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Papeles de población
versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425
Pap. poblac vol.10 no.39 Toluca ene./mar. 2004
Relaciones de género: equilibrio entre las responsabilidades familiares y profesionales
Gender relations: the balance between the family-oriented and professional responsibilities
Manuel Ribeiro Ferreira
Universidad Autónoma de Nuevo León.
Resumen
En este trabajo se analiza cómo, a pesar del debilitamiento de la estructura patriarcal de la familia y de la mayor participación femenina en los mercados de empleo, las actividades domésticas siguen siendo definidas como femeninas y realizadas principalmente por las mujeres. La revisión de la literatura al respecto nos muestra que la participación de los varones en las tareas del hogar es escasa y con frecuencia nula. Esto es cierto incluso en los países más industrializados, donde las tasas de participación femenina en los empleos son mayores y también cuando las esposas ganan más que los maridos. Se argumenta que la escasa participación masculina en el hogar constituye un freno para el desarrollo de las mujeres, pues además de las dobles jornadas de trabajo para aquellas que están empleadas, la responsabilidad exclusiva del ámbito doméstico se traduce con frecuencia en una discontinuidad laboral. Por último, se arguye que las ideologías de género representan uno de los principales obstáculos que deben enfrentar las mujeres para su desarrollo y una de las causas que refuerzan las iniquidades entre hombres y mujeres.
Palabras clave: Relaciones de género, familia, actividades domésticas, mercado de trabajo.
Abstract
In this work it is analysed how, despite of the deterioration of the patriarchal family structure and the increased feminine participation in labour markets, domestic activities are still defined as being feminine and continue to be done mainly by women. The revision of the literature on this subject shows that the male participation in housework is scarce and often non-existent. This is true, even in more industrialised countries where the rate of feminine participation in the labour market is higher, and also if wives earn more than their husbands. It is discussed that the scarce masculine participation in the housework represents a restraint for the development of the women, in addition to the fact that the double shifts of work for the ones employed and the exclusive responsibility for the household often lead to a labour discontinuity. At last, it is discussed that the gender ideologies represent one of the main obstacles that women have to face for their development and as well one of the causes that strengthens the iniquities between men and women.
Key words: Gender relations, family, domestic activities, labour market.
A lo largo de la evolución histórica, las familias de todo el mundo han adquirido múltiples rostros, diferentes fisonomías y muy diversas y complejas estructuras y formas de organización. Es tal la complejidad del fenómeno familiar que hasta el momento actual sigue siendo difícil proporcionar una definición adecuada que sea capaz de englobar todas sus características y su esencia (Laing, 1971; Le Gall y Martin, 1987; Morales 1996; Ribeiro, 2000). No obstante toda su diversidad, podemos detectar algunos rasgos que tienen un carácter prácticamente universal:
1. En todas las sociedades, las familias constituyen un espacio privilegiado para el desarrollo de la vida privada de las personas.
2. Las familias siempre han constituido una forma básica de división del trabajo.
3. La división del trabajo ha estado, por lo general, asociada a la diferenciación por sexo y por edad, y a las mujeres se les ha confinado con frecuencia al ámbito doméstico.
4. Sea cual sea la configuración específica que adquiera una familia en un lugar y tiempo dados, las mujeres nunca han gozado de un estatuto de igualdad y usualmente han estado subordinadas a la autoridad de los varones.
Hemos señalado en otra parte (Ribeiro, 2002) que los principios tradicionales de la familia siempre han puesto el acento en la autoridad del padre, en la división del trabajo y en la subordinación femenina. Mientras que el padre ha fungido generalmente como jefe de la comunidad familiar, la madre y los hijos han estado siempre sometidos a su autoridad. Asimismo, la estructura prototípica de la familia en prácticamente todas las sociedades se ha fundamentado en una división del trabajo en función del sexo, en la que los hombres desempeñan funciones instrumentales de vínculo con la sociedad más amplia, mientras que a las mujeres se les asignan papeles expresivos y se les circunscribe fundamentalmente al mundo interno de la familia.
Pero también sabemos que, en la actualidad, particularmente en los países más desarrollados, se ha delineado una clara tendencia hacia una mayor participación de las mujeres en distintas esferas de lo social. La evolución reciente de la familia, sobre todo en países industrializados, ha implicado importantes modificaciones que están afectando la división familiar del trabajo, al tiempo que auspician la construcción de escenarios más favorables para la equidad de género.1 De manera particular, la segunda mitad del siglo XX fue testigo de importantes cambios en la familia, debilitando las estructuras patriarcales y abriendo mayores espacios para las mujeres.
Uno de los aspectos centrales de dichas mutaciones se refiere, sin duda alguna, al cambio que han sufrido los papeles conyugales y al efecto que ello ha tenido en la condición social de las mujeres. Por ello es que hemos sostenido que el modelo familiar basado en la división del trabajo está empezando a caducar, principalmente en los países más desarrollados. La cuestión parece relevante, ya que, como ha sido señalado, la familia constituye uno de los principales escenarios en los que se construye el género (Manke et al., 1994), y todo parece indicar que uno de los signos más visibles de este proceso es la manera en que el trabajo -tanto el doméstico como el extradoméstico- está distribuido entre los miembros del grupo familiar.
