Aquel que un día deje de ver el poder de un Dios personal en cada gorrión que cae del tejado, será mucho más prudente, porque ahora no pondrá en su lugar a ningún ser mitológico, como la idea, la lógica, el inconsciente, etcétera, sino que intentará hacer inteligible la existencia del mundo recurriendo a un poder ciego universal. Que prescinda pues, por una vez, de las finalidades naturales, más aún de la finalidad que ha de cumplir el espíritu de un pueblo, o incluso la de un espíritu universal. Que se atreva a considerar al hombre como un fenómeno contingente [zufälliges], como una nada, indefenso y expuesto a toda destrucción: partiendo de este punto, es posible romper también la voluntad del hombre, como la de un gobierno divino. El sentido histórico no es más que teología enmascarada.
F. Nietzsche, Fragmentos Póstumos, verano-otoño de 1873, 29 [89].
1.
Aunque Nietzsche nunca empleó en sus escritos, ni públicos ni privados, el término “contingencia” [Kontingenz], ni tampoco sus derivados, su toma de posición al respecto estará clara desde muy al principio. En las Navidades de 1872, poco después de publicada su primera obra (El nacimiento de la tragedia, 1871), le enviará como regalo de cumpleaños a Cosima Wagner, “con cordial veneración y como respuesta a preguntas verbales y epistolares”, el manuscrito titulado Cinco prefacios para cinco libros no escritos, donde, en el primero de sus prefacios (“Sobre el pathos de la verdad”) narra una fábula que bien podría considerarse un auténtico manifiesto en favor de un contingentismo (si se nos permite el anglicismo) radical, fábula con la que comenzará, poco más tarde, otro de sus textos fundamentales: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873). La fábula dice así: “En algún apartado rincón del universo, diseminado en innumerables sistemas solares resplandecientes, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más arrogante y mendaz de la “historia universal”, pero, con todo, un minuto tan solo. Tras haber alentado la Naturaleza unas pocas veces, el astro se congeló, y los animales inteligentes tuvieron que morir”. Queda clara la impugnación de la “historia universal” (y, por ende, del pensamiento hegeliano) que aquí se proclama, como también el absoluto desvalimiento en el que quedarán los animales inteligentes a partir del momento en que tomen conciencia de que el conocimiento es fruto de una invención.1
En su “Lección sobre Nietzsche”, Foucault lo argumenta de esta manera: “Que el conocimiento es una invención significa: 1/ que no está inscrito en la naturaleza humana, que no forma el instinto más antiguo del hombre: pero sobre todo, que su posibilidad no está definida por su forma misma. […] 2/ que carece de modelo, que no tiene garantía externa en algo así como un intelecto divino. Ningún prototipo de conocimiento ha precedido al conocimiento humano. No fue robado por ningún Prometeo de un fuego inicial y divino. No fue imitado por la inteligencia humana recordando un espectáculo divino. Ninguna reminiscencia. 3/ que [el conocimiento] no se articula como una lectura, un desciframiento, una percepción o una evidencia sobre la estructura del mundo. Las cosas no están hechas para ser vistas o conocidas. No vuelven hacia nosotros un rostro inteligible que nos mira y espera a que nuestra mirada las atraviese. 4/ que [el conocimiento] es el resultado de una operación compleja”. El conocimiento será así el resultado de un conflicto entre los diferentes y contradictorios impulsos que provocan en los animales inteligentes las cosas y los acontecimientos, con sus correspondientes parcialidades “y, a partir de ahí, a veces un estado intermedio, un apaciguamiento, una concesión mutua entre los [diversos] impulsos, una especie de equidad y de pacto entre ellos, porque, mediante la equidad y el pacto, estos [diversos] impulsos pueden afirmarse en la existencia y guardarse mutuamente la razón”.2
Este será el arriesgado camino por el que dará sus primeros pasos el pensamiento del joven Nietzsche.
2.
