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América Latina en la historia económica
versión On-line ISSN 2007-3496versión impresa ISSN 1405-2253
Am. Lat. Hist. Econ no.34 México jul./dic. 2010
Reseñas
Guillermo Guajardo, Tecnología, Estado y ferrocarriles en Chile, 18501950
Sandra Kuntz Ficker
México, Fundación de los Ferrocarriles Españoles/UNAM, 2008
El Colegio de México
Esta obra se ocupa de una triada de temas que se articulan en torno a uno de ellos: la historia de los ferrocarriles en Chile en el periodo en que aquellos gozaron de la mayor significación económica, y destaca dentro de esta historia las dimensiones políticas y tecnológicas que se subrayan en su título. En realidad, el libro hace mucho más que eso, pues ofrece una tipología interesante y útil de las empresas ferroviarias, un análisis de los efectos económicos regionalmente diferenciados de los ferrocarriles, así como interesantes parámetros comparativos con otros países de América Latina que contribuyen a ubicar mejor el caso de estudio y abren posibles vetas de investigación.
Me gustaría ocuparme, en primer lugar, de las especificidades del caso chileno, que destaca muy bien el libro de Guajardo, y sus contrastes más visibles con el de México, que me resulta más familiar. Permítaseme enumerar las que me parecen más relevantes. La primera de ellas tiene que ver con el grado en que la tecnología ferroviaria era necesaria, ya no digamos indispensable, para la economía chilena. Se trata de un país cuya configuración territorial y trayectoria histórica hicieron posible la combinación del transporte carretero mediante mulas y carretas con el transporte marítimo, ya fuera de cabotaje o internacional. Ambos se desarrollaron con amplitud antes del inicio de la expansión ferroviaria. En el norte, de especialización minera y más tarde salitrera, los ferrocarriles simplemente sustituirían un sistema ya establecido; en el sur, abundante en recursos forestales pero escasamente poblado, se adelantaría a la demanda. Incluso en el centro del territorio, donde existía una poderosa clase terrateniente y una actividad agrícola bien asentada, no se consideraba que el ferrocarril fuera indispensable. Un columnista de Santiago opinaba: "mejor es marchar a razón de diez millas por hora, que precipitarse por una pendiente ruinosa a razón de veinte" (p. 60). Al menos en términos de la geografía y de la oferta de medios de transporte no ferroviarios, esta situación contrasta fuertemente con la de México, país carente casi por completo de ríos navegables y cortado de norte a sur en tres grandes franjas por inmensas cadenas montañosas que encarecían y dificultaban el transporte terrestre. Igualmente, en contraste con la experiencia chilena, en México, pese a la extensión de sus costas, el tráfico de cabotaje apenas y se desarrolló, siempre en una escala muy pequeña, entre otras cosas debido a la insalubridad de las zonas costeras y a la concentración demográfica en las áreas del interior.
La segunda especificidad del caso chileno es que, pese a no existir una necesidad ingente de ella, la tecnología ferroviaria se introdujo en un momento relativamente temprano, a partir de 1850. Este timing hizo posible una implantación más pausada del ferrocarril y, lo que es más importante, un ciclo vital considerablemente largo para este modo de transporte. Para ofrecer un parámetro de comparación, mientras que en México la centralidad de los ferrocarriles se redujo al breve lapso de 25 años (desde que se concluyeron algunas de las principales líneas troncales en 1884 hasta la propagación del movimiento revolucionario a partir de 1911, después de lo cual los ferrocarriles nunca recobraron su importancia original), en Chile aquella alcanzó, al menos, 70 años, desde el primer impulso de construcción en los años de 1850 y 1860 hasta la aparición de medios rivales (el transporte automotor) a fines de los años de 1920.
