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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.22 no.90 Toluca oct./dic. 2016

https://doi.org/10.22185/24487147.2016.90.039 

Artículos

El trabajo femenino: del permiso a la obligación

Women's work. From permit to obligation

Patricia Arias* 

*Universidad de Guadalajara, México


Resumen:

El objetivo de este artículo es documentar y explicar las razones que han generado y generalizado la obligatoriedad del trabajo femenino desde dos perspectivas: por una parte, como resultado de la precarización del empleo, en especial, del empleo masculino. Por otra parte, en relación a los cambios sociodemográficos y culturales, en especial, la reducción del tamaño de los hogares, la migración a Estados Unidos, la no formación, la disolución y el acortamiento en la duración de las uniones; procesos que han generado situaciones residenciales imprevistas en los grupos domésticos que han detonado la obligatoriedad del trabajo femenino a largo plazo.

Palabras clave: Trabajo femenino; precarización del empleo masculino; cambios sociodemográficos

Abstract:

The aim of this article is to document and explain the reasons that have generated widespread and compulsory female labor from two perspectives: on one hand, as a result of job precarity, especially of male employment. On the other side, regarding sociodemographic and cultural changes, especially the reduction in the size of households, migration to the United States, the lack of, dissolution and shortening duration of unions; processes that have generated unforeseen situations in domestic residential groups that have triggered mandatory women's work in the long term.

Key words: Female work; male job precarity; sociodemographic changes

Introducción

Andrea, una joven de un pueblo de los Altos de Jalisco, decidió dejar la escuela antes de concluir la preparatoria. El argumento de no querer estudiar era tradicionalmente aceptado en los sectores populares urbanos y en las sociedades rurales en México. Para los hombres, marcaba el inicio de sus vidas laborales. No así para las mujeres que pasaban a ayudar en las tareas del hogar entretanto encontraban novio, se casaban y salían para siempre de la casa de sus padres.

Sin embargo, las cosas han cambiado. Al dejar la escuela Andrea perdió la beca en efectivo que recibía del Programa Oportunidades; ingreso reducido pero crucial en hogares pobres como el de Andrea. Su madre, divorciada y trabajadora de un taller de costura, su hermano casado (cuya esposa trabaja), y una hermana soltera, que también trabaja, le pidieron que buscara un empleo para que se mantuviera y aportara a los gastos de la casa. Los dos hermanos que viven en Estados Unidos reforzaron ese argumento. Andrea dijo que había dejado solicitudes en varios lugares, pero que no la habían llamado. Así estuvo dos meses, hasta que la hermana se enteró de que Andrea había sido aceptada en un empleo pero no se había presentado. Eso suscitó una ríspida discusión a partir de la cual a Andrea le quedó claro que tenía que trabajar y aportar al hogar si quería seguir viviendo allí. Poco después, ingresó a un taller de mochilas y acordó con su madre lo que daría de “gasto” semanal, lo que restableció las relaciones en el hogar.

Situaciones como la de Andrea son comunes en los hogares de los Altos de Jalisco. Para las mujeres el trabajo ha dejado de ser una opción para convertirse en una obligación. Las mujeres se emplean o trabajan en todas las etapas y en todas las condiciones de sus vidas: desde que son jóvenes hasta la tercera edad; desde que son solteras, hasta las casadas, las que son madres solteras, separadas, dejadas, divorciadas, viudas. Hoy por hoy, las mujeres están en todas las actividades ya sea como empleadas, encargadas o propietarias de los quehaceres que crean, recrean, inventan y reinventan para acomodarlos a las circunstancias cambiantes de sus vidas.

Esta situación resulta muy distinta a la que constató la literatura respecto a décadas anteriores. En México, hasta la década de 1970 las mujeres que trabajaban fuera del hogar eran las jóvenes y solteras (García, 2010; Rosado, 1990). En ese tiempo, se advertía, el trabajo asalariado fuera del hogar sólo formaba parte de una etapa en las vidas femeninas que concluía con la unión o el matrimonio; los hombres les prohibían trabajar a sus hijas y esposas; las mujeres, por lo regular, solteras, tenían que pedir permiso y negociar su salida a los mercados de trabajo a cambio de entregar a sus padres la totalidad de sus ingresos (García Acosta, 2001; Rosado, 1990). Esto ha cambiado.

El objetivo de este artículo es documentar y explicar las razones que han generado y generalizado la obligatoriedad del trabajo femenino desde dos perspectivas: por una parte, como resultado de la precarización del empleo, en especial, del empleo masculino. Por otra parte, en relación con los cambios sociodemográficos y culturales, en especial, la reducción del tamaño de los hogares, la migración a Estados Unidos, la no formación, la disolución y el acortamiento en la duración de las uniones; procesos que han generado situaciones residenciales imprevistas en los grupos domésticos que han detonado la obligatoreidad del trabajo femenino a largo plazo.

La investigación en la que se basa este artículo se llevó a cabo en los años 2014 y 2015 en los Altos de Jalisco. Incluyó recorridos por las áreas rurales y urbanas de los distintos municipios de la región; trabajo de campo que supuso la aplicación de cuestionarios; la realización de entrevistas sucesivas y, sobre todo, la elaboración de ciento veinte historias de vida de mujeres de diferentes edades, localidades, quehaceres, condiciones de vida conyugales y familiares (Arias, Sánchez García y Muñoz Durán, 2015). Los sujetos de observación, entrevistas y de las historias de vida son las mujeres, sus trayectorias, experiencias y reflexiones. La información para una historia de vida requirió de tres entrevistas a lo menos. Pero también hay información que surgió de una o dos entrevistas, que finalmente no se convirtieron en historias de vida. Las conversaciones y entrevistas fueron realizadas, en la mayor parte de los casos, en los hogares que, en muchas ocasiones, coincidía con el lugar de trabajo. La información fue recogida en diarios de campo y grabaciones que posteriormente fueron transcritas a diarios de campo. Toda la información acerca de salarios, condiciones de trabajo, opiniones y valoraciones sobre los empleos y las prestaciones provienen de la información generada en las entrevistas y las historias de vida. En general, los salarios y prestaciones —o no prestaciones— son muy similares en toda la región. En el libro Quehaceres y obras. El trabajo femenino en los Altos de Jalisco, de Arias et al. (2015) se presentan, de manera sintética, 52 historias de vida de mujeres trabajadoras de la región.

La información cuantitativa se basa en los cuestionarios sociodemográficos aplicados por el Mexican Migration Project (MMP)1 en siete comunidades en los años 2014 y 2015. Para comparar y contrastar se han usado los datos de la misma encuesta que fue aplicada a tres comunidades de la región en el año 1988.

Sobre el trabajo femenino

En la década de 1990 Wolf inició una discusión acerca de las características del trabajo femenino fuera del hogar en sociedades tradicionales. (Wolf 1990) comparó la toma de decisión respecto al trabajo en los hogares de obreras de Java y de Taiwan y encontró una diferencia significativa. Las jóvenes en Java trabajaban en las fábricas incluso contra la voluntad de sus padres. En Taiwan, en cambio, los padres presionaban para que sus hijas trabajaran, permanecieran y aportaran durante el mayor tiempo posible a la economía de los hogares. Entre los factores que explicaban la diferencia en ambos contextos estaba, en el caso de Java, una larga tradición de autonomía económica de las mujeres. Por contraste, en Taiwan la familia patriarcal y la residencia patrilineal afectaban las decisiones que podían tomar las jóvenes respecto a su incursión, permanencia y derechos laborales (Wolf, 1990).

Las etnografías mexicanas de todos los tiempos han documentado la persistente participación laboral de las mujeres, dentro y fuera del hogar. Sin embargo, la conceptualización, sin mayor cuestionamiento, del trabajo femenino como complementario de los quehaceres masculinos y como ayuda en la economía de los hogares ha impedido captar la diversidad de situaciones y los cambios experimentados en el trabajo femenino en diferentes regiones y a través del tiempo.