En la primera de sus Consideraciones Intempestivas (David Strauss, el confesor y el escritor, 1873), Nietzsche comienza enmarcando su diatriba contra Strauss en el contexto político creado por la reciente guerra franco-prusiana (1870-71). “De todas las malas consecuencias que está acarreando la última guerra sostenida con Francia, acaso la peor de todas ellas, sea un error que se halla muy extendido y que incluso es general: el error de la opinión pública y de todos los opinantes públicos que aseveran que también la cultura alemana ha alcanzado la victoria en esa lucha y que por tanto es ahora preciso engalanarla con aquellos florones que corresponden a unos acontecimientos y éxitos tan fuera de lo ordinario. Esa ilusión es sumamente perniciosa: y no, por ventura, porque sea una ilusión -pues hay errores que son muy saludables y benéficos-, sino porque es capaz de trocar nuestra victoria en una derrota completa: en la derrota y aun extirpación del Espíritu alemán en provecho del ‘Reich alemán’”. Nietzsche entiende que la victoria militar de Alemania es la de un ejército mejor preparado (humana y/o materialmente) sobre otro ejército menos dotado, algo que en ningún caso es lícito extrapolar como si se tratara de un triunfo del pueblo alemán sobre el pueblo francés, y mucho menos como la demostración de la superioridad de la cultura alemana. “Sería de esperar que la parte más juiciosa e instruida de los alemanes que tienen formación supiera de los peligros de tal empleo abusivo del éxito o que al menos se apercibiera del penoso espectáculo que está dándose: ¿puede haber algo más embarazoso que ver a alguien deforme delante de un espejo, erguido como un gallo, intercambiando miradas de admiración con su propia imagen?”.
Entre los voceros que propagan y fomentan esta autosatisfacción desmedida, ocupa un lugar destacado un miembro ilustre de la izquierda hegeliana, el filósofo y teólogo alemán, David Strauss, quien por entonces acaba de publicar La antigua y la nueva fe. Una confesión (1872), y a quien Nietzsche no duda en calificar, desde las primeras líneas, de “filisteo” (es decir, y según el DRAE, alguien “cerrado a la innovación artística y cultural”). Si nos preguntáramos por esta cerrazón suya, la respuesta que da Nietzsche en su Intempestiva apunta, de modo inequívoco, que procede de la creencia en la racionalidad del Universo. Y como muestra de ello, cita (y comenta) un fragmento del último libro de Strauss: “‘Nuestro Dios no nos toma en sus brazos desde fuera’ (¡esto exige, como antítesis, un tomarnos en los brazos desde dentro, algo, desde luego, muy sorprendente!), ‘sino que nos abre fuentes de consuelo desde el interior. Nuestro Dios nos muestra que el azar sería ciertamente un soberano irracional del mundo, pero que la necesidad, es decir, el encadenamiento de las causas en el mundo es la razón misma’”. Y añade (parodiando el plural mayestático del que Strauss solía servirse): “una subrepción, por cierto, que los únicos que no notan son esos ‘nosotros’ suyos de quienes nos habla Strauss, pero es porque ellos han sido criados en esa hegeliana adoración de lo real concebido como racional, es decir, han sido criados en la divinización del éxito [Vergötterung des Erfolges]”.3