Una de las principales aportaciones de este trabajo es la tipología que muestra las distintas fases de expansión ferroviaria ligadas a diversas modalidades empresariales y a zonas específicas del territorio chileno. Permítaseme resumirla en sus principales rasgos.
a) Las primeras líneas se tendieron en la zona minera del norte y en el centro del país. Las del norte eran originalmente de capital privado, pero hacia finales del siglo fueron adquiridas por el Estado, mientras que las del centro contaron desde el inicio con la participación accionaria del Estado.
b) El segundo oleaje se produjo en el centro, para complementar las líneas anteriores, y hacia el sur, en un claro impulso desarrollista que se revela en la participación directa del Estado en la propiedad de las líneas. A partir de entonces se constituyó una esfera pública del sector ferroviario que cobró forma en la Empresa de los Ferrocarriles Estatales.
c) Una tercera modalidad fue la propiedad privada, que en un par de casos se acompañó de una garantía de rentabilidad por parte del Estado y, en otros, particularmente en la región salitrera del extremo norte, sin contribución pública alguna antes de 1908. En ese año el Estado inició la construcción, con sus propios medios, del Ferrocarril Longitudinal, que uniendo trazos fragmentarios terminaría por extenderse desde una población cercana a Valparaíso hasta poblados vecinos a la frontera con Perú.
Lo que más llama la atención de esta breve tipología es la conspicua presencia del Estado, ya como accionista o como adquiriente de líneas ya construidas, ya como propietario o como promotor. La única excepción relevante fueron los pequeños tramos que ligaban a los campos de salitre con los puertos en el extremo norte del país, que permanecieron en manos privadas en algunos casos hasta mediados del siglo XX. El otro rasgo notable es que en las líneas privadas hubo una importante participación de capitalistas nacionales, todo lo cual relegó la inversión extranjera a un lugar completamente secundario, en fuerte contraste con casi todos los países latinoamericanos.
A primera vista, el Estado chileno siguió una política acorde con las condiciones económicas del país y consistente con el propósito de favorecer el desarrollo nacional. En el sur, despoblado y subexplotado, adoptó una postura desarrollista, asumiendo la responsabilidad y los costos del tendido ferroviario a fin de favorecer el poblamiento y la explotación forestal. En el centro participó como accionista en la medida en que fue requerido por los intereses privados. En el norte minero intervino para salvar de la ruina a las empresas, y en el extremo norte, la zona más abierta a la economía internacional y con la dotación de recursos más propicia para la inversión privada, adoptó una política de laissezfaire que sólo fue parcialmente refutada por la construcción de una línea longitudinal y de una pequeña salida propia (en competencia con las líneas privadas) al mar.
No obstante, la actuación del Estado es puesta bajo la lupa en esta obra desde varias perspectivas: una, desde la autenticidad de sus propósitos de desarrollo nacional; otra, desde la eficacia de sus políticas. Veamos estos dos aspectos con mayor detenimiento.
De acuerdo con Guajardo, el supuesto nacionalismo del Estado chileno ocultaba una alianza oligárquica de largo plazo que incluía a comerciantes y sobre todo a terratenientes del centro del país. No sólo los favoreció con la participación accionaria del Estado en las primeras líneas, sino también manteniendo bajas las tarifas a costa de la rentabilidad de la empresa estatal e incluso dilatando el tendido de una línea entre Salta (Argentina) y Antofagasta a fin de protegerlos contra la competencia en el suministro de alimentos. El respaldo público a los hacendados tradicionales alcanzó límites casi irrisorios, como el de disminuir las tarifas ferroviarias para que tuvieran a bien incorporar el uso de abonos en sus explotaciones. No sé si irónica o eufemísticamente, Guajardo llama a esta larga complicidad un "pacto de caballeros".
Por otra parte, incluso si se acepta que la intervención del Estado en la expansión ferroviaria tuvo varias ventajas (promovió la colonización del sur, un grado muy superior de integración del mercado interno y una mayor rentabilidad de las actividades exportadoras), debe cuestionarse su eficacia desde varios puntos de vista. En primer lugar, esa intervención no representó la conformación de un sistema mínimamente uniforme en lo técnico y en lo organizativo. Lejos de ello, la red ferroviaria (si merece ese nombre) era un conglomerado de un gran número de pequeños fragmentos de vías de cuatro anchos distintos, que empleaban equipo distinto e incompatible y sistemas de administración, operación y contabilidad propios, debido a la escasa comunicación entre las distintas empresas. El hecho de que para 1900, 50% de las líneas fueran de propiedad estatal, no puso fin a este rompecabezas que, a la distancia, parece poco compatible con la eficiencia y la rentabilidad.
