Introducción
El teórico Theodore Lowi (2007) con su reconocida tipología de políticas públicas, advierte que las políticas distributivas se caracterizan por la facilidad con que los recursos se pueden desagregar y repartirse en pequeñas unidades independientes las unas de las otras; son decisiones altamente individualizadas que sólo en conjunto dan forma a una política, en la cual favorecidos y desfavorecidos no se oponen directamente. En contraste, las políticas redistributivas impactan en las relaciones entre amplias categorías sociales de individuos, cercanas a las clases sociales; su objetivo no es simplemente distribuir recursos para tal o cual propósito, sino incidir en el reparto de la riqueza y el poder. La tipología de Lowi se complementa con las políticas regulatorias y las constituyentes.
La tesis central de este trabajo es que para combatir eficazmente la pobreza y la desigualdad en México no son suficientes las políticas distributivas, aunque varias de ellas resulten muy útiles, sino que además se requiere que las políticas redistributivas de la riqueza y el poder sean efectivas, eficientes y bien diseñadas e implementadas. De tal modo que para redistribuir la riqueza es necesario mejorar sustancialmente los ingresos de los trabajadores, tanto formales como informales, pues la mayoría está por debajo de la línea de pobreza por ingresos, establecida por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Mejorar los ingresos de los trabajadores hasta alcanzar las líneas de bienestar, planteadas por el Coneval, es un objetivo que desborda el marco de las políticas sociales, aun si se consideran las de mayor impacto en el combate a la pobreza como los programas Prospera, Seguro Popular o Adultos Mayores, entre otras. Políticas sociales como éstas son desde luego absolutamente imprescindibles para combatir la pobreza y la desigualdad, pero no son suficientes, porque el problema de los bajos ingresos que perciben los trabajadores se asocia con las políticas de control salarial que han prevalecido en el país en las últimas cuatro décadas. Los incrementos al salario mínimo se han definido en función del índice general de precios, sin considerar las ganancias en productividad registradas en este largo periodo que, de manera consistente, se han abonado al factor capital en detrimento de la participación del factor trabajo en el ingreso nacional.
Los salarios mínimos han perdido cerca de 75% de su valor desde 1976, y este retroceso ha impactado también en los salarios más altos, cuyos aumentos han seguido muy de cerca a los incrementos al salario mínimo. En la práctica, la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (CNSM) ha funcionado como una institución económica extractiva en el sentido de Acemoglu y Robinson (2013): al fijar reiteradamente los salarios mínimos por debajo de la línea de pobreza individual, la CNSM ha institucionalizado la extracción de sobreganancias a costa de la perpetuación de la pobreza por ingresos que afecta a la mayoría de los trabajadores mexicanos.
El objetivo de este trabajo es poner en relieve la necesidad, también imperiosa, de avanzar hacia la redistribución de la riqueza mediante cambios de fondo en la distribución del ingreso nacional, con una nueva política salarial que permita a los trabajadores mexicanos percibir remuneraciones suficientes para escapar de la pobreza. Un complemento indispensable de semejante política salarial sería incrementar la recaudación de impuestos entre las grandes empresas y entre los más ricos que hoy pagan, en promedio, impuestos anuales de un solo dígito, inferiores a los que pagan las clases medias e incluso algunos trabajadores.
Por otra parte, se asume que actuar en los rubros salarial y fiscal no sería suficiente para asegurar remuneraciones y condiciones de vida digna para las clases trabajadoras de manera permanente. La concentración de la riqueza ha sido también la concentración del poder, como se argumenta en el texto, y aun cuando la redistribución de la riqueza ya implica cierta redistribución del poder, es imprescindible impulsar políticas adicionales que se enfoquen directamente a este segundo objetivo. En el trabajo se plantean propuestas de política pública para avanzar en ambos frentes.
El texto contiene tres apartados: el primero brinda elementos para apreciar la evolución de la pobreza y la desigualdad en el país a lo largo de las últimas décadas, con información del Coneval, el Observatorio de Salarios y el Instituto de Investigación para el Desarrollo con Equidad (EQUIDE) de la Universidad Iberoamericana y la Fundación Konrad Adenauer. El segundo apartado destaca ciertos riesgos para la estabilidad social y política del país vinculados a la persistencia de la pobreza y el incremento de la desigualdad. El tercero retoma varias propuestas de política pública que se han formulado para combatir ambos flagelos.
1. Evolución de la pobreza y la desigualdad en México
La pobreza en México no ha variado mucho en las últimas décadas. Entre 1992 y 2016, el porcentaje de la población mexicana en situación de pobreza por ingresos, aquella con un ingreso insuficiente para adquirir la canasta alimentaria y no alimentaria para una sola persona, se ha mantenido en alrededor de 50%. A su vez, el porcentaje de población en pobreza extrema por ingresos, la que no puede adquirir incluso la canasta alimentaria individual, es aproximadamente de 20% (Figura 1):
Según la definición de pobreza multidimensional del Coneval, una persona es pobre cuando tiene al menos una carencia social de acuerdo con los seis indicadores: rezago educativo, acceso a los servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, acceso a los servicios básicos en la vivienda y acceso a la alimentación; asimismo, se considera pobre a la persona cuyo ingreso es insuficiente para adquirir los bienes y servicios que requiere para satisfacer sus necesidades alimentarias y no alimentarias o no alcanza la línea de bienestar. Una persona se encuentra en situación de pobreza extrema cuando tiene tres o más carencias y, además, se encuentra por debajo de la línea de bienestar mínimo. Las personas en esta situación disponen de un ingreso tan bajo que, aun si lo dedicasen por completo a la adquisición de alimentos, no obtendrían los nutrientes necesarios para una vida sana.
En realidad, la mayoría de las carencias sociales que mide el Coneval se han reducido en estos 25 años e incluso ha habido avances notables, como la creación del Seguro Popular, que benefició a millones de familias que carecían de cobertura en servicios de salud. Sin embargo, como escribe el secretario ejecutivo del Coneval, Gonzalo Hernández Licona (2017), el ingreso es la variable crítica que ha impedido consolidar los avances en otras carencias y que mantiene estancadas las, de por sí, abultadas cifras de la pobreza general y extrema en el país.
El panorama de la desigualdad no es muy diferente al de la pobreza. Los datos oficiales aportados por la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) ya dan una idea de la profunda desigualdad económica en el país, con cerca de 40% del ingreso nacional concentrado en el decil más rico de la población y un coeficiente de GINI de 0.50. Sin embargo, esa información no es consistente con la proporcionada por el Sistema de Cuentas Nacionales de México, debido a dos fenómenos que afectan los resultados de la encuesta: el subregistro (los hogares no proporcionan la información completa) y el truncamiento (los hogares más ricos no figuran en la encuesta) (Observatorio de Salarios-EQUIDE, 2016).
