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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.4 no.33 Guadalajara ene./jun. 2011

 

En la mira

 

Cuerpos bicentenarios (saqueados pero resistentes)

 

Zaida Capote Cruz*

 

Diamela Eltit, Impuesto a la carne. Santiago de Chile, Planeta, 2010.

 

* Doctora en ciencias filológicas. Especialista en Estudios de la Mujer. Investigadora titular del Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, Cuba. Correo electrónico: forza@cubarte.cult.cu

 

Recepción: 15 de marzo de 2011
Aceptación: 30 de marzo de 2011

 

El proyecto literario de Diamela Eltit (Santiago, 1949) puede leerse íntegramente como un ejercicio de corporeización de la letra. Ya en otro sitio —en algún coloquio y en uno de los números más recientes de la revista Casa— me referí a la importancia de lo corporal (que incluye desde el gesto y la prestancia de esos cuerpos hasta el flujo sanguíneo y lo estrictamente celular) en la narrativa de Eltit. Pero esa cercanía con la carne y la sangre no hacen ficcional su discurso —de ningún modo—, concebido como un asunto íntimo, de registro de humores y heridas más o menos.

En la narrativa de Eltit, el cuerpo adquiere un lugar central, es cierto, pero sólo porque a través suyo se narran epopeyas más o menos públicas, más o menos ignoradas, más o menos eludidas por la historia oficial. Así, en Lumpérica, el cuerpo de L. Iluminada es el suyo (el de una mujer itinerante, sin identidad fija, que circula incansablemente por la ciudad vedada a sus iguales), pero es también el cuerpo social, disminuido, sojuzgado con clasificaciones, con restricciones varias, con agresiones (incluida la tortura), todo como parte del paisaje urbano de los tiempos de la dictadura militar de Pinochet. Pero el relato podría leerse llanamente como la historia de una deambulante y nada más. Es posible, sí, aunque para hacerlo debamos negar su esencia misma.

Tal compromiso con lo corporal y lo social ha venido estrechándose a la par a medida que el trabajo de Diamela Eltit va entregando nuevas muestras. Ya su ejercicio como integrante del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) ponía el cuerpo en juego y, quizá, también en peligro (en Lumpérica se alude a las heridas, a las cicatrices, a la sangre, y aparece una foto de la propia Eltit con los brazos vendados), como un símbolo del riesgo del día a día bajo la dictadura. Otros textos suyos siguieron luego mostrando esa conciencia de lo carnal como político, que parecía suscribir la eficaz sentencia de Kate Millet: "Lo personal es político". Bajo esa invocación parece haberse escrito toda la obra de Eltit, muy notable en el conjunto de autores latinoamericanos coetáneos suyos, precisamente por su tremenda originalidad y por su coherencia con una idea no sólo del cuerpo y la sociedad, sino también de la literatura, que ha mantenido, sin repetirse, durante casi tres décadas.

La centralidad del cuerpo en la historia social ha sido trabajada por Eltit de mil modos, y sus novelas Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988) , Los trabajadores de la muerte (1998), Mano de obra (2002) y Jamás el fuego nunca ( 2 00 7 ) han explorado la relación corporal de sus protagonistas con el paisaje urbano, con el tejido social del cual forman parte, a veces como pústulas, a veces como miembros en trance de amputación o muerte. La elaborada metáfora con que Eltit ha compuesto la narración de la realidad social chilena en sus textos se ocupa no sólo de la representación del cuerpo y sus enfermedades, carencias o avatares (el parto, la sangre menstrual y los "lazos de sangre" son materia común de sus escritos), sino del devenir histórico de esos cuerpos a veces aniquilados y a veces en pleno combate, en plena batalla por la recuperación de sí mismos; batalla, hay que decirlo, tantas veces perdida.

