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Papeles de población
versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425
Pap. poblac vol.18 no.72 Toluca abr./jun. 2012
¿Existe feminización de la pobreza en México? La evidencia a partir de un cambio del modelo unitario al modelo colectivo de hogar
Is there feminization of poverty in Mexico? Evidence from a unitary to a collective household model
Katya Rodríguez-Gómez
Universidad de Guanajuato
Este artículo fue
recibido el 8 de septiembre de 2011
aprobado el 23 de mayo de 2012.
Resumen
El objetivo del artículo es discutir la situación de las mujeres respecto a la pobreza para conocer si puede hablarse de feminización de la pobreza en el caso de México. Para ello se aplica el modelo colectivo que permite salvar las limitaciones del modelo unitario y dar cuenta de las diferencias de género al interior de los hogares, que son escondidas por el cálculo convencional de la pobreza. Al aplicar este modelo se encuentra una substancial brecha de género en la pobreza y que la mayor pobreza femenina se encuentra en los hogares encabezados por hombres. Sin embargo, no puede hablarse de feminización de la pobreza en México porque el concepto no resulta útil para describir a cabalidad la situación femenina en relación con este tema. En consecuencia, se sugieren algunos pasos que debería seguir la investigación.
Palabras clave: feminización, pobreza, modelo colectivo, género, mujeres, México.
Abstract
This paper attempts to discuss poverty situation of women in Mexico in order to know if there is feminization of poverty. The paper applies a different model of intra-household distribution of resources: the collective model. In order to avoid the main problems of the conventional analysis of poverty: disregard for gender differentials. This article argues that by changing the model, it is possible to find a significant gender gap in poverty. A higher rate of female poverty is found in male headed households. However, it is not possible to assume that there is a feminization of poverty because the concept is not useful to describe the situation of female poverty. Finally, the paper provides some suggestions about the onward steps in researching this subject.
Key words: feminization, poverty, collective model, gender, women, Mexico.
Introducción
En México la evidencia cuantitativa parece indicar que no existe feminización de la pobreza (Villareal y Shin, 2008; Damian, 2003, 2008, 2011). Esta apreciación resulta sumamente paradójica si se analiza la realidad social del país. Existe, por una parte, una marcada carencia de políticas que apoyen la igualdad femenina o la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral. También existe una marcada carencia de políticas que apoyen a las madres con hijos pequeños.1 Las posibilidades de inserción de muchas mujeres al mercado laboral dejan pocas alternativas. Se trata en su mayoría de trabajos precarios, con ingresos sumamente bajos y con escasa protección de la seguridad social (Brachet-Marquez y Oliveira, 2002). De hecho, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) (2009: 19) las mujeres se encuentran sobrerrepresentadas en el sector informal. México es un país donde la protección de la seguridad social está vinculada a la participación en el mercado laboral formal. Por tanto, si las mujeres no tienen esta protección como resultado de su propio trabajo, solo podrán tenerlo como dependientes de su cónyuge, de lo contrario se encontrarán desprotegidas.2
Por otra parte, encontramos que México no es una excepción respecto a la situación de la mujer, tal y como afirma la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (2001) en su guía para la reducción de la pobreza. De acuerdo con este organismo, en casi todas las culturas existen prejuicios y discriminación en contra de las mujeres, lo que provoca que los procesos que causan la pobreza afecten a los hombres y a las mujeres de maneras diferentes. La pobreza femenina es generalmente más severa que la pobreza masculina, porque las mujeres y las niñas en los hogares pobres consumen menos y sufren más violencia que los hombres. Además, las mujeres sufren de escases de tiempo, dado que destinan una gran cantidad del mismo a realizar tareas no remuneradas de reproducción del hogar, lo que les resta la posibilidad de participar en actividades económicas, sociales y políticas (OCDE, 2001: 40). De acuerdo con datos de CEPAL (2009: 42), las mujeres en México realizaban en promedio 6.53 horas de trabajo no remunerado mientras los hombres realizan 1.33 horas. También existe una clara discriminación de género en términos de la posibilidad de tomar decisiones y la falta de derechos sobre la salud reproductiva y sexual (Banco Mundial, 2001). Todo lo anterior agudiza la pobreza femenina.
Al contrario de los estudios de corte cuantitativo, la evidencia mostrada por estudios cualitativos tales como Salles y Tuirán (1999), sí apoya la tesis de la feminización de la pobreza en México. Los autores afirman que las determinantes de género que regulan las relaciones de la sociedad en general afectan la situación de pobreza de las mujeres, porque las desigualdades de género que existen en el mercado de trabajo, la familia y la estructura social generan una situación de vulnerabilidad mayor para ellas. También los estudios de García y De Oliveira (1994); Chant (1997, 1988) y González de la Rocha (1994) muestran que existe una mayor pobreza femenina, pero que esta se encuentra principalmente al interior de hogares encabezados por hombres y en menor medida en los hogares encabezados por mujeres.
Este trabajo discute la situación de las mujeres respecto a la pobreza, con vistas a dilucidar si en efecto puede hablarse de feminización de la pobreza en el caso de México. La novedad consiste en hacer un análisis de la pobreza desde un modelo diferente: el modelo colectivo de hogar; la evidencia convencional sobre pobreza, generalmente, se presenta usando el modelo unitario, en el cual se asume que la totalidad de los recursos de un hogar son compartidos por igual entre todos sus miembros, de este modo, si un hogar es pobre, todos sus miembros lo serán. El caso contrario también aplica, en aquellos hogares no pobres, ninguno de sus miembros será considerado pobre.
Sin embargo, un cuerpo importante de literatura ha demostrado que esta asunción no resulta sostenible al interior de la mayoría de los hogares, porque no toma en cuenta las diferencias de poder entre los miembros (Pantazis y Ruspini, 2006). Por ejemplo, Brannen (1987) y Pahl (1989) han demostrado que existen desigualdades en el acceso a los recursos entre esposos y esposas, y que esto puede resultar en la pobreza de los hijos. También se ha probado que las mujeres que tienen fuentes de ingresos propias tienden a gastar sus ingresos casi totalmente en las necesidades familiares, a diferencias de su contraparte masculina, por lo que en muchos casos tienden a satisfacer menos sus necesidades personales (Brannen y Wilson, 1987; Payne, 1991).
Estos hallazgos se avalan por estudios llevados a cabo en numerosos países que revelan que la bolsa común está muy lejos de ser la realidad de la mayoría de los hogares. Lo que se encuentra es que mujeres y hombres tienen diferentes niveles de carencias y diferentes responsabilidades de gasto al interior de los hogares (Elson, 1998). No obstante, la incapacidad del modelo unitario para dar cuenta de la dimensión de género (Johnsson-Latham, 2004; Chant, 2007), sigue predominando en los estudios sobre pobreza, debido en gran parte a la carencia de información que permita conocer sobre la distribución de recursos al interior de los hogares.
El modelo colectivo de hogar, al contrario, asume que los recursos no son distribuidos por igual entre todos sus miembros, porque no todo el ingreso de cada persona es puesto en una bolsa común, sino que cada uno retiene para sí una parte de sus propios recursos. En consecuencia, existe una diferencia en la cantidad con que cuenta cada miembro, lo que permite dar cuenta de divergencias en la situación de pobreza al interior de los hogares.
