Introducción
El artículo indaga en las propuestas de acción comunitaria promovidas por orgánicas feministas en el contexto de la crisis sanitaria por Covid-19, en tres ciudades de la zona centro-sur de Chile: Rancagua, Talca y Chillán. Frente a un sistema económico, social y político precarizador de la vida, que en Chile alcanzó un punto de visibilidad importante en el cruce entre la revuelta social de octubre (2019)1 y la pandemia (2020-2021), surgen iniciativas que ponen en el centro la sostenibilidad material y simbólica de la vida (Anigstein et al., 2021) . Entre la diversidad de acciones generadas destacan aquellas que se sustentan explícitamente en una política feminista, al reconocer la urgencia de transformar las condiciones materiales, sociales y simbólicas desfavorables para las mujeres. Iniciativas movilizadas exclusivamente por mujeres, quienes buscan apoyarse de forma mutua y construir estrategias colectivas contra las violencias que las afectan, incluidas las situaciones de desigualdad y vulnerabilidad multidimensional acrecentadas por la pandemia.2
Si bien la crisis sanitaria evidencia nuestra vulnerabilidad como especie, también puede ser una oportunidad para recrear lo social. Las crisis remecen nuestro acercamiento al mundo que habitamos, permitiendo cuestionar nuestros modos de vida y las situaciones que normalizamos cotidianamente, al reconocer sus deficiencias y límites. La emergencia sanitaria, entonces, posibilitaría nuevas condiciones para la acción (Morin, 1995) , activando la creatividad y cubriendo necesidades relacionales; recreando y reforzando la cohesión de la comunidad, e impulsando procesos sociales e incluso espaciales (Federici, 2020) .
Desde estas premisas, nos acercamos a conocer tres iniciativas feministas surgidas en la pandemia, situadas en las ciudades de Rancagua, Talca y Chillán.3 La aproximación se realiza con base en las siguientes preguntas: ¿Qué particularidades presentan las iniciativas comunitarias feministas? ¿Cuáles son sus propuestas para enfrentar el escenario de crisis sanitaria y para recrear los vínculos sociales? Con el afán de responder a dichas interrogantes, el artículo se estructura con los siguientes apartados. Primero se presenta la base conceptual que orienta la observación, destacando las lecturas feministas sobre la crisis, las principales problemáticas que viven particularmente las mujeres durante la pandemia y la importancia de la dimensión comunitaria de los cuidados. Posteriormente, se describe el proceso metodológico seguido para abordar las tres iniciativas feministas; después se exponen los principales aspectos que comparten y las vinculan. El artículo cierra con algunas reflexiones.
Lecturas feministas de la(s) crisis
Desde la economía feminista comprendemos la actual crisis sanitaria como una expresión y profundización de la crisis que experimenta el sistema económico imperante, cuyo énfasis ha estado en la acumulación de capital en detrimento del resguardo de la vida (humana y no humana), (re)produciendo así su precarización (Carrasco, 2013; Pérez-Orozco, 2014; Gutiérrez y Salazar, 2019) . La implementación de políticas neoliberales en las últimas décadas —tanto en Chile como en Latinoamérica— ha precarizado, entre otras cuestiones, la salud pública y los sistemas de protección social, exponiéndonos a un “sistema impotente para salvar vidas” (Zaldúa et al., 2020: 10) .
Diversas/os autoras/es han buscado conceptualizar la crisis que vivimos a nivel mundial a partir de nociones como crisis sistémica(Ezquerra, 2011) , crisis multidimensional(Pérez-Orozco, 2011) y crisis civilizatoria(Escobar, 2011; Estermann, 2012; Lander, 2015; Grosfoguel, 2016) , entre otras. Todos han sido intentos por visibilizar los efectos nocivos que están teniendo los modos que, como sociedad, hemos adoptado para producir, consumir, relacionarnos y distribuir la riqueza. En este contexto, habitamos crisis constantes, que se solapan y adquieren un carácter multidimensional, afectando diversos ámbitos de la vida social.
En particular, subrayamos cómo la crisis sanitaria por Covid-19 —y su gestión neoliberal— ha profundizado la crisis de los cuidados, entendida como “la incapacidad social y política de garantizar el bienestar de amplios sectores de la población” (Ezquerra, 2011: 117) . En la pandemia se evidencia un recrudecimiento de la distribución inequitativa de los trabajos de cuidado (el cuidado de infancias y personas dependientes, el mantenimiento del hogar, etc.), principalmente entre hombres y mujeres, pero también entre clases sociales, generaciones y países. Esta situación requiere especial atención en Latinoamérica, donde experimentamos profundas desigualdades sociales, económicas y culturales, una fuerte desregularización y privatización, y una marcada ausencia de políticas públicas orientadas al bienestar social (CEPAL, 2020; Sanchís, 2020; Roig, 2020; Zaldúa et al., 2020) .
Durante la pandemia por Covid-19, frente al cese del funcionamiento (y/o digitalización) de ciertas instituciones y servicios (empleo, sistema educativo, transporte, etc.), observamos cambios significativos en las transferencias de los cuidados al interior de los hogares. Se intensifica una de las actividades humanas más agotadoras y que, dada la división sexual del trabajo, suele ser asumida por las mujeres.
Estas transferencias de cuidados también involucran a la esfera comunitaria, la cual muchas veces ha sido invisibilizada en su rol constante de sostenibilidad de la vida, a pesar de la importancia que ha tenido en contextos de pandemias, no sólo en sectores de bajos ingresos, sino también en sectores medios (Sanchís, 2020; Castilla, et al., 2020) . Desde dicha evidencia, surge el interés de abordar el rol que ha cumplido la esfera comunitaria en la provisión de cuidados individuales y colectivos durante la emergencia sanitaria.
