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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.7 no.29 Toluca jul./sep. 2001

 

Los riesgos epidémicos actuales desde una perspectiva geográfica*

 

Antonio Buj Buj

 

Universidad de Barcelona

 

Resumen

Hace algunas décadas la comunidad internacional creyó que se podían erradicar algunas de las plagas que han azotado a la humanidad y que a lo largo de la historia han incidido gravemente en los recursos demográficos del planeta. A pesar del importante éxito logrado frente a la viruela, declarada erradicada en 1980, en los últimos decenios parecen haberse recrudecido algunas de las epidemias más dañinas, como el cólera, la malaria, la tuberculosis o la fiebre amarilla, al tiempo que han aparecido otras, como el sida, que han puesto en cuestión el paradigma hasta ahora dominante sobre las enfermedades infecciosas. En este artículo se analiza la nueva situación desde el punto de vista de la documentación producida en el campo de la geografía.

 

Abstract

Some decades ago the international community thought that many of the scourges which have plagued human beings throughout history and have influenced seriously the demographic resources on our planet could be eradicated. In spite of the important victory over smallpox, which was declared eradicated in 1980, some of the most injurious plagues like cholera, malaria, tuberculosis or yellow fever have experienced a resurgence lately and at the same time new ones like AIDS have arisen. All this calls into question the dominant paradigm about infectious diseases. In this article this new situation is analysed taking into account the documentation produced in the field of geography.

 

En este último decenio del siglo XX, la aparición de brotes de peste bubónica, cólera, malaria, tuberculosis, fiebre amarilla o difteria en algunos países que parecían haber erradicado esas enfermedades apenas hace 20 años, han dado alas a las tesis pesimistas sobre el estado de salud de la población mundial. Algunas de esas epidemias, como la peste o el cólera, se han convertido en estos últimos años en auténticas pesadillas para muchos países en vías de desarrollo del sudeste asiático y sudamericanos. La malaria, que en los años sesenta se creía erradicada, ha vuelto con fuerza y se calcula que entre 300 y 500 millones de personas pueden haberla contraído, de manera especial en África, sudeste asiático y región amazónica.

Una nueva epidemia, la del sida, el ejemplo con más impacto mediático de las llamadas enfermedades emergentes, es decir, las que son consecuencia de gérmenes patógenos nuevos, ha venido a ennegrecer todavía más el panorama sanitario mundial.

Lo que sí es un dato objetivo es que, en total, las enfermedades infecciosas están causando la muerte anual de más de 17 millones de personas, según la Organización Mundial de la Salud (Buj,1997).1

Todo esto contrasta con la imagen optimista que se transmitió hace algunas décadas, desde la ciencia y desde las organizaciones sanitarias, sobre esas enfermedades, expresada, entre otros, por el premio Nobel de Medicina de 1960, Sir Mcfarlane Burnet, al escribir que

Los países civilizados del mundo han eliminado ya todas las enfermedades pestilenciales, la peste misma, el cólera, el tifus, la viruela, el paludismo y la fiebre amarilla. La disentería infantil, la escarlatina y la difteria, que fueron origen de la mayor parte de la mortalidad infantil en el siglo XIX, son ahora raras y, en general, extremadamente benignas (Burnet y White, 1982).

A ese aparente triunfo habían contribuido tanto las medidas de higiene personal como la separación entre los hombres y los transmisores de las infecciones, y especialmente el descubrimiento de los antibióticos y el desarrollo de las vacunas hace ahora medio siglo. No obstante, Burnet y White, advertían ya, de manera premonitoria, que ninguna de las grandes plagas había sido aún erradicada a escala global y "en el supuesto de que la civilización se viniera abajo" y no se pudiera mantener el entramado de la sanidad pública, no tardarían en volver, causando estragos en nuestro superpoblado planeta. La enfermedad infecciosa, remachaban, podía permanecer casi invisible pero, en potencia, era aún tan importante como siempre lo había sido.

Por todo lo expresado hasta aquí, el objetivo del presente artículo consiste, en primer lugar, en exponer, mediante la aportación de datos significativos, especialmente de los organismos internacionales, la situación de los riesgos epidémicos de la actualidad desde una perspectiva geográfica, y confirmar o no lo que ya se denomina el retorno de las plagas, el regreso de las epidemias, entre otras expresiones, términos que tratan de sintetizar en pocas palabras la nueva situación sanitaria mundial sobre las enfermedades epidémicas.2 En este apartado, junto con la información general sobre buena parte de las epidemias que en la actualidad están planteando problemas, se distingue entre las denominadas enfermedades emergentes, es decir, las de aparición reciente, como el sida, y las reemergentes, como la malaria, o sea las epidemias que después de un periodo de tiempo bajo control, han vuelto con bastante o gran intensidad. Aunque estas dos categorías son las más prácticas de cara a nuestro estudio, las establecidas por Massimo Livi Bacci a partir de la forma de transmisión y de "entrada" en el cuerpo humano de las enfermedades epidémicas nos parecen esclarecedoras y ayudan también a centrar el problema.

Livi Bacci, uno de los máximos especialistas sobre la población mundial, establece cuatro categorías, la primera de las cuales comprende las enfermedades del aparato digestivo que se transmiten por vía fecal a través de la contaminación, generalmente del agua, y la posterior ingestión de alimentos contaminados. Las fiebres tifoideas y paratifoideas, disentería, diarrea y cólera son las enfermedades y las causas de muerte más frecuentes y graves. La segunda afecta

...a las enfermedades que se transmiten por el aparato respiratorio y por el aire: la emisión de partículas infectadas (al toser o estornudar, pero también al hablar) que pasan de persona a persona: viruela, difteria, tuberculosis, sarampión, gripe e incluso la variedad menos común, pero más letal, de la peste, la neumónica, pertenecen a este grupo. La tercera vía es el aparato reproductor (sífilis, otras enfermedades venéreas, actualmente también el sida). Una cuarta categoría de enfermedades no pasa por las naturales "puertas de entrada" del organismo, sino a través de la sangre o de los tejidos, mediante mordeduras o picaduras de animales (pulgas, piojos, garrapatas, mosquitos), que transfieren los microbios de un humano a otro o de un animal —que constituye el reservorio de microbios (como la rata en el caso de la peste)— a un ser humano (Livi Bacci, 1999: 69).

Por nuestra parte, pretendemos establecer las causas del retorno de las plagas, en realidad nuevas sólo en apariencia, pues cuando se hurga en el pasado se comprueba que la explicación de fondo tiene mucho que ver con viejos problemas. Esto nos obligará a un acercamiento al problema desde la interdisciplinariedad, pues se nos plantearán cuestiones médicas y biológicas, pero también otras con un marcado carácter social, sean históricas, geográficas, políticas, económicas, mediáticas e incluso religiosas, como tendremos ocasión de ver. A continuación, se tratarán de extraer las conclusiones pertinentes. Por último, debemos advertir que la bibliografía médica sobre el tema que vamos a estudiar es extremadamente amplia y que en el marco de este trabajo nos vamos a interesar de manera especial por la diseñada desde el campo de la geografía, y que en conjunto está configurando una nueva visión, que bien podemos catalogar como nuevo paradigma sobre las enfermedades infecciosas.

 

El regreso de las plagas, una realidad

Para conocer lo que tanto en los ambientes más especializados como en los medios de comunicación se adjetiva ya como el regreso de las epidemias, lo mejor es recurrir a los informes que nos ofrece la Organización Mundial de la Salud (OMS), por cierto, una institución que, como otras incluidas en el sistema de Naciones Unidas, está sufriendo graves problemas de organización y financiación. En efecto, tal como ha denunciado recientemente su nueva directora general Gro Harlem, y aunque esto nos lleve ya a las conclusiones, el presupuesto regular de la organización ha disminuido, en términos reales, más de 20 por ciento en los últimos 10 años (El País Semanal, 1999). Por lo que se refiere a los datos estadísticos, los informes de la OMS no presentan una situación especialmente halagüeña sobre el estado de la salud mundial, siendo especialmente preocupante el balance sobre las enfermedades infecciosas y epidémicas (World Health Organization, 1998).3 Por el lado positivo, el último informe de la organización señala que se han mejorado las expectativas de vida de la población mundial, pues se ha pasado de una esperanza de vida de 48 años, en 1955, a 66 años en nuestra década; que se han producido mejoras en la salud general como consecuencia del desarrollo de programas de control de las aguas, de mejoras de la higiene personal, o que se han establecido y extendido los servicios nacionales de salud; que se han llevado a cabo grandes avances en el desarrollo de vacunas o en otros campos de la investigación médica, en el diagnóstico y en el tratamiento de la enfermedad, o en los programas de rehabilitación; o que también se han producido importantes progresos en la lucha contra determinadas enfermedades infecciosas, como la poliomielitis, la lepra o la enfermedad de Chagas.

