Introducción
A lo largo de la historia de Occidente las personas con aquello biomédicamente denominado deficiencia han sufrido diferentes modos de menosprecio social (Honneth, 1997) que les han negado su pleno estatuto humano (Coleman Brown, 2013). El exterminio de los niños con discapacidad congénita al nacer -imperante en la Antigüedad clásica-, la marginación e institucionalización de la mendicidad en la Edad Media y la medicalización en los comienzos del siglo XX (Palacios, 2008; Foucault, 2000) demuestran los efectos estigmatizadores que, en el interior de nuestra cultura, ha poseído el alejamiento de la corporalidad hegemónica (Goffman, 2001).
La batalla por desmantelar este trato injusto ha sido el motor de las luchas entabladas desde los años setenta por el colectivo de personas con discapacidad anglosajón (Shapiro, 1993). En aquellos años, el movimiento por la vida independiente norteamericano, surgido en el ámbito universitario, tomando los aportes de la sociología de Erving Goffman y Robert Scott -en relación con la estigmatización y la construcción de la dependencia por parte del saber médico-, definirían a la discapacidad como un problema sociopolítico y exigirían el reconocimiento de los derechos civiles de esta minoría (Barnes, 1998; Palacios, 2008).
Tal concepción, incorporada con un mayor énfasis en los derechos políticos y a la luz de los aportes del materialismo, en el área de la militancia y academia del Reino Unido, daría origen a lo que Mike Oliver llamaría el modelo social de la discapacidad (Barnes, 1998). Él mismo realizaría una diferencia analítica entre la deficiencia -entendida como condiciones biofísicas de carácter individual- y la discapacidad -comprendida como la desventaja social generada por una sociedad que no tiene en cuenta a las personas con deficiencias y que por ello las oprime- (UPIAS, 1976; Barnes, 1998).
A partir de esta mirada, la discapacidad ya no sería entendida -tal como había sucedido hasta ese momento- ni como un problema religioso ni como un tema médico, sino como una creación propia de las sociedades capitalistas (Palacios, 2008). Éstas, diseñadas de acuerdo a un parámetro de cuerpo capaz, erigen barreras físicas o sociales que restringen la participación plena de las personas con discapacidad (Siebers, 2013; Oliver, 1998; Diniz, Barbosa y Dos Santos, 2009). Por esto, desde el modelo social de la discapacidad, se cree que para garantizar el respeto de esta minoría es necesario brindar políticas que transformen esas estructuras sociales que impiden la participación (Shakespeare, 2013; Ferreira, 2008).
En los últimos 20 años el modelo social de la discapacidad dará fruto al paradigma de los derechos humanos (Palacios, 2008; Brogna, 2012). Dicho paradigma ha inspirado el surgimiento de documentos internacionales que, ante la persistencia de situaciones de discriminación y trato injusto hacia las personas con discapacidad, buscan promover su respeto (ONU, 2006). Uno de los principales hitos en este aspecto ha sido la firma de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 13 de diciembre de 2006. En este instrumento legal -al cual nos referiremos de ahora en adelante como la Convención-, la discapacidad es comprendida como el resultado de la interacción entre una persona con cierta deficiencia y las barreras sociales que impiden la participación en igualdad de condiciones con las demás (Diniz, Barbosa y Dos Santos, 2009).
Por eso se utiliza el término persona con discapacidad para enfatizar la dimensión socialmente creada de la misma. En pos de remover tales muros se promueve que los Estados identifiquen y desarrollen una serie de medidas para favorecer la inclusión social (Brogna, 2012). La ratificación de la Convención por parte de muchos de los miembros de la ONU ha sido recibida con gran entusiasmo por el colectivo de personas con discapacidad internacional e interpretada por el organismo como un "cambio paradigmático de las actitudes y enfoques respecto de las personas con discapacidad" (ONU, 2006).
Ahora bien, si es cierto que la Convención significa un importante avance en el plano formal, desde un abordaje sociológico, es reconocido que la existencia de instrumentos legales no es requisito suficiente para modificar inmediatamente los esquemas de percepción y las prácticas sociales que convierten a la discapacidad en una desventaja (Soto Martín, 2011; Vite Pérez, 2012; Russell, 2008). Llamando la atención sobre estos puntos, a nivel latinoamericano, asociaciones de personas con discapacidad1 y muchos autores han señalado la distancia entre la "posición asumida [por la Convención] y la efectiva implementación" (Courtis, 2009: 412; Acuña y Goñi, 2010; Vite Pérez, 2012; Pantano, 2009), la inconsistencia entre la Convención y las leyes vigentes sobre discapacidad a nivel nacional (Joly, 2008; Brogna, 2012; Ferrante, 2013), la necesidad de trasladar el debate de la razón jurídica a la ética (Skliar, 2010; Pantano, 2009; Arteaga y Dyjak, 2006), la vigencia de los esquemas de percepción del pasado en el presente (Brogna, 2009, 2012; Ferrante, 2012) y la proliferación de dispositivos de inclusión excluyente y nuevas formas de vulnerabilidad (Almeida, 2009; Vite Pérez, 2012).
En este sentido, tanto los abordajes actuales del modelo social (Barnes, 2010; Oliver, 2008) como aquellos que comprenden a la discapacidad como problema no resuelto por la justicia social (Nussbaum, 2007) o cuestión del desarrollo (Sen, 1999), coinciden en señalar que las personas con discapacidad en el mundo contemporáneo sufren distintos modos de desigualdad. Al respecto, el Informe Mundial de la Discapacidad (OMS, 2011) brinda datos contundentes: las personas con discapacidad poseen peores niveles de salud que la población general, peores resultados académicos (derivados de la falta de acceso a la educación o de la falta de adaptaciones), menor participación económica (asociada a tasas de inactividad 2,5% mayores que en la población general y desempleo invisibilizado), tasas más altas de pobreza (un 80% de las personas con discapacidad son pobres), mayor dependencia y menor participación en la vida comunitaria.
