Sumario: I. Introducción. II. La “legislación de la historia”: la experiencia francesa. III. La elaboración judicial del método histórico correcto. IV. Las argumentaciones constitucionales en defensa de la libertad de investigación histórica. V. ¿Cómo recordar sin juzgar?
I. Introducción
“Law is frozen history”.1 Derecho e historia, aunque disciplinas ontológicamente diferentes, han tenido siempre una relación muy íntima y profunda.2 Por un lado, la historia permea el derecho y es parte integrante del mismo: los juristas siempre han mostrado una particular propensión al origen y al desarrollo en el tiempo de las normas jurídicas. Por el otro lado, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, y en particular con los procesos de Núremberg y Tokio, por primera vez la historia ha salido de los confines de una conferencia internacional para entrar en el espacio de la dialéctica procesal entre acusación y defensa. Desde este momento se ha ido intensificando y consolidando el proceso de “juridificación de la historia”3 y, por consiguiente, de formación jurídica de la memoria histórica.4
Se trata de un fenómeno en realidad ya existente, que resume situaciones y problemáticas muy variadas y diferentes. Consiste, por un lado, en la producción normativa de actos cuyo contenido oscila entre lo simbólico y lo conmemorativo (por ejemplo, las denominadas lois memorielles),5 y por otro lado, en la formación jurisprudencial de la memoria histórica (como en los procesos contra los negacionistas).6
En este trabajo, con la expresión “juridificación de la historia”, queremos hacer referencia a la regulación formal en instrumentos jurídicos de una materia —la historia— precedentemente disciplinada sólo por convenciones sociales.7 Dos son los significados que podemos atribuir en este contexto al término “historia”:8 según el primero, la historia sería un “conjunto de eventos del pasado”. En este caso, sería el derecho a consagrar en un instrumento jurídico determinados acontecimientos: así, escondiéndose detrás de la necesidad de regular jurídicamente la relación de una comunidad política con su propio pasado, las instituciones políticas —sea a nivel nacional, supranacional e internacional—9 cristalizan en actos normativos determinados hechos históricos, que suben al rango de “imperativos de la memoria”, es decir, verdades históricas normativamente establecidas.10
En su segunda acepción, en cambio, la historia debe entenderse como “historiografía”,11 método de la investigación histórica que tiene sus propias reglas en relación con la reconstrucción y la interpretación de los hechos históricos. Se trata de dos perspectivas estrechamente conectadas, pero que requieren ser distinguidas en el plano teórico. Por lo tanto, nos concentraremos prevalentemente en la segunda acepción.
El “uso público de la historia”12 lleva a diversas problemáticas de relevancia constitucional, en particular por lo que se refiere al conflicto entre diversos derechos fundamentales, y también de importancia política y cultural. De hecho, el tema de la historia como instrumento del discurso público y político involucra al mismo tiempo la cuestión de la verdad histórica, de la libertad de expresión y de sus límites, el papel del Estado en la educación, la relación existente entre justicia, moral y política. Pero no sólo eso. Tanto las lois memorielles, como las normas anti-negacionismo están dirigidas a “réparer l’histoire”:13 se enfocan, entonces, a asegurar a las víctimas el debido respeto a sus derechos violados por las tragedias del pasado,14 lo que han de entenderse como ilícitos que producen obligaciones de indemnización, restitución o reparación de los derechos violados.15
Por otra parte, tales normativas responderían a la exigencia de proteger también el derecho a la verdad, instrumento a través del cual se puede restituir la dignidad de las víctimas y construir una memoria compartida.16 El costo a pagar es alto y consiste en el sacrificio de la libertad de expresión y, en particular, de la libertad de expresión y de investigación del historiador.
A la luz de las consideraciones anteriores, el presente trabajo se concentrará principalmente en la segunda de las perspectivas mencionadas —la investigación histórica—, actividad fuertemente limitada tanto en la metodología como en la difusión de los resultados, sea por la “legislación de la historia” o por la conformación judicial de una memoria histórica.17 En particular, después de algunas reflexiones sobre las problemáticas surgidas en el ordenamiento francés, con referencia a la querelle memorielle —reflexiones que, de otra parte, no tienen una pretensión de exhaustividad, debido a la vastedad de la temática que se trata— seguirán algunas breves consideraciones acerca de algunas decisiones judiciales sobre la determinación del método histórico correcto.
Finalmente, se analizarán los argumentos de carácter constitucional desarrollados por el Conseil Constitutionnel francés y por el Tribunal Constitucional español en dos sentencias sobre la legitimidad constitucional de las normas antinegacionistas. Ambas decisiones —que seguramente no abarcan el espectro de decisiones disponibles en el panorama comparado— constituyen resoluciones relevantes, tanto del punto de vista de su contenido, poniéndose en contra de la tendencia que sobre esta posición prevalece en Europa, como por lo que hace a las afirmaciones relativas a la libertad de investigación de los historiadores.
