Introducción
Desde finales del siglo XX, en las sociedades occidentales y concretamente en España, se produce una amplia divulgación del concepto género tanto en el espacio académico como en los medios de comunicación y la retórica política. En este sentido, se puede constatar cómo el género emerge en el último tercio del pasado milenio como una de las nuevas palabras de creciente difusión en el lenguaje mediático y político que ha trascendido al lenguaje coloquial (Nash, 2002). Cada vez se habla más a menudo en la vida cotidiana de igualdad de género, estudios de género, violencia de género, identidad de género o políticas de género. En la construcción de estas categorías compuestas, el género figura como eje de análisis que da cuenta de la relación entre los sexos y, a lo largo de los años, se convierte en un “comodín epistemológico” (Lamas, 2007: 3) o en un “lugar común” (Scott, 2011: 95) que se define y redefine con distintas intencionalidades según la mirada y el enfoque del sujeto que investiga. Esta profusión del término género suele dejarnos ante interpretaciones confusas, vagas, que adquieren diversos sentidos, a veces contradictorios.
En este contexto de laberintos conceptuales y nuevas interpretaciones, nos surgen algunos interrogantes: ¿en qué sentido se habla de género?, ¿para qué utilizamos este término?, y ¿por qué seguimos hablando de género? En el debate académico contemporáneo encontramos planteamientos acerca del uso y abuso del concepto de género (Izquierdo, 1998), de confusiones conceptuales (Lamas, 1995), dificultades y posibilidades gramaticales (Maquieira, 2001), de la crisis del género como teoría y práctica (Braidotti, 2004), o de las nuevas críticas a la categoría de género (Femenías, 2003). Por su parte, algunas autoras feministas han elaborado además reconstrucciones genealógicas del concepto a partir de revisiones teóricas y metodológicas (Butler, 1990; Haraway, 1995; Braidotti, 2000). Sin duda, el género constituye una ruptura epistemológica muy importante en las Ciencias Sociales. Con el fin de analizar las relaciones humanas que aparecen como naturales, se descifran las relaciones de poder que se esconden en la construcción de dicotomías y binarismos. Las teorizaciones en torno al género no han dejado de multiplicarse, más allá de los estudios feministas, donde el uso de esta herramienta conceptual es útil como categoría crítica y, con el devenir de los años, se fue transformando en un concepto normativo (Fassin, 2008).
Por tanto, en este artículo nos planteamos un recorrido crítico sobre la aparición y difusión del concepto de género partiendo de las propuestas clásicas, en tanto que rupturas epistemológicas fundamentales en las Ciencias Sociales, hasta llegar a una problematización actual del mismo ante una expansión y asentamiento, en parte, acríticos. El artículo se estructura del siguiente modo: en primer lugar, se describen algunos antecedentes históricos del concepto; en segundo lugar, se identifican distintas interpretaciones teóricas otorgadas a este término desde los estudios feministas; y finalmente, se concluye con la constatación de la existencia de un espacio de tensión del género que comprende su capacidad crítica y su acomodo normativo.
Antecedentes: La biología ya no es destino
Consideramos como uno de los principales antecedentes del concepto de género la publicación en 1949 de Simone de Beauvoir Le Deuxième Sexe. En este ensayo, la autora indaga los orígenes de la subordinación de las mujeres y el lugar al que fueron destinadas a través de la construcción de los saberes masculinos: desde la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, la historia y los mitos. A lo largo de estas páginas, se plantea que “las características humanas consideradas como ‘femeninas’ no derivan de una supuesta naturaleza biológica, sino que son adquiridas mediante un proceso individual y social” (Maquieira, 2001: 159). Para la filósofa francesa, “lo que define de una manera singular la situación de la mujer es que, siendo como todo ser humano una libertad autónoma, se descubre y se elige en un mundo donde los hombres le imponen que se asuma como lo Otro” (Beauvoir, 1999: 31). De este modo, la otredad aplicada a las mujeres aparece como eje temático de su obra y explica la función crucial que cumplen ellas como representación de la alteridad: “sólo mediante la negación de este ‘otro’ privilegiado, el sujeto masculino puede construirse como el modelo universal de normalidad y normatividad” (Braidotti, 2000: 213).