Así, sus ensayos refieren también a temas como la enfermedad y la salud, y no es casual que dos de sus más conocidos libros de ensayo se titulen Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política (2000) y, en una alusión mucho más clara: Signos vitales (2008). La propensión a estudiar la naturaleza social de las exclusiones más drásticas ha hecho también detenerse su pluma en el estudio y escucha de las voces no escuchadas, recluidas, voces repetitivas o fantasiosas cuya realidad distinta, creada a partir de la palabra, no da sólo una pista para entender el orden desordenado de sus experiencias vitales, sino el orden aparentemente eficiente de la sociedad exterior. Y ahí están, para probarlo, sus testimonios El Padre Mío (1989) y El infarto del alma (1995), donde recupera la voz de los dementes y da cuenta de sus obsesiones, de las numerosas intervenciones que la medicina ha hecho en ellos, y no sólo la psiquiatría (las operaciones para esterilizar a las dementes, por ejemplo). Es importante recordar ahora El infarto del alma porque los personajes protagónicos de la novela más reciente de Eltit, Impuesto a la carne (2010), hablan una y otra vez, obsesivamente, acerca del control de sus cuerpos y sus vidas por los médicos, por aquellos que saben qué es mejor, y a quienes esos saberes les otorgan el derecho de intervenir, medicar, trocear los cuerpos ajenos si fuera preciso. En El infarto del alma (reeditado el año pasado) también se aborda el tema de la reclusión, de la pérdida de identidad (la mayoría de los enfermos son indigentes, algunos catalogados como N. N., —sin nombre ni familia conocidos—) y de la manipulación de los cuerpos por la medicina y la ley. Hay que decir aquí que Eltit posee una formación teórica muy fuerte, muy coherente, que aflora por momentos en sus textos de la manera más inesperada. Leyendo El infarto... recordamos a Foucault, a Freud, pero también a Marx y a muchos otros. El infarto... es un texto creado para acompañar las fotos que tomara Paz Errázuriz en el hospital psiquiátrico de Putaendo, un mundo otro, a sólo dos horas de Santiago.

Diamela relata cómo fueron recibidas al llegar ahí:

...como si ellos mismos no lo pudieran creer y más la besan y más la abrazan y a mí también me besan y me abrazan hombres y mujeres ante los cuales debo disimular la profunda conmoción que me provoca la precariedad de sus destinos. No sus rostros ni sus cuerpos, me refiero a nuestro común diferido destino.

¿Qué sería describir con palabras la visualidad muda de esas figuras deformadas por los fármacos, sus difíciles manías corporales, el brillo ávido de esos ojos que nos miran, nos traspasan y dejan entrever unas pupilas cuyo horizonte está bifurcado? ¿De qué vale insistir en que sus cuerpos transportan tantas señales sociales que cojean, se tuercen, se van peligrosamente para un lado, mientras deambulan regocijados al lado de Paz Errázuriz, ahora su parienta?

La percepción de una huella social, en las incisiones, heridas, torceduras, hematomas de esos cuerpos recluidos —¿ para evitar la contaminación?— podría considerarse un antecedente claro de la voz que se agita y demanda en muchas de sus novelas posteriores.

Espacio vital, escenario social, el cuerpo en la narrativa de Diamela Eltit aparece una y otra vez comprometido de los modos más diversos: escenario casi único para los gemelos de El cuarto mundo (1988); herida permanentemente sangrante en Vaca sagrada (1991), a cuya protagonista le han amputado a su amante (que ha sido desaparecido); objeto sucesivo del deseo y la explotación capitalista en Mano de obra (2002) ; en la autonomía de los cuerpos mutilados, mendicantes, malévolos, de Los trabajadores de la muerte (1998); o en la reproducción corporal (a nivel celular, podría decirse) de las organizaciones políticas clandestinas durante la dictadura militar en Jamás el fuego nunca (2007).

Pero entremos, de una vez, en materia. ¿Qué relación puede tener este énfasis en lo corporal y en el control social sobre los cuerpos enfermos o dementes, y su recurrencia en la novelística de Diamela Eltit, con el tema que nos reúne aquí? A simple vista, superficialmente, nada. De hecho Impuesto a la carne se trata de una novela del año pasado, es decir, pertenece ya al siglo XXI y, porque, como reza la nota de contraportada, la anécdota de la novela podría contarse así:

Un hospital. Hordas de médicos. Enfermeras que trafican sangre. Grupos de fans. Enfermos vaciados de sus órganos. Impuesto a la carne funciona como una metáfora nacional de los últimos doscientos años, en la que será posible reconocer algunos de los paisajes más sórdidos de nuestra historia. Una crónica marginal que registra el tránsito de dos almas anarquistas por un espacio opresor. [...]

Elemento fundante de la novelística de Diamela Eltit, el cuerpo, en esta oportunidad, se convierte en el escenario en el que se despliegan las certezas y fisuras propias de la relación entre una madre y una hija. La autora se embarca en una lectura orgánica de la figura materna, esta vez no en clave simbólica, sino como un ente corpóreo y vivo que habita, literalmente, las entrañas de toda hija.1

Hay en esta breve descripción dos menciones que debemos retener: la primera, el asunto de la metáfora nacional; la segunda, esa presencia orgánica y eterna de la madre en su hija. La idea de metaforizar la historia nacional es usual en la narrativa de Eltit, como se ha visto antes, y el asunto de los cuerpos fundidos en uno ya había aparecido también. Pero Impuesto a la carne, cuyo título alude ya a una obligación, a una deuda, funde estas constantes temáticas para expresar un decursar, un devenir, muy poco satisfactorio, por cierto.