Para cumplir con su objetivo, el artículo se compone de seis secciones, incluyendo esta introducción. En la segunda sección tiene lugar una discusión conceptual sobre el término feminización de la pobreza, la tercera justifica el enfoque del artículo respecto a la manera de abordar el tema de la pobreza femenina, la cuarta muestra la evidencia convencional respecto a la pobreza femenina como premisa para discutir cómo un cambio en la evidencia convencional hacia el modelo colectivo modificaría la situación de la pobreza femenina en México, misma que se muestra en la quinta sección.
La evidencia empírica presentada es tomada principalmente de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares (ENIGH) 2008. No obstante, también se utiliza la ENIGH 2000, el Censo de Población y Vivienda 2010 y estimados de la CEPAL cuando es necesario mostrar el proceso en el tiempo o se requiere información que no puede obtenerse de la ENIGH. Por último, las conclusiones discuten los principales hallazgos del artículo respecto al tema de la feminización de la pobreza en México y sugieren los siguientes pasos para seguir en la investigación sobre este problema.
La discusión internacional acerca de la feminización de la pobreza
La idea de que las mujeres sufren la pobreza en mayor medida que los hombres quedó asumida como un hecho por organismos internacionales y la comunidad académica a partir de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer organizada por las Naciones Unidas en 1995: "la pobreza tiene rostro femenino" (Naciones Unidas, 1995: 4). Dicha conferencia tuvo como resultado la Plataforma de Acción de Beijing, en donde se recogió un compromiso claro para erradicar el peso persistente que representa la pobreza sobre las mujeres.
A partir de aquel momento la idea de la feminización de la pobreza se ha convertido en un asunto que se asume sin mayor discusión. De acuerdo con Chant (2007) y Davids y Van Driel (2005), esta asunción se ha arraigado tanto en el discurso internacional sobre el desarrollo que parece haberse obviado la necesidad de sostener la hipótesis con evidencia. Pero tales declaraciones están basadas generalmente en información que no es muy exacta (Baden, 1999: 10).
La información resulta inexacta por el hecho de que la pobreza se mide usualmente considerando el ingreso total de los hogares y asumiendo que los recursos se distribuyen de manera equitativa dentro del mismo, es decir, se asume el modelo unitario de hogar. Estas mediciones resultan más apropiadas para dar una visión de la pobreza en general que de su dimensión de género. Se carece de bases de datos que permitan conocer cómo el gasto y el consumo son realmente disfrutados por los distintos miembros dentro del hogar. Por tanto, actualmente resulta difícil caracterizar la pobreza femenina y diferenciarla de la pobreza masculina.
Desde esas mediciones convencionales la idea de la feminización de la pobreza ha sido difícil de sostener con evidencia empírica sólida, lo que ha sucedido realmente es que se ha convertido en una ortodoxia sin sustento real (Johnsson-Latham, 2004; Molyneux, 2006a). La consecuencia ha sido que el concepto ha tenido más utilidad en términos de discurso que en términos de orientar acciones de política concretas para mejorar la situación de las mujeres (Chant, 2007).
Sin embargo, la creencia en esta ortodoxia ha sido positiva para otorgar visibilidad a la situación particular de la pobreza femenina y para hacer de este punto el objeto de la preocupación de los discursos "políticamente correctos" de gobiernos nacionales y organizaciones internacionales. En esta tendencia se inserta el exhorto de la CEPAL (2004) para identificar las características y las causas de la pobreza femenina. Con este llamado, la idea es lograr que la ortodoxia sea sustentada con información empírica válida, de modo que se vuelva útil para orientar acciones de política.
Por eso se impone la necesidad de analizar las principales implicaciones de usar el término "feminización de la pobreza" como un concepto útil para entender la realidad de las mujeres.
Los elementos más comunes que identifican esta noción son tres de acuerdo con Chant (2007, 2009) y Moghadam (1997, 2005). En primer lugar, que las mujeres constituyen la mayoría de los pobres; segundo, que el incremento de la pobreza en este sector es una tendencia; y por último, que dicho aumento está muy relacionado con el incremento de la cantidad de hogares encabezados por mujeres.
De acuerdo con Chant (2007: 18-23), existen varios cuestionamientos básicos a la hora de usar el término. Una cuestión fundamental tiene que ver con el concepto mismo. Feminización implica dinamismo, es decir, una tendencia a que cada día la participación de las mujeres en la pobreza se incremente. Sin embargo, que existan más mujeres pobres que hombres pobres es esencialmente una condición estática. Entonces, la pregunta es hasta qué punto este hecho se trata de una tendencia hacia una creciente participación de las mujeres en la pobreza o hasta que punto se refiere simplemente a que hay más mujeres pobres que hombres.
Si la feminización de la pobreza representa un proceso dinámico, entonces es necesario establecer si existen marcadas diferencias entre las generaciones más jóvenes y las generaciones más viejas. Esta última precisión es importante, ya que se supone que los accesos de la mujer a la educación y al trabajo han mejorado con los años, por tanto, es importante esclarecer hasta que punto la pobreza femenina afecta mayormente a las generaciones de adultos mayores que no tuvieron en su momento tanto acceso al mercado laboral y a una correspondiente pensión de jubilación, o si es un caso de las generaciones más jóvenes que han tenido mayores accesos.
El último punto que Chant (2007) discute es hasta qué grado la feminización de la pobreza puede ser vinculada con las jefaturas de hogar femeninas, pues se ha establecido esa asociación debido a la aparente vulnerabilidad que muestran (Asgary y Pagán, 2004; Davids y Van Driel, 2001) y que se relaciona con menores posibilidades de generar ingreso o de participar activamente en el mercado laboral y con una mayor dependencia del ingreso de terceros que los hogares encabezados por hombres.
El asociar la feminización de la pobreza con la jefatura femenina ha estado acompañado de la asunción de que la jefatura femenina no solo es un problema para las mujeres sino para sus hijos, porque genera la transmisión intergeneracional de la pobreza. Chant (2007) cuestiona esta asociación sobre la base de que si bien es cierto de que en la mayoría de las sociedades las mujeres están rezagadas respecto a los hombres en la obtención de recursos para el sostenimiento del hogar, también es cierto que el liderazgo femenino del hogar puede ser un medio a través del cual las mujeres pueden liberarse de relaciones de desigualdad y pobreza secundaria, así como lograr mayor bienestar para ellas y sus hijos. Es por eso que en los hogares encabezados por mujeres pueden encontrarse con frecuencia en una mejor situación, como resultado de una búsqueda de equilibrio entre un menor ingreso y un mayor bienestar.
Además, el hecho de que muchas mujeres se conviertan en jefas de hogar tiene que ver con su ejercicio del derecho a decidir, por tanto, la aparente feminización de la pobreza (en términos de menores recursos), en lo que respecta a los hogares encabezados por mujeres no es necesariamente una cuestión perjudicial, de hecho muchos estudios demuestran que los niños están en una mejor situación en los hogares encabezados por mujeres que en los hogares encabezados por hombres (Blumberg, 1995; Chant, 1997). Por ello, es importante establecer la relación entre la pobreza y la jefatura femenina del hogar, ya que existen claras variaciones en esta correlación en diferentes países (Nauckhoff, 2004).
Resulta importante esclarecer los cuestionamientos anteriores si es que se pretende que la feminización de la pobreza sea un concepto útil para explicar la realidad de la pobreza femenina (Chant, 2007), a ello se abocará el artículo para el caso de México.
¿Cómo abordar el problema de la pobreza femenina?