En este contexto, ya lo dijimos, uno de los hechos más sobresalientes ha sido el ingreso masivo de las mujeres al mercado de trabajo. La incorporación creciente de las mujeres a los empleos no sólo ha contribuido a provocar cambios relativos a su condición social, sino que ha tenido un importante efecto en la noción que tenemos de la familia y del matrimonio. El hecho de que cada vez más mujeres (particularmente mujeres casadas) se encuentren en el mercado de empleos resulta una variable de suma importancia para entender las nuevas configuraciones de lo familiar, toda vez que dicha participación rompe con el patrón tradicional que determinaba a los hombres como responsables exclusivos del sostenimiento económico del hogar, característica fundamental de la estructura tradicional de la familia. En unas cuantas décadas, diversos países transitaron de un modelo rígido de familia en el que predominaba la división del trabajo en función del sexo, a uno en el que cada vez es más común el matrimonio de doble carrera (Dandurand, 1994).
Así, por ejemplo, en Estados Unidos el número de matrimonios de doble carrera ha crecido vertiginosamente. Según Brennan, Barnett y Gareis (2001), se estima que 78 por ciento de todos los trabajadores están casados con esposas que trabajan, y que en las tres cuartas partes de dichos matrimonios de dos salarios la mujer trabaja tiempo completo.
Aunque paulatinamente se han ido estableciendo condiciones estructurales favorables para que un mayor número de mujeres tengan acceso al empleo, las estructuras familiares aún constituyen un serio impedimento para el desarrollo laboral de las mujeres, ya que -como hemos señalado insistentemente- a pesar de todo, las actividades relacionadas con las tareas de la casa siguen siendo, para todos fines prácticos, exclusivamente femeninas.
La relación entre familia y trabajo nos conduce a plantear serias cuestiones, específicamente en relación con respecto a la situación de las mujeres. A diferencia de los hombres, para muchas de ellas la única alternativa real es la de obtener un empleo de tiempo parcial, y para otras, la de ejercer una actividad económica en el interior de su hogar, ya que de alguna manera tienen que hacer compatible su papel reproductivo con el productivo. Por tal motivo, no es poco frecuente que tengan que escoger entre una vida de familia y una carrera profesional; como dice Gail Sheehy (1986: 358): "La mayoría de las mujeres se sienten obligadas a escoger entre el amor y los hijos o el trabajo y la realización. Si a los hombres se les presentara semejante elección, ¿habría maridos?". Además, cuando una mujer desempeña una actividad económica extradoméstica, ella debe asumir una doble jornada de trabajo, pues como acabamos de señalar, los hombres se implican poco en la vida interna de la familia y en las responsabilidades de la crianza de los hijos.
Otro problema importante en este contexto es el que se refiere a la discontinuidad profesional de las mujeres. En general, la mayoría de los varones en edad activa permanecen en el mercado laboral desde que ingresan en él hasta que se retiran, salvo situaciones excepcionales. En cambio, para las mujeres la situación es sustancialmente diferente: primero, porque el número de mujeres que se emplean fuera del hogar es más bien reducido, y segundo, porque las que trabajan efectúan a lo largo de su vida diversas entradas y salidas del mercado de trabajo. En otras palabras, la actividad económica de la mujer se caracteriza por una gran irregularidad, y sus interrupciones están frecuentemente asociadas con cambios en su ciclo vital (casamiento, nacimiento de hijos, ingreso del último hijo al sistema escolar, etc.) (Wainerman y Recchini, 1981: 26-27; Kempeneers y Saint-Pierre, 1992).
La maternidad constituye, de lejos, el principal problema que deben afrontar las mujeres trabajadoras2 (Corbeil et al., 1992). La problemática de la maternidad empieza, en muchas ocasiones, desde la discriminación que sufren las mujeres en el mercado de empleos cuando tienen hijos, dado que la estructura de dicho mercado no ha tenido la aptitud para conciliar las exigencias profesionales de las mujeres y sus responsabilidades familiares, y dado que -como hemos dicho- la mujer casada es la única que asume las obligaciones familiares asociadas con su papel reproductivo. En muchos países se ha observado que las mujeres tienen menores oportunidades de emplearse cuando tienen hijos, independientemente de lo que se estipule en las leyes laborales, porque los empleadores no quieren enfrentar el ausentismo que puede ocasionar la responsabilidad maternal en casos de urgencia o de enfermedad. Además, las mujeres que consagraron varios años de sus vidas a la crianza de los hijos y que por esa razón se alejaron del mercado laboral (o nunca ingresaron a él), enfrentan graves dificultades cuando quieren conseguir un empleo. Amén de la dificultad misma que para encontrar un empleo representa su sexo femenino, cuando llega el momento de la reinserción laboral (o ingreso por la primera vez a un trabajo remunerado), estas mujeres generalmente han alcanzado una edad que les dificulta la obtención del empleo (la mayoría de las empresas desean gente joven), no tienen suficiente capacitación para el trabajo, o si la tienen no están actualizadas, dado el rápido avance de la tecnología y su impacto sobre los métodos y procedimientos de trabajo.