Las investigaciones etnográficas de Margaret Mead, en los años veinte y treinta del siglo pasado, también constituyen un antecedente clave de la categoría de género, porque introduce, frente a la visión biologista predominante de las ciencias sociales, una idea innovadora: “por ser la especie humana enormemente maleable, los papeles y las conductas sexuales varían según los contextos socio-culturales” (Mead, 1935 citada en Stolcke, 2004: 82).
Señalados estos dos antecedentes fundamentales, no podemos avanzar sin mencionar que, en Estados Unidos, a partir de la década de los cincuenta, aparece el término gender -desde la psicología, la sexología y la medicina- para distinguir entre el sexo anatómico y el sexo social (Stolcke, 2004). John Money, psicólogo y médico, en lugar de hablar de sex roles utiliza el término gender roles para solucionar las dificultades conceptuales que presentaba la descripción de los casos que hoy conocemos de intersexualidad, tradicionalmente denotados como hermafroditismo. En estos casos de intersexos congénitos, el objetivo psico-médico ha consistido en modificar los genitales ambiguos mediante cirugía normalizadora para resolver toda incertidumbre y así, con la administración hormonal sustitutoria, facilitar el aprendizaje de los roles binarios de género (Fassin, 2008; Lamas, 1986; Stolcke, 2004).
Robert Stoller, psiquiatra y psicoanalista, sigue esta misma lógica investigando la transexualidad, es decir, las personas que no se identifican con su sexo de nacimiento. En su libro, Sex and Gender (1968), Stoller estudia los trastornos de la identidad sexual y propone la expresión gender identity con el objeto de diferenciar la transexualidad de la homosexualidad, esto es, disociar los deseos de ser hombre o mujer de la orientación sexual (Fassin, 2008; Stolcke, 2004; Lamas, 1986). En este contexto bio-psico-médico, el género surge como un recurso para la medicalización de la intersexualidad o la transexualidad y, desde esta perspectiva, tiene un gran peso de normatividad social.
La distinción naturaleza/cultura: Sherry Ortner
Llegada la década de los setenta, encontramos en Estados Unidos una serie de autoras que discuten,2 en el libro Women, Culture and Society (1974), la universalidad de la subordinación femenina basada en la división sexual del trabajo. Entre ellas se puede destacar, en primer lugar, a (Michelle Rosaldo, 1974) que propone un modelo estructural, considerando aspectos de la psicología, la organización social y cultural, en relación con la dicotomía doméstico/público. En segundo lugar, (Nancy Chodorow, 1974) señala que la construcción de la estructura psíquica se configura en la experiencia de la socialización y, en este sentido, la autora apunta cómo las diferencias entre la personalidad masculina y femenina no están genéticamente programadas, esto es, en su conformación intervienen los factores socioestructurales en mayor medida que los biológicos. Entre otras aportaciones antropológicas, (Sherry Ortner, 1974) analiza con las influencias teóricas de Simone de Beauvoir y Claude Lévi-Strauss, la homología entre las relaciones dicotómicas mujer/hombre y naturaleza/cultura. En el análisis de estas dicotomías doméstico/público, masculino/femenino y naturaleza/cultura, las autoras mencionadas “situaban la opresión de las mujeres en la cultura y en la estructura social, pero muchas de ellas acabaron replicando las tendencias universalistas y el determinismo biológico que pretendían superar” (Stolcke, 2004: 83).
En el artículo de (Ortner, 1974) Is Female to Male as Nature Is to Culture? se analiza el pensamiento cultural que presupone la inferioridad de las mujeres y, en este texto, la autora se pregunta: ¿cómo explicar la desvalorización universal de las mujeres?, ¿por qué se las considera más próximas a la naturaleza? Para (Ortner, 1979), la clave está en el cuerpo y en las naturales funciones procreadoras específicas de las mujeres. De este modo, distingue en su análisis tres niveles de significación que tiene este hecho fisiológico: 1) el cuerpo y las funciones de la mujer parecen situarla más próximas a la naturaleza en comparación con la fisiología del hombre, que lo deja libre para emprender los planes de la cultura; 2) los roles sociales que se consideran situados por debajo de los del hombre en el proceso cultural; y 3) una estructura psíquica diferente que, al igual que su naturaleza fisiológica y sus roles sociales, se considera más próxima a la naturaleza. A lo largo del texto, la autora desarrolla la idea de que las mujeres tienen el papel de ser transformadoras, es decir, se las considera las mediadoras entre naturaleza y cultura, siendo este proceso fundamental por cuanto implica socializar y culturizar la naturaleza. En otras palabras, las mujeres representan un estatus medio, tienen funciones mediadoras y una significación ambigua, esto es, distintas interpretaciones que ubican a las mujeres en una posición media entre naturaleza y cultura.