Nos enfocamos en iniciativas comunitarias impulsadas por mujeres, dado el rol protagónico que éstas han tenido en las acciones que permiten sostener la vida, tanto en sus hogares como en sus comunidades. “Son las mujeres las que han liderado los esfuerzos para colectivizar el trabajo reproductivo como herramienta para economizar los costes reproductivos y a fin de protegerse mutuamente de la pobreza, de la violencia estatal y de la ejercida de manera individual por los hombres” (Federici, 2013: 252) . Un ejemplo han sido las ollas comunes, observadas en los años ochenta tanto en Chile como en Perú. Acciones basadas en la confianza, que no sólo permitían afrontar la subsistencia, sino también descomprimir la intensificación de las labores reproductivas en escenarios adversos y atender necesidades de tipo afectivo y relacional (Hardy, 1986; Federici, 2013 y 2020).
En el marco de este artículo, particularmente, interesa indagar en el rol que está cumpliendo el activismo feminista en el ámbito comunitario y cómo éste contribuye a la dimensión comunitaria de los cuidados. Dicho interés se sustenta en dos motivos. Primero, por la visibilidad que ha adquirido el feminismo en la escena pública nacional desde la Revuelta Feminista de mayo de 2018, no sólo como movimiento político sino también como un agente territorial-local. Se perfila, de este modo, un activismo feminista con un fuerte arraigo en el territorio y las personas que lo habitan, centrado en el trabajo micropolítico y que exhibe necesidades específicas de organización de las mujeres (Hiner y López, 2021; Cruz, 2020; Solano y Farfán, 2020) . Segundo, debido a la orientación de este activismo territorial feminista a reducir las desigualdades por razón de género que viven las mujeres cotidianamente, las cuales se vieron agudizadas por la pandemia.
¿Cómo afecta la crisis sanitaria a las mujeres?
En América Latina, la emergencia sanitaria ha visibilizado la crisis del Estado neoliberal, el cual ha privilegiado soluciones organizadas por el mercado, sin comprometerse de manera sustantiva con el ejercicio pleno de los derechos sociales y con la construcción de soluciones colectivas e integrales que den cuenta de la complejidad del problema.
La crisis sanitaria (o crisis sociosanitaria) ha implicado la profundización de desigualdades históricas, provocando impactos específicos en diferentes sectores. Al hablar particularmente de las mujeres, vemos cómo las medidas de confinamiento domiciliario no son neutrales en términos de género, e incrementan sus situaciones de vulnerabilidad y desigualdad al interior y fuera de los hogares (Mora et al., 2020; CEPAL, 2020; Zaldúa et al., 2020) . Entre las problemáticas que las afectan se encuentran: el incremento de la carga de trabajo, el aumento de la violencia de género, la profundización de la vulnerabilidad socioeconómica y las dificultades de acceso a servicios de salud sexual y reproductiva (Mora et al., 2020).
En primera instancia, la crisis sanitaria ha agudizado la llamada crisis de los cuidados, aumentando la carga global de trabajo de las mujeres. La Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2019, ya evidenciaba que las mujeres triplicaban las horas destinadas al cuidado no remunerado en sus hogares (cocinar, limpieza, cuidado de niñas/os y personas dependientes, etc.) en relación con los hombres (OIT, 2019). Durante la pandemia esta situación se exacerba.
De acuerdo a las mediciones del Centro de Encuestas y Estudios Longitudinales de la Pontificia Universidad Católica de Chile, durante 2020 las mujeres dedicaban nueve horas semanales más que los hombres al trabajo de cuidado no remunerado. Respecto a las responsabilidades parentales, 57% de los hombres encuestados manifestó dedicar cero horas semanales al cuidado de niñas/os, y 71% expresó no dedicar horas al acompañamiento escolar (Cerda et al., 2020: 10) . Dicha sobrecarga laboral impacta negativamente en el trabajo remunerado de las mujeres, en su salud mental y en el uso de su tiempo, sobre todo frente a la ausencia de políticas de cuidado promovidas desde el aparato gubernamental (Vaca Trigo, 2019; Arza, 2020; Alarcón-Vásquez et al., 2022) .
Por otro lado, debido a la recesión económica producto de la pandemia, las mujeres presentan más el riesgo de caer en situación de pobreza, pues tienden a estar en peores condiciones socioeconómicas que los hombres, al tener menor participación laboral, mayores niveles de dependencia económica e informalidad laboral, y al concentrarse en los sectores de más baja productividad, entre otros (Vaca Trigo, 2019; Mora et al., 2020) . Los efectos de la pandemia —asociados a la reducción de salarios, aumento del desempleo y salida del mercado laboral— profundizan las desigualdades históricas que afectan a las mujeres, siendo uno de los colectivos que está viviendo los efectos más duros en términos laborales y económicos. Dichas situaciones se agudizan cuando el “ser mujer” se articula con otras condiciones de vulnerabilidad, como en el caso de las migrantes, las trabajadoras de casa particular, las mujeres privadas de su libertad y las residentes en zonas rurales, entre otras.
Asimismo, durante la emergencia sanitaria observamos un incremento de la violencia de género al interior de los hogares. Antes de la pandemia, el hogar ya era identificado como uno de los lugares más peligrosos para las mujeres (UNODC, 2018), lo cual se acentuó con las medidas de confinamiento domiciliario. Algunas mujeres se vieron obligadas a estar encerradas con sus maltratadores, aumentando así el riesgo de violencia contra ellas. En contexto de confinamiento, la violencia puede prolongarse y el agresor tiene más posibilidades de actuar impunemente, dada la dificultad de acceso a servicios públicos (albergues y centros de atención) e instancias de denuncia (Mora et al., 2020) .
Finalmente, el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva también se ha visto mermado desde el comienzo de la pandemia por Covid-19. Si bien esto perjudica tanto a hombres como a mujeres, ellas se reconocen como las mayores afectadas, pues se ha limitado, por ejemplo, la prevención de enfermedades de transmisión sexual, el acceso a métodos anticonceptivos y la atención hospitalaria de partos. Estos aspectos se intensifican en grupos de mujeres que presentan mayor vulnerabilidad, como es el caso de las que viven violencia de género y/o residen en zonas rurales (CEPAL y UNFPA, 2020).