Con todo, la evidencia etnográfica abona a la idea de que el trabajo femenino asalariado estuvo asociado, durante mucho tiempo, más al control de los hogares que a la voluntad femenina. Hay que tener presente que la experiencia laboral se restringía a las jóvenes solteras, en esa corta etapa en que vivían con su grupo doméstico, antes de unirse, lo que sucedía a edades tempranas. La unión suponía la salida sin retorno de la casa de los padres. La permanencia o el retorno de las hijas a los hogares de origen no estaba previsto en la organización social tradicional. Y este es uno de los fenómenos que ha detonado en los últimos años y ha alterado los escenarios de vida de los hogares y de las mujeres.

En los Altos de Jalisco, la región de esta investigación, ha existido una antigua y vigorosa tradición de actividad femenina como generadoras de ingresos y, al mismo tiempo, se trata de una sociedad conformada por familias patriarcales y jerárquicas que lograron, durante mucho tiempo, controlar, modelar y utilizar el trabajo femenino en beneficio de los grupos domésticos de los que ellas formaban parte (Arias et al., 2015).

En la década de 1970, en Arandas, por ejemplo, el empleo femenino fuera del hogar se limitaba a la etapa de la soltería, las jóvenes no tomaban la decisión de trabajar de manera autónoma y sólo

se les permite percibir un salario cuando contribuyen a la economía familiar como hijas de familia más no como amas de casa a las cuales se les considera estricta y exclusivamente debidas y dedicadas a su hogar e hijos, mientras el hombre es el que proporciona “el gasto a la familia (García, 2001: 157).

Cuando se casaban y como “los esposos ya no las deja(ba)n trabajar”, las mujeres se sumaban a las actividades manufactureras que ofrecían trabajo a domicilio (Arias y Durand, 1988; García, 2001).

La fabricación de esfera navideña de vidrio soplado en Santa María del Valle, una pequeña localidad rural, es un ejemplo de cómo se acordaba la oferta de trabajadoras en la región. La decisión de a quienes se contrataría en las fábricas fue tomada entre los dueños de la empresa, originarios del lugar que habían emigrado a la ciudad de Guadalajara, con los sacerdotes y los padres de familia. Sin consultar a las que se convertirían en obreras, se acordó que sólo se contrataría a muchachas, es decir, a jóvenes solteras y en tanto lo fuesen. Si se casaban, tenían que dejar de trabajar (Arias y Durand, 1988). Los dos ejemplos mencionados dan cuenta del control familiar sobre el modelaje y las condiciones del trabajo femenino.

Como quiera, con la ampliación de la oferta laboral extradoméstica comenzó a vislumbrarse la otra posibilidad señalada por Wolf (1990). Con la llegada del trabajo de maquila de prendas de vestir a las comunidades rurales del norte de Guanajuato “las madres están conscientes de que el matrimonio de una de sus hijas implica perder fuerza de trabajo dentro de casa” (Treviño, 1986: 127). Por su parte, Wilson (1990) encontró que en el municipio michoacano de Santiago Tangamandapio, también se daba la retención de las hijas en los hogares. Para Wilson esa había sido la manera de prolongar el acceso y la utilización familiar de los ingresos en efectivo que ellas obtenían por su trabajo como empuntadoras de rebozos a domicilio, una actividad que ofrecía mucho trabajo a las mujeres en un tiempo en que escaseaban los ingresos en efectivo en el mundo rural, más aún para ellas.

Sin embargo, todo esto ha cambiado. Lo que se advierte en la actualidad es el fin de esa etapa en que las mujeres pedían permiso para trabajar como asalariadas fuera del hogar a la situación actual en que ellas deben trabajar en todas las etapas y condiciones de sus vidas. Este cambio tiene que ver con transformaciones en las condiciones de vida, el empleo y la organización económica que han tenido consecuencias importantes para las vidas femeninas y los hogares de los que forman parte o encabezan.

La precarización del empleo

Como se ha señalado, la mayor parte de los empleos que se han creado en América Latina en los últimos años han sido para trabajadores no calificados con bajos salarios, sin acceso a prestaciones, seguro de salud o pensiones y que las condiciones de trabajo y retribuciones que perciben las mujeres son menores a las de los hombres (García y De Oliveira, 2011).

Esa ha sido, sin duda también, la trayectoria histórica del empleo femenino. Desde la década de 1980 las investigaciones antropológica y sociológica dieron cuenta de la creciente incorporación de las mujeres del campo a los mercados de trabajo que se abrieron en los espacios rurales como resultado de la modernización, la apertura comercial, la globalización de las actividades agropecuarias y la introducción de nuevas actividades en el campo (Arias y Durand, 1988; García, 2010; González y Salles, 1995; Rosado, 1990). Entre 1995 y 2003 se ha señalado que hubo un incremento de los trabajadores asalariados, pero en especial, de las mujeres asalariadas (Pacheco, 2010). Para el siglo XX García (2010) ha documentado el mantenimiento de las tasas de participación laboral masculina y el incremento sistemático de las tasas femeninas: de 71 en 1979 a 74 en 2006 en el caso de los hombres en tanto la de las mujeres pasó de 21 a 39 en esos mismos años.

En general, se trataba de empleos enmarcados por los condicionamientos de género tradicionales de las mujeres rurales; las ocupaciones que se feminizaban al mismo tiempo se desvalorizaban (Szasz, 1994). La precariedad del empleo femenino se advertía tanto en los tipos de trabajo como en las condiciones laborales. Las mujeres eran requeridas para empleos considerados poco calificados, que operaban en una amplia franja de precariedad e ilegalidad: bajos salarios, escasas o inexistentes prestaciones, irregularidad e inestabilidad del empleo, sin movilidad ascendente, sin acceso a la toma de decisiones, con salarios menores a los de los hombres, basados en acuerdos obrero-patronales personales y cambiantes, inexistencia de instancias de lucha o defensa de derechos laborales, violación de la normatividad laboral (Carton de Grammont y Lara, 2010). Durante mucho tiempo, el empleo femenino estuvo asociado a las nociones de inestabilidad y precariedad, de manera que sus ingresos, se decía y reiteraba, sólo servían de ayuda y complemento a los ingresos masculinos (Arias, 2009).

Las aceptaciones empresarial, social y familiar de la precariedad del empleo femenino se sustentaban en dos supuestos: en primer lugar, que los hogares podían sobrevivir con un solo ingreso y, en segundo lugar, que el trabajo masculino era, a fin de cuentas, el que garantizaba la sobrevivencia económica de los grupos domésticos, lo que les confería a los hombres el papel central e indiscutible de proveedores. Esto ya no es así. Se ha constatado que en la actualidad las mujeres “combinan en mayor medida la maternidad con el trabajo fuera de sus actividades domésticas” (García, 2010: 367) de tal manera que permanecen a largo plazo en los empleos asalariados.

Empleos y trabajos en los Altos de Jalisco

En términos administrativos los Altos de Jalisco se divide en dos regiones: Altos Norte, integrada por ocho municipios, y Altos Sur, por doce (Figura 1).

Fuente: elaboración propia a partir del Marco Geoestadístico 2010 INEGI

Figura 1: Los Altos de Jalisco. 

De acuerdo con la información de la Encuesta Intercensal 2015 ambas regiones sumaban 807 141 habitantes, lo que representaba una décima parte de la población de Jalisco (10.2 por ciento). A los Altos lo definían tradicionalmente seis características: una religiosidad y moral católicas profundamente arraigadas que pautaban los comportamientos de la población; una sociedad de economía ganadera y lechera basada en explotaciones de pequeña y mediana escala; asentamientos rurales en forma de ranchos donde la gente vivía y trabajaba; predominio de la propiedad privada; migración laboral masculina centenaria a Estados Unidos; una tradición, también centenaria, de trabajo femenino en los hogares, en especial, la cría de pequeñas especies (pollos, puercos), la elaboración de productos lácteos y la costura, bordado y tejido de todo tipo de artículos y prendas de vestir.