A partir de las características que hemos señalado, podríamos decir entonces que si las mujeres contaran con "esposas" que les atendieran la casa, que se quedaran en el hogar, que cuidaran a sus hijos, que manejaran las finanzas domésticas, que escucharan los problemas de todos y cuidasen a los enfermos, que remendaran la ropa y prepararan los alimentos, entonces podríamos imaginar las posibilidades de expansión que tendrían: la cantidad de libros que escribirían, las empresas que crearían, los cargos políticos que ocuparían... Las mujeres que han logrado algo así -en su mayoría- o nunca se casaron ni tuvieron hijos, o han contado con personal doméstico que ha tomado a cargo buena parte de estas tareas. Es más, podríamos aventurar la hipótesis de que muchas de las mujeres más exitosas que sí tuvieron hijos han tenido que soportar un sentimiento de culpabilidad, porque los procesos de socialización diferencial en función del sexo han provocado que sean ellas quienes deben asumir e internalizar el compromiso y la obligación moral de criar y cuidar a sus hijos.
Con el propósito de alentar y favorecer la igualdad de las mujeres en la penetración de los mercados laborales es necesario que se fortalezca el desarrollo de instituciones que -como las guarderías infantiles- atenúen las dificultades que enfrentan las mujeres casadas para participar en las esferas extradomésticas. Pero el problema es más de fondo. Dice Greenstein (2000) que la cuestión fundamental en el estudio de la división sexual del trabajo es por qué, frente al dramático cambio que enfrenta la sociedad con respecto al empleo femenino, el trabajo doméstico sigue siendo un trabajo de mujeres.
Para poder hacer más compatibles las necesidades familiares y las del mercado de trabajo de las mujeres es necesario romper con los modelos estáticos de división sexual del trabajo al interior de la familia. La evolución de la organización familiar hacia estructuras más justas, más equitativas y más democráticas exige no solamente una participación más activa de las mujeres en las esferas públicas, sino también y, simultáneamente, una mayor implicación de los hombres en la esfera privada del hogar doméstico. Pero para ello es también necesario flexibilizar las demandas del mercado de trabajo, establecer programas de ayuda a las personas y a las familias, promover la creación de guarderías infantiles en los lugares de trabajo,3 desarrollar modalidades de trabajo flexibles y desarrollar procedimientos que garanticen el cumplimiento de las leyes laborales, específicamente en cuanto a igualdad de oportunidades se refiere.
Con el propósito de permitir que los padres (varones) ejerzan sus responsabilidades en el momento del nacimiento de un hijo, y bajo la perspectiva de una repartición equitativa de las tareas parentales, es necesario que los hombres puedan gozar también de permisos de ausencia en el trabajo por paternidad. En Suecia, por ejemplo, en donde las tasas de actividad femenina son casi tan altas como las masculinas (más de 80 por ciento de todas las mujeres), existe una incapacidad parental por el nacimiento de los hijos a 90 por ciento del salario, aplicables tanto a las mujeres como a los esposos, lo que eleva las posibilidades de que ambos cónyuges se ocupen de los hijos (Barrère, 1992: 31).
Oposición entre trabajo doméstico y extradoméstico
En una revisión reciente de la literatura sobre los matrimonios de doble carrera, Spain y Bianchi (1996, citados por Becker y Moen, 1999) notaron que el "problema" de los matrimonios en los que ambos cónyuges trabajan ha sido típicamente percibido como un problema de las mujeres para equilibrar sus actividades laborales y domésticas. Ello se debe a que, incluso en sociedades en las que el trabajo femenino es más frecuente y considerado como "normal", aún no es posible disociar la imagen femenina de las funciones internas de la familia.
Milkie y Petola (1999) dicen que probablemente el mayor desafío para las mujeres en la actualidad es tratar de equilibrar las demandas del trabajo remunerado y las del trabajo doméstico. Hasta donde sabemos, nadie ha hecho una declaración similar con relación a las funciones y papeles de los hombres. Resulta que aún hoy, en el umbral del siglo XXI, sigue vigente lo que Gail Sheehy (1986) señalaba hace casi 20 años: que la mayoría de las mujeres se sienten obligadas a escoger entre la vida familiar y el trabajo fuera de la casa. Ello se debe, principalmente, a que no obstante la mayor participación de las mujeres en el sostenimiento de los hogares, la tradición cultural y la visión estereotipada de "lo femenino" sigue constituyendo un obstáculo que impide disociar los papeles expresivos del hecho de ser mujer.
Participación masculina en el trabajo doméstico
La creciente incorporación de las mujeres al mercado de trabajo no ha llevado aparejada una distribución más equitativa de las tareas domésticas en el hogar. La evidencia nos muestra que, de alguna manera, los cambios sociales que han favorecido la participación de las mujeres en la fuerza laboral no han podido aún modificar sustancialmente la división del trabajo intradoméstico entre hombres y mujeres, y esto es igualmente cierto en países desarrollados como en aquellos que están en vías de desarrollo. Así, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, a pesar de que las mujeres han penetrado el mercado de empleos, la participación de los esposos en las tareas domésticas ha evolucionado lentamente (Pittman y Blanchard, 1996). La mayoría de los estudios realizados en Estados Unidos muestra que las mujeres hacen la mayor parte de los trabajos de la casa, incluso cuando ellas tienen un empleo de tiempo completo (Manke et al., 1994; Robinson y Milkie, 1998). La misma observación ha sido hecha en Europa (Kluwer et al., 1996).
