Introducción
Ha sido ampliamente reconocido que los problemas ambientales son complejos en la medida en que presentan una multiplicidad de interconexiones con aspectos económicos, políticos y sociales, y en que se interrelacionan con los procesos biofísicos, cuyas causas y efectos son difíciles de identificar y gestionar (Rittel y Webber, 1973; Batie, 2008). Es por ello que las políticas públicas que buscan resolver problemas ambientales requieren ser inherentemente transversales (Domínguez-Serrano, 2010), pues deben atender un complejo entramado de aspectos socioecológicos relacionados con las causas del problema, sus efectos y sus posibles soluciones (Sosa-Nunez, 2016). Sin embargo, las acciones de gobierno suelen estar fragmentadas como resultado de la estructura institucional de la administración pública y de la manera en la que se diseñan y evalúan las políticas públicas (Doremus, 2009). Como hace notar Sosa-Nunez (2016), aunque las políticas ambientales están ampliamente reconocidas en el discurso, suelen tener un vínculo muy sutil con otras políticas y, en muchos casos, ser periféricas a la evolución del resto de las políticas públicas.
La política ambiental en México surge no sin enfrentar los retos ligados a la falta de participación social efectiva en las acciones gubernamentales y la desarticulación de las políticas públicas sectoriales (Carabias et al., 2008). Sin embargo, desde sus inicios ha reconocido que, dada la complejidad de los problemas ambientales, es fundamental incorporar a los diferentes grupos de interés al proceso de toma de decisiones y establecer estrategias de articulación interinstitucional y de participación social, que permitan vincular los programas y acciones de gobierno de manera efectiva. De esta manera, la colaboración entre distintas escalas de gobierno, sectores y grupos sociales aparece como elemento clave para responder efectiva y equitativamente a los retos ambientales (Galán-Guevara et al., 2013).
Para atender la fragmentación en la administración pública, se han propuesto distintas estrategias para reordenar el diseño organizativo y operativo de las políticas públicas (Den Uyl y Russel, 2018). Entre estas estrategias destaca la transversalidad, que, de acuerdo con Serra (2005: 3),
es, al mismo tiempo, un concepto y un instrumento organizativo cuya función es aportar capacidad de actuación a las organizaciones en relación con algunos temas para los que la organización clásica resulta inadecuada. En este sentido, responde tanto a necesidades de diseño de la organización como a necesidades de gestión.
En términos de la aplicación de la política pública en México, el Programa Sectorial de Medio Ambiente y Recursos Naturales 2013-2018 define la transversalidad como un
método de gestión pública que permite aplicar recursos de distintas esferas a un mismo propósito o programa, cuando los objetivos son complejos y se traslapan o sobreponen las fronteras organizacionales sectorizadas […], la transversalidad es un proceso activo de cambio o transformación en las concepciones de un problema público y un método de gestión que requiere de una planeación concertada y coordinada entre agencias, actores y proyectos entre agencias diversas que comparten objetivos, metas y prioridades, además permite generar sinergias para responder con mayor eficacia a los problemas sociales (Semarnat, 2013: 129).
Esto ha planteado importantes desafíos en términos de coordinación institucional, así como de la interrelación entre las distintas escalas de gobierno y de la sociedad para el desarrollo de las políticas públicas ambientales, pues la transversalidad requiere de formas integradas de acción entre distintos organismos de gobierno para garantizar que el valor en cuestión está siendo respetado (Aguilar, 2011).
Desde hace por lo menos dos décadas, el Gobierno de México ha impulsado la transversalidad para formalizar una colaboración constante entre la ahora Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) con otras secretarías y órganos de gobierno (Guevara, 2005). A partir de esta interacción, se han incorporado criterios de sustentabilidad tanto en las políticas sociales como en las económicas; a su vez, se retomó el principio de la participación ciudadana como elemento de democratización de la gestión ambiental y se introdujo el principio de transparencia, no sólo en el ejercicio de la función pública, sino también como un derecho ciudadano para conocer las condiciones y la calidad del medio ambiente (Provencio, 1995; Gil, 2007). De hecho, el medio ambiente aparece como criterio rector del ejercicio de planeación gubernamental a partir del Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012. En estos ejercicios de planeación se plantea el desarrollo sustentable como eje que guía la transversalidad de la política pública federal (Provencio y Mohar, 1995; Lezama, 2010). Destaca también la puesta en práctica de instrumentos jurídicos que avanzaron hacia la descentralización, el federalismo y una repartición más equitativa y eficiente de las tareas de gestión ambiental entre los tres órdenes de gobierno (Lezama, 2010).
A pesar del creciente reconocimiento de la necesidad de transversalizar la política pública ambiental en México, aún son pocos los esfuerzos para fortalecer la colaboración interinstitucional, intersectorial y la participación pública, que son indispensables para la formulación e implementación de soluciones transversales que atiendan problemas complejos (Sosa-Nunez, 2016). Por ejemplo, muchas políticas ambientales se han enfocado a la atención de elementos aislados, ya sean afectaciones negativas sobre el agua, aire, suelos, biodiversidad, o bien sobre los ecosistemas, sin atenderse de manera integral (Conabio, 2006). De igual forma, muchas acciones de conservación y aprovechamiento en áreas naturales protegidas y de especies de flora y fauna silvestre en riesgo de extinción, como los Programas de Conservación de Especies en Riesgo (Procer), se encuentran desvinculados de los contextos socioecológicos que les dieron origen. Cabe señalar que las políticas ambientales, además de todas las complejidades ya mencionadas, son políticas inmersas, en el plano local, en un sistema de gobierno que históricamente ha sido corporativo y con problemas de gobernabilidad no resueltos y, en el plano global, en la incertidumbre que genera un mundo cada vez más globalizado, homogéneo e inequitativo.