Hoy en día, se la reconoce como una región de economía agropecuaria que ocupa los primeros lugares a nivel nacional en la producción de leche, pollos, huevos y puercos; con establecimientos distribuidos por toda la región que requieren de muchos trabajadores y trabajadoras; por la existencia de diversas actividades manufactureras en casi todos los municipios; por una intensa fragmentación de la propiedad; una notable urbanización y conectividad entre las localidades y municipios; por la cancelación de la migración a Estados Unidos como opción laboral generalizada y por la intensificación y generalización del trabajo femenino asalariado fuera del hogar. En lo que se refiere al empleo los Altos constituye quizá una excepción respecto a otras regiones porque allí existe un amplio abanico de fuentes de empleo para la población.

El empleo femenino

En este contexto, las mujeres de los Altos se han convertido en buscadoras y creadoras incesantes de empleos y actividades que les permitan obtener ingresos en efectivo de la manera más regular posible durante la mayor parte del tiempo. Pasan de una actividad a otra, pero no pueden, tampoco quieren, en la mayoría de los casos al menos, dejar de percibir ingresos propios. En las siete localidades encuestadas por el MMP en 2014 y 2015 las mujeres trabajaban sobre todo en la manufactura (25.5 por ciento) y los servicios (44.3 por ciento) (Cuadro 1).

Fuente: Mexican Migration Project, MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Cuadro 1: Población femenina económicamente activa, 1988 y 2014-2015 

La población femenina económicamente activa ha seguido una tendencia consistente al alza: en 1990 representaba 16.47 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA), en 2000, 29.11 por ciento, en 2010 duplicó la proporción de 1990 al registrar 32.68 por ciento y en 2015 una tercera parte de la PEA: 33.6 por ciento. Por contraste, en el lapso 2010-2015 se advierte una disminución de la PEA masculina: 77.15 por ciento a 71.46 por ciento (Tabulados básicos de los Censos de Población y Vivienda 1990, 2000 y 2010 y de la Encuesta Intercensal 2015) (Figura 2).

Fuente: elaboración propia a partir de Tabulados básicos, XI Censo General de Población y Vivienda 1990, XII Censo General de Población y Vivienda 2000, XII Censo General de Población y Vivienda 2010, Encuesta Intercensal 2015, INEGI.

Figura 2: Porcentaje de población económicamente activa por sexo, 1990-2105 

El crecimiento y la modernización de la porcicultura y la avicultura, asociadas a la segmentación de los procesos productivos y la dispersión de los establecimientos por la geografía regional, requirieron de muchos trabajadores y las mujeres se incorporaron a la oferta laboral en las granjas de puercos, de aves de postura y de huevo para plato. Más de la mitad (entre 60 por ciento y 80 por ciento) de los trabajadores de las granjas avícolas son mujeres y en la porcicultura puede llegar hasta la mitad (40-50 por ciento) (Arias et al., 2015).

En 2014 Jalisco ocupó el primer lugar en la producción de puercos y pollos. La mayor producción de esas especies se concentra en los Altos. En 2015 la producción jalisciense de bovinos representó casi una quinta parte (19.64 por ciento) de la producción nacional, la de porcinos casi una quinta parte (19.27 por ciento) y las de huevo para plato y carne de pollo representan más de una cuarta parte (25.93 por ciento). En ese año había 18 732 unidades de producción, es decir, granjas, de producción de huevo para plato y carne, y 9 388 de porcinos. Las compañías, muchas de ellas grandes empresas, tienen sus establecimientos en diferentes lugares y ofrecen servicio de transporte de manera que en una misma granja trabajan mujeres de diferentes ranchos, pueblos y ciudades (Arias et al., 2015).

Además, en cada municipio de la región existen fábricas y talleres que emplean mujeres. Las empresas, diseminadas por el espacio regional, tienen que ver con la actividad agropecuaria: productos lácteos, champiñonera, deshidratadoras de huevo, tequileras. También existen fábricas y talleres donde se elaboran diferentes prendas de vestir, blancos, botanas, cajetas, calzado, conos de helado, cucharas, dulces, globos, embotelladoras, huaraches, mochilas.

En la actualidad, las mujeres, en especial las menores de 35 años, prefieren los trabajos en establecimientos formales. Lo que más se valora es el Seguro Social y, en los últimos años, han cobrado importancia los préstamos de INFONAVIT que dan acceso a la vivienda. El surgimiento de una amplia oferta inmobiliaria y las dificultades que enfrentan las vías tradicionales de acceso a la casa propia han valorizado mucho esa prestación del trabajo formal. De este modo, las trabajadoras pueden ser ahora las que proporcionan vivienda a sus padres, a sus parejas e hijos.

En 2015 el salario mínimo era de $66.45 diarios, es decir, $398.70 en una semana de seis días laborables. Pero el salario mínimo ha dejado de ser un referente, al menos en los Altos. En general, los salarios de los y las trabajadores que laboran como obreros y dependientes en establecimientos formales fluctúan entre $600.00 y $1 300.00 semanales, es decir, más del doble del salario mínimo.

Aparte está la extensa gama de quehaceres que llevan a cabo las mujeres, que incluyen maquila de diferentes productos, actividades comerciales, ventas, servicios personales por cuenta propia o como empleadas. De hecho, casi la mitad (44.3 por ciento) de las mujeres de las comunidades encuestadas en 2014-2015 laboraban en actividades de servicios (Cuadro 1). Aunque persisten quehaceres femeninos tradicionales, se observan dos fenómenos: por una parte, la incorporación femenina a quehaceres considerados masculinos y, por otra, la reinvención o reingeniería de oficios que han hecho las mujeres, en especial, las jóvenes para adaptar sus negocios a la moda y las nuevas tecnologías. Así, se han convertido en productoras y distribuidoras de diferentes tipos de mercancías que antes sólo realizaban los hombres y han hecho notables innovaciones como comerciantes, estilistas, joyeras, modistas, pasteleras, las que ponen uñas (Arias et al., 2015). Hay quienes trabajan por cuenta propia y otras que son dependientes.

En los quehaceres por cuenta propia los ingresos de las empleadas son muy variables, algunos suelen ser más bajos que en los empleos formales, pero no necesariamente irregulares, porque las mujeres se encargan de recibir pedidos, producir, vender, ofrecer sus servicios de manera permanente. De cualquier manera, los ingresos más bajos fluctúan entre $300.00 y $700.00 semanales, sin prestaciones.

Así las cosas, en un hogar ubicado en un rancho, donde el padre y los hijos son jornaleros agrícolas o albañiles puede suceder que la madre reciba maquila de ropa de alguna fábrica y atienda una miscelánea, mientras sus hijas salen cada día a trabajar en granjas, fábricas, establecimientos comerciales y de servicio en diferentes localidades. Cada hija aporta una cantidad de dinero al hogar de los padres, aunque puede ser de diferente manera: en efectivo, en especie, haciéndose cargo de gastos previstos o imprevistos.

En los Altos los empleos se cubren con trabajadores y trabajadoras de la región que se desplazan de manera cotidiana entre las ciudades, pueblos y ranchos. La llegada de trabajadores foráneos se limita a las labores agrícolas temporales en los municipios donde hay plantaciones de agave para las fábricas de tequila. En la región el problema no es tanto la falta de empleo, sino que los grupos domésticos no pueden vivir con un solo ingreso. Allí, como en todo el país, se advierte el estancamiento de los salarios, femeninos y masculinos.

