcelos, Diego Rivera, y Roberto Leviller, embajador de Argentina, quien le invitó a conocer San Miguel de Allende. Vivió muchos años ahí de forma intermitente y estableció relación con Dickinson, quien se convirtió en su colaborador en la Escuela Universitaria de Bellas Artes, que había fundado en el pueblo en 1938.33 Cossío del Pomar fue antecesor cultural de Dickinson, en el sentido de que también a través del paisaje y del vivir el espacio, de lugarizar la geografía e hibridizar sus marcos de significación, sus mapas del mundo, y sus coordenadas espaciales/ temporales, se reinventa y abona el terreno cultural que más tarde cultivaría aquel. Ya anciano, Cossío del Pomar rememora, con toda la carga ficcional e idealizante que, frecuentemente, implica volver sobre la experiencia pasada:
Otoño. El tren se detiene en una estación desolada. En la fachada se lee: San Miguel de Allende. Altura 1 800 metros, kilómetros 476. Acaba de pasar un chubasco; gotea el agua cristalina de las alargadas hojas de los eucaliptos y brilla acuoso el edificio de la estación. A pesar de la profundidad que el cielo da a las montañas azules en la lejanía, de los corrales rodeados de magueyes, el lugar no logra ser bello (…). Cerca de tres kilómetros nos separan de la población. Al llegar vemos la monumental torre gótica de la parroquia en la plaza principal. La primera impresión que tuvimos de San Miguel de Allende es de ciudad conventual y palaciega. ¡Cuántos restos de grandeza en los pórticos de la plaza, en los portales de piedra tallada, en los patios de las casonas! Arquitectura dieciochesca de sabor italiano: adornos de Churriguera y severidad castellana. Y todo esto con sentido mexicano.34
A diferencia de Dickinson, Cossío del Pomar se asienta en San Miguel de Allende por razones políticas; había sido exiliado en 1937 por la dictadura militar de Óscar Benavides en Perú, justo en el periodo de la presidencia de Lázaro Cárdenas. Logró establecer contacto personal con él, y consiguió que le diera una edificación abandonada, un antiguo convento, a fin de poder echar a andar su proyecto. En los primeros tiempos de la escuela, Cossío del Pomar invitó como profesores a Rufino Tamayo, Carlos Mérida, al propio Rivera, y a Pablo O’Higgins. Como conferencistas visitaron también la escuela Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Jesús Silva Herzog, Eugenio Imaz, entre otras personalidades de la intelectualidad de la época.
Atraído por los procesos de cambio derivados de la Revolución Mexicana y, sobre todo, por la idea de la educación como misión, Cossío del Pomar se propuso redefinir la identidad de San Miguel a través de un proyecto cultural que contribuyera a reforzar sus tradiciones, pero “proyectándose al mundo”, abriéndolo a estudiantes de arte extranjeros, además de atender a niños de entre 4 y 8 años en la enseñanza de artes y oficios. En un plano más amplio, este personaje aspiraba a que la escuela contribuyera al mutuo entendimiento de los países de lo que enunció como el “Continente Americano”.
En ese escenario, Stirling Dickinson se convirtió en su más tenaz colaborador. A él se debió la primera labor de difusión de San Miguel de Allende como destino turístico en Estados Unidos, la elaboración de folletos en inglés con información relativa al clima, la altitud, el número de días de lluvia al año, las aguas termales, las fiestas religiosas, las costumbres que definió como típicas, las frutas y legumbres sanas y naturales a las que se podía tener acceso, etcétera. Estos textos constituyeron medios de apertura simbólica de las fronteras del pueblo a sus compatriotas norteamericanos, distantes pero potencialmente cercanos. El catálogo de virtudes del lugar fue presentado en términos funcionales y sistemáticos. Diez mil folletos fueron enviados, en realidad, a todo el continente, la mitad en español y la mitad en inglés. Con ellos se trató de promover a San Miguel como un lugar con una identidad específicamente cultural.35 Partiendo de la selección de los rasgos espaciales del pueblo que podían ser tipificables como propios del periodo colonial, Dickinson se dio a la tarea de abrir su horizonte a otros extranjeros como él, frecuentemente aquellos descontentos en materia cultural, que iban en busca de adscripciones perdidas o erosionadas, ya fuera temporal o permanentemente.