Existen dos corrientes fundamentales que confluyen en los estudios de la pobreza femenina, por un lado está la corriente que estudia la pobreza en general y se enfoca en aspectos monetarios y mesurables de la privación. Esta corriente ha tendido a tratar este problema como un fenómeno sin género, porque obvia aspectos fundamentales como la discriminación, tanto legal como informal, sobre la base del género. Por otro lado se encuentra el discurso de género y desarrollo, desde el cual se han realizado estudios sobre la noción más amplia de "privación de las mujeres" o "estatus de las mujeres", pero donde la pobreza en sí no ha sido el foco principal. Este último cuerpo de estudios se centra en aspectos del bienestar que tienden a afectar mucho más a las mujeres que a los hombres, tales como la violencia doméstica, la falta de derechos y la falta de poder de decisión; a estos aspectos del bienestar se les ha dado menos atención en el discurso tradicional sobre pobreza porque los hombres tienden a sufrir menos estos problemas. Sin embargo, últimamente se ha reconocido el valor de integrar ambas perspectivas, tanto por los organismos internacionales como por la comunidad académica (Johnson-Latham, 2004: 20).
En este artículo la evidencia principal procede del ingreso y de los aspectos mesurables como criterio de pobreza. Mucho se ha argumentado acerca de la importancia de situar la falta de recursos como centro del concepto de pobreza, de modo que pueda diferenciarse esta condición social de otras que pueden afectar seriamente a las personas, pero que no necesariamente constituyen pobreza (Nolan y Whelan 1988; Burchardt et al., 2002; Lister, 2004; Rodríguez, 2010).
Aquí se define a la pobreza con base en Townsend (1979), que la conceptualiza como la no participación en la sociedad debido a una falta de recursos. Bajo este concepto los efectos de la pobreza son multidimensionales, pero se deben a una situación originada por la falta de recursos suficientes.3
Encontramos que el bienestar de las mujeres puede ser afectado en muchos aspectos. Por ejemplo, es sabido que las mujeres son principalmente quienes llevan la mayor carga de las tareas domésticas; cuando además trabajan fuera del hogar se habla de una doble jornada. Sin embargo, el hecho de disponer de menos tiempo libre que los hombres refiere a una condición de desigualdad de género, mas no necesariamente de pobreza si estas mujeres contaran con un nivel suficiente de recursos a su disposición. Otra condición que puede afectar a las mujeres es la violencia perpetrada por hombres al interior de las familias, pero la violencia doméstica puede suceder en todos los niveles socioeconómicos (García et al., 2005) y el hecho de sufrir violencia no hace a las mujeres pobres si cuentan con un adecuado ingreso propio; de hecho, contar con los ingresos suficientes puede hacer la diferencia para que una mujer decida abandonar un hogar donde sufre violencia. Entonces la situación de pobreza o no marca un gran contraste, por tanto, retener el concepto de recursos resulta esencial para separar la pobreza de otras privaciones que puedan sufrir las mujeres.
La evidencia convencional sobre la pobreza femenina en México
A continuación se examinan los tres elementos principales que componen el concepto de feminización de la pobreza aplicando el modelo unitario de hogar, para establecer si es posible hablar de este fenómeno en México. En primer lugar se analiza la proporción de mujeres en pobreza entre la proporción de hombres, o índice de feminidad, y la manera en que ha variado en los últimos años. Posteriormente se presenta la situación de pobreza de los hogares encabezados por mujeres. Por último, se analizan varios indicadores clave que permiten conocer si la situación de las mujeres en la sociedad ha mejorado o empeorado a través del tiempo.
Diversas fuentes de información confirman el hecho de que las mujeres son igual de pobres que los hombres, pero no más. Damián (2003: 38) calcula que el Índice de Feminidad de la pobreza para México en 1999 es de uno, es decir, la proporción de mujeres pobres entre la proporción de hombres pobres es igual.
Aplicando la medición oficial de la pobreza encontramos resultados similares. Para el año 2000, usando la Línea de Pobreza Patrimonial de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), el índice de feminidad es uno (Cuadro 1). Para el año 2008 se muestra el índice de feminidad por la nueva medida oficial que es la Medida de Pobreza Multidimensional del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (CONEVAL), igualmente el índice de feminidad es uno; también se muestra el índice de feminidad calculado por la Línea de Bienestar de CONEVAL porque, aunque no constituye la medida oficial de pobreza a partir de ese año, es la que en estricto sentido resulta comparable con la de SEDESOL, ya que ambas son simplemente líneas de pobreza por ingreso, mientras que la medida de pobreza multidimensional incorpora otros aspectos.
Solo CEPAL (2009) que señala que la exposición a la pobreza de las mujeres es mayor que la de los hombres, con un índice de feminidad para 2002 de 1.15, sin embargo estos resultados se deben a la manera en fueron calculados, ya que se divide en términos absolutos la cantidad de mujeres pobres entre la cantidad de hombres pobres, lo que arrojará una mayor pobreza femenina porque las mujeres son más numerosas en la población. Sin embargo, cuando el cálculo se hace sobre la base de la participación relativa de ambos géneros en la pobreza, se puede observar claramente que la participación femenina no es mayor. Damián (2003) ha llamado a este hecho el error metodológico de CEPAL.
Con la salvedad de CEPAL, las demás mediciones arrojan un resultado consistente. Si se usa la medición convencional de la pobreza, femenina en México no es mayor que la masculina y esta tendencia se sostiene a lo largo de la primera década del siglo XXI.
Sin embargo, estos resultados no resultan fiables porque, como se discutió anteriormente, asumen que los recursos del hogar forman una bolsa común que se distribuye de igual manera entre todos sus miembros. A pesar de que muchos estudios demuestran que esto no es así, las estimaciones acerca de lo que sucede al interior de los hogares proviene mayormente de estudios de caso que usan técnicas cualitativas (Kabeer, 1994), que resultan difíciles de generalizar. Por tanto, existe poca evidencia sólida a nivel de toda la sociedad debido a la marcada carencia de bases de datos que brinden información desagregada por género en términos de distribución de recursos y de satisfactores entre los miembros de un hogar. La falta de información respecto a lo que sucede al interior de los hogares ha motivado que en muchos casos se tienda a evaluar la situación de las mujeres por la situación en la que se encuentran los hogares encabezados por mujeres (Chant, 2006).
La mayor parte de los estudios coinciden en que los hogares encabezados por mujeres en México resultan menos pobres que los encabezados por hombres. Cortés y Rubalcava (1994) demuestran que los hogares de jefatura femenina no son los más pobres y que, por tanto, esta característica por sí misma no explica la pobreza, sino que depende de otros factores como el número y el género de los perceptores por hogar, más no el género de la jefatura per se. Arriagada (1997) afirma que esta tendencia se sostiene durante toda la década de 1990, donde no se observa una relación entre pobreza y jefatura femenina en México. SEDESOL (2002: 24), por su parte, afirma que, tomando en cuenta su línea de pobreza, en el año 2000, la proporción de hogares encabezados por mujeres es mayor en los hogares no pobres que en los pobres. Damián (2008) afirma que en México existe menor pobreza entre los hogares con jefatura femenina (72.2 por ciento de los habitantes) que entre los hogares con jefatura masculina (77.5 por ciento de los habitantes), de acuerdo con el MMIP.4 El estudio de Villareal y Shin (2008: 567-568) arroja un resultado que reafirma aún más la tendencia. La investigación se refiere solamente a hogares encabezados por mujeres con hijos, que viven sin pareja, con lo cual se excluyen otro tipo de hogares encabezados por mujeres tales como hogares de mujeres mayores viudas o mujeres que viven solas. De este modo, los autores hacen comparable la situación de los hogares encabezados por mujeres a la de aquellos hogares encabezados por un hombre que vive con su pareja e hijos. Después de equiparar, no obstante, se sigue encontrando que los hogares encabezados por mujeres tienen un nivel económico mayor que sus similares encabezados por hombres. Y esta tendencia se sostiene a lo largo de toda la década de 1990 y principios de la de 2000, de acuerdo con los cálculos de los autores, usando la Línea de Pobreza Alimentaria de SEDESOL, tal y como se muestra en el Cuadro 2.