El empleo masculino

Los hombres de la región se dedicaban tradicionalmente a las actividades agropecuarias, en especial, a la ganadería de bovinos, en calidad de pequeños propietarios, medieros y jornaleros. La migración a Estados Unidos formaba parte de la tradición laboral masculina, con la que compensaban las limitaciones de los mercados locales de trabajo y, de regreso, podían mejorar su inserción laboral y residencial en la región (Durand y Massey, 2003). Un jornalero migrante, con lo que ahorraba en Estados Unidos, podía construir una casa, comprar tierras y ganado y de ese modo convertirse o mejorar su situación como productor agropecuario.

Sin embargo, esto ya no es así. La información de las comunidades encuestadas en 2014-2015 señala que la agricultura era la actividad a la que se dedicaba poco menos de un tercio de la población masculina: 31.8 por ciento. De hecho, la principal actividad de los hombres captados en las encuestas de 2014 y 2105 fue la manufactura (33.9 por ciento) y, muchos de ellos, de acuerdo a nuestros datos, son básicamente jornaleros, es decir, trabajadores eventuales (Cuadro 2).

Fuente: Mexican Migration Project, MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Cuadro 2: Población masculina económicamente activa,1988 y 2014-2015 

Lo que se ha modificado es la relación de los hombres con la tierra. En la actualidad, la categoría laboral que más se ha extendido es el jornalerismo como inserción laboral masculina a largo plazo. El jornalerismo es una forma de empleo en las labores agropecuarias, pero también en la albañilería, la construcción en general, en los servicios de carga y descarga, en el transporte, en las labores eventuales, pero recurrentes, de las granjas de pollo y puerco. Con datos de la Encuesta Nacional de Empleo, Pacheco Gómez (2010) ha mostrado que las remuneraciones por hora y por semana de los sujetos agropecuarios resultaban menores y la proporción de asegurados era muy inferior a los que se dedicaban a actividades no agropecuarias.

La expansión del jornalerismo tiene que ver con otros dos procesos: los cambios en el patrón migratorio y en la tenencia de la tierra. Hasta la década de 2000 la migración laboral a Estados Unidos, en especial de los jóvenes, fue una de las principales maneras, si no es que la única, de ahorrar para hacer inversiones en las comunidades de origen. Sin embargo, desde 2005 los jóvenes ya no han podido migrar a trabajar en Estados Unidos (Durand y Arias, 2014) lo que les ha impedido ahorrar para asegurar una actividad económica viable o construir una casa propia.

Como es sabido (Massey et al., 1991) los migrantes se iban con el propósito de ahorrar para mejorar su reinserción residencial en sus comunidades de origen, es decir, construir una casa propia, por lo regular, en algún terreno que los padres solían regalarle a los hijos cuando se casaban. De esa manera, el costo de la vivienda no afectaba los ingresos cotidianos ni a largo plazo de los hogares. Esto ya no es así. En la actualidad, muchas parejas jóvenes carecen de un espacio donde construir una casa o de los recursos para construirla. Esto ha extendido como nunca antes la renta de vivienda, rubro que los jóvenes han tenido que incorporar a sus costos de vida.

A la imposibilidad de migrar se suma la situación de la tenencia de la tierra que ha afectado el acceso de los jóvenes a la propiedad: por una parte, la intensa fragmentación de la propiedad, por otra, la retención indefinida de la tierra en manos de los ancianos y, finalmente, la propiedad en poder de migrantes que no regresarán, pero que tampoco la venden. En la actualidad, la extensión de los terrenos para siembra ha disminuido de tal manera que ya no se mide en hectáreas, sino en solares, medida que corresponde a alrededor de 1 700 m2. Por cualquiera de esas tres situaciones los jóvenes ya no tienen ni heredarán tierras, es decir, que se ha cancelado la posibilidad de que cuenten con algún ingreso o productos provenientes de las actividades agropecuarias, como sucedía antes.

Los jornaleros reciben un salario semanal de $1 300.00, sin prestaciones y el empleo es muy irregular. Un jornalero puede tener trabajo una semana completa, pero puede no conseguirlo durante dos o tres semanas seguidas. Frente a esa situación muchos hombres han renovado la costumbre de criar animales de traspatio (aves, chivos, puercos) para la venta y de esa manera tener un ingreso que compense en cierta medida la precariedad y eventualidad del empleo jornalero.

Así las cosas, el jornalerismo, que se define como un empleo precario en tanto que es irregular, discontinuo, se paga por día o semana y carece de prestaciones, corresponde hoy a muchos de los empleos masculinos de la región. Y ese es un gran cambio. La precariedad laboral, que solía adjudicarse a los trabajos e ingresos femeninos, hoy forma parte de las características del empleo masculino: eventualidad, irregularidad, ausencia de prestaciones.

Al mismo tiempo, el cambio de patrón migratorio entre México y Estados Unidos (Durand y Massey, 2003) ha reducido la llegada de remesas a la región y deteriorado aún más la posibilidad de que los hombres mantengan su papel como proveedores únicos o principales de sus hogares. Los cambios sociodemográficos y el férreo control fronterizo han modificado el carácter circular tradicional de la migración mexicana de tal manera que la posibilidad de los jóvenes de ir a trabajar a Estados Unidos de manera indocumentada está prácticamente cancelada (Durand y Arias, 2014).

En 1988 en más de la mitad (64.48 por ciento) de los hogares había miembros con experiencia migratoria en Estados Unidos, pero se redujo a menos de una tercera parte (30.8 por ciento) en 2014-2015 (Cuadro 3). Aunque la proporción sigue siendo elevada en comparación con la media nacional, que está alrededor del diez por ciento, la tendencia es de cualquier modo a la baja.

Fuente: Mexican Migration Project, MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Cuadro 3: Número de hogares con experiencia migratoria, 1988 y 2014-2015 

De hecho, desde 2010 la proporción de hogares con migrantes se redujo en todos los municipios de la región y, al mismo tiempo, disminuyó la proporción de viviendas que recibía remesas en la mayor parte de los municipios. En 2014 en Pegueros, una localidad del municipio de Tepatitlán de gran tradición migratoria, sólo 37 de los 68 hogares con migrantes recibía remesas (Durand y Arias, 2014).

Así las cosas, los grupos domésticos, las familias, las comunidades de la región están aprendiendo, por primera vez en una historia centenaria, a vivir sin contar con el ingreso que representaban las remesas que enviaban de manera regular y permanente los padres, maridos, hijos, a sus hogares mientras estaban en Estados Unidos. Ya es ampliamente aceptado en la región que los que están en Estados Unidos envíen menos dinero a México: “ellos tienen muchos gastos en el otro lado”, justifican los padres. La reducción en la cantidad y frecuencia de las remesas ha abonado a una mayor presión sobre las mujeres para que sean aportadoras de los hogares de sus padres.

La economía de los hogares hoy

Los cambios en las condiciones de empleo y los salarios de mujeres y hombres han permeado al interior de los hogares. En la situación actual, los grupos domésticos, incluso de pocos miembros, no pueden sufragar los gastos imprescindibles con un solo ingreso. Hoy por hoy, ningún hogar, de tres o cuatro personas, puede vivir una semana con un ingreso individual que, en el mejor de los casos, llega a $1 300.00.

Los bajos salarios e ingresos han obligado a que todos los miembros disponibles de un hogar, hombres y mujeres, trabajen y sean aportadores económicos. La mayor parte de las mujeres de una casa, no sólo alguna, trabaja y genera dinero. Entre todos y todas se reune un presupuesto semanal que permite sacar adelante los gastos comunes.

Antes, era una atribución masculina, ellas mismas lo recuerdan, “dejarlas trabajar”, lo cual era una manera de controlar los ingresos que ellas solían entregar a padres y esposos, sin regatear su uso. Ahora, cada quien, también las mujeres, pueden, con más o menos presiones, decidir el monto, la modalidad, la espacialidad de su aportación al hogar. La mayoría entrega “gasto” en efectivo, es decir, una cantidad semanal que se acuerda por lo regular con la madre; aunque existe también la aportación en especie, que puede ser hacerse cargo del “mandado” semanal o quincenal, asumir pagos de la casa (agua, luz, cable) o encargarse de los “abonos”, es decir, de los pagos regulares por la compra de algún bien. Cada quien puede negociar su contribución, pero no puede dejar de hacerla. Un mecanismo muy usual de las jóvenes solteras para mantener acotada la aportación al hogar de los padres es el endeudamiento permanente. Las trabajadoras se integran una y otra vez a tandas, sistema de ahorro que les permite contrarrestar las demandas de dinero que les hacen padres y hermanos.