Activismo feminista en clave de entramado comunitario
Frente al escenario desventajoso, orgánicas sustentadas explícitamente en una política feminista —con una fuerte convicción de transformar las condiciones materiales, sociales y simbólicas desfavorables para las mujeres— han generado iniciativas comunitarias para atenuar los efectos negativos de la pandemia en la cotidianidad de las mujeres.
Con dichas acciones no sólo se busca atender necesidades materiales (alimento, abrigo, lugar transitorio frente a casos de violencia de género), sino también necesidades emocionales (contención, apoyo, afecto) y simbólicas (reconocimiento, sentido de pertenencia). En el centro de la acción feminista está el cuidado en sentido integral, politizando y visibilizando lo fundamental que resultan dichas labores en el sostenimiento de la sociedad (y sus integrantes) y destacando el fuerte componente emocional y afectivo que esto implica (Sanchís, 2020; Batthyány, 2021; Gutiérrez y Salazar, 2019; Zibecchi, 2014) .
Para acercarnos a estas iniciativas feministas, entenderemos lo comunitario como un tipo de relación entre las personas y sus entornos, basada en el respeto, la reciprocidad y la corresponsabilidad; vínculos que buscan la reproducción de la vida colectiva —no necesariamente bajo las lógicas de acumulación de capital o de la política estatal—, donde las mujeres han jugado un rol indispensable (Gutiérrez, 2017; Federici, 2020; Cruz, 2020) .
Desde esta perspectiva comprendemos los cuidados como un aspecto constitutivo de lo comunitario, que al ser politizados por el feminismo adquieren importancia en la reproducción de la vida colectiva. El feminismo hace que las prácticas de cuidado se muestren con toda su riqueza y se afirmen como formas autónomas respecto de las lógicas del mercado y el Estado. Esto no siempre sucede con otras tramas comunitarias; por ejemplo, en el caso de algunas dirigencias vecinales que privilegian su rol intermediador entre el Estado y la comunidad, posicionándose como una expresión secundaria y subalterna a las políticas estatales.
En esta línea, visualizamos que lo comunitario contiene también los vínculos y cuidados producidos al interior de los hogares, siendo este un espacio donde se “desprivatizan” dichas labores y se asumen como responsabilidad compartida. Así, la organización y provisión de los cuidados implican vínculos al interior y fuera de los hogares, lo cual genera modificaciones tanto en la estructura domiciliaria como en el espacio público (Federici, 2020) . Con motivo de destacar las sinergias entre ambos agentes proveedores de cuidados (hogares y comunidades), recurrimos al concepto de entramados comunitarios(Gutiérrez, 2011) , que nos permite comprender las relaciones comunitarias de modo flexible y multiescalar.
Los entramados comunitarios dan forma a una red colectiva situada —de vínculos más o menos estables— de diverso tipo (redes de vecinas/os o parientes, redes de mujeres, grupos de apoyo mutuo, asambleas, consejos, etc.), con objetivos múltiples, pero tendientes a garantizar el bienestar de sus miembros. Es decir, los entramados están orientados a cubrir y/o ampliar la satisfacción de necesidades consideradas básicas para la existencia social y colectiva, posibilitando la producción y la reproducción de la vida humana (Gutiérrez, 2011 y 2017; Gutiérrez y Salazar, 2019).
El énfasis de los entramados comunitarios en la reproducción de la vida nos permite comprender la vida humana en términos de interdependencia y subrayar nuestra necesidad recíproca de otras/os, tanto para el desarrollo de nuestras autonomías individuales como para hacer nuestras vidas habitables (Benhabib, 2006; Butler, 2006; Carrasco, 2013; Sales, 2016) .
En este encuadre, comprendemos los cuidados como una esfera y, a la vez, como una herramienta política. Como esfera, la entendemos como un espacio indefinido “de actividades, servicios, bienes, relaciones y afectos dirigidos a asegurar la reproducción social y la subsistencia de la vida” (Sanchís, 2020: 10); y como herramienta política nos permite visibilizar aquellas acciones fundamentales que buscan apaciguar la precariedad humana —tanto la existencial como la condicionada—, sobre todo aquella producida por políticas estatales que no han priorizado el bienestar social (Butler, 2006; Sales, 2016) . Las acciones conducentes a la sostenibilidad de la vida serían, entonces, formas de adaptación y contención ante las consecuencias negativas de la precarización, permitiendo existencias más sólidas y con proyección a largo plazo. Desde esta óptica, los cuidados no serían actividades residuales ni del mercado ni de la política, sino fundamentos indispensables de las condiciones de posibilidad de la vida.
En particular, los entramados comunitarios articulan la dimensión comunitaria del cuidado, entendida como “un entramado social complejo y diverso, históricamente insertado en los territorios, que tiene un papel relevante en el escenario de los cuidados requeridos por amplios sectores de población” (Sanchís, 2020: 12). Lo comunitario, así, se entiende como una clave interpretativa para ahondar en aquella “forma natural” de reproducir la vida centrada en el “valor de uso” (Gutiérrez y Salazar, 2019) y movilizada por una racionalidad reproductiva (Hinkelammert y Mora, 2013, en Cendejas, 2017), planteando una alternativa a la racionalidad instrumental de la acumulación del capital.
Diferentes investigaciones en Latinoamérica han evidenciado el protagonismo y la persistencia que han tenido las tramas comunitarias en la resolución de necesidades elementales que muchas veces asumimos privatizadas (o a cargo de los hogares): el cuidado de niñas/os y adultas/os mayores, la gestión alimentaria y de recursos de diverso tipo, la detección y el abordaje de distintas expresiones de violencia (de género, policial, institucional, etc.), entre otras (Fournier, 2020; Castilla, et al., 2020; Anigstein et al., 2021) . Por ello, nos aproximamos a indagar en las iniciativas surgidas en pandemia y movilizadas por el feminismo, para conocer sus acciones orientadas explícitamente al cuidado de otras y sus contribuciones a la renovación de los vínculos sociales a nivel comunitario.