Al ajustar los datos de la ENIGH con los del Sistema de Cuentas Nacionales, la proporción del ingreso nacional que recibe 10% más rico se eleva a un nivel de entre 60 y 67%, según diversas estimaciones, y la que recibe el 1% más rico alcanza entre 24 y 32% del ingreso nacional, con un coeficiente de GINI cercano a 0.70, uno de los más altos del mundo y equiparable a los de Sudáfrica o Namibia (Esquivel, 2017). El nivel de desigualdad en México es tan elevado que impacta desfavorablemente su índice de desarrollo humano (IDH); en 2015, el IDH del país alcanzó 0.762, lo que ubicó a México entre los países con alto IDH, pero al ajustarlo por desigualdad, el índice perdió 23% de su valor para quedar en 0.587, que situó a México entre las naciones con IDH medio, al lado de países de Medio Oriente, Centroamérica y África (PNUD, 2016).
1.1. Salarios, la variable crítica
El ingreso es la variable crítica para explicar la persistencia de la pobreza. Por ejemplo, entre el cuarto trimestre de 2016 y el de 2017, el poder adquisitivo del ingreso laboral disminuyó en 2.5%, lo que elevó el porcentaje de la población con ingreso laboral inferior al costo de la canasta alimentaria a 41%, un punto porcentual entre ambos periodos. Los mayores incrementos del Índice de Tendencia Laboral de la Pobreza (ITLP), como el Coneval denomina a este indicador, se registraron en Hidalgo, Tabasco y la Ciudad de México (Coneval, 2018).
El paulatino deterioro del poder adquisitivo del salario ayuda a comprender por qué en México persiste la pobreza a pesar de un sinnúmero de políticas sociales implementadas, algunas tan efectivas que han sido replicadas en otros países. El rezago en la variable ingresos ha crecido a lo largo de las últimas cuatro décadas, tendencia claramente visible en la evolución de las remuneraciones al trabajo, tanto en los salarios mínimos como en los salarios promedio.
La Figura 2 ilustra la evolución del salario mínimo en el país entre 1946 y 2014. Como se observa, esta variable creció en términos reales durante 30 años, desde 1946 hasta 1976, cuando alcanzó su valor máximo. A partir de ese año inició un franco descenso que, hacia 1996, la había regresado al nivel que tuvo 50 años antes, con una pérdida de aproximadamente 75% de su valor real. En los últimos 20 años el salario mínimo ya no ha descendido más, pero la pérdida acumulada de su poder adquisitivo es tan grande que se sitúa por debajo de la línea de bienestar individual. Por ejemplo, en marzo de 2018 el salario mínimo general en la Ciudad de México fue de 2,650.80 pesos mientras que la línea de bienestar individual fue de 2,985.48 pesos (Coneval, 2018).
Hasta mediados de los setenta, el monto del salario mínimo fue semejante al del ingreso per cápita: ambas variables mostraron una tendencia ascendente desde principios de los cincuenta, pero su evolución se bifurca cuando inicia el descenso del valor real del salario mínimo, mientras que el ingreso per cápita continúa aumentando con altibajos de hecho hasta el presente (Figura 3).
La pronunciada caída del poder adquisitivo del salario mínimo no solamente ha afectado a los trabajadores que perciben hasta ese nivel de ingreso, que son alrededor de 13.5% de la población ocupada, sino prácticamente a todos los trabajadores, porque dicho salario, cuyos incrementos se han otorgado en función de la inflación esperada, ha sido la principal referencia para negociar los montos de los salarios superiores al mínimo. Así, la evolución de los porcentajes de aumento de los salarios mínimo y promedio ha sido muy semejante (Figura 4).
Que el valor real del salario mínimo de hoy sea apenas 25% del de 1976, significa que para igualar el poder adquisitivo que entonces tenía, un trabajador debe devengar cuatro salarios mínimos; sin embargo, sólo una minoría de trabajadores percibe este ingreso. Como se observa en el Cuadro 1, alrededor de 60% de la población ocupada, unos 30 millones de trabajadores, percibe hasta tres salarios mínimos, con un poder adquisitivo inferior al que tenía un trabajador con salario mínimo hace 42 años. Los trabajadores que perciben más de cinco salarios mínimos son solamente 6.6% de la población ocupada, unos 3.3 millones de trabajadores.
Nivel de ingresos | % población ocupada | Acumulado | Millones de personas | Acumulado |
---|---|---|---|---|
Hasta un SM | 13.47 | 13.47 | 6.71 | 6.71 |
Más de uno y hasta dos SM | 24.17 | 37.64 | 12.05 | 18.76 |
Más de dos y hasta tres SM | 22.24 | 59.88 | 11.09 | 29.85 |
Más de tres y hasta cinco SM | 14.47 | 74.35 | 7.21 | 37.06 |
Más de cinco SM | 6.58 | 80.93 | 3.28 | 40.34 |
Sin ingresos | 7.37 | 88.3 | 3.67 | 44.01 |
No especificado | 11.70 | 100 | 5.83 | 49.84 |
Fuente: elaboración propia con datos de Conapo-Segob, 2015.
El salario mínimo en 2017 fue de 80.04 pesos diarios, por debajo de la línea de pobreza individual, que en ese año se situó en 89.4 pesos; para igualar el poder adquisitivo de 1976, el salario mínimo tendría que haber sido de 300 pesos diarios, y para alcanzar la línea de pobreza de un hogar de cuatro personas, de 350 pesos, 4.4 veces dicho salario mínimo. El salario mínimo constitucional, suficiente para proveer una vida digna a la familia del trabajador, habría sido de 576 pesos (FKA-UIA, 2017).
Incluso el salario promedio de hoy tiene un poder adquisitivo menor al del salario mínimo de hace cuatro décadas. Por ejemplo, en 2014 el salario promedio fue de 7,365.60 pesos, 3.65 veces el mínimo de dicho año, que fue de 2,018.70 pesos, aún menor en términos reales al salario mínimo de 1976 y por debajo de la línea de pobreza de un hogar de cuatro personas (Observatorio de Salarios-EQUIDE, 2016). En otras palabras, el trabajador con salario promedio es hoy más pobre que el trabajador con salario mínimo de 1976 y no alcanza a adquirir la canasta básica para su familia. Esto significa que trabajar en México, aun tiempo completo, no es suficiente para escapar de la pobreza.