El propósito de este trabajo es conocer los elementos y las características del contexto que hicieron posible el establecimiento de una estrategia de colaboración interinstitucional e intersectorial a partir del análisis de dos casos relevantes en la política ambiental en México. Ambos casos están orientados a la conservación de la biodiversidad y fueron implementados en zonas de alta diversidad biológica y marginación, logrando resultados importantes dentro del sector ambiental. Los programas públicos que aquí se presentan retoman los retos de la política ambiental e ilustran la importancia de los esfuerzos de transversalidad, en particular, la coordinación interinstitucional y la participación social. De manera puntual, los casos destacan una serie de elementos clave para el diseño e implementación efectiva de las políticas públicas ambientales, como la colaboración intersectorial y la apropiación social. Los casos de estudio proporcionan elementos de aprendizaje sobre cómo la transversalidad puede facilitar la atención efectiva de problemas públicos de gran complejidad, como el deterioro ambiental y la pérdida de biodiversidad.
En la siguiente sección se presenta la metodología seguida para desarrollar el artículo; posteriormente, se presenta el Programa de Conservación Comunitaria de la Biodiversidad (Coinbio) y el Corredor Biológico Mesoamericano-México (CBM-M), sus características generales e historia que permitieron articular intereses de distintos actores sociales, institucionales y organismos internacionales, así como los elementos de diseño e implementación mediante los cuales estos actores pudieron participar en la toma de decisiones durante la operación de los programas. Finalmente, se presenta un apartado de conclusiones, en el que se muestran las lecciones y aportaciones que estos casos han tenido para la política pública mexicana.
1. Metodología
Para identificar los elementos clave y las características del contexto que posibilitan el establecimiento de estrategias de colaboración interinstitucional e intersectorial, así como la implementación efectiva de políticas públicas ambientales, la presente investigación utilizó un enfoque cualitativo de estudio de caso (Gerring, 2007), con intención de generar material para la enseñanza (Coppola, 1996; Wei et al., 2015). Tradicionalmente, los estudios de caso en el campo de las políticas públicas o en el análisis y manejo de sistemas socioambientales pueden contener información histórica detallada, incluyendo datos estadísticos, ordenamientos legales o gubernamentales relevantes y los argumentos de varias dependencias o instituciones que fundamentan las acciones realizadas (Rosete et al., 2019), como se presentan en esta investigación.
Para elegir los casos, se identificaron políticas ambientales orientadas a la conservación de la biodiversidad, dada la necesidad de establecer esquemas de coordinación y articulación entre distintos sectores y niveles de gobierno. Para ello, se realizó una revisión documental de diversas políticas diseñadas por la Semarnat de 1993 a 2015 y se seleccionaron ocho instrumentos de política ambiental. Posteriormente, se realizó un análisis de dichas políticas y se seleccionaron dos casos que cumplieran con los siguientes criterios: i) el caso presenta una concepción interdisciplinaria en su diseño, ii) su implementación tuvo un enfoque territorial y iii) hubo participación de actores locales y articulación entre diferentes dependencias de gobierno.
Tras seleccionar los casos, se llevó a cabo una revisión documental de reportes, informes, documentos oficiales, literatura científica, entre otros. Finalmente, en 2015 y 2016 se realizaron diez entrevistas semiestructuradas con funcionarios de gobierno de dependencias federales y estatales, así como con los que fueron encargados de la implementación directa del programa. Las entrevistas duraron alrededor de 60 minutos y se trataron diversos temas sobre el diseño, implementación, evaluación, así como los retos y oportunidades para la coordinación interinstitucional, intersectorial, y la participación social. Las entrevistas fueron grabadas y transcritas con el consentimiento previo de los participantes. Posteriormente, las transcripciones se codificaron y se realizó un análisis temático (Flick, 2014). Lo anterior permitió establecer validez interna a través de la triangulación de la información recopilada durante la revisión documental y las entrevistas informales.
2. Resultados. Los dos casos analizados
2.1. El caso del Programa de Conservación Comunitaria de la Biodiversidad (Coinbio)
El Coinbio inició en México en 2001 con el objetivo de conservar áreas de alta biodiversidad, mediante el fortalecimiento y promoción de iniciativas comunitarias de conservación en ejidos y comunidades ubicados en zonas de alta biodiversidad de los estados de Oaxaca, Michoacán y Guerrero, aprovechando los valores culturales y las prácticas de manejo tradicional que las comunidades han desarrollado en esas zonas (Banco Mundial, 2000 y 2008; Velázquez et al., 2003).
El Coinbio se definió a partir de tres planteamientos fundamentales: ser una alternativa al modelo de áreas naturales protegidas, constituido como el principal instrumento de protección de la biodiversidad en México (Banco Mundial, 2012) y que en muchas ocasiones no correspondía con la realidad social ni ambiental del país; lograr la conservación de la biodiversidad, a través de la satisfacción de las necesidades de las comunidades locales; y reconocer el valor del conocimiento local y la cogeneración de planes y programas de manejo comunitario (Anónimo, 2015a).