En la actualidad, todos, con más o menos reticencia, reconocen que los ingresos femeninos, por cualquier vía que se obtengan, resultan cruciales para los hogares; que sin ellos, difícilmente podrían salir adelante con los gastos que supone una casa. Este consenso ha tenido consecuencias importantes. Los padres y cónyuges no pueden impedirles trabajar y ellas no piden permiso para hacerlo. En las parejas jóvenes se advierten acuerdos explícitos, continuamente negociados, para la distribución de los gastos, las tareas del hogar, el cuidado de los hijos, las inversiones.

Aunque los hombres quisieran que las cosas no fueran así han tenido que aceptar que ellas trabajen porque de otra manera no podrían sobrevivir. Por su parte, las mujeres, en especial las jóvenes, están convencidas de que los hombres ya no son los proveedores únicos o principales de los hogares. Para las mayores, en cambio, se trata de un tema del que hablan sólo cuando se sienten en confianza.

Pero, en general, las mujeres, de todas las edades, son muy críticas respecto a la calidad de los trabajos y el monto de ingresos que perciben sus parejas y sus hijos, aunque suelen ser más tolerantes con estos últimos. La forma más común de expresarlo es que los hombres ya no pueden mantener un hogar y muchos se han “hecho” flojos y desobligados. Como lo que ganan es tan poco, dicen, muchos optan por dejar de trabajar y se “desobligan”. Al cabo, dicen, ahora las mujeres trabajan; argumento que a ellas las molesta mucho.

Cambios sociodemográficos y culturales

Por otra parte, los hogares actuales corresponden, cada vez menos, al modelo tradicional basado en la permanencia y persistencia -voluntaria o forzada- de las uniones conyugales, que era, hasta hace poco tiempo, una de las características más notables de los hogares mexicanos (Quilodrán, 2008). La investigación sociodemográfica ha señalado los numerosos e intensos cambios que han experimentado los hogares en las últimas décadas asociados a la segunda transición demográfica: reducción de la fecundidad y la mortalidad que han llevado al incremento de la esperanza de vida, envejecimiento de la población, diferentes tasas de mortalidad por sexo, hogares más pequeños; cambios culturales que han modificado la nupcialidad, entre los que destacan la soltería prolongada de hombres y mujeres, incremento de edad de la primera unión, aumento de las uniones consensuales, menor estabilidad de las parejas, incremento de separaciones y divorcios, aumento de hogares encabezados por mujeres, incremento de la violencia, en especial en uniones consensuales; cambios en los ordenamientos territoriales intensificado por las migraciones (Cerrutti y Binstock, 2009; García y De Oliveira, 2011; Quilodrán, 2008). Los cambios en la fecundidad, mortalidad y migración de las poblaciones imponen, sin duda, reorganizaciones en las familias (Quilodrán, 2010).

Tres cambios han sido muy significativos en la región: la reducción del tamaño de los hogares, el cambio en el patrón migratorio México-Estados Unidos y la no formación, la disolución y el acortamiento en la duración de las uniones. Estos últimos cambios no están asociados a la viudez, como sucedía antes. Las separaciones y divorcios han sustituido a la viudez como causa principal de la disolución de las uniones (Quilodrán, 2010). No es que antes no hubiera cohabitación, separaciones ni divorcios; lo que ha cambiado es la intensidad de esos fenómenos (Quilodrán, 2010).

Los análisis demográficos suelen corresponder a situaciones urbanas o encuestas nacionales que no distinguen entre grupos domésticos rurales y urbanos. Con todo, la evidencia etnográfica de distintas regiones da cuenta de que en contextos rurales y ciudades medias también se han expandido la soltería, asociada, en muchos casos, a embarazos adolescentes, la unión libre, la ruptura de las primeras uniones y la formación de nuevas uniones (Bacon, 2006; Becerril, 2010; Velasco y Contreras, 2011).

Los Altos de Jalisco, a pesar de su reputación como región católica tradicional, no escapa a esos cambios sociodemográficos. Por una parte, ha habido una disminución drástica en el número de hijos que tienen las parejas. Este es un gran cambio porque allí era un orgullo tener “todos los hijos que Dios mande”. La encuesta levantada en Pegueros registró que antes de 1950 el promedio de hijos en los hogares era de 9.3 hijos. En ese tiempo, las mujeres tenían un mínimo de cinco y un máximo de 15 hijos. Sin embargo, del año 2000 a la fecha, el promedio de hijos se redujo a 2.2, es decir, una cifra similar a la del estado de Jalisco y desde esa fecha los hogares registran un máximo de cinco hijos (Durand y Arias, 2014). De hecho, en 2014-2015, la mayoría de las mujeres (83.8 por ciento) tenía entre uno y tres hijos y ya no había mujeres que tuvieran nueve o más hijos; situación muy diferente a la de 1988 (Cuadro 4; Figura 3).

Fuente: Mexican Migration Project, MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Cuadro 4: Número de hijos por mujer, 1988 y 2014-2015 

Fuente: elaboración propia a partir de Mexican Migration Project,MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Figura 3: Número de hijos por mujer, 1988 y 2014-2015 

Así las cosas, la presión demográfica, que fue siempre una de las causas principales de la migración a Estados Unidos, ha dejado de ser un factor crucial en la toma de decisiones de los hogares y las personas. Los hogares disponen ahora de menos miembros, también de menos hombres, que participen en las labores agropecuarias o que tengan trabajos asalariados. Pero además, los ingresos que se obtienen por las actividades agropecuarias representan una proporción cada vez menor en los presupuestos de los hogares. Así la disminución en el número de hijos en general, así como de los recursos e ingresos agropecuarios, han incrementado el peso y valor de las mujeres como generadoras y aportadoras de ingresos para sus hogares.

La valorización de la mujer en los hogares de origen representa un gran cambio en la dinámica doméstica. Hay que tener presente queen el sistema de reproducción social tradicional el matrimonio de las mujeres era un mecanismo para el establecimiento de alianzas entre diferentes grupos domésticos, familias, comunidades (Good Eshelman, 2003). En las sociedades de raigambre indígena, ellas, al casarse, se iban a vivir a los hogares de sus esposos y sus habilidades y saberes pasaban a ser activos en los grupos domésticos de los maridos. En el caso de las sociedades rancheras, como la alteña, la residencia posmarital era neolocal, es decir, independiente desde el principio de la unión, pero de cualquier manera las mujeres dejaban de participar en las actividades de sus hogares de origen.

En ambas situaciones, las mujeres no representaban un recurso a largo plazo para su grupo doméstico. Como se decía siempre: ¿para qué gastar en que las mujeres estudiaran si se iban a ir? La educación femenina era un gasto, no una inversión ni un beneficio para su grupo doméstico del cual, se suponía, saldría muy pronto y para siempre. En ese contexto, era preferible que las jóvenes permanecieran en casa, mantuvieran una buena reputación, aprendieran y ayudaran en los quehaceres femeninos que eran, eso sí, un servicio al hogar y la garantía de un mejor matrimonio. Mientras más pronto se casaran menos gasto representaban para sus hogares de origen.

