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Economía, sociedad y territorio
versión On-line ISSN 2448-6183versión impresa ISSN 1405-8421
Econ. soc. territ vol.14 no.45 Toluca may./ago. 2014
Artículos de investigación
Discriminación laboral y vulnerabilidad de las mujeres frente a la crisis mundial en México1
Employment discrimination and vulnerability of women in the face of the world crisis in Mexico
Jorge E. Horbath*, Amalia Gracia*
* El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), unidad Chetumal. Correos-e: jhorbath@ecosur.mx y magracia@ecosur.mx
Recibido: 9 de julio de 2011.
Reenviado: 18 de octubre 2011.
Aceptado: 23 de junio de 2012.
Resumen
Los profundos cambios en la relación entre capital y trabajo producidos a partir de la emergencia de un nuevo régimen mundial de acumulación no han tenido los mismos impactos en la fuerza de trabajo masculina y femenina. En esta investigación nos adentramos en las distintas manifestaciones de la discriminación laboral hacia las mujeres en México y mostramos su magnitud y tendencia expresada, entre otros indicadores, por la diferencia en el ingreso que éstas perciben en el mercado de trabajo asalariado y por su alta exposición al despido frente a la crisis mundial iniciada en 2008.
Palabras clave: economía de género, discriminación laboral, diferencias salariales.
Abstract
The deep changes in the relation between capital and labor caused by the emergence of a new world regime of accumulation have not produced similar effects on masculine and feminine labor forces. This document goes through the different manners of discrimination against working women in Mexico, its magnitude and tendency. Among other indicators, discrimination is expressed by lower wages for women in the Mexican salaried labor market, together with their being highly exposed to dismissal in the face of the world crisis which started in 2008.
Keywords: gender economy, labor discrimination, wage differential.
Introducción
A mediados de los años setenta del siglo pasado, la emergencia de un nuevo régimen mundial de acumulación caracterizado por la internacionalización del capital, la revolución tecnológica, la reorganización mundial de la producción y la transformación del Estado-nación, entre sus principales aspectos (Arrighi, 1994; Boyer, 1998; Wallerstein, 1999) ha tenido fuertes, múltiples y diferenciados impactos en la fuerza de trabajo de todos los países del mundo.
Para abarcar esos impactos y entender el significado profundo de la actual crisis mundial es necesario no soslayar el cambio radical producido a partir de la emergencia del nuevo régimen de financierización de la economía y su relación entre el capital y el trabajo. La necesidad de movilizar la fuerza de trabajo a máxima velocidad ha demandado su flexibilización, lo que ha supuesto una serie de transformaciones en las instituciones que precedentemente regulaban la relación salarial reforzando las desigualdades entre los trabajadores de distintos segmentos productivos.
Como resultado de ese proceso, y sobre todo en el caso de América Latina, se observa una dualización de la fuerza de trabajo en élites técnicas con acceso a puestos estables, y una gran masa de trabajadores descalificados, subcontratados y con escasas o nulas prestaciones sociales.
Estos procesos no han tenido los mismos impactos en la fuerza de trabajo masculina y femenina, lo cual es ilustrativo del papel que desempeña la mujer dentro de la estructura productiva y los efectos diferenciales que tienen los ciclos de crisis económica sobre ellas, quienes, generalmente, son las primeras en quedar expuestas a las reestructuraciones y recortes de personal en las empresas.
En esta investigación se analizan las diferentes manifestaciones de la discriminación laboral hacia las mujeres en México y se busca dar cuenta de su magnitud y tendencia que deriva, en parte, en la desigualdad frente al acceso a la educación y se expresa, entre otros indicadores, en la diferencia en el ingreso que perciben en el mercado de trabajo asalariado mexicano, así como en su alta exposición al despido frente a la crisis mundial iniciada en 2008.
1. La discriminación laboral y sus abordajes
Una conducta puede ser considerada discriminatoria en el mercado de trabajo cuando empleadores o trabajadores tienen un trato diferencial hacia individuos de determinados grupos sociales en el proceso de reclutamiento, desempeño y promoción; este trato está fundado en criterios distintos a las calificaciones y méritos requeridos para desempeñar una actividad productiva. La mayoría de las prácticas discriminatorias surgen de prejuicios, preconcepciones y estigmas sobre ciertos grupos y colectivos sociales, y pueden ser cuantificadas en resultados observados en el mercado laboral (discriminación estadística).
Según el informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2003: 7) "las ideas y estereotipos subyacentes de esta conducta obedecen en gran medida a condicionantes de orden histórico, económico y social, a los regímenes políticos y al contexto cultural de cada país" y, en la mayoría de los casos, podría verse representada en los siguientes indicadores: a) acceso a la educación, orientación y formación profesional; b) acceso al empleo y la ocupación (es decir, al trabajo ya sea por cuenta propia, como asalariado o en la administración pública); c) acceso a los servicios de colocación y a las organizaciones de trabajadores y empleadores, así como a la promoción profesional, la seguridad del empleo, la negociación colectiva, la igualdad de remuneración por trabajos de igual valor; d) acceso a la seguridad social, los servicios y prestaciones sociales relacionadas con el empleo, y otras condiciones laborales como la seguridad y la salud en el trabajo, las horas de trabajo, los periodos de descanso y las vacaciones.
La preocupación por los procesos de discriminación social en el mercado laboral surgió en Estados Unidos2 en la década de los cincuenta y fue explicada a partir de la existencia de un gusto por la discriminación inducido por prejuicio de empleadores y trabajadores (Becker, 1995; Anker 1998; García de Fanellí, 1989), estos procesos se fueron igualando con el correr del tiempo en mercados de trabajo esencialmente concebidos como competitivos (Sahota, 1978).
Sin embargo, esta teoría neoclásica no abarca ni predice la importancia de ciertos grupos en el mercado de trabajo (Reich et al., 1973), a pesar de que las diferencias y el carácter monopólico de la producción son elementos de la dinámica del capitalismo que han conducido a mujeres, campesinos, inmigrantes y minorías étnicas a puestos de trabajo precarios y, en los últimos años, a vivir procesos de exclusión social debidos a la presencia de una gran cantidad de desempleados y ocupados en empleos precarios sin garantías ni prestaciones sociales.
La perspectiva del Status Attainment de Blau y Duncan (1967) propone el análisis de trayectorias en el curso de vida de un individuo, curso atravesado por diferentes transiciones estrechamente ligadas unas con otras.3 En las sociedades modernas, el logro y la movilidad ocupacionales son procesos que dependen tanto de orígenes sociales y factores de adscripción, como del logro educativo.
La teoría postula una disminución de la importancia de los orígenes sociales y las variables de adscripción, y una mayor significación del logro educativo en el logro ocupacional, como resultado de un aumento de la universalización de las políticas públicas. Sin embargo, las variables de adscripción influyen en el logro educativo que es muy importante para el logro ocupacional en el primer empleo y en su posterior movilidad ascendente en la estructura ocupacional.
En los años sesenta y principios de los setenta, buscando explicar la creciente división por raza, sexo, credenciales educativas y agrupaciones industriales entre trabajadores, surgió la teoría del mercado de trabajo dual que identifica un segmento primario y otro secundario sobre la base de la diferencial estabilidad de los puestos de trabajo en cada uno de ellos (Reich, et al., 1973).