La voz narrativa, perteneciente a la hija, da la pauta de esa lectura de sus vidas en clave histórica. La novela comienza así:

Nuestra gesta hospitalaria fue tan incomprendida que la esperanza de digitalizar una minúscula huella de nuestro recorrido (humano) nos parece una abierta ingenuidad. Hoy, cuando nuestro ímpetu orgánico terminó por fracasar, sólo conseguimos legar ciertos fragmentos de lo que fueron nuestras vidas. La de mi madre y la mía. Moriremos de manera imperativa porque el hospital nos destruyó duplicando cada uno de los males.

Nos enfermó de muerte el hospital.

Nos encerró.

Nos mató.

La historia nos infligió una puñalada por la espalda (p. 9).

Una y otra vez la voz pregunta: "¿Hace cuánto?, ¿unos doscientos años?", para responderse enseguida: "Sí, doscientos años". Ese gesto repetido, la pervivencia de la misma situación durante dos siglos, da la primera señal. Madre e hija viven internadas en un hospital, acosadas por fans de la medicina y por médicos que intervienen continuamente sus cuerpos. La metáfora nacional (esos 200 años de legalidad de la nación chilena) se entreverá aquí con las políticas higienistas esgrimidas como argumento primero de la intervención del gobierno en la vida privada, los gestos, los comportamientos, o en la adscripción sanguínea (en el caso de los indígenas) o la capacidad de decidir quiénes están aptos y quiénes no para formar parte de la nación. Hay varios episodios ilustrativos:

Empezó justo cuando el primer médico se hizo presente.

Un médico blanco, frío, metálico, constante.

Eso me dijo mi mamá: Un médico frío, metálico, constante. Blanco. [...]

[...] se abocó a la estructura de sus genitales y al conjunto tenso de sus órganos. [...] Y luego se abalanzó artero para ensañarse con ella de un modo tan salvaje que en vez de examinarla la desgarró hasta que le causó un daño irreparable. Mi pobre mamá se sentía morir molecularmente y ese médico provisto de todo su poderoso instrumental le arruinó el peregrinaje ambiguo del presente y toda la esperanza que había depositado en su futuro. [...]

En esas horas tétricas para nosotras, mi madre me dijo que el médico, cuando supo que iba a sobrevivir, me miró (por primera vez) como si yo fuera una producción de la medicina, un simple y prescindible insumo o una basura médica. Me observó con una indiferencia infame. Después me midió, me pesó e hizo una incursión antropométrica (p. 13).

Aquí hay un dato nada desdeñable. El primer médico tiene una característica que se repite una y otra vez, es Blanco. Manuel Blanco Encalada fue el primer presidente de la República de Chile, electo en 1826. La alusión a la historia nacional no es gratuita, y a partir de entonces se hace permanente la higienización, medición y educación de esos cuerpos que terminan por ser intoxicados, lentamente desangrados y siempre vigilados. La rebelión, sin embargo, parece posible. Dice la protagonista sin nombre:

nosotras incitamos a nuestros órganos a una posición anarquista y así conseguimos imprimirle una dirección más radical a nuestros cuerpos (p. 15).

Me aferré a mi madre de una forma que podría considerarse maníaca o excesivamente primitiva. Lo hice porque desde nuestro nacimiento (marcado por signos de una abierta rebeldía) estuvo claro que éramos dos seres o dos almas solas en el mundo.

La patria o el país o el territorio o el hospital no fueron benignos con nosotras.

Mi madre (que ya era anarquista) se permitió disfrutar de un éxtasis prolongado cuando comprendió que éramos dos mujeres solas en el mundo (p. 18).

Estas dos mujeres, la madre y su hija, van delineándose en el texto como los espacios de la nación, pero siempre contradiciendo los planes de ese primer médico y de los que llegarán luego. A pesar de las mediciones y remedios, la hija nacerá muy parecida a la madre: ambas son bajas, feas y aterradoramente comunes. Así, va llegando un médico tras otro, para analizar, medir, medicar. Todos son altos, y cuando hay uno bajo, lo mismo que ellas, la estatura puede ser un tema que discutir: todos los médicos son altos (es decir, respetables). La hija, entonces decide mentir y aceptar lo que llama las "fantasías nacionales de altura" de la madre, y la alusión a la historia chilena no se hace esperar:

Dos mujeres pequeñas que no íbamos a crecer en ningún sentido y cuyos órganos débiles nos convirtieron en una atracción turística para los médicos, uno y otro, un cabildo de médicos, una interminable junta de médicos, un parlamento médico. Sí, una nación o un país o una patria médica plagada de controles parciales ... (pp. 29-30).