Estas tendencias son especialmente observables en los "países en desarrollo" y del "tercer mundo". Como resultado de la conjunción de las mismas, la mayoría de las personas con discapacidad de clase baja de esos países sobreviven a través de distintas formas de caridad social, entre las que se encuentran: la seguridad social, el traslado de ingresos familiares, la ayuda brindada por asociaciones de beneficencia y religiosas, y el pedido de limosna (Barnes, 2010, 2009; Joly, 2008; Borsay, 2008; Russell, 2008).
Argentina no es ajena a esta situación global, y en la Ciudad de Buenos Aires la mendicidad se convierte para muchas personas con discapacidad en un "trabajo por cuenta propia" (Joly y Ferrante, 2013; Joly y Venturiello, 2012). El desarrollo de esta estrategia de supervivencia típica de la Edad Media dentro de la economía informal (Bourgois, 2010; Epele, 2010), en pleno siglo XXI, relativiza el diagnóstico de un cambio de paradigma a partir de la Convención, ya que en la misma la mercantilización de la pena y el espectáculo del estigma constituyen el centro del intercambio simbólico.
A su vez, si este ritual de interacción deviene efectivo, es porque existen condiciones macrosociales más amplias que lo hacen posible (Goffman, 1991), y que lejos de expresar una modificación de las actitudes hacia la discapacidad, develarían la persistencia del menosprecio y la segregación. Pues bien, nuestro objetivo en este artículo es analizar los procesos sociales que conducen a la mendicidad a adultos con discapacidad en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Buscamos reflexionar, más ampliamente, sobre el mensaje que esta postal expresa sobre la situación de discapacidad (Pantano, 2009) en nuestros contextos periféricos y los desafíos existentes para hacer real los postulados promovidos en la Convención.
Partiremos del material empírico reunido en una investigación cualitativa que tuvo por objetivo identificar y describir los circuitos sociales que conducen al pedido de limosna entre varones con discapacidad motriz.2 Decidimos restringir el estudio a varones, ya que el interés por esta problemática emerge como dimensión no esperada de una investigación anterior sobre estigma y discapacidad motriz en la Ciudad de Buenos Aires (Ferrante, 2014). En los jóvenes de clase baja la mendicidad devenía la única posibilidad de supervivencia, debido a la imposibilidad de acceder a empleos formales. Si bien para las mujeres el acceso al trabajo también era un problema, ninguna de ellas recurría a pedir limosna como medio de vida, sino que asumían posiciones dependientes en el universo familiar y poseían mayor tendencia al aislamiento social; cuestiones asociables a los efectos del androcentrismo en la región (Silva Segovia, 2013).
Respecto a las estrategias de indagación, realizamos análisis de legislación referida a discapacidad, entrevistas en profundidad (a personas con discapacidad motriz que piden y a las personas que les dan limosna) y observación no participante de la interacción. La primera técnica fue seleccionada porque mediante el análisis de leyes de discapacidad se pudo reconstruir las diferentes concepciones de la discapacidad vigentes en la actualidad. La segunda estrategia fue elegida debido a que las entrevistas en profundidad permiten acceder a puntos de vista de los agentes y reconstruir parte de su mundo de vida, dimensión indispensable para observar cómo la dominación se hace carne (Meccia, 2008).
La justificación metodológica de optar por la tercera técnica es que constituye un medio para captar escenarios no visualizables desde el saber disciplinar (Scribano, 2008 a). Trabajamos con una muestra intencional, construida de acuerdo a criterios de saturación teórica que se compuso de 9 varones, de entre 18 y 65 años, con discapacidad motriz que piden limosna y 10 adultos (5 mujeres y 5 varones) que les dan limosna. El trabajo de campo fue realizado entre marzo y agosto de 2013 en semáforos, subtes, trenes y avenidas de distintos puntos de la ciudad donde las personas con discapacidad desarrollan el ejercicio de la mendicidad. El material recolectado se interpretó a través del análisis de contenido (Scribano, 2008a): se identificaron las dimensiones a trabajar, se seleccionaron microtextos y se codificaron; se realizaron contrapuntos entre los datos, el marco teórico y la emergencia de categorías de análisis (Silva Segovia, 2013).
Con el fin de cumplir con el objetivo planteado en este artículo, seguiremos un desarrollo compuesto de tres partes. Primero describiremos los vínculos entre capitalismo actual, vulnerabilidad y políticas de la discapacitación, recuperando críticamente el modelo social de la discapacidad. Luego examinaremos tales procesos a la luz de las narrativas de los entrevistados. Finalmente, reflexionaremos sobre los desafíos para lograr la inclusión de las personas con discapacidad en un mundo desigual y segregador.
Respecto a la denominación que utilizaremos para referirnos a los individuos con lo biomédicamente llamado "discapacidad", en este texto, siguiendo a la Convención, usaremos la expresión persona con discapacidad. Sin embargo, debemos señalar nuestra falta de satisfacción respecto al poder crítico de esta noción: si bien este término busca enfatizar los aspectos sociales de la discapacidad, no logra escapar a la lógica pretendidamente "biológica" de lo normal y lo anormal, a través de la referencia con "dis"capacidad (Pizarro, 2008). Tal como señala Patricia Brogna (2012: 43) existe una tarea pendiente en "encontrar un término que describa sociológicamente la cuestión y ponga el énfasis - percibir la pensión por su antiguo del sujeto- sino en las interrelaciones sociales".
Capitalismo, vulnerabilidad y políticas de la discapacitación
Los cambios generados en la relación capital-trabajo a partir de la globalización del capitalismo en clave neoliberal han generado procesos sociales regresivos: la distribución inequitativa del ingreso, el crecimiento del desempleo, la precarización laboral, el retroceso de la gestión del Estado en el bienestar de la población, la profundización de las desigualdades entre países centrales y periféricos (Bauman, 1999; Pérez, 2005).
Sin embargo, el neoliberalismo, como una gran máquina de "transformar lo colectivo en individual" (Scribano, 2008b: 89), comprende a la segregación y a la desigualdad como resultado de la falta de adaptación de individuos aislados que únicamente cuentan consigo mismos o con programas focalizados. El "éxito social" y la inclusión son entendidos como el resultado del mérito individual, de la independencia y de la capacidad de conquista del agente para devenir un sujeto apto para el consumo (Castel, 2005).
