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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.7 no.29 Toluca jul./sep. 2001

 

Mujeres indígenas, migración y ambiente

 

Elizabeth Maier

 

El Colegio de la Frontera Norte

 

Resumen

El presente artículo examina la relación entre la mujer y el medio ambiente a partir de la perspectiva de género. Se basa en un estudio de caso que ejemplifica dicha interacción ambiental entre mujeres rurales pobres, jornaleras agrícolas indígenas, inmigrantes permanentes de Oaxaca a Baja California. Se analizan sus condiciones de vida y trabajo en el degradado ecosistema semidesértico de explotación agroindustrial del Valle de Maneadero, Baja California, a partir de una metodología teórica que identifica campos en que las mujeres se constituyen como sujetos ambientales, como los siguientes: a) lo demográfico/poblacional; b) el empleo de los recursos naturales; c) el manejo de los desechos domésticos, y d) el contacto con sustancias tóxicas (en este caso, agroindustriales). El laboratorio de observación y análisis se sitúa en una comunidad semirural de una de las zonas agroindustrializadas más dinámicas del estado de Baja California, en la franja fronteriza del extremo noroeste de la República, que desde hace más de 100 años marca la asimétrica división internacional entre la California estadunidense y la (Baja) California mexicana.

 

Abstract

The present article examines the relationship between women and the environment from the perspective of gender. The article is based on a case study, which exemplifies the interaction between environment and poor rural women, indigenous agricultural laborers, and permanent migrants from Oaxaca to Baja California. Conditions of work and life are analyzed in the degraded, semi-desert ecosystem of agro-industrial exploitation in the Valle de Maneadero, Baja California, based on a methodological theory which identifies the fields in which women are constituted as environmental subjects, such as the following: a) the demographic/ populational; b) the use of natural resources; c) the management of domestic wastes, and d) contact with toxic substances (in this case, agro-industrial). The laboratory of observation and analysis is situated in a semi-rural community in one of the most dynamic agro-industrial zones of the state of Baja California, on the frontier strip in the extreme northwest of the Republic, which for more than 100 years has marked the asymmetric international boundary between state-side California and Mexican (Lower) California.

 

Introducción

Este artículo es producto de una investigación que examina la relación entre la mujer y el ambiente. Su laboratorio de observación y análisis se localizó en dos polos opuestos de la geografía mexicana: la primera etapa se desarrolló en un poblado de la ribera del Río Hondo, última frontera del sudeste mexicano entre Quintana Roo y Belice. En contraste, la segunda etapa —que sustenta el texto actual— se sitúa en una comunidad semirural de una de las zonas agroindustrializadas más dinámicas del estado de Baja California, en la franja fronteriza del extremo noroeste del país, que desde hace más de 100 años marca la asimétrica división internacional entre la California estadounidense y la (Baja) California mexicana.

Visibilizar a las mujeres como sujetos del discurso ambiental alude a la conformación de una perspectiva más compleja y completa de la problemática ecológica, resaltando la experiencia ambiental de todos los usuarios. Con tal pretensión, en esta investigación se fijó la meta de identificar y explorar los grandes componentes del encuentro entre mujer y ambiente, reconociendo, a la vez, los factores socioeconómicos y culturales que influyen en la constitución identitaria femenina y que matizan dicha relación, haciendo del encuentro entre el género femenino y lo ambiental una suerte de múltiples determinaciones. Así, el objetivo de la investigación es que la relación entre las mujeres y los ambientes no se funda en pretensiones esencialistas, sino que es compleja y multideterminada en correspondencia directa con la constitución de la identidad femenina misma, multidimensional, heterogénea y diversificada. Dicha tesis contesta las premisas paradigmáticas de ecofeministas culturales (Shiva,1991), quienes argumentan que las mujeres —en cuanto género— revelan una predisposición hacia la preservación y defensa de la naturaleza no humana, por compartir con ella la aptitud biológica de gestar la vida y por su papel histórico en la división sexual de trabajo como responsables del cuidado y nutrición familiares. Contrariamente, durante la primera etapa de nuestra investigación, en Quintana Roo se evidenció la ausencia de una relación privilegiada entre las mujeres y su entorno natural; dicho vínculo está influenciado por una serie de mediaciones, que finalmente volvieron el encuentro entre género y ambiente —en el contexto estudiado— una expresión de variados desconocimientos. Por lo mismo, el análisis de esta problemática requiere precisar "a qué mujer y qué medio ambiente se esté refiriendo". Por lo mismo, habría que indicar que este artículo emana de la experiencia de mujeres rurales pobres, jornaleras agrícolas indígenas, emigrantes permanentes de Oaxaca a Baja California y sus condiciones de vida y trabajo en el degradado ecosistema semidesértico de explotación agroindustrial del Valle de Maneadero, Baja California.1

Enfatizar la complejidad identitaria a partir de la inherencia que sobre el género inscriben variables como la pobreza, la migración y lo étnico, rellena la categoría abstracta de mujer con la carne y hueso de mujeres particulares. De esta manera se facilita la concreción del análisis de los grandes apartados de la relación entre el género femenino y lo ambiental,2 debido a la precisión que imprimen a dicha relación los distintos registros de diferenciación social. En este sentido, el estudio de la historia ambiental de las mujeres no se escapa del gran debate conceptual del feminismo contemporáneo. Debate que por un lado defiende la categoría de género como expresión identitaria fundacional, mientras que, por el otro, inhabilita a dicha categoría en razón de las profundas diferencias que marcan otras dimensiones identitarias (clase, edad, religión, nacionalidad, región y cultura étnica, etc.) sobre lo genéricamente compartido. La perspectiva del presente artículo concilia las dos posiciones, sosteniendo —como lo hace Scott (1996)— que aun cuando la identidad femenina sea una síntesis de múltiples y sobreimpuestas dimensiones identitarias (siendo éstas representaciones subjetivas de las relaciones sociales que pueblan ambientes concretos), la categoría de género preserva su validez por remitirse a una expresión de diferenciación social producida por procesos culturales de inscripción identitaria sobre cuerpos sexuados, a la vez que indica una experiencia primaria del ejercicio social de poder. Es precisamente la interrelación de todas estas manifestaciones subjetivas-identitarias de las relaciones sociales propias de cada ecosistema la que surca la cultura ambiental de las mujeres.3

Finalmente, cabe recordar que el presente análisis examina ciertos fenómenos contemporáneos que encierran un particular significado ambiental. La pobreza —como factor de riesgo y de conservación ambiental—, la migración —como puente y ruptura entre dos ecosistemas y prácticas ecológicas— y la cultura autóctona —como hipótesis de mayor sustentabilidad— se articulan en la constitución identitaria de las mujeres indígenas, cuya praxis ambiental es aquí analizada. ¿Cuál es la cultura ambiental de estas mujeres? ¿Qué factores delimitan las fronteras de dicha cultura? ¿Cuáles son los grandes ámbitos de competencia que componen su praxis ambiental? Contestar estas interrogantes es un ejercicio para reconocer a las mujeres como sujetos ambientales, lo cual ampara las recomendaciones de todas las conferencias mundiales organizadas por la ONU, desde la Cumbre de la Tierra (Río de Janiero, Brasil) en 1993. Dichas recomendaciones instan a comprender el papel de la mujer en el teatro ambiental, enfocando en sus prácticas y conocimientos tradicionales, su aporte a una cultura sustentable, los impactos que sobre su vida han sellado las políticas no sustentables de desarrollo, las áreas donde se requiere capacitación para asumir posiciones de decisión en el ámbito ecologista y, finalmente, sus necesidades en cuanto al diseño de políticas públicas ambientales y de salud reproductiva que atiendan a su condición específica de género. A continuación se ejemplifica el accionar ambiental de mujeres indígenas, pobres, engrosadas a las filas de los mercados laborales del circuito agroindustrial del noroeste de la República mexicana, contrastando su cultura ambiental del "allá" de su procedencia con la del "aquí" de su residencia actual, e indicando sus obstáculos para la apropiación y desarrollo de estrategias sustentables.

 

División sexual del uso de recursos naturales en las comunidades indígenas

En las comunidades de origen de las mujeres entrevistadas el género organiza la vida cotidiana a través de la patrilocalidad de la familia, el ejercicio de poder patriarcal familiar y comunitario, y la división de labores, que encarga a los varones la responsabilidad de las labores del campo y ciertos trabajos de construcción y reparación en el ámbito doméstico, apoyados con frecuencia en el agro por las mujeres, quienes se funden en las tareas de la reposición diaria y generacional de la familia. A su vez, la división sexual del poder y del trabajo se traduce en el terreno ambiental en una división sexual del empleo de los recursos naturales. En la asignatura diferencial del trabajo social en las sociedades tradicionales cada género accede y usa de manera distinta los recursos naturales, con similitud y diferencia con las sociedades modernas, en donde existen amplios espacios sociogeográficos bisexuados, donde en muchos ámbitos hombres y mujeres emplean los mismos recursos, en iguales cantidades, haciendo las mismas actividades. Por esto, los procesos de socialización genérica en las comunidades indígenas rurales se entretejen de manera particular con las enseñanzas ambientales en torno al acceso y uso de los recursos naturales. En este sentido, el disciplinamiento corporal de las niñas —que en pocos años culmina en la producción sociocultural de mujeres— corresponde, a su vez, a prácticas concretas de empleo de recursos, como medios para la realización de las labores genéricamente atribuidas.

 

Socialización y disciplinamiento corporal de las mujeres indígenas

El aprendizaje genérico empieza al nacer, a partir de las percepciones sensoriales de la vida familiar y social misma. Aproximadamente a los cinco años las mujeres entrevistadas iniciaron su preparación para los ritos de pasaje que les llevarían a la formación de su propia familia. Desde esa temprana edad, las niñas acompañaron a sus madres en sus labores, observándolas desgranar la mazorca, poner el nixtamal a cocer en las ollas de barro, moler la masa, formar y echar las tortillas, lavar la ropa, barrer con escoba de palma, hacer las camas y cuidar a los niños más pequeños, ayudándola en ese momento con las tareas más sencillas.4 Entre los 8 y 10 años las niñas empezaron a asumir ciertas responsabilidades: lavar trastes, cocer frijoles, lavar ropa, barrer, hacer camas, planchar, llevar comida a los varones al campo y —con frecuencia estacional— ayudar a los varones de la familia a desyerbar la parcela. De tal manera, antes de los 15 años ellas se apropiaron de una especialización genérica en los oficios femeninos, producto de largos años de capacitación intensa y cuidadosa.