Piore (1983) ha postulado la existencia de una interdependencia entre los puestos de trabajo y los trabajadores del segmento primario y secundario, pues ambos participarían de un proceso de retroalimentación de patrones y rasgos de conducta requeridos para participar en uno y otro mercado.4 Reskin y Hartmann (1986) afirman que la segregación puede estar determinada por restricciones institucionales y sociales que refuerzan la distancia entre los grupos, aun cuando no exista una separación física entre ellos.
De esta teoría de la segmentación y del concepto de subcultura surge la perspectiva de la discriminación estadística, que busca mostrar las diferencias en el mercado laboral por las características atribuidas al grupo en general. En el caso de la segregación por género, ésta implica que ciertas ocupaciones hayan sido restringidas para hombres y otras para mujeres: "los trabajos femeninos a menudo requieren y fomentan una mentalidad servil, una orientación hacia proveer servicios a otras personas y particularmente hombres" lo cual es fomentado "por la familia y las instituciones escolares" al tiempo que "los salarios en el segmento femenino son usualmente más bajos en comparación con los trabajos de los hombres" (Reich et al, 1973: 360).
2. Las manifestaciones de la discriminación laboral hacia las mujeres en México
Además de realizar actividades reproductivas que han sido invisibilizadas y, por ende, no reconocidas (no sólo no remuneradas) durante siglos, las mujeres continúan siendo víctimas de una serie de prejuicios que les impiden acceder a los mismos salarios, prestaciones y seguridad laboral que los hombres, en una construcción de la sociedad mexicana donde las mujeres tienen el doble de participación en acciones sociales respecto a los hombres (Horbath y Gracia, 2013a). A continuación presentamos los principales factores que limitan el acceso al empleo a las mujeres y, posteriormente, los procesos que las segregan en los mercados de trabajo.
2.1. Factores que limitan el acceso al empleo
La educación sobresale como un factor estratégico para impulsar el mejoramiento de la condición social de la mujer, promover relaciones más equitativas e igualitarias entre hombres y mujeres, y contribuir a lograr una mejor calidad de vida de la población, además de brindar conocimientos para desarrollar destrezas y habilidades, la educación puede involucrar valores fundamentales que propicien el desarrollo integral de las personas, fortalezcan su dignidad, fomenten el afán de logro y superación personal y abran nuevas opciones y perspectivas de vida.
La educación y capacitación de las mujeres no sólo repercute en ellas, sino que, de manera particular, puede coadyuvar al bienestar de las familias5 pues mejora las posibilidades de acceso al empleo. De acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el nivel promedio de educación de la fuerza de trabajo en América Latina ha avanzado más lentamente que en otras regiones de mundo, y las mujeres son las que cuentan con el menor porcentaje educativo, lo cual se ve representado directamente en empleos y ocupaciones mal remunerados y en la percepción de los salarios más bajos (BID, 1998), además la falta de sistemas de evaluación educativa eficientes hace que no se formulen correctivos oportunos en la política educativa con impacto positivo en la inclusión de las y los jóvenes en el mercado de trabajo (Horbath y Gracia, 2013b).
Como en otros países del mundo en desarrollo, muchas mujeres de los sectores populares de México han sido educadas para realizar labores en el espacio doméstico, siendo excluidas del acceso a una educación que las pueda ayudar a mejorar sus ingresos económicos, con brechas educativas más amplias cuando son mujeres indígenas y de minorías religiosas como las protestantes (Gracia y Horbath, 2013).
A partir de la década de los noventa del siglo pasado se fue dando una mayor incorporación de las mujeres de distintos sectores sociales al mercado laboral debido a las crisis económicas, al acceso a la educación y a la reducción de la fecundidad; sin embargo, las mujeres que cuentan con una educación menor a secundaria son empleadas con salarios más bajos que los hombres (en igual circunstancia educativa) y con menores posibilidades de promoción a mejores puestos (Pedrero, 2003).
Estudios como el de Estela Suárez muestran que, en general, la sociedad subestima el papel de las mujeres en el mercado de trabajo y que, por ejemplo, las adolescentes no tienen el mismo acceso que los adolescentes a la educación (primaria, secundaria, técnica). En cuanto a la formación, a menudo se orienta a las mujeres hacia las humanidades y se las mantiene apartadas de las matemáticas y ciencias físicas. Además, en la mayoría de los países, la organización educativa y la estructura ocupacional no han logrado proporcionar todavía, a las mujeres, las mismas facilidades que a los hombres para convertirse en técnicos, científicos o físicos (Suárez, 1994).
Sin embargo, a partir de años de lucha del movimiento feminista y de diversos grupos, paulatinamente se observa un mayor acceso de las mujeres al sistema educativo. López Villareal ha realizado estudios sobre la educación a nivel superior en México y ha observado un creciente e importante aumento de mujeres tanto en la matrícula como en la planta académica, lo cual ha provocado cambios significativos en las universidades, en sus relaciones internas, en costumbres, mentalidades y valores (López, 1997).
De todas maneras, al analizar la expansión de la matrícula femenina, Mercedes Carreras lo explica sobre todo por las profesiones vinculadas al campo de trabajo en docencia, actividad en la que las mujeres ilustres tienen una amplia trayectoria, además de la elección de carreras, prolongación de actividades propias de su sexo (Carreras, 1988).
De manera sintética, mientras que las diferencias de la participación masculina en la fuerza de trabajo están fundamentalmente marcadas por la edad; entre las mujeres, además de ese factor, incide el estado civil, el hecho de ser o no jefa del hogar, el número de hijos y, finalmente, la escolaridad que puede o no ser superior a la secundaria (Pedrero, 2003).
2.2. Segregación, precarización y mercado informal
Las mujeres se insertan en condiciones de amplia desventaja con respecto a los hombres, en los nichos depauperados del empleo urbano y rural, en las ramas de actividad más descalificadas y en ocupaciones tradicionales, consideradas como una extensión de sus actividades y habilidades domésticas.6 Suelen ser ellas quienes se localizan mayoritariamente dentro de los sectores más pobres (básicamente por razones de género) y las que carecen con mayor frecuencia de los recursos educativos, la capacitación, el acceso a los financiamientos, el apoyo para el cuidado de los hijos, el tiempo libre, la posibilidad de tomar decisiones, entre otros aspectos.
Las políticas de reestructuración laboral y flexibilización, la introducción de nuevas tecnologías y los programas de calidad han intensificado las mencionadas desigualdades y han contribuido a arrastrar a grandes grupos de mexicanos y, especialmente, mexicanas al sector informal de la economía. Son fundamentalmente ellas las que se incorporan en su primer trabajo al empleo informal, definido por la OIT en su Conferencia Internacional de 2002 como el empleo sin contrato estable que carece de prestaciones laborales y protección social.7
Según el BID las mujeres son en menor grado incorporadas al sector formal, en primer lugar, porque las empresas de dicho sector tienden a proporcionar beneficios como licencias por maternidad que generalmente no se proporcionan en el sector informal;8 en segundo lugar, las empresas del sector formal pueden ser más estrictas sobre la confiabilidad de sus trabajadores y sobre el número de horas que trabajan por día, mientras que en el sector informal, donde las mujeres suelen trabajar por cuenta propia, los horarios son más flexibles (BID, 1998).