Entre 2012 y 2016, el número de personas que perciben un salario mínimo creció en casi un millón, mientras que el número de trabajadores con sueldos más altos se redujo de casi 4 millones a menos de 3 millones en el mismo periodo. En 2016, alrededor de 7.5 millones de personas recibían un salario mínimo. Así, según datos del Oxford Committee for Famine Relief, el empleo en México se caracteriza por generar trabajo formal, pero con pagas en extremo precarias (Oxfam, 2018). Una comparación entre países de América Latina, realizada por la revista Expansión, confirma la precariedad del salario mínimo en México, que es considerablemente menor al de la mayoría de los países latinoamericanos, no solamente a los de Argentina, Chile y Uruguay, sino incluso a los de nuestra más pobre vecina, Guatemala. El salario mínimo en México sólo es comparable al de Venezuela (Expansión, 2018).
El retroceso del poder adquisitivo de los salarios es generalizado y afecta incluso a los empleos con mayor educación. Entre 2005 y 2016, con pesos reales de 2003, el salario promedio para personas con licenciatura se redujo de 11,269 a 7,654 pesos, y con posgrado disminuyó de 24,191 a 14,805 pesos (FKA-UIA, 2017). Las clases medias tampoco han salido indemnes.
Un factor esencial para comprender la decadencia del salario mínimo real frente al ingreso per cápita es la indexación de facto de los aumentos salariales a la inflación, desvinculándolos de los aumentos en la productividad que han ocurrido desde mediados de los setenta. A diferencia de la curva de los salarios y al igual que la del ingreso per cápita, la curva de la productividad también ha tenido una tendencia ascendente (Figura 5).
Las ganancias en productividad se han abonado casi totalmente al factor capital, salvo en algunas coyunturas, cuando ha sido necesario tomar parte de ellas para mantener los aumentos salariales a la par de la inflación. En la práctica, destinar las ganancias en productividad al factor capital ha contribuido a elevar la participación de ese factor en el ingreso nacional, al tiempo que se reducía la participación del factor trabajo (Figura 6):
Como puede apreciarse, la participación del trabajo en el ingreso nacional también fue ascendente en los cincuenta y sesenta, pero a mediados de los setenta la tendencia se invirtió. El mejor resultado que alcanzó el factor trabajo fue 49% del ingreso nacional, para luego iniciar un descenso que hacia 2015 había reducido su participación a 26%, semejante a la que tuvo en 1935, 80 años atrás. El descenso más marcado se ha registrado en la industria manufacturera: en 2013, la participación del trabajo en el PIB manufacturero había caído a sólo 18% (Oxfam, 2018).
A nivel internacional, las más altas participaciones del factor trabajo en el ingreso nacional (labor share) se observan en países desarrollados, como Reino Unido (62%) y Japón (60%). México se sitúa a la zaga incluso de vecinos latinoamericanos como Brasil (44%), Argentina (40%) y Uruguay (36%) (Observatorio de Salarios-EQUIDE, 2016).
1.2. El modelo económico: industrialización orientada a las exportaciones
La estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI), que México había seguido en los años del desarrollo estabilizador, fue sustituida en los ochenta por un nuevo modelo de crecimiento basado en el sector exportador o industrialización orientada a las exportaciones (IOE), complementado con profundos procesos de desregulación económica, privatización de empresas públicas y apertura comercial (Dussel-Peters et al., 1997). Un componente esencial del nuevo modelo son los bajos salarios ofrecidos a los inversionistas externos como factor de competitividad.
La estrategia IOE logró incrementar en forma apreciable el trabajo asalariado, que aumentó de 56% de la población ocupada en 1994 a 69% en 2015; sin embargo, visto el grave deterioro del poder adquisitivo de los trabajadores, puede afirmarse que el recurso a los bajos salarios ha sido excesivo, con efectos adversos en el mercado interno. Los trabajadores sencillamente no tienen ingresos para comprar más allá de lo estrictamente indispensable para su subsistencia, y ésta es una de las razones que explica la alta mortandad de micro, pequeñas y medianas empresas en el país: el mercado interno es demasiado estrecho y no provee un entorno adecuado para los negocios. Por otra parte, la contribución de las exportaciones a la demanda agregada es más bien baja, dado que 85% de su valor son insumos importados. El resultado de ambos factores es un crecimiento económico mediocre, del orden de 2% anual y apenas por encima del crecimiento natural de la población. Hoy en día los salarios en México ya son más bajos que los de China (Oxfam, 2018), país que ha hecho del fortalecimiento de su mercado interno uno de los motores de su notable crecimiento económico.
Otro factor que afecta al crecimiento, estrechamente relacionado con los bajos salarios, es la desigualdad, que en el caso de México es una de las más altas del mundo. Como antes se señaló, con una ENIGH ajustada por cuentas nacionales, el decil superior concentra 60% del ingreso nacional y 1% más rico se queda con 24% de dicho ingreso (Esquivel, 2017). Los efectos de la concentración del ingreso y la riqueza en los estratos superiores han sido puestos en relieve por el Fondo Monetario Internacional: si la cuota de ingresos del 20% más rico aumenta, el crecimiento del PIB se reduce a mediano plazo, toda vez que los beneficios no se reparten en cascada al resto de los estratos; por el contrario, un incremento en la cuota de ingresos del 20% más pobre está asociado a un mayor crecimiento del PIB. La desigualdad económica resta potencial al crecimiento, por lo que si se quiere revitalizar la actividad económica es más útil impulsar el avance de los estratos de la sociedad con menores ingresos, así como los de la clase media (FMI, 2015).
Si el International Monetary Fund (FMI) está en lo cierto, es preciso revertir la pérdida del poder adquisitivo del salario como base de una estrategia de fortalecimiento del mercado interno que estimule el crecimiento económico y, a la vez, compense el notorio desequilibrio entre mercado interno y externo que refleja el modelo IOE, o de crecimiento hacia afuera. Por lo demás, la concentración de las exportaciones no petroleras en un puñado de grandes empresas con inversión extranjera directa, como las del sector automotriz, ha profundizado la ya elevada concentración de recursos en grupos económicos de control monopólico y oligopólico: en 2014, 1% de las empresas exportadoras en México concentraba 73% de las exportaciones no petroleras (CEPAL, 2016).
La otra cara de la concentración del capital, el empleo y las utilidades en las grandes empresas es la anemia de recursos, la pobreza y la debilidad de las micro y pequeñas empresas. La desigualdad intraempresarial, poco estudiada en México, hace palidecer todas las otras desigualdades en el país: con un coeficiente de Gini de 0.98, se acerca mucho a la desigualdad perfecta; por ejemplo, una micro o pequeña empresa no vinculada al modelo exportador tiene en promedio ganancias de entre 5000 y 12,000 pesos mensuales, mientras que la ganancia promedio del accionista de una corporación asciende a 138 millones de pesos mensuales (FKA- UIA, 2017).