Las mujeres mayores recalcaron las diferencias entre el trabajo doméstico en el poblado de origen y el sitio de recepción, recreando, a la vez, la problemática diferencial del acceso y empleo de los recursos naturales en un "allá" secuestrado por los registros de la memoria. En su lugar de nacimiento los días se iniciaban todavía a oscuras para el género femenino, con el mandato sociocultural de encargarse de la preparación de alimentos, misión que en las áreas rurales del sur del país se articulaba —en primer lugar— a través de la elaboración de las tortillas de maíz. Como un ritual cotidiano, la cultura de maíz marcaba los primeros pasos diarios del trabajo femenino: la madre prendía la leña del fogón para calentar el comal de barro; se molía la masa —cocida desde la noche anterior— en el metate de piedra; la casa se llenaba del seco golpeteo de las manos forjadoras del alimento principal de los(as) indígenas mexicanos(as) del sur del país; se inflaban las tortillas con el calor del comal, les daban vuelta varias veces, hasta que, cocidas, se guardaban en el chiquihuite5 de palma, tejido con anterioridad en una formación geológica húmeda en las cercanías del poblado por la madre misma u otro miembro de la familia. El tiempo dedicado al proceso matutino de fabricar tortillas era relativo de acuerdo con el número y edad de los(as) integrantes del hogar y la cantidad de mujeres que participaban en su elaboración. En los hogares de 10 o más personas se ocupan dos o tres horas, según la cantidad de mano de obra. La extensión de dicho proceso determinaba la hora de arranque del día laboral de las mujeres, generalmente entre las tres y cuatro de la madrugada.

 

El combustible

La búsqueda de leña corría por cuenta de las mujeres. Sin estufa de gas, la leña es el combustible de preferencia. La cantidad empleada dependía del número de miembros del hogar y del gusto individual de cada mujer en cuanto al tiempo de mantener prendido el fogón.6 Las madres de las entrevistadas usaban entre 5 y 10 cargas de leña a la semana, de, aproximadamente, 20 varitas de un metro de largo cada una. Ellas recolectaban la leña en los escasos sitios boscosos que todavía rodeaban sus poblados.7 Preferían leña seca —caída o semiquemada— a la madera recién cortada. Por lo mismo, se sugiere que la selección de la madera por parte de las mujeres campesinas de estas comunidades indígenas era una táctica de relativa sustentabilidad, que aprovechaba colateralmente otra forma —generalmente relacionada con la producción agrícola— de accionar sobre el mismo recurso.

Cargamos la leña en unos tenates, pues, canastos de palma que traen un cintito. Hágase cuenta que fuera un cinto, pero es de palma. Se lo ponía el cinto en la cabeza y el canasto con la leña se cargaba atrás en la espalda. Así es como se hacía allí en sur (Victoria, 45 años, casada, 11 hijos, mixteca, ama de casa).

 

El agua

El agua es un medio de trabajo indispensable para los quehaceres femeninos. Las mujeres la emplean para cocinar, lavar ropa, bañar niños, barrer los cuartos y el patio; para la higiene corporal propia y de los demás miembros de la familia, y para beber. En la Oaxaca de los recuerdos de las entrevistadas, uno de los disciplinamientos corporales que constituía a la femineidad a edades muy tempranas era su adiestramiento como medio de carga para transportar los canastos de ropa y los cántaros de agua en la cabeza, y los bebés en la espalda. Observando a las mujeres mayores, las niñas aprendían a caminar con el cuerpo muy recto, sin mover la parte superior, con pasos seguros de perfecto equilibrio. En el caso de las entrevistadas, se localizaban las fuentes de agua a una distancia considerable de los poblados —a dos o más kilómetros—; dichas fuentes eran ríos, arroyos, pozos y ojos de agua. Las actividades de lavar y traer agua para el uso hogareño ocupaban tres o cuatro horas de la jornada femenina cada vez que se ejecutaban. Dos o tres veces por semana las niñas y mujeres de la familia cargaban grandes canastos en la cabeza llenos de ropa sucia para lavar en el río. Golpeaban la ropa contra las rocas y empleaban jabones naturales fabricados en casa con distintas semillas, raíces o tubérculos. Se bañaban en el mismo sitio donde lavaban la ropa, pero se surtían del agua para beber en los arroyos más limpios, no contaminados por el paso de los cuerpos y las telas. Las implicaciones del acceso y empleo del agua, en cuanto a la intensidad y extensión del trabajo hogareño de las mujeres, dependen de la distancia de la fuente a la unidad doméstica, la dificultad del terreno, la estabilidad del acceso y del tamaño de la familia.

Lavábamos allá en la piedra y luego remojábamos la ropa y tallábamos en la piedra. Se golpeaba la ropa hasta que saliera la mugre; ya la enjugábamos y, otra vez, otra tasa de jabón y golpeábamos otra vez. Y ya lo exprimíamos, lo enjugábamos y tendíamos la ropa. Así quedaba bien limpio. Mi mamá buscaba camote debajo de la tierra para hacer jabón. Ella los apachurraba con palos, con piedras, hasta que se quedara así como pasta. Entonces ese camote le poníamos a remojar con la ropa, se espumaba mucho; como que tenía cloro ese camote, porque limpiaba bien bonito (Juliana, 44 años, unión libre, nueve hijos, chinanteca, jornalera agrícola).

 

Tecnologías de la curación casera tradicional

Aun cuando el conocimiento especializado de la herbolaria se atribuía a los(as) curanderos(as) de la comunidad, las niñas —en su papel de futuras responsables de la salud familiar— aprendían de sus madres, abuelas, tías, cuñadas y vecinas las cualidades curativas de las plantas empleadas para las enfermedades más comunes. La yerbabuena, el romero, la ruda, el eucalipto, la manzanilla, la hoja de aguacate, la yerba santa, el epazote y el tomillo, entre otras, integraron los botiquines de traspatio de las comunidades de la región de la mixteca oaxaqueña, intercalándose en las huertas de traspatio junto al perejil, el jitomate, el cilantro y los árboles de aguacate y limón, entre otros.

El ecosistema semitropical de la región chinanteca —mucho menos erosionado que el de la zona alta de la mixteca— permitía a las familias campesinas pobres surtirse de alimentos vegetales, como el guanjiniquil, calabaza, camote, caña, yuca, árboles de lima-limón, limón, naranja, guanábana, guayaba, piña y mango, entre otros.

Las madres mixtecas de las entrevistadas mayores trasmitieron a sus hijas los conocimientos para sobar el cuerpo femenino, con el objetivo particular de "levantar el útero caído", que, según el conocimiento tradicional, resulta de la multiplicidad de embarazos y partos, y puede causar morbilidad y mortalidad. Junto con la manipulación manual del útero, se emplea el baño de vapor tradicional —el temazcal— de las comunidades autóctonas como técnica de desintoxicación, purificación y curación de infecciones y heridas. Afirman las entrevistadas que dicha técnica precolombina de curación es especialmente efectiva para aliviar las lesiones del parto. Los cuerpos recién vaciados de su producción vital aprovechan el intenso calor del vapor herbolario para apresurar su cicatrización y facilitar su desintoxicación, a la vez que son sobados con romero, ruda y eucalipto para acelerar el proceso curativo. Una de las entrevistadas mayores (Inés) afirma que el temazcal la "curaba" en unos pocos días después de sus partos realizados en casa, sin intervención médica de ningún tipo: ni de la medicina occidental ni de la tradicional, a la vez que ayuda a incrementar la producción de leche materna.

Mientras que ella ofrece el servicio de "levantar úteros" en Cañón Buenavista, dos de las entrevistadas (Inés y Perfecta) practican el temazcal semanalmente en el mismo poblado, importando así al lugar de recepción expresiones culturales autóctonas representativas de una percepción alterna, no sólo de la problemática de salud/enfermedad, sino también del sitio humano en el contexto ambiental y en el cosmos, lo que a su vez contribuye al proceso de reproducción de la identidad étnica en las nuevas condiciones existenciales de la migración.

Para las jóvenes —cuyas comunidades de origen ya contaban con electricidad y agua entubada— el entorno de sus primeras enseñanzas genéricas se circunscribió fundamentalmente a la casa y su patio. La especialización femenina de las dos entrevistadas más jóvenes aconteció en un ámbito de relativa tecnificación del trabajo doméstico, mediante el empleo de utensilios laborales como la estufa de gas, la licuadora y —en algunos casos— la lavadora de ropa.

Hay grandes diferencias para las mujeres allá y acá. Mi mamá se ocupaba gran parte del día en hacer la comida y las cosas de la casa. Yo ahora puedo hacer todo eso en poco tiempo, quizás en sólo dos horas para hacer todo (Lidia, 19 años, casada, un hijo gestándose, mixteca, maquiladora).8

El proceso de producción femenina —es decir, la socialización genérica de las mujeres— descansaba en varias dimensiones de disciplinamiento corporal y caracterológico. Junto con el adiestramiento de las tareas de la división sexual del trabajo y del empleo de recursos naturales, las mujeres mixtecas y chinantecas fueron instruidas continuamente sobre cómo moverse, caminar, mirar, hablar y ser. Su cuerpo fue percibido como la fuente virtual de infinitos pecados posibles, falto de autodisciplina y control exógeno sobre su territorio físico. Se requería dominar la tentación de reírse, hablar con varones, bailar o tomarse de la mano con un muchacho. No obstante, la procreación representaba el destino manifiesto de la identidad femenina indígena, junto a la obediencia debida al género masculino. El servicio —"nosotras teníamos que servir a los hermanos"— y el permiso —"pedí permiso a mi marido para salir"9 — fungieron como dispositivos socioculturales que ataban a las mujeres al polo subordinado de la relación de género, permitiendo, a la vez, la reproducción sociocultural de dicha relación que, finalmente, es uno de los mecanismos ordenadores más significativos del funcionamiento comunitario y familiar. Se aconsejaba a las niñas y adolescentes a "cuidarse mucho", "siempre estar acompañadas", "servir a los varones", "casarse después de los 10 o 12 años", "obedecer", "ser amable", "portarse bien", "respetar a los mayores", "tratar bien al esposo, no levantarle la voz", "hacer lo que diga el esposo", "aguantar al marido, aun cuando sea borracho o enojón", "ser trabajadora", "ser madre", "ser buena madre", "estar lista con los niños", "ser un ejemplo para los niños", considerar que "lo maternal es lo fundamental".