En el caso de la discapacidad podemos observar paradigmáticamente esta lógica de transformación de lo social en individual, especialmente a través de la metamorfosis de la desigualdad en desventaja corporal. Los fenómenos regresivos que antes describíamos anidan complejos vínculos entre pobreza y discapacidad en los países periféricos: la pobreza genera deficiencia y ésta empobrece aún más (OMS, 2011; Joly, 2008; Soto Martín, 2011; Oliver, 1990). La pauperización de las condiciones de vida crean deficiencias: las malas condiciones de trabajo, la violencia social, el hambre, la malnutrición, la falta de acceso a la rehabilitación y a la salud, las guerras, la contaminación, el consumo de drogas, mutilan a los cuerpos individuales más vulnerables (Martínez Ríos, 2013; Barnes, 2010; Barton, 2009; OMS, 2011).
A su vez, en un contexto laboral ferozmente competitivo, la discapacidad -en su presunción de alejamiento de las reglas de habilidad determinadas de acuerdo a criterios de productividad económica (la flexibilidad, la aparente independencia y la utilidad) (Scribano, 2007)- se convierte en un factor que lleva a una pérdida de capital global (económico, social y cultural) (Bourdieu, 1998), y, por tanto, que favorece desplazamientos descendentes en la estratificación social (Barnes, 2010; Martínez Ríos, 2013; OMS, 2011; Russell, 2008; Ferreira, 2008). En este contexto, ante la imposibilidad de adaptarse a las reglas de juego impuestas por el mercado, las personas con discapacidad devienen individuos supernumerarios (Castel, 2005).
En este marco, resulta clara la pertinencia del modelo social anglosajón para señalar que el principal mecanismo de opresión de las personas con discapacidad es su "exclusión de la producción social" (Abberley, 1998: 87). En tal exclusión, como señala Oliver (1990, 2008), es fundamental el rol del Estado, el cual, en tanto garante de la reproducción del capitalismo, desde el siglo XIX ha establecido, a través de la teoría de la tragedia personal la naturalización de la discapacidad en tanto déficit corporal individual, tributario de ayuda médica y/o social, invisibilizando su real carácter político y arbitrario. Por medio de lo que Oliver (1990) llama las políticas de la discapacitación, los cuerpos "discapacitados", a partir de su presunto alejamiento del cuerpo capaz, son inhabilitados oficialmente para el proceso de trabajo y devenidos cuerpos dependientes, pasivos, enfermos, "inactivos", destinatarios de ayuda estatal y parte del ejército de reserva descrito por Marx.
Desde este planteo, la distinción deficiencia/discapacidad, realizada en los planteamientos fundacionales del modelo social, deviene imperecedera (Oliver, 1990): ambas enmascaran una ideología que reifica una ficticia normalidad que clasifica cuerpos útiles y no útiles, pobres merecedores y no merecedores, y que se convierte en legitimadora de relaciones de dominación (Shakespeare, 2013; Rosato et al., 2009; Ferrante, 2013). Dicha ideología sedimenta en el sentido común y configura a la discapacidad como fantasma social, activando el temor a la muerte física y deviniendo antítesis de un ideal de perfección corporal e intelectual, soporte del individualismo y la independencia (Oliver, 1990). Esto, a su vez, refuerza la exclusión de las personas con discapacidad.
Con el auge del neoliberalismo, Oliver (1990) señala que las políticas de Estado destinadas a la discapacidad mantienen su ideología, pero se focalizan y buscan reducir su cobertura, apuntando a privatizar y tercerizar las prestaciones; esto contribuye a que cobre mayor centralidad la concepción de la discapacidad como forma de dependencia y problema que debe ser resuelto a través de la caridad. En esta misma línea, otros autores de la tradición anglosajona (Barnes, 2010; Rusell, 2008; Borsay, 2008) muestran cómo estos dispositivos estatales en los países periféricos, al inhabilitar para el proceso de trabajo y otorgar unos montos muy por debajo de lo necesario para la subsistencia, sólo refuerzan la dependencia de las personas con discapacidad y crean agentes que sólo podrán sobrevivir a partir de la caridad social (Oliver, 1990; Russell, 2008; Borsay, 2008).
Ahora bien, de acuerdo con este marco interpretativo otorgado por el modelo social anglosajón, consideramos necesario introducir tres afinaciones conceptuales para potenciar su capacidad analítica y pensar los procesos que buscamos analizar.
Primera cuestión: el término de vulnerabilidad social (Castel, 1997), antes que el de exclusión (tendiente a referir a un "estado" y una idea un tanto artificial de adentro y afuera), refleja con mayor densidad los fenómenos descritos (Vite Pérez, 2012). La deficiencia vuelve a los agentes vulnerables, ya que los ubica en una zona social en la que se conjugan la pobreza -derivada de la ausencia o precariedad laboral- y la fragilidad de los soportes societales de apoyo - donde la protección social es inexistente o focalizada- (Vite Pérez, 2012) y donde conviven con un conjunto pequeño de individuos relativamente integrados, a través del trabajo.
Segunda cuestión, tomando los aportes de Pierre Bourdieu (1999), resulta evidente que si las políticas de Estado poseen el poder simbólico para "construir" a la discapacidad en tanto déficit corporal, la dominación es posible en la medida que existe la complicidad de los propios agentes que nominan. En esta sintonía intervendrán variables que no permiten pensar a la dominación como un fenómeno uniforme y omnipotente -tal como se señala en el planteo fundacional de la tradición inglesa (Shakespeare, 2013; Ferrante, 2013)-, sino más bien como una relación singularizada a través de la clase social, el género, la edad, la etnia, el tipo de deficiencia, el espacio social en el que se expresa. En el sentido de Goffman (2001), esto implica recordar que el estigma refiere a perspectivas, más que a un atributo.
Así, el caso de las prácticas de mendicidad entre personas con discapacidad revela una trama de relaciones sociales que convierten el espectáculo del estigma en un medio de vida redituable para los agentes de clase baja. El pedido de limosna se da en un escenario de multiplicación de modos de subsistencia dentro de la economía informal, que se dan "usufructuando y extrayendo los recursos materiales y humanos en poblaciones vulnerables, que se hacen rentables y extraíbles por la misma desigualdad y vulnerabilidad producida por la expropiación de las mínimas condiciones de bienestar tradicionales que, a su vez, fue llevada a cabo en pos del bienestar y bien común" (Epele, 2010: 51).