La debilidad del mercado interno, la pobreza de las micro y pequeñas empresas y la caída del poder adquisitivo de los salarios, incluidos los más calificados, han pasado la factura también a la clase media, que además de ser reducida -alrededor de 27% de la población- es vulnerable por falta de mecanismos que aseguren su estatus, principalmente por la carencia de seguridad social, y se halla en permanente riesgo de caer en la pobreza. Esto contrasta con la situación de las clases medias europeas, protegidas por sus Estados de bienestar que las liberan de ese riesgo y las convierten en pilares de su estabilidad política (FKA-UIA, 2017).
2. Pobreza y desigualdad: riesgos para la estabilidad social y política
El Coneval maneja un concepto de polarización social basado en las categorías de marginación empleadas por el Consejo Nacional de Población. Una sociedad será más polarizada cuanto mayor sea la concentración de riqueza en un polo y de pobreza en el otro, con una clase media escasa, como en México. La polarización social, precisa el Coneval, puede ser de polo izquierdo, cuando la mayoría de la población presenta condiciones precarias de vida, o de polo derecho, cuando la mayoría vive en condiciones favorables. El Coneval evalúa la polarización social de municipios y entidades federativas, no así la del país en su conjunto, pero dado que la población pobre -más la vulnerable- suma cerca de dos tercios de la población total, bien podemos considerar a México como un país con alta polarización social de polo izquierdo.
Parece fecundo investigar en qué grado la polarización social ha influido en variables sociales tan críticas como el rezago educativo, por ejemplo ante la necesidad de que ambos padres trabajen, dada la precariedad de los ingresos, dejan a los hijos solos en casa; la temprana defección de la escuela de muchos adolescentes que tienen que trabajar para completar el gasto; en la salud pública, dada la imposibilidad para millones de familias de adquirir alimentos con los nutrientes necesarios para una vida sana y otros satisfactores básicos; en la emigración ilegal hacia Estados Unidos; o bien, en el incremento en los niveles de corrupción en todo el tejido social, entre otras.
Uno de los riesgos que el incremento de la pobreza y la desigualdad supone para la estabilidad social y política del país es el aumento de la violencia y el crimen organizado. La delincuencia organizada no es nueva en México, y por supuesto la comisión de delitos no es privativa de ninguna clase o estrato social, pero hay suficiente evidencia empírica para demostrar la fuerte correlación que existe entre la profundización de la desigualdad y el incremento de la violencia asociada al crimen (Becker, 1968; Stack, 1984, Vidal de la Rosa, 2012; Stiglitz, 2014; Elizondo, 2017). Stiglitz (2014), por ejemplo, preocupado por al aumento de la desigualdad en Estados Unidos, advierte el riesgo de “latinoamericanización” de su país: América Latina es la región más desigual del planeta y también la que tiene los mayores índices de criminalidad y violencia asociada a la comisión de delitos. En varios países latinoamericanos, escribe el Nobel de Economía, la cohesión social simplemente no existe.
La alta desigualdad social, escribe Vidal de la Rosa (2012), afecta también la gobernabilidad, porque al cerrar canales de inclusión política y social genera un círculo vicioso de exclusión y violencia que aumenta la impunidad y la corrupción; desigualdad e impunidad están relacionadas porque la primera hace más fácil sobornar a policías y jueces. Al propiciar oportunidades para el crimen organizado, la desigualdad afecta la gobernabilidad, esto es, cuando las expectativas de redistribución son bajas, disminuye la legitimidad de los canales regulares de movilidad social; en tales circunstancias, los mercados ilegales y las actividades criminales tienden a ser vistos como la última oportunidad de ascenso social.
La desigualdad, escriben Fajnzylber et al. (2002), engendra tensiones sociales, ya que los menos pudientes se sienten desposeídos en comparación con los más ricos; la sensación de desventaja e injusticia lleva a algunos a buscar compensación y satisfacción por todos los medios, incluida la comisión de crímenes contra pobres y ricos. Estos autores concluyen que la desigualdad de ingresos, medida por el coeficiente de Gini, tiene un efecto positivo y significativo en la incidencia del delito. Dado que el crimen violento está determinado simultáneamente por el patrón de distribución del ingreso y por la tasa de crecimiento del ingreso nacional, una reducción más rápida de la pobreza conduce a una disminución en las tasas nacionales de criminalidad.
Sobre el caso mexicano, Elizondo (2017) cita varios estudios que apuntalan la correlación directa entre los incrementos de la desigualdad y del crimen organizado: un aumento de 1% en el coeficiente de Gini se correlaciona con un aumento de cinco homicidios vinculados al crimen organizado por cada 100,000 habitantes. La comisión de delitos federales, en su mayoría ligados al narcotráfico, está directamente relacionada con los niveles de educación: entre menos estudios tienen los jóvenes, más propensos son a convertirse en criminales y hay zonas del país donde ser hombre, joven y sin estudios es casi una sentencia de muerte. En promedio nacional, quienes tienen entre 18 y 40 años y no cuentan con primaria terminada sufren una tasa de homicidios del orden de 300 por cada 100,000 habitantes, más de diez veces la tasa promedio del país, y en Chihuahua la tasa de homicidios en 2008 para jóvenes de entre 18 y 25 años de edad fue de 2,234 por cada 100,000 habitantes (Elizondo, 2017).
Un estudio comparado de la OCDE sobre homicidios y desigualdad, citado también por Elizondo (2017), explica la mayor violencia en las regiones más desiguales por dos razones principales: por un lado, altos niveles de desigualdad intensifican las jerarquías sociales, lo que incrementa los niveles de ansiedad social y conflicto de clases, provocando la erosión de la confianza y la cohesión social. En las sociedades con amplias disparidades de ingreso existen incentivos para un comportamiento individualista, lo que no ayuda a disminuir los comportamientos violentos. La segunda razón plantea que la desigualdad económica se relaciona negativamente con políticas públicas que ofrecen servicios públicos e infraestructura de calidad. Las disparidades profundas de ingreso inhiben el gasto social porque los ricos tienen menos que ganar con la distribución de la riqueza para el interés general. El mayor poder de los ricos lleva a un menor interés en bienes públicos e infraestructura, con lo cual hay menos oportunidades para los más pobres (Elizondo, 2017; Przeworski, 1998).
Dada la amplia evidencia empírica disponible, podemos concluir, con Esquivel (2017), que la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la inseguridad, junto con la baja tasa de crecimiento económico, son problemas interrelacionados, que además afectan de modo directo a la estabilidad social y política. En el caso mexicano, dos factores adicionales tienden a dificultar el combate resuelto a todos estos problemas: la pequeñez relativa de la clase media y el creciente poder de los más ricos.