Metodología
Los resultados aquí presentados se enmarcan en un proyecto de investigación de mayor alcance, que buscó indagar en diferentes iniciativas comunitarias impulsadas durante la pandemia en tres ciudades de Chile: Rancagua, Talca y Chillán. Para ello se elaboró un catastro —basado en un enfoque cualitativo de sistematización, entre septiembre y octubre de 2020—, con el propósito de identificar las principales acciones desarrolladas en las tres ciudades. La investigación se realizó con base en información disponible en internet, dadas las restricciones sanitarias y la prolífera actividad virtual que se observó en el contexto de confinamiento social (Hernán-García et al., 2020) . Se desplegaron técnicas de revisión documental en prensa y redes sociales, a partir de la información producida por los actores sociales implicados en las iniciativas sin interactuar con ellos (Orellana y Sánchez, 2006; Valles, 1999) .
El catastro identificó 310 iniciativas que fueron organizadas en siete tipologías inductivas: 1) Acciones solidarias y ollas comunes; 2) Experiencias de trabajo en red; 3) Experiencias feministas; 4) Prácticas de cuidado psico-emocional; 5) Nuevas prácticas económicas; 6) Acciones desde barras de futbol; y 7) Iniciativas sustentadas en nuevas espiritualidades (Tapia et al., 2021) . De las iniciativas catastradas en la tercera tipología, se seleccionaron tres (una por cada ciudad abordada) a partir de un muestreo teórico (Flick, 2007) y con base en dos criterios: i) Iniciativas autodefinidas por sus integrantes como feministas, es decir, movilizadas por ideales feministas o problemas identificados desde el feminismo; y ii) Iniciativas que tuvieran continuidad desde el estallido social de 2019, pero que contemplaran acciones concretas para enfrentar los problemas derivados de la pandemia.
Una vez elegidos los casos, se realizaron seis entrevistas semiestructuradas, dos por cada caso, entre febrero y abril de 2021. Los criterios para seleccionar a las entrevistadas fueron: a) que fuesen precursoras de las acciones para enfrentar las consecuencias de la pandemia y b) que tuviesen una participación de al menos seis meses. A las transcripciones de las entrevistas se les aplicó un análisis de contenido usando mallas temáticas. Primero, con base en un ejercicio inductivo y luego deductivo, en función de los propósitos de la investigación (Baeza, 2002; Cruz, 2009) .
Las apuestas de las tramas comunitarias feministas
A partir del análisis de las entrevistas con integrantes de las iniciativas feministas,4 ha sido posible identificar sus principales énfasis y aspectos comunes. A continuación se presenta una breve descripción de los tres casos, para después comentar los aspectos transversales.
La primera iniciativa se sitúa en la ciudad de Rancagua y fue promovida por una colectiva feminista definida como antipatriarcal y anticapitalista, la cual —en articulación con otras organizaciones de la región de O´Higgins— buscó visibilizar la agudización de la violencia de género durante la pandemia, gestionar soluciones transitorias para acompañar a mujeres que vivieran este tipo de violencia e interpelar al Estado en la generación, el aumento y la mejora de casas de acogida. A esta acción se suman otros esfuerzos solidarios para las mujeres, como las que involucraron el acopio y la distribución de alimentos y útiles de aseo femeninos.
La segunda acción se localiza en la ciudad de Talca y fue impulsada por una agrupación feminista identificada con la defensa de las mujeres y diversidades LGTBIQ+ frente a las violencias patriarcales. Una vez desatada la crisis sanitaria, comenzaron por catastrar y mapear diferentes iniciativas de apoyo y cooperación comunitaria en Talca y otros lugares de la región, con la intención de contribuir a su difusión y mayor acceso por parte de personas y familias afectadas por la pandemia. Después lanzaron un proyecto con el objetivo de articular una red de apoyo, protección y “apañe” entre mujeres que —aunque no se conozcan— tengan la voluntad de ayudarse mutuamente, poniendo a disposición su tiempo, saberes y diferentes recursos. Este grupo de feministas opera, entonces, como coordinadora de ayudas, poniendo en contacto a mujeres que viven en la ciudad de Talca.
La tercera iniciativa se ubica en Chillán y fue motivada por mujeres autoconvocadas, provenientes de distintas agrupaciones feministas, que buscó impulsar acciones para disminuir las vulneraciones hacia las mujeres en la comuna y sus diferentes sectores, reforzando las medidas de protección contra la violencia de género. El propósito fue brindar apoyo y asesoría (psicosocial, emocional y jurídica) a mujeres que estuviesen sufriendo situaciones de violencia de género en sus diversas manifestaciones (física, psicológica, económica y emocional), durante el confinamiento domiciliario promovido por la autoridad sanitaria.
El separatismo y la politización de lo íntimo
Una de las primeras características que emerge como transversal a las tres iniciativas feministas —y que las distingue de otras acciones comunitarias— es la orientación exclusiva hacia las mujeres y la fuerte convicción respecto a que “lo personal es político”. La orientación a integrar solamente a mujeres redunda en la construcción de un espacio no mixto y un declarado separatismo. Este último es explicado en virtud de una incomodidad con las lógicas de organización patriarcal, las cuales no se construyen “desde un paradigma respetuosos, [ni] cariñoso” (Tamara, 28 años, Talca); y en malas experiencias que han tenido en otros espacios mixtos donde han participado.
Noelia nos cuenta que antes militaba en una organización en la que participaban mujeres, hombres hetero cisgénero5 y disidencias, pero para los hombres el feminismo siempre fue una línea política secundaria. Para Noelia y su colectiva, la lucha contra el capitalismo y el patriarcado es conjunta, no así para sus compañeros de organización de aquel entonces. Por ello, Noelia decidió salirse, pues “una organización mixta no era lo que nosotras necesitábamos” (Noelia, 30 años, Rancagua).