Para 2008, el Cuadro 3 muestra la tasa de hogares por género de la jefatura debajo de la Línea de Bienestar y la Medida Multidimensional de Pobreza. Puede apreciarse que los resultados de ambas medidas coinciden en mostrar que la tasa de hogares encabezados por mujeres en pobreza es mucho menor que su contraparte masculino.
Cabe mencionar que si se comparan los resultados oficiales de 2008 con años anteriores, como los que se muestran en el Cuadro 2, se nota que en este último año son más elevados. Esto se debe a que en el Cuadro 2 los autores usan la Línea de Pobreza Alimentaria, mientras que el Cuadro 3 usa la Línea de Bienestar y la Medida Multidimensional. Ambas resultan medidas de pobreza más elevadas que la línea alimentaria.
Otro punto importante de resaltar, derivado del Cuadro 3, es que las tasas por ambos géneros siempre son más bajas cuando se calculan bajo la Medida de Pobreza Multidimensional que por la Línea de Bienestar. Ello se debe a que la Medida de Pobreza Multidimensional considera como población pobre a aquella que cumple dos condiciones, estar debajo de la Línea de Bienestar y además tener privaciones de ciertos bienes y servicios, ambos criterios son cumplidos por una cantidad menor de personas5. De este modo, bajo la Línea de Bienestar hay 47 por ciento de personas en pobreza, mientras que al usar la Medida de Pobreza Multidimensional esta baja a 44.2 por ciento (CONEVAL, 2010).
El Cuadro 4 es un complemento del Cuadro 3 porque muestra la tasa de población en pobreza que vive en hogares según el género del jefe, de acuerdo con ambas medidas de pobreza. También se evidencia que la tasa de personas en pobreza es menor en los hogares encabezados por mujeres.
Tomando en cuenta el segundo componente del concepto de feminización de la pobreza, los resultados arrojan que la pobreza de los hogares encabezados por mujeres en México es menor que aquellos con jefatura masculina, y como puede apreciarse en la evidencia mostrada, esta tendencia se sostiene al menos desde la década de 1990.
A continuación se examina cómo ha variado la situación general de la mujer a lo largo del tiempo. Damián (2003) propone usar tres indicadores que pueden contribuir a arrojar luz sobre la situación de la mujer ante la dificultad de probar la existencia de la pobreza femenina al interior de los hogares encabezados por hombres, los indicadores son educación, tasa de participación en el mercado laboral y remuneraciones. Se retoman estos indicadores porque a nuestro parecer contribuyen a determinar las posibilidades de que las mujeres puedan contar con un ingreso independiente de calidad; variable que resulta de particular relevancia para probar la existencia o no de pobreza femenina, como se justificó anteriormente. La comparación se va a establecer, en la medida en que la información lo permita, no solo entre mujeres y su contraparte masculina, sino también entre las propias mujeres en el tiempo.
Respecto a la educación, desde principios de la década de 2000 se observaba una mejoría, aunque esta no era homogénea. Parker y Pederzini (2002) y Damián, (2003: 47-50) reportaban resultados similares. Las mujeres mayores de 25 todavía presentaban menos años de escolaridad que los hombres, pero las mujeres más jóvenes (de 15 a 24), en áreas urbanas, contaban con el mismo número de años que los hombres. En las áreas rurales, con niveles de escolaridad promedio más bajos, todavía persistían pequeñas diferencias en favor de los hombres. Pero ya desde ese momento el panorama general mostraba que la tradicional diferencia en los años de escolaridad entre hombres y mujeres había virtualmente desaparecido para las generaciones más jóvenes (Parker y Pederzini, 2002: 24).
Para el año 2010 encontramos que no solo las diferencias han desaparecido, sino que la escolaridad promedio de las mujeres de las generaciones más jóvenes (hasta los 29 años) es mayor que la de los hombres de la misma edad (Cuadro 5).
También, como puede verse en el Cuadro 5, la escolaridad de las mujeres ha mejorado notablemente entre las generaciones más jóvenes y las mujeres de más edad. Mientras las mujeres de entre 70 y 74 años tienen una escolaridad promedio de 3.72 años, las mujeres de 20 a 24 tienen una escolaridad promedio de 10.52 años.
Otro aspecto importante es que las pequeñas diferencias en la escolaridad promedio que se observaban en las áreas rurales en favor de los hombres ahora se encuentran a favor de las mujeres para la generación de 20 a 24 años. Las mujeres en ese rango de edad en localidades de menos de 2 500 habitantes cuentan con 7.92 años de escolaridad promedio, mientras que los hombres cuentan con 7.80 años (INEGI, 2010: tabulados básicos).
Respecto a la participación femenina en el mercado laboral, puede encontrarse que, si bien todavía se encuentra muy lejana a las tasas de participación masculina y resulta baja si se compara con el promedio de participación femenina en América Latina (CEPAL, 2008: 39), es una participación que ha incrementado de forma constante desde mediados de la década de 1990 (Cuadro 6).
El Cuadro 7 muestra el ingreso femenino como porcentaje del ingreso masculino por años de escolaridad. Los datos corresponden a los años de 1994 y 2006. Presentar la información de esta manera la vuelve muy comparable, porque no se está hablando de la población femenina o masculina en general, sino de aquella que comparte similar escolaridad, por lo que en principio debería de tener acceso a remuneraciones iguales.
Resulta interesante apreciar que la mayor diferencia entre los ingresos femeninos y masculinos se observa a mayores años de escolaridad (13 y más años). Ello parece ser común en muchos países del mundo y tiene que ver con los patrones del empleo femenino, si bien las mujeres han avanzado mucho ocupando una serie de puestos intermedios, difícilmente alcanzan los puestos de alta gerencia en la cima (Perrons, 2010), esto se debe a que a causa de sus obligaciones familiares las mujeres son discriminadas por empleadores que prefieren a hombres para puestos de mayor categoría, en consecuencia, se emplean en puestos de menor categoría y, por tanto, menos remunerados.
No obstante, en todos los años de escolaridad (excepto entre seis y nueve años) puede apreciarse una mejoría importante entre la década de 1990 y la de 2000. Curiosamente entre seis y nueve años de escolaridad se observa la tendencia contraria: una caída en la proporción del ingreso femenino respecto al masculino; estos años corresponden precisamente al nivel de educación básica, que es el nivel hasta donde la educación está universalmente garantizada por el Estado mexicano. Anteriormente se había demostrado (Banco Mundial, 2004; Rodríguez, 2010) que alcanzar el nivel de educación básica en México no es una vía para salir de la pobreza debido a la alta proporción de personas en pobreza con este nivel educativo. Lo que las estadísticas del Cuadro 7 muestran es que esta situación se agrava aún más para las mujeres, porque con el nivel de educación básico los salarios que reciben no solo son bajos sino que han decrecido respecto a los salarios masculinos con este nivel de educación.