II. La “legislación de la historia”: la experiencia francesa
La tendencia de regular hechos históricos de una cierta trascendencia a través de instrumentos legislativos, garantizando de este modo una “pretensión de verdad”, no es una práctica nueva.18 Sin embargo, desde los primeros años del siglo XXI este fenómeno ha adquirido una nueva fisonomía. A partir de este momento, de hecho, al menos en el continente europeo, las luchas de la memoria comienzan a ser combatidas en el terrero legislativo.19
A nivel de percepción y sensibilidad colectiva, los hechos del pasado pueden ser distinguidos en dos categorías: aquellos por los cuales no se evidencia la necesidad de una ulterior actividad de investigación histórica, en razón de que los hechos son dados por ciertos20 (como el Holocausto, cuya negación es vista como la negación de la realidad de un suceso histórico ya comprobado que, por tanto, nada tiene que ver con la investigación histórica), y aquellos otros hechos cuya reconstrucción histórica aún está en discusión. Si, entonces, el negacionismo de la Shoah no entra en las llamadas “guerras de memoria”, éstas continúan a ser combatidas con referencia a hechos susceptibles de una amplia gama de interpretaciones posibles (por ejemplo, con referencia a su posible calificación como crimen de guerra o crimen contra la humanidad o genocidio, o bien sobre la naturaleza real del hecho).21
Una de las razones que han motivado la decisión de regular legislativamente sucesos del pasado está constituida por la inadecuación de las respuestas ofrecidas por la dialéctica democrática, que ha casi obligado a los legisladores a adoptar las normas que, guiando los comportamientos colectivos y los recuerdos del pasado en el presente, intentan construir, a través de instrumentos que pertenecen a la esfera jurídica, una memoria colectiva compartida, como elemento crucial de la actualización del pasado. Bajo el impulso proveniente de los mismos protagonistas (directos o indirectos) de eventos dramáticos organizados en grupos de presión, asociaciones o lobbies, los gobiernos han dado reconocimiento oficial a su interpretación de determinados hechos históricos a través de leyes del Estado. En algunos casos, se ha llegado al punto de prever la punibilidad de aquellos que plantean interpretaciones diferentes, mediante la previsión de un específico delito de negacionismo o de contestacionismo.22 En este modo, la ley se convierte en un instrumento a través del cual los “imperativos de la memoria” toman forma.
Varias son las leyes de este tipo adoptadas por numerosos Estados europeos,23 alcanzando en Francia la dignidad de verdadero sistema normativo (tanto que se habla de “querelle memorielle”), compuesto esencialmente por cuatro leyes. El primer pilar de este complejo sistema está constituido por la loi Gayssot24 de 1990. Esta norma, agregando el artículo 24 bis en la normativa sobre la imprenta de 1881,25 sanciona la negación de la existencia de los crímenes contra la humanidad como los descritos en el artículo 6o. del Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Núremberg. La loi Gayssot, cuya idea de fondo reside en la consideración de que el negacionismo debe ser sancionado no como expresión de una mentira, sino más bien porque se trata de una mentira que expresa propaganda antisemita26 o incluso en cuanto acto de agresión racista,27 ha recibido numerosas críticas.28
En primer lugar, se teme el peligro de que se dé vida a una verdad de Estado incontrovertible. En segundo lugar, puesto que el texto de la ley no hace referencia literal al Holocausto, sino que habla de los crímenes contra la humanidad, remitiendo por lo demás al Estatuto del Tribunal de Núremberg,29 deja espacio en su aplicación a toda una serie de hechos no específicamente determinados o determinables. Finalmente, la utilización del verbo contester (discutir) en lugar de uno más restrictivo como nier (negar), permitiría la aplicación de la ley también en los casos de revisionismo o “negacionismo indirecto”. De tal manera, se permitiría la punición por la difusión de expresiones en las cuales no se niega in toto el genocidio u otro crimen, sino que se ponen en duda circunstancias y modalidades relevantes ligadas a su acontecimiento. Inevitablemente, la extensión del lenguaje de la norma atribuye mayores poderes al Estado, en cuanto cualquier puesta en discusión de la existencia de estos crímenes, incluso planteada en términos dubitativos, entraría en la hipótesis incriminadora.30
Después de poco más de diez años de la aprobación de la loi Gayssot se aprobó la ley sobre el reconocimiento del genocidio armenio de 2001.31 De acuerdo con esta norma, “Francia reconoce públicamente el genocidio armenio de 1915”. La adopción de este acto fue consecuencia de varios factores. En primer lugar, las diversas asociaciones franco-armenias tuvieron un papel destacado al ejercer fuertes presiones sociales para que el poder legislativo francés reconociera la categoría de genocidio a las masacres que, durante la Primera Guerra Mundial, fueron víctimas los armenios en el Imperio Otomano. En segundo lugar, la decisión del legislador francés fue probablemente consecuencia de las tensiones ocasionadas por el caso del historiador británico Bernard Lewis. En una entrevista publicada en 1993 en el diario Le Monde,32 Lewis afirmó que, contrario a la misma “versión armenia”, sobre la base de los documentos históricos disponibles no se podía calificar lo sucedido como un genocidio. De hecho, según el historiador británico, no había pruebas suficientes para demostrar que la intención real del gobierno otomano fuese la de exterminar al entero pueblo armenio. Según los resultados de sus investigaciones, en cambio, la intención habría sido la de deportarles a las zonas de confinamiento de modo que se impidiera su eventual colaboración con los rusos. Después de estas declaraciones, Lewis fue acusado por violar el artículo 1382 del Código Civil francés, y procesado ante el Tribunal de Grand Instance de París. Este órgano, a pesar de haber precisado que no entraba en su competencia decidir si lo sucedido podía ser considerado un genocidio o no y reconociendo la libertad de los historiadores de evaluar, según su propio punto de vista, hechos, acciones y conductas, afirmó que Lewis debía ser culpable en cuanto había sostenido que la del genocidio era la única “versión armenia”, sin al mismo tiempo dar cuenta alguna de eventuales argumentaciones contrarias (por lo demás existentes, en consideración también de las numerosas declaraciones internacionales que habían explícitamente calificado al armenio como un genocidio). La sentencia del Tribunal de Grand Instance, además de haber consagrado en un instrumento jurídico las modalidades correctas con las cuales los historiadores deberían difundir los resultados de sus actividades de investigación histórica, influenció la intervención del Poder Legislativo francés, que parecía necesaria para evitar que casos como ese pudieran repetirse.33
Así, con la ley de 2001, el legislador francés ligó de manera indisoluble la veracidad del suceso (el exterminio de los armenios) con una definición jurídica (genocidio), si bien de forma aparentemente “inocua”, tratándose de una ley meramente declarativa que no implicó algúna sanción. Pero no termina aquí.