De su texto, en conjunto, lo que le irrita sobremanera a Nietzsche es que Strauss incluya las lecciones de Darwin en esa “razón del mundo”, y que se las apropie, una vez desactivadas convenientemente, para ponerlas al servicio de la doctrina del “encadenamiento de las causas en el mundo”. “Si Strauss resulta apocado cuando habla de la fe, la boca se le llena y se le ahueca, en cambio, cuando se menciona al máximo benefactor de la novísima humanidad, a Darwin: entonces Strauss reclama fe no solo para el Nuevo Mesías, sino también para sí mismo, el nuevo Apóstol”. Para Nietzsche, nada está más lejos de la necesidad racional hegeliana que la doctrina de Darwin. En consecuencia, frente a los imperativos bien pensantes de la “nueva fe” que Strauss proclama, Nietzsche se revuelve: “Mas ¿desde qué lugar se deja oír ese imperativo? ¿Cómo puede tenerlo dentro de sí el ser humano, si, según Darwin, el ser humano es enteramente un ser natural, y hasta llegar a las alturas de la humanidad ha ido evolucionando de acuerdo con leyes enteramente distintas, ha ido evolucionando por haber olvidado en cada instante precisamente que los otros seres de su misma especie tenían iguales derechos que él, por haberse sentido precisamente a sí mismo como el más fuerte y por haber ido provocando poco a poco la ruina de los otros ejemplares más débiles que él? Mientras, por un lado, Strauss se ve forzado a admitir que jamás ha habido dos seres completamente iguales y que la entera evolución del ser humano desde el nivel animal hasta la cumbre del filisteo depende de la ley de la diferencia individual, por otro lado, sin embargo, ningún esfuerzo le cuesta proclamar también lo contrario, a saber: “¡Compórtate como si no hubiera diferencias individuales!” ¡¿Dónde ha quedado aquí la doctrina moral de Strauss-Darwin, dónde ha quedado el coraje!?”.
Es sabida la inquina que Nietzsche siente hacia los hegelianos, y muy especialmente hacia la fórmula de la que estos se servían como llave maestra del sistema de Hegel. “Lo que es racional es real, y / lo que es real es racional. En esta convicción se sustenta toda conciencia ingenua, y también la filosofía, que parte de ella con la consideración tanto del universo espiritual como natural” (G.W.F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Prefacio). Nietzsche encuentra en Darwin un contraargumento (científico) que le da la medida para poner en su sitio a “la racionalidad (especulativa) del Universo” que proclama el dictum de Hegel; lo cual, a la vez, le ofrece una vía de escape para, aun asumiendo la metafísica de la voluntad de Schopenhauer, zafarse de su visión pesimista, claramente negativa. Dicho con la feliz fórmula que acuñara Hans Vaihinger (autor de Philosophie des Als Ob; La filosofía del “como si”, 1911), con ocasión de su homenaje a Nietzsche en el Primer Congreso Internacional de Filosofía (París, 1-5 de agosto de 1900): “La doctrina de Nietzsche es la de Schopenhauer convertida en teoría afirmativa, una transmutación (o, si se quiere, una transvaloración) de Schopenhauer que tuvo lugar bajo la influencia del darwinismo y de su doctrina de la lucha por la vida”.4 En esta ocasión, el azar quiso que, veinte días después de concluido el Congreso, Nietzsche muriera, tras pasar once años sumido en el mutismo.
3.