El balance general, no obstante, muestra que, aunque todavía se aprecia una diferencia notable entre los salarios de hombres y mujeres, los ingresos femeninos tienden a aumentar como porcentaje del ingreso de los hombres en el período. En promedio han pasado de ser 74.5 por ciento en 1994 para ser casi 80 por ciento en 2006, un crecimiento de 5.2 por ciento en 12 años.
Los tres indicadores anteriormente presentados: nivel educativo, tasa de participación en el mercado laboral y las remuneraciones femeninas con respecto a las masculinas dan cuenta de un panorama de mejoría notable en la situación general de la mujer en la sociedad, al punto de que en algunos indicadores esta se sitúa por encima de los hombres, como es el caso de la escolaridad promedio de las generaciones más jóvenes. Esta tendencia hacia una mayor equidad se constata desde la década de 1990 (Damián, 2003). Durante la década de 2000 la situación también ha sido de franca mejoría. Puede hablarse de al menos dos décadas de un proceso sostenido en la sociedad mexicana hacia una mayor equidad de género, ello se verifica en términos de las variables seleccionadas que son las que pueden contribuir a mejorar la situación económica de las mujeres, no obstante, todavía se está lejos de lograr plena igualdad entre hombres y mujeres.
Bajo el modelo de análisis convencional de la pobreza en México se encuentra que las mujeres no constituyen la mayoría de los pobres, en todo caso las mujeres son igual de pobres que los hombres, pero no más. También se encuentra que los hogares encabezados por mujeres son menos pobres que los hogares encabezados por hombres. Claramente se prueba también que la pobreza de las mujeres no va en aumento con el tiempo sino al contrario, su situación general en la sociedad ha mejorado, porque las mujeres de generaciones más jóvenes tienen mejores condiciones respecto a las generaciones mayores. Por tanto, tomando en cuenta la evidencia desde el modelo unitario de hogar, no podría hablarse de una feminización de la pobreza en México.
La pobreza femenina en México desde el modelo colectivo
Hasta aquí hemos presentado la evidencia convencional de lo que aparentemente sucede con la pobreza femenina en México, dicha evidencia parece indicar que no es mayor que la masculina. Sin embargo, lo anterior responde al modelo unitario del hogar, que como se mencionó anteriormente, asume que aquellas personas dentro del hogar que perciben ingreso lo aportan totalmente a una bolsa común que es distribuida de manera equitativa entre todos los miembros, por lo que todos gozan del mismo nivel de bienestar.
Mucho se ha discutido (Nolan y Whelan, 1988; Atkinson, 1998) sobre la mejor manera de computar el ingreso de los hogares para medir la pobreza, ante la complejidad que presenta el hecho de que el ingreso es recibido directamente por los individuos, pero estos individuos viven en familias. Podría pensarse que una alternativa para resolver este problema es atribuir a cada individuo únicamente su ingreso, en vez del ingreso del hogar. Sin embargo, esta opción tiene el inconveniente de que muchos miembros del hogar que no reciben ingreso, como los niños, serían automáticamente contados como pobres, aunque en términos de consumo podrían no serlo, porque los recursos son, hasta cierto grado, compartidos dentro del hogar. Por tanto, parece mejor asumir que el nivel de vida de los individuos tendrá una mayor relación con el ingreso total del hogar que con su ingreso individual. Sin embargo, no todo el ingreso es puesto en una bolsa común para ser compartido de manera equitativa entre la totalidad de sus miembros, por lo que se considera que la situación que mejor caracteriza a los hogares es aquella en la que se asume que una parte de los recursos se usa para consumir los bienes colectivos, mientras otra es retenida para consumo privado. Ante esta situación se ha propuesto el uso del modelo colectivo (Quisumbing, 2010; Falkingham y Baschieri, 2009, 2010), que toma en cuenta lo anterior y modifica por tanto el modelo unitario.
Bajo el modelo colectivo se asume que el bienestar individual de los miembros del hogar varía entre ellos y depende de dos factores. Por un lado, de la cantidad de ingreso que forme parte del presupuesto en común del hogar, asumiendo que este se distribuye uniformemente entre sus miembros. Pero por otro lado, depende de la parte del ingreso que no es compartido y se retiene para el uso exclusivo de cada miembro (Falkingham y Baschieri, 2009).
Calcular la pobreza bajo el modelo colectivo permite tomar en cuenta las diferencias de género al interior de los hogares, que afectan también a los niños y que son escondidas totalmente por el modelo unitario. De este modo, podrían diseñarse políticas que atiendan estas diferencias que usualmente no son tomadas en cuenta (Falkingham y Baschieri, 2009).
En México, como en la mayoría de los países, no existe evidencia sólida sobre la manera en que se distribuyen los recursos al interior de los hogares, porque las encuestas de ingreso y gasto de los hogares que se aplican no recogen información sobre cómo se distribuye el consumo o gasto entre los miembros del hogar. La Encuesta para la Determinación de los Umbrales Multidimensionales de Pobreza, encargada por CONEVAL en 2007, es el único instrumento hasta ahora que incorpora la pregunta sobre la cantidad de dinero que retienen los miembros del hogar para su consumo propio. Desafortunadamente los resultados no son confiables porque en el rubro de ingreso hay mucha información faltante y no está verificada como en aquella de la ENIGH. Es por eso que realizar cálculos sobre la distribución del ingreso al interior de los hogares basándonos en la información que arroja este instrumento resultaría muy poco confiable.
Ante la falta de información sobre lo que realmente sucede al interior de los hogares, nos quedamos con la asunción que hacen Falkingham y Baschieri (2009): las personas retienen entre 50 y 20 por ciento de sus ingresos. Esto se reafirma por lo que Sen (2000) demuestra, las desigualdades al interior del hogar entre los hombres y las mujeres son más pronunciadas mientras más pobre es la familia, de acuerdo con el autor, estudios en Asia y en América Latina muestran que la mayoría de los hombres pobres retienen desde un tercio hasta la mitad de sus ingresos.
Para aplicar el modelo colectivo se le atribuyó a cada miembro los ingresos que en la ENIGH aparecen recogidos por persona: remuneraciones al trabajo, ingreso por negocios propios, renta de capital, transferencias, ingreso por cooperativa y pago en especie. Los regalos provenientes de otros hogares y las transferencias en especie, en algunos casos, cuando son atribuidos a miembros específicos del hogar, se consideraron como ingreso personal. En otros casos, cuando no son atribuidos a ningún miembro del hogar, se consideró como un ingreso que forma parte de la bolsa común. También como parte de la bolsa común se consideró el ingreso por autoconsumo, el cual en ningún caso es atribuido a miembros específicos del hogar.
El procedimiento aplicado para calcular la pobreza bajo el modelo colectivo consistió en descontar de los ingresos personales de todas aquellas personas que perciben el porcentaje que se asume retienen; el ingreso restante de todos los miembros del hogar se suma al ingreso que no se atribuye a ningún miembro en específico y se constituye la bolsa colectiva. A la bolsa colectiva se le aplica la escala de equivalencia del hogar. El ingreso final de cada miembro del hogar será igual al ingreso equivalente del hogar más la retención de ingreso asumida, en caso de que perciba ingreso; si el miembro no percibe ingreso, su ingreso personal será igual al ingreso equivalente del hogar.