La lucha sistemática contra la primera de esas infecciones, la poliomielitis, una enfermedad de origen vírico, causante de miles de lisiados en los países industrializados hace poco más de cuatro décadas, comenzó en 1955 con la introducción de una vacuna eficaz, que provocó la eliminación gradual de la enfermedad en buena parte del mundo. En el mismo sentido, desde que en 1988 se promovió la campaña de erradicación global de la enfermedad, los casos registrados de la enfermedad han caído 90 por ciento; la epidemia ha desaparecido en América y está desapareciendo en la región oeste del Pacífico. No obstante, el virus de la polio permanece arraigado en el subcontinente indio y la plaga es endémica en el oeste y centro de África y en algunos países del Oriente Medio. Otra de aquellas enfermedades, la lepra, causada por el Mycobacterium leprae, ha sido aparentemente controlada, gracias a los programas de la OMS; en 1997 la plaga afectaba aproximadamente a un millón de personas, cuando en 1985 los casos registrados eran de 5.4 millones. La introducción de la llamada terapia de combinación o terapia multidroga ha transformado radicalmente el panorama contra la enfermedad. De todas maneras, para unos ochenta países sigue representando un problema sanitario importante. Incluso en Europa se han seguido registrando casos, contabilizándose casi ocho mil en 1993. Esta enfermedad se ceba en las clases socioeconómicamente menos favorecidas. Su erradicación, sin embargo, está amenazada a causa de determinadas políticas sanitarias; en muchos países subdesarrollados la lepra no es considerada una cuestión de primer orden al estar afectados por problemas sanitarios todavía más sangrantes. Por otro lado, y a pesar de los avances realizados en su combate, la enfermedad de Chagas o tripanosomiasis americana, una enfermedad causada por el parásito Tripanosoma cruzi, cuyo vector es un insecto denominado vinchuca, sigue afectando a unos 18 millones de personas entre México y Argentina al ser endémica en 21 países; en 1997 todavía se cobró 45 000 vidas. El país con el mayor número de infectados es Bolivia, con más de 40 por ciento de su población portadora del mal. La prevalencia de esta plaga en ese país tiene una explicación marcadamente social; se debe a las condiciones socioeconómicas marcadas por la pobreza y la precariedad que presentan las viviendas de la mayor parte de la población rural (González Calero, 1995: 18-19).

Uno de los progresos más espectaculares en la lucha que sostiene la humanidad contra las plagas se produjo frente a la viruela, declarada erradicada en 1980, después de una campaña iniciada en 1967 consistente en una vacunación sistemática de la población de los más de 30 países en donde la enfermedad era endémica. Sin embargo, de manera inquietante, en los dos últimos decenios se han producido esporádicas epidemias de una enfermedad clínicamente similar a la viruela, bautizada como viruela del mono, la más grave de las cuales tuvo lugar en el curso 1996-1997 en el centro de África. Pero, sintetizando, a pesar de este aparente progreso y los llevados a cabo en la lucha contra la poliomielitis, la lepra o la enfermedad de Chagas, se sabe que tres de cada cuatro personas en los países menos desarrollados siguen muriendo hoy antes de los 50 años al tiempo que se producen más de 10 millones de muertes infantiles, la mayor parte causadas por el sarampión, la malaria, las neumonías y las diarreas combinadas con malnutrición. El sarampión mata anualmente a más de un millón de niños por falta de vacunas, sobre todo en países africanos, las infecciones respiratorias a casi otro millón más y la malaria aproximadamente 700 000. Otras enfermedades típicamente infantiles siguen siendo importantes; el tétanos se cobró 275 000 vidas en 1997, y la difteria había afectado en 1994 a unas 50 000 personas, 141 por ciento más que cuatro años antes. Esta última enfermedad resurgió especialmente en los inicios de la década de 1990 en los dominios de la antigua Unión Soviética. Más de 90 por ciento de los casos registrados en el quinquenio 1990-1995 se produjeron en esos países como consecuencia del declive de la inmunización masiva, según ha denunciado la OMS (Shkolnikov, 1995).4

Por lo que respecta a las cifras globales de 1997, el informe de ese organismo estima que en ese año murieron 50 millones de personas, de las cuales un tercio perecieron como consecuencia de enfermedades infecciosas y parasitarias, tales como las relacionadas con problemas respiratorios agudos, tuberculosis, diarreas, sida y malaria. Su distribución mundial presenta no obstante un marcado contraste; mientras en los países desarrollados esas muertes representaron uno por ciento del total, en el resto significaron 43 por ciento, una situación que apenas se ha modificado desde 1985.5 Por su letalidad se destacan la tuberculosis con casi tres millones de muertes; las distintas formas de diarrea, incluyendo la disentería, con dos millones y medio; el sida con 2 300 000 muertes; y la malaria con unas cifras de entre 1 500 000 y 2 700 000 personas.

La tuberculosis, también denominada tisis y peste blanca, una enfermedad que ha acompañado a la humanidad a través de los tiempos y era hasta principios del siglo XX, la principal causa de muerte en Europa occidental, sigue causando estragos en los países menos desarrollados y está aumentando en Estados Unidos, Europa occidental y zonas de la antigua Unión Soviética.

La enfermedad, cuyo agente transmisor más importante es el Mycobacterium tuberculosis, se extendió de manera masiva durante el siglo XIX como consecuencia de la formación de barrios marginales, la pobreza, la alimentación deficiente y de unas condiciones higiénicas insuficientes impuestas por el naciente capitalismo (Humphreys, 1977).6 A mediados del siglo XX, en los países desarrollados con un nivel sanitario ya elevado, la enfermedad empezó a ser contenida, e incluso los sanatorios de tuberculosos comenzaron a cerrar sus puertas (Wilson, 1990). Sin embargo, los casos registrados en la década de los noventa en Estados Unidos o en Europa occidental se duplicaron respecto a la anterior y pasaron a ser de varios cientos de miles anualmente; por otro lado, en los países en vías de desarrollo y subdesarrollados siguieron siendo millones las personas infectadas, especialmente en algunas zonas del sudeste asiático y del sur de África. Por todo ello, la OMS declaró, en 1993, que la lucha contra la tuberculosis, una enfermedad contra la que existen estrategias médicas para su curación, era una emergencia con carácter global. Según esa institución, las causas de su aparición se debían buscar en la desorganización sanitaria de muchos países generada en las últimas tres décadas.

En cuanto a la malaria o paludismo, cuyos agentes causales son parásitos unicelulares, los Plasmodium, transmitidos por la picadura de la hembra del mosquito anopheles, sabemos que permanece como una de las mayores amenazas entre las enfermedades infecciosas, a pesar de que se aspiró a erradicarla en los decenios pasados (Johnson, 1993). En 1954 murieron 2.5 millones de personas en todo el mundo a causa de la plaga, entre una población infestada de 250 millones; en 1997 el número de muertes que provocó osciló entre 1.5 y 2.7 millones, principalmente niños menores de cinco años, entre una población malárica de entre 300 y 500 millones de personas. 90 por ciento de los casos están ubicados en África tropical, pero la enfermedad es endémica en casi 100 países africanos, latinoamericanos y asiáticos; y en total más de 2000 millones de personas están en situación de riesgo, aproximadamente 40 por ciento de la población del planeta (Schweinfurth, 1989: 241-258; Curto de Casa, 1992: 6567 y Yamazaki, 1992: 32-37). Los males de esta plaga no se acaban con las víctimas mortales; la malaria representa un serio impacto económico tanto por los costes de su medicación como por las pérdidas que ocasiona en las economías de los países afectados. Sólo en África las pérdidas directas, es decir, las de los costes del tratamiento antimalárico, se elevaron a más de 2000 millones de dólares en 1997. En Latinoamérica, más que por su incidencia demográfica, la malaria tiene un considerable impacto social y económico (Prothero, 1995a: 357-365). Otro elemento a tener en cuenta es el hecho del incremento del número de casos registrados entre los turistas y los individuos de negocios de países libres de la enfermedad, lo que no es de extrañar pues se calcula que unos 30 millones de personas de esos países van cada año a otros donde la malaria es endémica (World Healt Organization, 1998: 95). En 1993, más de 8 000 europeos contrajeron la enfermedad, de los cuales murieron más de 300. En cuanto al desarrollo de la vacuna antimalárica, las primeras tentativas se sitúan en los años treinta del siglo XX; en fechas muy recientes, el colombiano Manuel Elkin Patarroyo ha creado una nueva vacuna sintética, pero de momento es sólo una luz de esperanza, al ser su puesta en práctica más compleja de lo que se supuso en un principio.