Greenstein (1996) apunta que a pesar de que en Estados Unidos se ha duplicado el número de madres casadas que trabajan a tiempo completo desde 1970, la división del trabajo doméstico ha cambiado muy poco y que los hombres casados siguen participando escasamente en las labores del hogar. En Canadá, Dandurand (1990) asegura que los padres y maridos, aún son reticentes en asumir su parte de la carga doméstica, aparte de su contribución al sostenimiento económico; algunos investigadores de ese país han notado que los esposos se implican poco en la vida doméstica y en la realización de los quehaceres del hogar (Le Bourdais y otros, 1987; Mercier, 1990, citados por Dandurand, 1992), situación que impone a las mujeres una doble jornada de trabajo y, con frecuencia, el acceso a empleos de tiempo parcial. En México, la creciente incorporación de las mujeres al mercado de trabajo tampoco ha llevado aparejada una distribución más equitativa de las tareas domésticas en el hogar (INEGI, 1998). En este país, el INEGI (2001) señala que 93.6 por ciento de las mujeres mayores de 20 años participa en actividades cotidianas de trabajo doméstico dentro de su hogar, mientras que la cifra para los varones es de 41.9 por ciento.
Sánchez Gómez (1989, en García y de Oliveira, 1994) indica que la mayoría de las investigaciones sobre este tema en México concluyen que la participación de los varones en actividades de trabajo doméstico es escasa, variable y en ocasiones nula. Cuando la mujer desempeña actividades remuneradas, es posible esperar algunos cambios en cuanto al trabajo doméstico; sin embargo, lo más común es que las mujeres con actividad remunerada reciban apoyo de los integrantes de su hogar, pero sobre todo de las hijas mayores de 11 años. Tal afirmación está respaldada por los datos de la investigación de Benería y Roldán (1987), quienes reportan que son las hijas mayores y otros parientes quienes se responsabilizan de tareas específicas dentro del hogar.
Aunque en términos generales es común asociar la escasa participación masculina en el hogar con los estratos socioeconómicos más populares, la evidencia muestra que incluso en sectores menos populares y más escolarizados se observa una participación masculina muy marginal. Así, en una investigación realizada a finales de la década de 1990 en la Ciudad de México con parejas de universitarios en las que tanto las esposas como los esposos tenían empleo (Saucedo et al., 1998) se encontró que aunque los maridos se involucraban en los quehaceres del hogar, las mujeres seguían siendo las principales responsables de lo doméstico. Es decir, que aunque muchos de estos varones lavan, planchan y limpian, lo hacen en menor cantidad que sus esposas. En esta investigación se observó que 64 por ciento de las mujeres entrevistadas aseguró que su compañero era cooperativo, 13 por ciento dijo que su esposo participaba aunque era desordenado, 9.6 por ciento indicó que su marido nunca participaba y seis por ciento que lo hacía muy poco; a pesar de ello, 40 por ciento de las mujeres consideró que tenían episodios de conflicto con su esposo a causa del incumplimiento de estos en la realización de las tareas domésticas. Siete de cada diez de las mujeres universitarias entrevistadas señalaron que cuando exigían a su esposo que participara, él se disgustaba, no hacía lo que le pedía, la ignoraban o postergaban la tarea. En contraste, los hombres universitarios que ayudan en las tareas de la casa consideran que el trabajo doméstico que realizan, a pesar de ser menor que el que hacen sus esposas (quienes también trabajan fuera del hogar), es suficiente y lo perciben como una demostración positiva de afecto hacia su cónyuge (Saucedo et al., 1998).
En términos generales, la participación doméstica de los varones en México parece ser mucho menor que la de los esposos estadunidenses, si bien la de estos últimos dista mucho de ser igualitaria con respecto a la de sus esposas. El estudio de Greenstein (1996) muestra que en una investigación en la que fueron entrevistados 2 719 matrimonios estadunidenses, las mujeres empleaban un total de 37.6 horas a la semana en tareas domésticas, mientras que los hombres sólo trabajaban en la casa 18.1 horas en promedio.4 En contraste, en México, de acuerdo con cifras del INEGI (2001), si medimos la participación de hombres y mujeres en la realización de tareas domésticas, observamos que las mujeres dedican en promedio casi 49 horas semanales contra sólo 13 horas de los varones. Otro estudio, realizado en la ciudad de Monterrey (Ribeiro, 2002), indica que los varones casados participan, en promedio, sólo seis horas a la semana.
Para García y de Oliveira (1994) todavía no es posible hablar de un cambio importante en la división intrafamiliar del trabajo doméstico. La participación masculina en estas actividades casi siempre asume la forma de "ayuda" o "colaboración". Se trata de una participación esporádica que los maridos llevan a cabo cuando tienen tiempo libre, durante los fines de semana o las vacaciones, o cuando las esposas están enfermas. Un buen número de maridos asume esta postura de que "él ayuda", queriendo con esto señalar que se trata de una concesión hacia su esposa y por consiguiente dicha ayuda no implica obligatoriedad ni constancia (Saucedo et al., 1998). Esto significa que para los varones la actividad doméstica sigue siendo concebida como una actividad por naturaleza femenina.