 

Planificación familiar

La regulación razonada de la fecundidad es un factor decisivo en la reestructuración de la relación social entre hombres y mujeres. Articula las condiciones en que las mujeres pueden constituirse como sujetos de su propia vida, apropiándose de su funcionamiento corporal e integrándolo a las agendas existenciales complejas de la actualidad, que para las migrantes indígenas entrevistadas suelen incorporar actividades domésticas, laborales, sociales y culturales. Al mismo tiempo, permite la liberación del ejercicio de la sexualidad de la imposición compulsiva de la procreación, facilitando el descubrimiento de la libido y el placer como componentes femeninos culturalmente latentes, lo que mitiga la angustia y el miedo al embarazo frecuente, que en el contexto globalizado de la pobreza neoliberal edita lecturas familiares inviables para las aminoradas economías familiares. Es desde esta perspectiva, y a partir de la premisa de que la reducción demográfica se traduce en una demanda reducida sobre los recursos naturales, que habría que interpretar la promoción actual de los derechos reproductivos por las organizaciones internacionales. Sin embargo, el espejismo construido desde dichas instituciones entre el ejercicio de los derechos reproductivos de mujeres y hombres y una demografía sustentable habrá de mediarse por la voluntad individual de los agentes reproductivos —particularmente las mujeres— para traducirse en una experiencia de subjetivización, sin la cual no pueden existir los conceptos de derechos y de sustentabilidad.

Según un estudio reciente del Consejo Nacional de Población, la demanda femenina, no satisfecha, respecto a métodos anticonceptivos se localiza en las áreas rurales correspondientes a la geografía social de alta marginación. La lejanía de las comunidades y la falta de vías de comunicación, la carencia de infraestructura y servicios comunitarios y, finalmente, la oposición de la pareja son los factores que explican 75 por ciento de la demanda no satisfecha; la inconformidad masculina es la variable que explica 40 por ciento de la ausencia de prácticas regulatorias. La experiencia reproductiva de las entrevistadas de mayor edad sustenta dicha conclusión. Con un promedio de 10.25 embarazos y 8.22 hijos vivos por mujer, únicamente una de ellas (Perfecta) nunca recurrió a la opción de controlar su fecundidad. Las demás emplean —o empleaban hasta el inicio de la menopausia— métodos de regulación natal, a pesar de la oposición inicial de sus parejas; sin embargo, ninguna de ellas (Inés después de ocho hijos nacidos vivos, Juliana después de 10 partos y Victoria después de 10 hijos) recurrieron a las tecnologías de control natal hasta ver minada su salud por los efectos del ejercicio de la fecundidad ilimitada, la desnutrición crónica y el desgaste corporal que implica el extenuante trabajo físico diario. Fue el doctor quien tomó la decisión de terminar el ciclo reproductivo de dos de las entrevistadas. La tercera buscó su propio método alternativo, pero no informó al marido durante cinco años, "porque hay hombres muy cerrados que no entienden el dolor de una mujer".

La construcción tradicional de la masculinidad en las comunidades de origen de estas mujeres es un factor decisivo en la determinación del tamaño de la familia y en los permisos masculinos otorgados para el empleo femenino de métodos de regulación natal. Como representación sociocultural moldeada por contextos culturales concretos, la masculinidad tradicional de las etnias referidas descansa en la comprobación comunitaria de la potencia reproductiva varonil. Cada hijo —"los que Dios manda"— constata simbólicamente y revalida la hombría del varón. Por lo mismo, la adopción de métodos de control natal por parte de las mujeres es vivido por los hombres —particularmente los de mayor edad— como una expresión sociopolítica y pública de su falta de virilidad. Dado que las identidades genéricas no son fijas sino flexibles, pues son económica, sociocultural e históricamente influenciables, los contendidos identitarios genéricos de los jóvenes indígenas migrados a Baja California manifiestan mutaciones importantes en este sentido.10

Por ejemplo, las tres mujeres jóvenes planifican tener familias significativamente más reducidas: de dos a cuatro hijos por mujer. Afirman su intención de recurrir a los métodos de control natal para decidir el número y el espaciamiento de sus embarazos, seguras de poder contar con la anuencia de sus maridos. Este fue el caso de la entrevistada de mediana edad, quien a diferencia de la generación mayor, decidió, conjuntamente con su pareja, usar el dispositivo intrauterino para limitar su familia a tres hijos. No obstante, las lecturas culturales de la masculinidad siguen mediando las prácticas regulatorias. Por ejemplo, para terminar definitivamente la etapa reproductiva de su familia, ella quisiera que su marido se practique la vasectomía; sin embargo, frente a la resistencia de su pareja por las implicaciones en el imaginario colectivo masculino de dicha operación en cuanto a su capacidad sexual, ella planea hacerse la salpingoclasia. Del mismo modo, aun cuando la otra mujer casada de la generación joven indica que la comunicación debe ser la base del funcionamiento matrimonial, reconoce que su marido —un joven trique de 21 años— desconfía de los métodos de regulación natal por creer que facilitan la infidelidad.

De esta manera, resalta la importancia de los contenidos identitarios genéricos, los valores sexoculturales que sustentan dichos contendidos y la misma relación social entre los géneros en la definición de prácticas reproductivas particulares, lo que sugiere lo imperioso de deconstruir algunos de los contenidos genéricos para la modificación de los paradigmas culturales de la fecundidad. En este sentido, es particularmente significativo analizar la simbolización cultural de la masculinidad, que por su posicionamiento hegemónico en dicha relación es un factor determinante en el ejercicio de poder y en los procesos de la toma de decisiones.

 

Peonaje agrícola de las trabajadoras(es) desechables de la globalización

La ruta migrante de las etnias oaxaqueñas funge como un hilo conductor entre las grandes extensiones agroindustriales de exportación del noroeste de la República, representando a nivel nacional uno de los más móviles e intensos encuentros entre la oferta y la demanda de mano de obra de las geografías físicas y sociales del sur y norte del país. En esta confluencia, las leyes del libre mercado imponen patrones laborales de beneficio extraordinario para los dueños o rentistas de la tierra, con profundo perjuicio para los(as) trabajadores(as).11 En este sentido, la explotación extrema de la fuerza de trabajo indígena —en condiciones notoriamente por debajo de las normas nacionales— destaca como uno de los pilares menos visibles del global supermarket, frase con que Wright (1990) se refiere a la propuesta comercial de las políticas globales del libre mercado. A su vez, marca en el mapa de la morbilidad y mortandad en el país los senderos del peligro individual y colectivo que el extendido, desprotegido e inapropiado empleo de pesticidas y plaguicidas representa para la salud de los pueblos autóctonos migrantes.

Antes de establecerse en las regiones de los mercados de trabajo norteños, las labores del campo no fueron desconocidas por las mujeres entrevistadas; participar periódicamente en las tareas agrícolas familiares formó parte de la socialización del género femenino en sus comunidades de origen. Recreando en el contexto de recepción aspectos fundacionales de las relaciones sociales campesinas, al migrar al norte las entrevistadas se integraban al trabajo del agro tecnificado como miembro de la unidad familiar de labor, bajo la tutela económica, social y cultural del jefe de familia. En dicho régimen salarial, el jefe de familia, en su calidad de patus familia, es el único contratado formalmente —nunca mediante un contrato escrito, sino a través de la palabra—, por lo que es él quien detenta el salario de todos los miembros del núcleo familiar. Por lo mismo, la tradicional dependencia de las mujeres de esta generación hacia su pareja se ahondaba al inicio del proceso migratorio, y es aún más aguda debido a la ruptura de las propias redes femeninas de apoyo —familiares, de comadrazgo y de amistad— del sitio de expulsión; sin embargo, el salario familiar controlado por el jefe de familia es sólo uno de los mecanismos de reproducción de la subordinación femenina tradicional. A lo largo de la etapa fértil de la mujer, su absoluta dependencia de la autoridad del varón recrea en el sitio de recepción la consuetudinaria relación de género de los poblados de expulsión, reproduciéndose de maneras múltiples y simultáneas a través de cada mediación masculina entre la mujer y la vida socioeconómica externa a su persona y al hogar. Dicho abismo comunicativo entre las mujeres indígenas y la sociedad no indígena forma parte de los sustentos de este orden patriarcal particular; sin embargo, el monolingüismo y el analfabetismo femeninos lo profundizan, por lo que se convierten en dispositivos productores y reproductores de las pautas concretas de la asimetría sociocultural de género.

Trabajaban diariamente desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde bajo el fuerte sol de la península bajacaliforniana. Caminaban agachadas, en cuclillas, del principio al final del surco y de regreso otra vez, sin importar los meses de embarazo, ni el peso del bebé que con frecuencia cargaban en la espalda. Durante la jornada solían dejar a sus hijos(as) pequeños(as) en una caja de cartón al lado del surco, donde —como ellas y sus parejas— estaban expuestos a los efectos negativos inmediatos y de largo plazo de la fumigación diaria con agroquímicos altamente tóxicos. En Sinaloa, Caborca y San Quintín, donde laboraban la mayoría de las entrevistadas antes de llegar a residir en Maneadero, por la escasez de agua potable en los campos de labor, la gente se surtía del líquido para beber de los canales de riego, donde se filtraban los agroquímicos de la tierra sembrada y donde se lavaban los recipientes originales de los pesticidas. De esta manera, ellas, sus parejas y sus hijos(as) fueron (son) expuestos a altos grados de toxicidad química por varios medios: aire, suelo, agua y contacto directo con las plantas sembradas.