Esta publicación de (Ortner, 1974) es considerada una de las obras fundacionales en la antropología feminista, obra que provocó un gran debate, por dos afirmaciones polémicas: una, que la subordinación de las mujeres es universal y, la otra, que la homología mujer/hombre a naturaleza/cultura explica la dominación masculina. A partir de las críticas recibidas y después de más de veinte años, esta autora publica en 1996 un nuevo ensayo: So is Female to Male as Nature is to Culture? Aquí Ortner reconoce haber otorgado excesiva importancia a los indicadores de superioridad masculina, etiquetando así a toda una cultura como dominada por hombres. En su argumentación sobre el igualitarismo en las sociedades, Ortner hace uso de algunas ideas que ya revisó con la publicación en 1989 del artículo Gender Hegemonies. Para (Ortner, 1989), algunas críticas que le fueron realizadas en torno al debate sobre el universalismo tomaron la asimetría de género únicamente en términos de prestigio, sin considerar las otras dos dimensiones fundamentales como son la dominación masculina y el poder femenino. Ortner sostiene que, si cabe citar sociedades igualitarias en lo que respecta al género, tal igualitarismo es inestable. En sus palabras, resulta frágil:
No es que estas sociedades no tengan elementos de “dominación masculina”, sino que éstos son fragmentarios no están entrelazados en un orden hegemónico, no son centrales en un discurso más amplio y coherente de superioridad masculina, y tampoco son centrales en una red más amplia de prácticas de exclusividad o superioridad masculina (2006: 14).
Asimismo, (Ortner, 2006) replantea que la dominación masculina se puede comprender como el resultado de una compleja interacción de disposiciones funcionales, dinámicas de poder y factores corporales. Reafirmando que las mujeres resultan ocupar el lugar de la mediación entre naturaleza y cultura, la autora indica que: “las relaciones de género siempre se sitúan, al menos, en una de las líneas fronterizas entre naturaleza y cultura: el cuerpo” (2006: 18). Desde esta perspectiva, Ortner considera que, en muchas culturas, si no en todas, la homología hembra/macho-naturaleza/cultura supone una relación de metaforización mutua:
[El] género se convierte en un lenguaje poderoso para hablar de las grandes preguntas existenciales sobre naturaleza y cultura, a la vez que el lenguaje de la naturaleza y cultura, si se utiliza, puede ser muy poderoso para hablar del género, la sexualidad y la reproducción, por no mencionar el poder y la indefensión, la actividad y la pasividad, entre otras cosas (Ortner, 2006: 18).
Las mujeres como objeto de intercambio: Gayle Rubin
La publicación en 1975 del ensayo de Gayle Rubin, The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of Sex, es considerada hoy una obra clásica que marca el despegue del uso del género como categoría de análisis en las Ciencias Sociales (Braidotti, 2000: 222; Izquierdo, 1998: 29; Lamas, 1986: 191; Maquieira, 2001: 161; Stolcke, 2014: 178). En este artículo, la autora propone una nueva formulación teórica desde una aproximación antropológica cultural sobre el intercambio de mujeres. Esto se condensa en el sistema sexo/género que se convierte en concepto referencial para los estudios de género y el análisis feminista sobre la economía política del sexo (Braidotti, 2000; Maquieira, 2001).
Siguiendo la metodología de Simone de Beauvoir en el Segundo Sexo, la autora discute con distintas fuentes epistemológicas como el materialismo histórico, la antropología y el psicoanálisis para escribir su teoría sobre la génesis de la opresión y la subordinación social de las mujeres, que comprende una fuerte crítica al esencialismo biológico y a la heteronormatividad (Stolcke, 2014). Analizando la teoría marxista, Rubin (1986) señala que en el mundo social de Marx los seres humanos son trabajadores, campesinos o capitalistas. La condición de mujeres como trabajadoras, explotadas o enajenadas no era importante en su análisis histórico del Capitalismo. De este modo, se perciben los sesgos androcentristas porque prevalece lo masculino como hegemónico en su teoría social. Las mujeres se conciben como administradoras del consumo familiar y, en última instancia, reserva de fuerza de trabajo. En este sentido, se ubica la opresión de las mujeres en el centro de la dinámica capitalista señalando la relación entre el trabajo doméstico y la reproducción de la mano de obra (Rubin, 1986). En este análisis, el trabajo doméstico es un elemento clave en el proceso de reproducción del trabajador, esto es, un trabajo adicional para convertirnos en personas: ¿quiénes sostienen y mantienen la dinámica cotidiana de la vida del hogar? Aquí está la utilidad de las mujeres para el capitalismo y una de las causas de la opresión femenina.