Pero las cosas han cambiado. Como es sabido, las niñas y jóvenes reciben una beca mensual en efectivo por estudiar, lo cual representa un ingreso constante para sus hogares. En general, la educación todavía no es valorada, o al menos no en todos los casos, como una vía de movilidad social y laboral para las mujeres sino del ingreso monetario regular que representa para sus hogares. Las estudiantes son menos eximidas de las tareas domésticas que sus hermanos, deben ayudar a cuidar hermanos menores, hacer mandados, arreglar su espacio y su ropa, prescindir de ir “al ciber” a hacer tareas por cualquier compromiso familiar. En ese sentido, persiste una desigualdad de género: aunque el valor de la educación femenina ha aumentado, esta no se instala como una prioridad y una opción de formación para las mujeres más allá del ingreso inmediato que representa.

En este nuevo contexto, las que abandonan la escuela, como Andrea, son presionadas para que trabajen. Ellas deben buscar la manera de compensar el ingreso que se pierde, es decir, deben ganar dinero. Pero también las profesionales, cuyos mayores ingresos son fácilmente percibibles, están sometidas a presiones para que contribuyan a los gastos de los hogares y se han convertido en fuente permanente de demandas de dinero por parte de sus familiares.

En la actualidad, la educación de las mujeres es equivalente o incluso superior a la de los hombres, lo cual representa un gran cambio en la región. En 1988, por ejemplo, la proporción de mujeres que había concluido la educación preparatoria era muy reducida (3.7 por ciento) en comparación con 2014-2015: 19.8 por ciento (Cuadro 5). Este cambio las coloca en posición similar, incluso ventajosa, respecto a los hombres en los mercados de trabajo de la región. De acuerdo a la información de las comunidades encuestadas en 2014-2015, las mujeres de 12 años y más con secundaria terminada pero no la preparatoria representan 26.4 por ciento y las que terminaron la educación preparatoria representan 19.8 por ciento. Las proporciones de los hombres son 23.6 y 18.3 por ciento, respectivamente. La proporción de mujeres en puestos de administración y las profesionales supera a la de los hombres: 8.1 por ciento y 13.7 por ciento versus 1.9 y 5.5 por ciento, respectivamente. Esto representa un gran cambio en una región que privilegiaba la formación en el trabajo y no la instrucción escolar, menos aún, la de las mujeres (Cuadro 5).

Fuente: Mexican Migration Project, MMP 154. http://mmp.opr.princeton.edu/home-es.aspx

Cuadro 5: Años de escolaridad por sexo, mayores de seis años, 1988 y 2014-2015 

Los hombres, hasta 2005, contaban con la opción de irse a trabajar a Estados Unidos, para la cual la educación no constituía un recurso que mejorara su inserción laboral en el otro lado. De ese modo, los jóvenes solían irse con la primaria o la secundaria terminada. La información de las comunidades encuestadas en 2014-2015 señala que 35.2 por ciento de los hombres habían terminado la primaria, pero no la secundaria, y 23.6 por ciento había terminado la secundaria, pero no la preparatoria (Cuadro 5).

Hay que decir que desde la década de 1990 se ha ampliado la oferta educativa, incluso universitaria. Y ellas, que eran las que permanecían en la región, fueron a fin de cuentas las beneficiarias de la expansión de la oferta educativa. En 2015, de los 3 984 alumnos del Campus Cualtos de la Universidad de Guadalajara, ubicado en el municipio de Tepatitlán, 2 387 eran mujeres y 1 597 eran hombres, es decir, 59.9 por ciento y 40.08 por ciento, respectivamente (Leal Moya, 2016). Los hombres predominaban sólo en las ingenierías, en especial, las relacionadas con las actividades agropecuarias (Cuadro 6).

Fuente: elaboración propia con base en Leal Moya, 2016.

Cuadro 6: Matrícula por sexo en las licenciaturas de Cualtos, 2015-2016 

Así, el estudio o el trabajo femeninos se han convertido en ingresos imprescindibles y existen fuertes presiones para que se dediquen a una o las dos cosas y compartan sus salarios con sus grupos domésticos. A diferencia de lo que sucedía antes, los padres de ahora procuran la permanencia de las jóvenes, solteras, madres solteras —o de sus hijos— en el hogar, ya que significa prolongar su aportación a los gastos de la casa. Porque en la región una mujer soltera, aunque trabaje, no puede irse a vivir de manera independiente. Las maneras aceptadas para salir del hogar familiar han sido la migración, el matrimonio, la unión o el embarazo.

En este contexto, muchas jóvenes han comenzado a entender que para poder “trabajar para ellas y no para otros” deben unirse o embarazarse. Las jóvenes están tan presionadas a aportar ingresos a sus hogares que resultan proclives a embarazos y uniones tempranas, que son las vías social y familiarmente aceptadas para salir de los grupos domésticos y utilizar sus ingresos de manera personal. El nacimiento de un hijo, aunque sea sin salir del hogar, permite renegociar la aportación monetaria al grupo doméstico, aunque no puedan dejar de hacerla.

Así le sucedió a Edith. Cuando sus dos hermanos se casaron y se fueron del hogar paterno, ella fue muy presionada por sus padres para que dejara de estudiar y se pusiera a trabajar de tiempo completo para “ayudarlos”. Después de un forcejeo de dos años, Edith no hizo ni una ni otra cosa. Más bien, a los 17 años se embarazó de Armando, su novio de 18 y ambos tuvieron que ponerse a trabajar, ella en un establecimiento comercial; él, como chofer eventual. Como los padres de Edith no “la perdonaron” y los de Armando carecen de espacio para recibirlos, dos tías solteras que trabajan como maquiladoras de prendas de vestir, los aceptaron en su casa, donde Edith les paga por el cuidado del bebé mientras trabaja.

En el imaginario tradicional todavía hay jóvenes que piensan que el embarazo puede servirles para iniciar una unión, salir de la casa paterna y del mercado de trabajo, como sucedía antes. Eso ahora puede no suceder. De hecho, es cada vez más frecuente que las madres solteras no establezcan, por diferentes razones, una unión residencial con el padre del hijo y no reciban ayuda económica para su crianza. Esta situación obliga a las madres solteras a permanecer en la casa de los padres, pero donde deben generar ingresos para ella, sus hijos y el hogar. El embarazo temprano sin unión suele llevar a un fenómeno señalado por Quilodrán (2010): nuevas uniones que dan lugar a nuevas unidades domésticas. La joven que se ha convertido en madre a edad temprana tenderá a establecer una siguiente unión y a tener más hijos. Y suelen suceder dos cosas. Por distintas razones, los padres de la joven pueden procurar quedarse con el nieto o nieta, lo que les asegura la visita y la contribución monetaria permanente de la hija al hogar. O bien, que la nueva pareja no acepte al hijo o hija de la joven, por lo cual éste se queda con los abuelos, a cambio de una cantidad de dinero regular en efectivo.

En 2014 Miriam, de 25 años, madre soltera de un hijo de siete años, estableció una unión consensual con residencia y esperaba un hijo de Mario, su nueva pareja. Mario no había aceptado recibir al hijo de Miriam, por lo cual este se había quedado en casa de los padres de Miriam. Ella trabajaba en una granja de pollos para tener dinero, visitarlo y mantenerlo en el rancho, para lo cual pagaba a sus padres y a una de sus hermanas menores. Miriam esperaba convencer a Mario de llevar a su hijo a vivir con ellos una vez que hubiera nacido el hijo de ambos.

Por su parte, el nuevo patrón migratorio, es decir, el establecimiento familiar, laboral, a largo plazo, indefinido y de retorno incierto de los migrantes en Estados Unidos, ha sacado a la luz o ha exacerbado situaciones como la no formación y la disolución de las uniones. En un momento donde sólo los migrantes legales regresan ocasionalmente a las comunidades, las solteras se encuentran muy presionadas para establecer una relación de pareja, lo que estimula las uniones y embarazos tempranos.

Tradicionalmente, el embarazo solía detonar el regreso definitivo del migrante o la salida de la joven a reunirse con él en Estados Unidos. Pero esto ya no ocurre, de manera que la joven se convierte en madre soltera, se rompe el vínculo con el padre y ella deja de recibir apoyo para su crianza y debe trabajar para mantenerlo y aportar al hogar de sus padres. El embarazo resulta hoy una vía muy impredecible para el establecimiento de uniones de largo plazo.