Las entrevistadas trabajaban (trabajan) cubiertas de pies a cabeza con distintas capas de ropa para amortiguar los efectos negativos de los agroquímicos, el clima y —según Zavella y Castañeda (1999)— para evitar ser objeto de deseo en el imaginario colectivo de los trabajadores masculinos de los campos agroinustrializados. Anteriormente, en las ocasiones infrecuentes cuando las entrevistadas recibieron una remuneración propia, siempre fue menor que el salario masculino, por considerarlo complementario al ingreso del varón. En este sentido, el contexto de la producción agroindustrial ofrece las condiciones en que la asimétrica relación consuetudinaria de género puede recrearse, mientras que, su vez, proporciona a los dueños de los consorcios agrícolas una fuente de ganancia extraordinaria a través de la sobrexplotación de la mano de obra femenina.12

Actualmente todas afirman estar afiliadas al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS); sin embargo, con la excepción de una de las mayores (Juliana), las demás no están oficialmente afiliadas. Generalmente los patrones prefieren cubrir el costo del médico particular cuando los(as) trabajadores(as) se enferman, en lugar de inscribirlos —como indica el Código Federal de Trabajo— en el sistema de salud pública, representado por el IMSS. Por un lado, tal modalidad de privatizar la medicalización de los cuerpos jornaleros reduce la inversión patronal en el rubro de salud laboral, al eliminar las cuotas mensuales al IMSS y sustituirlas por las cuotas, muy ocasionales, del médico particular. Dicha opción de atención médica para las y los trabajadores suele eludir el registro oficial de las intoxicaciones a causa del inadecuado empleo de los agroquímicos, lo que da lugar a un notorio subregistro.13

Todas las mujeres entrevistadas tienen experiencia con intoxicados(as). Tres de ellas (Juliana, Victoria e Isabel) presentan y reconocen los síntomas de intoxicación aguda en su propia persona; 42.8 por ciento de las entrevistadas han experimentado directamente los efectos inmediatos de los pesticidas organofosforados. La más joven (Isabel) recuerda que se intoxicó a los 16 años, cuando trabajaba en la cosecha de pepino. "Tenía hambre, comí algunos pepinos. De repente, me sentí mareada y empecé a vomitar flemas verdes. Mi papá me llevó a un médico particular y él dijo que el "líquido" era muy fuerte y que me podría haber muerto. Después de esto, cada vez que hay este olor, pues, siempre es muy fuerte para mí y me mareo un poco." De la misma manera, su padre —el esposo de Victoria— se enfermó una vez trabajando en los campos de Sinaloa. Él estaba regando "líquido" a las plantas de tomate, cuando empezó a sentirse mal, mareado, con vómito, la lengua hinchada, sin fuerza física. "Era como un trapo, no pudo pararse." En el hospital lo intervinieron quirúrgicamente. No saben porque lo tuvieron que operar. Desde entonces no puede "tirar líquido" ni tampoco olerlo, porque empieza a sentirse mal. Su esposa, Victoria (madre de Isabel) también experimentó los efectos de una intoxicación aguda hace dos años. "Me dio diarrea y vómito, mucho dolor de cabeza, salieron unas ronchas rojas en mis manos y mucho me ardieron los ojos. Me fui al doctor y me dio medicina; me dijo que descansara hasta sentirme bien." Tres de los cinco miembros de esta familia que laboraban en el campo —60 por ciento— han padecido intoxicaciones, lo que contrasta con los registros de las instituciones públicas de salud en la región e indica las dimensiones epidémicas del problema.

Aun cuando únicamente tres de las entrevistadas han experimentado los efectos de una intoxicación aguda, la mayoría exhibe una serie de síntomas que podrían estar relacionados con estos productos tóxicos. Tienen anemia, conjuntivitis crónica y ardor en los ojos, falta de energía, frecuentes dolores de cabeza, pérdida de memoria, problemas del aparato urinario y de los riñones, y mareos. Atribuyen los dolores de la espalda y los huesos a su edad y al tipo de trabajo desempeñado. No comprenden los efectos negativos de los agroquímicos a largo plazo; afirman que las intoxicaciones agudas se deben a que "algunos son delicados, no soportan el mal olor". Para "curar" la intoxicación aguda se recomienda "beber leche".

De las cinco entrevistadas que actualmente laboran en el campo agroindustrializado, una (Juliana) trabaja a destajo en la producción de zanahorias, tiene un contrato y está afiliada al IMSS. El horario de trabajo es de 7:00 a 14:00 horas, con una hora para comer. Ella lo hace en medio del campo de labor, sin acceso a agua entubada para asearse, a pesar de haber regado fertilizantes sin guantes ni ningún otro tipo de protección. Afirma no comer a gusto porque el fertilizante le causa náuseas, con deseos de vomitar —"como cuando estaba embarazada"—. Ella registra una reacción aún más intensa cuando los aviones "nos fumigan" mientras trabajan en el campo. Le arden los ojos. El "líquido" —como se refieren los(as) trabajadores(as) a los pesticidas— cae en la cara, dejando gotitas minuciosas en la piel y la cabeza, lo que, con frecuencia, provoca la aparición de ronchitas rojas en todo el cuerpo. "Si fumigan mientras que uno esté comiendo, el 'líquido' rocía la comida y provoca náuseas". Por esto, ella prefiere hacer sólo dos comidas al día y aprovecha la hora de comer para aventajar el trabajo. En las plantaciones de zanahoria, el salario es por producto cosechado; se pagan 10 pesos por bolsa de 5 libras. Intensificando la jornada se puede ganar entre 45 y 55 pesos al día.14

Actualmente en muchas de las extensiones agrícolas tecnificadas fumigan en la madrugada cuando los(as) trabajadores(as) no están presentes; sin embargo, "huele mal" durante todo el día. La fumigación les provoca vómito y dolor de cabeza. A veces le "sale granos" en la piel y le "arden los ojos y la nariz". Mucha gente se marea. Las jornaleras agrícolas son las responsables de fertilizar las plantas. "Nos daña el polvo, pero para los chamaquitos es peor porque juegan mucho en la tierra, les hace daño. Uno se lavan los manos después y se da un baño, no hace tanto daño. Pero de todos modos, estamos entre puro veneno." 15

Los(as) peones asalariados(as) trabajan sin ningún tipo de protección. Aun los jornaleros responsables de la fumigación de la siembra carecen de los equipos de seguridad que establecen los estándares mínimos internacionales: una máscara que cubra toda la cara o un respirador y zapatos, overoles y sombreros de hule o vinil (Wright, 1990: 19). Por el contrario, en los campos de Baja California los "tiradores de líquido" —como les llama la gente— se preocupan porque:

Las máquinas son muy viejas, tiran el líquido por la espalda, se moja la camisa totalmente, se mezcla con el sudor, se pega a la piel, gotea por las manos. A veces nos dan una mascarilla —como una esponja de plástico— para los fumigadores, pero nada más. Uno se cuida conociendo el viento, para que no se moje demasiado. No nos dan clases de como manejar todo esto, en realidad no sabemos nada. Fumigamos diariamente o cada tercer día. Cuando el fumigador ya no quiere, cuando ya se siente mal, cambian por otro; pero igual, tampoco sabe nada. Los patrones te corren si quieras más información o trateas de protegerte. No les gusta esto, nomás te despiden (Pedro, 32 años, casado, tres hijos, jornalero agrícola-fumigador, mixteco).

Existen tres factores que dificultan la precisión del impacto en la salud de la población expuesta al intenso y cotidiano empleo de los agroquímicos: a) su penetración en todas las dimensiones ambientales —aire, agua, suelo— por la exposición continua; b) la interacción de una gran variedad de dichos productos que registran —cada uno— peligros y contraindicaciones en cuanto a los efectos dañinos conocidos, lo que se auna a la falta de información sobre los efectos tóxicos de cada uno de ellos y de su interrelación, y c) la susceptibilidad de la población expuesta, que en el caso de los que padecen pobreza crónica se fusiona con la vulnerabilidad implícita de la desnutrición, la propagación de enfermedades gastrointestinales e infecciosas, el alcoholismo masculino, el impacto en la salud femenina de los múltiples partos, el intenso esfuerzo físico del trabajo agrícola, la falta de servicios y la insalubridad de los asentamientos humanos, entre otros factores. La vulnerabilidad sanitaria implícita en la pobreza suele encubrir los efectos del contacto cotidiano con los agroquímicos, lo que provoca que la relación causal entre las enfermedades y la exposición a estos tóxicos sea difícil de precisar en medio del mar de riesgos colaterales a esta condición económica.

 

Cañón Buenavista: pertenencia recreada y cultura ambiental

Después de haber vivido cinco meses a la orilla de la carretera transpeninsular en carpas y construcciones endebles de cajas de cartón, a sugerencia del delegado de la Sahope, en 1988, 37 familias indígenas de jornaleras agrícolas emigradas de Oaxaca invadieron un terreno que, con el tiempo, fue reconocido por el gobierno del estado como un asentamiento de sentido social. Dicha acción colectiva arrancó un proceso de apropiación espacial, identificación y recreación del sentido de pertenencia comunitaria que, por la posterior diversificación cultural de la población asentada, ejemplificó un ejercicio novedoso de negociación de la noción misma de comunidad. Con la creación de geografías culturales precisas dentro del mismo poblado, y aun con distintas instituciones representativas de la diversidad cultural —como las dos escuelas primarias indígena y mestiza, por ejemplo—, la construcción de la identidad comunitaria abarcó a dicha diversidad étnica, enfatizando, más bien, las necesidades materiales —relativamente homogéneas— de la empobrecida población buenavistense. De tal manera, mientras que la pertenencia étnica solía separar a los(as) habitantes, la pertenencia de clase fungió como un factor unificador. En este sentido, la carencia material fomentó prácticas de tolerancia que encaminaron a los(as) habitantes a enfocarse, en un primer momento de la constitución del poblado, en las labores pragmáticas de construcción comunitaria: la limpieza de los lotes, la edificación de las casas y letrinas, la ubicación de los recursos naturales y el empleo de ellos, la problemática del manejo de desechos y el paulatino acceso a los servicios fueron los factores que forjaron un sentir homogéneo de pertenencia comunitaria.