En consecuencia, se puede afirmar que una mujer en tanto que esposa se constituye en una necesidad fundamental del ganador de pan. “Es este ‘elemento histórico y moral’ que proporciona al capitalismo una herencia cultural de formas de masculinidad y feminidad” (Rubin, 1986: 101). Desde esta perspectiva, la autora sostiene que toda sociedad tiene un modo sistemático de tratar la organización del sexo, el género y la reproducción. Así, formula el concepto de sistema sexo/género para indicar el “conjunto de disposiciones por las cuales la materia prima biológica del sexo y la procreación humana son conformadas por la intervención social y satisfechas de una forma convencional, por extrañas que sean algunas de las convenciones” (Rubin, 1986: 102-103). En otras palabras, el sistema sexo/género es un concepto que hace referencia a un aspecto específico de la vida social que permite estudiar los modos en que la materia bruta del sexo es convertida por las relaciones sociales de desigualdad en un sistema de prohibiciones, obligaciones y derechos diferenciales para hombres y mujeres. Sistema que, según Rubin (1986), establece normas sociales, prácticas cotidianas y representaciones, incluida la división sexual del trabajo y las identidades subjetivas.
Del análisis de las relaciones de parentesco de Lévi-Strauss publicado en 1949 como Les structures élémentaires de la parenté, la autora interpreta que “los sistemas de parentesco son formas empíricas y observables de sistemas de sexo/género” (Rubin, 1986: 106). En este sentido, se entiende que los sistemas de parentesco configuran y reproducen, entre otros objetivos sociales, formas concretas de sexualidad socialmente organizada, y varían de una cultura a otra. En concreto, Rubin sostiene que “un sistema de parentesco es una imposición de fines sociales sobre una parte del mundo natural” (1986: 112). Es decir, lo concibe como producción, modelación o transformación de objetos/personas. Además, considera atractivo el concepto ‘intercambio de mujeres’ de Lévi-Strauss, “porque ubica la opresión de las mujeres en sistemas sociales antes que en la biología” (Rubin, 1986: 111). Esta autora de hecho parece haber marcado su posicionamiento político en el propio título de su contribución: “el tráfico de mujeres”.
Centrándose en el tabú del incesto como el origen de la exogamia, la autora identifica la circulación de mujeres en la sociedad patriarcal como la clave del sistema de género que sustenta el orden patriarcal. En este sentido, el género no sólo implica la identificación con un sexo, sino también orienta el deseo sexual hacia el otro sexo y así se crea la heterosexualidad obligatoria como resultado de las reglas y normas del parentesco. Asimismo, explica que el psicoanálisis “es una teoría sobre la reproducción del parentesco” (Rubin, 1986: 118). Para la autora, el psicoanálisis estudia las huellas que deja en la psique de las personas su adscripción en los sistemas de parentesco, esto es, interpreta la transformación de la sexualidad en los procesos de aculturación (Rubin, 1986).
En The Traffic in Women, Rubin no señala la distinción entre deseo sexual y género por cuanto toma a ambos como producto social, entrelazados en los sistemas de organización basados en el parentesco. Sin embargo, una década más tarde, en 1984, la misma autora va a publicar un nuevo ensayo acusando esta distinción: Tkinking Sex: Notes for a Radical Theory of the Politics of Sexuality. Aquí, Rubin señala: “aunque el sexo y el género están relacionados, no son la misma cosa, y constituyen la base de dos áreas distintas de la práctica social” (1989: 54). En este sentido, la autora cuestiona la fusión de sexo y género, así como su utilización como términos fácilmente intercambiables. Por eso, propone analizar el género y la sexualidad separadamente, con la intención de reflejar con mayor fiabilidad sus dimensiones sociales distintas, distinguiendo así la jerarquía de género y la estratificación sexual.