Se ha sugerido que las mujeres hacen más trabajos domésticos porque son económicamente dependientes. Pero existe evidencia de que las mujeres también hacen más labores en la casa que sus maridos, aun en los casos en los que ellas ganan más que ellos5 (Atkinson y Bowles, 1984, citado por Greenstein, 1996), así como en los hogares en los que el marido no tiene empleo (Brayfield, 1992, citado por Greenstein, 1996).
Además de la diferencia en la cantidad de participación doméstica entre mujeres y hombres, también es notable que las tareas realizadas en el hogar estén fuertemente segregadas por el sexo. En una amplia revisión de literatura sobre el tema en Estados Unidos, Greenstein (1996) encontró que las tareas femeninas tradicionales siguen siendo cocinar, lavar, limpiar la casa, mientras que los hombres se ocupan del patio y del mantenimiento del auto. Adicionalmente, en un estudio realizado en Estados Unidos con hombres y mujeres que encabezaban hogares monoparentales (May et al., 1995), se encontró que aunque no había diferencias en el tiempo que los padres solos y las madres solas dedicaban a sus hijos, sí había ciertas diferencias en el número de horas dedicadas a aquellos trabajos domésticos que tradicionalmente han sido considerados como femeninos: las madres solas dedicaban en promedio 29.8 horas a estas actividades, mientras que los padres solos dedicaban 22.5 horas. Sin embargo, también se notó una pequeña diferencia en el número de horas dedicadas a "actividades masculinas", en las cuales los hombres dedicaban 4.5 horas semanales en promedio contra 2.3 horas de las mujeres. La suma total del tiempo semanal invertido en la casa es de 40.3 horas para las mujeres y 34.2 horas para los varones. Resulta interesante observar que la participación masculina en tareas de la casa, aunque siempre más reducida que la femenina, es mayor en los hogares en los que falta la madre.
En México, entre las parejas de universitarios entrevistados por Saucedo y sus colaboradores (1998), se encontró que la participación de los varones en lo doméstico se concentraba en actividades tales como tirar la basura, comprar víveres, pagar los servicios y hacer las reparaciones del hogar. Sánchez Gómez (1989, en García y de Oliveira, 1994), asegura que en diversas investigaciones se señala que las actividades esporádicas que desempeñan los hombres están más relacionadas con el ámbito externo, es decir, las menos rutinarias y monótonas y las menos tipificadas como actividades femeninas. Muchos otros estudios para países desarrollados y en desarrollo dejan claro que la responsabilidad de las mujeres en la realización del trabajo doméstico se ha mantenido, y muy poco se ha logrado en cuanto a la participación sistemática de los cónyuges en dichas labores (García y de Oliveira, 1994). En un estudio realizado en la ciudad de México entre 1985 y 1986 sobre patrones de división del trabajo doméstico, Mercedes Blanco (1989) encontró que la compra de víveres era la única actividad doméstica en la que intervenían -de manera muy relativa- los esposos de los grupos de mujeres que ella estudió. Algo similar habíamos encontrado nosotros en un estudio realizado en el área metropolitana de Monterrey a fines de la década de 1980 (Ribeiro, 1989), en donde los datos obtenidos a partir de una muestra de 2 132 hogares permitieron concluir que los varones se implicaban muy poco en las actividades domésticas tradicionales y que principalmente se ocupaban de las reparaciones del hogar, aunque también se notaba un porcentaje importante de esposos que participaban en la compra de víveres y que se ocupaban de sus hijos.
Este último aspecto, dedicar tiempo a los hijos, ha sido destacado en diversos estudios. En Estados Unidos se está incrementando el número de padres que afirman que quieren ocuparse más de sus hijos y que frecuentemente se sienten culpables cuando no lo hacen (La Rosa, 1988, citado por Glass, 1998). De hecho, las investigaciones muestran que, efectivamente, algunos padres han incrementado realmente el tiempo que dedican a cuidar de sus hijos en los últimos años6 (Glass, 1998). En México, ya Leñero (1967) había advertido en su investigación sobre la familia hace más de tres décadas que el área en la que mayormente participaban los varones dentro del hogar era ocupándose de sus hijos. En su reciente investigación con parejas de universitarios, Saucedo y sus colaboradores (1998) encontraron que en el caso de los hijos se prioriza el ejercicio de la responsabilidad compartida entre los esposos.
En otro orden de ideas, parece ser que en Estados Unidos los esposos de las mujeres que tienen empleo contribuyen más horas en la realización del trabajo doméstico que los esposos de las mujeres que no tienen empleo (Greenstein, 1996). Aun así, el reparto de tareas domésticas es desigual y las mujeres, con y sin empleo, hacen la mayor parte de los trabajos de la casa. Manke y sus colaboradores (1994) afirman que cuando la mujer trabaja fuera de la casa, los maridos participan un poco más para ayudarles en las tareas domésticas, pero también sus hijos lo hacen, y de manera más específica las hijas. De hecho, en los hogares estadunidenses a las niñas se les asignan más tareas domésticas que a los niños (Goodnow, 1988; White y Brinkernoff, 1981, citados por Manke y otros, 1994), lo cual parece perpetuar este fenómeno.