El programa se desarrolló en dos etapas: la primera, entre 2001 y 2008, en la que operó con recursos del Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF, por sus siglas en inglés), operados por el Banco Mundial (7.83 millones de dólares), y recursos del gobierno federal y de los gobiernos estatales en México (5.22 millones de dólares) (Banco Mundial, 2012; Sosa et al., 2019)1; y una segunda etapa, que se desarrolló entre 2008 y 2014, en la que el financiamiento provino de los gobiernos estatales y del gobierno federal; para el primer año de operación de esta segunda etapa, el gobierno federal destinó 446,000 dólares y los gobiernos de Oaxaca y Michoacán 150,000 dólares (Banco Mundial, 2008).
Si bien la mayor parte de los recursos con los que inicia la operación del Coinbio provienen de organismos internacionales, en el origen del programa es posible observar elementos de transversalidad al articular visiones e intereses del Banco Mundial, el gobierno mexicano y, de manera relevante, de las organizaciones comunitarias de la Sierra Norte de Oaxaca, pues su impulso fue fundamental para concretar el proyecto a través del gobierno federal mexicano (Sosa et al., 2019; Anónimo, 2015a y Anónimo, 2015b).
En México, las experiencias de manejo forestal comunitario se han desarrollado a partir de las formas tradicionales de gobernanza en comunidades indígenas y de los distintos niveles de autogobierno que permiten el ejido y los sistemas de propiedad comunal, y son parte del contexto en el que surgieron, a partir de la década de 1970, movimientos que buscaban orientar las políticas gubernamentales hacia el manejo forestal comunitario (Barton et al., 2003). En particular, en las décadas de 1980 y 1990, organizaciones comunitarias de la Sierra Norte de Oaxaca desarrollaron iniciativas de manejo de recursos naturales junto con organizaciones no gubernamentales y el World Wide Fund For Nature (WWF) (Banco Mundial, 2000). Estas iniciativas también se desarrollaron en comunidades de Michoacán, Quintana Roo y Chihuahua, creando un movimiento cuyo objetivo era lograr la autonomía de gestión de las comunidades forestales (Anónimo, 2015a). En ese momento, el principal instrumento para la protección de la biodiversidad en México era el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (Banco Mundial, 2012; Pérez, 2010).
Por otro lado, entre los objetivos que tenía el Banco Mundial a fines de la década de 1990 se encontraba reforzar el trabajo de las comunidades indígenas en la conservación de la biodiversidad y fortalecer sus estructuras institucionales, con el fin de contribuir a remover los obstáculos para el crecimiento sustentable (Banco Mundial, 2000 y 2012). Mientras, entre las prioridades de conservación in situ del GEF se encontraba el uso sustentable de la biodiversidad y la participación local en los beneficios de las actividades de conservación. Sin embargo, en esos momentos, ni el Banco Mundial ni el GEF habían logrado realizar proyectos en los que las comunidades estuvieran involucradas en la conservación de la biodiversidad (Banco Mundial, 2012).
México había ratificado, en 1993, su adhesión al Convenio sobre la Diversidad Biológica (CBD), en el que se promovía el desarrollo de programas de fortalecimiento de prácticas indígenas en la conservación y la utilización de la diversidad biológica (Banco Mundial, 2012), y en 2000 presentó la Estrategia Nacional de Biodiversidad (ENB), en la que se incorporaban las premisas del CBD y se reconocía la importancia de las comunidades indígenas y las prácticas tradicionales de conservación comunitaria (Banco Mundial, 2008).
Es así que, a través del Coinbio, fue posible articular los intereses de estos agentes: comunidades y ejidos, interesados en el reconocimiento de su experiencia y contribución a la conservación de la biodiversidad, a través del manejo forestal comunitario como una alternativa a la conservación de las áreas naturales protegidas; el GEF y el Banco Mundial, interesados en desarrollar una primera experiencia que involucrara a las comunidades en la conservación de la biodiversidad; y el gobierno mexicano, interesado en implementar la ENB (Escalera-Matamoros y Garay, 2019).
El diseño del Coinbio incluía diferentes componentes relacionados con productos para las comunidades y ejidos (Banco Mundial, 2012), por ejemplo, la construcción de capacidades locales mediante fondos de asistencia técnica. Otro componente era la conservación comunitaria, que comprendía desde la planeación espacial y el establecimiento de las áreas de conservación hasta la implementación de actividades de conservación e intercambio de aprendizajes entre comunidades, financiamiento para proyectos de uso sustentables de la biodiversidad y fondos de riesgo verde (Banco Mundial, 2012). El diseño de estos componentes incorporaba la experiencia de las comunidades, reconociendo el tipo de tenencia de la tierra, la organización existente y la experiencia y capacidad de las comunidades (Banco Mundial, 2012).