La variable que es comparada con la línea de pobreza es el ingreso final de cada miembro, de este modo, dentro de un mismo hogar podría reflejarse una situación mixta, es decir, algunos miembros podrían estar en pobreza mientras otros no.
Para construir la variable de ingreso se siguió el mismo procedimiento usado por CONEVAL para construir la Línea de Bienestar, es decir, se usa el ingreso corriente: remuneraciones al trabajo, ingreso por la explotación de negocios propios, renta de capital, transferencias, ingresos por cooperativas, valor imputado del autoconsumo, el pago en especie y los regalos en especie que se reciben más de una vez al año, excluyendo los regalos en especie no recibidos más de una vez al año y la estimación del alquiler de la vivienda. Posteriormente se ajustó el ingreso corriente de la bolsa común por las mismas escalas de equivalencia que usa CONEVAL.6
Para el cálculo de la pobreza bajo el modelo colectivo se usa la Línea de Bienestar de CONEVAL y no el Método de Medición Multidimensional, porque este último no resultaría útil para el propósito de este artículo. El Método Multidimensional considera a las personas pobres cuando además de una falta de ingreso, los integrantes del hogar se ven privados de ciertos bienes y servicios colectivos del hogar, por tanto, bajo este método se considera a las personas pobres o no según los bienes y servicios que tenga el hogar en su conjunto, y aquí lo que interesa resaltar son las diferencias de género que podrán presentarse al interior de los hogares derivadas de las diferencias en el ingreso.
Elegir un método u otro tiene implicaciones conceptuales. El método indirecto o línea de pobreza identifica como pobres a aquellas personas que no cuentan con los recursos suficientes para satisfacer ciertas necesidades, mientras el método directo identifica como pobres a aquellos que no satisfacen ciertas necesidades. Atkinson (1989) llama la atención sobre el hecho de que si la pobreza se conceptualiza como falta de ingreso, implica que se considere que cada ciudadano debe contar con un ingreso mínimo en la sociedad del cual puede disponer libremente, en cambio el método directo considera que las personas no están en pobreza cuando son capaces de satisfacer ciertas necesidades, no importa de que manera lo hagan. Lister (2004) apunta que es posible para individuos de bajos ingresos evitar privaciones por vías que la sociedad puede considerar inaceptables tales como endeudarse, pedir dinero en la calle o robar.
El método multidimensional, al ser una mezcla del método indirecto y el directo, no considera pobres a mujeres que viven en hogares que satisfacen ciertas necesidades aunque estas no cuenten con recursos propios, esto podría implicar, por ejemplo, que algunas mujeres por falta de recursos propios se vean obligadas a permanecer en hogares donde sufren violencia para evitar pobreza. Es por ello que usar la Línea de Bienestar de CONEVAL resulta más apropiado para el propósito de este artículo.
En el caso de México podríamos deducir a priori que debido a las grandes diferencias que existen en la tasa de participación de hombres y mujeres en el mercado laboral, al movernos del modelo unitario al modelo colectivo, la pobreza femenina será mayor en relación a la masculina. De acuerdo con cálculos realizados usando la ENIGH 2008, se encuentra que para ese año los hombres mayores de 18 años tienen una tasa de participación en el mercado de 81 por ciento, mientras que las mujeres tienen una tasa de participación en el mercado de 44 por ciento, prácticamente la mitad que los hombres.
El Cuadro 8 muestra los resultados de pobreza entre mujeres, hombres y niños aplicando la Línea de Bienestar de CONEVAL 2008, tomando en cuenta distintas asunciones sobre la distribución de recursos al interior de los hogares.
Como se había discutido anteriormente, bajo la evidencia convencional sobre pobreza que presenta el modelo unitario, la pobreza de hombres y mujeres es muy similar en México, siendo sustancialmente mayor la pobreza de los niños. Bajo el modelo colectivo, en cualquier asunción que se tome de las presentadas en la tabla, se nota que se incrementa notablemente la tasa de pobreza de las mujeres con respecto a la de los hombres, y también se incrementa la tasa de pobreza de los menores.
El primer escenario del modelo colectivo asume una retención fuerte del ingreso personal, tanto hombres como mujeres retienen 50 por ciento de su ingreso, con la mitad del ingreso usado para consumo propio la pobreza de las mujeres se incrementa notablemente, mientras que en los hombres disminuye sustancialmente respecto al modelo unitario; la diferencia en la tasa de pobreza entre hombres y mujeres es de 26 por ciento. También el índice de feminidad se incrementa, de modo que puede encontrarse que existen casi dos mujeres pobres (1.9) por cada hombre y la tasa de pobreza de los menores es sustancialmente mayor bajo este escenario.
El segundo escenario que manejan Falkingham y Baschieri (2009) implica una retención mucho menor, se asume que tanto hombres como mujeres que perciben ingreso retienen para su uso personal 20 por ciento del mismo y el resto es compartido de igual manera entre todos los miembros del hogar. Aquí encontramos que la pobreza femenina baja respecto a la asunción anterior, no obstante, es mayor respecto a la asunción del modelo unitario, la masculina es mayor respecto a la asunción anterior pero baja notablemente respecto al modelo unitario; la diferencia entre las tasas de pobreza de hombres y mujeres es de 13 por ciento. La pobreza de los menores, aunque baja respecto a la asunción de 50 por ciento, se mantiene en niveles mayores al modelo unitario. El índice de feminidad bajo este escenario sería de 1.4 mujeres pobres por cada hombre en pobreza.
El tercer escenario del modelo colectivo reflejado en el Cuadro 8 asume que las mujeres tienden a emplear más sus recursos en el bienestar de los hijos y el consumo general del hogar (Haddad et al., 1994: 31), de tal modo las mujeres pueden retener un porcentaje menor del ingreso que el que retienen los hombres. Para ilustrar este tercer escenario se asume que las mujeres retienen solamente 10 por ciento de sus recursos mientras los hombres retienen 20 por ciento. En este caso la diferencia entre la tasa de pobreza de hombres y mujeres es de 16 por ciento y el Índice de Feminidad es de 1.5 mujeres pobres por cada hombre. Los niños resultan beneficiados bajo este escenario, ya que su tasa de pobreza resulta la menor de todas bajo el modelo colectivo, ya que una parte mayor del ingreso femenino está siendo compartida con ellos.
Si bien no puede establecerse con exactitud la cantidad de presupuesto que los miembros del hogar retienen para su consumo privado, si queda en evidencia que bajo el modelo colectivo los cambios en el bienestar de hombres y mujeres resultan significativos, de modo que se puede hablar de una brecha de género en la pobreza. La hipótesis es que la tasa de pobreza de las mujeres es mayor entre 13 y 26 por ciento que la de los hombres, de acuerdo a una mayor o menor retención, pero esto es solo una aproximación.
Dicha aproximación podría estar subestimada debido a las dos razones que apunta Bessell (2010: 59). Primero, no puede confiarse en que aquellas mujeres que ganan ingreso puedan mantener control sobre él, debido a que los límites en la autonomía financiera, en especial en el caso de las mujeres pobres, ha sido demostrado. Tampoco puede asumirse que el ingreso que es compartido colectivamente crea beneficios equitativos para todos los miembros del hogar, desconociendo el papel de los valores sociales a la hora de tomar las decisiones sobre el otorgamiento de recursos hacia distintos miembros. Particularmente, los valores que rigen las diferencias de género pueden priorizar la educación masculina por encima de la femenina, porque se asume que el futuro de la mujer es casarse y no trabajar. Por tanto, las cifras anteriormente obtenidas son solamente una demostración de cómo puede variar la brecha de género si nos distanciamos del modelo unitario.