En la siguiente Intempestiva (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida), que Nietzsche publicará al año siguiente, su contingentismo se extenderá hasta colocar en el punto de mira al sentido histórico mismo: “Esta meditación es también intempestiva porque intento comprender algo de lo que con razón se enorgullece este tiempo, su cultura histórica, como algo perjudicial, como defecto y carencia de esta época”.5 Y añade: “El placer que el árbol siente en sus raíces, ese gozo de no saberse mero producto de la arbitrariedad y de la contingencia [zufällig], sino flor y fruto que ha crecido de un pasado, y, por tal razón, justificado en su existencia: he aquí lo que ahora se define preferentemente como sentido histórico propiamente dicho”. Es precisamente esa justificación a priori de la propia existencia lo que Nietzsche considerará nefasto “para la vida”.6 Nietzsche reconoce que “todo hombre o pueblo necesita, según sus metas, fuerzas y necesidades, un cierto conocimiento del pasado, bien sea como historia monumental, anticuaria o crítica, pero no como una muchedumbre de pensadores puros que solo observa la vida, ni como individuos hastiados a quienes únicamente puede satisfacer el saber y para los que el aumento del conocimiento, en sí mismo, es la meta, sino siempre solo para el fin de la vida y, por tanto, bajo el dominio y conducción superior de tal objetivo”. Desconfía del amor al saber por el saber mismo, ensimismado; que no se sirve de la vida para entender la historia ni se pone al servicio de ese noble espejismo que es el vivir. Piensa que “cuando el sentido histórico gobierna sin límite alguno y desarrolla todas sus consecuencias, desarraiga el porvenir, pues destruye las ilusiones y retira a las cosas existentes la atmósfera en la que pueden vivir”. Y, en consecuencia, entiende que estas tres modalidades historiográficas escapan a ese gobierno esterilizante, porque en ellas “la historia pertenece al ser vivo: le pertenece como alguien que necesita actuar y esforzarse, como alguien que necesita conservar y venerar, y, finalmente, como alguien que sufre y necesita liberarse”; es decir, en tanto que historia monumental, historia anticuaria e historia crítica. Y lo argumenta así, cargado de precauciones, como quien se maneja con algo peligroso: “Cada uno de estos tres modos de hacer historia se justifica únicamente en un suelo y bajo un único clima, mientras que en cualquier otro crece como una mala hierba que es capaz de asolar todo a su paso. Cuando el hombre que quiere crear algo grande necesita el pasado, se adueña de este por medio de la historia monumental; a quien, por el contrario, le gusta perseverar en lo habitual y venerablemente antiguo, cuida lo pasado como historia anticuaria; y solo al que una necesidad del presente le oprime el pecho y quiere arrojar toda esa carga fuera de sí a cualquier precio, tiene necesidad de criticar, esto es, de una historia que enjuicie y condene. Del trasplante irreflexivo de estos cultivos proceden algunos desastres: el crítico sin necesidades, el anticuario sin piedad, el conocedor de lo grande sin la capacidad de poder hacer algo grande, son algunos ejemplos de tales cultivos convertidos en mala hierba, cultivos extrañados de su materno suelo natural y, por tanto, degenerados”.
4.
En estas dos Intempestivas se ubica la primera profesión de fe explícita de su compromiso con una mirada en modo contingente, que con el tiempo no dejará de llenarse de matices, argumentos y ejemplos, y ganará terrenos en los que no se pensaba. En Nietzsche, la genealogía, la historia, Michel Foucault considera particularmente a la segunda Intempestiva como la primera etapa de una andadura que le ha de conducir en adelante, hasta culminar en la genealogía que elaborará en los escritos posteriores a su Zaratustra, especialmente en La genealogía de la moral (1887). Lo argumenta de este modo: “De hecho, lo que Nietzsche no ha cesado de criticar desde la segunda de las Intempestivas es la forma de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una historia que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todo y dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que lanzaría sobre lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo”. Y como conclusión agrega: “Un poco más tarde vemos que Nietzsche vuelve a tomar en consideración lo que antes rechazaba. Pero ahora con otro fin: ya no se trata de juzgar nuestro pasado en nombre de una verdad que nuestro presente sería el único en poseer; se trata de arriesgar la destrucción del sujeto de conocimiento en la voluntad, indefinidamente desplegada, de saber. En cierto sentido, la genealogía vuelve a las tres modalidades de la historia que Nietzsche reconocía en 1874. Y vuelve, por encima de las objeciones que entonces les hacía en nombre de la vida, de su poder de afirmar y de crear. Pero vuelve metamorfoseándolas: la veneración de los monumentos se convierte en parodia; el respeto de las antiguas continuidades se convierte en disociación sistemática; la crítica de las injusticias del pasado por la verdad que el hombre detenta hoy se convierte en destrucción del sujeto de conocimiento por la injusticia propia de la voluntad de saber”.