Los análisis realizados en México y en otros contextos de la región evidencian que el acceso de las mujeres al trabajo extradoméstico se da en condiciones de precariedad laboral, discriminación salarial y segregación (De Oliviera y Ariza, 2000). Efectivamente, las obreras con poca educación formal se insertan en trabajos precarios (Hualde, 2001) y las mujeres del sector asalariado agrícola ocupan, junto con los niños, la escala más baja en calidad de empleo.
Si la apertura de la economía y las políticas laborales del país han incrementado la desprotección de los trabajadores en general, esto ha sido más evidente para la fuerza de trabajo femenina que dispone de menos experiencia organizativa, sindical y reivindicativa. En este sentido las mujeres están sujetas a la implementación de todas las formas del trabajo flexible en diferentes sectores de la economía, entre otros: trabajo a domicilio, maquila, agroindustria asalariada y empleo a tiempo parcial. Actualmente, 52% de las trabajadoras de la industria textil y de prendas de vestir, labora en empresas de menos de cinco empleados, sin prestaciones ni seguridad social (Carr y Chen, 2004).
Un claro ejemplo del escenario laboral de muchas mujeres aparece en la industria maquiladora de exportación, nicho en el que se insertan cada vez más jóvenes bajo políticas de flexibilidad laboral enormes (sin regulación y protección), centradas en la contratación de jóvenes provenientes de contextos urbanos y rurales, sin experiencia de trabajo, a quienes se les exige un límite de edad, pruebas negativas de embarazo y otras condicionantes discriminatorias.
Es importante destacar que si las mujeres se adaptan mejor a los procesos flexibles no es porque ellas tengan especial preferencia hacia este tipo de empleos, sino porque tienen una función que cumplir con la familia (Lara, 1991). Por otro lado, el sexismo asigna a la mujer un trabajo devaluado para asegurar su permanencia en las unidades domésticas que producen y reproducen una mano de obra barata (Castellanos, 1991).
Si además del contexto de la reestructuración y flexibilización laboral contemplamos las coyunturas de crisis económicas, observamos que después de una recesión las mujeres tienen menos probabilidades que los hombres de encontrar un trabajo del mismo nivel y de las mismas condiciones que el de antes de la crisis. En México, durante la crisis de 1995 fueron despedidas mujeres trabajadoras de todos los sectores, y cuando se recuperó la economía consiguieron empleo en el sector informal y los hombres ocuparon los puestos que ellas tenían anteriormente en el sector formal.
Las trabajadoras enfrentan otras prácticas discriminatorias de segregación ocupacional a través de mecanismos ilegales o de reglas tácitas que suponen que ciertos puestos sean ocupados únicamente por varones.9 La mujer es contratada en empleos que se caracterizan por una significativa segregación ocupacional, tienden a concentrarse en trabajos administrativos, servicios, de enseñanza, costura y ventas (BID, 1998). De esta manera, las empleadas no tienen las mismas oportunidades de acceso a puestos de trabajo y decisión, y deben olvidarse de obtener mejores salarios que los hombres.
En el caso de la movilidad laboral de trabajadoras autónomas, existe una serie de obstáculos que restringen sus capacidades como productoras. La mayoría de estos escollos radican en la exclusión de los mercados de factores de producción (imposibilidad de tener acceso a tierras, créditos, capacitación profesional, tecnología, infraestructuras e información acerca de los mercados y precios, entre otros), en la falta de recursos organizacionales, de movilización, de expresión y representación para fundar cooperativas y asociaciones, así como en la escasez de tiempo a raíz de las múltiples responsabilidades que asumen en su familia nuclear y ampliada. Todos estos factores atentan contra el crecimiento y estabilidad de las micro y pequeñas empresas e impiden el mejoramiento de las condiciones de trabajo de sus protagonistas (Carr y Chen, 2004).
Respecto a la posición en el trabajo, entre 1995 y 2000, la proporción de asalariadas se mantuvo casi al mismo nivel de participación al registrar un porcentaje de 34.1% para el primero de estos años y de 35.4% para el último. Sin embargo, esta aparente estabilidad encierra un dato paradójico: las mujeres ubicadas en esta posición en el rubro de trabajadoras sin pago, representaron en 1995 44.5% del total de la población ocupada en esa categoría, y para el 2000, 49.5%, mostrando un mayor peso relativo que las ubicadas en una relación formal de trabajo (estas diferencias pueden ser el resultado de la creciente incorporación de las mujeres a los negocios familiares).
En la actualidad ha habido algunos cambios con la incorporación de mujeres a sectores que otrora eran exclusivos de hombres, como el de la industria automotriz que con su automatización requiere de un menor esfuerzo físico (Suárez, 1994). Sin embargo, el tipo de ocupaciones que desempeñan las mujeres no se ha modificado sustancialmente, pues su presencia en ciertos empleos es el resultado de procesos culturales, de problemas de educación y del fenómeno de segregación.
Las cifras de la Encuesta Nacional de Empleo (ENE) constatan que, efectivamente, las mujeres se insertan en un número reducido de actividades y en condiciones de relativa desventaja. Según datos sobre el nivel de ingreso, la proporción de mujeres que percibe una remuneración menor a un salario mínimo fue de 23.6% en 1995 y de 21.4% en 2000 (la proporción de varones en este rubro fue de 13.2%).10 Pese a que las estadísticas laborales evidencian a la población femenina como uno de los grupos más desprotegidos de los trabajadores del país, las estrategias gubernamentales para la creación de empleos han dado pocos impulsos y apoyos a este sector (CSPNM, 2000). A ello se le suma la exclusión de la seguridad, de la justicia y de la ciudadanía, que conformarían el régimen del bienestar, afectando las relaciones de género, es decir, la manera en que hombres y mujeres participan en los procesos sociales, económicos, políticos y culturales (Ochoa, 2007).
2.3. Segregación de la población femenina con educación superior
La segregación profesional de género se observa en variadas situaciones, en primer lugar, cuando un gran número de mujeres se desempeña en ocupaciones calificadas socioculturalmente como femeninas; segundo, cuando en una misma industria o profesión los hombres se ubican en niveles superiores y las mujeres en las categorías más bajas de la jerarquía profesional, segmentación que incide negativamente en la aplicación efectiva del principio de salarios equivalentes para trabajos de igual valor (Suárez, 1994).
Los estudios sobre mujeres trabajadoras realizados durante la década de los noventa del siglo pasado han mostrado el poco peso que tienen las mujeres con títulos superiores de nivel universitario en la fuerza de trabajo femenina. Al estudiar el reducido segmento profesional de las funciones de ingeniería y planeación en la frontera norte del país, Alfredo Hualde (2001) mostró que las mujeres constituyen una minoría dentro de esa minoría.
Los datos del INEGI indican que en las ciudades fronterizas existe gran desigualdad en el tipo de ocupación según el sexo del empleado. En Tijuana, de los 17,532 técnicos de producción, menos de una tercera parte (4,531) son mujeres. En Hermosillo la situación es más equilibrada pero también los hombres son mayoría: hay 716 mujeres de un total de 1,887 técnicos hombres, panorama que es similar en todo el país.