En este sistema de estratificación sexual, plantea una línea divisoria entre lo que se considera necesario para mantener una frontera imaginaria entre la “sexualidad buena, normal, saludable, natural y sagrada” que se reconoce en parejas heterosexuales bajo la institución del matrimonio, y una “sexualidad maldita, anormal, dañina, antinatural y pecaminosa” identificada en relaciones homosexuales, fuera del matrimonio y no procreadora. De este modo, argumenta que la sexualidad como el género es política porque “está organizada en sistemas de poder que alientan y recompensan a algunos individuos y actividades, mientras que castigan y suprimen a otros y otras” (Rubin, 1989: 56).
Sujetas a las fábulas del poder: Joan W. Scott
En la década de los ochenta, el proceso de institucionalización de los estudios de género en el mundo académico occidental y la búsqueda de su legitimidad, son los principales factores que influyen en el crecimiento y la divulgación científica de esta perspectiva de investigación (Braidotti, 2000). En este contexto, se publica en 1986 el artículo de Joan W. Scott, Gender: A Useful Category of Historical Analysis, que supone comprender el género como categoría analítica, es decir, una herramienta crítica capaz de identificar nuevos temas y problemas de indagación (Maquieira, 2001: 167).
Desde un análisis postestructuralista del poder, Scott entiende “el género como elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen a los sexos y el género como una forma primaria de relaciones significantes de poder” (1996: 289). La categoría de género concierne, desde este punto de vista, tanto a los sujetos individuales como a la organización social. Siguiendo la interpretación de la autora, el género es y opera a través de cuatro dimensiones: 1) en los símbolos culturales que integran representaciones múltiples y muchas veces contradictorias; 2) en conceptos normativos que limitan y contienen las posibilidades metafóricas de interpretación de los símbolos culturales (doctrinas religiosas, educativas, científicas, etc.) que afirman unívocamente el significado masculino-femenino; 3) en el sistema de parentesco y la familia (microestructuras), en la economía, la educación y la política (macroestructuras); y finalmente, pero no menos importante, 4) en la identidad subjetiva historizada. En este sentido, el género se construye y reconstruye en todos estos ámbitos simultáneamente, tanto en las relaciones familiares como en el mercado de trabajo, en la educación, en los medios de comunicación, en la política y en el arte; incluso, y de manera importante, en los discursos críticos.
La insistencia de Scott por desarrollar la categoría de género como una categoría analítica, tiene su explicación en la necesidad de trascender tanto su uso descriptivo, en simple sustituto de mujeres, como el reduccionismo que surge de la dicotomía sexo/género entendida como biología/cultura. Con esta categoría, Scott pretende sobre todo “lograr una historicidad y una deconstrucción genuina de los términos de la diferencia sexual” (1996: 286). De este modo, esta autora utiliza la definición de deconstrucción de Jacques Derrida, que “significa el análisis contextualizado de la forma en que opera cualquier oposición binaria, invirtiendo y desplazando su construcción jerárquica, en lugar de aceptarla como real o propia de la naturaleza de las cosas” (Scott, 1996: 286).
En la perspectiva de Scott, el género es también una forma primaria de relaciones significantes de poder, y como lo indica: “una forma persistente y recurrente de facilitar la significación del poder en la tradiciones occidentales, judeo-cristiana e islámica” (1996: 292). Esta dimensión analítica del género es sustancial porque lo ubica en el centro de la percepción simbólica y la organización concreta de la vida social, creando referencias que establecen distribuciones de poder, es decir, control o acceso diferencial sobre los recursos materiales y simbólicos, que generan desigualdades entre los sujetos sociales (Scott, 1996).
Pero el género, al concebirse como forma primaria de diferenciación significativa, cumple una función legitimadora de las oposiciones binarias: el género legitima y construye las relaciones sociales. Entonces, el reto teórico no es solamente deconstruir el modelo hegemónico de género masculino/femenino, sino también comprender la relación recíproca entre género y sociedad, cómo la política construye el género y el género construye la política, en contextos específicos y en relación con la clase, la raza, la religión, entre otras.
