Sin reparos me identifico con un texto leído en una publicación realizada en el año dos mil cuatro, cuando se daba a conocer el nombre de la ganadora del premio Nóbel de literatura, para la ocasión asignado a una escritora de nacionalidad austriaca. De tal publicación que precisa detalles acerca de la vida y obra de Elfriede Jelinek, transcribo lo que acerca de ella y su escritura allí se consigna: “Elfriede Jelinek asusta * . Al quedarse en silencio, Elfriede Jelinek asusta. Al escribir, Elfriede Jelinek asusta aún más” (Kovacsics, 2004: 16). Justo porque asusta hay que leerla y acercarse a su literatura, a esa otra manera de contar la vida. Es allí, en su trabajo literario, donde la “reconocida” escritora deja ver que el compromiso de todo el que ejerce su oficio es con toda su realidad, no con una parte de ésta. Compromiso que Jelinek cumple en forma contundente, al dejar ver en su escritura la confrontación cotidiana con las palabras.
Es natural, entonces, encontrar que su obra parece cruzada por el propósito de desenmascarar una sociedad enfermiza y solapada a la que en apariencia sólo le interesan la música y el arte -como sucede con la sociedad vienesa-, censurada y revelada por Jelinek, con el prodigio de una prosa que bien combina la denuncia del malestar humano con el asombro frente al sin igual acontecimiento musical que ha hecho visible a la capital austriaca.
Lo acabado de afirmar se lee en una de sus obras, donde la escritora opta por adelantar un tratamiento particular del amor, conduciendo al lector a la convicción de que el amor es furtivo y, no obstante, renunciar a su espera no es algo diferente a volver cenizas el sueño que no se ha dado, la sobreviviente ilusión en medio del aplazamiento. Es furtivo el amor y bajo su alero tantas veces opaco, hace huella encendida la memoria de un deseo insaciable, mortal y extrañamente triunfante. Son las breves líneas con la cuales se puede hacer referencia suscinta a Deseo (Lust en alemán), uno de los títulos traducidos al español, de Elfriede Jelinek. La novela narra y deja al descubierto el mundo de las instituciones en Austria. Para ello, la autora tiene como referencia central la vida familiar y de pareja de un matrimonio entre un funcionario director de una fábrica de papel y una mujer, “la mejor educada del lugar”. En la novela, las páginas suceden en medio de un relato de carne, placer obligado y muerte que parece no llegar a su fin.
En el relato está Gerti, la mujer, sola ante “el mudo reino de su cuerpo” (Jelinek, 2004: 42) y con ella, un marido asediante para quien su cuerpo no es algo diferente a un objeto sobre el que se consume el insaciable deseo y también sobre el que se triunfa, logro que saborea como la gloria del deporte, al que, como bien se lee en la obra, ama más que a su mujer.
Una madre, un niño que sin afición estudia violín, espectador de las más inusitadas escenas de violencia sexual vividas en el seno del hogar, y un padre, director de una fábrica, son los protagonistas de una novela cuyos sucesos no hacen pausa para denunciar y desenmascarar una sociedad cuyo acontecer oscila entre la aparente compostura moral y el temor a la enfermedad transmitida por vía sexual; temor sentido por un hombre que, para el mundo exterior, se acoge a todos los mandatos de convivencia, pero como habitual de los prostíbulos, se ve obligado a abandonarlos, no por atención a su correcto comportamiento ni por la necesidad de recuperar la fidelidad a su esposa, sino por el miedo contemporáneo a ser contagiado por una de las enfermedades que suelen padecer quienes practican la promiscuidad sexual.