No obstante, lo que sí es importante resalar es que el modelo colectivo parece ser mucho más realista que el modelo unitario. Resulta muy difícil que las personas pongan todos sus recursos a disposición de la bolsa común del hogar debido a que es inevitable realizar gastos personales. Estos pueden ir desde gastos en transporte hasta artículos de consumo privado tales como aseo personal, vestido y calzado, alimentos consumidos fuera del hogar, e incluso, en algunos casos, gasto para esparcimiento. Mas, tal como resume Chant (2003: 19), estudios llevados a cabo en diversas partes del mundo documentan que existe una tendencia casi universal por parte de los hombres jefes de hogar a mantener para sí proporciones importantes de su ingreso para gasto personal discrecional como alcohol, tabaco y diversión fuera del hogar.
Por tanto, si se asume el modelo colectivo, la pobreza femenina en México es mucho mayor que la masculina. Este resultado parece concordar mejor con la realidad del país que se mencionaba en la introducción, debido a que refleja realmente las diferencias de género en la división del trabajo al interior de los hogares y de la sociedad en general. En México muchas mujeres se ocupan mayormente de las actividades del hogar, tal como se documentó arriba con el hecho de que la tasa de participación femenina es poco más que la mitad de la masculina, y cuando se emplean en el mercado laboral suelen recibir ingresos inferiores a los masculinos (Cuadro 7), lo cual puede deberse a dos razones. Primero, por su propia preferencia, es decir buscan trabajar menos horas porque su ingreso es visto como complementario o secundario, debido a que su principal prioridad sigue siendo el hogar y el cuidado de los niños. En segundo lugar, podría deberse a que son discriminadas socialmente y por ello reciben salarios inferiores al de los hombres. El caso de los hombres resulta opuesto, ya que son ellos los que tienen trabajos remunerados fuera del hogar como su principal actividad y reciben salarios más altos.
De este modo, mientras más ingreso comparten los hombres, más aumenta su riesgo de pobreza, es decir, la tasa de pobreza de los hombres es mucho mayor bajo el modelo unitario que bajo cualquier asunción del modelo colectivo. Con las mujeres sucede lo contrario, debido a que cuentan con menos ingreso propio que los hombres, mientras más ingreso compartan los hombres mejor es su nivel; cualquier asunción diferente al modelo unitario aumenta automáticamente la tasa de pobreza femenina. Con los menores sucede algo similar al caso de las mujeres, debido a que ellos no perciben ningún ingreso. Por tanto, si bien no pueden establecerse con exactitud los niveles de pobreza femenina en México, la aplicación del modelo colectivo deja en claro es que esta es mayor que la masculina.
También resulta interesante conocer cómo varía otro de los elementos asociados con el concepto de feminización de la pobreza: la situación de pobreza por género de la jefatura de hogar si aplicamos el modelo colectivo (Cuadro 9).
Al analizar la columna que corresponde al total de personas en el Cuadro 9, se puede apreciar que la tasa de pobreza de las personas que viven en hogares encabezados por mujeres siempre es menor que la tasa de pobreza de las personas que viven en hogares encabezados por hombres, bajo cualquier asunción del modelo colectivo, por lo tanto, se sostiene la misma apreciación que existía sobre la pobreza por género de la jefatura del hogar bajo el modelo unitario.
El hecho de que los hogares encabezados por mujeres sean menos pobres que los hogares encabezados por hombres, al ser un resultado contundente bajo ambos modelos amerita al menos una breve explicación. En México se encuentra que, como tendencia, y contrario a lo que sucede en muchos países, generalmente una pareja suele tener mayor riesgo de pobreza que una persona que viva sola, debido a que las tasas de participación de las mujeres en el mercado laboral disminuyen cuando tienen un compañero; es común que una pareja viva principalmente del ingreso masculino, mientras que las personas que no viven en pareja comparten menos su ingreso, por lo que su riesgo de pobreza es menor (Rodríguez, 2010).
Por otro lado, se encuentra que el grueso de las madres solteras no encabeza su propio hogar, sino que viven en hogares ampliados, debido a que no cuentan con suficientes recursos para ser independientes. Los hogares encabezados por mujeres están conformados mayormente por viudas y mujeres divorciadas que cuentan con un ingreso más estable, ya sea este una pensión por viudez o pensión alimentaria por los hijos, ingreso por trabajo y remesas (Villareal y Shin, 2008). A esto último se suma el efecto anterior: muchos de los hogares encabezados por mujeres cuentan con un miembro menos, por lo que el ingreso equivalente es mayor.
Lo que sí varía bajo el modelo colectivo en términos de la distribución de pobreza en hogares según el género de la jefatura es el Índice de Feminidad (Cuadro 9). Bajo el modelo unitario es igual tanto en hogares encabezados por hombres como en hogares encabezados por mujeres, sin embargo, se encuentra que bajo cualquier asunción del modelo colectivo el Índice de Feminidad de la pobreza es sustancialmente mayor en los hogares encabezados por hombres que entre los hogares encabezados por mujeres; asimismo, la tasa de mujeres en pobreza también es mucho más alta en los primeros. Sin embargo, el caso de los menores presenta una situación muy similar en ambos tipos de hogar, lo que puede deberse presumiblemente a que al ser un grupo que no percibe ingresos, tiene una situación que no cambia independientemente de la jefatura de hogar. De este análisis es posible afirmar que, si bien los hombres siempre son menos pobres que las mujeres, independientemente del género del jefe de hogar, las brechas de género entre hombres y mujeres en hogares encabezados por hombres son mucho más pronunciadas.
En resumen, se encuentra que un cambio del modelo unitario hacia el modelo colectivo deja ver claramente que la pobreza de las mujeres en México es mayor que la de los hombres, y que esta pobreza es más aguda en los hogares encabezados por hombres. Estos dos hallazgos son importantes para discutir el concepto de feminización. Si bien se encuentra que hay mayores niveles de pobreza para las mujeres, esta no está relacionada con los hogares encabezados por mujeres; tampoco se verifica un proceso que lleve al empeoramiento de la situación de las mujeres en el tiempo, al contrario, como se observó en la sección anterior, la situación general de las mujeres ha mejorado sustancialmente, al menos en las dos últimas décadas.
Conclusiones
El artículo encuentra que, si bien a primera vista la evidencia cuantitativa no parece mostrar que existan más mujeres pobres que hombres, una reinterpretación de esa evidencia aplicando un modelo que da cuenta de las diferencias en el acceso a los recursos al interior de los hogares demuestra que en el país sí es mayor la pobreza femenina que la masculina. No puede hablarse con exactitud de la magnitud de la brecha debido a que se parte de supuestos acerca de la distribución de los recursos en el hogar, porque no existen bases de datos que permitan conocer esa información de manera precisa en México. No obstante, cualquier modificación, por pequeña que sea, del modelo unitario de hogar deja ver claramente la posible brecha.
El hallazgo resulta relevante por dos razones, primero porque intenta superar la crítica que tradicionalmente se les ha hecho a los estudios sobre pobreza: su incapacidad para dar cuenta de las diferencias de género; segundo, porque este resultado es mucho más congruente con la situación de las mujeres en el país que se discutió anteriormente. Las mujeres desempeñan un papel preponderante en las responsabilidades del hogar y del cuidado de otros miembros de la familia, lo que trae como consecuencia una baja participación en el mercado laboral y cuando participa lo hace mayormente en la informalidad y con salarios inferiores a los masculinos, colocándola en una situación de gran vulnerabilidad por la falta de acceso universal a la seguridad social y la falta de políticas públicas efectivas destinadas a mejorar su situación y buscar mayor equidad de género.