La selección de las comunidades elegibles para presentar propuestas en el marco del programa se llevó a cabo en dos etapas. En primer lugar, se realizó una evaluación biológica inicial para identificar las áreas potenciales dentro de cada estado y, posteriormente, se llevó a cabo un proceso participativo de evaluación social en el que se estimaba el interés y la capacidad de las comunidades para la conservación, identificándose 1300 comunidades elegibles (Banco Mundial, 2012). Los elementos de transversalidad también pueden observarse en la implementación del programa, en particular en su estructura operativa. La estructura operativa del programa se diseñó para operar en múltiples escalas, que permitían involucrar en la toma de decisiones tanto a las comunidades como a dependencias de distintos niveles de gobierno vinculadas con la conservación. La estructura estaba integrada por (Banco Mundial, 2012):
El Comité Nacional de Supervisión, constituido por un representante de cada una de las dependencias federales vinculadas con la conservación -Semarnat, Comisión Nacional para el Uso de la Biodiversidad (Conabio), Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), Consejo Nacional Forestal (Conaf), Comisión Nacional Forestal (Conafor)- y por tres representantes de las comunidades y ejidos, uno por cada estado participante en el programa. Sus funciones principales eran la supervisión del programa y la autorización de los programas de trabajo anuales y de los criterios para la selección de proyectos.
Un administrador nacional, encargado de la administración y ejecución del proyecto, función realizada por Nacional Financiera.
Un coordinador nacional, responsable del monitoreo, evaluación y realización de los reportes financieros y estudios especiales.
Tres comités estatales, encargados de la implementación descentralizada del proyecto en Guerrero, Michoacán y Oaxaca, que operaban bajo la dirección general de la Semarnat y estaban integrados por tres representantes de las comunidades o ejidos participantes, un representante de la Semarnat estatal, un representante del gobierno estatal y un representante de la sociedad civil. En la mesa de los comités estatales había el mismo número de representantes de comunidades locales o ejidos que participantes institucionales y de la sociedad civil, esto con el fin de cumplir con el diseño del programa en el sentido de que las comunidades debían tener un alto nivel de toma de decisiones, posibilidades de modificar los criterios de operación del programa y una vigilancia mínima y estratégica para asegurar el cumplimiento del modelo (Banco Mundial, 2000). Dichos comités emitían las convocatorias, evaluaban las propuestas y determinaban la entrega de los apoyos.
En esta primera etapa del Coinbio, que concluye en 2008, con el fin del proyecto del GEF y el Banco Mundial, tal y como se había planteado desde su diseño original (Banco Mundial, 2012), se establecieron un total de 78 áreas de conservación comunitaria, que cubren alrededor de 166,776 ha, superando la meta de 150,000 ha que se había planteado originalmente (Banco Mundial, 2012).
En 2008 dio inicio la segunda etapa del proyecto, financiada con recursos de los gobiernos estatales y del gobierno federal, sin contar con la estructura de coordinación nacional ni con la administración por parte de Nacional Financiera. En buena medida, esta continuidad del programa se dio por la solicitud de los gobiernos estatales al gobierno federal de buscar alternativas para mantenerlo (Anónimo, 2015b; Anónimo, 2016). Los comités estatales asumieron la coordinación administrativa y financiera, así como la operación y seguimiento del programa con base en la experiencia adquirida durante la primera etapa. En los casos de Michoacán y Guerrero se mantuvo la misma estructura organizacional, al menos en los aspectos más relevantes de la gestión del proyecto. En ese año, Conafor asumió la operación federal del Coinbio, sustituyendo a la Semarnat. En junio de 2008, Conafor aprobó seis millones de pesos para el proyecto durante ese año, y los gobiernos de Michoacán y Oaxaca designaron dos millones de pesos como contraparte (Banco Mundial, 2008).
En cuanto a la coordinación interinstitucional, se replicó la experiencia previa con la operación a través de un Comité Estatal, que incluía distintos niveles de gobierno, mantenía la participación social e incorporaba a la academia. En particular, en el caso de Michoacán, el Comité Estatal estaba integrado por el sector ambiental federal (Semarnat, Conafor, Conanp) y la Comisión Nacional de Pueblos Indígenas federal; el sector ambiental estatal (Comisión Forestal del Estado de Michoacán; Secretaría de Urbanismo y Medio Ambiente, SUMA) y la Secretaría de Pueblos Indígenas estatal; el sector académico, a través de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, y cuatro representantes comunitarios (Sosa et al., 2019). La dependencia que presidía el Comité Estatal del Coinbio fue SUMA (Sosa et al., 2019). Se siguieron entregando los apoyos bajo el mismo enfoque participativo, que incorporaba el conocimiento de las comunidades y brindaba espacios formales para hacerlas partícipes de la toma de decisiones (Anónimo, 2015c).
Por otro lado, la incorporación de la academia en el Comité Estatal implicó una ampliación de la participación de la sociedad y permitía un mayor entendimiento de la complejidad existente en la conservación de la biodiversidad. En este sentido, se desarrolló un programa de formación de técnicos comunitarios en el que participaban miembros de las propias comunidades y de los ejidos, elegidos a través de las asambleas comunitarias, para que adquirieran los conocimientos y experiencia necesarios para gestionar apoyos de programas como el Coinbio y, con el tiempo, llegaran a realizar el trabajo de los prestadores de servicios. Ese programa se implementó a través del Centro de Investigaciones en Geografía Ambiental de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Unidad Morelia (Anónimo, 2015c).
Pese a lo anterior, el programa comenzó a tener complicaciones en su operación. En primer lugar, enfrentó inestabilidad y una paulatina reducción del presupuesto, que implicó la disminución de recursos para movilidad, de la cantidad de apoyos y de la cobertura del programa. También se vieron afectadas la cantidad y calidad de la atención y el acompañamiento que las comunidades recibían, lo que afectó negativamente la generación de estrategias de conservación y de capacitaciones técnicas.