El lenguaje traído sin recato y expuesto bajo el nombre indicado, sin el menor eufemismo, sirve de guía a una prosa bien lograda por medio de la cual Jelinek, valiéndose de su narrador y mediante la construcción de sus personajes, logra un transparente retrato de esos hombres y mujeres de estos tiempos (tal vez de todos los tiempos), cuyas vidas transcurren bajo la escasa espiritualidad de lo efímero que sucede en sus días, pero ante todo en sus cuerpos, triunfantes por obra de una sensualidad que los convierte en objetos con destino a las cenizas, más que con rumbo a la gloria. Esto es lo que se lee en el transcurso de las páginas abiertas tras un epígrafe que anuncia el argumento de la novela y que la autora selecciona artísticamente de unos versos de san Juan de la Cruz, bellamente así introducidos: “En la interior bodega de mi amado bebí”. No puede haber líneas mejores para inaugurar una narración donde el cuerpo, como cualquier objeto que adorna y sirve para ser mirado, termina sometido a las más extrañas escenas de violencia y obscenidad. El relato enhebrado en medio de las más bellas metáforas, desvela el triunfo de una sociedad donde el consumo de los cuerpos se acrecienta al lado de ese eterno gran perdedor que es el amor.
Los motivos de la narración
Intereses artísticos, sociales y personales, son los que sin duda alguna deja traducir Jelinek en lo que puede nombrarse como su misión literaria: manipular el tiempo y la vida de los personajes que crea, en búsqueda de reconstruir lo mejor. Para el caso, se trata de “imponer” la verdad a una sociedad que al parecer, y según se lee en la narración, sólo ha puesto al descubierto para el mundo una historia, la musical, pero ha dejado la otra, la humana, la cotidiana vivida y padecida -en especial por el mundo femenino-, sometida al silencio cómplice frente al autoritarismo sin límite ejercido por los hombres austriacos. La escritora, también censurada por su gobierno al recibir la nominación, hace ficción de su realidad: recurso eficaz mediante el cual la novelista parece aspirar a relatar la verdad-revelación de los acontecimientos entretejidos en su narración.
Los hechos ocurren en una ciudad provinciana, al parecer no lejana de Viena y, al igual que ésta, inmersa en un mundo de contradicciones: avanzada en pensamiento y arte, pero rodeada de banalidades y sometimientos, de los que da clara cuenta el estilo de vida llevado por la pareja protagonista de la novela, unida en cristiano matrimonio; una sociedad oprimida da cuenta de la fidelidad a los mandatos religiosos y de moralismos imperantes que la hacen impotente e incapaz de reaccionar y salir de unas circunstancias de vida que rayan con lo insólito, si se mira a la Europa unida, abierta, civilizada y progresista del momento.
Lo que se acaba de afirmar cobra sentido en Deseo, donde Jelinek propone a un narrador excepcional, al parecer muy propio de su estilo, para contar con su modo sui generis, con su atrevimiento para adelantar un relato en los términos que lo requiere, con su manera de mostrar la cara verdadera de una historia, la de un país, la de una pareja, la de la enfermedad del SIDA que se hace mundial, su postura combativa frente a la injusticia reinante en todo orden en el mundo de hoy. A lo largo de su narración no se desdibuja la gloria de lo escrutado por la mirada, por un ojo siempre abierto a lo horrible vivido por una mujer, allí, en el relato, donde también se actúa para aplicar los más grandes mecanismos de sometimiento, de los cuales la víctima logra liberarse, pero para escoger luego otros similares: para deshacerse de su marido, Gerti consigue un amante más joven que ella, Michel, pero también en la línea de las búsquedas inútiles, pues en lugar de hacer realidad los sueños de amor a los que aspira, poco tarda en convertirse en su nuevo verdugo. Ser víctima es una condición que se elige, no hay duda.
No puede excluirse de esta puntual caracterización narrativa el tratamiento que Jelinek concede al cuerpo de la mujer; hay allí un manejo altamente contemporáneo de lo que pasa con el cuerpo femenino, concebido en exclusivo para ser mirado, usado, envidiado ultrajado y hasta transformado. Podría hablarse de una mundialización del cuerpo y la mirada, la que consume, la que desgasta, la que está ahí para contar el número de cavidades que tiene un cuerpo sano, pues el enfermo, aunque también las tiene, ya forma parte del mundo de los deshechos, según paráfrasis de un fragmento de la novela centro de estas páginas.