Aun cuando es un concepto ampliamente utilizado tanto en la política pública como en la academia, no existe una definición generalmente aceptada de clase media. El Coneval no la incluye en su glosario; sin embargo, sus categorías de población vulnerable, distintas a las de pobreza y pobreza extrema, son útiles para estimar su dimensión: población vulnerable por carencias sociales es aquella con un ingreso superior a la línea de bienestar, pero con una o más de las seis carencias sociales consideradas, y la carencia más extendida es la de seguridad social. Adicionalmente, la población vulnerable por ingresos es aquella que no presenta carencias sociales, pero percibe un ingreso inferior o igual a la línea de bienestar.
La suma de los porcentajes de población pobre y vulnerable alcanzaba 63.3% en 2014, de modo que la población no pobre ni vulnerable sumaba 36.7% del total. Al descontar el decil superior, o la población que puede considerarse rica, la clase media mexicana representa alrededor de 27% del total, muy lejos de los porcentajes que alcanzan las clases medias en países europeos, de entre 60 y 80% de sus poblaciones. Además, la gran mayoría de los que han conseguido escapar de la pobreza en México en los últimos años no han engrosado las filas de la clase media sino sólo las de la población vulnerable, al seguir padeciendo una o más carencias. Con estos cálculos, la Fundación Konrad Adenauer y la Universidad Iberoamericana concluyen que México es un país de pobres y no de clases medias, conclusión que da título a su estudio sobre el tema (FKA-UIA, 2017).
Junto con la estrechez de la clase media, el poder que han acumulado los más ricos tampoco contribuye a lograr resultados significativos en el combate a la pobreza y la desigualdad. El descenso de los salarios promedio y mínimo hasta situarse por debajo de las líneas de bienestar familiar y de bienestar individual, respectivamente, ha significado en la práctica una profunda transferencia de la riqueza en favor de los estratos más acaudalados de la población. Esta redistribución regresiva de la riqueza ha sido también la redistribución regresiva del poder. Como antes se señaló, la concentración de la riqueza da lugar a que los más ricos tengan menor interés en la provisión de bienes públicos, lo que se traduce en menores oportunidades para los pobres, que junto con el empeoramiento de sus niveles de vida ven reducirse el poder que necesitan para llevar sus demandas a la agenda pública.
Vidal de la Rosa (2912) se refiere a este ciclo de concentración simultánea del poder político y económico como el efecto Robin Hood al revés, descrito por Henning Finseraas (2010; citado en Vidal de la Rosa, 2012: 117): aquel ciclo perverso en que una vez iniciada la redistribución regresiva del ingreso, la velocidad de la expoliación tiende a acelerarse. A mayor distancia entre los que tienen y los que no tienen se expande la brecha de alienación, y los marginados van perdiendo el poder político que necesitan para detener el efecto Robin Hood al revés, de modo que la desigualdad aumenta incesantemente al tiempo que disminuyen las protestas sociales y las demandas redistributivas de la población.
En el caso mexicano, el modelo IOE ha profundizado la estructura oligopólica de la economía surgida desde el Porfiriato y mantenida por el modelo ISI. Los grandes grupos económicos son cada vez más fuertes y han acumulado tanto poder que hoy tienen la capacidad de imponer tratos de excepción a su actividad económica; un ejemplo de esto, incluido en el estudio de la UIA y la FKA, es el Régimen de Consolidación Fiscal, hoy Régimen Opcional de Sociedades, que permite consolidar fiscalmente las declaraciones de empresas legalmente independientes bajo el control de una holding o corporación de empresas, con deducciones fiscales tan amplias que logran reducir sus impuestos anuales a un solo dígito o incluso no pagar impuestos en absoluto.1
Las corporaciones controlan sectores estratégicos de la economía, cuya estructura oligopólica o monopólica, les asegura altos niveles de rentabilidad, como la minería, las telecomunicaciones, el transporte o la agroindustria. Los procesos simultáneos de privatización de paraestatales, desregulación y apertura comercial, implicaron un impulso desde el poder político a la configuración y la consolidación de estos grupos económicos, que están relacionados entre sí mediante sus consejos de administración (FKA-UIA, 2017). El fortalecimiento económico y político de los grandes grupos económicos es la otra cara del empobrecimiento económico y la pérdida de poder político de los trabajadores y las clases medias. Tal es la herencia, en palabras de Cao et al. (2015), del modelo económico vigente en las últimas cuatro décadas: un mapa de actores caracterizado por la debilidad y la fragmentación de los sujetos sociales subalternos, con la consecuente dificultad para convertirse en actores de políticas públicas, contrapuesto a la robustez creciente de los actores sociales dominantes.
Dada la estrecha relación entre las distribuciones del poder económico y del poder político, el combate a la pobreza y la desigualdad en México no puede limitarse a actuar sobre variables económicas; una agenda redistributiva que aspire a ser eficaz requiere políticas públicas que redistribuyan no sólo parte de la riqueza sino también el poder. Recuperar el poder adquisitivo de los salarios, elevar los impuestos que pagan los más ricos, diseñar e implementar políticas sociales transversales que, entre otros objetivos, provean de seguridad social al conjunto de la población, son metas que no pueden faltar en una agenda redistributiva, pero también son indispensables políticas que apunten a la redistribución del poder político, como fortalecer la capacidad de negociación de los trabajadores, por ejemplo (Forester, 2007; Stiglitz, 2014 y Esquivel, 2017).
El incremento de la inestabilidad política y la polarización social, vinculadas a la persistencia de la pobreza y la profundización de la desigualdad, afectan a toda la población −incluidos los más ricos− que sufre niveles crecientes de inseguridad pública, impunidad y corrupción. Mejorar los salarios reales, fortalecer a las clases medias y moderar la concentración de la riqueza no son solamente imperativos sociales, sino también políticos. El Estado sí puede sobreponerse al poder de las oligarquías, y así lo demuestran algunas políticas públicas implementadas recientemente en México, como la creación del Instituto Federal de Telecomunicaciones o el fortalecimiento de la Comisión Federal de Competencia Económica, que han logrado avances considerables en el control de los monopolios y oligopolios. Al Príncipe, diría Maquiavelo, le conviene evitar la concentración excesiva de la riqueza y procurar a su pueblo dignos niveles de vida para asegurar la paz y atraer la prosperidad a su reino, algo que todavía no parece comprenderse muy bien en México.
3. Algunas propuestas de política pública para combatir la pobreza y reducir la desigualdad
3.1. La contribución de las políticas sociales
Aun cuando no han podido revertir la pobreza, las políticas sociales implementadas en los últimos veinticinco años han logrado contenerla. Como se señalaba al principio, a excepción del acceso a la seguridad social, las demás carencias sociales consideradas por el Coneval han disminuido desde 1990, y entre los logros destaca la mejoría en el acceso a los servicios de salud, gracias a la creación del Seguro Popular en 2003; también el programa Progresa-Oportunidades, hoy Prospera, ha contribuido a evitar la profundización de la pobreza (Scott, 2017; Canto-Sáenz, 2010).