Al completar los planteos de Oliver, podemos señalar que en el marco de la herencia neoliberal, devenido el trabajo un costo y finalizada la función del Estado de invertir en la seguridad social (ahora llamada protección social) (Pautassi, 2013) y sostener un ejército de reserva, la discapacidad constituye un elemento de riesgo que convierte al agente en potencial beneficiario de ayuda estatal (Castel, 1997; Vallejos, 2013; Bauman, 1999).
De este modo, dentro del conjunto más amplio de pobres, el cuerpo deficiente deviene un elemento que amerita ciertos beneficios focales que serán considerados una especie de compensación individual por una situación de desventaja, de la cual no se es responsable (Rosato et al., 2009; Calvento, 2006; Vallejos, 2013). Tales ayudas no modificarán en lo más mínimo la situación de desigualdad (Delgado García, 2005); sin embargo, al generar ciertos beneficios secundarios, se convierten en una credencial para percibir recursos estatales dentro de la población sobrante y generan así subjetividades lumpenizadas (Bourgois, 2010).
Tercera cuestión por afinar. Tal como plantean los autores ingleses, la legalidad habilitada por la mirada oficial de la discapacidad en tanto cuerpo deficiente instaura los principios de percepción del cuerpo y las expectativas sociales que configuran a la discapacidad como situación patética, generando la condición de posibilidad de una disposición generosa a dar limosna a otro con discapacidad.
Estos principios de visión oficiales de la discapacidad reducen al cuerpo discapacitado a un fantasma social, que tensiona la fantasía del cuerpo capaz al activar temores respecto a la muerte y a la vulnerabilidad física. Al mismo tiempo, podemos pensar que la dádiva solidaria nos habla, de un modo más amplio, de las relaciones sociales promovidas en nuestro mundo histórico y los miedos asociados a la vulnerabilidad social. Ese cuerpo discapacitado recuerda la falta de seguridad y estabilidad que atraviesa a todos los cuerpos sociales en el marco del actual capitalismo.
En un mundo donde todos los agentes corren el riesgo de la segregación, ese cuerpo discapacitado, el temor al sí mismo vulnerable en tanto visibiliza la suerte a la que arroja el capitalismo a aquellos cuerpos que no se adaptan a las exigencias de la división social del trabajo. En este sentido, la limosna puede ser entendida como un mecanismo de soportabilidad (Scribano, 2007) que hace tolerable la vida social en un contexto desigual, evitando sistemáticamente el conflicto. Tal como señala Eugenia Boito (2005: 6), la respuesta solidaria actúa como una fantasía social que ocluye el "fantasma de la opresión, suturando las explicaciones y acciones posibles ante situaciones de carencia".
Itinerarios que conducen a la mendicidad en la Ciudad de Buenos Aires
Circuitos que llevan a la "calle": la desigualdad vuelta déficit corporal
Si bien en Argentina en los últimos años ha existido un crecimiento de la economía, sólo la mitad de los trabajadores accede a un empleo decente y más de uno de cada cinco hogares requiere asistencia pública para no agravar su situación de indigencia (Salvia, 2013). Si bien las políticas implementadas en la última década han incrementado el trabajo, sigue vigente una fuerte heterogeneidad estructural, que se expresa en segmentación laboral y desigualdad de ingresos al interior del mercado de trabajo (Salvia, 2013). Esto quiere decir que se han enfatizado las diferencias de ingresos entre asalariados formales y el resto, y, a su vez, han proliferado políticas residuales para los más desfavorecidos (Cortes y Kessler, 2013). Estos fenómenos se expresan en "la existencia de una heterogénea población 'sobrante' al modelo de sociedad capitalista vigente" (Salvia, 2013: 46).
Nuestros entrevistados constituyen, antes o a partir de la discapacidad, parte de ese sector de la población. En primera instancia podemos observar situaciones donde la deficiencia es generada por situaciones de pobreza y marginalidad. Fernando, de 30 años, y Julián, de 28, tienen amputaciones en sus extremidades. Ambos poseen estudios primarios incompletos y nacieron en hogares pobres del Conurbano Bonarense. Sus amputaciones se generaron a los 9 y 20 años, respectivamente, por caídas ocasionadas de "colgarse al tren", una práctica habitual entre la población que no posee dinero para el boleto. Ambos tenían problemas con la droga y, en este punto, la adquisición de sus deficiencias fue para ellos un modo de "rescate" (Epele, 2010), de salida de ese mundo, para tener una vida más tranquila.
A partir de las amputaciones y ante la imposibilidad de conseguir empleo, la calle y el pedido de limosna se convirtieron en una opción para ganarse la vida. En segunda instancia, encontramos otras realidades donde las deficiencias motrices son congénitas o secuelas de enfermedades, como por ejemplo, poliomielitis, amputaciones derivadas de uso de medicamentos en el embarazo materno, problemas de circulación. Aquí se reúnen hombres con enseñanza primaria incompleta, pero también algunos con estudios secundarios completos.
En ambos grupos la deficiencia genera una desposesión de capital simbólico (Bourdieu, 1998) que va sintomatizando y encarnando itinerarios sociales que conducirán a la calle. En nuestros entrevistados podemos distinguir cuatro procesos no excluyentes, ya que los mismos van imbricándose sucesivamente, donde la desigualdad y vulnerabilidad va tomando el nombre de discapacidad.
El primero de ellos es la pérdida del empleo, ya sea asociado a la adquisición de la deficiencia o a la crisis económica. Raúl tiene 68 años, estudios primarios incompletos y pide en la puerta de una iglesia de un coqueto barrio de la Ciudad de Buenos Aires desde hace diez años. A los 58 años le fue amputada una pierna por una obstrucción en una arteria por fumar en exceso. Luego de 35 años trabajando como taximetrista, a partir de la amputación de la pierna, pierde el trabajo y no consigue otro. Según él, a partir de la discapacitación fue "directo a la calle": la discapacidad sumada a la edad avanzada devino un mecanismo expulsivo del mundo del trabajo. Él vive con su hijo y su nuera que también lo ayudan a sobrevivir. En tanto, Pedro, con 55 años, estudios primarios completos y secuelas de poliomelitis, se desempeñó como sastrista hasta 1989, año en que a raíz de la crisis económica asociada al proceso hiperinflacionario que sufre la Argentina pierde su trabajo.