El del cuerpo, entonces, es uno de los tratamientos más excelsos que hace la autora por la vía de su protagonista: una mujer a cuestas con el cuerpo, antes y después del consumo (ocurrido, bien en el prostíbulo, bien en el hogar conformado por el vínculo del matrimonio) del que se vuelve su único objeto. No en vano y valiéndose del hecho de “pagar” con el cuerpo, “el hombre decide exigir a la mujer la observancia del contrato conyugal” (Jelinek, 2004: 25). Aunque podrían extenderse los comentarios y anotaciones que en materia del cuerpo hace la autora, no puede cerrarse este apartado sin reiterar como supremo e impresionante el que pueda nombrarse como el discurso del cuerpo, construcción actualizada y frente a la que no se escatiman argumentos para hacerlo equivaler a lo que hoy, por obra del consumo, no es algo nada diferente de una mercancía de exposición.
Asociada con la anterior, otra preocupación cruza las líneas de la actual premio Nóbel: el tratamiento de la enfermedad que opera como estigma social contemporáneo, que en Deseo obra como mal triunfante en contra de la infidelidad. Se trata de un mundo donde “todo está limitado por prohibiciones, las precursoras de los deseos” (Jelinek, 2004: 18), deseos incontrolados por un marido que, como ya se ha señalado, sólo un temor lo “libera” de su habituación a los prostíbulos: el de contraer una enfermedad; no obstante, sus prácticas sexuales marcadas por la obscenidad continúan en una obligada vida conyugal, que poco distancia, en la mirada y el tratamiento, a la esposa y a las antes frecuentadas prostitutas.
No puede dejarse de destacar ese rasgo que profundiza la peculiaridad de la autora de Deseo, quien es además de una mujer, una ciudadana del mundo de hoy, quien lo mira de manera aguda, sin compasión, pese a su “patológico” encierro. Una actitud igualmente perceptible en la decisión final tomada por la protagonista frente a su hijo, quien acaba, como se anuncia desde las primeras páginas, sacrificado por su propia madre, pues como un mandato de su particular deseo, el último de la familia es el más indicado para conocer y ver “el estúpido rostro de la eternidad”.
Deseo: Una narración regida por la mirada
El título elegido por Jelinek para concentrar el acontecimiento humano transformado en novela da cuenta, quizá, de la previa indagación hecha por la autora en torno a las referencias sobre la institución familiar austriaca, base para la creación de los personajes. De allí salen los ambientes que construye y convierte en trasunto estético de su relato, son en simultáneo una fuente histórica y la condición para la sucesión de una prosa guiada por la “mirada”, en el lenguaje claro en que obstina el relato. Hay allí, valga la reiteración, la presencia de un tejido cotidiano, aprovechado desde luego por la escritora para transformarlo en material central y posterior soporte de sus personajes, sobrevivientes en el papel, pero muy seguramente vivientes en esa realidad social soterrada del medio austriaco, en el cual un pudor llevado hasta el extremo deja a la luz las mentirosas glorias de este país, así como las más reveladoras decadencias de su constitutivo social.
Cabe señalar que se trata de la labor audaz de una mujer-escritora que, sin dejar de mirarse, mira a otra y otros, para desenmascarar sin más el reino de la mentira que se esconde bajo un nuevo traje y que deja ver no algo diferente a cómo queda el cuerpo, por ejemplo, el de Gerti, la protagonista, cada vez que su marido la desnuda, haciendo destrozos el vestido tras el que se hace bella como una forma cotidiana de dejar “desnuda su ruinosa fachada” (Jelinek, 2004: 28).
Así es, en apariencia Deseo teje un relato erótico. Pero leída con más agudeza, la novela concede una puntada a un tejido que asocia lo erótico con la desgracia, la de ella, que accede a la excesiva sensualidad de su esposo, quien la reduce a la condición de objeto que se toma y se deja, juego al que ella juega, así termine abocada a “una infinita cadena de repeticiones” (Jelinek, 2004: 114), por las que se acaba por optar, así tengan sólo una promesa: la del hundimiento definitivo, cosa que le ocurre cuando termina dedicada a servir con el cuerpo, obedeciendo así a una especie de absurdo imperativo que no sólo se cumple en la ficción, también de fácil encuentro en la realidad y en tiempos como los actuales, donde “con su cuerpo la mujer sirve al hombre la mayor parte del tiempo” (Jelinek, 2004: 139).