Para Noelia, una organización separatista permite articularse con base en necesidades comunes de las mujeres, muchas de las cuales se vinculan a la violencia patriarcal, que los hombres no siempre son capaces de ver ni comprender. Además, nos cuenta que en colectivos mixtos muchas compañeras fueron abusadas por hombres hetero cisgénero. Por lo mismo, dentro de los principios de su colectiva se encuentra el separatismo.
Un fundamento similar brinda Tamara, a propósito del trabajo que mantenían con otra organización comunitaria mixta:
Estuvimos a punto de desvincularnos, porque supimos de un caso de acoso que fue silenciado por algunos compañeros. De nuevo nos topamos con estos machitos, los mismos del colegio, de la U[niversidad], de las organizaciones, […] los mismos haciendo lo mismo de siempre (Tamara, 28 años, Talca).
Observamos que el separatismo no limita necesariamente la articulación con orgánicas mixtas que persiguen intereses comunes, pero sí se definen mínimos de convivencia para el trabajo colaborativo. Ante todo, el espacio colectivo debe cuidarse para que todas/os puedan sentirse cómodas/os y seguras/os. Así, se interpela desde el feminismo a otras orgánicas, y dependiendo de la respuesta, se decide seguir trabajando con ellas o no.
En este escenario se reivindica que aquello que cruza la vida privada —como las experiencias vinculadas al acoso sexual, las relaciones de pareja o la maternidad— ameritan ser politizadas y llevadas al espacio público. La politización de lo personal se vincula a cómo experimentan la organización política y cómo entienden la revolución; “la revolución no la hacemos tomándonos el poder, sino que la hacemos todos los días” (Noelia, 30 años, Rancagua). Por su parte, Daniela lo expresa así:
El espacio personal es un espacio de política y deconstrucción siempre, de educarte, de leer, de analizarte […], desde el sacar de tu lenguaje palabras que son machistas, palabras que son patriarcales, palabras que son humillantes. Entender a las disidencias, aceptar, no juzgar, apañar a otras (Daniela, 34 años, Rancagua).
El papel que se le da a la esfera íntima —donde suelen experimentarse las violencias más agudas— redunda en que no sólo se busque cubrir las necesidades materiales que experimentan las mujeres en el contexto de pandemia, sino también proporcionar espacios seguros para ellas a partir de una apuesta separatista. Esto asumiendo lo adversa y violenta que puede tornarse la sociedad para las mujeres en contextos patriarcales.
En este sentido, las iniciativas feministas observadas no traen necesariamente algo nuevo al politizar lo íntimo, sino que refuerzan sus convicciones feministas en momentos de mayor adversidad; cuando las violencias y sobrecargas en la vida privada (maternar,6 no contar con sustento, defenderse de la violencia machista, etc.) suelen estar más invisibilizadas en función de la prioridad que adquieren los principios de salud pública. Aquí, la politización se da a nivel micropolítico, en la vida cotidiana, abordando situaciones que muchas veces las mujeres experimentan en soledad o sin mayor apoyo y contención.
Otro aspecto transversal a las tres experiencias es la presencia de mujeres que han podido acceder a la educación superior, lo cual no sólo les brinda conocimientos técnicos respecto de cómo gestionar las ayudas (materiales y/o psico-emocionales) o cómo brindarlas directamente, sino que les permite construir espacios de formación política feminista desde diferentes ámbitos del conocimiento. Los vínculos construidos por las iniciativas involucran a abogadas, psicólogas, terapeutas, trabajadoras sociales, profesoras y profesionales del ámbito de la salud, entre otras. Cabe señalar que estas mujeres no sólo valoran los conocimientos profesionales, también promueven otros saberes u oficios; en torno a la costura, el yoga, la carpintería, la cocina y la medicina natural. Sin embargo, lo que más valoran es la dimensión emocional y afectiva. Al respecto, Noelia afirma: “tenemos amor, cariño, valores, […] estamos ‘codo a codo’[…]. Nos apañamos, nos vamos a buscar a la ‘cana’,7 […]hacemos cosas, nos movilizamos” (Noelia, 30 años, Rancagua).
Como se ha relatado, en las tres iniciativas evidenciamos una fuerte solidaridad de género, pero también una fuerte identificación de clase social. Las precursoras de las acciones son mujeres que, en su mayoría, han podido acceder a la educación superior, a diferencia de las generaciones que las precedieron. Con ello, han podido nutrir las perspectivas desde donde habitan el mundo y sus luchas políticas.
Sin embargo, ellas no se quedan necesariamente en la política feminista que se urde al interior de las universidades —y que muchas veces les da sustento conceptual para politizar sus acciones—, sino que observamos una especie de “retorno” a sus territorios, a sus comunidades de procedencia o hacia las personas y grupos con los cuales se identifican (sus barrios, familias, grupos de pares, etc.). Detectamos en sus acciones una fuerte orientación hacia las mujeres que reconocen como más vulnerables, en quienes —de alguna manera— estas feministas también se ven reflejadas y/o ven reflejadas las experiencias vividas por sus antecesoras (madres, abuelas, tías, etcétera).
Una red de solidaridad que nos sostiene
Desde el reconocimiento de que “lo personal es político” y desde apuestas separatistas, las tres iniciativas se proponen construir una red de solidaridad entre mujeres, intentando atender sus necesidades más urgentes, las que no siempre son visibilizadas ni atendidas por el Estado u otros actores, y que incluso son pasadas por alto por otras orgánicas comunitarias.