Sin embargo, el mayor problema que enfrentó el programa fue la desarticulación de intereses, lo contrario a lo sucedido cuando surgió. La transferencia del programa, desde una operación nacional, vinculada al Banco Mundial, a los estados, requería de una dependencia federal responsable del programa que debía coordinarse con los estados involucrados para su operación. Durante las negociaciones iniciales, se buscó que la institución federal responsable fuera la Conanp, ya que, entre otras razones, cuenta con un área encargada de la certificación de iniciativas de conservación voluntaria (Anónimo, 2015a), pero finalmente fue alojado en la Conafor, en donde fue difícil entender la lógica del programa (Anónimo, 2015c).
Adicionalmente, con el cambio de gobierno en Michoacán en 2012 se perdió parte de la sensibilización al propósito del programa y a su lógica de operación (Anónimo, 2015c; Anónimo, 2016). En ese escenario fue difícil mantener una alineación de intereses, con lo que paulatinamente se fue reduciendo el programa hasta su desaparición en 2014.
Ante la presión financiera y de seguridad en Michoacán, la dificultad de entendimiento entre los gobiernos federal y estatal sobre la esencia del programa, la desconfianza en un programa en el que comunidades indígenas tuvieran tal nivel de influencia y la tensión constante entre el esquema de conservación basado de áreas protegidas y esquemas alternativos basados en el conocimiento e intervención de las comunidades, fue imposible mantener la articulación interinstitucional y la alineación de intereses, condiciones necesarias para operar el Coinbio.
Son varios los aspectos que habría que destacar de esta experiencia en términos del diseño e implementación, así como de la construcción de la institucionalidad del programa. En cuanto al diseño, probablemente lo más relevante es que se lograron conjuntar en un solo programa los intereses de diferentes actores, desde las comunidades locales, hasta los del Banco Mundial y los del gobierno mexicano. Esto se tradujo en una estrategia de implementación innovadora, en la que ejidos y comunidades elegían aquellos proyectos que deseaban desarrollar, así como los técnicos y organizaciones que los acompañarían en el proceso de desarrollo de los proyectos (Camou et al., 2013; Anónimo, 2015a; Anónimo, 2015b; Anónimo, 2015c; Anónimo, 2015d; Anónimo, 2016). La implementación del Coinbio promovió el desarrollo de estrategias participativas para la conservación del patrimonio natural, entre ellos, la ejecución participativa de inventarios de flora y fauna, los ordenamientos ecológicos comunitarios como estrategias para la planeación del uso de suelo, la implementación de proyectos productivos y el establecimiento de áreas de conservación comunitaria (Sosa et al., 2019).
Desgraciadamente, retrasos y fallas en la implementación de la evaluación y el monitoreo resultaron en una falta de evidencia del impacto del programa en su objetivo principal: la conservación de la biodiversidad (Banco Mundial, 2012). Esto dificultó la argumentación sobre las acciones locales, las cuales estaban contribuyendo a asegurar la conservación en el largo plazo (Banco Mundial, 2012).2 Pese a lo anterior, el Coinbio terminó por influir en la reforma legislativa de 2007, que aprobó el artículo 59 de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, en el que se reconoció formalmente la conservación voluntaria como parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (Banco Mundial, 2008); en el estado de Michoacán, motivó la emisión de la Ley Ambiental y de Protección del Patrimonio Natural del Estado, en la que se considera la participación de las comunidades en el proceso de declaratoria y manejo (Sosa et al., 2019).
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lamentó el debilitamiento y desaparición del Coinbio, al considerar que era un programa útil y novedoso para impulsar la participación comunitaria en el desarrollo forestal comunitario en un contexto de erosión de la organización comunitaria (FAO-Conafor, s/f).
2.2. El caso del Corredor Biológico Mesoamericano-México (CBM-M)
A partir de la firma del Convenio sobre Diversidad Biológica, en 1992, la Comisión Centroamericana de Ambiente y Desarrollo (CCAD) ha tenido la tarea de coordinar y promover el cumplimiento de los compromisos adquiridos en materia de conservación de la biodiversidad. En ese contexto, se propuso la formulación de la Estrategia Regional para la Conservación y Uso Sostenible de la Biodiversidad en Mesoamérica (ERB), como un esfuerzo de coordinación de las acciones políticas e institucionales orientadas a la conservación, uso sostenible y distribución equitativa de los beneficios derivados de la biodiversidad (CCAD, 2003). México participó como observador en la formulación de la ERB, pero a partir de 1996 tuvo una presencia activa en el Comité Técnico de Biodiversidad, lo que facilitó su integración con aportaciones específicas en la ERB (CCAD, 2003).
La colaboración entre México y la CCAD propició que ese país se integrara a la iniciativa planteada en la ERB y, en la Cumbre de Jefes de Estado de la región, realizada en 1997, se respaldó públicamente la iniciativa del Corredor Biológico Mesoamericano (CBM) (Miller et al., 2001), integrando a cinco estados del sureste de México: Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas. El objetivo central de la iniciativa fue desarrollar un sistema de ordenamiento territorial comunitario que contribuyera a mejorar las condiciones de vida de la población local y que mantuviera la biodiversidad y los servicios prestados por los ecosistemas (Miller et al., 2001), disminuyendo la fragmentación de las selvas y mejorando la conectividad entre los ecosistemas (Álvarez-Icaza, 2013), a partir de una visión del territorio que incorpore tanto las características biofísicas como las sociales y productivas, aprovechando las relaciones existentes entre actores e implementando una intervención concertada y coordinada con la participación de los actores locales (Anónimo, 2015e).