A las presiones provenientes de las asociaciones franco-armenias siguieron los impulsos de los ciudadanos franceses de origen africano, a los cuales el legislador francés respondió adoptando la loi Taubira.34 Esta norma califica como crímenes contra la humanidad tanto la trata de esclavos en el océanos Atlántico y Pacífico, como la esclavitud practicada a partir del siglo XV en América, el Caribe y Europa contra los pueblos africanos, amerindios, malgache e indiano. La ley, además, prescribe que al tema de la trata de esclavos africanos se reserve “el espacio que merece” en los programas escolares y de investigación. También se trata de una ley meramente declarativa, que no prevé sanción alguna. No obstante, su formulación amplia y muy vaga de cualquier modo interfiere en la libertad de expresión y en particular en la enseñanza y en la investigación.
A pesar de que en 2001 se adoptaron dos leyes sobre la memoria, los historiadores no mostraron reacción alguna. Sus conciencias parecían adormiladas, hasta que despertaron de golpe en 2005, año en que se adoptó la loi Mekachera.35 En esta ocasión, después de las presiones provenientes de las asociaciones de rapatriés (ciudadanos franceses repatriados después del final de la guerra de Argelia) el texto aprobado por el Parlamento francés preveía que “La nación expresa su gratitud a los hombres y a las mujeres que participaron en los actos realizados por Francia en los ex departamentos franceses de Argelia, en Marruecos, en Túnez y en Indochina, como también en los territorios en algún tiempo bajo la soberanía francesa”. Además, análogamente a lo previsto en la loi Taubira, también este último acto legislativo establecía que la historia de la presencia francesa en ultramar y, en particular, en África del Norte, debería tener el lugar que “amerita” en los programas de investigación universitarios, incitándose luego además su extensión a la enseñanza, estableciendo que se debiese reconocer el papel “positivo” que tuvo Francia en aquel contexto.
Con la loi Mekachera el legislador francés imponía una precisa valoración de un determinado hecho histórico, interfiriendo tanto en los programas de enseñanza, como en la libertad de investigación. Esta vez la reacción de los historiadores fue inmediata: fueron diversas las peticiones que se presentaron36 que solicitaban la abrogación de la ley que, según su perspectiva, “impone una historia oficial, contrario a la neutralidad de la escuela y al respeto de la libertad de pensamiento, que son el corazón de la laicidad”, en cuanto que “en un Estado liberal, no es función del Parlamento, ni del poder judicial definir la verdad histórica”.37 Aun cuando el objetivo principal era la loi Mekachera, esta protesta tuvo un respaldo importante, acometiendo incluso contra las otras lois memorielles, anteriormente pasadas inadvertidas a los ojos de los historiadores.38
Sobre esta cuestión, se llamó a intervenir al Conseil Constitutionnel39 que sobre la base de la consideración de que una ley no podía contener prescripciones relativas a los programas escolares, dispuso la abrogación de la disposición que específicamente imponía a la enseñanza una visión positiva del colonialismo francés.
Sin embargo, la decisión del juez constitucional no fue suficiente para aquietar el debate. Después de pocos meses, de hecho, se presentó una propuesta de ley en la cual se preveían para la negación del genocidio armenio las mismas penas previstas por la loi Gayssot por el cuestionamiento de la existencia de los crímenes contra la humanidad.40 A esta propuesta de ley se acompañaron diversas protestas tanto entre los historiadores franceses como extranjeros, así como de los mismos constitucionalistas. La respuesta por parte del poder público fue la institución de una comisión especial parlamentaria de investigación, presidida por Bernard Accoyer. La función de esta comisión era examinar las cuestiones ligadas a las políticas legislativas de la historia y de la memoria. Después de haber escuchado a un gran número de historiadores, filósofos y juristas, la Comisión Accoyer concluyó tomar distancia de la denominada “deriva de las lois mémorielles”.41 De acuerdo con el reporte final42 de la Comisión, no se deberían abrogar las lois memorielles ya existentes, y sin embargo el Parlamento no habría debido aprobar las otras, especialmente las que implicaban sanciones penales, visto las fuertes limitaciones tanto a la libertad de expresión, como a la libertad de investigación y de enseñanza.43
Esta conclusión pareció satisfacer tanto a las instituciones políticas como a los historiadores, pero fue una tregua de breve duración puesto que ya en 2011 el caso armenio puso una vez más en escena la cuestión. Tras el cambio de mayoría política en el Senado, consecuencia de las elecciones del 25 de septiembre de 2011,44 el Partido Socialista presentó una propuesta de ley45 a la Asamblea Nacional, enmascarada de una norma de recepción del derecho comunitario en materia de lucha contra el racismo y al mismo tiempo como instrumento para reprimir también la “refutación” del genocidio armenio. El artículo 1o. del proyecto de ley modificaba, como ya se había hecho en 1990 con la loi Gayssot, la ley del 29 de julio de 1881 sobre la libertad de imprenta, adicionando el artículo 24 ter según el cual se sancionaba
la apología, la negación o la minimización ultrajante (outrancier) en público de los crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra …que hayan sido reconocidos por una ley, por una convención internacional firmada y ratificada por Francia o a la cual se haya adherido, por una decisión tomada por una institución comunitaria o internacional, o calificados como tales por una jurisdicción francesa.