Este proceso de tipificación fue acompañado simultáneamente del correspondiente a la autotipificación que el propio pueblo se fue dando a sí mismo en la interacción con los extranjeros: como nativos hospitalarios, cálidos, y apegados a sus costumbres y tradiciones. Los beneficios eran recíprocos: los extranjeros encontraban un espacio habitable, vivible, en el que compensaban, de un modo u otro, la experiencia de desarraigo y aceleración propia de sus modernas y avanzadas sociedades; los pobladores locales, a través de esta interacción (no exenta de tensiones y ambivalencia), hallaron recursos económicos, culturales, e identitarios que irían resignificando el lugar en un sentido que les proveería de un horizonte de futuro. Dada esta funcionalidad para los pobladores locales, cuando había que hacer intervenciones fisonómicas en las edificaciones, las fachadas, los portales -e incluso en vestimentas-, cuidaban, en lo posible, que correspondieran precisamente a los rasgos generales de tal tipificación, especialmente en los espacios del centro del pueblo, ya desde entonces una de las zonas más buscadas por los viajeros y turistas extranjeros.
Dickinson apreciaba San Miguel como ciudad tradicional y sosegada. Valoraba como típico y propio del lugar la monumental torre pseudogótica de la plaza principal y la arquitectura del siglo XVIII. Sus textos describen calles, iglesias, fuentes, lavaderos públicos; también mujeres de amplias zayas envueltas en rebozos y hombres arropados con sarapes sobre el blanco inmaculado. Estas eran las imágenes de un México despreocupado del mañana, orientado por una experiencia del tiempo pasado-presente, distinta de la de su sociedad de origen, focalizada en el presente-futuro; simultáneamente, eran las imágenes de un espacio predominantemente rural y alejado de la intervención técnica.
Esta forma de percibir lo local puede ser entendida como un efecto de la experiencia de viaje registrada en Mexican Odyssey; el libro de 1935 incluye ilustraciones que muestran la representación simbólica del país que elaboran Bowman y Dickinson a partir de contrastes latentes con su propia sociedad. Eligen burros, arcos, águilas y serpientes, sarapes, patios de casonas coloniales, paisajes -categoría que enlaza lo externo con la mirada subjetiva-, flora, fauna, manantiales, y caídas de agua como temas de la ilustración. Se apropian de las señas culturales que a sus ojos de extranjeros condensaban una identidad imputada, pero vivida como factual. Lugares como Tamazunchale, Zitácuaro, Villa Victoria, Tuxpan, o bien, Toluca, son descritos en términos de contrastes culturales y simbólicos relativos al espacio y a los ritmos temporales propios de la tipificación de lo rural. Sobre esa precomprensión se funda la percepción de San Miguel como lugar permeado por el pasado y la tradición.36
En los años de la posguerra,37 y habiendo finalizado el experimento de Cossío del Pomar, Dickinson fundó el Instituto Allende, que abrió sus puertas en 1950.38 Es en ese momento cuando realmente se consolida y expande la identidad específicamente cultural -construida desde la mirada del extranjero que se apropia y redefine lo local- como la seña reconocible del pueblo hacia dentro y hacia fuera. Paradójicamente, Dickinson lo representa como un lugar lejos de los caminos de turistas (el viaje duraba ocho horas si se partía de la Ciudad de México) que venían al país a consumir una realidad mexicana adulterada -decía-, sin cobrar conciencia de que sus propios procesos de resignificación del espacio local eran parte de dicha adulteración, ni de lo que su presencia había detonado en dicho espacio desde finales de los años treinta del siglo pasado: la invención de San Miguel de Allende como un pueblo tradicional colonial, cuya existencia era anterior, como tal, a la llegada creciente de extranjeros procedentes de Estados Unidos.
Para entonces, las leyes norteamericanas daban la posibilidad a los veteranos de la Segunda Guerra de que el gobierno sufragara sus estudios. El Instituto Allende estaba debidamente acreditado ante las instituciones educativas de ese país, por lo que la llegada de estudiantes procedentes de ese país se incrementó exponencialmente. En ese tiempo también, en enero de 1948, la revista Life publicó un reportaje sobre el pueblo, en el cual lo describía como un lugar al que los veteranos podían ir para estudiar arte, vivir con poco dinero, y pasársela bien. En buena medida, gracias a ello, llegaron 3,600 solicitudes a la escuela ese mismo año, cuando el cupo anual era de apenas 120 estudiantes.