En general, el máximo organismo mundial de la salud ha reconocido las numerosas deficiencias que se han dado y se siguen dando en el combate contra la mayoría de las enfermedades infecciosas. No debemos tampoco olvidar plagas como la hepatitis B o el dengue, con cientos de miles de muertes anuales, o la enfermedad del sueño, la fiebre amarilla y el cólera, con varias decenas de miles de defunciones (World Healt Organization, 1998: 44-45). Por ejemplo, el cólera, provocado por la bacteria Vibrio cholerae, ha alcanzado en años recientes el rango de epidemia desde el sudeste de Asia hasta el Mediterráneo oriental, África occidental y algunas zonas de Latinoamérica. En África, la plaga se ha extendido ampliamente y de manera frecuente desde 1970, en especial como consecuencia de situaciones de desorganización social.7 En realidad, el cólera es endémico en casi un centenar de países de todo el mundo, extendiéndose por todos los continentes. El contagio se produce por la ingestión de agua y alimentos contaminados, sobre todo moluscos y pescados. Las diarreas bruscas ocasionan la pérdida de peso corporal en el infectado, y en algunos casos los pacientes pueden alcanzar en 24 horas 50 por ciento de su peso, ocasionando la muerte por deshidratación. De este modo, la tasa de mortalidad, que con tratamiento suele ser de uno por ciento, puede alcanzar, si la enfermedad no se trata, 70 por ciento.

En los dos últimos siglos se padecieron una serie de implacables epidemias de cólera que se propagaron por todo el mundo; es posible que en nuestros días estemos asistiendo a otra pandemia de la enfermedad. En 1991 el cólera volvió a emerger, después de casi un siglo, en América del Sur; procedente de Perú se propagó desde finales de enero de ese año por toda Sudamérica, Centroamérica y México.8 En todo el continente, hasta finales de 1993, contrajeron el cólera aproximadamente un millón de personas, de las que fallecieron más de 9000 (Guthmann, 1995: 419-427). Además de las muertes, la economía de algunos países se resintió; por ejemplo, en Perú afectó a la exportación de pescado, al comercio de alimentos y a la industria turística. Un nuevo agente de la enfermedad, el Vibrio cholerae 0139, fue identificado en India en 1992; en los meses posteriores éste causó la muerte a varios miles de personas. En 1993 se había propagado a China, Malasia, Nepal, Pakistán y Sri Lanka. Al año siguiente, según la OMS, la plaga brotó en 94 países, y en 1995 se produjeron centenares de casos en varias regiones del sur de Ucrania, país con graves problemas en la depuración de las aguas de sus ríos.

Otra enfermedad epidémica ya mencionada, la fiebre amarilla, una infección causada por un virus transmitido por la picadura de un mosquito, generalmente el Aedes aegypti, provoca todavía unas 30 000 muertes cada año. Según los expertos el origen de la fiebre amarilla debe situarse en África central, y algunos historiadores han señalado que habría llegado a América propiciada por el tráfico de esclavos. Durante los siglos XVIII y XIX, la epidemia asoló las ciudades portuarias de Estados Unidos; por ejemplo, en el verano de 1793 murió una décima parte de la población de la ciudad de Filadelfia por culpa de la fiebre. Por otro lado, debido a que no existe un tratamiento efectivo contra la enfermedad, desde hace varios decenios, especialmente desde 1980, se está produciendo un dramático resurgimiento de la misma en África y en el continente americano, siendo endémica en 34 países del primer continente, entre ellos los 14 más pobres del planeta (Kurz, 1990: 46-54). Nigeria es considerada el centro neurálgico de la plaga, pues está afectado casi todo el país. De igual manera, en Perú tuvo lugar, en 1995, la mayor epidemia ocurrida en el continente americano desde 1950.

Por lo que se refiere a la peste, catalogada históricamente por muchos autores como la peor de las plagas, y causada por el bacilo Yersinia pestis, había reducido su amenaza de manera especial en las últimas décadas gracias al impacto de los antibióticos, los insecticidas y las nuevas medidas de control, pero todavía se siguen produciendo epidemias cíclicas en África, América y Asia. En 1992 la peste se presentó en Estados Unidos, con 19 casos y dos muertos, así como en Brasil, Perú, China, Mongolia, Birmania, Vietnam, Madagascar y en la actual República Democrática del Congo, antiguo Zaire. En este último país murieron al año siguiente 70 de las 267 personas infectadas. En 1994 la plaga rebrotó de manera espectacular en la ciudad india de Surat. La estadística oficial habló de más de 6 000 posibles casos, 272 diagnosticados y 56 muertes.9 En general, los expertos han advertido que estamos ante una renovada propagación de la plaga: en 1981 sólo se registraron 200 casos en todo el mundo; en 1994 llegaron casi a 3000 (Gratz, 1997: 71-84). Además, estas cifras posiblemente no estén ajustadas, debiendo ocultar una incidencia muy superior. Los especialistas señalan, una vez más, que no es difícil que se produzcan nuevas epidemias en países donde gran parte de la población vive hacinada y bajo condiciones higiénicas mínimas.

Si todas las epidemias a las que nos hemos referido hasta aquí forman parte de las denominadas reemergentes, es decir, las que siendo en su mayoría seculares han vuelto a plantear graves problemas, existe un grupo de nuevas plagas, denominadas emergentes, que plantean interrogantes sobre el concepto mismo de plaga manejado en los últimos años. Las dos décadas más recientes han visto la aparición de por lo menos unas 30 nuevas patologías altamente contagiosas, siendo el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), causante del temible sida, el que ha provocado un impacto mediático más intenso en la comunidad internacional, por la sencilla razón de que pasó a afectar gravemente a los países ricos.10 La lista de otras nuevas epidemias incluye la legionelosis, identificada hacia 1976 después de una convención de legionarios americanos celebrada en Filadelfia, y que provocó extrañas neumonías a 182 individuos, de los cuales fallecieron 29. Después de varios meses de investigación, los científicos encontraron la causa: la Legionella pneumophila, una bacteria del agua contaminada y de los sistemas de aire acondicionado. Los especialistas calculan que cada año mueren por culpa de la enfermedad sólo en Estados Unidos más de 2000 personas. Otra plaga, la denominada borreliosis de Lyme, también puede estar relacionada, al igual que la enfermedad del legionario, con el cambio en los hábitos de vida. El agente causal de la enfermedad es la Espiroqueta borrelia burgdorferi, siendo los corzos y los ciervos el reservorio natural de las garrapatas infectadas de borrelia.

La enfermedad se manifiesta por numerosos síntomas, que van desde lesiones expansivas de la piel e hinchazones hasta meningitis y demencia. Los científicos han dado una explicación plausible sobre la propagación de la enfermedad en Estados Unidos. Desde el cambio de siglo, se reforestaron amplias áreas de suelo agrícola en la costa este de ese país. La agricultura emigró al medio oeste, donde se inició el cultivo de extensos territorios. Las zonas reforestadas de la costa este constituían un entorno ideal para corzos y ciervos. Paralelamente, la gente empezó a mudarse al campo, sobre todo a esas áreas reforestadas en torno a las ciudades. Hombres, ciervos y garrapatas pasaron a vivir tan cerca unos de otros, que la enfermedad de Lyme también llegó al hombre.

Los científicos reconocen cada año nuevas cepas o familias de los agentes víricos. Entre éstos debe mencionarse uno de la familia de los virus de Hantaan, identificado en 1993 en Norteamérica y causante de diversas muertes, pero cuyo agente desencadenante sigue siendo desconocido. Hasta ese momento los hantavirus eran conocidos por ser los agentes causales de la fiebre hemorrágica con síndrome renal y que en Europa presenta una forma menos grave. Otros de los virus más peligrosos descubiertos recientemente son los de Marburg y los de Ébola, encuadrados en la familia de los filovirus. Del primero, con manifestaciones clínicas consistentes en fiebre alta, erupción cutánea y linfadenopatías seguidas de hemorragias en los órganos internos, se desconoce hasta el momento su reservorio natural. Otro causante de fiebres hemorrágicas, el virus de Ébola, ha estado confinado hasta ahora en los países de África tropical. Esta enfermedad fue identificada en 1976 en la región de Yambuku, en la República Democrática del Congo. Entre ese año y 1979 aparecieron también brotes epidémicos de Ébola en el sur del Sudán. Años después, ya en 1994, el virus apareció de nuevo en la República Democrática del Congo, concretamente en la ciudad de Kikwit, 500 kilómetros al este de la capital, Kinshasa. Según datos de la OMS, hasta junio de ese año se infectaron 315 personas, de las que 244 fallecieron a causa de hemorragias internas y externas. El número de defunciones alcanzó, pues, 77 por ciento.11 En años recientes ha reaparecido, asimismo, la fiebre del Rift Valley, causada por un virus aislado en 1931 en esa región de Kenia y que desde hace poco tiempo ha hecho su reaparición en Egipto. Hacia finales de 1997 la OMS investigaba también una extensa epidemia de la enfermedad en el nordeste de Kenia y en Somalia.

Otras patologías nuevas están relacionadas con el Hespevirus HHV-6 causante del exantema súbito, el parvovirus B-19 causante del eritema infeccioso, el virus Equinus morbillivirus, causante de la neumonía equina y humana, y los virus de Mapucho, Lassa, Junin, Amapari, Paraná, Pichinde o Tacaribe. Junto a estas nuevas plagas hay que hacer observar la existencia de lo que algunos especialistas han denominado agentes víricos misteriosos, virus "poco convencionales" o de "estructuras similares a los virus", causantes, entre otras, de la encefalopatía espongiforme bovina (EBB), también llamada enfermedad de las vacas locas, enfermedad de kuru o de Creutzfeldt-Jakob.