Este proyecto de ley siguió un íter procedimental muy rápido: el 22 de diciembre de 2011 fue votado en la Asamblea Nacional, para después pasar al Senado que lo aprobó el 23 de enero de 2012 en un contexto bastante agitado, animado por las protestas tanto de los historiadores como del gobierno turco que amenazaba con represalias.46 Inmediatamente después de la aprobación legislativa, dos grupos de diputados y senadores presentaron sus respectivos recursos al Conseil Constitutionnel, que el 28 de febrero de 2012 declaró la inconstitucionalidad de la ley (de la que se hablará difusamente en el párrafo IV).
Tal como se vio, aunque las lois memorielles son normas aparentemente “inofensivas”, en tanto no prevén una sanción penal por su violación, en realidad son fuertemente limitativas de la libertad de expresión. De hecho, se trata de disposiciones que al imponer un deber de recordar determinados sucesos históricos de un cierto modo, limitan la libertad de investigación y de enseñanza.
Pero si esta es la posición del legislador, resta en este punto preguntarse: ¿Cuál espacio tiene el Poder Judicial para restituir el campo a esta libertad? El apartado siguiente se ocupará de las determinaciones judiciales con referencia al método histórico correcto y posteriormente de las argumentaciones constitucionales desarrolladas por dos tribunales constitucionales, el español y el francés, que se han expresado sobre el equilibrio entre los diversos valores constitucionales implicados: libertad de investigación histórica, por un lado, dignidad humana, por el otro.
III. La elaboración judicial del método histórico correcto
En el momento en el cual un determinado hecho histórico es consagrado en una ley, el legislador se convierte en artífice de la aprobación de actos particulares cuyo contenido oscila entre el simbólico y el conmemorativo. En cambio, cuando la historia interactúa con el derecho jurisprudencial, el Poder Judicial es llamado a pronunciarse sobre la responsabilidad de un determinado evento histórico a fin de dictar, una vez realizado esto, las sanciones debidas y hacer justicia.
Por ejemplo, en el momento en que el juez, a través de los tradicionales instrumentos jurídicos aplica normas anti-negacionistas, determina una específica verdad judicial sobre los hechos históricos y somete a juicio la actividad de investigación histórica, el método utilizado y los resultados conseguidos. En estos casos, el parámetro de validez de la investigación histórica parece consistir en la tutela de valores fundamentales para la sociedad y para los individuos, como la verdad histórica y la dignidad humana.
De hecho, uno de los elementos que con frecuencia surgen de las argumentaciones de los jueces que se han pronunciado sobre la aplicación de las normas anti-negacionistas, junto a la cuestión ligada a la lesividad del contenido de las tesis anti-negacionistas (de la dignidad de las víctimas, así como del principio de igualdad, de la convivencia pacífica entre los grupos o del orden público, etcétera), es la crítica del presunto método histórico utilizado por los negacionistas. Éste es uno de los puntos más problemáticos en el enfrentamiento derecho-historia, siendo percibido por los historiadores como una intromisión ilegítima por parte del juez en su campo.
Partiendo de la distinción que se hizo anteriormente entre hechos históricos claramente establecidos47 y otros hechos respecto de los cuales aún se encuentra en curso un debate entre los historiadores acerca de las modalidades en que ocurrieron y sobre su interpretación,48 el Tribunal EDH en el caso Garaudy vs. Francia,49 afrontó la cuestión de los límites al debate histórico. A pesar de haber reconocido que un debate abierto y pacífico sobre la propia historia es fundamental,50 afirmó que los discursos negacionistas y revisionistas que tienen como objeto al Holocausto judío, justo por el hecho de poner en discusión hechos históricos ya aceptados, no entrarían en la protección del artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos (Convención EDH).51 Estos discursos, lejos de contribuir al progreso de la investigación histórica, en realidad tendrían como único objetivo ofender y menoscabar los derechos de otros y, por tanto, serían incompatibles con la democracia y con los derechos humanos, entrando así en las prohibiciones ex artículo 17 de la Convención.52 Tal distinción, reconoce el propio Tribunal, no sería, sin embargo, absoluta, puesto que también los hechos históricos claramente establecidos pueden ser puestos en discusión siempre que sea siguiendo determinadas condiciones, cuya subsistencia es determinada judicialmente. El juez debe entonces valorar cuál es el objetivo perseguido con las declaraciones negacionistas, la exactitud del método utilizado y el contenido mismo de la afirmación (cursivas nuestras).
En realidad, la decisión del Tribunal de efectuar una distinción entre hechos claramente establecidos y hechos aun objeto de debate parece objetable, en cuanto evidencia una concepción de la investigación histórica entendida como un proceso de adquisición que, aun si es de modo gradual, está destinado a conducir a un conocimiento definitivo del pasado. A lo sumo se podrán determinar hechos sobre los cuales las investigaciones han dedicado una atención mayor y otros, tendencialmente más recientes, sobre los cuales la historiografía aún no se ha concentrado lo suficiente. Pero la investigación histórica es por definición ilimitada. Y este es uno de los puntos, puesto de manifiesto por Calamandrei,53 de distancia entre actividad jurisdiccional e investigación histórica. De hecho, mientras la primera es rigurosamente limitada a los hechos que deben ser establecidos en un proceso específico, el objeto de la segunda es potencialmente ilimitado. El querer consagrar sucesos del pasado en una sentencia, además de involucrar la utilización de categorías jurídicas contemporáneas para leer hechos del pasado, implica también la rigidez de una materia, la investigación histórica, que por definición es el campo del cambio, del conflicto y de la continua redefinición.