Finalmente, debe valorarse el hecho ya mencionado de que, en contraste con el resto de América Latina, en Chile los ferrocarriles se hayan mantenido, en términos generales, como un activo bajo control nacional, ya fuera en manos de empresarios privados o del Estado. Una forma de hacerlo es retomando las comparaciones con el caso de México. Para quienes han cuestionado el camino seguido por Porfirio Díaz en este terreno, Chile constituye un ejemplo contrafactual probablemente insuperable que, sin embargo, no da la razón al "nacionalismo" chileno, sino al "entreguismo" porfiriano. Referiré solamente dos razones de ello. Primero, al prescindir de capital extranjero en la construcción de ferrocarriles, Chile minimizó la contribución de la inversión extranjera a la economía nacional, pues esta se redujo a la extracción de bienes primarios. Además, los escasos recursos financieros disponibles dentro de la economía chilena (en poder del Estado o de los particulares) tuvieron que utilizarse para el tendido de líneas, lo cual dejó a otras actividades con menor disponibilidad de fondos para la inversión. En México, la estrategia de abrir el sector a la inversión extranjera obligó a esta a destinarse a una obra de alto beneficio social y permitió compartir los costos de la expansión sin sacrificar recursos de los capitalistas nacionales que, entonces, pudieron dedicarse a otros menesteres, desde la agricultura comercial hasta la industria. En segundo lugar, contra lo que cabría pensar, la participación del Estado en los ferrocarriles chilenos no lo hizo más fuerte, ni frente a la economía internacional (pues el gobierno chileno se endeudó fuertemente para poder seguir este camino), ni frente a los grupos de interés nacionales: de hecho, la pobre autonomía del gobierno chileno frente a los sectores terratenientes contrasta con la gran capacidad que la administración porfirista exhibió para imponer a las empresas ferroviarias ciertas condiciones contractuales, incluidas las rutas y las tarifas, pese al carácter privado y extranjero de casi todo el sistema hasta 1908.
En el ámbito de los efectos económicos, el texto subraya correctamente la importancia del transporte ferroviario para la integración del mercado interno y el desarrollo, particularmente en el caso de las zonas más alejadas del territorio, así como su impulso a las exportaciones de salitre en el norte del país. En este aspecto, sin embargo, encuentro cierta ambivalencia en el tratamiento del problema. Por un lado se afirma, correctamente desde mi punto de vista, que "el salitre tuvo una potencia transformadora mucho mayor [...], porque aceleró la transición y los cambios al capitalismo" y, por el otro, casi de inmediato, se asegura que "el vínculo que estableció el salitre durante medio siglo (18801930) con el resto de la economía fue de tipo fiscal y con el sector industrial fue muy débil, siendo el ejemplo clásico de la llamada 'economía de enclave' [...] Fue un enclave abierto que lentamente se fue integrando con algunos circuitos de la economía doméstica" (p. 154). Más allá de los rasgos concretos de esta actividad exportadora y de la manera en que se valore su contribución a la economía, resulta difícil conciliar ambas afirmaciones. En cualquier caso, me queda la impresión de que la contribución de una actividad productiva capaz de acelerar la transición al capitalismo rebasa de muchas maneras las limitaciones que pueda representar la contribución fiscal o la débil vinculación con la industria, involucrando movimientos de población, proletarización, dinamización de los mercados regionales, incorporación de tecnología y otros elementos capaces de realizar el cambio hacia el crecimiento económico moderno.
Estas son tan sólo algunas de las pistas de lectura que traza el libro que reseñamos. En realidad, ya sea que el interés del lector sea Chile, Latinoamérica, los ferrocarriles o el papel del Estado en la actividad económica durante la era del liberalismo, se trata de una obra que aporta elementos para una discusión mucho más amplia de la que el título permite vislumbrar.