El artículo también constata que no se verifica un proceso dinámico en la pobreza femenina, es decir, las mujeres de generaciones más jóvenes gozan de una mejor situación social que las generaciones mayores. Tampoco se encuentra que la mayor pobreza de las mujeres esté relacionada con una peor situación relativa de los hogares encabezados por mujeres; bajo ambos modelos, el unitario y el colectivo, este último resultado coincide.
Por tanto, una conclusión importante es que no puede hablarse de feminización de la pobreza en México. Lo anterior se relaciona con el hecho de que el concepto de feminización no resulta útil para explicar la realidad de la pobreza femenina, porque no la refleja a cabalidad. En cambio, una reinterpretación de la evidencia cuantitativa bajo el modelo colectivo muestra que la pobreza femenina sí es más elevada que la masculina, y se encuentra en mayor proporción en los hogares encabezados por hombres. Ante esta situación resulta relevante tomar en consideración la propuesta de Chant (2010), de acuerdo con la autora, a pesar de que la noción de feminización de la pobreza en su uso convencional no describe adecuadamente las tendencias que siguen las privaciones de género, este cuenta con un estatus relevante en el discurso político; por ello debe de ser reconceptualizado para que dé cuenta de las privaciones reales de las mujeres. Lo que se encuentra en estudios empíricos realizados en varios países es una feminización de la responsabilidad y de la obligación, bajo este proceso las mujeres son cada vez más responsables de cargar con el peso que representa sacar adelante hogares en pobreza, no solo de jefatura femenina, sino principalmente de jefatura masculina, debido a que existe una gran disparidad en la cantidad de trabajo desarrollado al interior de los hogares por las mujeres pobres respecto a los hombres. También cada día más las mujeres trabajan fuera del hogar, sin embargo, no se ha visto compensadas por un incremento de la participación masculina en el trabajo doméstico. La gran carga que llevan tampoco se revierte en una mayor capacidad de negociar derechos dentro del hogar, porque los hombres mantienen sus privilegios a pesar de que comparten menos los esfuerzos para sacar adelante a estos hogares (Chant, 2010: 113-115).
Foodor (2006: 14) describe esta situación como "un tipo diferente de brecha de género", aquella que consiste en el peso más intenso que llevan las mujeres al interior de los hogares pobres para lidiar con la pobreza. A lo anterior se suma que muchos programas contra la pobreza, particularmente los de transferencias monetarias condicionadas, descansan fuertemente en el rol de la mujer como un activo de la política. Ello trae como consecuencia una recarga aún más fuerte de su trabajo al interior de la familia (Molyneux, 2006a).
La feminización de la responsabilidad puede ser documentada por la información presentada en este artículo para el caso de México. A pesar de que las mujeres participan cada día más en el mercado laboral, la situación sigue reflejando una gran inequidad en el tiempo que se dedica por ambos géneros al trabajo no remunerado en el hogar.
Los hallazgos de este artículo nos llevan a sugerir que resulta importante continuar con el análisis de la pobreza femenina, en línea con lo que sugiere CEPAL (2004), para conocer, más allá de la ortodoxia que ha significado la idea de la feminización de la pobreza, evidencia útil que permita sustentar la política. En el caso de México, derivado del presente estudio se perfilan algunas líneas de investigación importantes, primero es necesario conocer más acerca de la distribución de los recursos al interior de los hogares; segundo, investigar a profundidad las causas de que la pobreza de las mujeres resulte más elevada que la masculina; tercero, conocer con el mayor detalle posible las características de la pobreza femenina, por ejemplo, sería importante investigar la relación entre género y otras divisiones sociales tales como edad, condición de ocupación, escolaridad, entre otras, para establecer cómo varía la pobreza femenina de acuerdo con la pertenencia a distintos grupos sociales. También resulta muy importante investigar más acerca de la situación de las mujeres en los hogares encabezados por hombres, es en este escenario donde presumiblemente el fenómeno de la pobreza femenina se hace más elevado debido a una disparidad en los ingresos de ambos, pero también a la gran responsabilidad que las mujeres asumen en las labores reproductivas de estos hogares.
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1 Si bien hay algunos programas como Estancias infantiles para apoyar a las madres trabajadoras de SEDESOL, o la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia que han sido implementados en los últimos años, se trata de políticas limitadas. En el caso de la primera porque solo se refiere a subsidios para el cuidado de los niños de aquellas familias que viven con un ingreso per cápita inferior a 1.5 salarios mínimos, pero no es un programa que garantice masivamente la incorporación de las mujeres al mercado laboral. En el caso de la segunda, si bien defiende a la mujer de la violencia intrafamiliar y le otorga cierta protección respecto a recibir pensiones alimentarias para ellas y para sus hijos, no es una ley que refuerce en un sentido amplio la igualdad de la mujer en la sociedad.
2 Existen programas contra la pobreza como Oportunidades o Seguro Popular que apoyan a una parte de los pobres, incluyendo a las mujeres; sin embargo, estos no protegen a toda la población en pobreza y tampoco se equiparan sus beneficios con aquellos que brinda la seguridad social (Rodríguez, 2011).
3 Para una discusión acerca de los diferentes enfoques para analizar la pobreza ver Kabeer (2003). Para una revisión de los enfoques que justifica la importancia de retener el concepto de ingreso ver Rodríguez (2010), capítulo 2.
4 El MMIP es el Método de Medición Integrada de la Pobreza creado por Julio Boltvinik. Para una explicación de cómo fue construido el método, ver Boltvinik (2003).
5 Para una crítica a los problemas del Método Multidimensional de Pobreza de CONEVAL véase Boltvinik (2009) y Rodríguez (2011).
6 La escala de equivalencia de CONEVAL es para personas de 0-5 años, 0.70; personas de 6-12, 0.74; personas de 13-18, 0.71; y personas de 19-65, 0.99.
Información sobre la autora:
Katya Rodríguez Gómez. Doctora en Sociología por la Universidad de Essex en el Reino Unido, maestra en Estudios Urbanos y Ambientales por El Colegio de México y licenciada en Sociología. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Actualmente es directora del Departamento de Gestión Pública y Desarrollo de la División de Ciencias Sociales y Humanidades del campus León de la Universidad de Guanajuato. De 1997 a 2001 fue profesora-investigadora de la División de Administración Pública del Centro de Investigación y Docencia Económica CIDE y docente de la Maestría en Administración y Políticas Públicas de esa institución. Publicaciones más recientes: 2011, "Pobreza y política social en México 2000-2010: ¿una década de cambio?, en Mónica Uribe, Los vaivenes de las políticas sociales en América Latina. Argentina, Colombia, Chile, México y Uruguay: ¿neo o posneoliberalismo?; 2010, Poverty in Mexico at the beginning of twenty first century: an alternative analysis, Lap Lambert Academic Publishing, Saarbrücken; 2009, "La política contra la pobreza en México: ventajas y desventajas de la línea oficial a la luz de experiencias internacionales", en Gestión y Política Pública, vol. XVIII, núm.1, CIDE. Dirección electrónica: katyarg@yahoo.com, katyarogz@leon.ugto.mx