Un segundo proceso se asocia al debilitamiento de redes y apoyos sociales. Justamente Pedro, además de quedar desempleado, pierde el apoyo que recibía a través de la beneficencia. Él vivía en un hogar de personas con discapacidad, mantenido por un grupo de mujeres, quienes también a raíz de la crisis dejan de brindarles ayuda. En ese momento, hace 26 años, la calle se convirtió en su medio de vida. Del mismo modo, Carlos, de 37 años, con mielomeningocele de nacimiento, fue, como resultado de la infantilización de las personas con discapacidad (Coleman, 2013), muy sobreprotegido por su mamá. Poseía un trabajo, pero ante el fallecimiento de ella entra en una depresión muy fuerte que llevó a que lo despidieran. Luego de un tiempo encerrado en su casa, sin sostén económico -ya que no tenía más familia y había dejado de percibir la pensión por su antiguo empleo-, un día empieza a pedir en una estación de trenes, y ante los buenos ingresos obtenidos, la calle deviene su nuevo trabajo.
El tercer proceso que conduce a la calle es el desempleo crónico, resultado de las políticas públicas, que inhabilitan a las personas con discapacidad para el proceso de trabajo. Pablo, con 58 años, estudios primarios completos y secuelas de poliomielitis -a diferencia de Pedro- jamás pudo conseguir un empleo formal. Pide en la calle "desde los 16 años, que me atreví a salir a la calle, por la propia necesidad, al no tener un oficio y al tratar querer vivir por mi propios medios...".
En este mismo sentido, José, de 33 años, estudios secundarios completos y múltiples amputaciones congénitas, llegó de su provincia natal a la Ciudad de Buenos Aires con la expectativa de estudiar en la universidad. Poseía una pensión otorgada por el Estado, sin embargo, al no cubrir ésta ni la tercera parte de un sueldo mínimo, no le alcanzaba para sus necesidades. Al ser José cuádruple amputado requiere la ayuda de una persona para las actividades de la vida diaria (baño, cambiado, traslado). Al no ser cubiertos estos apoyos por el Estado, el anhelo del estudio debió ser postergado por la búsqueda de trabajo. Sin embargo, esta búsqueda resultó imperecedera. Para él, al igual que las personas con discapacidad sin estudios universitarios ni capital social (Bourdieu, 1998), el acceso a empleos formales, en un contexto fuertemente competitivo, resulta muy complicado. José, narra tales dificultades:
Me encontré que si yo no laburo [expresión del lunfardo que significa trabajo] no tengo techo, no tengo comida, no tengo vestimenta y yo dependo de traslado de alguien que me lleve y traiga, y tampoco cuento con ese dinero porque la pensión no me da. (...) Entré a buscar laburo y me encontré que no porque estaba en silla de ruedas, que no porque tenían las oficinas altas, que no porque tenía ascensor, que no porque tenían escalera, que no porque no. Entonces cuando y dije ¿qué hago? ¿Me vuelvo a mi pueblo, me encierro en mi casa y veo la vida pasar? ¿O recurro a lo que no pueden cerrar? La calle y aquí estoy. Sin estudiar y sin tener una vida propia porque tengo que estar acá desde las 8 hasta las 8".
En un sentido similar, Fernando señala:
Yo para el certificado de discapacidad, tengo 100% discapacidad, o sea que según el certificado yo tendría que estar tirado en la cama y no tendría ni fuerza para cambiar de canal en el control remoto, ¿me entendés? Y por eso mismo a mí se me complica conseguir trabajo, porque nadie me puede emplear... ¿Cómo van a emplear a alguien que tiene 100% discapacidad, o sea, que no se puede manejar por sí? (...) Está en mí quedarme con esto del 100% o buscar otros medios".
Si bien desde mayo de 2008 Argentina se ha incorporado a la Convención a través de la Ley 26.378 y en el artículo 27, referido a Trabajo y Empleo, se sostiene que:
Los Estados Partes reconocen el derecho de las personas con discapacidad a trabajar, en igualdad de condiciones con las demás; ello incluye el derecho a tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente elegido o aceptado en un mercado y un entorno laborales que sean abiertos, inclusivos y accesibles a las personas con discapacidad. Los Estados Partes salvaguardarán y promoverán el ejercicio del derecho al trabajo, incluso para las personas que adquieran una discapacidad durante el empleo, adoptando medidas pertinentes, incluida la promulgación de legislación, entre ellas.
Más allá de lo proclamativo no se han tomado medidas tendientes a cumplir esta obligación. A su vez, esta ley no ha sido armonizada con la legislación local anterior.
Las políticas de Estado nacionales, derivadas de la Ley de Sistema de Protección Integral de los Discapacitados (22.431) y la Ley de Prestaciones Básicas en Habilitación y Rehabilitación en favor de las personas con discapacidad (24.901), se ajustan con exactitud al diagnóstico que Oliver hace de las políticas de la discapacitación, las cuales se restringen a: realizar rehabilitación médica del déficit y brindar una serie de beneficios secundarios (pase libre para transporte público, pensión, exención de pagos en la importación de automóviles), los cuales, si bien legalmente reconocidos, son excepcionalmente ejercidos (Acuña y Goñi, 2010).
Es importante advertir que esta ley fue sancionada en un contexto de dictadura y reemplaza a la Ley 20.923, sancionada por el gobierno peronista en octubre de 1974 (Bregain, 2012). Esta última, elaborada por la Unión Nacional Socioeconómica del Lisiado, establecía un cupo laboral que obligaba al Estado y al ámbito privado a incluir como mano de obra -en un porcentaje no inferior al 4%- a personas "discapacitadas" (Bregain, 2012). La ley estipulaba, asimismo, la creación de la Comisión Nacional del Discapacitado, la cual, dependiente del Ministerio de Trabajo y compuesta, entre otros, por representantes de organizaciones de personas con discapacidad, se encargaría de sancionar a aquellas instituciones que no cumplieran con esta dispositiva.