Por lo que se refiere al sida, debemos señalar que se trata de una plaga emergente pero con una enorme incidencia en todo el mundo.12 Hasta el presente se calcula que ha causado ya más de 11 millones de muertes. La enfermedad, cuyo agente causal es el denominado virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), fue desconocida como tal hasta 1981. De momento se sabe que hay dos retrovirus que pueden provocar el sida en el ser humano. Se trata del VIH-1 y del VIH-2, este último descubierto en 1986. Los síntomas del segundo parecen ser más leves. Según algunas teorías, la enfermedad podría proceder de África a partir del virus de inmunodeficiencia de los simios, que es muy similar. El sida no es otra cosa que el paulatino desmoronamiento del sistema inmunológico. Los pacientes se infectan por agentes oportunistas, relativamente inofensivos para personas con el sistema inmunológico intacto. Muchos desarrollan un sarcoma de Kaposi y, a menudo, se presenta una encefalitis. Los afectados se mueren, en sentido estricto, por un tumor, por infecciones bacterianas o víricas, por hongos o por parásitos, pero no de sida. El contagio se produce por contactos sexuales sin protección adecuada con portadores del virus o por transfusiones de sangre contaminada. Las mujeres con el VIH pueden también transmitir la enfermedad a sus hijos durante el embarazo. Tras la primoinfección y en un plazo diferente en cada caso, que puede ir de pocos meses a 10 años, los virus destruyen el sistema inmunológico de la persona, provocándole tumores malignos y un sinfín de enfermedades infecciosas.

El virus del sida es un pasajero invisible que usa el cuerpo humano como vehículo después del periodo de incubación. Durante ese tiempo, el VIH puede ser transmitido por un infectado sin síntomas individuales a otras personas, las cuales serán los vehículos para la expansión posterior de la plaga. Además, el virus puede mutar en el interior de los portadores cambiando algunas de sus características. Esa inestabilidad forma parte de la complejidad del VIH, lo que provoca que el desarrollo de nuevas terapias o vacunas sea extremadamente difícil. Hasta el día de hoy no ha sido posible elaborar una, y de momento se aplica la denominada terapia de combinación, en la que se emplean distintos principios activos anti-VIH (Baltimore, 1998: 182-198).

Según el último registro de la OMS, 2.3 millones de personas murieron en 1997 por culpa del sida y existía una clara tendencia al crecimiento, estimándose que para 2000 unos 40 millones de personas convivirán con la enfermedad (Bongaarts 1996: 21-45). Según aquel organismo internacional, el sida, en términos de morbilidad emergente, representa el mayor desafío sanitario mundial al afectar gravemente a las mujeres, los niños y las familias. Para algunos países la enfermedad está representando un retroceso de décadas en cuanto a la esperanza de vida: por ejemplo, en Botswana, con 25-30 por ciento de la población adulta infestada con el VIH, la esperanza de vida está bajando a los niveles de hace casi cuatro décadas. Igualmente, la población nacida en Zimbabwe en la década de 1990 va a ver reducida su esperanza de vida en unos 10 años. Otros países de la región subsahariana sufren los mismos males; en varios de ellos, uno de cada cinco individuos es portador del VIH (Miller, 1991: 8-11). En otras partes del planeta, de manera especial en Asia y en el oeste del Pacífico, la expansión de la enfermedad está siendo dramática (Brown, 1994: 15 y Chin, 1995: 15). Los países más afectados incluyen especialmente a India, Camboya, Birmania y Tailandia. En este último país el número de infectados se ha disparado, calculándose en 750 000 las personas enfermas. Por otro lado, en algunos países del este de Europa, la infección del VIH, como consecuencia del alto consumo de drogas, ha provocado una gran expansión de la enfermedad. Es el caso de Ucrania y países vecinos. En cambio, en Latinoamérica y el Caribe, con altos índices de infección, se ha registrado, de manera especial en Brasil, un cierto retroceso en la mortalidad, al igual que en Norteamérica, como consecuencia del uso de la terapia antiretroviral (Mertens, 1997: 220-229). En los países del occidente de Europa la incidencia anual de nuevos casos de sida ha empezado a declinar (World Health Organization, 1998: 93-94). En estos países, paradójicamente, el sida está empezando a ser visto como una enfermedad restringida a los países menos desarrollados; esta displicencia, denuncia la OMS, es una razón más de la persistencia de la enfermedad, pues provoca que se baje la vigilancia ante la enfermedad y que los agentes infecciosos actúen más fácilmente.

Hay que señalar también que el sida ha abierto un fuerte debate ético sobre la enfermedad y su incidencia social (Arrizabalaga, 1995: 81-96). Algunos especialistas nos recuerdan, por ejemplo, que aunque

...más del noventa por ciento de la gente infectada viva en países subdesarrollados, bastante más del noventa por ciento del dinero destinado a tratamiento y prevención se gasta en los países industrializados. Esta disparidad explica por qué las nuevas terapias para doblegar al VIH, que cuestan más de un millón de pesetas al año por paciente, no han tenido repercusiones en los países subdesarrollados, países que carecen de lejos de las infraestructuras y de la solvencia necesaria para proporcionar las medicinas (Mann, 1998: 58 y Beardsley, 1998: 84-85).

No hace falta decir que a la mayoría de las epidemias analizadas en este trabajo se les puede aplicar esta reflexión, y que como afirma Luc Montagnier: para el sida es necesaria una toma de conciencia de nuestra responsabilidad global en el tiempo y en el espacio para llevar a cabo políticas preventivas y de investigación en la lucha por controlar, detener y erradicar a los elementos patógenos que las provocan.

Reconociendo la importancia de estas premisas, aunque apuntando que la erradicación es una meta en muchos casos utópica, vamos a pasar a analizar las causas que han podido provocar lo que ya se puede denunciar como el retorno de las plagas. Para comprender las causas de la nueva situación es imprescindible deshacer una madeja con múltiples hebras, algunas de las cuales ya las hemos insinuado y otras explicitado; desde las estrictamente biológicas, como la mutación de los elementos patógenos, a las claramente sociales, como el debilitamiento de las estructuras sanitarias en algunos países. Esta realidad caleidoscópica, al juntarse elementos de microbiología junto a otros factores de clara responsabilidad social, creemos que sólo pueden ser analizados desde una perspectiva interdisciplinaria, tal como reconocieron Sir Macfarlane Burnet y David O. White al escribir que la historia natural de la enfermedad infecciosa ha de estudiarse sobre un fondo histórico y debe discutirse en términos de un cambio continuo.

 

El viejo problema de las nuevas plagas

La edad de oro de la bacteriología comenzó en la década de 1880, cuando gracias, especialmente, al genio de Louis Pasteur y de Robert Koch se reconoció el origen bacteriano de las enfermedades infecciosas; sin embargo, fue a partir de los años treinta del siglo XX cuando se realizaron los progresos decisivos en lo que a ese conocimiento se refiere, gracias a la puesta en marcha de procedimientos de cultivo celular que permitieron el análisis cuidadoso de su ciclo multiplicador; además, la invención del microscópico electrónico permitió observarlo directamente. Gracias a estos avances científico-técnicos se supo que en todos los tipos de organismos vivos existen formas parásitas y semiparásitas, pero que las productoras de las enfermedades infecciosas se limitan prácticamente a tres grandes grupos: bacterias, protozoos y virus. Hay que mencionar también que existen otros dos grupos de parásitos, los gusanos y los hongos, que son capaces de provocar en el hombre enfermedades con características generales muy semejantes, aunque pocas de ellas son de mayor importancia fuera de los países tropicales. Asimismo, sabemos que en los climas templados la casi totalidad de las enfermedades infecciosas están producidas por bacterias o virus, y son bastante raras las infecciones ocasionadas por protozoos. Llegados a este punto, quizá no sea baladí recordar que si bien el conocimiento científico de los microorganismos tiene sólo 100 años, uno de los agentes causantes de las epidemias, las bacterias, fue la forma de vida dominante sobre la Tierra durante unos 3 000 millones de años, el tiempo que les sirvió para adaptarse a su futura existencia parasitaria en la que aprendieron a nutrirse de otras criaturas.

Similares observaciones, con muy ligeras correcciones, se pueden hacer sobre los virus y otros elementos patógenos para el género humano.