La implementación del CBM inició en 1996, con recursos del Banco Mundial, a través del GEF; México adoptó la iniciativa en el año 2000. El objetivo central del CBM-México (CBM-M) es establecer un modelo de conservación y desarrollo que evite el deterioro de los ecosistemas y sus servicios ambientales, a la par de impulsar esquemas de manejo sostenible de producción primaria (agropecuaria, forestal y pesquera) que permita a las poblaciones locales, dueñas de los territorios, obtener ingresos económicos y generar empleo para superar las condiciones de pobreza (Ramírez, 2003).
El proyecto planteó la estrategia de fomentar un paisaje productivo combinando el uso de los recursos naturales con la conservación, e involucrando la participación activa de todos los sectores sociales, especialmente de las comunidades rurales (PNUD, 1997). Una de las diferencias importantes entre la iniciativa regional y la propuesta mexicana es que la construcción de la conservación de la biodiversidad se centra en el conocimiento biológico, tanto científico como empírico local, aplicado al uso sustentable de los recursos naturales (Álvarez-Icaza, 2013).
La estrategia nacional para la implementación del proyecto se basó en un modelo de gestión territorial a nivel local, para atender la pérdida de la biodiversidad y el empobrecimiento de las comunidades rurales. Esto se hizo a partir de una propuesta de conservación y uso sustentable de los recursos naturales, promoviendo alternativas productivas amigables con el ambiente (Anónimo, 2015f; Anónimo, 2015g). La implementación del proyecto no implicó la creación de nuevos organismos operativos, sino la coordinación eficiente entre las instituciones responsables existentes, tanto internacionales y gubernamentales como de la sociedad civil que ya operaban en las comunidades (Anónimo, 2015h), compartiendo de manera transversal los objetivos de una misma estrategia: el manejo sostenible de la biodiversidad para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones locales (Álvarez-Icaza y Anta, 2018).
El CBM-M operó bajo el financiamiento del GEF durante el periodo 2000-2008 (Arreola et al., 2009; Anta et al., 2013). Al inicio de la implementación, las acciones fueron atomizadas, pero posteriormente se logró centrar los esfuerzos alrededor de cuatro áreas naturales protegidas: dos de Chiapas (Montes Azules y El Triunfo), además de Calakmul y Sian ka’an (Álvarez-Icaza y Anta, 2018; Anónimo, 2015f).
El proyecto logró su institucionalización en México al consolidarse el programa de desarrollo rural en corredores biológicos, que ha sido apoyado por la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) desde 2008 (Obregón y Ramírez, 2010). Uno de los resultados más importantes de esa coordinación interinstitucional ha sido el Programa de Desarrollo Rural Sustentable en Corredores Biológicos de Chiapas que han convenido la Sagarpa, la Secretaría del Campo de Chiapas y la Conabio (Álvarez-Icaza y Anta, 2018) y se refleja de manera operativa en las reglas de operación del programa y el fomento de la implementación de sistemas agroforestales y silvopastoriles, con la finalidad de diversificar la producción y establecer sistemas productivos menos agresivos con el ambiente y que promueven la conservación de la diversidad biológica (Anónimo, 2015f; Anónimo, 2015g). A partir de 2009, el proyecto pasó a una segunda etapa y a ser enteramente financiado por el gobierno federal, a través de la Conabio (Álvarez-Icaza, 2010). Coincidentemente, la Conabio se convirtió en un organismo descentralizado de la Semarnat en 2010 y creó la Coordinación General de Uso y Manejo de la Biodiversidad, misma que se transforma en la Coordinación General de Corredores y Recursos Biológicos en 2013, y se encarga de gestionar el CBM-M.
EL CBM-M ha promovido la coordinación interinstitucional a nivel del gobierno federal y de éste con los órdenes de carácter estatal y municipal, además de involucrar a los representantes de las comunidades locales. Por ello, el CBM-M participa activamente en las diversas plataformas de planeación y coordinación interinstitucional y en los diversos espacios como comités nacionales, estatales y municipales. Una de las acciones estratégicas del CBM-M ha sido promover y fortalecer los espacios locales y regionales de gobernanza local, como los Comités de Recursos Naturales, los Foros Regionales de Comisariados Ejidales, las Alianzas Intermunicipales o los Consejos Municipales de Desarrollo Rural Sustentables (Álvarez-Icaza y Anta, 2018).
La coordinación interinstitucional se ha logrado a partir de las gestiones realizadas por la Conabio, que impulsó un acuerdo de colaboración entre la Sagarpa y la Semarnat, firmado en 2008, con la finalidad de llevar a cabo acciones de sustentabilidad ambiental en comunidades rurales ubicadas en zonas prioritarias por la diversidad biológica. Posteriormente, en coordinación con la Conafor, se lanzó la iniciativa de acciones tempranas REDD+ (Sarukhán y Álvarez-Icaza, 2012).