Depositario del bagaje cultural europeo-occidental, el juez de Estrasburgo reserva este trato, definido como “rudimentario”,54 al fenómeno del negacionismo del Holocausto del pueblo judío, permitiendo en cambio la re-expansión de la garantía de la libertad de expresión en relación con la negación o la revisión de otros hechos históricos,55 con referencia a los cuales el Tribunal mismo ha afirmado que “No entra en las funciones de la Corte decidir y definir cuestiones históricas que son objeto de un debate abierto entre historiadores sobre los hechos históricos y sobre sus interpretaciones”.56
Este punto de vista del Tribunal se ha expresado con mayor claridad en la decisión Fatullayev vs. Azerbaiyán.57 El caso tenía como protagonista a un periodista azerí, condenado por las autoridades nacionales por haber objetado en diversas publicaciones la que era la verdad histórica tradicionalmente admitida sobre la masacre de Khojaly, evento trágico de 1992 que representa uno de los hechos fundantes de la memoria histórica nacional, durante el cual los ejércitos armenio y ruso atacaron a la población azerbaiyana. Fatullayev ponía en discusión el número de víctimas aludiendo incluso a la responsabilidad del ejército azerbaiyano. El Tribunal enfatizó las grandes diferencias de la objeción de la que el periodista azerí era acusado con el negacionismo del Holocausto, afirmando cómo en el caso concreto se trataba de hechos bastante recientes objeto de un debate aún en curso. Además, según la Corte, el recurrente no quería negar el hecho de que la masacre en masa de civiles hubiera tenido lugar y, en todo caso, no había expresado desprecio en perjuicio de las víctimas: en realidad, él no intentaba justificar a aquellos que eran considerados responsables de la masacre, ni disminuir su responsabilidad o aprobar sus acciones, sino que complementaba a estas eventuales responsabilidades también con las del ejército azerbaiyano. Estos elementos permitieron al Tribunal de Estrasburgo compatibilizar la actividad revisionista de Fatullayev con una actividad de investigación histórica legítima.
Igualmente, algunos tribunales nacionales han tenido la posibilidad de pronunciarse sobre las cuestiones del método histórico. Entre éstos se señala al Tribunal de Grande Instance de Lyon, el cual en la sentencia del 3 de enero de 2006 con la cual, en aplicación de la conocida loi Gayssot, condenaba a George Theil a pena de seis meses de privación de libertad y a una pena pecuniaria de 10,000 euros porque había negado la existencia de las cámaras de gas durante una entrevista televisiva, subrayó la necesidad de no trasformar el papel de juez en el de guardián de una verdad histórica oficial. La dialéctica judicial no debe apropiarse del objeto de la investigación histórica y no debe trasformar los sucesos históricos en verdades indiscutibles. Sin embargo, según el juez francés, es posible determinar en vía judicial cuál es el método correcto que el historiador debería utilizar en su actividad, enfatizando la necesidad de valorar si el historiador había seguido un procedimiento de buena fe teniendo en consideración las fuentes utilizadas, el respeto de la jerarquía entre éstas y el uso de una documentación suficiente.
En todos los casos descritos, los jueces juzgan las bondades de la metodología de una materia que no les pertenece, determinando de hecho los cánones de corrección. Parte de la doctrina sostiene un punto de vista opuesto. De hecho, según algunos,58 el juez está constreñido a afrontar cuestiones de método historiográfico: ocuparse de teorías negacionistas que utilizan un método historiográfico de forma ficticia con el único fin de difundir contenidos falsos que provocan una ofensa a la dignidad y a la credibilidad de las víctimas, de sus descendientes y de todos aquellos que pertenezcan al grupo afectado por el engaño histórico, implicaría un pronunciamiento del juez no sobre un orden de verdades históricas, sino más bien sobre el equilibrio entre bienes constitucionales. En realidad, los jueces no hacen otra cosa más que dar por presupuestas verdades históricas: si este discurso puede ser tendencialmente compartible por cuanto se refiere a la negación de la Shoah, cuyo suceso está referenciado tanto por legislaciones nacionales como por el mismo legislador europeo, ligados por las referencias al juicio de Núremberg y al paradigma de verdad que ahí fue establecido, ¿qué sucede con relación a otros hechos históricos sobre los cuales aún no se logra una uniformidad de puntos de vista entre los historiadores? Desde otro punto, recordando las palabras del Tribunal de Turín en la sentencia del 27 de noviembre de 2008, núm. 7881, el legislador no habría atribuido al proceso civil (pero lo mismo se puede extender al penal) la tarea y el poder de establecer la “historia” y con ello las razones políticas y sociales exactas que mueven a la humanidad y a las que siguen eventos, cambios y desafortunadamente a veces guerras y persecuciones.
IV. Las argumentaciones constitucionales en defensa de la libertad de investigación histórica
Una prerrogativa específica de los jueces constitucionales es la de valorar si una determinada norma que regula, con frecuencia limitando, un derecho fundamental, es conforme a las normas constitucionales, como garantía de la supremacía y la rigidez de la Constitución. Esta actividad interpretativa, cuando referida a la legitimidad constitucional de las normas anti-negacionismo, requiere que el intérprete pondere valores fundamentales en evidente conflicto entre ellos: entre otros, libertad de expresión, dignidad humana, no discriminación e igualdad.
El análisis casuístico de las decisiones de los jueces constitucionales que a nivel comparado se han pronunciado sobre la legitimidad constitucional de las normas anti-negacionistas ha puesto de manifiesto cómo la tradicional operación de ponderación entre derechos, teniendo todos carácter constitucional, además de determinar la legitimidad de una norma específica, se beneficia de una consecuencia ulterior: la determinación judicial de un supuesto método correcto de investigación histórica.