Para las mujeres indígenas emigradas de Oaxaca su proceso de apropiación comunitaria fue mediada por la recreación de los contenidos identitarios genéricos de su comunidad de origen, incorporando las modificaciones que sobre dichos contenidos significaban su jornada asalariada, las imposiciones del nuevo medio ambiente, el acceso/uso diferencial de los recursos naturales y las complejidades del contexto semiurbano. En este sentido, lo árido del entorno, la mala calidad de la tierra, el desmonte total de la vegetación a causa de la preparación del fraccionamiento, el reducido tamaño de los lotes, la falta de agua entubada y la ausencia de pavimento no sólo confluyeron en la creación de un ambiente insalubre —con remolinos de polvo en verano, charcos de agua en invierno, residuos de agroquímicos y la contaminación ambiental producida por el fecalismo al aire libre—, sino que, junto a la reducción del tiempo libre implícita en la doble jornada de estas mujeres, influyeron en una relectura de ciertos contenidos que anteriormente contribuyeron a definir la identidad de la mujer rural.

 

La huerta de traspatio

Todas las mujeres entrevistadas enfatizaban su decepción por la dificultad para sembrar la huerta familiar de traspatio, que en sus comunidades de origen complementaba la alimentación familiar, mientras que fungía como una actividad valorizadora del género femenino. Señalaban tres factores que influyeron negativamente en la realización de la huerta de traspatio en Cañón Buenavista: la mala calidad de la tierra, el tamaño de los lotes y la falta de agua. Aun cuando todas definían la calidad del suelo como "rocoso, chicloso, muy duro, tiene piedras, se aprieta porque no hay suficiente agua", las entrevistadas que se ubican a la entrada del poblado afirmaron que "no da nada, todo se muere, nada crece, hay pura piedra", mientras que las entrevistadas aposentadas en los altos de la colonia opinaron que "con abono de tierra con hoja seca se podría sembrar", "usando abono químico las cosas crecen bien", "como es tierra fría el chile sí se da". Contrastando con la parcela oaxaqueña del padre de la entrevistada de mediana edad, que "estaba muy abonada porque cuando se trabajaba se usaba animales y esto se mezclaba con la tierra, se abonaba muy bien", la calidad del suelo de Cañón Buenavista no facilita la siembra de la huerta familiar, aun cuando registra matices diferenciales de calidad del suelo en los distintos sectores topográficos del poblado.

Todas las entrevistadas tienen algunos frutales sembrados en los pequeños espacios libres del reducido lote de su casa. El durazno y el guaje son los que crecen mejor, junto al laurel y la granada. No obstante, la ausencia de agua entubada y el precio del agua de pipa (6 pesos por tambo) se traduce, en momentos de mayor carencia, en la imposibilidad económica de seguir nutriendo los árboles con agua, por lo que es común que se sequen en esas épocas. Por esto, las entrevistadas identifican la carencia de agua como el mayor obstáculo para la realización de la huerta. Por lo mismo, tampoco cuentan con una gran variedad de plantas comestibles y/o curativas sembradas: orégano, yerbabuena, nopal, uva, matas de chile, ruda y la yerba santa —importada de Oaxaca— son la totalidad de plantas sembradas por todas las entrevistadas. Cuando las plantas se mueren por falta de agua, las entrevistadas compran las yerbas en el mercado local de Maneadero para emplearlas en la curación hogareña de ciertos malestares o en la elaboración de alimentos. Llama la atención que con excepción de la yerba santa, que es importada de los ecosistemas locales de Oaxaca, las demás plantas son nativas de Baja California. La inmigración del sur al norte no parece significar una modificación mayor del ecosistema que la misma urbanización denota; sin embrago, vale señalar que varias de las entrevistadas han intentado importar productos vegetales o frutales —como el níspero o el aguacate— de su tierra de origen, sin tener el éxito deseado para la introducción de los mismos al ecosistema local.

Con excepción de una de las entrevistadas mayores (Victoria) y su hija (Isabel), quienes no cuentan con animales de traspatio, las demás tienen un gallo, una o dos gallinas y un promedio de siete pollitos. La engorda casera de pequeñas aves sirve de complemento alimenticio para la familia: comen los huevos diariamente y con cierta frecuencia emplean los pollos para alimentarse. Sin embargo, la restricción del espacio de traspatio en el asentamiento bajacaliforniano cohíbe la posibilidad de criar una mayor cantidad de animales. "Allá (en Oaxaca) estamos más libres, no tan pegaditos como aquí. Hay mucho más espacio allá, aquí no hay, los lotes son muy pequeñitos y no hay espacio." (Reyna, 33 años, casada, tres hijos, jornalera agrícola mixteca).

 

Las viviendas

Los materiales y el tamaño de las viviendas dependen del número de contribuyentes al ingreso familiar, del tiempo en el poblado y de la pertenencia a una estructura familiar extensa o nuclear. En este sentido, la entrevistada mayor —abandonada por su marido y jefa de familia— (Perfecta), la de mediana edad (Reyna), que cuenta con seis meses en la comunidad, y la joven casada (Lidia), que comparte la vivienda con la familia de su marido, son las que cuentan con las viviendas más endebles, con techos de lámina de cartón o madera, paredes de triplay y piso de tierra. Como las viviendas de las demás entrevistadas, la cocina, el baño y la letrina se localizan fuera de la estructura principal, la que generalmente cuenta con uno o dos cuartos. De esta manera, se recrea en el sitio de recepción migratoria el modelo de organización del espacio doméstico propio de las comunidades indígenas rurales; sin embargo, por el reducido tamaño de los lotes, en todas las casas la letrina esta cerca de la cocina, generalmente de cara a la vivienda principal, lo que implica riesgos para la salud familiar. Tienen entre una y tres recámaras con tres o cuatro personas, aproximadamente, por cuarto. En uno de los casos (Victoria), cinco niños comparten una cama grande, mientras que la pareja, el bebé y la niña menor duermen en la otra recámara. En otro caso (Reyna), la pareja y los tres pequeños hijos comparten el único cuarto de la vivienda que funge como recámara, comedor y cocina.

En el caso de la vivienda de otra de las entrevistadas de mayor edad (Juliana), es llamativo el contraste entre los sólidos materiales de construcción —techo y piso de concreto, paredes de bloque— y la total ausencia de ventanas y puertas, por lo que los habitantes están prácticamente a la interperie y vulnerables ante la delincuencia local de las pandillas que empiezan a organizarse entre ciertos sectores de la juventud. No haber podido terminar la construcción de dicha vivienda refleja el impacto negativo que sobre el presupuesto familiar significa el desempleo del marido enfermo, que, por otra parte, crea una virtual jefatura femenina del hogar. La construcción de la casa-habitación de otra de las entrevistadas mayores (Inés) es una empresa familiar que se gesta con base en préstamos solicitados por ella y pagados a través de cuatro aportes salariales: el suyo, el del marido, el del hijo y el de la nuera. La casa se está construyendo con techo y piso de cemento y paredes de bloque, y contará con cinco recámaras grandes, sala, comedor y un cuarto con vista a la calle para el negocio de papelería que la entrevistada tiene planeado iniciar para que a sus 51 años no siga laborando diariamente en los campos de producción de flores. Es importante señalar que este esfuerzo por acomodar a los miembros de la familia extensa en una construcción de tipo urbana, sólida y amplia, marca una tendencia diferente frente a la vivienda de los(as) migrantes mixtecos(as) mayores, con hijos adultos que cuentan con sus propias familias. Mediante dicha estrategia colectiva se reproducen cotidianamente y mejoran sus condiciones de vida en el contexto semiurbano y asalariado del sitio de recepción, a la vez que reeditan —adaptado a dicho contexto— un modelo familiar propio de la producción y cultura campesinas.

 

El agua

Después de 12 años de constituido el poblado de Cañón Buenavista, en el primer semestre de 2000 todavía no contaba con agua entubada. La infraestructura estaba terminada, pero faltaban las cuotas iniciales de un número significativo de los(as) pobladores(as).16 Los(as) habitantes acceden al agua por dos vías: las empresas de agua de garrafón surten líquido para beber, mientras que los negocios de pipas abastecen el agua que se almacena en los tambos para el aseo personal, la limpieza de la casa y el predio, la ropa, los trastes, el riego del reducido huerto y para los animales. Nadie hierve el agua para beber porque consideran que está purificada, aun cuando muestras analizadas por la Secretaría de Salubridad indican lo contrario. Utilizan de tres a cuatro garrafones por familia a la semana e igual cantidad de tambos, según el número de personas que vivan en el hogar. Todas las entrevistadas gastan, por lo menos, tres días de salario mínimo para acceder al agua para el uso familiar al mes. Por lo mismo, se registra una conciencia conservacionista en torno al agua. Por ejemplo, seis de las entrevistadas guardan el agua utilizada para lavar trastes y otras labores para regar el patio, lo que nos lleva a considerar que, al contrario de las hipótesis en torno al vínculo entre la pobreza y la degradación ambiental, la relación entre escasez y cultura ambiental está mediada con frecuencia por una praxis sustentable disciplinada por las exigencias de la necesidad.