La Ley 20.923 jamás entró en vigencia y fue derogada, pues se consideraba que, al obligar al mercado a una cuota de empleo para personas con discapacidad, atentaba contra la libertad de mercado (Ibid.). Es decir, la derogación de esta ley disruptiva se armoniza con la ideología neoliberal de la última dictadura militar (Ferrante, 2012).
La Ley 22.431 parte de una concepción de la discapacidad como déficit individual a rehabilitar y ante el cual el individuo debe procurar normalizarse para "integrarse" a la sociedad. Esta ley posee escaso énfasis en la remoción de barreras discapacitantes; los beneficios sociales otorgados en nada "transforman" la condición previa de desigualdad que genera la discapacidad, tan sólo compensan al individuo por su situación de desventaja (tal como veíamos con anterioridad), a la vez que, a través de la certificación estatal de la discapacidad, inhabilitan para el proceso de trabajo (Vallejos, 2009). Respecto al empleo, la ley exige un cupo laboral del 4% en el Estado, el cual, a partir de la modificación de la Ley 22.431 mediante la Ley 25.689, se extiende "a sus organismos descentralizados o autárquicos, los entes públicos no estatales, las empresas del Estado y las empresas privadas concesionarias de servicios públicos".
Según informan las ONGs por los derechos de las personas con discapacidad, estos cupos no son cumplidos ni en su cuarta parte (REDI, CELS, FAICA, FENDIM, ADC, 2012). Asimismo, el Informe de Seguimiento de la Convención elaborado por la ONU en 2013, le señala al Estado argentino la necesidad de fiscalizar el cumplimiento del cupo laboral, sistematizar datos que permitan realizar un análisis adecuado y promover el empleo en el ámbito privado (ONU, 2012).
No existen cifras oficiales actualizadas en relación con la condición de actividad de las personas con discapacidad. Los datos disponibles al respecto corresponden a la Encuesta Nacional de Discapacidad hecha por el INDEC en 2002/2003, según los cuales 7 de cada 10 personas con discapacidad en edad productiva eran inactivas, y de los ocupados, el 80% posee empleos de baja calificación (Ferrante, 2008). A este panorama, los datos del Censo 2010 agregan que un 12,9% de la población posee discapacidad, y aunque el 59,2% está en edad de trabajar (INDEC, 2012), el 45,3% recibe pensión o jubilación (mientras que en el total de la población el porcentaje de personas que reciben este tipo de beneficios es del 15,2%).
Si esta diferencia es leída en tal documento como un signo positivo de la amplia cobertura que reciben las personas con discapacidad en Argentina, desde el planteo que venimos haciendo esta cifra no puede ser más que interpretada como un efecto de la discriminación institucionalizada (Oliver, 1990). No existen motivos médicos para que las personas con discapacidad en edad de trabajar no lo realicen, sino que la "inactividad" y el desempleo crónico (e invisibilizado) son resultado de las políticas de la discapacitación.
Esto puede ser también relacionado con lo que Xabier Rambla y Judith Jacovsis (2011) llaman la denigración institucionalizada. Ésta alude a los efectos de muchas de las políticas públicas generadas en los años noventa destinadas a población vulnerable en Argentina, donde la construcción del perfil de "beneficiario" impone una definición del mismo que compromete su imagen social y "obstaculizan la presentación de su persona en condiciones dignas" (2011: 161).
Algunas organizaciones de personas con discapacidad estiman que un 80% de éstas en el país se ven afectadas por el desempleo, mientras que asociaciones sindicales elevan esta cifra al 91% (REDI, 2013; Banco Mundial, 2014; Joly y Venturiello, 2012). Dichas cifras se ajustan a las arrojadas a nivel global por la Organización Internacional del Trabajo en 2005, que estiman que un 80% de las personas con discapacidad están afectadas por el desempleo crónico e invisibilizadas a través de la categoría inactivo (Joly y Venturiello, 2012; Joly, 2008).
A su vez, la persistencia de estas políticas miserabilistas, al generar los esquemas que median la percepción del cuerpo discapacitado, crean un cuarto proceso que explica la efectividad de la práctica de la mendicidad: la naturalización de la discapacidad como tragedia médica individual. Al configurar a la discapacidad como problema corporal personal, que enluta la existencia e incapacita para el trabajo (Rosato et al., 2009), se legitima la disposición social de la limosna hacia las personas con discapacidad. Tal como señala Juan Pablo Matta (2010), ésta sería la otra cara de la limosna: si dicha práctica es eficaz es porque es capaz de generar una situación patética que despierta en el otro la caridad individual.
Cuando se les preguntó a todos los agentes entrevistados que donan dinero a las personas con discapacidad qué sienten al verlas pedir limosna, señalan unánimemente: pena [Mujer 40 años, universitario completo: "Me da mucha pena (...). Tendría que ocuparse el Estado y no nosotros de esto"; hombre 18 años, universitario incompleto: "Me da pena"; mujer 69 años, secundario completo: "Me parte el alma"].
A su vez, todos ellos piensan que es el Estado quien debe hacerse cargo de la situación de estas personas, a través de subsidios, pues si no poseen trabajo es porque "no pueden trabajar", no porque sean "vagos" [Mujer 28 años, universitario incompleto: Claramente está en la calle por la misma necesidad, ¿quién va a darle trabajo a un discapacitado?; hombre 51 años, universitario completo: "Yo le doy porque sé que es verdad su discapacidad (...) El Estado tendría que dar subsidios para que la gente no esté en la calle"; mujer 69 años: "El Estado en especial para la discapacidad tendría que tener más apoyo, ayuda económica para que esa gente pueda sobrevivir"; hombre 31 años, universitario completo: "El Estado debiera (...) asegurar que tengan todos los medios para rehabilitarse médicamente, físicamente o poder desarrollarse de mejor manera y buscar incluirlos"].