Ideología de género y trabajo doméstico
A pesar de la tendencia que se observa en cuanto a una disminución de la separación de las esferas domésticas y extradomésticas en función del sexo, muchos hombres y mujeres prefieren aún que sean las mujeres quienes desempeñen la mayor parte del trabajo doméstico (Major, 1993, citado por Kluwer et al, 1996). Parece ser que esto está vinculado con las ideologías de género y con las expectativas y opiniones que hombres y mujeres tienen respecto de sus vidas familiares.
Robert y Margaret Blood (1980) señalaban hace poco más de dos décadas que el fracaso de los maridos en compartir los quehaceres del hogar constituye una queja casi universal de sus esposas. La situación es aún peor cuando las propias mujeres desempeñan alguna actividad económica al exterior del hogar. Para Greenstein (2000), la cuestión fundamental en el estudio de la división sexual del trabajo es por qué, frente al dramático cambio que enfrenta la sociedad con respecto al empleo femenino, el trabajo doméstico sigue siendo un trabajo de mujeres. Dicho autor señala que una de las teorías más desarrolladas para explicar la división sexual del trabajo argumenta que las mujeres hacen más trabajo doméstico porque ellas aportan menos recursos al hogar. Sin embargo, si esto fuese cierto, cabría esperar que a medida que las mujeres han ido conquistando mejores niveles de ingreso, también habría disminuido la cantidad de trabajo doméstico que efectúan, situación que no es corroborada por los datos de investigación (Greenstein, 2000).
De hecho, algunos estudios (Greenstein, 1996) señalan que la variable clave para entender esta cuestión es la ideología de género. Desde esta óptica, se sugiere que en la medida en que las mujeres y los hombres asimilan una ideología más igualitaria, la división del trabajo doméstico y extradoméstico en función del sexo es menos acentuada y más equitativa.7 Es quizás por esta razón que aun en sociedades industrializadas como Estados Unidos las mujeres siguen haciendo la mayor parte de los trabajos de la casa, ya que como lo demostraron Robinson y Milkie (1998), la mayoría de las mujeres que trabajan fuera de su casa y que hacen la mayoría de los quehaceres del hogar perciben en realidad poca iniquidad y poco conflicto por esta distribución de las tareas del hogar.
Las sociedades actuales ofrecen múltiples mecanismos de socialización, algunos de los cuales actúan en el sentido de mantener y reforzar los estereotipos tradicionales, y otros que presionan en sentido opuesto, mostrando imágenes de hombres y mujeres menos diferenciadas. Así, por un lado, muchas familias, particularmente las más populares y menos escolarizadas, reproducen todavía una imagen tradicional de lo "masculino" y de lo "femenino". A pesar que hace ya tiempo que se han instaurado leyes que favorecen la igualdad jurídica de las mujeres en relación con los varones, los estereotipos sexuales siguen ejerciendo una gran influencia sobre la percepción de los papeles sexuales. Sigue predominando una imagen que presenta al varón como el proveedor principal, como el jefe, fuerte y con autoridad, mientras que el perfil femenino está impregnado de afectividad, de ternura y de amor maternal.8 En contraste, el estereotipo femenino de la madre-esposa-en-el-hogar se confronta con figuras alternas que frecuentemente son transmitidas por los diversos medios de comunicación de masas: la mujer ejecutiva, la mujer policía, la mujer valiente, la mujer fuerte y decidida... Incluso si las figuras estereotipadas en los medios de comunicación comparten cada vez más estas imágenes con otras que muestran una visión más variada y menos rígida de lo masculino y lo femenino, es necesario reconocer que la cultura fomentada por los medios masivos de información continúa reforzando las ideas preconcebidas sobre las "características sexuales de los individuos". Sin embargo, lo que nos parece realmente importante es que, desde hace unos pocos años, ya no existe un único modelo de referencia de lo masculino y otro de lo femenino, sino que se han creado espacios en la cultura que dejan entrever las alternativas para el cambio.
Adicionalmente es posible pensar que el incremento en el número de mujeres que se han incorporado a los mercados de empleos durante las últimas décadas está contribuyendo a transformar y a suavizar las ideologías de género, situación que ya ha sido observada en otros países (Vinet et al., 1982).
Pero incluso en este contexto de cambios, todo parece indicar que la concepción de género sigue siendo conservadora y que la tradición masculina establece que el trabajo doméstico "es cosa de mujeres". Cabe especificar que no sólo los hombres comparten esta percepción, sino que tanto para hombres como para mujeres la tradición cultural ha planteado que el ámbito familiar y doméstico constituye una responsabilidad exclusivamente femenina (Elu, 1975; Leñero, 1967, 1992; Jelin, 1984; Ribeiro, 1994). Así, por ejemplo, en una investigación reciente (Rojas, 1998), las mujeres mismas consideraban que el trabajo doméstico es una actividad primordialmente femenina. Y la cultura de diferenciación sexual, evidentemente, abarca otras esferas de la vida familiar, como es el caso de las relaciones de poder. En un estudio realizado hace unos años por Díaz Guerrero (1988) se les preguntó a los entrevistados: ¿cree usted que el lugar de la mujeres es el hogar? 91 por ciento de los hombres y nueve de cada diez mujeres respondieron afirmativamente. En el mismo estudio, 85 por ciento de los varones y 78 de las mujeres dijeron que creían que en los hogares los hombres debían "llevar los pantalones" (es decir, que los hombres deben mandar en el hogar).