Los tambos empleados para guardar el agua —aun cuando son aseados cada vez que se llenan y mantenidos con cloro— son otro peligro de contaminación directa para sus usuarios(as), dado que dichos recipientes metálicos podrían ser los contenedores originales de agroquímicos o tóxicos industriales indebidamente revendidos para su empleo en el almacenamiento del agua para bañar y lavar, y, en el caso de otros pobladores, también para beber. Con excepción de una de las entrevistadas (Lidia), las demás no se preocupan por saber qué producto guardaban los tambos originalmente, porque "nunca se me ocurrió preguntar". Los empleados de uno de los almacenes de tambos aseguraron que anteriormente contenían aceite. Empero, considerando las implicaciones para la salud de las personas, la ausencia de mecanismos de control para este tipo de comercio apunta la necesidad de una instancia gubernamental que se encargue de certificar la calidad de estos recipientes reciclados para el uso humano.

Yo no sé de qué son los barriles; dicen que son del 'otro lado', de una fábrica que trae solventes químicos para las maquiladoras. Una vez, lavando un barril, tiré lo que traía al fondo y después pisé ahí y me descarapeló los pies. Por eso pienso que traen veneno (Isabel, 20 años, soltera, sin hijos, estudiante de preparatoria, jornalera agrícola).

Aun careciendo de agua entubada, las entrevistadas enfatizaron la diferencia en cuanto al uso del tiempo y el esfuerzo físico para acceder diferencialmente al líquido en sus sitios de origen, "allá", y "aquí", en Baja California. El acceso al agua de garrafón y el agua de pipa elimina la difícil jornada de largas horas dedicadas semanalmente a cargar el agua de las fuentes naturales, facilitando el trabajo hogareño, el aseo personal y, finalmente, la doble jornada femenina. Todas las entrevistadas cuentan con un lavadero a unos metros de la casa donde lavan ropa y trastes. Únicamente una de ellas (Juliana) usa la lavadora eléctrica para limpiar la ropa. Ella afirma que la lavadora ahorra agua en relación con la cantidad empleada para lavar a mano, no obstante indica que aumenta el uso de electricidad y suele formar charcos grandes en el suelo. Por otro lado, todas las entrevistadas cuentan con una estructura externa a la casa que funge como cuarto para bañarse. Ninguna tiene calentador de agua, sino que, en invierno, calientan el agua con madera en el fogón de tres piedras fuera de sus viviendas. Surtir ambos espacios con agua del tambo implica un esfuerzo físico mínimo de unos minutos; sin embargo, no existe drenaje ni rutas de desagüe, lo que facilita la formación de charcos de agua que "se pudre por el jabón", "el agua cae al suelo y allí se pone negra la tierra". Las entrevistadas reconocen que los charcos son fuentes de enfermedades y criaderos de mosquitos; sin embargo, sólo una de ellas (Isabel) los rellena con tierra, mientras que las demás recogen una porción del agua en cubeta, reciclándola después en la limpieza del hogar y del predio.

 

Los combustibles

Todas las entrevistadas cuentan con estufa de gas. El número de miembros de la familia y su edad determinan la cantidad de gas LP empleado en la elaboración de alimentos. Mientras que una familia de dos adultos y tres niños menores de cinco años —como la de Reyna— usa 15 litros al mes, una de cuatro adultos y tres adolescentes (la de Juliana) emplea 30 litros en el mismo periodo.17 La compañía surtidora de gas se ubica de manera irregular en la entrada del poblado, aproximadamente a 10 metros de las casas de dos de las entrevistadas (Inés y Perfecta), representando otro riesgo potencial para la vida cotidiana de estas migrantes. A su vez, para que no sea objeto de robo, una de las entrevistadas (Reyna) sitúa el tanque de gas adentro de la casa, en el cuarto donde se duermen todos los miembros de la familia. Ella reconoce lo peligroso de dicha situación, pero debido a la delincuencia en la colonia, la inadecuada seguridad pública y lo ajustado del presupuesto familiar considera que no existen opciones más seguras. En este sentido, se observa que la vulnerabilidad de la pobreza con frecuencia se traduce en prácticas ambientales y de seguridad familiar de alto riesgo, por lo que se convierte en un dispositivo para la reproducción de la relación dialéctica entre riesgo/vulnerabilidad/riesgo/ vulnerabilidad, etcétera.

Aun cuando la estufa de gas representa una tecnología más acorde con las exigencias de la jornada asalariada y la consiguiente doble jornada femenina, todas las entrevistadas complementan su uso con el del fogón de leña, el cual se emplea en dos momentos fundamentales: a) cuando se acaba el gas y no se puede acceder a dicho combustible por la ausencia momentánea del servicio o la falta de dinero para comprarlo, y b) para la elaboración de alimentos específicos, como los frijoles, las salsas y las tortillas de maíz, que según las entrevistadas exhiben un sabor distinto al estar preparados en fogón.18 "La comida no sale igual en la estufa, cuando se hace lumbre sabe diferente". "La leña sazona el guisado, sabe más rica." De esta manera se observa un empleo complementario de leña por necesidad (factores económicos) y por gusto (factores culturales), registrándose —como en Asia y África— un régimen combinado de empleo de combustible que descansa en la sustitución parcial de uso de la leña por el gas LP.

El tiempo que está prendido el fogón varía de entre una y cuatro horas dos o tres veces a la semana, con un aumento significativo cuando se termina el gas. En sustitución del ocote oaxaqueño prenden el fogón con papel, nylon y/o aceite quemado de motor que compran en la ferretería. Todas las entrevistadas registran enfermedades respiratorias que varían desde las gripes frecuentes, tos crónica, infecciones y alergias de la garganta, hasta bronquitis y neumonía; sin embargo, es difícil precisar una relación causal única —que no sea la de dichas afecciones debido a los altos grados de la vulnerabilidad por la misma pobreza— frente a la multiplicidad de agravantes como los agroquímicos, la desnutrición histórica y crónica, el excesivo polvo ambiental, el material empleado para prender el fogón y los impactos del mismo fogón, que produce una alta emisión de partículas, hidrocarburos volátiles y monóxido de carbono, lo que para las usuarias puede significar dosis mayores a la que recibe un fumador, con riesgo de enfermedades respiratorias y cáncer a largo plazo.

Las entrevistadas recolectan la leña para el fogón en los cerros que están, aproximadamente, a dos kilómetros del poblado, lo que requiere de entre media y una hora de camino de ida y otro tiempo igual de vuelta. No existe una frecuencia precisa para la recolección de la leña; aproximadamente, cada 15 días cualquier miembro de la familia —generalmente los niños— busca entre 20 y 35 ramas secas para el fogón. Enfatizan que recogen ramas tiradas del "desmonte que hacen los dueños de los ranchos para poder sembrar" o cortan árboles secos, "aunque no es bueno cortar los arbolitos porque llaman la lluvia y con ellos se ve bonito el cerro". Usan, aproximadamente, 20 palitos por fogón —se calcula cuatro o cinco palitos por rama—, sumando, así, un promedio de seis fogones por viaje o tres por semana. De esta manera se observa el aprovechamiento doméstico de madera seca desmontada para otros fines, lo que habla de un mínimo impacto ambiental en razón de la demanda hogareña de dicho recurso en una administración variada de empleo de combustibles. Aunado a esto, está la posibilidad de ser una práctica preventiva en cuanto a los incendios forestales durante la época de estiaje —por reducir la materia orgánica base de los incendios—, por lo que se podría considerar que la recolección eventual de madera en el Valle de Maneadero para el uso doméstico es un ejercicio de relativa sustentabilidad.

 

La basura

Junto a la ausencia del agua entubada, las entrevistadas identifican a la irregular recolección de la basura como el mayor problema ambiental de la comunidad. Mientras que, por un lado, el carro recolector del municipio pasa cada mes o dos meses, por el otro, está prohibido quemar la basura en la colonia debido a su impacto contaminante. Un servicio particular de recolección de basura pasa con mayor frecuencia, pero también es irregular: una vez por semana o por quincena (cobra 10 pesos por barril). Dicho servicio no atiende a la población en los altos del poblado debido al difícil acceso por el camino no pavimentado. Las entrevistadas (Lidian y Reyna) —como las demás familias— que viven en los altos queman la basura —sin seleccionarla—, una vez a la semana, en el precipicio del cerro al lado de la vivienda, a pesar de su sentido común ambiental y la prohibición. Tres más de las entrevistadas (Isabel, Victoria y Juliana) también queman la basura cuando no pasa el carro recolector. De tal manera, 71 por ciento de las entrevistadas practican la quema de basura —a pesar de estar prohibido—, obligadas por la necesidad de manejar los desechos de manera que no resulten en un problema comunitario más agudo de salud pública.

Cuando me sale basura, lo guardo en una bolsita y allí la tengo afuera, amarrada la bolsita. El domingo que no trabajo recojo bien, barro bien afuera, recojo la basura y la prendo lumbre y se quema. El camión tarda mucho en venir, cada mes, 22 días, 15 días. El miedo a las enfermedades hace que mejor la quemamos y también estando allí mucho tiempo la basura huele feo. Pero es problema serio para nosotros, porque tirándola se crean infecciones y quemándola el humo contamina (Reyna, 33 años, casada, tres hijos, mixteca, jornalera agrícola).

Todas las entrevistadas se preocupan por la amenaza sanitaria que representa la plaga de moscas que inunda el poblado en la época de calor, producto del inadecuado manejo de los desechos, la falta de drenaje y la práctica del fecalismo al aire libre.

Aquí hay muchas personas bien dejadas, pues, se necesita que alguien les corrija bien. Hay mucha basura tirada por allí y luego mucha gente no tiene baño, pues, se van por ahí, retiraditos. Cuando yo llegué no teníamos baño, nos íbamos al arroyo, allí abajo. Pero ya hizo mi esposo el baño. Es lo más importante, digo yo, pero hay personas que tienen años aquí viviendo y no tienen ni sus baños, siguen yendo por ahí no más (Juliana, 44 años, unión libre, ocho hijos, chinanteca, jornalera agrícola).