Una de las primeras necesidades atendidas apunta a aspectos de subsistencia material (gestión de alimentos, útiles de aseo o acoger a compañeras transitoriamente), pues se reconoce que la pandemia ha acentuado las dificultades que las mujeres suelen enfrentar en el mercado laboral y, en muchos casos, las ha sobrecargado de labores al interior de los hogares, dado el rol reproductivo que se les asigna socialmente. No obstante, el énfasis de las acciones estuvo en el cuidado psicosocial y emocional, pues se identificó que muchas de las mujeres con quienes trabajaron no sólo necesitaban dinero o bienes materiales, sino que requerían acompañamiento debido a su falta de redes.
El Covid-19 ha traído más que una enfermedad física para las personas, también ha traído hacinamiento, consecuencias sociales en nuestras vecinas, pobladoras y todas aquellas mujeres que viven en entornos violentos y que deben quedarse “acuarentenadas” con sus abusadores […] El Covid marca también una sensación de desesperanza para algunas [y] no existe apoyo psicológico para esa mujer (Pamela, 24 años, Chillán).
Con la conformación de una red solidaria se espera brindar un espacio de contención, pero a la vez de disfrute y formación política. Se buscó responder a necesidades reconocidas como fundamentales para las mujeres, como la de “organizarse y de protegerse unas a otras” en “un espacio de construcción política feminista, […] un espacio seguro donde confluyen diferentes mujeres, con ideologías políticas, sin ideologías políticas, pero que las une el feminismo” (Patricia, 31 años, Chillán).
Las redes de solidaridad impulsadas movilizaron recursos de todo tipo, no sólo monetarios, sino también emocionales y simbólicos. Al respecto, dos de las entrevistadas afirman:
El proyecto no tiene que ver solamente con el dinero, las cabras8 se empezaron a vincular también a través de sus conocimientos y así fue que armamos una […] cooperativa de costura […] Armamos una red muy grande donde, al final, éramos como 60 (Tamara, 28 años, Talca).
Es una red que ayuda a mujeres en todos los aspectos [en] que somos oprimidas: educacionalmente, en términos legales, obstétricos, violencia intrafamiliar, [frente a] espacios poco seguros para mujeres. Somos una red feminista […], una red de amor que ayuda a mujeres (Pamela, 24 años, Chillán).
En este sentido, el principal rol de las orgánicas feministas fue el de mediar; conectar a mujeres que estén dispuestas a brindar su tiempo y su trabajo, y que de otro modo no siempre se encontraría. Como afirma Pamela, a propósito de la iniciativa que busca acompañar a mujeres que han vivido violencia de género:
Nosotras no nos hacemos cargo al 100% […], analizamos eso y lo llevamos como ayuda a las entidades correspondientes que sabemos que son seguras para las compañeras. […] Los recursos son compañeras que estén dispuestas a entregar su capital humano o su capital profesional para poder acompañar a las mujeres en los diferentes procesos que cada una denuncia o enfrenta (Pamela, 24 años, Chillán).
La articulación del entramado comunitario feminista, como otros entramados comunitarios, se produce con intención de brindar apoyo a otras/os ante escenarios adversos. No obstante, observamos dos aspectos diferenciadores: i) se atienden situaciones representadas como privadas (por ejemplo, violencia intrafamiliar, abuso en relaciones íntimas, crianza) que no siempre otros agentes comunitarios son capaces de ver o asumen que no deben involucrarse; y ii) la acción politiza abiertamente el cuidado y la construcción de una red segura ante escenarios reconocidos como injustos.
Se busca “canalizar ayuda para mujeres que se encuentren en situación de precariedad, […] en la salud, [lo] económico, [lo] laboral… en todos los aspectos que sabemos que las mujeres somos oprimidas o tenemos dificultades de acceso” (Pamela, 24 años, Chillán), con el objetivo de atenderlas, protegerlas y cuidarlas. Esta idea de red nos conecta con la generación de un cuidado basado en lógicas horizontales, donde finalmente todas se cuidan entre todas.
Me cuidan, me cuido, nos cuidamos: la horizontalidad del vínculo
Aunque existieron medidas de confinamiento, estas mujeres han buscado reunirse y acompañarse, incluso usando las nuevas tecnologías y plataformas virtuales. Una de las entrevistadas comenta que —a la par de los apoyos materiales— formaron un grupo en WhatsApp con todos los contactos de las mujeres que componían la red, donde suelen interactuar; “algunas preguntan algo y otra le responde, se armó un grupo bien dinámico” (Tamara, 28 años, Talca). Aquí reafirmamos que, además de la ayuda material y concreta, la red se articula para brindar acompañamiento, escucha activa y ayuda de emergencia frente a contingencias específicas. Por ejemplo, Tamara nos cuenta:
He tenido que ir a dejar a una cabra al CESFAM9 del otro lado de la ciudad en bicicleta, […] hemos tenido que interferir en casos donde los carabineros se están llevando niños al SENAME.10 Entonces, como que estamos disponibles todo el día y toda la noche para las cabras de la red (Tamara, 28 años, Talca).
Estas redes se movilizan a partir del ejercicio de un cuidado en términos de horizontalidad, donde se busca romper la asimetría entre quien proporciona la ayuda y quien la recibe. La verticalidad en una relación de cuidado surge con el entendido de que alguien “da algo” a alguien que carece de “ese algo”. Para contrarrestar esa lógica, las tres iniciativas promueven la reciprocidad y refuerzan la figura de “el apañe feminista”, lo cual enfatiza la importancia de la solidaridad entre mujeres ante un sistema adverso. Así, la palabra “apañe” —por ejemplo, “apañe feminista”— estuvo presente en varios de los eslóganes y nombres que acompañaron las acciones impulsadas por las entrevistadas.
Esta horizontalidad se plantea como una crítica a las lógicas de caridad —consideradas asimétricas—, sobre todo a las promovidas desde el gobierno. Por ejemplo, Tamara y su colectiva consideran violenta la entrega de cajas de alimentos por parte del gobierno, en tanto se “replica un sistema de carencias” y una forma de “alimentar la pobreza” (Tamara, 28 años, Talca). De esta manera, se evidencia un intento por alejarse de las dinámicas asistencialistas, lo que no estuvo exento de tensiones, pero se asume el “ensayo-error” como parte del proceso. La clave estaría en no perder de vista esta intención y hacer parte a las distintas mujeres del proceso sin hacer diferencias, pues todas se ayudan entre todas.