La contribución de las políticas sociales a la reducción de la pobreza y la desigualdad es variable. Es alta en los casos de Prospera y Seguro Popular (López-Calva et al., 2018; Flamand y Moreno-Jaimes, 2018; Boltvinik-kalinka y Jaramillo-Molina, 2017 y Muñoz, 2017), y en los programas de Apoyo Alimentario, Empleo Temporal y Adultos Mayores (Scott, 2018 y Székely-Pardo, 2018). En otros casos es negativa, como en los sistemas de pensiones, los subsidios al consumo eléctrico residencial o los servicios a la población asegurada. La diferencia esencial entre ambos grupos de programas es su mayor progresividad, entendida como la concentración de los beneficios en los estratos más pobres, o su mayor regresividad, o concentración de los beneficios en los más ricos (Scott, 2018; Damián-González y Rosales-García, 2017).
Un problema mayor de la política social en México es que los montos de recursos públicos destinados a los programas progresivos palidecen frente a los destinados a los regresivos. Por ejemplo, el gasto público destinado en 2008 a los primeros (Oportunidades, Seguro Popular, Adultos Mayores y Apoyo Alimentario) fue de 90 mil millones de pesos, frente a 578 mil millones destinados a los subsidios a gasolinas, gas LP y electricidad residencial, entre otros. Tal desbalance confiere al gasto público total un carácter regresivo en términos absolutos (Scott, 2018).
Otros dos problemas mayores son el tamaño del Estado y la pequeñez del gasto social en México, no sólo frente a los países de Europa occidental sino incluso frente a nuestros pares latinoamericanos. El gasto social representó en 2009, 20.6% del Producto Interno Bruto en Argentina, 16.2% en Brasil, 13% en Uruguay y 10% en México (López-Calva et al. 2018). Las transferencias en especie (salud, educación y otras), también como proporción del PIB, fueron de 12.9% en Argentina, 10.5% en Brasil, 8.4% en Uruguay y 7.7% en nuestro país.
No sorprende que estas diferencias se traduzcan en diferentes impactos del gasto social en la pobreza y la desigualdad. Los tres países sudamericanos muestran reducciones de ambas mucho más pronunciadas que las de México, y la razón, afirman los citados autores, es sencilla: los tres países gastan más y su gasto social es más progresivo que el nuestro. Por ejemplo, la proporción de recursos públicos destinados a la población con ingresos superiores a 50 dólares diarios es mayor en México que en el conjunto de los tres países sudamericanos, lo que tampoco es de extrañar, dado el desbalance del gasto público que favorece a los programas regresivos en nuestro país.
Por último, el tamaño del Estado también es clave para explicar estas diferencias. El gasto público total, como porcentaje del PIB, representó en 2009, 51.2% del PIB en Brasil, 43.2% en Argentina, 30.8% en Uruguay y 25.7% en México; esta es otra razón fundamental de porqué nuestro país queda a la zaga de sus pares latinoamericanos en el combate a la pobreza y la desigualdad. Al constatar este hecho, López-Calva et al. (2018) hacen notar que la recaudación de recursos es bastante menor en México que en los tres países; añaden que esta diferencia es aún más notable si se considera que de los ingresos públicos totales sólo la mitad son ingresos tributarios, y concluyen que, dada su baja recaudación, México simplemente tiene menos recursos para redistribuir.
Al lado del volumen del gasto social y la mayor o menor progresividad de los programas, el debate sobre la política social se extiende al financiamiento de las propuestas. Por ejemplo, Levy (2017), Hernández-Trillo (2017) y Antón-Sarabia y Hernández-Trillo (2017) proponen un sistema de seguridad social universal a financiarse con impuestos al consumo, mientras que Scott (2017) critica esa opción de financiamiento por considerar que no sólo no reduciría la pobreza extrema sino de hecho la incrementaría. Scott (2017) propone, a su vez, una renta básica universal que se extienda a todos los trabajadores en activo, propuesta que se justifica por el hecho de que en México no basta tener un trabajo formal de tiempo completo para escapar de la pobreza.
Tanto la seguridad social universal como una renta básica universal son propuestas valiosas e incluso imperativas, pero como demuestra Scott (2017) con el caso de Prospera, ni aun con este tipo de políticas se lograrían resultados de fondo en el combate a la pobreza. Hacen falta otro tipo de políticas, como revertir la pérdida del poder adquisitivo de los salarios en un plazo perentorio y gravar más a las grandes corporaciones y a los más acaudalados, a fin de generar los recursos fiscales necesarios para financiar políticas sociales como las dos citadas.
3.2. Más allá de la política social, hacia la redistribución de la riqueza y el poder
La desigualdad en el ingreso primario de los hogares, escribe Scott (2018), determina directamente la regresividad tanto de los subsidios al consumo como los servicios públicos con altos costos de participación para los más pobres, en particular la seguridad social (costos contributivos) y los servicios educativos (costos sociales de oportunidad). Flamand y Moreno-Jaimes (2018) encuentran que, a mayor desigualdad en el ingreso, los indicadores de salud empeoran; la desigualdad es un condicionante clave del estado de salud y, por lo mismo, concluyen, es necesario concentrarse en políticas de otros sectores que afectan la salud de las poblaciones vulnerables y avanzar mediante la reducción de la pobreza. Székely-Pardo (2018) resalta la imposibilidad de cumplir el primero de los objetivos del desarrollo del milenio cuando más de 80% de los municipios mexicanos no han logrado reducir a la mitad en sus territorios la pobreza extrema por ingresos o la pobreza alimentaria.
La pobreza por ingresos, que afecta a la mitad de la población mexicana (Coneval, 2018), obliga a volver la vista a la política laboral implementada en el país a lo largo de las últimas décadas. Torre de la et al. (2018) destacan que, al ser la fuerza de trabajo la principal fuente de ingresos de la amplia mayoría de la población, la política laboral debería ser un pilar fundamental de la política social y económica; sin embargo, afirman, en México la política social parece obviar este lazo y no hay coordinación entre ésta y la política laboral. En el mismo sentido, Scott (2018) destaca los efectos redistributivos de la política de salario mínimo, y Rodríguez-Oreggia (2018) subraya varias dimensiones institucionales que inciden en los niveles salariales, como los propios salarios mínimos, los impuestos al trabajo, los sindicatos o las regulaciones de despidos, entre otras.
Los aumentos al salario mínimo se han calculado en los últimos años con base en la inflación esperada más un denominado “monto independiente de recuperación” (MIR), que fue de cuatro pesos para el salario mínimo de 2017 y de cinco pesos para el de 2018. Aun con los MIR, el salario mínimo vigente en 2018 era de 88.36 pesos, insuficiente para adquirir la canasta básica de consumo del trabajador, sin considerar a su familia. Con tales MIR, recuperar la pérdida acumulada del poder adquisitivo del salario mínimo desde 1976 llevaría unos 20 años, y alcanzar el salario mínimo constitucional, calculado por el Observatorio de Salarios en 576 pesos para 2016, llevaría unos 40 años.