No existe un manejo sustentable de los desechos domésticos. Ninguna de las entrevistadas separa la basura, sino que tiran o queman lo orgánico, lo inorgánico y lo tóxico juntos; sin embargo, cuando analizaron el manejo de los desechos hogareños en su familia de adscripción en Oaxaca, todas señalaron dos factores que se distinguen de la problemática de la basura de Cañón Buenavista: a) el manejo sustentable de la basura orgánica, que se revolvía con la tierra para hacerla abono y sembrar en los sitios donde la enterraba, y b) la ausencia de basura inorgánica:

Casi no sacábamos tanta basura, porque pura leña ocupamos; no habían tantas bolsas, como no vamos a traer tanto mandado cada ocho días, pues, no nos sale muchas bolsas para quemar. No más barrimos la cocina que es de pura tierra y se va saliendo la ceniza de la leña, la tiramos en el terreno y pues allí se va revolviendo, se va trabajando (Inés, 51 años, casada, cinco hijos, mixteca, jornalera agrícola).

La problemática de la basura en el poblado de Cañón Buenavista —como en muchos otros asentamientos de sectores populares— es uno de los incisos ambientales que podría resolverse de manera sustentable mediante la gestión colectiva de las y los miembros de la comunidad. A diferencia de los residuos tóxicos de la producción agroindustrial, cuyas condiciones de empleo se deciden en espacios de poder alejados de las fronteras corporales de la fuerza de trabajo indígena, el manejo sustentable de los desechos domésticos podría constituir parte de un proceso de creciente ventaja, que a la vez que resolviera la problemática del manejo familiar y comunitario de desechos, enriqueciera la calidad del suelo para facilitar la siembra de la huerta de traspatio. Por lo mismo, programas de manejo sustentable de los desechos hogareños deberían formar parte de la oferta de capacitación de las instituciones federales, estatales y municipales dedicadas al desarrollo regional, comunitario y al tema ambiental.

 

Conclusiones: cultura ambiental, género, pobreza, etnicidad e inmigración residencial a Baja California

Se edita la cultura ambiental de las mujeres en los siguientes cuatro grandes campos de su geografía corporal y cotidiana: la reproducción biológica y sociocultural de la especie, el uso de los recursos naturales, la administración de los desechos domésticos y el manejo de los tóxicos presentes en el entorno. Dichos campos se enlazan por las relaciones sociales que dan coherencia a vidas humanas específicas, traduciéndose en términos subjetivos en los ejes concretos que estructuran su identidad particular como individuo, surcando, al mismo tiempo, las condiciones socioeconómicas —y con frecuencia, aún las ambientales— en que se desenvuelven las personas. El ordenamiento de las posiciones identitarias en la constitución del individuo —es decir, ¿cómo me identifico y cómo me identifican los(as) otros(as)?— marca los parámetros del encuentro con un ambiente determinado.

La cultura ambiental de las participantes en el presente estudio en el fronterizo estado norteño de Baja California —mujeres indígenas de Oaxaca, jornaleras agrícolas, migrantes residenciales permanentes en el agroindustrializado Valle de Maneadero del municipio de Ensenada— a la vez está formada por la confluencia y yuxtaposición de los siguientes factores: a) las características del ecosistema en que se encuentran; b) la división sexual de trabajo; c) los procesos de socialización/construcción de los contenidos identitarios genéricos; d) la fecundidad y las condiciones objetivas y subjetivas para la realización de la salud reproductiva; e) la configuración del trabajo tradicional femenino de reposición y nutricia; f) la participación de las mujeres en la división social de trabajo; g) las condiciones del trabajo asalariado femenino; h) la pobreza; i) las prácticas ambientales femeninas emanadas de la cosmovisión cultural originaria; j) la migración, y k) las características ambientales de la comunidad de recepción.

Estas dimensiones se interrelacionan en una especie de rompecabezas, se complementan y/o se contradicen, incidiendo así en la integración de una praxis ambiental femenina no esencialista, que advierte la forma, las pautas de comportamiento y los contenidos identitarios de una relación de género concreta correspondiente a un contexto particular en términos culturales, sociales, económicos y ambientales. Cultura ambiental que se forja en los intersticios de las múltiples y sobreimpuestas posiciones identitarias que constituyen a las mujeres individuales en actoras ambientales.

En cuanto a la problemática identitaria resalta también la relación dialéctica entre las condiciones socioambientales comunitarias y la definición de los contenidos genéricos que constituyen a mujeres específicas. Dicha relación se ejemplifica en la actual investigación a través del encuentro ambiental de jornaleras agrícolas oaxaqueñas inmigradas a uno de los distritos agroindustriales de Baja California por la relativa pérdida de ciertas funciones de su identidad genérica de origen, como la de proveedora del complemento alimenticio y curativo propio de la huerta familiar de traspatio de las comunidades indígenas rurales de donde provienen.19 Aunada a la dificultad socioambiental para la realización de la agricultura familiar de solar,20 la medicalización de los cuerpos jornaleros y de sus familiares —a través de la práctica médica privada o de las instituciones de salud pública—, la industrialización y comercialización globalizadas del consumo y las restricciones temporales impuestas al trabajo genérico tradicional de reposición y nutricia por la jornada asalariada, propician la desaparición de funciones genéricas propias de otros contextos ambientales, socioeconómicos y culturales. De esta manera, se evidencia lo relativo del universo simbólico que constituye lo que socioculturalmente se considera mujer (o hombre), perfil que demuestra una flexibilidad histórica como consecuencia de factores económicos, ambientales, políticos y culturales.

Debo enfatizar que las jornaleras indígenas manifestaron una mayor familiaridad ambiental —tanto del entorno originario como del sitio de residencia actual— que las campesinas mestizas inmigradas a Ramonal, Quintana Roo, del estudio anterior. En este sentido, todas las entrevistadas indígenas identificaron de forma comparativa variadas especies de fauna en ambas zonas de residencia (la original y la de recepción), tales como los coyotes, víboras de cascabel, palomas del monte, codorniz, conejos, ardillas y topos en Baja California, y los tlacuaches, ranas, tortugas, venados, tepisquintle, conejos, armadillos, gusanos de maguey y zorrillos en Oaxaca. Asimismo, registraron conocimientos importantes en torno a la relación entre las estaciones y el ciclo agrícola tanto en sus lugares de origen como en la región de destino. En este sentido, la migración indígena parece traer consigo una predisposición al acercamiento ambiental, una sensibilización facilitadora del aprendizaje de los objetos simbólicos y procesos que pueblan los ecosistemas anfitriones de sus vidas cotidianas.

Empero, la relación entre la migración indígena y el ambiente está mediada por dos factores: el género y la pobreza, traduciéndose estas tres dimensiones identitarias (género, pobreza y etnicidad) en una mezcla —sociocultural y políticamente definido— de expresiones mutuamente reforzables de desempoderamiento social. De esta manera, se definen las pautas del encuentro con los otros sistemas de vida y se fijan las fronteras del esfuerzo laboral de las mujeres en la reposición física y emocional de la familia a partir de los siguientes elementos de la realidad comunitaria de Cañón Buenavista: a) la preparación no sustentable del fraccionamiento que arrasó con la vegetación del ecosistema original, afectando negativamente la biodiversidad de la zona e influyendo en los altos grados de erosión del suelo, lo que desencadenó, a su vez, una dialéctica estacional de mayor degradación e insalubridad ambiental que oscila entre los penetrantes remolinos de polvo en la época seca de calor y los abundantes lodazales en tiempo de lluvia; b) el tamaño reducido de los lotes para la vivienda; c) la falta de agua entubada y el inadecuado servicio municipal para el apropiado manejo de los desechos domésticos; la ubicuidad de los agroquímicos en el aire, en el suelo y las fuentes del agua; d) el reducido tiempo femenino accesible —a raíz de la jornada asalariada y la doble jornada doméstica— para atender estos problemas comunitarios, lo que —aunado a otros de índole cultural que suelen restringir las actividades públicas y políticas de las mujeres— incide en la relativa ausencia de la iniciativa femenina dirigida a resolver dicha situación, y e) la ausencia de programas institucionales de capacitación en materia ambiental desde la perspectiva de género, que promuevan proyectos comunitarios sustentables a partir de una participación femenina socialmente valorada y económicamente remunerada.

La pobreza es el factor más incisivo en el accionar de las mujeres rurales sobre el ambiente; dibuja con brocha gorda los parámetros de la contradictoria práctica ambiental de estas jornaleras indígenas. Por un lado, está la compleja dimensión de la fecundidad, hasta hace muy recientemente cobijada por el imaginario de la producción campesina para el autoconsumo —junto a variables culturales relacionadas a la constitución de las identidades genéricas—. Tradicionalmente estos factores exigieron a las mujeres una extendida e intensa práctica reproductiva, que descansó en el sentido socioeconómico de los(as) hijos(as) como parte de una unidad familiar de producción, consumo y seguridad social; sin embargo, según ciertos ecologistas, los altos índices de fecundidad determinaron una excesiva presión sobre los recursos naturales.21 Al mismo tiempo, se observa a través del presente estudio que la restricción de recursos económicos promueve el empleo reciclable del agua, por un lado, y el diseño de un régimen combinado de uso de combustibles, que reduce el consumo de gas LP, complementándolo con el uso de la leña seca —también reciclada—, cuya recolección podría favorecer el control de los incendios forestales. Más que el desarraigo ambiental implícito en la migración y el consiguiente desconocimiento de los saberes que podrían resultar en un dominio ecocultural de relativa sustentabilidad, pareciera que es la falta de control sobre los incisos ambientales del entorno de recepción,22 aunado a otras dimensiones de falta de poder, como la posición social subalterna del género femenino, la constitución de los(as) indígenas en el otro social y el desempoderamiento de la pobreza, lo que se traduce, para las mujeres migrantes, en el mayor obstáculo para la reversión de las prácticas ambientales no sustentables, que impactan negativamente la salud y el bienestar de ellas y sus familias. Por lo mismo, se podría considerar a la subalternidad y el desempoderamiento socioeconómicos implícitos en la migración como obstáculos de origen y retos a enfrentar para la promoción integral de una cultura ambiental sustentable.