Los efectos no previstos (ni por Cossío del Pomar, ni por Dickinson) del aumento de estudiantes norteamericanos fue el notorio crecimiento de la actividad económica. Los zaguanes y ventanas de las casonas del centro del pueblo se convirtieron en tiendas; aumentó la construcción y se abrió un mercado inmobiliario inédito; surgieron restaurantes, hoteles, cantinas, y bares, así como diversos tipos de provisión de servicios. Con el paso del tiempo, estos cambios, a su vez, dieron lugar a los problemas comunes del crecimiento urbano en muchas otras partes del país: contaminación, tráfico, o bien el encarecimiento de la vivienda.
Hacia el final de la década de 1940, San Miguel de Allende rozaba apenas los nueve mil habitantes, de los cuales unos cuantos eran norteamericanos. En los años siguientes fueron llegando cada vez más compatriotas de Dickinson, a consecuencia de su labor de promoción, del efecto multiplicador de las experiencias de aquellos que residieron por algún tiempo en el pueblo y que volvieron a su país comunicándolas a otros, así como de los diversos desplazamientos del horizonte político, social, y cultural norteamericano en las décadas siguientes. A los veteranos de la Segunda Guerra se sumaron los de la guerra de Corea, así como refugiados del macartismo, beatniks, veteranos de la guerra de Vietnam, hippies, practicantes de diversas variantes del New Age, etc.39 No pocos de ellos se avecindaron de forma permanente en el pueblo; algunos se convirtieron en inversionistas inmobiliarios y comerciantes del mercado del arte.
El resultado ha sido la transformación del perfil no sólo cultural y simbólico de la ciudad, sino también el de sus actividades económicas. Si en los años veinte del siglo pasado existía sólo un par de hoteles en lo que entonces era un pueblo, la página oficial del Municipio de San Miguel Allende reporta que el Censo Económico de 2019 registró que el comercio minorista, junto con los servicios de alojamiento temporal y preparación de alimentos y bebidas, abarcaba el 63% de las unidades económicas de San Miguel de Allende. Asimismo, se reportó que en 89% de los casos, el destino de las ventas internacionales era Estados Unidos.40
Parte del origen de estos cambios fueron las interrelaciones que se establecieron entre Dickinson y un amplio espectro de actores, directa o indirectamente, a lo largo de más de medio siglo. La población flotante de estudiantes compatriotas de Dickinson, los norteamericanos que se avecindaron en definitiva en San Miguel de Allende, los integrantes de sus élites sociales, económicas, políticas, culturales, y religiosas, así como una multiplicidad de artesanos y jóvenes locales, dan cuenta del complejo entramado de interdependencias internas y externas que, en conjunto, permiten comprender los alcances de los lazos entre extranjeros y locales, así como sus consecuencias en la redefinición cultural de esta ciudad.41
El tejido de interrelaciones espacio, actores, procesos de tipificación y redefinición de límites espaciales y culturales analizado hasta aquí abarca ya casi un siglo de historia efectual de San Miguel de Allende. Retrospectivamente, es posible afirmar que cada uno de los actores implicados -conocidos y anónimos- vinculados en dicha trama ha contribuido, a su manera, a la elaboración de la identidad local como espacio tradicional, representado simbólicamente como semi-suspendido en un tiempo que prometía y sigue prometiendo relaciones significativas, el sostén de tradiciones, apego, y adscripción. El establecimiento de este tipo de vínculos, a los ojos de lugareños contemporáneos que frecuentemente trabajan para ellos, es una de las ventajas más grandes de su presencia permanente en San Miguel de Allende, puesto que de tales lazos se derivan los intercambios económicos que lo sostienen. Esto incluye, no solamente el perfil de las actividades económicas de la ciudad, sino también interacciones situadas que decantan, incluso, en la recepción de herencias. No es extraño que, después de largos años de servir en sus negocios o en sus casas, proveyéndolos de cuidados personales, servicios de limpieza, y lealtades, los extranjeros les hereden alguna propiedad o recurso. Podemos ver aquí el modo en que funcionan las cadenas de transferencias globales de las redes de afecto, que aunque van predominantemente del mundo “atrasado” al mundo “adelantado”, pueden seguir también el sentido inverso.