Se trata de una novela que anuncia el deseo, pero que transcurre en las páginas concediendo lugar a algo que con dificultad se puede nombrar como tal, pero que también se hace difícil llamarlo pasión. La obra es, sí, una página abierta dispuesta por la pareja que ha pensado “el cuerpo como lugar, objeto sobre el que se consume el insaciable deseo y también sobre el que se triunfa” (Jelinek, 2004: 43). Se vive así y casi cotidianamente la vida en pareja y la familiar, en donde como un imperativo de la sociedad de consumo los pactos son demandados, más por una suerte de compra y venta que por un vínculo de amor.
Sin duda, una desmedida sensualidad ocupa un lugar privilegiado en la novela. Su autora, a lo largo de las páginas, trata y describe sin pudor detalladas escenas, las cuales exentas de lo obsceno desvelan el sometimiento personal, institucional y hasta corporal al que están obligadas las mujeres de la sociedad austriaca: “El hombre utiliza y ensucia a la mujer como el papel que fabrica”; Jelinek, 2004: 63), la mujer, en cambio, “muestra de qué está enfermo el mundo de los hombres” (Jelinek, 2004: 67). Claras expresiones que, aunque salidas de la ficción, dan cuenta de una crítica a cualquier vínculo de dominación y, mejor aún, relata en medio de las más bellas metáforas no la lucha constante e inútil de la desigualdad hombremujer, sino el encuentro que tienen que sortear las mujeres, silenciosas y vulnerables, al ataque constante de agresores, comúnmente camuflados en destacados cargos desempeñados en empresas oficiales o particulares. Bajo un mismo régimen de obligación y ocultamiento, ella, Gerti, “Sonríe como si tuviera algo que ocultar, aunque sólo tiene el mudo reino de su cuerpo” (Jelinek, 2004: 42) y así, en paráfrasis de Jelinek, se hace carne para habitar entre nosotros, servir al apetito de él, un especie de lema al que tiene que atender ella, en tanto su boca “se congela, pequeña, como un murmullo de hielo” (Jelinek, 2004: 57). Único patrimonio con el que cuenta luego de ser sometida a las brutales agresiones físicas conducentes a prácticas sexuales como la sodomía, a las que termina por ceder en una actitud de víctima no libre de su propio goce.
Para concluir, Deseo es una novela donde por obra de la ficción parece no inventarse nada, no se subrayan los hechos. Sobresale, sí, un narrador de gran oficio con un punto de vista que permite ver desde lo subjetivo una realidad objetiva.
¿Se reivindica el amor? A decir verdad, no; a veces es un refugio que acaba vencido por la fuerza instantánea de un cuerpo que, joven o maduro, deja arrinconada a la mujer. Circunstancia que no le ha sido ajena, a veces tan voluntariosa, otras con algo de descaro, no obstante, proveedora y hasta el fin de las más insólitas demandas venidas de un cuerpo, ya el del esposo, ya el del amante. Para uno y otro, Gerti, la misma mujer, “se ha convertido en su desagüe” (Jelinek, 2004: 159).
No es difícil descubrir que Jelinek refleja, en su estilo y su ficción, una singular capacidad para contar desde el lenguaje el ser íntimo de los hombres, también el de las mujeres. Una de ellas, la protagonista de la novela, no difiere de cualquiera del mundo, como aquélla quizás “abierta a un amor sin esperanzas” (Jelinek, 2004: 135).
Por su prosa fina y artística, por el valor para denunciar todo tipo de abusos e injusticia y por la belleza de las imágenes logradas para pintar hasta el más terrible de los sucesos, por llevar al papel y luego al libro las huellas vergonzosas de estos tiempos vividos entre las glorias del progreso y el horror que éste mismo acarrea, por esas y otras muchas más razones, la escritora reúne méritos suficientes para ser leída. Sus páginas resueltas en declarada literatura femenina presentan, generalmente, un hombre y una mujer; ambos frente a frente, con sus nombres que apenas aparecen, aunque, como se deja leer en Deseo, “sus ojos están cosidos con grandes puntadas” (Jelinek, 2004: 149). Unas son dadas por la vida, otras por la repetida historia de llevar el amor en sus vueltas inacabadas, furtivas, donde ellos, también nosotros, nos hacemos pedazos.