¿Son justas las restricciones al culto público establecidas por causa de la pandemia del COVID-19? Esta es la cuestión que trata el interesante y sugerente libro coordinado por Javier Martínez-Torrón y Belén Rodrigo Lara, titulado COVID-19 y libertad religiosa. Dado el temor que ha generado la pandemia entre la población y los dirigentes políticos, se puede afirmar, sin reflexionar, que las restricciones fueron legítimas y necesarias, para salvaguardar, en lo posible, la salud pública. Pero ese libro, que es una recopilación de diferentes trabajos acerca de las medidas que se han tomado en varios países de Europa y América, hace ver que el asunto amerita reflexión, pues lo que está en juego, no es únicamente la salud del pueblo, sino también la salud de los regímenes democráticos analizados, que han manifestado diversos síntomas de absolutismo y de violación de los derechos fundamentales del ser humano.
El libro contiene dos trabajos que ofrecen una perspectiva general sobre el tema, nueve que se ocupan de lo ocurrido en otros tantos países de Europa, incluido el Estado Vaticano, y otros siete que se refieren a países americanos; el trabajo sobre las restricciones en México, escrito por Alberto Patiño, conocido estudioso del tema de la libertad religiosa, está muy bien documentado.
Como lo anuncia el título del libro, la perspectiva común de los autores es evaluar si las medidas de cualquier tipo, administrativas, reglamentarias o legales, que restringieron de diversa manera el culto público, dictadas por razón de la pandemia, contradicen o no el derecho de libertad religiosa, tal como está reconocido y protegido por las constituciones nacionales y por los tratados internacionales de derechos humanos.
Con el fin de presentar esa perspectiva, voy a analizar brevemente lo dispuesto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (nueva York 1966) en su artículo 18 sobre las restricciones a la libertad religiosa, dado que ese artículo es la fuente de donde deriva el régimen de la libertad religiosa en otros tratados internacionales.
La libertad de tener una religión no tiene limitación alguna, pero sí la de manifestar esa religión, la cual puede estar sujeta (artículo 18-3) “únicamente a las limitaciones prescritas por la ley y que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos y libertades fundamentales de los demás”. Las limitaciones admitidas deben cumplir dos condiciones, según lo prescrito en ese párrafo: la primera es que sean “prescritas por la ley”, de modo que no valen las establecidas en un reglamento ni las dictadas por cualquier instancia administrativa, judicial o cuasi judicial, que no tengan fundamento en una ley. La otra condición es que tales limitaciones sean “necesarias para proteger” los bienes enumerados, de modo que no se pueden aplicar limitaciones para incrementar esos bienes, ni aquellas que, siendo convenientes, no son realmente necesarias.
Para tener más elementos de juicio sobre cómo podrían aplicarse correctamente esas limitaciones, conviene considerar que el Pacto establece (artículo 4-1 y 2) que el derecho de libertad religiosa es uno de los derechos cuya vigencia los Estados no pueden suspender ni siquiera en “situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación”. Y también afirma (artículo 5-1) que ninguna disposición del tratado puede interpretarse en el sentido de permitir o dar derecho a un Estado, grupo o individuo para suspender los derechos humanos o para restringirlos “en mayor medida” que la prevista por los tratados.
Teniendo en mente esos criterios de juicio, resulta muy claro que la mayor parte de las restricciones que ordenaron imperativamente los Estados, a nivel federal, estatal o municipal, son violatorias del derecho de libertad religiosa, tal como está regulado en los tratados de derechos humanos.
Los autores del libro ofrecen una descripción detallada de las medidas concretas tomadas en distintos países. Por ejemplo, en Los Ángeles, California, el pastor de la Grace Community Church, obedeció las medidas dictadas por el Departamento de Salud Pública del Condado, pero, después de veinte semanas, pareció a la comunidad que las medidas resultaban exageradas y que hacían más daño que bien, porque, entre otras cosas, privaban a los fieles del apoyo recíproco que necesitaban, por lo que el pastor declaró, el 24 de julio de 2020, que ya no obedecerían esas medidas, y la comunidad volvió a reunirse. Se generó un conflicto judicial. El condado ganó el juicio en primera instancia, y en el tribunal de apelaciones del estado; pero la comunidad se negó a obedecer, y seguía reuniéndose, diciendo, entre otros argumentos, que sus reuniones eran mucho menos peligrosas a la salud que lo que las manifestaciones populares en apoyo a los derechos ciudadanos de los afroamericanos (Blacks Life Matter). El caso ha llegado a la Suprema Corte de Justicia, que tiene que evaluar si las medidas van en contra del derecho de libertad religiosa, de acuerdo con lo que prescribe la Primera Enmienda Constitucional. Es posible que la decisión de la Corte llegue a fijar la política que se seguirá en el futuro respecto de esta materia.