Salvo el caso excepcional de los ingenieros biomédicos (en el que la presencia de las mujeres supera 90% a los hombres), en las demás ingenierías lo habitual es que los hombres representen entre 70 y 90% de los profesionistas. Es interesante, sin embargo, que en ingenierías nuevas como la electrónica y las telecomunicaciones la proporción de mujeres sea más alta que en las tradicionales.
El caso de las ingenieras no es solamente una muestra de lo que ocurre con una profesión masculina, por el contrario, se relaciona estrechamente con las dificultades que las mujeres tienen para acceder y conservar determinadas posiciones jerárquicas de alto nivel, con la excepción de recursos humanos o relaciones públicas (Hualde, 2001).
Para las ingenieras es muy complejo incorporarse en esas funciones en su primer empleo, incluso en mercados demandantes de este tipo de profesionales como el de Tijuana, pues es difícil que se les reconozca su capacidad y tienen que recurrir a estrategias de sociabilización, ayuda y buena relación con los jefes, que las colocan en situaciones ambiguas, incómodas y problemáticas, como adoptar formas de conducta de los hombres cuando tienen trabajadores a su cargo, o buscar el reconocimiento mediante el uso de características femeninas, tales como capacidad de comunicación, acercamiento afectivo a los colegas o a los subordinados.
Otra reflexión en torno a las mujeres profesionistas está cimentada en la identidad femenina de las ingenieras que se construye sobre tres ejes fundamentales: la maternidad (ser madre), el matrimonio/unión (ser esposa/compañera), y el trabajo/profesión (ser trabajadora o profesionista). Sobre esta construcción identitaria hay mujeres que sacrifican su profesión a la maternidad o, al contrario, para asegurar su éxito como profesionistas asumen el costo de no tener hijos y pareja estable (Cervantes, 1994).11
En el caso del mundo académico se suele visualizar a las académicas universitarias en un rango inferior, aún cuando sus calificaciones y productividad sean constantes.12 Esto se manifiesta en órganos de gobierno e instancias administrativas, donde las mujeres tienen menor poder e influencia en sus departamentos que los hombres. Algunas entrevistadas dijeron no tener iniciativa para obtener puestos de influencia y otras reconocieron las barreras que existen y que les demandan esfuerzos adicionales para obtenerlos. Otras expresaron responder a estas situaciones siendo más competitivas y mostrando una mayor productividad.
También se ha encontrado que las investigadoras casadas perciben ser más discriminadas que las solteras y obtienen sueldos menores, plazas temporales, lentas promociones y cargas más pesadas de trabajo. Si bien las académicas se casan menos y tienen menor número de hijos que otras mujeres con el mismo nivel educativo, la sociedad les sigue exigiendo como responsabilidad primaria ser las protectoras del hogar y la familia antes que cualquier otro tipo de desarrollo profesional o personal.
En muchos de los casos las mujeres casadas y con hijos aceptan que la carrera del esposo modifique la suya. Hay evidencias de que muchas mujeres casadas prefieren apoyar la carrera de su pareja antes que la propia, lo cual puede ser motivado por valores tradicionales y también resultado de decisiones económicas, ya que los hombres reciben mejores salarios y ofertas de trabajo, así como más y mejores promociones (López, 1997).
La participación de las mujeres en los cargos de funcionarios y gerentes en México se ha incrementado de 10% en 1991 a 24.8% en 2006 (Zabludovsky, 2007). En términos generales, cerca de 50% de las mujeres de 15 años y más se encuentran en situación de rezago educativo, lo que significa que 23 millones de mujeres de esa edad no contaban con la educación mínima para desempeñarse adecuadamente en el mercado laboral en 2010 (CESOP, 2011).
3. La discriminación salarial de las mujeres en México
Hemos visto que las raíces de la segregación ocupacional en México son muy diversas, en primer lugar, la mano de obra femenina se concentra en ocupaciones mal remuneradas, tales como la industria textil y del vestido, la alimentación, los servicios de salud, de enseñanza, el comercio al por menor y el turismo. Aunque las mujeres asalariadas tengan un empleo de tiempo completo cargan con obligaciones familiares, lo cual les impide invertir más tiempo en productividad profesional. Finalmente, las menores capacidades acumuladas de organización con respecto a los hombres hacen que experimenten más desventajas en términos salariales, pues la negociación de las remuneraciones está estrechamente vinculada a la relación de fuerza entre las partes.
El análisis de la discriminación salarial es fundamental pues en ocasiones mejora la distribución de las ocupaciones y se presentan menores niveles de segregación, pero esto no se ve acompañado de mayor equidad en los niveles de remuneración. Justamente, según la Encuesta sobre Discriminación realizada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) el acceso a un trabajo con pago justo es uno de los derechos que menos se cumplen en el caso de las asalariadas.
La discriminación salarial hacia las mujeres se da cuando hay desigualdad en la percepción de ingresos entre hombres y mujeres que tienen las mismas calificaciones laborales (Parker, 1996). En el caso de México, las investigaciones constatan la existencia de elevados índices de discriminación salarial que perjudican a las mujeres quienes, en ocasiones, llegan a recibir salarios hasta 37% menores que los hombres en ocupaciones que requieren los mismos niveles de escolaridad (De Oliviera et al., 1996).
Para evaluar la magnitud de la desigualdad salarial en el universo de mujeres asalariadas en México utilizaremos el índice de discriminación salarial y la descomposición de las brechas de ingresos y salarios propuestas por Alan Blinder (1973: 436-455) y Ronald Oaxaca (1973: 693-709).
El índice de discriminación salarial mide el porcentaje de remuneración que uno de los grupos asalariado (discriminado o no discriminado) no percibe, una vez considerados el nivel de escolaridad, la inserción en el mercado de trabajo, el tipo de ocupación y la duración de la jornada de trabajo. Así tenemos que:
Donde, IHXA es el ingreso promedio por hora del grupo discriminado asalariado; IHYA es el ingreso promedio por hora del grupo no discriminado asalariado; PEXA es el promedio de escolaridad del grupo discriminado asalariado y PEYA el promedio de escolaridad del grupo no discriminado asalariado.13
Por su parte, el índice de discriminación educativa mide el porcentaje de años de escolaridad que uno de los grupos (discriminado o no discriminado) no tiene, una vez consideradas el nivel de escolaridad, el promedio de edad y el tipo de ocupación. Así tenemos que:
Donde, PEXA es el promedio de escolaridad del grupo discriminado asalariado; PEYA es el promedio de escolaridad del grupo no discriminado asalariado; PXA promedio de edad del grupo discriminado ocupado; PYA promedio de edad del grupo no discriminado ocupado.14
De acuerdo con nuestras estimaciones, que consideraron el total de asalariados,15 entre 1995 y 2004 las mujeres tendrían que haber incrementado su ingreso, en promedio, en 12% aproximadamente para haber logrado equidad ocupacional.16
Los índices de discriminación salarial por ramas de actividad son elocuentes de la gran desigualdad existente en la industria manufacturera y de la mayor equidad en la rama de servicios sociales y de la administración pública (tabla 1). Al considerar los grupos de ocupación en el periodo reciente de la economía presentados en la tabla 2, podemos ver que el índice de discriminación desciende levemente entre 2007 y 2010, y muestra un mayor descenso en el año de más fuerte incidencia de la crisis económica.