Noelia, por su parte, reafirma el cariz asistencialista que envuelve la entrega de cajas de alimentos, y si bien asume que es difícil romper con las lógicas de asistencia, reconoce que la ayuda puede brindarse de otra manera y ellas buscan ensayar otros modos.
Nosotras no entregamos cajas por entregar, hicimos una lista, hicimos un catastro, a las mujeres le hacíamos seguimiento emocional, había compañeras a cargo de llamarlas para preguntar cómo estaban, cómo se sentían. […] Nuestras cajas no eran como las del gobierno (Noelia, 30 años, Rancagua).
Así, emerge una crítica transversal desde las tres orgánicas feministas hacia el gobierno y sus medidas respecto a la pandemia, pues señalan que éstas —además de no responder a las particularidades de los diversos grupos sociales— han estado orientadas exclusivamente a suplir los problemas alimentarios de la población y se ha dejado de lado la ayuda psicosocial. Lo que diferencia sus acciones de las del gobierno sería el nivel de proximidad, de involucramiento y el interés genuino por la otra persona.
Esta intención por horizontalizar el cuidado remarca también la importancia del autocuidado, sobre todo en pandemia, pues un porcentaje significativo de la población —principalmente las mujeres— vio afectada su salud mental. En esta línea, las tres orgánicas le dieron relevancia al “trabajo de cuidado interno”, ya sea por los estragos que ocasionaron los cambios producto de la pandemia (por ejemplo, pasar de la presencialidad a la virtualidad), como por el impacto que tuvieron estos cambios en la emocionalidad y la salud mental de las integrantes. En este sentido, Claudia comenta: “Nos abocamos en trabajar y ‘nuclearnos’ como organización […] aprovechamos la crisis sanitaria […] como una instancia para poder reunirnos virtualmente” (Claudia, 26 años, Rancagua), para acompañarse frente a la muerte de un familiar o ante cualquier otra dificultad. Esto último, como veremos a continuación, también nos conecta con la centralidad de la emocionalidad en las acciones desarrolladas.
La emoción como motor y timón organizativo
La emocionalidad cruza las acciones de las tres redes de mujeres. No sólo adquiere importancia el cuidado emocional, sino que es la misma emoción la que impulsa la acción; la angustia, la rabia, las ganas de cambiar las cosas, la esperanza, el impulso de reaccionar frente a ello y la convicción de que las acciones van a aportar a la vida de las mujeres que formen parte de la red. Las mujeres con quienes conversamos, al principio de la pandemia, no sabían qué hacer, pero se “lanzaron con el corazón abierto” (Tamara, 28 años, Talca), convencidas de que había que hacer algo y con la confianza en que sus intenciones podrían concretarse. Tamara nos confiesa que quizá sabían que “no iban a cambiar el mundo”, pero que sí podrían trabajar sin aceptar sus lógicas violentas que vulneran la dignidad humana.
Esta emocionalidad también se refleja en las formas de organización que proponen las orgánicas feministas. “Nosotras somos así, muy de ‘la guata’,11 de ir aprendiendo al tiro de lo que salió más o menos no más y aplicarlo”, de “ir viendo de dónde va saliendo una necesidad y cómo resolverla al toque, sin burocracias, sin darle tanta vuelta” (Tamara, 28 años, Talca). Se asume el ensayo y el error, intentando disfrutar del aprendizaje individual y colectivo que eso puede dejar. Asimismo, se asume la necesidad de ser flexibles ante un contexto tan cambiante. Por ello —y a propósito de la horizontalidad que comentamos antes—, en las orgánicas feministas con las que conversamos no existen roles definidos, sino rotativos, los cuales se redefinen en el momento o de asamblea en asamblea. “Si hay alguien que tiene que moderar la reunión, se ofrece y modera; si alguien tiene que tomar acta, se ofrece y toma acta; si alguien tiene que dirigir la reunión, se ofrece y dirige la reunión” (Patricia, 31 años, Chillán).
Se comprende que las compañeras tienen otros trabajos y actividades, lo que deriva en participaciones intermitentes (por traslados constantes, cuidado de otras/os, empleo, estudios, etc.). Las mujeres que componen la red van cambiando y en ocasiones unas toman protagonismo, luego otras, pero siempre hay alguien que está apoyando, “siempre hay alguien ‘dando cara’” (Pamela, 24 años, Chillán). En este contexto, también se consideraban las decisiones y disposiciones de las compañeras a salir de sus casas en los periodos más críticos de la pandemia. Las tareas se adecuaban a partir de este tipo de predisposiciones; el “apañe” podía ser virtual o cara a cara.
Redes, espacialidades e interdependencias público-privado
La flexibilidad de las redes de solidaridad desplegadas por mujeres feministas también tiene un correlato espacial. A partir de las narrativas de las entrevistadas, observamos que las acciones se emprenden en alianza con diferentes mujeres y organizaciones, las que pueden mantenerse en el tiempo, ser puntuales o esporádicas y también transformarse, dependiendo de las voluntades implicadas y los objetivos perseguidos. Esta trama de relaciones no sólo se establece a nivel local o de grupo, sino que se erige a distintas escalas; alcanzan niveles comunales, provinciales, regionales e incluso nacionales. Interpretamos dicha espacialidad desde una perspectiva relacional, a partir de la noción de lugar (Massey, 1994) . Es decir, comprendemos estas orgánicas feministas como puntos de encuentro de diferentes trayectorias —que cruzan tiempo y escalas— y que van tejiendo en conjunto un locus particular. La espacialidad de estas iniciativas, por tanto, es siempre abierta y plástica, no encerrada en fronteras o delimitaciones predefinidas.