Lo cierto es que, tal como implícitamente ya se ha señalado, los distintos microorganismos siguen emergiendo con nuevas y viejas formas, causando epidemias en algunos casos. Por ejemplo, las bacterias se dividen muy rápidamente; algunas pueden hacerlo aproximadamente cada 20 minutos, de modo que, en principio, varios miles de millones de bacterias individuales pueden ser generadas desde una única célula en menos de un día. Teniendo en cuenta que el número de mutaciones está relacionado con la división celular, la posibilidad de que aparezcan cepas nuevas es muy elevada. Algunos expertos han señalado, asimismo, que los nuevos virus proceden de mutaciones o de recombinaciones; es decir, de transformaciones del código genético de agentes ya existentes. El riesgo de este tipo de cambios es que el nuevo agente se convierta en una cepa peligrosa. Como consecuencia de esto, algunos microbios han aprendido a engañarnos cambiando sus estructuras moleculares, los llamados antígenos, que nuestras defensas reconocen; así, por ejemplo, la malaria y la enfermedad del sueño son producidas por gérmenes muy escurridizos por su capacidad para cambiar rápidamente sus antígenos. Entre las infecciones más peligrosas está el sida, que puede modificar su estructura molecular incluso cuando está dentro de un mismo paciente, engañando y destruyendo finalmente su sistema inmunitario.

Frente a ese dinamismo, la respuesta defensiva humana desde el punto de vista biológico es lenta, realizada a través de la selección natural, que cambia nuestras frecuencias genéticas de una generación a otra. Como se puede deducir, nosotros y nuestros patógenos estamos encerrados en una misma escala de competición evolutiva, con la selección natural desempeñando el papel de árbitro. Las enfermedades son solamente un ejemplo paralelo al de la humanidad, de evolución en marcha; los microbios simplemente se adaptan por selección natural a los nuevos huéspedes y vectores.

En línea con esas ideas, algunos autores están hablando también de la historia evolutiva de las especies como una historia de acoplamiento estructural y de coevolución; es decir, de un proceso resultante de la evolución de los organismos vivos con la de su entorno, lo que desde la ecología se ha definido como proceso de sucesión general operando en el conjunto de la biosfera (Margalef, 1992: 252). Este acoplamiento, con el consiguiente proceso de creatividad evolutiva de los distintos microorganismos, en especial de las bacterias gracias a una red global de intercambio de sus rasgos hereditarios más que a la mutación aleatoria, ha de tener importantes consecuencias para la humanidad, según han señalado los biólogos Lynn Margulis y Dorion Sagan, en términos, por ejemplo, de salud, a saber: la celeridad con que la resistencia a los fármacos se propaga en las comunidades bacterianas; lo que según estos autores es una prueba espectacular de su red de comunicaciones. Las bacterias son capaces de adaptarse a los cambios medioambientales en pocos años, mientras que organismos mayores necesitan milenios de adaptación evolutiva (Capra, 1998: 240).13 Hay que señalar también que aunque tendemos a asociar a las bacterias con la enfermedad, en realidad son vitales para la supervivencia de animales y plantas, ya que participan activamente en el ciclo de la vida mediante la descomposición de la materia orgánica, la fermentación o la fijación del nitrógeno.

Por todo lo dicho hasta aquí, a la hora de plantear las responsabilidades sobre el retorno de las plagas quizá debamos distinguir entre una causalidad propiamente biológica y otra humana o social. En el primer caso se debe contar con la imposibilidad material de erradicar todos los reservorios de las viejas epidemias, a pesar del aparente éxito logrado con la viruela; igualmente, se ha señalado que van apareciendo nuevas cepas de viejas plagas, como la de la tuberculosis, o bien las que han sido calificadas como emergentes. Al plantear la causalidad biológica la hemos acompañado con el vocablo quizá, pues, si bien la sucesión ecológica es inevitable y con ella la evolución de los elementos patógenos, ya nadie discute que el hombre, especialmente desde la Revolución Industrial, se ha convertido en el agente con más responsabilidades frente a la naturaleza,14 por la sencilla razón de que tiene más poder que cualquier otro ser en el planeta, y que al transformar las condiciones de vida de muchos de los microorganismos ha provocado y sigue provocando procesos de desestabilización sobre los mismos (Krause, 1992: 1073-1078). En casos concretos, la transformación del entorno puede contribuir a la multiplicación y propagación de nuevos agentes patógenos. Bajo condiciones favorables pueden aparecer cuadros clínicos absolutamente desconocidos. Pensemos, por ejemplo, en la penetración del hombre en territorios anteriormente despoblados, alterando los ecosistemas existentes y entrando en contacto con animales portadores de virus patógenos. Otros ataques ecológicos, como las talas de bosques o el drenaje de pantanos, pueden contribuir igualmente a la expansión de enfermedades hasta ese momento poco comunes. Todo esto nos lleva a plantear el papel del hombre como agente geográfico y como responsable del retorno de las plagas.

Antes, sin embargo, debemos contemplar las plagas a la luz de la historia, marcadas por una intensa coevolución junto a la humanidad, como vamos a ver a continuación, en especial a partir de los animales domesticados por el hombre, lo que nos reafirmará en su causalidad social. En este sentido, un destacado profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Los Angeles, Jared Diamond, ha escrito que los principales elementos mortíferos para la humanidad en nuestra historia reciente —la viruela, la gripe, la tuberculosis, la malaria, la peste, el sarampión y el cólera— son enfermedades contagiosas que evolucionaron a partir de las enfermedades de los animales, aun cuando la mayoría de los microbios responsables de nuestras enfermedades epidémicas estén paradójicamente casi limitados ahora a los seres humanos (Diamond, 1998: 225 y McKeown, 1990: 317). Paralelamente, continuaba, dado que las enfermedades han sido los causantes del mayor número de muertes entre los seres humanos, han debido de ser también factores decisivos de la historia. Nos recuerda asimismo que algunos de los ejemplos más sombríos del papel de los gérmenes en la historia se encuentran en la conquista europea de América, que comenzó con el viaje de Colón en 1492 (Crosby, 1988: 351 y 1993: 214); que una de las mayores epidemias de la historia de la humanidad fue una gripe que mató a 21 millones de personas al término de la Primera Guerra Mundial (Echeverri, 1993: 195); o que la llamada "muerte negra", la peste bubónica, mató a la cuarta parte de la población de Europa entre 1346 y 1353, con proporciones de muerte que llegaban hasta 70 por ciento en algunas ciudades.15 Esta misma enfermedad todavía mató alrededor de 12 millones de personas en India entre 1898 y 1923. Jared Diamond escribe que estas enfermedades sólo pudieron aparecer con la acumulación de poblaciones humanas numerosas y densas, o con el paso a la Historia, en palabras de William McNeill. Esta acumulación comenzó con el nacimiento de la agricultura hace unos 10 000 años y se aceleró con la aparición de las ciudades. Una razón básica para que se produzca este fenómeno es que

La agricultura mantiene densidades de población humana mucho más altas que la forma de vida de los cazadores-recolectores: por término medio, entre 10 y 100 veces más alta. Además, los cazadores-recolectores cambian con frecuencia de campamento y dejan tras ellos sus montones de heces con microbios y larvas de gusanos acumulados. Pero los agricultores son sedentarios y viven en medio de sus propios sistemas sanitarios, por lo que proporcionan a los microbios un camino corto del cuerpo de una persona al agua potable de otra (Diamond, 1998: 235).

De ese modo, ambas manifestaciones de la cultura humana, es decir, la agricultura en paralelo a la ganadería y la urbanización, fueron un auténtico filón para los microbios, a las que hubo que añadir el comercio, con el posterior desarrollo de rutas comerciales mundiales, que "en la época romana unían efectivamente las poblaciones de Europa, Asia y el norte de África, un gigantesco criadero para los microbios" (Diamond, 1998).

Es importante señalar también que Diamond establece cuatro etapas en la evolución de estas enfermedades humanas especializadas a partir de un precursor animal, en lo que podríamos denominar su genealogía. La primera queda ilustrada por decenas de enfermedades que de vez en cuando contraemos directamente de nuestras mascotas y animales domésticos, entre las que se encuentran la brucelosis o fiebre de Malta de las vacas, la leptospirosis de los perros o la psittacosis de las gallinas, entre otras, aunque al encontrarse estos microbios en una fase temprana de su evolución hacia patógenos humanos especializados, no se transmiten directamente de una persona a otra e incluso su transferencia desde los animales sigue siendo poco habitual. En una segunda etapa, un antiguo patógeno animal evoluciona hasta el punto en que se transmite directamente entre las personas y causa epidemia, pero ésta desaparece por alguna razón, como ser curada por la medicina moderna o ser detenida cuando toda la población ha sido infectada ya y, bien se ha inmunizado, bien ha muerto.