Durante los sesenta años que residió en San Miguel de Allende, Stirling Dickinson se mantuvo como puente entre dos formas de experiencia, dos formas de ver el mundo y representarlo. En su calidad de extranjero, su pertenencia primaria era ajena a las coordenadas locales, pero se incorporó de forma positiva a la comunidad y mantuvo lazos múltiples, aunque no siempre manifiestos, con ella. Por ejemplo, proveía de atención médica y, cuando era necesario, hasta de gastos funerarios, a quien recurría a él. Patrocinó equipos de béisbol entre los niños del pueblo, abrió más de doscientas escuelas rurales, financió viajes de sanmiguelenses que migraron a trabajar a Estados Unidos y llevó como acompañantes a algunos de ellos en sus largos recorridos por nuestro país persiguiendo una de sus grandes pasiones: las orquídeas.42 A pesar de todo, no perdió su condición de ser fronterizo. Se sintió cómodo siempre en el lugar que escogió para vivir y al que promovió como nadie; se apropió del lugar y lo resignificó, contribuyendo al inacabado proceso de elaboración de identidades sociales y espaciales.
Los efectos de los proyectos emprendidos por los extranjeros mencionados aquí, sobre todo Dickinson, alcanzan a la población actual de San Miguel de Allende, pero pocos conocen su papel en la configuración de la identidad espacial y cultural local. O más bien, en su representación hacia afuera. En las dos bibliotecas locales no existen ejemplares de las biografías que se han escrito de él. Hay que decir que tampoco se encuentran libros relativos a la historia del pueblo, sólo guías turísticas, a pesar de que San Miguel se presenta como un pueblo portador de una herencia histórica, de un patrimonio a transmitir. También hay un busto de bronce representando a este personaje en un lugar de paso, así como una calle que lleva su nombre en una parte fronteriza entre el centro y las zonas urbanas en crecimiento que tanto se han extendido en los últimos lustros. Tanto el busto como la nomenclatura, en tanto lugares de memoria, existen por la iniciativa de los “Amigos de Dickinson”, organización integrada por ancianos que tuvieron contacto con él cuando eran jóvenes y que lo presentifican e idealizan en el recuerdo. Ya no se ven recuas de mulas, sino autos por todas partes, y hace unos pocos años perdió su estatus como ciudad en la que no había ni un solo semáforo. Aun así, el paisaje, el espacio, y el ritmo temporal siguen teniendo eficacia simbólica y práctica para quienes llegan, temporal o permanentemente, a este sitio. Aunque no sabemos por cuánto tiempo más.
IV. A manera de conclusión
El ejercicio efectuado hasta aquí intenta mostrar cuál puede ser el valor historiográfico de las categorías examinadas al inicio para comprender cómo una identidad local -aparentemente un dato- es en realidad resultado de un proceso de construcción intersubjetivo atravesado por representaciones del espacio, del tiempo, de los límites, de las expectativas, y de los proyectos. Las identidades no son: están siendo. Etimológicamente, el término “identidad” remite a lo que permanece, pero sabemos que en realidad sus contenidos cambian constantemente a través de procesos de acción recíproca que tienen como uno de sus resultados principales el re-trazado continuo de fronteras, de límites que dan su sello, su unicidad a un espacio físico-cultural-simbólico y a los actores que lo viven, que lo habitan, y que lo convierten en sede de sus intervenciones en el mundo. Estos procesos no ocurren en el vacío, sino precisamente tienen como punto de partida ciertos lugares, ciertas geografías, determinadas condiciones espaciales que, al igual que las fronteras y límites, son entidades procesuales.
En contextos societales como los nuestros, en los que se ha ido abriendo paso una experiencia del tiempo tendencialmente presentista, que no percibe vínculos significativos con el pasado, y que ve con desconfianza y sospecha al futuro, la historiografía tiene como objetos de análisis relevante, desde luego, la memoria individual, las memorias sociales, los usos del pasado y del discurso histórico en sus distintas dimensiones y registros. Los elementos conceptuales que fueron el entramado de este trabajo pueden aportar a la historiografía una tematización de las materializaciones de las acciones en el espacio que puede enriquecer la investigación de esos objetos y contribuir a una posible historia efectual de espacios específicos.