Este indicador, lejos de ser el resultado de un proceso de igualación, se explica más por la acción de despido de la mano de obra que las unidades productivas y las empresas consideran prescindible, categoría en la que suelen contratar mayoritariamente a mujeres. De allí que los aumentos en la participación relativa de la mujer están asociados con aumentos en la desigualdad salarial (Cortez y Walter, 2005).
También se puede ver que el grupo de profesionistas y funcionarios públicos y privados se ubica no solamente por encima del promedio, en más de 10 puntos porcentuales (CESOP, 2011), sino también con escandalosos incrementos en plena crisis económica. La ocupación con menor índice de discriminación salarial es la de trabajadores domésticos, categoría en la que existe un predominio de fuerza de trabajo femenina y cuyos niveles de ingreso son de los más bajos entre los grupos de ocupación.
Las diferencias salariales entre hombres y mujeres trabajadores fueron estadísticamente significativas en 1992, 1999 y 2002; la brecha de género disminuyó en 1999 al incrementarse la demanda por empleo (de -23.6% en 1992 a -11.9 en 1999) aunque volvió a ampliarse en 2002, casi a los niveles de 1992 (Casanueva-Reguart y Rodríguez-Pérez, 2009). En estudios anteriores, basados en la encuesta ENIGH-2000, se encontró que 85% de la discriminación se debe a la estructura salarial vigente en el mercado de trabajo, mientras que el restante 15% se explica por una mayor productividad marginal de la mujer respecto a la del varón (Martínez-Jasso y Acevedo-Flores, 2004).
Las mujeres son uno de los grupos más marginados en el acceso a recursos educativos, lo cual las ubica en sectores pobres de la economía y las limita en la obtención de puestos que requieren ciertos niveles de conocimiento. Si bien las diferencias de escolaridad serían la causa principal de las desigualdades salariales según el sexo, hay estudios que han demostrado que entre quienes perciben un salario, la escolaridad promedio de las mujeres supera la de los hombres, aunque ello no se traduce en mejores ingresos para ellas (Rendón, 2003).17
En las ciudades de Tijuana, Juárez, Matamoros, Veracruz, Mérida y México, entre 2000 y 2003, las brechas de ingreso suelen ser mayores, en promedio, en las fronterizas que en sus opuestas, y muy bajas o despreciables en la ciudad de México (Ariza, 2006: 66). En la región frontera norte, los resultados obtenidos por Urciaga-García y Almendarez-Hernández (2008) muestran que el rendimiento de la escolaridad promedio es de 10%, con un claro patrón territorial asociado al grado de estudios e ingresos.
Dicho estudio muestra que existe muy poca diferencia entre hombres y mujeres en la edad en que alcanzan el ingreso máximo (las mujeres lo obtienen alrededor de los 41 años y los hombres a los 48). Otros estudios revelan que para 2006 las mujeres percibían 12.4% menos de salario; al observar este porcentaje por regiones se estimó que en el norte las mujeres obtenían ingresos menores a 7%, en la región centro menores a 11.2%, mientras que en la región sur la diferencia se incrementaba a 18.3% (Mendoza y García, 2009).
Dado que una mujer está propensa a recibir bajos ingresos tanto por su menor posibilidad de contar con las mismas capacidades educativas como por las desigualdades y distinciones sociales provenientes de su condición de género, optamos por estimar tanto la discriminación salarial como la discriminación educativa (que evidencia la diferencia promedio de escolaridad que tienen hombres y mujeres). Para ello utilizamos la información de las muestras censales de población de 2000 y 2010 del INEGI y calculamos índices de discriminación salarial y educativa en cada una de las 32 entidades federativas de México (31 estados y el Distrito Federal). Los resultados presentados en la gráfica 1 permiten establecer una serie de consideraciones.
En primer lugar, el índice de discriminación salarial (DS) muestra que para el 2000 la mitad de las entidades federativas cumplían en promedio con un pago justo y equitativo para las mujeres. Entre las entidades menos justas destacan Nuevo León, Distrito Federal, Guanajuato, Jalisco, Sonora, Baja California, Aguascalientes y Morelos, que presentan diferencias de 9.5 a 22.7 por ciento.
Los valores positivos del índice de discriminación educativa (DE) indican que la brecha educativa favorece a las mujeres, al ser menor a 10% en 28 de las 32 entidades federativas (gráfica 1).
Finalmente, se relacionó el índice de discriminación salarial en función del de discriminación educativa a partir de una similitud con las variables explicativas del modelo de salarios de Mincer (1974), quien al vincular los retornos de la educación, su calidad y la experiencia de los trabajadores con los salarios,18 establece una relación positiva del coeficiente de educación con las remuneraciones.
El análisis de los datos obtenidos muestra lo contrario del modelo minceriano pues permite observar una clara relación inversa entre ambos indicadores para el 2000 en las entidades federativas del país. Esto significa que, a medida que aumenta el índice de discriminación educativa hacia las mujeres, se reduce la discriminación salarial que experimentan en el mercado de trabajo. Por cada punto porcentual de reducción en el diferencial de escolaridad entre hombres y mujeres, aumenta en casi dos puntos porcentuales el diferencial salarial entre ambos grupos, lo cual ratifica lo presentado en algunos estudios de caso y muestra la insuficiente capacidad de la educación para reducir la brecha salarial entre hombres y mujeres.
Los resultados para 2010 (gráfica 1) muestran un incremento respecto del 2000 de la discriminación salarial hacia las mujeres, ya que 27 entidades federativas tenían índices negativos siendo mayor su incidencia en las regiones del norte y del centro de México que estuvieron más afectadas por la crisis económica. Solamente los estados de Veracruz, Puebla, Oaxaca, Guerrero y Chiapas registraron índices positivos.
Para el caso del índice de discriminación educativa, los resultados volvieron a mostrar las brechas en el caso de las mujeres, aunque en esta ocasión al relacionarse con el índice de discriminación salarial se observa un cambio respecto de la década anterior, pues la tendencia ahora presenta una relación positiva y directa entre ambos índices. Estos resultados son ilustrativos de los efectos que la crisis económica ha tenido sobre la fuerza de trabajo. Como decíamos anteriormente, en este contexto las empresas se desprendieron de mano de obra prescindible, principalmente compuesta por mujeres, por lo que esta aparente equidad esconde no sólo esta expulsión sino también un contexto mucho más precario tanto para hombres como para mujeres.
Esto se puede apreciar mejor al comparar en la gráfica 1 los centroides (promedios) en los que convergen los puntos en cada uno de los años: en materia educativa el nivel del índice de discriminación se movió hacia la derecha y amplió su rango de dispersión a favor de las mujeres, pero en términos de salarios los centroides se movieron de un punto cercano a cero y positivo en el 2000, hacia un punto negativo y cercano a 8% en detrimento de las mujeres para el 2010, por lo que podemos decir que la crisis económica afectó los avances que había registrado la fuerza de trabajo femenina en el mercado, pues se intensificó y se extendió territorialmente la discriminación salarial.
4. La crisis económica y sus efectos en el mercado de trabajo femenino mexicano
En los últimos tiempos se han ido introduciendo en el marco normativo nacional, leyes que buscan garantizar la igualdad entre géneros, tal como la Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres (publicada en 2006) y la Ley del Instituto Nacional de las Mujeres (publicada en 2001), así como normatividades, es el caso de la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación (publicada en 2003) y la Ley de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (publicada en 1992) que conforman mecanismos y lineamientos para propiciar un mayor reconocimiento y autonomía de las mujeres en los diferentes ámbitos de la sociedad.