Como es evidente, la recuperación del poder adquisitivo del salario, aun en términos graduales, obliga a pensar en aumentos mucho mayores que los otorgados en los últimos dos años. Por lo demás, el MIR sólo aplica a los salarios mínimos, como aclara explícitamente la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (CNSM, 2017). Pero como también hemos visto, no sólo el mínimo perpetúa la pobreza por ingresos, sino también los salarios que perciben la mayoría de los trabajadores, que no alcanzan para adquirir la canasta básica para una familia de cuatro personas.
En enero de 2016 entró en vigor la creación de la Unidad de Medida y Actualización (UMA), que sustituyó el esquema Veces el Salario Mínimo (VSM) con que se calculaban los pagos de multas, los créditos del Infonavit, las deducciones personales de impuestos y otras magnitudes. El objetivo de la UMA era desvincular los aumentos a los salarios mínimos de la inflación esperada, lo que equivalía a una desindexación; sin embargo, hasta ahora la desindexación sólo ha sido administrativa. En la práctica, los aumentos a los salarios mínimos se siguen calculando con base en la inflación. Con el claro objetivo de no impactar en el índice inflacionario, la CNSM aclara que los aumentos a los salarios mínimos tienen dos componentes: la inflación esperada más el citado monto independiente de recuperación, que además no aplica para los salarios contractuales.
Una desindexación real de los salarios, no sólo de los mínimos sino también de los contractuales, posibilitaría terminar con el mecanismo redistributivo regresivo que significan salarios calculados solamente con base en la inflación, sin considerar ganancias en productividad. La desindexación efectiva debe incorporar, a juicio del Observatorio de Salarios-EQUIDE (2016), los siguientes elementos: 1. calcular los aumentos salariales con base en dos componentes: inflación esperada más ganancias en productividad, como se calculan en varios países, no sólo industrializados sino incluso latinoamericanos como Brasil, Ecuador y Uruguay; 2. ganancias de productividad acordadas según planes interanuales de empresas y corporaciones, así como el dinamismo de los sectores; 3. redistribución de las ganancias de productividad entre trabajo y capital, como mecanismo de redistribución de la riqueza generada.
En 2014, la productividad promedio de un trabajador fue de 28,611 pesos, frente a un salario promedio de 7,365.60 pesos, equivalentes a 25.7% de aquélla, por lo que en términos económicos es completamente viable mejorar el salario real con parte de las ganancias en productividad sin impactar en el índice de precios. La viabilidad de la propuesta es inmediata para empresas con más de 250 trabajadores y paulatina para empresas de menor tamaño; en el caso de las micro y pequeñas empresas, la viabilidad tendería a aumentar con el fortalecimiento del mercado interno asociado al incremento de la masa salarial (Observatorio de Salarios-EQUIDE, 2016).
La redistribución del ingreso primario reduciría la carga fiscal de las transferencias para los pobres, de modo que la política social podría evolucionar, de su papel actual de muro de contención de la pobreza, a garante de derechos universales como la seguridad social para todos. Una política salarial garante de derechos, con criterios de productividad en el mediano y largo plazos, daría lugar a una disminución constante y permanente de la pobreza, la reducción de la desigualdad y la generación de un mercado interno sólido para el país. El complemento indispensable sería una nueva política tributaria que eleve la tasa promedio de impuestos que hoy paga el decil más rico, de 8%, y desaparezca tratamientos especiales como el régimen opcional de sociedades, que hoy permite pagar menos a los más pudientes, concluye el Observatorio de Salarios-EQUIDE.
En sentido similar, la Fundación Konrad Adenauer y la Universidad Iberoamericana proponen cambiar el modelo de inserción de México en la economía global, de país con salarios bajos en extremo a país con salarios dignos y competitivos; el punto de partida sería liberalizar los salarios, el único precio que no se ha liberalizado en la economía mexicana, y decidir los aumentos salariales con base en tres factores: a) el índice de precios de la canasta básica y no, como ahora se hace, el índice general de precios; b) un indicador de eficiencia, que destine parte de las ganancias en productividad a la recuperación del salario real, y c) un indicador de equidad, que tienda a reducir las brechas salariales, hoy inaceptablemente grandes.
FKA y UIA también proponen un sistema de seguridad social universal con estándares mínimos o protección social básica universal para toda la población ocupada, de manera que se garanticen pisos mínimos en las condiciones de vida a trabajadores y clases medias. Por último, proponen una política redistributiva intraempresarial que tienda a disminuir la desigualdad casi perfecta (un coeficiente de Gini de 0.98) que existe entre las empresas que operan en México, que ponga fin a subsidios fiscales y de otros tipos a oligopolios y monopolios y que dote a la Comisión Federal de Competencia Económica de mecanismos eficaces de control antimonopólico. También, que otorgue a las micro y pequeñas empresas, incluidas las de economía social y solidaria, incentivos fiscales progresivos que favorezcan el crecimiento de clusters regionales con generación de cadenas productivas amplias.
La redistribución de la riqueza en favor de los estratos de menores ingresos ya implica cierta redistribución del poder, pero probablemente no en grado suficiente para revertir el efecto Robin Hood al revés antes citado. Como escriben Acemoglu y Robinson (2013), si las oligarquías mantienen su poder incuestionado y se resisten al cambio, las políticas redistributivas podrían lograr muy poco o incluso ser por completo ineficaces. Desde el poder público es posible impulsar estrategias que apunten a la redistribución del poder hacia núcleos mayoritarios de la población que contrarresten el poder de las élites y refuercen las políticas redistributivas de la riqueza (Forester, 2007), como apoyar a los movimientos laborales y sociales que buscan inducir cambios estructurales en la sociedad.
La redistribución del poder encuentra una variable crítica en la capacidad de negociación de los trabajadores. El poder de negociación sindical medido a través del número de huelgas, escribe Rodríguez-Oreggia (2018), es relevante para explicar diferencias salariales: las huelgas tienden a incrementar los salarios relativos, pero -agrega este autor− diversos estudios sugieren que en México ha disminuido el poder de los sindicatos para incidir en los salarios. En efecto, el poder sindical ha disminuido en las últimas décadas por factores como la ausencia de sindicatos en la industria maquiladora de exportación y las zonas económicas especiales (Canto-Sáenz, 2007) o las disposiciones adversas a los trabajadores en las modificaciones de 2012 a la legislación laboral, como la limitación del pago de salarios caídos a un año, aun si el patrón no justifica en un juicio la causa del despido.