Desde aquí podemos comprender lo comunitario más allá de lo local (del barrio o vecindario), al construirse a través de espacialidades múltiples. Aunque —como plantea Noelia (30 años, Rancagua)— el nivel más próximo es el más valorado: “Si tú me preguntai' ¿cuál es el más importante?, yo te digo el comunal, es el más accesible, como más real”. Así, adquiere valor el vínculo “cara a cara”, la proximidad, el conocerse y reconocerse en la acción conjunta.
Asimismo, observamos que las redes generadas también van desdibujando las fronteras entre lo público y lo privado. Se evidencia que sobre todo en tiempos de crisis la sobrevivencia familiar o al interior de los hogares se sostiene en tramas sociales que los exceden: alguna persona con la que se tenga amistad o intereses comunes, quien vive en la casa contigua o enfrente, personas con quienes coincidimos en la plaza, o por el pasaje.
Tamara lo ejemplifica de la siguiente forma: “Si te gusta pasar tiempo con tu abuelita y con tus primas, esto [refiriéndose a la red] es como que tení’ abuelitas y primas por todo Talca ¡Fenomenal!” (Tamara, 28 años, Talca). Los hogares están dialogando de forma constante con sus entornos más próximos (territorializados y no territorializados geográficamente) para sostener la vida, siendo siempre una labor compartida y difícil de llevar a partir de las lógicas de privatización. Esta privatización de los cuidados tiene costos no sólo en el debilitamiento del tejido social, sino también costos sociales, emocionales y materiales principalmente para las mujeres, quienes se han visto sobreexigidas en su rol social de cuidadoras.
Hoy, a propósito de la pandemia, vemos más claro cómo se desdibujan las fronteras entre lo doméstico y lo comunitario. También observamos cómo el confinamiento domiciliario, sobre todo en territorios donde hay déficit de servicios e infraestructura pública, se hace insostenible (Roig, 2020) . Por ello creemos oportuno reconocer el potencial de las acciones comunitarias, principalmente el de aquellas sustentadas en los feminismos, pues éstas forjan una identidad colectiva —tanto en lo doméstico como en lo comunitario— que permite procesos de autovaloración y empoderamiento de las mujeres en las que ha caído el peso de las labores de cuidado y, como sociedad, no siempre hemos sido capaces de reconocerlo ni de brindar las condiciones óptimas para dicho ejercicio. De alguna manera, estas redes solidarias, horizontales y flexibles de mujeres están intentando resarcir esa deuda.
Reflexiones finales
El presente artículo exploró en la acción comunitaria de orgánicas feministas desplegadas en pandemia, en tres ciudades de la zona centro-sur de Chile: Rancagua, Talca y Chillán. La investigación buscó conocer las particularidades de dichas iniciativas y sus propuestas para enfrentar el escenario de crisis sanitaria. Entre las principales características de estas acciones se encuentran la politización de lo íntimo y la búsqueda por construir una red solidaria compuesta exclusivamente por mujeres, con el propósito de formar espacios seguros, donde no sólo se observa una fuerte solidaridad de género, sino también de clase.
Estas redes se enfocan en cubrir las necesidades más urgentes de las mujeres —aspectos no siempre visibilizados ni politizados por otras tramas comunitarias—, a partir de un vínculo de horizontalidad que favorezca el cuidado y el autocuidado, donde la emocionalidad adquiere centralidad. Finalmente, observamos que los entramados comunitarios feministas, como otras tramas humanas, al ser flexibles y dinámicas, operan en distintas escalas. Aquí la noción de lugar y de entramados comunitarios nos permite ver las continuidades entre los vínculos al interior de los hogares con sus entornos más próximos, los cuales pueden o no estar territorializados geográficamente.
La centralidad que adquiere la solidaridad y el cuidado entre mujeres en las iniciativas revisadas redunda en tres aspectos. Primero, en la revalorización del cuidado como una actividad humana fundamental para el bienestar personal y colectivo, sobre todo ante escenarios adversos. Segundo, el cuidado se desvincula del deber ser asociado a la femineidad —que muchas veces implica autoexplotación y postergación—, para practicarlo desde el disfrute y la convicción afectiva y política. Tercero, el cuidado se reconoce como una responsabilidad compartida y necesaria de producir colaborativamente, para que dicho cuidado no sea en desmedro de las mujeres (de su salud física, mental y emocional), sino en su beneficio y el de su colectividad.
De este modo, la crisis sanitaria es aprovechada por estas orgánicas feministas como una oportunidad para recrear los vínculos sociales, rearticular los entramados comunitarios y abrir nuevos procesos sociales. Consideramos que estas apuestas tienen el potencial de poner en circulación valores distintos en una sociedad donde priman las lógicas de mercado: la competencia, el valor de cambio y el mérito individual.
Finalmente, destacamos que —a diferencia de las otras iniciativas catastradas en Rancagua, Talca y Chillán en contexto de pandemia (Tapia et al., 2021) — las acciones feministas contribuyen a reconocer lo comunitario como esfera al menos de tres modos. Primero, porque —más que otras iniciativas— tiene una vocación menos estadocéntrica y más sociocéntrica, lo cual facilita reconocer el lugar fundamental de las lógicas propiamente comunitarias, sin supeditarlas al mercado ni al Estado. Segundo, porque el feminismo afirma la transformación del presente, huyendo de las lógicas de la revolución como destino y del desanclaje de las prácticas cotidianas. Tercero, porque las prácticas feministas —en su afán de politizar lo personal— vuelven porosa la frontera entre lo privado y lo público, entre lo individual y lo comunal, lo cual podría relacionarse con el énfasis explícito que dan al cuidado (físico, psíquico y emocional). Mientras que otros entramados comunitarios observados no son necesariamente conscientes de la dimensión comunitaria de los cuidados y dan mayor énfasis a la lógica de intermediación entre las personas y el Estado, los feminismos van al meollo de la reproducción de la vida, donde la cuestión es de vida o muerte.