Es decir, reproducen aquellos esquemas de percepción de la discapacidad a un problema médico individual. El cuerpo deficiente opera como legitimador de la infravaloración de ese otro y la compasión surge de su falta de responsabilidad ante la imposibilidad de encarnar la ética del trabajo: estos agentes son pobres, no porque no se esfuerzan lo suficiente, sino porque están exceptuados oficial/naturalmente de cumplir obligaciones.
También aquí podemos observar el sufrimiento social (Bourdieu, 2010) generado por un retroceso de un Estado que ya no garantiza el bienestar general y la resignación frente a ello. Tal como señalábamos anteriormente, la dádiva, como mecanismo de soportabilidad social (Scribano, 2008 b), aleja la angustia y el malestar que despierta ese cuerpo socialmente marginado y que refleja la vulnerabilidad que atraviesa verticalmente a toda la estructura social. Al igual que las ferias de caridad que describe Zygmunt Bauman (1998), estas pequeñas escenas solidarias permiten hacer tolerable la indiferencia cotidiana frente a aquellos pobres no merecedores, que, resultado de su falta de esfuerzo individual, son "legítimamente" desterrados de la sociedad.
"Que no tengamos no significa que no seamos"
Si bien los itinerarios que conducen al pedido de limosna en el caso de la discapacidad son socialmente creados e impensables por fuera de las situaciones de desigualdad generadas por el capitalismo actual, los protagonistas viven su llegada a la calle como un trabajo por cuenta propia, en el cual, a través de la "ayuda de la gente", logran obtener unos ingresos superiores a los que podrían obtener en un empleo formal.
Juan (38 años, paraplejía, estudios primarios): "Yo trabajo por mi cuenta, en un semáforo. Para un discapacitado es muy difícil conseguir trabajo, a no ser que tengas mucho estudio, los trabajos que te ofrecen son de muy poca plata y te sacan la pensión. Justo hace unos días rechacé un trabajo de $900 por esto. (...) De chico trabajaba como ayudante en una zapatería y ganaba $10 pesos por día, en ese entonces, hasta que un día vino un rengo que vendía lapiceras en el semáforo y me dió 40 para que pruebe. Yo pensé que iba a estar una semana para venderlas, y, al final, las vendí en dos horas. ¡En dos horas ganaba cuatro veces más que lo ganaba en un día de trabajo en la zapatería! Me pueden decir que queda feo estar dando pena, pero bueno, a mí me da la plata que no me daba mi anterior trabajo...".
A su vez, la alusión a "la plata fácil" está presente en la mayoría de nuestros entrevistados:
Carlos (37 años): "Yo esto lo hago por voluntad propia. (...) (Otra cosa buena de la calle es) la plata fácil y que vos que en un buen día de trabajo, como yo le digo, podés llegar a sacar hasta 300 pesos. Por eso yo vi el 'negocio de la manga' en un noticiero y sí, es verdad, esto es como un negocio, porque la persona viene y te da".
A esta altura de la exposición, resulta clara la relatividad tanto de Carlos como de Juan, respecto a las alusiones a la "plata fácil" (ya que los ingresos obtenidos son muy irregulares), y a la elección "personal" del estigma como trabajo (dado que venimos insistiendo en las complejas construcciones sociales, políticas y económicas de esta práctica), tampoco se puede ignorar el sentido vivido (Bourdieu, 1999) que nuestros entrevistados imputan a la mendicidad. Si no quedan dudas de que en las condiciones que llevan al pedido de limosna intervienen procesos sociales asociados a la vulnerabilidad, en la experiencia de esta práctica como "trabajo" existe algo más por comprender.
El trabajo en nuestras sociedades no sólo implica el acceso a los medios materiales de subsistencia, sino también es un dador de reconocimiento personal y social (Castel, 1997; Vallejos, 2013). Así, cuando el capitalismo despoja a los agentes de estructuras fijas a partir de las cuales identificarse, tales como el trabajo, estos deben apoyarse en algún punto para poder existir (Arteaga y Martuccelli, 2013). "Incapacitados para el trabajo", con escasas redes de apoyo, y percibidos socialmente a través de unos esquemas de percepción oficiales que los configuran como meros cuerpos desafortunados, tributarios de ayuda médica y/o social, para nuestros entrevistados el déficit corporal espectacularizado se convierte en un instrumento de trabajo.
En términos goffmanianos, diríamos que en esta interacción social estos agentes "trabajan" exponiendo los símbolos de estigma para obtener beneficios secundarios (Goffman, 2001). En este punto, para los entrevistados que ejercen la mendicidad "la calle" deviene un espacio donde se encuentra una posibilidad de luchar para vivir, social y materialmente. Por esto se puede pensar que en la vivencia de la mendicidad como un trabajo, constituye también, del lado de quien pide limosna por "tener" una discapacidad, un mecanismo de soportabilidad social, en tanto no sólo permite ocluir el conflicto, sino que también moviliza la búsqueda del respeto, derivada de encarnar una hombría negada (Bourgois, 2010). La construcción de la discapacidad derivada de las políticas de la discapacitación, como señalábamos, configuran un cuerpo enfermo, incapaz y asexual. La fuerza, la virilidad y la capacidad de trabajar para otros, como proveedores del hogar, constituyen tres de los nodos que definen a la masculinidad (Bourgois, 2010).
En este sentido, la mendicidad comprendida como un trabajo por cuenta propia constituye una retórica para exaltar los valores dadores de respeto asociados a la ética del trabajo y al espíritu de superación individual.
Pablo (58 años) señala: "Yo acá dependo de mí mismo, en un trabajo común yo tendría que tener un patrón, un jefe, alguien que me dirija, acá yo soy independiente, el trabajo depende de mí, yo dependo de mí mismo, el trabajo depende de mi voluntad, de mi carisma y de mi esfuerzo. Muchos discapacitados tienen trabajos que los viven, que los tienen por decir tengo un discapacitado y los tienen ahí medio en el rincón. A mí eso no me gusta porque yo soy una persona normal y corriente".
En un sentido similar, José de 33 años expresa: "Hay muchos discapacitados que no se hacen respetar. Hay que tener amor propio (...) Estar en la calle no significa que estás en la miseria (...) Que no tengamos no significa que no seamos".