Para cumplir con las obligaciones de cumplimiento del derecho a la igualdad, en el sexenio de 2006 a 2012 se convocó a varios acuerdos, entre ellos el Acuerdo nacional para la igualdad entre mujeres y hombres que, por intermedio del Instituto Nacional de las Mujeres, buscaba tener mejores resultados en el tema de la violencia contra las mujeres y en la igualdad de oportunidades.
Asimismo, se elaboró el Programa Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres 2008-2012, cuyo objetivo era el impulso al enfoque transversal de la perspectiva de género en el ámbito de las políticas públicas, con lo que se buscaba la incorporación de dicha perspectiva en el diseño y manejo del presupuesto de varias entidades federativas, así como en el establecimiento de una agenda de género en temáticas emergentes como la del cambio climático.
Este programa avanzó en la observación del cumplimiento de los derechos de las mujeres, al contemplar una propuesta de indicadores para el seguimiento y la evaluación de los avances en derechos, oportunidades y calidad de vida de las mujeres.19
Pese a haberse publicado en julio de 2008, hasta el momento (junio de 2012) no se ha realizado ningún ajuste del programa que contemple el efecto que la crisis iniciada en 2008 ha tenido en México, pese a que los estudios realizados en materia social y laboral muestran que las mujeres son las principales afectadas por los procesos de reducción de fuerza de trabajo en las empresas y la desaparición de empleos y de garantías sociales en los periodos de crisis económicas.
Al analizar las cifras de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (INEGI-STPS, 2010), notamos que la contracción de la ocupación femenina para el último trimestre de 2008, respecto al mismo trimestre de 2007, fue de 3.18%, mientras que la masculina fue de 0.79 por ciento.
En las actividades productivas se aprecia nuevamente el efecto altamente diferencial de la crisis, pues en el sector agropecuario y para el mismo periodo se reportó una reducción de 3.63% de la ocupación masculina, en tanto que la ocupación femenina se redujo más de 14%. En la industria manufacturera ocurrió algo similar: la ocupación masculina tuvo una contracción de 5.25% y la ocupación femenina se redujo en 8.17% en el mismo periodo. El propio sector terciario mostró aumentos en la ocupación masculina y una contracción en la femenina de 1.5%, e incluso las cifras para la población subocupada que no terminó la escuela primaria muestran que la participación de las mujeres se redujo en más de 20%, mientras que la de los hombres se contrajo 3.37 por ciento.
La crisis ha impactado a la fuerza de trabajo que tiene una vinculación temporal y con flexibilidad horaria, sin seguridad social ni prestaciones, y cuya actividad se encuentran en el paquete de ahorro que las unidades productivas tienen para enfrentar situaciones de ampliación productiva o de contracción, como las que ocurren en estos momentos. La fuerza de trabajo femenina es incorporada y desvinculada con más facilidad en estas actividades y no se contempla ninguna protección real por parte de las empresas ante esta situación, pese a compromisos y acuerdos firmados por el país en esta materia.
Al observar la gráfica del crecimiento anual de la tasa de desempleo mensual, apreciamos que los primeros impactos en la economía formal se localizaron entre la fuerza de trabajo masculina, llegando a niveles de incremento de la tasa de desempleo hasta de 75%, entre mayo de 2008 y mayo del 2009, respecto a 40% de la tasa de desempleo femenina.
Sin embargo, a partir de ese momento y con el ajuste y la continuación de la crisis se desaceleró el desempleo masculino a mayor ritmo que el femenino, por lo que durante 2010 la variabilidad desfavoreció a las mujeres en el mercado de trabajo. Esto muestra que la fuerza de trabajo femenina sigue siendo el principal grupo en la flexibilización laboral, tanto en momentos de crisis como de ajuste económico.
Aprovechando la flexibilización laboral y las condiciones que enmarcan las crisis y sus ajustes en el ámbito laboral, la reestructuración económica, operada por los diversos agentes intervinientes, contribuyeron a elevar la participación femenina en la vida pública acentuando la remuneración del trabajo a destajo y disminuyendo la disponibilidad de tiempo de las actividades familiares en los espacios domésticos (Pontigo, 2007). Estas transformaciones sociales también se observan en una intensificación de la fuerza de trabajo femenina migrante que genera mayor desvinculación respecto de los hogares de origen, situación que se aprecia en las transformaciones en la protección social, la cual, al privatizarse, traslada los riesgos a las mujeres trabajadoras y, en general, a los individuos y sus familias.
La puesta en práctica de un uso continuo de políticas neoliberales caracterizadas por reprimir el salario y menoscabar los derechos de las y los trabajadores, así como por la descapitalización permanente y desmedida de las familias y de la fuerza laboral en general ha llevado al empobrecimiento y fragmentación de los núcleos familiares y territoriales que, a partir de la estrategia migratoria, buscan conjurar la incertidumbre social y económica actualmente intensificada con los efectos de la crisis mundial sobre el mercado de trabajo mexicano.
Conclusiones
Las profundas transformaciones operadas en la relación entre el capital y el trabajo, desde mediados de los años setenta del siglo pasado, no han tenido los mismos impactos en la fuerza de trabajo femenina y masculina.
Si bien el crecimiento de la participación de las mujeres en las actividades productivas y su permanencia en ellas constituye un cambio importante de los últimos tiempos (y una de las razones que explican esta tendencia es el incremento de la escolaridad que amplía la oportunidad de su participación económica), al analizar su inserción en el mercado de trabajo mexicano y compararla con la de los hombres se observan diversas formas de discriminación laboral expresadas en procesos de segregación ocupacional, en la imposibilidad de acceder a los mismos salarios, prestaciones y seguridad laboral y en la gran vulnerabilidad en contextos de crisis económica como la que impacta a México desde 2008.
Mientras que las diferencias existentes en la participación masculina a propósito de la fuerza de trabajo están fundamentalmente marcadas por la edad, entre las mujeres, además de ese factor inciden otros ligados al papel que ella desempeña en la institución familiar, pues su posibilidad de trabajar se relaciona con el estado civil, ser o no jefa del hogar y tener cierto número de hijos. Asimismo, es fundamental el hecho de contar con una escolaridad superior a la secundaria o el de no haber alcanzado ese umbral (Pedrero, 2003).
En los sectores populares, las mujeres se insertan en los nichos depauperados del empleo urbano y rural, en las ramas de actividad más descalificadas y en ocupaciones que constituyen una extensión de sus actividades y habilidades domésticas. Si la apertura de la economía y las políticas de flexibilización laboral del país han incrementado la desprotección de los trabajadores en general, esto ha sido más evidente para la fuerza de trabajo femenina que dispone de menos experiencia organizativa, sindical y reivindicativa.
En este sentido, las mujeres están sujetas a la implementación de todas las formas del trabajo flexible en diferentes sectores de la economía. Un ejemplo paradigmático del escenario laboral de miles de jóvenes mexicanas sin experiencia, provenientes de contextos rurales y urbanos, es el de la industria maquiladora de exportación, donde las condiciones de flexibilidad laboral exigen incluso un límite de edad, pruebas negativas de embarazo y otras condicionantes discriminatorias.