Así le sucedió a Lucy que a los 19 años se embarazó de Elías, su novio, que era trabajador migrante en Estados Unidos. Aunque lo intentaron, ella no pudo cruzar la frontera y reunirse con él en Chicago, a él no le convino regresar a México y, después de dos años, la relación se rompió. Elías estableció una nueva relación en Estados Unidos, dejó de enviarle dinero a Lucy, de manera que Lucy continuó trabajando y viviendo en casa de sus padres. Poco después, ella también estableció una unión residencial con un compañero de trabajo.

Por su parte, la separación prolongada de las parejas ha debilitado los vínculos y compromisos de los migrantes y ha favorecido el establecimiento de nuevas uniones en los lugares de origen y destino. En especial, de destino: muchos migrantes establecen nuevas uniones y hogares en Estados Unidos y dejan de enviar remesas a sus esposas e hijos en México.

Fue la historia de Elisa. Después de quince años de matrimonio y tres hijos con Jesús, migrante indocumentado en Estados Unidos, se rompió la unión después de tres años en que Jesús no pudo regresar a verlos, dejó de enviar remesas y Elisa supo que tenía una pareja estable en California. La casa donde vivían, aunque independiente, había sido construida en el solar del padre de Jesús, de manera que cuando quedó claro que se habían separado, Elisa regresó a vivir a la casa de sus padres, donde tuvo que trabajar de manera más intensiva para mantener a sus hijos, aportar a los gastos del hogar y pagar a una de sus cuñadas por el cuidado de sus hijos mientras ella trabaja.

Pero la disolución de uniones afecta no sólo a los hogares con migrantes. Cada vez más, las parejas o cada quien, en diferentes etapas de sus ciclos de vida, con y sin hijos, deciden separarse. En la región, la disolución en parejas jóvenes parece asociada con mujeres que habían establecido uniones con hombres de menor educación que ellas, diferencia que pocos años después hace crisis y lleva a las separaciones. Quilodrán (2010) ya había advertido de esta posibilidad como explicación a la ruptura temprana de las uniones.

Laura terminó la educación secundaria y a los 17 años se casó con un albañil, que sólo concluyó la primaria, él “no le permitió trabajar y muy pronto dejó de dar el gasto, le gritaba y, un día, la golpeó. En ese momento, Laura consideró que podía aguantar carencias y hasta hambre, pero golpes no” (Arias et al., 2015: 147). Cuando se divorció regresó a vivir a casa de sus padres para que le ayudaran con sus hijos pequeños. Desde entonces Laura se dedicó a repartir diferentes productos para de esa manera mantenerse ella y sus tres hijos, ahora en un hogar independiente.

En el otro extremo, es decir, en el caso de mujeres mayores, incluso de la tercera edad, la separación suele estar relacionada con violencia intrafamiliar, falta de aportación económica de los maridos al hogar y el apoyo de los hijos adultos a la decisión de la madre.

Cuando Hortensia, de 64 años y su hija, Dolores, se dieron cuenta que Ramiro, esposo y padre respectivamente, había estado tomando dinero del taller de costura que ellas tienen e incluso se había endeudado a cuenta del trabajo de ellas, decidieron que había cruzado una barrera irreparable que se sumaba a muchos años de maltrato hacia Hortensia y de no dar dinero para la casa. Todos los hijos, los que están en Estados Unidos y los que viven en la región, las apoyaron cuando Hortensia decidió separarse de Ramiro y ambas decidieron que él se fuera de la casa cuya construcción ellas habían financiado. Una de las hijas mayores, que vive en otra localidad, se llevó al padre a vivir con ella.

De hecho, ha aumentado la proporción de hogares encabezados por mujeres: 10.1 por ciento en 1988 a 16.9 por ciento en 2014-1015. En el caso de los Altos, región donde la religión católica penalizaba al máximo las separaciones, la tendencia al alza resulta significativa. Tradicionalmente, eran los hombres los que tomaban la decisión de romper la relación de pareja; de hecho, había muchas presiones para que las mujeres no abandonaran a sus maridos y ellas mismas temían hacerlo (Arias, 2009; Mindek, 2007; Sierra, 2004). La separación significaba, de manera simultánea, el abandono paterno de la responsabilidad económica y afectiva con los hijos (Mindek, 2007). El abandono económico fue siempre una razón muy poderosa para que las mujeres prefirieran continuar una relación de pareja en las condiciones que fuera (Arias, 2009).

Así, por diferentes razones y vías se ha incrementado el número de mujeres “solas”, una categoría muy estigmatizada en la sociedad rural. Una consecuencia inmediata de la separación o el abandono es que ellas deben salir de los hogares de los maridos, lo que en la mayoría de los casos significa no tener más opción que regresar a la casa de los padres. Este es un escenario inédito para los grupos domésticos porque no había -no hay todavía- normas claras para el retorno de las mujeres a sus hogares de origen, lo que ha abierto la puerta a arreglos discrecionales y conflictivos.

La permanencia, en el caso de las solteras, o el regreso obligado de las que son abandonadas o se separan a los hogares de los padres, sucede en un contexto sociocultural donde las mujeres no tenían o habían perdido el derecho de residencia, lo que las coloca en situación de desigualdad respecto a los que sí tienen ese derecho, que son los hombres, en especial, sus hermanos. Así las cosas, la permanencia o el retorno femenino al hogar de los padres han dado lugar a tres nuevas situaciones.

En primer lugar, una ruptura de las normas residenciales tradicionales. De acuerdo con la norma patrilocal, los hombres, sólo los hombres, pueden incorporar mujeres a los hogares paternos, ellos son los que heredan la casa y la mayor parte de los bienes de los padres. Cuando las hermanas regresan o no se van, ocupan un lugar que ya no les pertenecía en el espacio doméstico familiar -físico, emocional, simbólico-, lo que genera tensiones permanentes y conflictos entre los miembros del hogar. La mujer que regresa, que requiere de al menos un cuarto donde acomodarse con sus hijos, se convierte en una “arrimada” que debe agradecer y retribuir el favor que se le hace al ser “recogida”.

En segundo lugar, el regreso de las mujeres a la casa de sus padres supone la pérdida de derechos de sus hijos en los grupos domésticos de sus padres, donde no son bien recibidos, ni serán sujetos de herencia de parte de los abuelos paternos. De esa manera, los hijos de mujeres que regresan a sus hogares de origen pierden derechos en los hogares de sus padres y no los tienen ni adquieren en los de sus madres.

En tercer lugar, ellas no reciben apoyo económico de sus familiares co-residentes para los gastos de alimentación, vestido, gastos escolares y todo lo demás. Las que regresan o se quedan, deben continuar o comenzar a obtener ingresos mediante su incorporación a trabajos asalariados o actividades informales dentro o fuera del hogar para mantener a sus hijos.

Esto tiene que ver con otro factor cultural relacionado con la responsabilidad de los hijos en caso de ruptura de la unión. En México la disolución de una unión —legal o no— supone, en la inmensa mayoría de los casos, que los progenitores se desentienden de los compromisos residenciales y de manutención de sus hijos; responsabilidad que recae de manera exclusiva y a largo plazo en la madre. Para las trabajadoras resulta imposible acudir, una y otra vez, sin resultados, a citas de juzgados en horarios laborables lo que las lleva a desistir de cualquier demanda.

La situación es más compleja aún si la mujer tiene hijos de más de una unión. En ese caso, los hombres sólo aportan dinero para atender los gastos de los hijos que ellos han procreado con su pareja, no para los hijos que ellas hayan tenido con parejas anteriores. En este escenario, las madres solteras, las mujeres separadas o divorciadas, las dejadas que no reciben dinero ni apoyo de sus exparejas ni de sus nuevas parejas están obligadas a conseguir ingresos regulares para el sostenimiento de sus hijos y asumir todas las tareas y costos de su cuidado.