La naturaleza del presente trabajo y el elevado número de decisiones sobre el tema nos impiden proceder a un análisis de amplio espectro. Por tanto, nos limitaremos a dos sentencias que resultan ser de particular interés en cuanto ambas se colocan en una posición contraria respecto a la perspectiva prevalente en Europa que tiende a preferir un abordaje profundamente punitivo del negacionismo: se trata de la sentencia del Conseil Constitutionnel francés 2012-647 y la sentencia del Tribunal Constitucional español 235/2007.
Como se mencionó anteriormente, la oportunidad para intervenir en el debate sobre la legitimidad constitucional de la normativa anti-negacionismo por ser incompatible con la libertad de expresión y por el delicado vínculo entre derecho e historia que aquélla interpreta, fue ofrecida al juez constitucional francés gracias al recurso presentado en el ámbito del control preventivo de constitucionalidad en contra de la Loi visant à réprimer la contestation de l’existence des génocides reconnus par la loi. De acuerdo con esta norma, el artículo 24 ter de la ley sobre la imprenta de 1881 habría previsto la pena máxima de un año de cárcel y 45,000 euros a título de resarcimiento para quienes “objetan o minimizan de modo ultrajante”, independientemente del medio utilizado para difundir la comunicación, la existencia de uno o más crímenes de genocidio definidos por el artículo 211-1 del Código Penal y reconocidos como tales por las leyes francesas. Un grupo de diputados y senadores presentó un recurso ante el juez constitucional inmediatamente después de la aprobación legislativa. Las argumentaciones adoptadas por los recurrentes partían del presupuesto común de no intentar de modo alguno sostener el negacionismo, siendo todo tipo de genocidio irremediablemente condenable y sin duda alguna, fuera bajo la perspectiva de la consciencia individual, o fuera de la colectiva. No obstante, una normativa como la impugnada representaba una violación tanto de la libertad de expresión y comunicación reconocida en el artículo 11 de la Déclaration de droits de l’homme et du citoyen de 1789, como del principio de legalidad de los delitos y de las penas establecido en el artículo 8o. de la misma Declaración. Además, según el recurso presentado por los diputados, la ley sería inconstitucional en tanto, al limitar la sanción de la objeción de la existencia sólo de aquellos genocidios reconocidos por las leyes francesas, subordinaba la determinación de uno de los elementos constitutivos del acto incriminador (la conducta típica) a un reconocimiento legislativo totalmente aleatorio.
“La historia” se sostiene en el recurso “no es un sujeto jurídico y por lo tanto no puede ser objeto de reglamentación normativa”, subrayando de esta manera el cómo no podría el legislador convertir hechos históricos en verdades indiscutibles, siendo a lo mucho de la competencia de los jueces, mediante la aplicación de criterios nacionales o internacionales, la individualización de la sanción aplicable por un crimen contra la humanidad. De este modo, el legislador habría excedido los límites de su propia esfera de competencia, con la consecuente violación del artículo 16 de la Déclaration de droits de l’homme et du citoyen de 1789 sobre la separación de los poderes.
Así, lo que los recurrentes alegaban, desde un punto de vista estrictamente constitucionalista, era la posibilidad de instituir una nueva figura penal, subordinada al reconocimiento legislativo de hechos históricos, por definición aleatorio y sometido a las presiones políticas del momento. Al contrario, estas determinaciones entrarían en la competencia de los jueces y no del legislador aun si, heurísticamente hablando, se tratara de una materia que no puede más que pertenecer al debate histórico público que estaría seriamente comprometido y obstaculizado por una ley como la impugnada. El Conseil no tuvo la necesidad de hacer grandes circunloquios. Con una decisión brevemente motivada,59 sostuvo de forma clara la inconstitucionalidad de la normativa cuestionada, evidenciando en particular, dos puntos de contraste, estrechamente ligados entre sí. La norma que, de haber superado el examen de constitucionalidad del Conseil, habría sancionado la objeción de la existencia (sólo) de aquellos genocidios reconocidos por las leyes francesas, fue declarada incompatible tanto con la libertad de expresión, como con el principio general, extraíble en conjunto del artículo 6o. de la Déclaration de 1789, según el cual la ley es expresión de la voluntad general, con otros valores constitucionales (el primero de ellos el del artículo 34 de la Constitución), de acuerdo con los cuales la ley en materia de derechos y libertades debe tener el rango normativo.60
En particular, el juez constitucional desde otro punto ha subrayado que el legislador puede regular y limitar, incluso mediante la previsión de sanciones penales, el ejercicio de una libertad constitucionalmente garantizada, en especial el caso de conductas que atenten contra el orden público o contra derechos de terceros, con tal de que se trate de límites necesarios, adecuados y proporcionales respecto al objetivo perseguido. De hecho, de acuerdo con el artículo 34 de la Constitución, el legislador tiene la tarea de fijar las normas concernientes a las garantías fundamentales y a los derechos civiles reconocidos a la ciudadanía para el ejercicio de las libertades públicas.