Las mujeres trabajadoras enfrentan diferentes prácticas de segregación ocupacional que, operadas a través de mecanismos ilegales o informales, permiten sólo a hombres ocupar ciertos puestos. Por un lado, las ocupaciones que desempeñan las mujeres no se han modificado sustancialmente, lo cual es ilustrativo del papel que desempeñan dentro de una estructura productiva en la que se concentran en trabajos administrativos, de servicios, de enseñanza, de costura y de ventas (BID, 1998).
Entre 1995 y 2000 -probablemente a partir de la multiplicación de los negocios familiares aumentó el rubro de asalariadas sin pago (que pasaron de representar 44.5% a ser 49.5%) quienes tuvieron un mayor peso relativo que las ubicadas en una relación formal de trabajo. Además, en el caso de las mujeres con títulos superiores de nivel universitario que continúan teniendo poco peso en la fuerza de trabajo femenina no sólo se registran desigualdades en el tipo de ocupaciones, sino que destacan las dificultades que tienen para acceder y conservar determinadas posiciones jerárquicas de alto nivel.
Asimismo, se observan elevados índices de discriminación salarial que perjudican a las mujeres. De acuerdo con nuestras estimaciones, que consideraron el total de asalariados, entre 1995 y 2004 las mujeres tendrían que haber incrementado su ingreso, en promedio, en 12% aproximadamente para haber logrado equidad ocupacional.
Al analizar esta discriminación por tipo de ocupación nos encontramos que, por ejemplo, para el caso de supervisoras y capataces industriales percibían alrededor de 45%menos que sus colegas varones. Al observar la discriminación salarial por sectores notamos que es más pronunciada en la industria manufacturera: entre 1995 y 2004 los salarios de las mujeres en dicha industria fueron menores al menos en 21% al de los hombres, y llegaron a diferenciarse en 30% entre 1998 y 2002.
Los indicadores de los estados de la república muestran que en el 2000, si bien la situación era desfavorable, había 16 de los 32 estados cumpliendo en promedio con un pago justo y equitativo para las mujeres. Dicha situación cambió drásticamente con la crisis, pues una década después la discriminación salarial se ampliaría a 27 de las 32 entidades federativas. Todo ello pese a los aceptables niveles educativos que mostraban brechas favorables hacia las mujeres, pero que siguieron sin reflejarse en la parte salarial.
Sin duda, la educación sobresale como un factor estratégico para impulsar el mejoramiento de la condición social de las mujeres, promover relaciones más equitativas e igualitarias y contribuir a una mejor calidad de vida de la población en general. Sin embargo, al relacionar los índices de discriminación salarial y educativa para todos los estados de la república mexicana notamos que dicho factor por sí solo es insuficiente para reducir la brecha salarial entre hombres y mujeres.
En el 2000, a medida que aumentaba el índice de discriminación educativa hacia las mujeres, se reducía la discriminación salarial que sufren en el mercado de trabajo, pero en el 2010 la tendencia cambiaría drásticamente a una relación directa. Lo anterior refleja la necesidad de implementar otros mecanismos y regulaciones para reducir la brecha salarial entre los géneros.
En el sexenio de 2006 a 2012 se ha realizado una serie de legislaciones y programas que buscan implementar de manera transversal la perspectiva de género en las políticas públicas, y varios estados han incluido dicho enfoque en sus presupuestos. Sin embargo, no se ha realizado ningún ajuste al principal programa en la materia que contemple el efecto diferencial de la crisis iniciada en 2008 sobre la fuerza de trabajo femenina. La crisis ha impactado mucho más a ésta que es incorporada y desvinculada con más facilidad a actividades temporales y con flexibilidad horaria, sin seguridad social ni prestaciones, y no se ha contemplado ninguna protección real por parte de las empresas ante esta situación, pese a compromisos y acuerdos firmados por el país en esta materia.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (INEGI-STPS, 2010), la disminución de la ocupación femenina entre 2007 y 2008 fue tres veces más que la masculina, generalizándose tal tendencia en todos los sectores de la economía.
Al analizar el crecimiento anual de la tasa de desempleo mensual entre enero de 2008 y julio de 2010, apreciamos que si los primeros impactos en la economía formal se localizaron entre la fuerza masculina, luego, con el ajuste y la continuación de la crisis se desaceleró el desempleo masculino a mayor ritmo que el femenino, por lo que durante 2010 la variabilidad desfavoreció a las mujeres en el mercado de trabajo.
Las observaciones realizadas son ilustrativas de que la fuerza de trabajo femenina sigue siendo el principal grupo en la flexibilización laboral, tanto en momentos de crisis como de ajuste económico. La exclusión y la integración de manera precaria y segregada ocasionan bajos ingresos y contribuyen a intensificar escenarios de pobreza y desigualdad.
En este sentido es fundamental reintroducir en la cuestión social la centralidad que tiene el trabajo para generar condiciones de mayor bienestar, justicia y equidad, y para coadyuvar a procesos de subjetivación que impliquen el autoreconocimiento y la dignidad de las y los trabajadores.
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1 Este documento se elaboró a partir del proyecto Informe sobre la Discriminación Laboral en México, financiado por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred).
2 La discriminación en el mercado laboral se concibió a partir de la discriminación racial sufrida por los negros (inicialmente en el continente africano y posteriormente en Estados Unidos). Luego, las grandes inequidades ocupacionales entre sexos en el periodo de posguerra provocaron una gran preocupación de las organizaciones sindicales por la segregación de la mujer en puestos de menor estatus y remuneración. En los últimos años se han reconocido nuevos tipos de discriminación que establecen grandes inequidades en el trabajo: invalidez, estado civil, estado de salud, orientación sexual y orientación sindical.
3 En este enfoque se concibe que el logro y la movilidad ocupacional son procesos dependientes tanto de los orígenes sociales y factores de adscripción como del logro educativo.
4 Este tipo de subcultura^ específica en cada mercado, funciona en el sentido que cada sector forma un trabajador específico, de este modo, los trabajadores del segmento primario están más comprometidos con la empresa, son más estables y tienen una formación y relaciones familiares que favorecen su productividad en el puesto de trabajo.
5 En este marco, son tareas prioritarias superar el analfabetismo, aumentar el grado y calidad de estudios de las mujeres, garantizar el acceso en iguales oportunidades educativas en todos sus niveles y modalidades, propiciar su permanencia en la escuela, y alcanzar una eficiencia cada vez mayor. Además, se debe mejorar la calidad de enseñanza e impulsar una educación que en su impartición, contenidos y materiales esté al margen de discriminaciones y prejuicios de género y sexo.
6 Informe de seguimiento junio-diciembre 2000, Contraloría Social del Programa Nacional de la Mujer (CSPNM).
7 El empleo informal se puede encontrar tanto en el trabajo por cuenta propia en empresas de la economía informal como en el empleo remunerado en puestos de trabajo informales. La idea fundamental es que ambos tipos de empleo, el informal y el empleo con base en el contrato que supone un sueldo mensual, coinciden en la inexistencia de contratos estables, prestaciones laborales y protección social, así como en que muestran remuneraciones medias bajas.
8 En consecuencia las empresas pueden mostrarse renuentes a emplear mujeres jóvenes que tienen una significativa probabilidad de necesitar tales licencias y beneficios concomitantes.