A partir del texto de 1986, considerado un clásico en los estudios feministas, Scott realiza una revisión autocrítica en 2010 y se vuelve a preguntar: Gender: Still a Useful Category of Analysis? En este artículo insinúa que, en la historia de los usos de la palabra género, se borraron las fronteras o los límites entre género y sexo en el lenguaje popular, coincidiendo con la reflexión de Rubin (1989) recogida en el epígrafe anterior. Para Scott, el género es “el estudio de la difícil relación (en torno a la sexualidad) entre lo normativo y lo psíquico, el intento de a la vez colectivizar la fantasía y usarla para algún fin político o social” (2011: 100). En este proceso, apunta la autora, “es el género el que produce significados para el sexo y la diferencia sexual, no el sexo el que determina los significados del género” (2011: 100). En este sentido, se entiende que el género es la clave para el sexo.
Con relación a la cuestión de si el género sigue siendo una categoría útil o válida en el análisis social, Scott (2011) sostiene que el género es útil como categoría sólo en cuanto cuestionamiento. Mientras éste sea un conjunto de preguntas abiertas sobre cómo se establecen históricamente los significados, qué implican en la praxis social y a través de qué lenguajes se producen y en qué contextos, entonces todavía resulta útil por ser una categoría con potencial crítico.
Otras identidades en la posmodernidad: subvertir el género
En el desarrollo de las teorías feministas resulta significativa la obra de Judith Butler, publicada en 1990, Gender trouble: feminism and the subversion of identity, donde plantea que el sexo, al igual que el género son categorías construidas. En otras palabras, el sexo no es la materia prediscursiva al género. Sexo y género se producen performativamente y, por tanto, el género no tiene estatus ontológico fuera de los actos en los que se constituye y toma forma (Oliva, 2005).
Las formas canónicas del género se imponen por las prácticas reglamentadoras de la coherencia (Butler, 1990: 58). Por lo tanto, la lucha contra el género requiere la inclusión de todos los discursos posibles sobre el sexo, las prácticas sexuales y las identidades sexuales, de modo que se genera así una proliferación de géneros que constituyen juegos irónicos, parodias estilísticas que tienen como objetivo desestabilizar el género como norma (Maquieira, 2001).
En 2004, Butler publica una serie de ensayos con el sugerente título que ya indica su propuesta crítica frente al género como categoría normativa. Undoing Gender es, en palabras de su autora, fruto de la influencia de una nueva política de género que surge a finales de los años noventa de la interinfluencia de las teorías feministas y queer, a la luz de los movimientos civiles trans. El cuestionamiento del dimorfismo sexual y de las categorías estables del género se convierte en la necesaria acción de un yo que depende y se constituye a través de las normas, pero que también aspira a vivir de manera crítica y autónoma en un intento de transformarlas. Al mismo tiempo, Butler afirma que “comprender el género como una categoría histórica es aceptar que el género, entendido como una forma cultural de configurar el cuerpo, está abierto a su continua reforma, y que la ‘anatomía’ y el ‘sexo’ no existen sin un marco cultural” (2006: 25).
Los análisis feministas del postestructuralismo están comprometidos con las condiciones materiales que explican las desigualdades pero su principal objetivo es subvertir las perspectivas y representaciones convencionales sobre la subjetividad humana. Algunas autoras como Bordo, Spivak y Braidotti abundan en un relativo escepticismo feminista sobre el género y apelan a figuraciones alternativas que proponen la identidad femenina colectiva desde un esencialismo estratégico, planteando un sujeto mujeres no como esencia o destino biológico, sino como localización o posicionamiento político (Oliva, 2005).
En este sentido, Rosi Braidotti (1994) sostiene que la imaginación política feminista necesita dar un salto cualitativo y cree en la fuerza capacitadora de las ficciones políticas propuestas por distintas autoras. En otro sentido, Donna Haraway (1995) propone la figuración del cyborg, es decir, de un imaginario de alta tecnología, en el cual los circuitos electrónicos evocan nuevos modelos de interconectividad y afinidad: “un cyborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. La realidad social son nuestras relaciones sociales vividas, nuestra construcción política más importante, un mundo cambiante de ficción” (Haraway, 1995: 253). Desde esta perspectiva, la autora nos enfrenta con una imagen transgresora de las dicotomías tradicionales masculino/femenino, humano/máquina, natural/artificial, con su propuesta del cyborg como una figura híbrida, representa las subjetividades que conviven con la evidencia de que las identidades en la posmodernidad son permanentemente parciales y contradictorias, o sea, identidades transgresivas, fluctuantes.