Por su parte, De Barbieri (1984, citada por García y de Oliveira) señala que las mujeres de clase media y las obreras consideraban a mediados de la década de 1970 que el hombre tenía la obligación de mantener a la familia y la mujer la responsabilidad de las actividades domésticas. Estudios más recientes también indican que las mujeres de sectores populares consideran que el trabajo de la casa debe de ser realizado por ellas mismas (Benería y Roldán, 1987; Rubalcava y Salles, 1992, citado por García y Oliveira, 1994). García y Oliveira (1994), de igual forma, encontraron que las entrevistadas de los sectores populares no esperaban que la contribución del marido con el trabajo doméstico fuese sistemática.
Como señala Olga Rojas (1998), hoy en día parece que la división de roles no se encuentra peleada con la participación económica de las mujeres, sobre todo en unidades domésticas que enfrentan serias dificultades para sobrevivir y en contextos económicos que ofrecen un amplio panorama de oportunidades para las mujeres. No obstante, para lograr una verdadera equidad no basta que se abran oportunidades para que las mujeres, sobre todo las casadas, puedan incursionar en el mercado de empleos, sino que dichas oportunidades deben ser equitativas con respecto a las que tienen los hombres y todo ello debe estar anclado en una nueva cultura de género.
La participación en el mercado de empleos en iguales circunstancias no depende sólo de las mujeres, ni depende tampoco exclusivamente del mercado de trabajo o de la legislación laboral. Estamos convencidos de que la estructura de la familia y las ideologías que segregan a los sexos siguen constituyendo los principales obstáculos. Hasta ahora, las políticas laborales de algunos países desarrollados han tratado de promover la igualdad mediante tímidas medidas que buscan flexibilizar el mercado de empleos para las mujeres, y que buscan hacer compatibles las exigencias de la vida familiar con las del trabajo extradoméstico. Sin embargo, la única forma de promover dicha igualdad es favoreciendo una transformación radical de las ideologías de género y promoviendo una mayor incorporación de los varones al interior de las familias.
En los esfuerzos que desarrollan los pueblos modernos para construir sociedades cada vez más justas, más libres y más democráticas, no debemos olvidar que una de las iniquidades más universales sigue siendo, a pesar de todo, la iniquidad de género, pues vulnera los derechos más elementales de la mitad de la población. A pesar de los avances -que han sido significativos- en el mejoramiento de la condición social de las mujeres, aún hoy, en pleno siglo XXI, ninguna sociedad ha logrado ofrecer a las mujeres las mismas oportunidades que a los varones. La verdadera solución no consiste únicamente en abrir más oportunidades de empleo para las mujeres, pues estamos convencidos de que el origen del problema reside fundamentalmente en la organización interna de las familias, en la manera en que las familias distribuyen sus funciones y sus tareas.
Trabajo y exigencias del neoliberalismo
Además de los problemas de género existen otros aspectos de la relación entre la familia y el trabajo que deben ser abordados por una política social familiar.
Desde hace algunos años, la globalización de los mercados y el enfoque neoliberal de las economías han forzado a muchas empresas a adaptarse a las nuevas circunstancias para lograr hacer frente a la cada vez más difícil competencia de los mercados mundiales. Tal situación ha provocado que las empresas exijan de sus empleados más dedicación, un mayor dinamismo y una mayor productividad. La transformación del trabajo en este nuevo contexto económico y las tensiones que provocan estos cambios exigen mucho de los empleados y de sus familias.
La presión que ejerce la necesidad de conciliar las tareas profesionales y las familiares está vinculada, por ejemplo, con las tensiones (stress) que sufren los empleados. En general, el stress resultante de las obligaciones profesionales y familiares se explica de dos maneras: por un lado, por la interferencia de roles familiares y profesionales que pueden entrar en conflicto, y por otro lado, por la sobrecarga de tareas que deben ser cumplidas, lo que conduce frecuentemente a la fatiga y al agotamiento. Ambos fenómenos pueden hacer que tanto la vida familiar como la actividad profesional sean muy difíciles para los trabajadores, y los empleadores pueden también padecer las consecuencias.
El hecho es que puede existir una interferencia entre el mundo del trabajo y la esfera familiar. Por un lado, la entrega total al trabajo y la búsqueda del éxito profesional por encima de cualquier otra cosa puede afectar seriamente la integración de los empleados en sus familias e interferir con sus funciones al interior del grupo doméstico, y por otro lado, los trabajadores que manifiestan dificultades para enfrentar sus obligaciones familiares pueden encontrarse con la dificultad de alcanzar un rendimiento óptimo en el trabajo.