Diamond pone los ejemplos de la fiebre de Fort Bragg, una enfermedad leptospiral que irrumpió en Estados Unidos en 1942 y no tardó en desaparecer, o bien la "enfermedad del sudor inglesa", que azotó y aterrorizó a Europa a finales del siglo XV y mitad del XVI. Una tercera fase en la evolución de nuestras principales enfermedades está representada por antiguos patógenos animales que se establecieron en el ser humano, que no han desaparecido, y que pueden llegar a convertirse aún, o no, en importantes factores de mortandad de la humanidad. Ejemplos a citar serían la fiebre de Lassa, causada por un virus derivado probablemente de los roedores, la fiebre de Lyme, causada por una espiroqueta que se adquiere mediante el mordisco de garrapatas transportadas por ratones y ciervos, o el emergente sida, derivado de virus de los monos y documentado por vez primera en seres humanos hacia 1959. La última etapa de esta evolución está representada por las grandes enfermedades epidémicas, ya antiguas y circunscritas al ser humano. Estas enfermedades deben de ser los supervivientes evolutivos de muchos otros patógenos, gérmenes desarrollados a partir de la prolongada intimidad del género humano, especialmente con los animales domésticos, que intentaron dar el salto a nosotros desde los animales, la mayoría de los cuales fracasaron.

Llegados a este punto, es decir, aceptando que los organismos generadores de patologías, sean virus, bacterias o protozoos, están participando en el mismo proceso de coevolución junto al hombre y sabiendo que a lo largo de la historia las relaciones mutuas han sido extremadamente complejas, con derrotas parciales en ambos bandos, y con el convencimiento de que esa dialéctica va a continuar en el futuro, nos queda por analizar las razones, que bien podemos catalogar de coyunturales desde el punto de vista histórico, del retorno de las plagas. Razones que, ya podemos afirmar por anticipando, son marcadamente de naturaleza social, es decir, dependientes de decisiones políticas, económicas o culturales, entre otras.

Así, yendo de las explicaciones generales a las particulares, debemos recordar una vez más las dificultades presupuestarias de la OMS en las últimas décadas; es decir, de la organización que tiene la responsabilidad de la política sanitaria mundial. La causa aparente hay que buscarla en la crisis económica de mediados de la década de 1970, después de una época de casi tres decenios de crecimiento económico sostenido, aunque desigual a escala mundial. La causa real debe buscarse en el hecho de que los Estados, en especial algunos de los más ricos, dejaran de aportar recursos económicos a la OMS y a otras organizaciones supranacionales (ONU, Unesco o FAO). Las consecuencias no se hicieron esperar y se produjeron graves restricciones en los presupuestos sanitarios de muchos países, con ajustes estructurales de reducción de gasto público por la aplicación de políticas neoliberales a temas como la salud, la educación, la vivienda o la alimentación.16 Al mismo tiempo, el máximo organismo internacional de la salud ha indicado, una vez más, que las causas de la permanencia de, por ejemplo, la poliomielitis, residen en estructuras sanitarias debilitadas o destruidas como consecuencia de conflictos internos, lo que hace que la población infantil permanezca sin vacunar (World Health Organization, 1998: 65).

O que la reaparición de la tuberculosis debe buscarse en la desorganización sanitaria de muchos países en las últimas tres décadas, aunque en el caso de esta enfermedad tampoco es ajeno a su rebrote la aparición de nuevas cepas de la enfermedad, especialmente las relacionadas con los virus del sida, resistentes a las drogas tradicionales. Precisamente, respecto a la tuberculosis, diversos autores la han comparado con un termómetro que marca la calidad de vida de una sociedad; diversos factores sociales, como la falta de vivienda, pobreza, mala alimentación, dependencia a determinados productos tóxicos, entre otros, son los grandes aliados de la enfermedad y los que determinan su prevalencia. Igualmente, hay que apuntar también que los cambios habidos en la Europa del este han sido reconocidos como de gran trascendencia para la sanidad a escala no sólo regional sino mundial, al haber alterado los sistemas sanitarios cuando menos organizados (Ellman, 1994: 329-355 y Field, 1995: 1469-1478).

La situación de desorganización sanitaria, de la que el retorno de las epidemias es una consecuencia, tanto a escala planetaria como regional, se puede agudizar en el futuro si la imparable globalización, uno de los conceptos tótem de nuestros días, se lleva a cabo atendiendo sólo a los criterios neoliberales; así, se ha denunciado ya que bajo la égida de ese concepto está escondida también la idea de la destrucción del Estado del bienestar y, según algunos, de la misma democracia.17 Una globalización que también es entendida por otros autores como una fuente de inmensas posibilidades para la historia de la humanidad, una vez analizada su dimensión histórica, al ser vista como un proceso de viejas raíces, o bien si se reinterpretan de forma optimista los datos socioeconómicos a escala mundial y regional. Estas tesis ponen también un énfasis especial en la urgencia de olvidar el tema del imperialismo y de empezar a hablar de las condiciones locales del desarrollo y del atraso, de manera especial cuando se analizan las situaciones de países en vías de desarrollo, como los iberoamericanos (Capel, 1998: 3-22 y Braudel, s/f). Sea como fuere, lo cierto es que la mundialización es una promotora explícita de las plagas al universalizar el intercambio de individuos y mercancías, y con él el riesgo de contagio de los elementos patógenos; los modernos medios de comunicación hacen posible que aquéllos o sus vectores viajen por todo el planeta y se conviertan en elementos de una auténtica globalización sanitaria.

Pensemos, por ejemplo, en el turismo de masas al que algunos científicos apuntan como una de las causas del resurgimiento de ciertas plagas; o en las migraciones económicas o políticas, señaladas como favorecedoras de la transmisión de otras, en especial cuando ha habido guerras o conflictos armados de por medio. Según el informe de la OMS, sólo en 1993 hubo más de 18 millones de desplazamientos forzados. No menos verdad es que la globalización ha creado también un nuevo marco de sensibilización, tanto científica como ética, frente a problemas que antes se padecían en espacios acotados e incapaces de dar soluciones efectivas a cuestiones como las plagas, un mal ciertamente universal. Las respuestas, por tanto, deberán superar también las fronteras, ya sean regionales o nacionales.

Por otro lado, la intensa pauperización de una parte considerable de la población mundial debe verse, objetivamente, como una de las primeras causas del retorno de las plagas (Prothero, 1995b: 411-414; Mhlanga, 1996: 183-214 y Kloos, 1991: 36-43). Entre otras consecuencias, eso provoca que en estos momentos la mitad de la población mundial no tenga acceso a los medicamentos más importantes. Una población que, por otra parte, sigue incrementando sus efectivos, aunque más moderadamente que lo previsto hace apenas una década. Según la OMS, la población de 1955 era de unos 2 800 millones de personas, y de 5 800 millones en 1977. Hacia 2025 se estima que habrá 8 000 millones de individuos, la mayoría viviendo en zonas urbanas, o mejor dicho en zonas suburbiales. Así, el número de ciudades de más de un millón de habitantes pasó de 90; en 1955; a 178; en 1975; y a 324, en 1995, incrementándose el hacinamiento, la precariedad en la vivienda y los problemas en la depuración de las aguas. Por tanto, no es raro que la creciente urbanización de las últimas décadas se haya relacionado con el incremento de la incidencia de enfermedades como el cólera, peste o sida (Konde, 1991: 13-18; Miller, s/f: 8-11 y Rodier, 1995: 755-759), o también con otras, como el dengue o la fiebre de dengue hemorrágica. Los casos de estas últimas se han registrado en más de 100 países; por ejemplo, en 1996 se produjo una severa epidemia de dengue en 27 países de América (Torres, 1997: 19-27) y del sudeste de Asia, y de fiebre de dengue hemorrágica en Brasil, Cuba, India y Sri Lanka.

Junto a esas situaciones de injusticia, cuando no de violación de los derechos humanos como factores desencadenantes de la situación sanitaria actual (Beyrer, 1998: 84-97), otros factores que se apuntan como influyentes en el retorno de las plagas están relacionados con los cambios ambientales y ecológicos (Hagget, 1994: 91-104), especialmente los procesos de deforestación y reforestación, los cambios hidráulicos, las sequías (Prothero, 1994: 657-664) o las lluvias torrenciales, entre otros desastres naturales (Dory, 1990: 177-185). También ha empezado a apuntarse al cambio climático como otro factor a tener en cuenta en lo que se refiere a la extensión de determinadas enfermedades epidémicas, en especial la malaria, dengue, fiebre amarilla o cólera, a zonas hasta ahora vírgenes a las mismas.

De especial significación, al haber sido comprobado repetidamente, han tenido históricamente y siguen teniendo las calamidades naturales. En fechas muy recientes se ha padecido un ejemplo bien dramático. A finales de octubre de 1998 el huracán Mitch asoló varios países centroamericanos, dejando decenas de miles de muertes y provocando una fuerte crisis sanitaria en sus territorios al repuntar el cólera, el dengue y la leptospirosis. Cuatro años antes, en septiembre de 1994, se desató la peste en Surat, India. Su génesis tuvo mucho que ver con otra calamidad natural ocurrida un año antes, un terremoto que mató a más de 20 000 personas en el centro de ese país y expulsó de la selva enjambres de ratas salvajes llenas de pulgas portadoras de la temible bacteria Yersinia pestis. Los roedores asaltaron más de cincuenta aldeas del distrito de Bid y llevaron consigo a las pulgas; cuando las ratas murieron a causa de la peste, las pulgas atacaron a la población.