Según el Conseil una disposición normativa que tenga como objeto el reconocimiento de un crimen de genocidio no reviste rango normativo. Por tanto, el reprimir la negación o la minimización de la existencia de uno o de los diferentes crímenes de genocidio “reconocidos como tales por las leyes francesas” (según la formulación del artículo 1o. de la ley cuestionada) viola el derecho constitucional a la libertad de expresión y de comunicación que puede ser limitado sólo por “leyes”, entendidas como instrumento de expresión de la voluntad general (de acuerdo con lo previsto, en conjunto, por el artículo 6o. de la Declaración de 1789 y el artículo 34 de la Constitución). Como se ha visto, a pesar de que fueron pocas, las palabras utilizadas por el juez constitucional francés para declarar la inconstitucionalidad de la ley impugnada, centran el corazón del debate que anima el continente europeo —y no únicamente— acerca del alcance de los límites a la libertad de expresión y a la relación entre derecho e historia, mediante la estrecha delimitación de las funciones del derecho, entre las cuales no se encuentra la determinación de la verdad histórica.61
Si bien va contra tendencia, la decisión del juez constitucional francés no es un caso aislado. En 2007, de hecho, el Tribunal Constitucional español había ya dado un duro golpe a la legislación penal española en materia de discriminación racial, declarando inconstitucional el delito de negacionisy poniendo de este manera a España en contracorriente respecto a la posición prevaleciente en Europa.62 La norma declarada inconstitucional, el artículo 607, pfo. 2 del Código Penal,63 había sido introducida en el mismo con la reforma a la Ley Orgánica núm. 10 del 23 de noviembre de 1995.64 Esta disposición era parte del sistema normativo adoptado por el legislador español para dar cumplimiento, a través del instrumento penal, a los compromisos asumidos por España en el ámbito internacional para prevenir y perseguir el genocidio.65 La adición en el dispositivo legal de esta norma penal anti-xenófoba estuvo influenciada de manera decisiva por la sentencia del Tribunal Constitucional del 11 de noviembre de 1991, núm. 214, mejor conocida como “sentencia Friedman”,66 en la cual se afirmaba que
ni la libertad ideológica, ni la libertad de expresión comprenden el derecho a efectuar manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo, puesto que, tal como dispone el artículo 20.4, no existen derechos ilimitados y ello es contrario no sólo al derecho al honor, sino a otros bienes constitucionales como el de la dignidad humana… El odio y el desprecio a todo un pueblo o a una etnia son incompatibles con el respeto a la dignidad humana, que sólo se cumple si se atribuye por igual a todo hombre, a toda etnia, a todos los pueblos.67
Sobre la base de las afirmaciones del juez constitucional, y persuadido por diversos documentos internacionales aprobados en este sentido, el legislador español de 1995 estableció que también la negación del genocidio fuese considerado como delito, en tanto forma de instigación de discriminación y odio racial.
El caso llevado ante el Tribunal nace por la condena dictada el 16 de noviembre de 1998 por el Juzgado Penal núm. 3 de Barcelona en contra de Pedro Varela Geis por el delito contenido en el artículo 607, pfo. 2. Geis era el propietario y director de una librería y, a partir de junio de 1996, había publicitado y vendido materiales de diversos tipos en los cuales, de forma reiterada, se negaban la persecución y el genocidio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial y se incitaba a la discriminación y al odio en su contra. En la librería se vendían también otros textos de arte, historia y mitología, pero su número era mínimo comparado con el de los textos dedicados al revisionismo del Holocausto. Además de condenarle como responsable del delito de negación del genocidio, el Juzgado de Barcelona también lo condenó por el delito previsto en el artículo 510, pfo. 1, es decir, incitación a la discriminación, al odio racial y a la violencia contra grupos o colectivos por motivos racistas o antisemitas. Contra la sentencia de condena, Geis presentó recurso de apelación ante la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Barcelona, que después de varias vicisitudes procesales,68 presentó la cuestión al Tribunal Constitucional. La duda de constitucionalidad presentada por la Audiencia Provincial se basaba en la supuesta incompatibilidad del delito de negacionismo con el derecho a la libertad de expresión, previsto y garantizado por el artículo 20, pfo. 1 de la Constitución española.
Tanto el abogado del Estado como el fiscal general del Estado, intervinieron en el juicio ante el Tribunal Constitucional, para defender la constitucionalidad de la norma impugnada: ambos subrayaron que tanto la negación como la justificación del genocidio eran expresiones que contenían un potencial peligro para bienes jurídicos de relevancia fundamental, como los derechos de las minorías religiosas, étnicas o raciales, así como el propio orden constitucional, puesto que se trataba de ideas potencialmente idóneas para desestabilizar al sistema democrático en su integridad.69
El juez constitucional español partió de la consideración de que en ningún ordenamiento la libertad de expresión es un derecho absoluto. La difusión de frases y expresiones ultrajantes y ofensivas, totalmente privadas de relación con las ideas u opiniones que se quieren exponer, y con ello innecesarias para este propósito, se coloca fuera del ámbito de protección de la norma constitucional. La libertad de expresión no garantizaría el derecho a expresar y difundir una determinada concepción de la historia con el específico objeto de despreciar o discriminar a personas o grupos de personas por razones ligadas a condiciones particulares o circunstancias personales, étnicas o sociales. Si se reconociera una protección constitucional a estas afirmaciones, se admitiría que la Constitución permite los discursos negacionistas de violaciones a los valores supremos del ordenamiento jurídico, como la igualdad y la dignidad de la persona. Valores éstos que constituyen el límite que no puede ser rebasado ni aún por el ejercicio de otros derechos constitucionalmente protegidos y que es seguramente sobrepasado en el caso de los denominados “discursos de odio”.