Si como ha sido ampliamente reconocido, los recursos humanos constituyen los recursos más importantes de cualquier organización, y sabiendo que los trabajadores generalmente forman parte de una familia, entonces los empleadores deben establecer políticas en sus empresas o modificar las ya existentes para que respondan más adecuadamente a las necesidades de los trabajadores y de sus familias. Para ello es necesario conocer a fondo la situación real de los trabajadores: sus necesidades básicas, la medida en la que los empleados sufren de tensiones ligadas con el problema de conciliar sus obligaciones familiares y profesionales, las causas de tales tensiones, el grado de responsabilidad de los trabajadores con respecto a otros miembros de la familia (hijos, ancianos, etc.), su opinión con respecto de las modalidades de trabajo, etcétera.
El establecimiento de un equilibrio entre las responsabilidades profesionales y familiares tiene repercusiones importantes sobre la productividad de los empleados y, por extensión, sobre la salud de la empresa. Los empresarios que reaccionan de manera positiva a la instauración de este equilibrio no lo hacen solamente por altruismo, sino que lo hacen para acrecentar la eficiencia, aumentar el rendimiento (por ejemplo, reduciendo el ausentismo que frecuentemente se origina por problemas en el medio familiar) e incrementando con todo ello la productividad de los trabajadores.
Desde que el concepto de calidad total empezó a diseminarse por todas partes, los especialistas en los procesos productivos han ido descubriendo que no se puede alcanzar el objetivo de calidad total en la producción de bienes y servicios si los recursos humanos que forman las organizaciones no tienen una buena calidad de vida. Pero el concepto de calidad de vida de un trabajador no puede aislarse, bajo ninguna circunstancia, del concepto de calidad de vida familiar, por el simple hecho de que la mayoría de las personas de una u otra forma son miembros de una familia. En tal sentido, la calidad de vida familiar no puede ser entendida solamente como un concepto de bienestar económico.
Es de absoluta necesidad que se mejoren tanto las condiciones colectivas como las individuales de los trabajadores y de las trabajadoras, tomando en cuenta la función social de los padres. Si la maternidad es un acto social que debe ser protegido, la educación y el cuidado de los hijos deben ser considerados bajo una nueva relación de distribución de responsabilidades entre los padres y las madres. Ello supone que se adapten las condiciones de trabajo, que se modifiquen las leyes y que se creen programas de apoyo a los padres. Las madres no pueden y no deben asumir ellas solas la tarea de educar y de criar a sus hijos.
En su papel de rectoría de una política social de la familia, el Estado no sólo debe promover estructuras familiares más igualitarias y justas, sino crear las condiciones contextuales y jurídicas que respondan a las nuevas realidades familiares y que apoyen a las parejas en el ejercicio de sus responsabilidades parentales.
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1 La mayoría de los argumentos utilizados para explicar este fenómeno refieren a dos factores principales: la aparición de los movimientos feministas y el ingreso masivo de las mujeres al mercado de empleos. Creemos que la tendencia observada en las últimas décadas hacia una mayor participación de las mujeres en esferas extradomésticas y particularmente en el trabajo no doméstico ha constituido uno de los factores internos que mayormente han favorecido el cambio sociofamiliar actual.
2 Aunque hacemos alusión específica a la maternidad por ser el factor más importante de la problemática que rodea al fenómeno de la relación trabajo-familia, debemos recordar que existen otras responsabilidades familiares que normalmente corresponden también a la mujer, como es el caso del cuidado de adultos enfermos, de discapacitados o de personas de la tercera edad.
3 Los servicios de guardería infantil son instrumentos esenciales para permitir a los padres conciliar su responsabilidad parental con sus obligaciones laborales, y para hacer posible y mantener el empleo o el acceso al empleo.
4 Otras investigaciones arrojan datos inferiores a los encontrados por Greenstein. Por ejemplo, Robinson (1988, citado por Gupta, 1999) asegura que la participación de los maridos estadunidenses en las labores del hogar pasó de 4.6 horas en promedio en 1965 a 10 horas en 1985.
5 Según la Oficina de Estadísticas de Trabajo, en Estados Unidos, en 1997, 23 por ciento de las mujeres de matrimonios de doble carrera ganaban tanto o más que sus esposos (Brennan et al., 2001).
6 Parece ser que el involucramiento de los padres en tareas asociadas con la crianza y cuidados de sus hijos se relaciona con el hecho de que la mujer trabaje fuera del hogar, pero también con que la familia enfrente dificultades económicas (Glass, 1998).
7 Greenstein (1996) afirma que aunque la literatura sobre el tema sugiere que la ideología de género (es decir la manera en que una persona se identifica en términos de los papeles conyugales y familiares) se relaciona con la división del trabajo doméstico, en realidad la ideología de género, por sí sola, no es suficiente si no se considera la interacción entre la ideología del esposo y la de la esposa. Sólo cuando ambos cónyuges tienen una ideología igualitaria ello se reflejará en la participación masculina en el hogar.
8 Según Leñero (1992), el primer reducto legitimado del machismo está referido al mantenimiento de los roles tradicionales de las mujeres en el seno del hogar. Este autor segura que el cambio de los roles implica un desequilibrio institucional y genera inseguridad en el hombre. No resulta extraño entonces que a pesar de las dificultades económicas que enfrentan muchos hogares, muchos maridos se opongan a que ellas trabajen fuera de la casa, argumentando que el empleo de ellas implica el descuidos de los hijos y de la casa.