La última propuesta de reforma laboral, hoy detenida en la Cámara de Senadores, profundizaría todavía más el retroceso de los derechos laborales, al eliminar los candados impuestos en la reforma de 2012 al outsourcing o subcontratación, que podría extenderse la totalidad de las actividades que se desarrollen en el centro de trabajo (Observatorio Ciudadano de la Reforma Laboral, 2018). Revertir las disposiciones adversas a los trabajadores en la legislación laboral y fortalecer su poder de negociación ante los patrones requiere de gobiernos dispuestos a hacerlo. El triunfo en las elecciones presidenciales de 2018 de un partido que se declara afín a los intereses de los trabajadores abre posibilidades de avanzar en esta dirección.
También ciertos cambios institucionales pueden ser relevantes para fortalecer el poder de negociación de los trabajadores (Rodríguez-Oreggia, 2018). La Comisión Nacional de Salarios Mínimos ha funcionado en la práctica como una institución económica extractiva en el sentido de Acemoglu y Robinson (2013): al fijar de manera consistente los salarios mínimos por debajo de la línea de bienestar individual, la CNSM institucionaliza la extracción de rentas a costa de la perpetuación de la pobreza. La desaparición de esa agencia o su completa reestructuración para asegurar salarios mínimos constitucionales fortalecería por sí misma el poder de negociación de los trabajadores.
La creación y la consolidación de un sistema de derechos exigibles universalmente (Scott, 2018), contemplados en la Constitución Mexicana, contribuiría también a redistribuir el poder en favor de núcleos mayoritarios de la población. Por ejemplo, la posibilidad de ampararse contra las resoluciones de la CNSM como lo hacen las empresas contra disposiciones fiscales que consideran adversas, fortalecería el poder de negociación de los trabajadores formales e informales.
Otra opción para redistribuir el poder desde las élites hacia los estratos mayoritarios son los modelos de democracia participativa y directa que buscan delegar en amplias capas de la ciudadanía decisiones sobre diversos temas de políticas públicas. Experiencias de democracia participativa bien acreditadas son los presupuestos participativos nacidos en Porto Alegre, Brasil, y replicados en cientos de ciudades de diversos países, incluida la Ciudad de México (Fedozzi, 2012; García-Morales et al., 2015), y las experiencias del llamado gobierno participativo con poder de decisión, que reseñan Fung y Olin-Wright (2012), tales como los Consejos Vecinales de Gobierno en Chicago, las reformas de Panchayat en los estados de Bengala Occidental y Kerala, en la India, la planeación comunitaria para la Conservación del Hábitat en Estados Unidos y los ya citados Presupuestos Participativos. En todos estos casos, la ciudadanía en sentido amplio adquiere la capacidad de tomar decisiones vinculantes, lo que en la práctica significa una redistribución real del poder político desde las élites hacia la base social.
Conclusiones
La principal variable para explicar la persistencia de la pobreza en México es la precariedad de los ingresos que perciben la mayoría de los trabajadores, tanto asalariados como no asalariados. La insuficiencia de ingresos no sólo afecta al salario mínimo sino también al promedio, que no alcanza para adquirir la canasta básica para una familia de cuatro personas, lo que confina a la pobreza a la mayoría de los trabajadores mexicanos y sus familias. Dada esta realidad, las políticas sociales implementadas en las últimas décadas sólo han podido contener la pobreza, pero no revertirla.
Hacen falta políticas redistributivas de la riqueza y el poder para detener la creciente polarización social que afecta a la estabilidad social y política del país y prácticamente a todos los órdenes de la vida nacional. En primer término, es preciso revisar a fondo la política salarial y abandonar el esquema de aumentos limitados a la inflación sin considerar ganancias en productividad. Simultáneamente, es preciso incrementar la recaudación entre los estratos de mayores ingresos, especialmente entre las grandes corporaciones, cuyos privilegios fiscales les permiten pagar tasas de impuestos de un sólo dígito.
El gobierno mexicano debe prestar oídos a agencias multilaterales como el FMI, que recomienda mejorar los ingresos de los más pobres para impulsar el crecimiento, o la OCDE, que llama la atención sobre la correlación entre mayor desigualdad e incremento de la violencia y el crimen organizado. Vale subrayar que no son las izquierdas ni los populistas quienes hacen estas sugerencias. A la vez, ingresos laborales suficientes para una vida digna y mayor crecimiento económico disminuirían la necesidad de muchos programas sociales, con un favorable impacto fiscal. Desde luego, atender las recomendaciones del FMI y la OCDE implica modificar el modelo económico vigente, hoy concentrado en las exportaciones mientras descuida el mercado interno.
También es necesario contrarrestar el creciente poder de los monopolios y los oligopolios, que atentan contra la eficiencia económica. La misma OCDE recomienda actuar en este sentido, y deben señalarse importantes avances como la creación del Instituto Federal de Telecomunicaciones y el reforzamiento de la Comisión Federal de Competencia Económica, que confirman que el Estado es capaz de sobreponerse al poder de los monopolios cuando hay voluntad política y emplea inteligentemente el respaldo de agencias multilaterales de desarrollo, como la propia OCDE.
La redistribución regresiva de la riqueza ha sido también la redistribución regresiva del poder. Por esto, la lucha contra la pobreza y la desigualdad en México no puede limitarse a variables económicas; también son necesarias políticas redistributivas del poder, como el fortalecimiento de la capacidad de negociación de los trabajadores y el impulso a los mecanismos de democracia participativa.
Por último, no debe olvidarse que una desigualdad aun mayor que la que existe entre trabajo y capital es la desigualdad intraempresarial. Es preciso contrarrestarla con resueltas políticas de apoyo a las micro, pequeñas y medianas empresas, que hoy languidecen en medio de un estrecho mercado interno y sin créditos ni apoyos suficientes. También deben reforzarse las condiciones de vida de las clases medias con políticas sociales transversales que provean un piso firme a sus condiciones de vida.
Scott cita al Nobel de Economía, Amartya Sen, quien subraya, como uno de los efectos más trágicos de la pobreza, la adaptación de la población que vive en condiciones crónicas de pobreza extrema a su situación, ante la imposibilidad de cambiarla, y advierte que hay un peligro similar para la sociedad en su conjunto y para los responsables de la política pública en México: el de acostumbrarnos a la pobreza extrema ante su persistencia histórica. Posiblemente ya nos hemos acostumbrado, y no sólo a la persistencia de la pobreza extrema sino incluso a su profundización, como hace pensar la relativa indiferencia con que recibimos los frecuentes informes del Coneval sobre el tema, como el aumento constante del citado Índice de Tendencia Laboral de la Pobreza. Si queremos un país con menos inseguridad, violencia y corrupción, más igualitario, con mayor estabilidad política y social y con crecimiento económico, tal vez debamos sacudirnos esa indiferencia.