Frente a estos nuevos escenarios que se han originado con la no formación y la disolución de las uniones, las mujeres están obligadas a procurarse ingresos de manera permanente, regular, indefinida y a largo plazo, lo que las obliga a permanecer como trabajadoras en los mercados de trabajo existentes, que no faltan en la región aunque sean mal pagados, a crear formas de autoempleo en los hogares y fuera de ellos.

En todos esos casos, ellas deben resolver, mediante sus redes sociales y sus ingresos, el cuidado de los hijos mientras se ausentan. Aunque sea en el mismo hogar, la madre debe pagar a quien se encargue de ellos, ya sea su madre, hermana, cuñada, sobrina. En el caso de las migrantes, ellas deben enviar dinero de manera regular para el mantenimiento de sus hijos, además de ahorrar para intentar, lo antes posible, una reunificación en los lugares de destino. El cuidado de los hijos en los lugares de origen se ha monetarizado y los arreglos para atenderlos suelen ser cambiantes y tensos (Arias, 2013). Las mujeres que han establecido nuevas uniones tienen que destinar parte de sus ingresos para visitar y mantener a sus hijos de anteriores uniones que, en muchos casos, han tenido que quedarse con los abuelos ante la negativa de la nueva pareja de integrarlos al nuevo hogar.

Frente a las situaciones y tensiones que se han generado en los hogares de los padres, las mujeres han intensificado tres estrategias de salida de los hogares de los padres: por una parte, el establecimiento de una vivienda independiente con sus hijos. Esto es posible sólo cuando los hijos ya pueden ir a la escuela por sí solos. Esta opción, claro, añade a los gastos regulares el precio de la vivienda que, con todo, en la región, no es cara. Pero aunque ganan independencia pueden no ser en verdad autónomas. La precariedad de sus ingresos y la necesidad de apoyo para el cuidado de los hijos hasta que ellas regresan, las obliga a buscar -y pagar- a otras mujeres por ese servicio. Con todo, estos hogares de madres e hijos pueden vivir con precariedad económica, pero al mismo tiempo, como ellas afirman, tener mejor calidad de vida que cuando estaba el cónyuge o vivían en casa de sus padres.

La segunda estrategia ha sido aceptar una nueva unión, aunque sea efímera, que les permita mejorar los ingresos del hogar -pago de renta, servicios- y, sobre todo, quitarse el estigma de ser mujeres solas.

Finalmente, hay quienes han preferido migrar hacia ciudades y áreas metropolitanas más o menos cercanas (Aguascalientes, Guadalajara, León, Silao) y, si se puede, a Estados Unidos, con la esperanza de mejorar su situación económica y su condición social. Si se tiene derecho a la reunificación o se cuenta con redes sociales en Estados Unidos esta última es la mejor opción migratoria.

En síntesis

La región de los Altos de Jalisco ha experimentado cambios laborales, sociodemográficos y culturales drásticos que han modificado los recursos, estrategias y mecanismos de sobrevivencia de los grupos domésticos.

Hasta la década de 1980 no hay evidencia en la región de que los grupos domésticos retuvieran a las mujeres como una manera de prolongar su aportación a la economía familiar como planteaba Wolf (1990) para el caso de Taiwan, donde los hogares patriarcales afectaban las decisiones laborales de las jóvenes. Aunque los hogares de los Altos pueden ser definidos como patriarcales, católicos y numerosos, la alternativa social y familiar más generalizada -y aceptada- era que las hijas salieran lo más pronto posible del hogar vía la unión y, sobre todo, el matrimonio. La salida de las mujeres reducía las presiones sobre ingresos y recursos escasos de los hogares tan numerosos como fueron los de la región hasta la década de 1970.

Sin embargo, los cambios laborales y económicos han modificado esa tendencia. Por una parte, se constata la pérdida de sentido del trabajo masculino como proveedor principal de los hogares; por otra, se advierte la precarización del empleo masculino; finalmente, hay que decir que el salario mínimo ha dejado de ser un referente para la sobrevivencia de los hogares de la región. En la actualidad, los hogares no pueden vivir de un ingreso, menos aún de un ingreso mínimo obtenido por un solo hombre. Los grupos domésticos sobreviven de una combinación de ingresos y salarios obtenidos por los hombres y mujeres de cada hogar.

A ese escenario laboral, se han sumado una serie de cambios sociodemográficos que han apoyado la emergencia y el fortalecimiento de nuevos procesos. La reducción en el número de hijos, la permanencia indefinida de los hijos en Estados Unidos y la disminución de las remesas procedentes de ese país han incrementado el peso y valor de las mujeres como generadoras y aportadoras de ingresos para sus hogares y sobre ellas existen fuertes presiones para que sean aportadoras y para prolongar lo más que se pueda la contribución económica de las mujeres a los hogares de sus padres.

La tendencia a retener o aceptar el retorno de mujeres en los hogares aparece como un fenómeno reciente en la región, de la década de 2000 en adelante, y está asociada también a cambios sociodemográficos. La no formación y la ruptura de las uniones han suscitado una situación inesperada, al menos en la magnitud actual: ha obligado a los hogares de origen a aceptar el retorno o la permanencia de las mujeres.

El retorno o la no salida de mujeres de los hogares de origen ha incrementado la participación laboral femenina a largo plazo. En las condiciones actuales, las madres solteras y las mujeres que regresan a los hogares de los padres en busca de un espacio para vivir, dependen del apoyo de sus grupos domésticos para el cuidado de sus hijos, mientras salen a trabajar o migran, por lo cual deben ceder al hogar buena parte de sus ingresos. Por ello, deben trabajar siempre. Con el retorno o la permanencia indefinida de las mujeres en los hogares de sus padres, se han suscitado formas inéditas de coresidencia y convivencia, en especial, con hermanos y cuñadas. En ese contexto, las mujeres son presionadas, vía los hijos y el control moral, a permanecer en esos hogares como aportadoras permanentes de ingresos.

Así, las mujeres tienen que trabajar y generar ingresos de manera regular a lo largo de sus vidas para hacer frente a tres procesos: por una parte, la imposibilidad de los hogares de sobrevivir con un solo ingreso; en segundo lugar, la precarización del empleo masculino que ha hecho perder a los hombres su condición de proveedores únicos o principales de sus hogares y, finalmente, las nuevas condiciones de vida que han detonado con los cambios sociodemográficos y culturales, en especial, la disolución o no formación de las uniones que las ha colocado ante un escenario donde el trabajo y la generación de ingresos resulta imprescindible y permanente.

Pero hay que decir también que esas presiones han tenido un efecto boomerang que las ha orillado, cada vez más, a buscar la manera de formar hogares independientes, establecer nuevas uniones o salir de las comunidades, migrar en busca de una nueva vida fuera, otra vez, de los hogares de origen.

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Recibido: 08 de Abril de 2016; Aprobado: 07 de Agosto de 2016

Información curricular de la autora

Patricia Arias Obtuvo el título de Licenciatura y el grado de Maestría en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana y el de Doctorado (Nuevo Régimen) en Geografía y Ordenamiento Territorial en la Universidad de Toulouse-Le Mirail, Francia. Es investigadora en la Universidad de Guadalajara. Es miembro del SNI, nivel III. Sus libros más recientes son Retrato escrito. Los grupos domésticos y el espacio en Totatiche, Jalisco. 1905-1920 (2014, El Colegio de Jalisco), La mirada de Gerónimo de León. Imágenes del campo jalisciense en el porfiriato (con Jorge Durand) (2014, Universidad de Guadalajara) y Quehaceres y Obras. El trabajo femenino en los Altos de Jalisco (con Imelda Sánchez García y Martha Muñoz Durán) (2015, Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Jalisco). Dirección electrónica: mparias1983@gmail.com

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