Situaciones como ésta se han repetido históricamente y se seguirán repitiendo, pues las calamidades naturales generan muertes, daños materiales y desorganización social entre otros males, al arrasar con vidas humanas y bienes materiales o sociales, aunque todo ello también depende de su intensidad y de los medios de amortiguación de la sociedad que sufre sus ataques.18 En esa situación, los microbios encuentran más facilidades para invadir y atacar al cuerpo humano.

En ese sentido, Eric L. Jones ha mostrado las graves implicaciones que para el desarrollo de las sociedades han tenido históricamente las calamidades naturales, entre las cuales habría que incluir a las plagas que aquí estamos analizando. Aquéllas gravaron a unas economías más que a otras con gastos generales en términos de pérdidas, daños y desorganización. Jones ha apuntado también que el control de las catástrofes a escala nacional fue una de las más significativas acciones de los gobiernos europeos desde el siglo XVIII. Entre éstas se incluían la imposición de cuarentenas para frenar la difusión de enfermedades epidémicas entre los seres humanos o el establecimiento de cordones sanitarios para impedir los desplazamientos del ganado infectado. Este efecto modernizador de la acción estatal por el control de las calamidades, junto a la "notable hazaña de cercenar el poder arbitrario, eliminando así riesgos e incertidumbres, alentando la inversión productiva y promoviendo el crecimiento", explicarían lo que Jones ha llamado el milagro europeo, resultado tanto de las fuerzas que promovieron el desarrollo como consecuencia de la eliminación de sus impedimentos (Jones, 1990: 327; Livi Bacci, 1998: 66-95 y Cipolla, 1993: 198). Igualmente, al objeto de extraer más conclusiones, cabe hacer alguna reflexión sobre otras respuestas a las calamidades en general, y a las plagas y epidemias en particular, ilustrativas asimismo de la complejidad y dificultad a la hora de articular soluciones.

Por ejemplo, sobre la plaga de peste de Surat se pudo leer en la prensa que tras una semana de epidemia las basuras y los cadáveres seguían en las calles. Los responsables municipales eran conscientes del riesgo, pero casi todos los barrenderos de la ciudad la habían abandonado tratando de salvar sus vidas. El problema tenía fuertes connotaciones culturales y religiosas pues, se ha escrito,

...si los barrenderos son harijans (hijos de Dios, tal como denominó Gandhi a la casta intocable), ¿pueden otras castas ser barrenderos? Exterminar a las ratas, o las pulgas, tampoco fue tarea fácil. Surat tiene una amplísima población jainista, y los jainistas tratan de no matar a ningún ser vivo (El País, 2 octubre 1994).

Las autoridades locales tuvieron que traerse a un centenar de miembros de la tribu irula de Tamil Nadú, en el sudeste indio, acostumbrados a cazar ratas porque forman parte de su dieta tradicional.

Por contraste, la concepción antropocéntrica del mundo occidental, la idea de que la naturaleza está el servicio del hombre, ha hecho que históricamente la visión sobre el medio ambiente haya sido bien distinta. En general, se ha establecido que esa idea, ciertamente arrogante, tiene un origen tan antiguo como nuestra civilización, sea en la línea estoica de la filosofía griega o bien en la de la tradición judeocristiana. De un modo o de otro, lo cierto es que históricamente se han intentado crear mecanismos para luchar contra un medio visto casi siempre como adverso y hostil (Glacken, 1996: 165). Por último, cabe decir que estas reflexiones no pretenden emitir juicios de valor sobre culturas contemporáneas diferentes, sino contrastar respuestas ante problemas similares. Todos sabemos que en la cultura occidental se han dado, y se siguen dando, respuestas irracionales frente a las calamidades naturales; pensemos en los exorcismos, en los procesos contra los animales dañinos o en los votos religiosos, pruebas videntes de un ideario fatalista, a veces incluso dominante. Simplemente queremos afirmar la complejidad de la realidad social en la que suelen convivir las más variadas actitudes y respuestas frente a problemas parecidos o similares.

 

Conclusión

Hace pocos decenios la humanidad creyó que podía acabar con las plagas o por lo menos ponerlas bajo control; sin embargo, lo que se reconoce como el retorno de las plagas, de manera especial por culpa de la pandemia universal del sida, pero también de la tuberculosis, la malaria o el cólera, ha roto aquella feliz previsión. Posiblemente esa creencia, la de que era posible combatir, controlar o erradicar esas plagas, ha debido de existir en otros momentos de la historia de la humanidad o por lo menos en la civilización occidental —aquí se debe pensar en el movimiento ilustrado, génesis del higienismo ochocentista— y de manera especial a finales del siglo XIX, sobre todo con el nacimiento de la microbiología. Esta disciplina, la base sobre la que se fundó la lucha contra las epidemias en el siglo XX, fue, asimismo, consecuencia de decisiones anteriores de carácter filantrópico, científico o simplemente por miedo social. Igualmente, la salud pública, considerada un fenómeno transnacional, es decir, superadora de las fronteras políticas —y qué mejor problema que el de las plagas para ponerla en práctica—, empezó a tenerse en cuenta hacia mediados del siglo XIX; en 1851 tuvo lugar en París la primera conferencia sanitaria internacional. El siguiente paso en la misma dirección fue la firma del convenio de Roma de 1907, con la creación del Office International d'Hygiéne Publique, con el objeto de obtener información general sobre la salud pública de sus Estados miembros y en especial sobre las enfermedades infecciosas. Algunos progresos importantes se consiguieron gracias a ese espíritu positivista, de manera especial en la lucha contra la fiebre amarilla, el cólera, la malaria y la tuberculosis. Entre sus logros cabe incluir el de la estandarización biológica o la puesta en marcha de los fundamentos de la higiene industrial y de la construcción y administración de hospitales con nuevos patrones.

El siguiente peldaño organizativo de verdadera trascendencia para mejorar la salud mundial se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el paraguas de la Organización de Naciones Unidas, dando lugar a la fundación, en abril de 1948, de la OMS. Esos años fueron de consolidación de una medicina basada en los antibióticos y en un espíritu sanitarista, de reafirmación de una filosofía médica apoyada en la idea del dominio de la civilización tecnológica occidental. Las luces de la misma han sido de gran intensidad; sin duda, se puede afirmar que en ninguna época de la historia la humanidad ha conseguido parecido éxito ecobiológico frente a algunos de sus más temibles enemigos, los microbios. Las sombras, en lo que se refiere al retorno de las plagas, no las provocan tanto los microbios como los hombres mismos.

Las certidumbres del conocimiento, del que la obra histórica ya citada de Eric L. Jones es un ejemplo magnífico, ha llevado a este último apartado y nos va a obligar a hacer las últimas precisiones. La conclusión fundamental debería ser que las enfermedades epidémicas no son atributos ineludibles de la condición humana sino, en parte, resultado de decisiones de naturaleza social. Hay que exceptuar, lógicamente, el hecho en sí de la evolución de los propios agentes patógenos, de la que ya hemos hablado, y en la que tampoco está excluida la mano del hombre. Sin duda, en el futuro aparecerán nuevos elementos de peligro, ya que siempre que el hombre transforma de manera drástica su entorno, corre el riesgo de estar creando condiciones de vida favorables para el desarrollo de nuevos enemigos procedentes del mundo de los microorganismos. Por ejemplo, la Legionella es tan o más antigua que la misma humanidad; sin embargo, la legionelosis o enfermedad del legionario sólo ha aparecido con nuestros modernos hábitos de vida al convertir al microbio en un agente patógeno. Otras epidemias de las denominadas emergentes, con una génesis similar, ya han sido nombradas en el apartado uno. O pensemos una vez más en las plagas reemergentes, como la peste, con sus inmensos reservorios incontrolados existentes en las madrigueras de roedores de Asia central, África o América. O en la viruela, que nos obliga a plantearnos algunas preguntas; esta enfermedad aparentemente ha sido erradicada, pero como hay infecciones víricas de otros animales estrechamente relacionadas con ella, como la del mono, también existentes en el camello, la cabra o el búfalo, es difícil creer que el virus de la viruela humana, u otros susceptibles de transformarse en él, hayan desaparecido para siempre de los reservorios animales de donde suponemos que salieron en un principio.