9 Es decir, existen prácticas y costumbres laborales que discriminan y excluyen a las mujeres de algunos nichos ocupacionales, de posición y decisión, así como de ramas de actividad por razones de sexo y género, pese a estar contraviniendo la norma legal, además de las demostradas diferencias en remuneración entre hombres y mujeres, y del trato desigual en el campo del empleo que se manifiesta en los despidos por causa de embarazo, los exámenes de ingravidez para acceder a un puesto de trabajo, el hostigamiento sexual, etcétera.
10 En caso contrario, el nivel de ingresos mayores a 10 salarios mínimos, la participación de las mujeres para el 2000 fue de 1.56%, frente a 3.7% de los varones, mostrando una leve mejoría para las mujeres, si se compara con el 0.8% registrado en 1995. En cuanto al rubro de no reciben ingresos, en 2000, del total de mujeres ocupadas, 13.4% se ubicó en este rubro, lo que contrasta con 9.1% de los hombres (DOF, 2001).
11 Citada por Hualde (2001).
12 Los datos demuestran que los efectos acumulativos de discriminación contra las mujeres en su carrera son perpetuados y magnificados. Un número cada vez mayor de mujeres ha soportado condiciones temporales (de tiempo parcial o medio tiempo) y de asistencia durante muchos años para que se considere seriamente su definitividad o promoción.
13 Es importante destacar que valores negativos del índice indican el porcentaje en que tendría que aumentar el salario del grupo discriminado; valores iguales a cero sugieren que existe equidad salarial, mientras que valores del índice mayores a uno hacen referencia a discriminación positiva.
14 Su interpretación es la misma que se utiliza en el índice de Discriminación Salarial.
15 Estimaciones obtenidas con base en información del INEGI y la Secretaría del Trabajo y Previsión Social.
16 Al indagar en cada una de las ocupaciones notamos que la discriminación salarial es más alta en promedio para la categoría de supervisores y capataces industriales, la cual presentó una desigualdad salarial alrededor de 45%. Este resultado ilustra muy bien los estereotipos presentes en el mercado de trabajo, los cuales asignan a las mujeres habilidades para desempeñar puestos de dirección y mando, remunerándolas en una proporción mucho menor. Luego, siguen en importancia funcionarias públicas, gerentas del sector privado y profesionales.
17 Véase, por ejemplo: Lustig y Rendón (1978).
18 Mincer ofrece una forma de calcular la rentabilidad de la educación mediante métodos paramétricos de funciones de ingresos de capital humano con la fórmula: Log Y = ß0 + ß1 S + ß2 X + ß3 X2 + e, en donde Y son los ingresos, S los años de educación y X la experiencia. El coeficiente ß1 de la escolaridad provee una estimación de la rentabilidad de la educación, mientras la concavidad del perfil de ingresos observados es capturado por los términos X y X2 cuyos coeficientes ß2 y ß3 son positivo y negativo, respectivamente.
19 El programa tiene siete objetivos estratégicos: a) institucionalizar una política transversal con perspectiva de género en la Administración Pública Federal y construir mecanismos para contribuir a su adopción en los poderes de la unión, en los órdenes de gobierno y en el sector privado; b) garantizar la igualdad jurídica, los derechos humanos de las mujeres y la no discriminación en el marco del estado de derecho; c) garantizar el acceso de las mujeres a la justicia, la seguridad y la protección civil; d) salvaguardar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencia; e) fortalecer las capacidades de las mujeres para ampliar sus oportunidades y reducir la desigualdad de género; f) potenciar la agencia económica de las mujeres en favor de mayores oportunidades para su bienestar y desarrollo, y g) Impulsar el empoderamiento de las mujeres, su participación y representación en espacios de toma de decisión en el Estado y consolidar la cultura democrática.
Información sobre los autores
Jorge E. Horbath Corredor. Es doctor en ciencias políticas y sociales por el Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos. Actualmente es investigador titular del Departamento de Sociedad Cultura y Salud, grupo académico Procesos culturales y construcción social de alternativas de El Colegio de la Frontera Sur (unidad Chetumal). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Su línea de investigación actual es mercados de trabajo, discriminación, exclusión y pobreza. Entre sus últimas publicaciones destacan: "Retos para el desarrollo regional en el México del siglo XXI ", en John Jaime Bustamante Arango, Desarrollo y Territorio: Visiones teóricas y empíricas del desarrollo territorial, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, pp. 301-332 (2010); "La discriminación laboral de las minorías religiosas en México: un fenómeno silencioso en movimiento", en Genaro Zalpa y Hans Eguil Offerdal (comps.), ¿El reino de Dios es de este mundo? El papel ambiguo de las religiones en la lucha contra la pobreza, Siglo del Hombre Editores-Clacso, Bogotá, pp. 339-365 (2008); "La discriminación laboral de los indígenas en los mercados urbanos de trabajo en México: revisión y balance de un fenómeno persistente", en María del Carmen Zabala Arguelles (comp.), Pobreza, exclusión social y discriminación étnico-racial en América Latina y el Caribe, Siglo del Hombre Editores-Clacso, Bogotá, pp. 25-52 (2008); en coautoría, "Expresiones de la discriminación hacia grupos religiosos minoritarios en México", Sociedad y religión, XXIII (39), Buenos Aires, pp. 12-53 (2013); "La evaluación educativa en México: una propuesta de indicadores de tercera generación para valorar procesos y resultados", Revista Temas de Coyuntura, núm. 64-65, Caracas, pp. 71-98 (2013); Alternativas en la crisis para la Transformación de las Políticas Sociales en México, CIAD-Colson-Fundación Konrad Adenauer, Hermosillo, pp. 73-94 (2013); "Limitantes de la política social para el desarrollo de la región Norte de México en contexto de la crisis económica mundial", Revista Sociedad y Economía, núm. 22, Universidad del Valle, Cali, pp. 15-38 (2012).
Ma. Amalia Gracia. Es doctora en ciencia social con especialidad en sociología por El Colegio de México. Actualmente investigadora titular del Departamento de Sociedad, Cultura y Salud, grupo académico Procesos culturales y construcción social de alternativas de El Colegio de la Frontera Sur (unidad Chetumal). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel i. Su línea de investigación actual es procesos de trabajo, acción colectiva, desarrollo local y economía solidaria. Entre sus últimas publicaciones destacan: Fábricas de resistencia y recuperación social. Experiencias de autogestión del trabajo y la producción en Argentina, El Colegio de México, México, 496 p. (2011); "Ni el patrón ni cualquier varón estaría para marcarnos el paso. Auto-reconocimiento y relaciones de poder en prácticas socio-productivas populares" Otra Economía, 5 (9), Red de Investigadores Latinoamericanos en Economía Social y Solidaria-Unisinos, Buenos Aires, pp. 152-172, (2012); en coautoría, "Expresiones de la discriminación hacia grupos religiosos minoritarios en México", Sociedad y Religión, XXIII (39), CEIL, Buenos Aires, pp. 12-53 (2013), y "La evaluación educativa en México: una propuesta de indicadores de tercera generación para valorar procesos y resultados", Revista Temas de Coyuntura, núm. 64-65, UCAB, Caracas, pp. 69-96 (2013).