Nótese la sucesión (histórica): cabildo, junta, parlamento... son tres modos de gobierno sucesivos: el cabildo inicial, la junta militar, el parlamento representativo. Ésa es la historia que la hija quiere contar, en su peculiar "cuerpo a cuerpo con la madre", como diría Cixous:

Mi programa es apelar a un escrito sin pretensiones, escalofriantemente sencillo, a un simple diario local o a una memoria que no se termine de comprender del todo y que, sin embargo, nos permita hacer un milímetro de historia.

Una gesta encabezada por nosotras, unas mujeres solas en el mundo. Dos ancianas que ya hemos cumplido ¿cuánto?, no sé, ¿doscientos años? Y que luchamos para que el terrible y hostil transcurso del tiempo nos garantice que en los próximos doscientos años que se avecinan van a empezar a circular nuestro legado.

No, me dice mi madre, nunca va a circular ni un pedacito de palabra. La nación o la patria o el país van a aplastar la revuelta de la sílaba. No. Ni en cuatrocientos años más, insiste mi madre. Ni siquiera en cuatrocientos (p. 31).

Una vez más, la voz narrativa de Diamela Eltit ha tomado a su cargo el señalamiento de los excluidos de la historia, estas mujeres que vagan solas y asustadas por el hospital, que no cumplen el sueño de representación de un ser nacional: son bajas, morenas, ("Nos dicen: Negras curiches", p. 33), son parias. La madre, conservadora, se niega a apoyar el desdén de la hija por los médicos:

Tendrías que ser tonta o retardada, me dice mi mamá, para profanar la burbuja histórica de la nación, del país o de la patria médica, así es que te repito, cállate la boca y déjalos en paz, que hagan lo que quieran, lo que se les antoje. Nosotras estamos aquí para permitir y hasta estimular que nos sigan tratando como subpacientes o subespecies, qué nos importa, dice mi mamá, mientras res-

Madre e hija se mantienen en el forcejeo perpetuo entre la sumisión y la resistencia; la muerte orgánica se equipara a la muerte civil; la parentela asustada y servil va muriéndose poco a poco, y es así que van quedándose solas las dos. Una con la otra. Nadie más que ellas y los médicos y su grupo de fans, que los siguen y aplauden sus acciones, por poco honorables que sean. Así, van transitando por varios niveles de reconocimiento de su propia prescindencia, de ese estar a merced de los médicos, pero también de su fortaleza, de su capacidad para enfrentarlos. La madre podría ser el territorio preexistente o, bien, la historia patria, o la identidad misma de la nación chilena. Sin ella, la hija no podría vivir, es la hija quien deberá sufrir gestos lindantes con la tortura por parte de los médicos y recordar cuando la madre olvide. He aquí otra de las elaboraciones de la historia nacional llevadas al continuo parloteo de la hija hospitalizada:

Mi madre afirma que los médicos generales eran atentos y olvida senilmente que sus características opresoras sobre nosotras los volvían temibles, violentos. Se niega a aceptar mi madre que ellos no tenían escrúpulos porque prácticamente no nos examinaban y nos trataban con una violencia que no comprendo cómo ha podido disculpar.

Así son los generales.

[...] Cómo es posible, me pregunto alarmada, que mi madre memorice a cada uno de ellos como un servidor social de nuestra salud en circunstancias que ha sido un territorio, el de nuestra salud, duramente ganado [...]

Yo oscilo entre el miedo y la furia (p. 54).

Nótese ahora la equiparación histórica: se alude luego a los médicos generales como "los generales". En ese paisaje equívoco, ellas sobreviven entregando su sangre al cuerpo de enfermeras, huyendo de los fans que las vigilan, haciéndose las bobas ante cualquier sospecha de sabiduría o de rebelión. La hija quiere escribir su versión de la historia; la madre se niega, sabe que eso las condenaría. Cada vez que decide enfrentar la opresión, hay un pacto de silencio. Hay cosas que no pueden decirse y hay otras que pueden soportarse a duras penas:

No sé vivir sin experimentar el castigo de la patria o de la nación o del país. Este país que no devuelve el mar, que no devuelve el mar, que se traga, se traga las olas del mar, se traga el mar. Se traga todo y por eso en cada uno de estos años y en la percepción que me provocan las horas comprendo cómo funciona el castigo de la nación o de la patria.

El castigo interminable de un territorio que me saca sangre, me saca sangre, me saca sangre, me saca sangre. Que me saca sangre (p. 80).