La coordinación de acciones sectoriales hacia objetivos productivos y de conservación comunes entre las instituciones comprometidas ha creado referentes metodológicos para lograr la transversalidad de las políticas públicas, con base en el reconocimiento de las especificidades locales y la construcción de agentes sociales, económicos y técnicos capaces de articular las necesidades de la población y los productores con metas nacionales y globales, como las dirigidas a la mitigación y adaptación al cambio climático (Obregón y Ramírez, 2010).
Parte del modelo de intervención del CBM-M es el de la operación en el territorio a través de agencias de desarrollo local (ADL), que pueden ser organizaciones de la sociedad civil, despachos de prestadores de servicios técnicos o equipos técnicos de organizaciones de productores, y son quienes atienden a un conjunto de comunidades en el acompañamiento para la operación de proyectos productivos, de conservación y de desarrollo, lo que ha fortalecido la coordinación entre diferentes sectores productivos, por ejemplo, cafeticultores, apicultores y turismo ecológico (Álvarez-Icaza y Anta, 2018; Álvarez-Icaza, 2010).
Las comunidades y las organizaciones de productores son parte central del modelo de intervención del CBM-M, y es a través de las que se operan los recursos públicos y privados que se gestionan, mediante los cuales se promueven diversos tipos de acciones, como los ordenamientos comunitarios participativos, la capacitación de técnicos comunitarios y la reconversión productiva, orientadas a la producción sostenible, al manejo integrado de los recursos naturales y a la conservación de los ecosistemas (Álvarez-Icaza y Anta, 2018). Los sectores económico y social se encuentran representados tanto en los consejos estatales como en los regionales y microrregionales, siendo estos últimos las propias organizaciones de productores y los núcleos agrarios quienes participan en la toma de decisiones (Sarukhán y Álvarez-Icaza, 2012).
Como parte de la coordinación interinstitucional y de la búsqueda de alineación de políticas y programas públicos, el CBM-M ha empleado la figura del Agente Técnico Local (ATL), con la intención de establecer acuerdos y convenios con instituciones de los gobiernos federal y estatal en la aplicación de recursos públicos que se canalizan en territorios determinados (Sarukhán y Álvarez-Icaza, 2012). El CBM-M opera, a través de la figura de ATL, los recursos del Programa Estratégico de Seguridad Alimentaria (PESA) de la Sagarpa en las regiones de atención del corredor biológico. Mediante este programa se contratan ADL, como Capacitación, Asesoría, Medio Ambiente y Defensa del Derecho a la Salud A.C. (CAMADDS), que también forman parte de los consejos regionales y microrregionales. Por ejemplo, se han contratado a cinco ADL para cubrir el territorio de la Selva Lacandona (Álvarez-Icaza y Anta, 2018).
De acuerdo con varias investigaciones (Sarukhán y Álvarez-Icaza, 2012; Álvarez-Icaza y Anta, 2018; Anta et al., 2013; Obregón y Ramírez, 2010), la coordinación interinstitucional lograda en la implementación del proyecto en esta parte de Chiapas se ha traducido en el fortalecimiento de las capacidades y la gobernanza local (Arreola et al., 2009); también ha repercutido en la coordinación de las políticas públicas para atender las necesidades de conservación de la biodiversidad, el uso sustentable de los recursos naturales y la disminución de la tendencia de pérdida de biodiversidad en la región (Anónimo, 2015h).
Un actor fundamental en este esquema de trabajo del CBM-M es la figura del promotor comunitario, ya que se trata de campesinos elegidos por la comunidad para que puedan ser capacitados en la adquisición de determinadas habilidades que los proyectos, las comunidades o las organizaciones requieran. A través del promotor comunitario se transfieren y desarrollan las capacidades que se espera sean apropiadas por las comunidades y las organizaciones; además, se encargan de dar seguimiento puntual a las acciones y proyectos que se impulsan (Álvarez-Icaza y Anta, 2018).
En la Selva Lacandona, el CBM-M se ha enfocado en enfrentar el problema de la deforestación, buscando evitarlo y disminuyendo la presión sobre las áreas protegidas que se han establecido en esta región. Aunque se sabe que la deforestación es un problema multifactorial muy complejo, que difícilmente se puede resolver a través de una política específica, el CBM-M ha logrado conjuntar los esfuerzos de la Sagarpa y la Conafor para promover la conservación y el manejo forestal sustentable, así como impulsar la producción agropecuaria sustentable en las comunidades de la región (León y Villalobos, 2013; Anónimo, 2015i).
Por la estructura del programa y la consolidación de los grupos de trabajo técnico local, un aspecto interesante del CBM-M es que actualmente se le reconoce como un articulador de política pública, tanto por los grupos de productores y los dueños de la tierra, como por las instituciones gubernamentales. En buena medida, esto se ha logrado por el conocimiento de la problemática regional y local en los estados donde opera, y por la articulación participativa que ha promovido con diferentes instancias gubernamentales y con la población local.
A partir de este esquema, se ha establecido un nuevo espacio de participación y negociación coordinada para la toma de decisiones, fundamentado en el papel de las comunidades dentro de los consejos microrregionales, regionales y estatales, fomentando la construcción de una nueva gobernanza ambiental que tiene como objetivo trascender los tiempos administrativos del gobierno. Esto se ve reflejado en la descentralización de los proyectos productivos de la estructura institucional gubernamental y la construcción e implementación de los proyectos desde la escala local, que se deciden mediante un proceso de planeación comunitaria participativa, en particular desde los ejidos y en el papel articulador de las ADL, entre las instituciones gubernamentales y los grupos de productores, partiendo de su reconocimiento y aceptación entre las partes.