La práctica de la mendicidad y el traje de la limosna no lleva a estos agentes a incorporar una percepción de sí mismos en tanto "dis" capacitados (Pizarro, 2008), en cuanto "seres menos válidos" socialmente. Es decir, si públicamente la retórica de la tragedia médica individual deviene un recurso que permite sobrevivir de manera cotidiana, en un ámbito privado estos agentes se piensan a sí mismos como "personas normales y corrientes", que sufren la injusticia de una sociedad que no les brinda las oportunidades para participar.
Así, para ellos, la práctica del pedir limosna no es registrada como tal sino que esa ayuda es una reparación ante la situación de vulnerabilidad vivida. Ante la pregunta de cómo es vivir de pedir, uno de los entrevistados se enoja y nos responde:
José (33 años): "Esto no es pedir. Yo esto no lo veo como pedir, recurrir a la sociedad que te cierra, a los que realmente te puedan ayudar día a día. Yo acá no estoy dañando a nadie, no estoy obligando a nadie a que me den. Yo estoy acá como la conciencia de ellos. Si sienten incómodos que me den y si no, bueno, no, será mañana, será pasado, será cuando tenga, cuando vean que les sobran dos, tres moneditas y sienten el deseo de ayudarme, me darán".
Igualmente, Jorge de 58 años, quien se pasea con su silla de ruedas en el semáforo de una avenida de uno de los barrios de mayores ingresos de la Ciudad, se jacta de no haber pedido nunca: "Yo nunca pedí una moneda, nunca golpee un vidrio, nunca dije: ¿me da? La gente por el sólo hecho de verme en la calle tratando de sobrevivir y luchando, te reconoce y te ayuda".
Es decir, la "ayuda de la gente" genera un medio de subsistencia que resguarda el honor en tanto se lucha por sobrevivir y se es un impune afectado por una desgracia corporal. En este sentido, se puede señalar que en esta práctica existe una aceptación rebelde de la identidad socialmente impuesta a través de la denigración: si estos agentes toman el traje del estigma, no se piensan a sí mismos como agentes inferiores, sino víctimas de una situación de injusticia compartida con el grupo más amplio de individuos supernumerarios.
Reflexiones finales
En este artículo hemos buscado tensionar y problematizar el diagnóstico que afirma que a partir de la ratificación de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad existe un cambio de paradigma en las actitudes y enfoque hacia la discapacidad. Puntualizando el análisis en los procesos sociales que configuran al pedido de limosna como estrategia de supervivencia de personas con discapacidad de la Ciudad de Buenos Aires, hemos descrito cómo el capitalismo actual, en los países periféricos, genera una dinámica estructural que, lejos de hacer florecer la inclusión y más allá de toda declaración, genera endémicamente formas de desigualdad, entre las que se encuentran la discapacidad.
Se da una lógica en la cual la estructura social discapacita biológicamente a algunos de sus miembros, promoviendo modos de vulnerabilidad social donde se conjugan la pobreza y la ayuda focalizada. Tales ayudas, en el caso de la Ciudad de Buenos Aires, constituyen auténticas políticas de la discapacitación que los inhabilitan socialmente, al excluirlos del proceso de trabajo y que al justificar este proceso, a través de la lógica de la tragedia médica personal, generan esquemas de apreciación de la discapacidad que promueven el desarrollo de subjetividades lumpenizadas.
Arrojados al vacío, para estos agentes el estigma deviene un rol mediante el cual sobrevivir material y simbólicamente. Su significación en tanto "trabajo" constituye un mecanismo de soportabilidad para encontrar modos de reconocimiento socialmente valorados. A su vez, hemos visto que también la disposición generosa de aquellos que donan dinero, y que hacen efectiva la práctica de la mendicidad, procuran hacer tolerable la vida en un mundo segregador, donde el fantasma de la vulnerabilidad atraviesa cada cuerpo y en el que las necesidades sociales son percibidas como cuestiones que ya no serán resueltas por la seguridad social. Concretamente, esta interacción no hace más que reproducir la situación de dominación de las personas con discapacidad, al naturalizar -resignada o ingenuamente- el déficit como desventaja personal, sin ir a la raíz de los problemas que fundan la desigualdad.
Mientras que desde las oficinas de discapacidad de todos los Estados latinoamericanos se promulga, siguiendo el diagnóstico de la ONU, la consagración de una perspectiva de derechos humanos en la discapacidad, que destierra miradas médicas y asistencialistas, en la práctica, el capitalismo y las políticas de Estado reproducen formas de menosprecio social camufladas en la forma de viejas escenas, pero que en realidad plantean nuevas problemáticas.
En este sentido, si bien la imagen de la persona con discapacidad pidiendo limosna parecería retroatraernos a una postal del pasado, de la Edad Media, en realidad nos está mostrando la emergencia de lo que se ha llamado la "nueva cuestión social" (Rosanvallon, 2007). Si las disfunciones de la sociedad industrial, en el siglo XIX, dieron lugar a la cuestión social y al reconocimiento de los derechos sociales, los fenómenos regresivos asociados al capitalismo contemporáneo, que parecerían asemejarse a los de antaño, muestran el "fracaso de la concepción de los derechos sociales para ofrecer un marco satisfactorio en el cual pensar la situación de los [actuales] excluidos" (Pérez, 2005: 19).
Ante esta dinámica, es lícito plantearse la pregunta respecto a la efectividad de la Convención para revertir estas dinámicas. No puede negarse que en el marco de la individualización de las necesidades sociales instaurada por el neoliberalismo en la mayoría de los países de América Latina, la Convención brinda un espíritu donde el Estado es quien debe ser garante de las mismas. Pero la pregunta es: ¿sirven estas medidas si sólo son utilizadas para generar un discurso de buenas intenciones y, al hacerlo, invisibilizan la proliferación de modos de desigualdad?
Al respecto, Colin Barnes (2010), representante de la tradición anglosajona, sostiene que el camino legal promovido por la misma parecería ser insuficiente para generar los cambios sociales estructurales necesarios para revertir la desigualdad que sufren las personas con discapacidad. En este contexto, desde una sociología crítica resulta importante visibilizar estas ambivalencias, a la vez que indagar respecto a ellas.