Tanto modo equívoco de ser vir a la patria (o la nación, o el país), dándole sus sangres y sus órganos, donándolo todo para un fin desconocido o francamente reprobable, terminará por convertir estos cuerpos, extasiados en su propia increíble supervivencia, los cuerpos de la madre y la hija, en uno solo. Un solo cuerpo que ya no es más el de ambas, ya no es más el cuerpo de la hija con la madre alojada en sus costillas. Finalmente, el cuerpo que da voz a la narración ha sobrevivido a los múltiples atentados médicos y a las celebraciones hueras, a la esperanza de intervenir en la escena pública al menos por un segundo, mientras, subida a la tarima de la celebración del bicentenario, dejaba su huella fugaz en imágenes digitales, en la televisión y los blogs que reportarían su aparición confusa y confundida. La identificación de la hija, sobreviviente (a duras penas sobreviviente) de múltiples intervenciones y cercenamientos; con su cuerpo repleto de cicatrices y expoliado, carente, a punto de morirse, y casi a punto de volverse loca, con la historia nacional, llega a su clímax. La madre se ha asentado en algún sitio en su interior, es un órgano más; fundidas, ambas darán lo último por el bienestar de la nación. Sin embargo, sus cuerpos rebeldes serán la sede de la revuelta: "pronto iniciaremos la huelga de nuestros líquidos y el paro social de nuestras materias", anuncia la hija, para concluir casi enseguida, con su madre cantando un himno en su interior.

He intentado un recorrido a grandes trancos por el argumento inesperado y sutilmente confuso de la novela más reciente de Diamela Eltit: ahora pareciera, ante este párrafo final, reafirmarse la impresión metafórica de esta anécdota a ratos inexplicable. La identificación frecuente entre esos cuerpos expoliados, aniquilados y engañados, cuerpos bicentenarios, como la nación misma, con ésta, se actualiza una vez más con el señalamiento final. Las anarcobarrocas, como ellas mismas se llaman —en inevitable asociación con Auxilio y Socorro, las protagonistas de De donde son los cantantes, de Severo Sarduy, y su modo burlón de enfrentar la vida—, las delirantes pacientes de ese hospital que puede ser también un país, terminan ellas mismas "operadas, rotas, mal cosidas" y víctimas de una rebelión interna. También sus órganos se juntan para rebelarse, para fundar una comuna, para "protestar por el estado de su historia". No hay futuro, pareciera decirse, para recomponer ese cuerpo gastado que ha sido sumamente maltratado y que, por último, reconoce llegado el fin:

Ya es tarde para nosotras. El territorio puso en marcha un operativo para decretar la demolición y expatriación de nuestros cuerpos. Minas. Minerales. Nuestros huesos cupríferos serán molidos en la infernal máquina chancadora. El polvo cobre del último estadio de nuestros huesos terminará fertilizando el subsuelo de un remoto cementerio chino (p. 187).

Este final casi apocalíptico, igual a aquel estremecedor "la niña sudaca irá a la venta" con que cerraba El cuarto mundo, se convierte en el reconocimiento de una imposibilidad: la supervivencia de la nación en un mundo dominado por el capital transnacional, donde la única razón es la ganancia. Por eso la identificación de sus cuerpos con el cobre, recurso indispensable de la economía chilena y catalizador de un movimiento obrero de fuerte presencia en la historia del país. La ironía constante en las situaciones descabelladas que primero imagina y luego naturaliza Diamela Eltit es el inicio mismo de la rebelión; la conciencia del ridículo es la causa movilizadora de su protagonista, esa conciencia alimenta su percepción de la historia fallida de una nación que no quiere reconocer sus faltas ni dar cobijo a todos sus hijos. Ese cuerpo sobreviviente, un cuerpo de mujer, contiene todas las heridas y toda la memoria, pero su voz — su proyecto de comuna anarquista— no ha podido escucharse en el espacio común. Ahora que esos cuerpos que son uno se identifican con el suelo chileno y sus recursos naturales, su futuro, al parecer ineluctable, es la demolición, la desaparición. No me sorprende, tratándose de una narradora con tan clara percepción de lo político, ese final que parece invocar otros tiempos de la historia chilena, y que reconoce, en la aniquilación completa que conlleva la exclusión, la posibilidad de la muerte total de esa mujer bicentenaria que bien podría ser la patria, la nación o el país, como ella misma, confusamente, ha venido proclamando.

 

Nota

1 Reseña de contracubierta de Impuesto a la carne, de Diamela Eltit (Santiago de Chile, Planeta, 2010). También las citas siguientes se tomaron de esta edición; en adelante sólo se indicará entre paréntesis la página correspondiente.

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