Ésos y otros ejemplos se pueden poner, el más llamativo en los últimos años ha sido el sida. En este sentido, una cuestión importante es el hecho de que las drogas contra los parásitos, utilizadas en estos últimos 50 años, posiblemente no tendrán el mismo relieve en el futuro, pues los microorganismos causantes de la neumonía, la tuberculosis o la malaria, entre otras, son cada vez más resistentes a las más poderosas medicinas. No obstante, hay que señalar que este problema posiblemente sólo tenga solución, aunque siempre con fecha de caducidad, en el marco de la investigación microbiológica, en el laboratorio. Y éste requiere medios humanos y materiales, lógicamente. Lo que no todos los gobiernos parecen estar dispuestos a dar. Por otro lado, frente al concepto de erradicación de la enfermedad infecciosa quizá sea más útil pensar en la idea de su control, pues incluso su aparente desaparición no es garantía de que se haya ido para siempre. Todas estas ideas deben ser enlazadas con las que hacen referencia explícita a la responsabilidad social frente a las plagas. Una responsabilidad que debe ser asumida en primer lugar por los Estados y organismos internacionales, con la tarea de llevar a cabo una clara función correctora y redistributiva. No valen componendas como las acciones de las denominadas organizaciones humanitarias (ONG), en el fondo una privatización encubierta de la sanidad y de otras obligaciones de los Estados. El objetivo debe ser corregir los problemas desde la raíz. Uno de ellos: las brechas entre el status sanitario de los países ricos y el de los pobres, y también las brechas en el interior de cada país, tanto en un caso como en otro tan anchas como hace medio siglo, con la tendencia a agrandarse todavía más según la OMS. Esta institución está reclamando que la salud sea considerada un problema global, como un componente esencial del proceso de continua globalización mundial, que sea incluida en los mismos términos que lo es el comercio, los servicios, la inversión extranjera o el mercado de capitales. La experiencia demuestra, además, que la reducción de los gastos en la lucha contra las enfermedades infecciosas provoca el retorno de las mismas, particularmente teniendo en cuenta el proceso de globalización de los riesgos que está generando el tránsito universal de personas y mercancías. Hay que recalcar, una vez más, que la amenaza de las enfermedades infecciosas no está limitada al Tercer Mundo ni mucho menos.

Tampoco hay que desdeñar la importancia de otros factores, como el estudio de los impactos ecológicos sobre las plagas, las cuestiones relacionadas con su percepción o la educación para la salud, entre otras cuestiones. Por ejemplo, el control de algunas enfermedades como el sida, señala la OMS, depende, en primer lugar, del reconocimiento de la escala de la amenaza y del compromiso político para contrarrestarlas, pero un aspecto clave de los programas nacionales contra la enfermedad debe ser la intervención dirigida a la educación sexual, el uso de métodos seguros en la práctica del sexo o la creación de las condiciones para facilitar un cambio de actitud frente a la enfermedad. Lo que parece a todas luces difícil de entender, a tenor de los conocimientos científicos actuales, es que ésta y otras enfermedades de las ya mencionadas estén condicionando gravemente la marcha demográfica de la humanidad. A lo que parece, la ONU ha empezado a revisar drásticamente sus previsiones de crecimiento demográfico para el siglo XXI. En especial, el sida puede acabar provocando, según los expertos, una verdadera revolución en el campo de las tendencias demográficas; en África se está reduciendo la esperanza de vida en unos 20 años por culpa de la enfermedad. Y no es de extrañar, según la OMS, que en este continente la inversión en sanidad esté cesando virtualmente. En los países más ricos, incluso en Europa, la segregación sanitaria no ha hecho más que aumentar en los últimos años. Políticas que a corto y medio plazos sólo pueden traer más sombras y más desastres colectivos.

Luca Cavalli-Sforza ha denunciado esta política suicida al señalar que en estos momentos están funcionando a escala mundial todos los frenos del antiguo régimen demográfico; una epidemia que todavía no hemos logrado controlar, el sida, una malnutrición extrema que asola a más de 1000 millones de personas, y un número inaudito de guerras civiles y religiosas.

 

Bibliografía

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Notas

* Este trabajo se ha realizado aprovechando una licencia por estudios, concedida por el Departament d'Ensenyament (Generalitat de Catalunya) para el curso 1998-1999, y que tiene como objetivo principal hacer un trabajo de investigación pedagógica sobre "El retorno de las plagas. El contexto medio ambiental de tres plagas actuales: la langosta, la malaria y el sida".

1 Una primera aproximación a las ideas que se van a plantear aquí está en Buj, 1997; otros trabajos del autor en esa línea están en la página web: http://www.ub.es/geocrit/menu.htm.

2 Véanse, por ejemplo, dos trabajos recientes: Cueto, 1997 y Karlen, 1995.

3 Véase también la página web de la OMS (www.who.ch) y de manera especial la versión electrónica del semanario Weekly Epidemiological Record/Relevé épidémiologique hebdomadaire (www.who.ch/wer/wer home.htm).

4 Véase también el diario El País, 21 agosto 1993, dando cuenta de los más de 4 000 afectados y 107 muertos por la difteria en Rusia en ese año.

5 En el informe de la OMS aparecen los siguientes países catalogados como economías de mercado desarrollado: Alemania, Andorra, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Holanda, Irlanda, Islandia, Italia, Japón, Luxemburgo, Mónaco, Noruega, Nueva Zelanda, Portugal, San Marino, Suecia y Suiza. Los otros países están encuadrados en otras categorías: economías en transición, en vías de desarrollo y en países menos desarrollados.

6 Se trata de una síntesis histórica sobre la enfermedad, acompañada de una bibliografía seleccionada. La mayoría de las plagas que nos interesan aquí tienen el mismo tratamiento en la obra editada por K.F. Kiple.

7 El cólera como consecuencia de asentamientos precarios de población refugiada, en Hatch, 1994, 292-299.

8 Un estudio detallado sobre la plaga en Perú, en Cueto, 1997: 173. Véase también Aznarez, 1998, en los que se apunta a la pobreza y la insalubridad como los causantes de la plaga.

9 El impacto mediático de la plaga puede verse en todos los diarios de finales de setiembre y principios de octubre de 1994. Por ejemplo en McGirk, 1994.

10 Véase al respecto las diversas páginas web sobre la enfermedad. Además de la de la OMS ya mencionada o la del Instituto Pasteur (www.pasteur.fr/search/Pasteur-en.htm), existen páginas específicas: Critpath (www.critpath.org), Boehringer (www.Boehringer-Ingelheim.es), Prous (www.prous.com/ttmsida) entre otras.

11 La dramática situación que se reflejó en las zonas afectadas puede verse en Crrión et al., 1995: 1-4.

12 La bibliografía sobre la enfermedad es cuantiosa. Véase, por ejemplo, la obra del director del equipo descubridor del virus de la enfermedad, Montagnier, 1995: 255. También Nájera, 1997: 168. Trabajos más específicamente geográficos en Gould, 1990: 55 y Gould, 1993: xvi-228; Cliff, 1992: 182-198.

13 Las tesis de Margulis y Sagan en Microcosmos: 4000 millones de años de evolución desde nuestros ancestros microbianos.

14 Un estudio ya clásico sobre la "rudeza tecnológica de Occidente" y su génesis frente a otras tradiciones ecológico-culturales es el de Passmore, 1978: 237. Desde la geografía son esenciales las obras de Glacken, 1996: 729 y Urteaga, 1987: 221)

15 Una obra, sin duda canónica, sobre el impacto de las plagas en las sociedades humanas a lo largo de la historia es la de McNeill, 1984: viii-313. La letra gruesa de las tesis de Diamond, y de otros autores que aparecen aquí, es deudora de la obra de McNeill, 1992: 171.

16 Por ejemplo, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta (EEUU), uno de los más importantes del mundo al contar con varios miles de investigadores, disponía recientemente de los mismos recursos económicos que 12 años antes. (Carrión, 1995: 2; Cueto, 1997: 225 y World Health Organization, 1998: 115).

17 Una reflexión crítica sobre la globalización y una de sus consecuencias, el denominado Estado mínimo está en Beck, 1998: 224. La globalización como idea neoliberal, justificante de las políticas públicas de reducción del papel del Estado del bienestar está en Navarro, 1998: 294, y Castells, 1998: 93 ss.

18 Véase Buj, 1996: 348. Esta plaga, la langosta, sólo pudo ser controlada en España cuando el Estado dispuso los suficientes medios humanos y materiales para su combate. Históricamente ha generado hambrunas y ha sido acusada de generar pestilencia y epidemias en general.

 

Información sobre el autor

Antonio Buj Buj. Licenciado en Historia Contemporánea y Maestro y Doctor en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona en donde se desempeña como investigador. Ha recibido la beca Erasmus de la Universidad de Lisboa y la beca CIRIT de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París. Sus temas de investigación versas sobre la historia contemporánea de España, historia de la ciencia, problemas ambientales, riesgos y plagas agrícolas, epidemias y retorno de plagas. Sus publicaciones más recientes son "Los riesgos epidémicos actuales desde la perspectiva geográfica" y "El reto de las epidemias en Iberoamérica ante el nuevo milenio", ambos publicados en los números 39 y 45 de la revista electrónica Scripta Nova (http://www.ab.es/geocrit) de la Universidad de Barcelona; "La langosta, Riesgo Universal, calamidad regional", en Mundo Científico, núm. 204, 1999, y El retorn de les plagues. El contexti medi ambiental de tres plagues actuals: la llangosta, la màlaria i la sida, en prensa.

Correo electrónico: abuj1@pie.xtec.es

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