Finalmente, valdría la pena resaltar que a partir de la experiencia generada en el CBM-M se ha modificado el marco jurídico para poder tomar decisiones de forma interdisciplinaria (intersectorial) y operar los programas de manera local, a partir de un organismo (las ADL) que haga el trabajo de la administración pública, reconocido por las instituciones sociales y gubernamentales, y que sea cercano a la población.
Conclusiones
El análisis de estos dos casos de política pública ambiental en México, ambos orientados a la conservación de la biodiversidad e implementados en zonas de alta diversidad biológica que coinciden con zonas de alta marginación, permite identificar elementos en el diseño e implementación que integran la participación de distintos sectores y niveles de gobierno, así como de actores locales. Tales elementos son fundamentales para poder construir la transversalidad que se requiere para resolver los problemas relacionados con el ambiente y el desarrollo. En este sentido, podemos afirmar que uno de los elementos que favorecieron la transversalidad en estos casos fue la determinación de conjuntar diversos intereses, los del Banco Mundial y diversas entidades del gobierno federal, con los de instancias de los gobiernos estatales y los de las comunidades locales. Otro aspecto a resaltar acerca del diseño de estos dos programas es la búsqueda de alineación con las necesidades, recursos y características particulares de las comunidades y ejidos, reconociendo el tipo de tenencia de la tierra, la organización existente y la capacidad técnica y operativa de las comunidades, y fortaleciendo capacidades donde se considerara necesario. Existió asimismo una coordinación institucionalizada entre los actores para la atención del problema público definido.
Como argumentan Baker y Chapin III (2018), es importante que el diseño y la organización para la operación de programas públicos incluyan espacios permanentes de diálogo y toma de decisiones en los que participen todos los actores involucrados. Estos espacios han sido una de las características distintivas de los casos analizados. En el caso del Coinbio, los comités nacional y estatales estaban integrados e implicaban la participación real de las comunidades forestales, la academia, las entidades de los gobiernos estatal y federal, además de los organismos internacionales; mientras que, en el caso del CBM-M, los consejos estatales fueron integrados por las delegaciones federales, las dependencias estatales, el sector social y el sector económico, y los consejos regionales y microrregionales estuvieron integrados por asociaciones regionales (donde entraron las organizaciones de productores y los núcleos agrarios), las agencias de desarrollo local y los promotores comunitarios.
La revisión de los aprendizajes generados a partir de los dos casos presentados también nos hace reflexionar sobre los principales retos para la política pública en relación con la transversalidad, la coordinación interinstitucional y la participación de la sociedad. En primer lugar, como hemos mencionado anteriormente, para atender problemas complejos, como los relacionados con el ambiente y el desarrollo, es necesario que las políticas públicas sean transversales y fomenten la coordinación interinstitucional y una interacción entre distintos sectores del gobierno y de la sociedad que permita articular sus intereses. La formulación e implementación de soluciones transversales tiene como requisito la colaboración interinstitucional y con la sociedad civil, que, además de atender problemas públicos complejos, propicia la construcción de nueva gobernanza. En segundo lugar, para asumir los compromisos y responsabilidades derivados de una atención transversal de los problemas públicos por cada sector gubernamental y de la sociedad civil involucrados, es necesario adecuar la ingeniería institucional a una estructura en la que participen todos los actores interesados y puedan organizar la implementación de forma coordinada, superando la rigidez de la estructura operativa que muchas veces hace imposible la obtención de los objetivos planteados.
Será de interés investigar si la transversalidad del Coinbio y del CBM-M es reconocida, en las comunidades en las que se han implementado, por lograr la incorporación de su visión y prácticas, y por generar resultados distintos con respecto a políticas públicas diseñadas e implementadas sin la articulación de intereses que permite la transversalidad.
Finalmente, nos gustaría mencionar que los resultados obtenidos por ambos programas han contribuido en el fortalecimiento de instrumentos jurídicos y de coordinación interinstitucional. Por ejemplo, la estrategia de desarrollo rural y conservación de la biodiversidad, a partir de la experiencia generada por el CBM-M, ha sido retomada como una propuesta a nivel nacional, y ha sido plasmada en el Programa Especial de Gestión en Zonas de Alta Biodiversidad publicado a finales de 2012. El Coinbio influyó en la reforma legislativa de 2007, que aprobó el artículo 46 de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente (DOF, 2008), en el que se reconoce formalmente la conservación voluntaria como parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas; así como en la creación de la Ley Ambiental y de Protección del Patrimonio Natural del Estado de Michoacán de Ocampo, en la que se considera la participación de las comunidades en el proceso de declaratoria y manejo de las Áreas Naturales Protegidas. De igual manera, la formalización de la coordinación intersectorial a través del convenio de colaboración entre Sagarpa y Semarnat ha permitido que se reconozcan y fomenten institucionalmente la implementación de sistemas agroforestales y silvopastoriles. También, éstos influenciaron el Programa de Desarrollo Rural Sustentable en Corredores Biológicos de Chiapas que han convenido la Sagarpa, la Secretaría del Campo de Chiapas y la Conabio, y se refleja de manera operativa en las reglas de operación del programa.