Sin embargo, la mera negación del suceso de determinados hechos históricos —si bien extremamente grave, dice el Tribunal—, no constituye “discurso de odio”, en cuanto carece del elemento de incitación a la violencia contra determinadas personas por su pertenencia a ciertos grupos raciales, religiosos o étnicos.70
Los discursos negacionistas, por tanto, incluso si objetan la existencia de hechos históricos graves como el genocidio, no acompañan a juicios de valor sobre su antijuridicidad, quedando dentro del ámbito de protección garantizado por la libertad de investigación científica y académica, reconocida por el artículo 20, pfo. 1, inc. b) de la Constitución española. Según el Tribunal Constitucional, no existe una relación directa entre el propósito negacionista y el objetivo de crear un clima social de hostilidad contra aquellos que pertenecen al grupo víctima del genocidio cuya existencia se objeta. Esta conducta se colocaría, por tanto, en una etapa precedente respecto a lo que justifica la intervención del derecho penal,71 en tanto no representa un peligro —ni aun potencial, a decir del Tribunal— hacia los bienes jurídicos protegidos. Un discurso diferente, en cambio, es aquel que ataca la conducta justificativa, que en realidad integra la expresión de un juicio de valor que puede fácilmente traducirse en la incitación, aun indirecta, de la comisión de tales delitos.72 La intervención del legislador penal es, entonces, legítima con tal de que la justificación represente en algún modo una incitación al genocidio.73
También en este caso, como en la sentencia del Conseil tratada arriba, del conflicto entre historia y derecho, la historia sale victoriosa abandonando un espacio que no le pertenece, para reconquistar el terreno de la libre investigación histórica. De hecho, es un criterio consolidado del juez constitucional español, confirmado también en la sentencia que se analiza, aquel según el cual no le compete al juez expresar juicios de valor sobre las opiniones que tienen como objeto el suceso de determinados hechos históricos.74 Al mismo tiempo, sin embargo, la libertad de expresión no debe funcionar como vehículo para la difusión de una determinada versión histórica o concepción del mundo con el propósito de discriminar y ofender. Si, entonces, el contribuir a la formación de una conciencia histórica colectiva no entra en las funciones del derecho jurisprudencial, esta tarea queda comprendida en gran medida en la libertad de expresión y de investigación histórica, visto el amplio margen de maniobra dejado por el artículo 20 de la Constitución española. En virtud del valor del diálogo plural, el derecho debe crear las condiciones a fin de que sea posible conducir la investigación histórica, por definición polémica y discutible. Justo esta condición de incertidumbre y de continua mutación representa un elemento consustancial al debate histórico, que de este modo realiza su papel fundamental en la formación de una conciencia histórica que sea adecuada a la dignidad de la ciudadanía al interior de una sociedad libre y democrática.75
V. ¿Cómo recordar sin juzgar?
Derecho e historia han siempre interactuado entre sí, mediante dinámicas en continua evolución que determinan mecanismos en parte nuevos, que se realizan en el momento en el que el derecho, tanto legislativo, como jurisprudencial, se relaciona con la investigación histórica. Cuando esto sucede y especialmente cuando el Poder Legislativo interviene en la libertad de investigación de los historiadores mediante lois memorielles o normas anti-negacionistas, es el derecho fundamental a la libre expresión el que sufre las consecuencias. De hecho, si ya de por sí en la normas anti-negacionismo, por el solo hecho de prever sanciones penales por un determinado tipo de expresión, la limitación a la libertad de expresión es in re ipsa, también la conclusión de un Tribunal que afirma cuál debe ser el método correcto a seguir por el historiador —en particular por cuanto concierne a la difusión de los resultados de su actividad— es fuertemente limitativa de dicha libertad fundamental.
En particular, el prestablecer una determinada verdad histórica mediante instrumentos jurídicos representa una limitación de la libertad de investigación histórica. La determinación judicial de cuál deba ser el método histórico correcto impacta en la evolución de la investigación histórica, la cual estando en continuo desarrollo lleva a continuas reflexiones y no debería ser limitada, ni siquiera en el caso en el que los contenidos investigados y difundidos sean falsos. La interferencia creada entre regulaciones legislativas, determinaciones judiciales y cánones de la investigación histórica, produce el efecto de orientar o excluir determinados desarrollos de la investigación histórica con base en juicios de hecho o de valor formalizados ex ante. Se trata, entonces, de una operación que reduce la autonomía del historiador, con el riesgo de predeterminar de forma arbitraria los resultados de la investigación histórica misma. De hecho, tanto las normas anti-negacionistas, como las leyes sobre la memoria histórica, han suscitado fuertes reacciones críticas tanto en el plano político como en el cultural, creando un chilling effect en la libertad de expresión, en cuanto inhiben la difusión de determinadas reconstrucciones históricas, así como eventuales rectificaciones o integraciones.
Cuando el derecho intenta sobrepasar el umbral de la historia y prescribe recordar u olvidar por ley, deja espacio a críticas, que llaman la atención en la necesidad de adoptar determinadas precauciones.
Queda, en este punto, preguntarse acerca de cuál instrumento se debería utilizar para garantizar la memoria de determinados hechos y el respeto de las víctimas de aquellos sucesos y, al mismo tiempo, no juzgar una disciplina cuya metodología rehúye a cualquier tipo de formalismo jurídico.
Dadas todas las implicaciones, no sólo de tipo estrictamente constitucional, sería más aceptable la utilización de instrumentos alternativos, como directrices y/o resoluciones o declaraciones por qué el legislador no puede no tener en cuenta los efectos jurídicos derivados de las propias iniciativas en materia de memoria. De hecho, uno de los riesgos que esta práctica comporta está representado por el hecho de que, en el momento en que se intenta crear una memoria compartida, especialmente cuando no subsistan los presupuestos para tal memoria, esta “compartición” sea hecha desde arriba, es decir, impuesta. La aprobación de estas leyes debería cuando menos residir sobre el pacto de que ciertos sucesos han acaecido y han producido daños irreparables. Acuerdo éste que sólo puede y debe ser consecuencia de un debate público.