En México, cada estado y muchos municipios han dictado medidas al respecto. En la Ciudad de México, cuando se decidió terminar el confinamiento inicial y transitar hacia la “nueva normalidad”, se permitió que las actividades comerciales en mercados, supermercados y tiendas de autoservicio pudieran reanudarse al 30% de su capacidad, pero las celebraciones de culto en el interior de los templos seguían suspendidas; luego se llevo a cabo la reapertura de los templos al culto público, con asistencia reducida, pero se ordenó expresamente que las misas no debían de durar más de 30 minutos, y el mismo decreto permitía la apertura al público de salas de cine, sin poner límite temporal a la duración de las películas.
Al principio del confinamiento, el gobierno de Chihuahua ordenó la suspensión de actos de culto o reuniones en templos o iglesias, que considera que son actividades similares a las realizadas en otros espacios como cines, teatros, museos, bares, centros nocturnos, salones de eventos, balnearios y otros. En Sonora, el gobierno del estado emitió un decreto en el que ordenó la suspensión de reuniones de culto, y también la celebración de bautizos, bodas y primeras comuniones, como si el gobierno pudiera regular acerca de los sacramentos. El municipio de Allende, Coahuila, ordenó la suspensión de todo culto religioso en su territorio, sin distinguir si es culto privado o público.
En el municipio de Irapuato, el ayuntamiento dispuso el 20 de marzo la suspensión de actividades en espacios públicos, incluidos los templos y las actividades de culto; en el mes de junio, el obispo celebraba una Misa, con asistencia reducida de fieles y cumplimiento de las correspondientes medidas sanitarias, con motivo de la fiesta del Sagrado Corazón, y las autoridades municipales, acompañadas de elementos de la fuerza pública, irrumpieron en la celebración para evitar que continuara. También en el estado de Guanajuato, el municipio de San Miguel Allende ordenó, al principio del confinamiento, la suspensión de actividades en los templos, pero permitió que los bares y restaurantes siguieran operando al cincuenta por ciento de su capacidad.
El libro también da cuenta de casos de diálogo y entendimiento entre los gobernantes civiles y los religiosos, en los que las iglesias deciden, por sí mismas, reducir la asistencia a sus celebraciones y aplicar medidas sanitarias adecuadas, como sucedió en el estado de Colima, o en el de Jalisco, en cierto momento, que son ejemplos de cómo deben afrontarse este tipo de emergencias. Sobre esta posibilidad de diálogo y entendimiento entre los dirigentes civiles y religiosos, es particularmente interesante el trabajo que ofrece el libro acerca de las restricciones que se hicieron en el Estado Vaticano, en el cual no se impusieron medidas de carácter político administrativo, sino las medidas que propuso el papa como cabeza de la Iglesia Católica, de modo que las restricciones se fundan en el derecho canónico. Como lo sugieren los trabajos de Javier Martínez Torrón y Barry W. Bussey en este libro, el juicio sobre la justicia de estas restricciones debe hacerse, no solo desde la perspectiva de la protección del derecho de libertad religiosa, sino también desde el principio de separación de las iglesias y el Estado y respeto recíproco de su respectiva autonomía.
El libro coordinado por Javier Martínez Torrón y Belén Rodrigo ofrece mucha información detallada sobre este tema, así como reflexiones interesantes y juicios acertados acerca de la justicia de las restricciones, desde una perspectiva, no solo de denuncia, sino sobre todo de búsqueda de diálogo para afrontar el problema conjuntamente entre las iglesias y los gobernantes civiles.
Contiene estudios especiales sobre la situación en Alemania, España, Francia, Italia, Polonia, Portugal, Reino Unido, y lo que se ha hecho en el pequeño estado vaticano, y sobre la posición que ha tomado la Santa Sede. Hay también estudios de la situación en diversos países de América, que son, además del trabajo sobre México ya comentado, estudios sobre la situación en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Estado Unidos, Perú y Uruguay.