Y cabe añadir que el gozne que le permitirá abrir el camino que lleva de la crítica intempestiva contra el historicismo a la genealogía queda formulado, de modo solemne, en el primer aforismo de Aurora. Reflexiones [Gedanken] sobre los prejuicios morales, texto con el que comienza su combate contra la moral, y que señala el nacimiento del Nietzsche inmoralista. El aforismo lleva por título Nachträgliche Vernünftigkeit (“Racionalidad Posterior”, o tal vez mejor, “Retrospectiva”). Y dice así: “Todas las cosas que duran largo tiempo se van impregnando poco a poco y hasta tal punto de racionalidad que llega a ser inverosímil que procedan de la irracionalidad. Cabe decir que no hay historia de una génesis que no impresione el sentir como algo paradójico y sacrílego. ¿En qué se ocupa constantemente el historiador, sino en contradecir?”. Y se trata de un aforismo que bien podría figurar, a modo de lema, encabezando una buena parte de la obra del mismo Foucault.
5.
El término Kontingenz no forma parte del léxico de Nietzsche, se ha dicho ya, pero ahora cabe conjeturar que si no lo utiliza es porque es un término técnico, propio de la filosofía de los profesores (hoy diríamos, “de los expertos”), partidarios a lo sumo del amor al saber por el saber, (esa forma de teología negativa - habría dicho quizá W. Benjamin), profundamente ensimismados. Y sobre todo porque no quiere hablarle al lector como hacen los hegelianos atacados de verbalismo oscurantista. El lector a quien Nietzsche se dirige debe poder pensar en lo que está leyendo a la vez que lee, y contradecirle o pedirle explicaciones o prestárselas él. Debe poder darse esta dinámica para que el libro obre: su lenguaje debe ser claro, llano y cargado de señales de atención. En la voz que habla debe hablar un ser que es un semejante del lector y hablarle en tanto que semejante; como seres contingentes ambos, apenas una nada, expuestos, indefensos… Y debe hacerlo para transmitir lo que verdaderamente les importa a esos seres desdichados; esto es, lo que se va aprendiendo de una experiencia fundamental, que es de dónde se sacan las fuerzas y el instinto para seguir vivos, como individuos, como comunidad o como planeta.
Más que una palabra, la contingencia es para Nietzsche una tonalidad vital básica, y un gesto de pensamiento también, que se pone en obra de modo continuado, en una gran variedad de registros, y las más de las veces calladamente. Si desplegáramos ahora sobre el tapete la baraja de la retórica filosófica, nos encontraríamos con toda una serie de parejas conceptuales que guardan estrecha relación con la pareja que forman la necesidad y la contingencia. Escojo como ejemplo tres, deliberadamente heterogéneas, pertenecientes al ámbito lógico, ontológico y gnoseológico, respectivamente: categórico/hipotético; esencial/accidental; ciencia/ opinión. Si pasamos estos patrones a través de la obra de Nietzsche, veremos cómo se repite el mismo gesto una y otra vez, un pliegue análogo: lo hipotético se dobla sobre lo categórico, poniéndolo en cuestión; y también lo accidental sobre esencial o la opinión sobre la ciencia… Por doquier las categorías del ser resultan controvertidas por obra de la acción del devenir. Hasta que, finalmente, el pensamiento del eterno retorno, con su doctrina del Amor fati retuerza los valores respectivos de la necesidad y la contingencia, apelando a la acción de la voluntad: “Imprimir al devenir el carácter del ser -esta es la suprema voluntad de poder”.7 A la pregunta ¿cómo se consigue imprimir en el devenir? Zaratustra, el profeta, responderá con su gesto mayor, entonándolo así: “Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar. ¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar! Redimir a los que han pasado, y transformar todo ‘Fue’ en un ‘Así lo quise’, ¡solo eso sería para mí redención! […] Todo ‘Fue’ es un fragmento, un enigma, un espantoso azar hasta que la voluntad creadora añada: ‘¡pero yo lo quise así!’ Hasta que la voluntad creadora añada: ‘¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!’”.8