En la literatura feminista de las dos últimas décadas encontramos una variedad de formulaciones teóricas significativas para describir las múltiples y fragmentadas subjetividades que participan de la crítica al sujeto mujer del feminismo: la idea de Judith Butler (1990) apunta hacia una ‘política paródica de la mascarada’, Teresa de Lauretis (2000) habla del ‘sujeto excéntrico’ y ‘sujetos nómades’ es la figuración que evoca Rosi Braidotti (1994). Esta metáfora le permite analizar detalladamente las categorías establecidas y los niveles de experiencia y desplazarse por ellos, como dice la autora: “desdibujar las fronteras sin quemar los puentes” (Braidotti 1994: 30). Distingue esta ficción política porque cree en la potencia y la relevancia de la imaginación, como un modo de salir de la embriaguez política e intelectual de estos tiempos posmodernos. En su interpretación situada, el nomadismo significa la construcción de una conciencia crítica, que se resiste a establecerse en los modos socialmente codificados de pensamiento y conducta. En este sentido, no todos los nómades son viajeros del mundo, algunos de los viajes más importantes pueden ocurrir sin que uno se aparte físicamente de su hábitat. Lo que define, en realidad, el estado nómade es la subversión de las convenciones establecidas, en el acto literal de viajar. A su vez, han descrito las subjetividades feministas alternativas como ‘compañeras de viaje’ en un estado de tránsito, de paso. En definitiva, será importante imaginar nuevas representaciones que den cuenta de los pequeños y grandes cambios en la construcción de distintas subjetividades en contextos sociales, económicos y políticos diversos.
Algunas conclusiones
Este artículo propone una revisión de lo que el género ha representado para las investigaciones feministas en los últimos cuarenta años. Sin pretensión de exhaustividad, esta recapitulación se realiza a través de las lecturas y relecturas de textos fundacionales de autoras cuya influencia hemos considerado decisiva para comprender el alcance del significado de las discusiones en torno a las cuales se han ido produciendo los desarrollos teóricos en los ámbitos académicos de mayor reconocimiento en occidente.
El género irrumpe como concepto en el escenario académico entre las feministas que empiezan a publicar principalmente en los Estados Unidos acerca de la subordinación femenina y su eventual condición de universalidad. De ese modo, autoras como Ortner y Rubin realizan importantes aportaciones desde la antropología social, que suponen rupturas epistemológicas muy significativas, para desestabilizar las posiciones androcéntricas en aspectos tan fundamentales para la disciplina como la dicotomía naturaleza/cultura o la posición de hombres y mujeres frente a las condiciones materiales que organizan la vida humana, como son las estructuras de parentesco y de producción de la existencia.
Si bien en los años ochenta, la institucionalización de los estudios en torno al género pareciera amenazar su potencial crítico, autoras como Scott nos hacen ver que las teorías y las prácticas feministas en torno al género hacen posible plantear preguntas nuevas, para explicar y transformar los sistemas históricos de diferencia sexual. Sistemas en los que las personas estamos constituidas y situadas socialmente en relaciones asimétricas y bajo órdenes jerárquicos que implican elementos simbólicos, estructurales, normativos e identitarios. En este sentido, la categoría de género todavía sigue siendo útil para el análisis social si se realiza desde el cuestionamiento como una categoría crítica que interroga cómo se establecen los significados, qué implican y en qué contextos.
Por último, algunos de los debates que se citan en la posmodernidad han sido calificados de postfeministas y de desplazar el sujeto mujer de la agenda política. En este sentido, vemos que no es tan cierto que las preocupaciones a partir de los años noventa no incluyan las condiciones materiales de la desigualdad entre hombres y mujeres. Bien es cierto que el análisis sobre las estructuras no ha constituido su eje de discusión como sí lo ha sido la búsqueda del reconocimiento de las condiciones del sujeto, su fragmentación y multiplicidad, así como la posibilidad de combatir el género como norma excluyente.
En este sentido, posiciones como las de Butler hablarían de que no ya el género, sino principalmente el sexo, es fruto de una construcción cultural. Desvelar la ausencia de un origen prediscursivo del sexo hace que, potencialmente al menos, el género pueda plantearse como un campo en disputa, por cuanto permite parodiar la multiplicidad genérica y construir así subjetividades alternativas al modelo hegemónico.