 

Bibliografía

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Notas

1 La metodología empleada es cualitativa e incluye la técnica de observación participante y la laboriosa confección de relatos biográficos a partir de la aplicación de entrevistas a profundidad a siete mujeres. Cada relato biográfico se sustenta en 20 o 30 horas, aproximadamente, de conversación entre la entrevistada y la investigadora. A su vez, se aplicó un cuestionario a cinco por ciento de la población femenina total del poblado de Cañón Buenavista (todas indígenas pobres migrantes de Oaxaca a Baja California) en torno a la problemática ambiental de la región. Los testimonios empleados en el texto pertenecen a los relatos biográficos.

2 Los siguientes apartados son los escenarios en que se elabora el encuentro entre las mujeres y los ambientes: a) lo demográfico-poblacional; b) el uso de recursos naturales; c) el manejo de desechos domésticos, y d) el impacto de productos tóxicos. A su vez, dichos ámbitos son informados por factores relacionales, como: a) la inserción en ecosistemas concretos; b) la división sexual del trabajo; c) la división social del trabajo; d)la industrialización y tecnificación de los procesos de producción, y e) prácticas culturales particulares.

3 Por cultura ambiental entiendo la praxis humana que marca la relación con los demás sistemas de vida, incluyendo el accionar humano sobre el ambiente, los parámetros filosóficos que orienten dicho encuentro y la conciencia individual y colectiva frente a las implicaciones dialécticas de los impactos mutuos de dicha relación.

4 La localización temporal de secciones en el registro del pasado es por su referencia a una etapa existencial anterior en la vida de las entrevistadas, sin querer sugerir que los procesos de socialización de las niñas indígenas se han modificado radicalmente. Más adelante, me detendré en los contenidos de la socialización genérica de las hijas de las entrevistadas, para poder así contar con los parámetros diferenciales que la distinción generacional y la migración imponen.

5 El chiquihuite es el nombre autóctono de la canasta donde se guardan las tortillas.

6 Con frecuencia, el fogón prendido es la representación del calor del hogar para las mujeres, en el mismo sentido que la tortilla de maíz es la representación simbólica de la misma forma campesina de producción/consumo, es decir, la fabricación de la tortilla de maíz articula simbólicamente las labores agrícolas de la producción campesina con las de la reposición diaria de la unidad doméstica.

7 El largo proceso de erosión del suelo en la región mixteca data de antes de la Conquisita, cuando la mayoría de la altamente estratificada sociedad mixteca fue forzada por la nobleza dominante a sembrar en las laderas de las montañas, destruyendo, así, la capa de vegetación original, originando grados significativos de erosión a causa de los deslaves notorios durante las épocas de lluvia. La Conquista agravó dicha situación, inicialmente mediante la prohibición del método agrícola autóctono de terracería, que fungía como pequeñas presas naturales para detener las corrientes de agua y mitigar el consiguiente deterioro ambiental (Wright,1990: 93). En la actualidad, se considera que 30 por ciento de la superficie que se dedica a alguna actividad productiva registra un proceso acelerado de degradación ambiental. Aunado a ello está la mala calidad del suelo en la región mixteca, que en algunos distritos exhibe los mayores grados de erosión a nivel nacional; 60 por ciento de los suelos mixtecos están clasificados como charnosos, poco profundos y rocosos (Velasco, 1999: 31-42). Finalmente, habría que recodar que la alarmante problemática ambiental, junto con la profundidad y extensión de la pobreza en las comunidades mixtecas, influyen negativamente en la nutrición de los(as) habitantes, cuyos niños(as) registran un promedio calórico casi 50 por ciento menor que la norma recomendada.

8 Habría que señalar que la diferencia generacional es también un factor significativo en el mayor acceso a servicios, como electricidad, teléfono y agua potable, que actualmente —con la excepción de las rancherías más alejadas— están presentes en un cada vez mayor número de comunidades rurales.

9 Velasco (1999: 264) señala que la práctica de "los permisos" representa un universo de mecanismos de subordinación y control, articuladores de la identidad misma de las mujeres mixtecas, cuya institucionalización en el sitio de la recepción migratoria garantiza la reproducción del sistema sexo/género particular a su lugar de origen.

10 No es posible determinar un factor decisivo en relación con este cambio. Pareciera que tanto la agresiva campaña nacional de reducción natal como la cultura demográfica del contexto fronterizo de recepción migratoria contribuyen a las nuevas pretensiones reproductivas de las generaciones jóvenes.

11 No obstante, vale recordar el impacto de factores ambientales y climatológicos en la generación de ganancia. En este sentido, se pueden analizar los efectos de la inusual sequía en Baja California entre 1999-2000, que, aunada a la depresión de los precios de las hortalizas en el mercado mundial, redujeron 50 por ciento la tierra cultivada, lo que amenaza con convertir a San Quintín en una región agrícola fantasma. A su vez, a causa de la sequía se intensificó la sobrexplotación de los pozos acuíferos, lo que ocasionó la destrucción de la cosecha de fresa debido al aumento de salinización del agua disponible. Por la misma situación, en la zona se ha reducido la demanda de mano de obra, junto a la cantidad de ganancia.

12 Empero, si la mujer vende su fuerza de trabajo de manera independiente, como ocurre con las jóvenes y las de mayor edad, el empleo asalariado funge como una fuente de empoderamiento familiar y social para ella.

13 El subregistro de intoxicaciones es tan dramático que —a pesar de constatar diariamente fumigaciones de las grandes extensiones de siembra— tanto la Secretaría de Salubridad como el IMSS informaron no haber tenido ninguna intoxicación registrada en el municipio de Ensenada durante 1999. Funcionarios de ambas instituciones atendieron las solicitudes de información sobre el registro de intoxicaciones por agroquímicos con la misma discreción que si se tratara de un tema de seguridad nacional.

14 Durante el primer semestre de 1998, cuando realicé las entrevistas para construir las historias de vida, la paridad, en promedio, era de 9.98 pesos por dólar.

15 La entrevistada enfatiza la necesidad de contar con guarderías para que los niños no estén directamente expuestos a los agroquímicos; sin embargo, cuando es interrogada sobre la viabilidad de dicha propuesta, opina que sería difícil realizarla, "porque los patrones nunca hacen nada por nosotros".

16 Recordemos que la sobrexplotación de los pozos acuíferos del Valle de Maneadero ha resultado en la creciente intrusión salina, inhabilitando dicho recurso para el consumo humano. Por lo mismo, la fuente del agua entubada del poblado se localiza en la zona de las montañas que rodean la comunidad y no en las aguas subterráneas del área costera.

17 En México el precio del gas se incrementa cada mes; durante el periodo de trabajo de campo el precio, en promedio, era de 150 pesos por un tanque de 45 litros.

18 La alimentación básica de las entrevistadas —tortilla, frijol, chile y refrescos— varía para incluir frituras (Juliana, Inés), huevo (Juliana, Reyna), pastas (Lidia), leche para los niños pequeños (Reyna) y en el caso de la madre (Victoria) e hija (Isabel) entrevistadas, verduras y frutas diariamente. La dieta de las cinco entrevistadas que cuentan con salarios mexicanos se complementa con carne roja y blanca una vez por semana, frutas entre una y tres veces, café dos y tres veces, arroz dos o tres veces y atún una vez durante el mismo periodo. La dieta más balanceada y completa de la familia de Victoria e Isabel (carne roja y/o blanca cuatro veces por semana, frutas y verduras diariamente) es posible debido al poder de compra, en México, del ingreso estadounidense del jefe de familia.

19 La presente investigación se realizó, en una primera etapa, en el estado de Quintana Roo, analizando la relación entre el ambiente del trópico húmedo y mujeres mestizas pobres inmigradas a la frontera sur mexicana colindante con Belice, donde se hizo una primera fase de trabajo de campo con amas de casa, esposas de peones agrícolas empleados en la producción cañera. En este caso, a causa de la degradación ambiental del suelo, también se redujeron las funciones femeninas tradicionales relacionadas con la huerta de traspatio, sugeriendo así una relación directa entre lo ambiental y lo identitario (véase, Maier, 1998).

20 Es conveniente recordar que los obstáculos para la siembra de la huerta familiar de traspatio en gran medida fueron causados por la degradación de los ecosistemas originales a raíz del modelo no sustentable de prepación del terreno para los asentamientos populares y a causa del alto valor de la tierra en el norte del país, lo que trae como consecuencia la reducida delimitación de los lotes individuales.

21 La correspondencia en México durante las últimas dos décadas entre la reducción del número de hijos por mujer y el crecimiento desorbitado de la pobreza parece argumentar a favor de los planteamientos de estudiosos como Tudela (1993), quienes señalan al iniquitativo acceso y distribución de los recursos naturales como el factor más decisivo en el análisis ambiental de la relación entre población y ambiente.

22 En este sentido, habría que considerar el uso indebido y peligroso de los agroquímicos patrocinado por los agroindustriales dueños o rentistas de la tierra, que algunos especialistas han indentificado como una forma de genocidio light de los grupos étnicos de México (Wright:1990).

 

Información sobre la autora

Elizabeth Maier. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es investigadora titular del Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Fue profesora de estudios de género en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, profesora en el Departamento de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco e investigadora del Centro de Investigaciones de Quintana Roo (CIQROO). A lo largo de sy trayectoria se ha especializado en temas relacionados con mujer y política, mujer y derechos humanos, salud reproductiva y mujer y ambiente. Entre su producción académica se encuentran los libros: ¿A poco las mujeres tenemos derechos?, Servicio Universitario Mundial, 1990; Género femenino, pobreza rural y cultura ecológica, Ecosur, Editorial Potrerillos, México, 1998, y Las madres de los desparecidos: ¿un nuevo mito en América Latina?", en una coedición de la Universidad Autónoma Metropolitana, Ediciones La Jornada y El Colegio de la Frontera Norte.

Correo electrónico: emaier@colef.mx, lizmaier@telnor.net

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