Introducción
El cuerpo como objeto de estudio es un terreno relativamente nuevo para la sociología. Algunos teóricos consideran la década de 1990 como el punto de arranque en esta ciencia, la cual ha tenido como fin criticar el dualismo cartesiano de cuerpo/mente (Sabido y Cedillo, 2014). Sin embargo, esto no quiere decir que el cuerpo no haya sido previamente pensado, hablado o intervenido en el campo de la teoría o de la cotidianidad, todo lo contrario, el cuerpo ha sido un espacio de reflexión, intervención y sobre todo de experimentación a lo largo de la existencia humana.
Si la sociología logra establecer un análisis más formal durante esta década, esto responde a algo que se logró visibilizar, a inicios de 1960 en el terreno artístico. La reflexión e intervención desde y sobre el cuerpo aparece como devenir, como un objeto que va y viene a través de la historia, sobre el cual se reflexiona y se materializa un proceso discursivo de determinada época.
Para entender por qué el arte, y en específico por qué las artistas feministas reflexionan sobre el cuerpo propio a inicios de la década de 1960, es necesario considerar lo que ha sido llamado como la “muerte de Dios”. Esto convocó a un movimiento simbólico que recayó sobre la concepción de lo corpóreo y de la individualidad, ideas sintetizadas en la fórmula de un Dios-Hombre. En la modernidad, el sujeto abandona su ser como imagen y semejanza de Dios y posa su mirada en la imagen del hijo torturado, siendo este cuerpo profanado un espacio idóneo para el ascenso del individualismo mediante el cual se da un cambio en la axiología corporal que va, según Le Breton (2002), desde el Medievo al Renacimiento.
Este proceso de construcción de la subjetividad moderna tuvo influencia no sólo en la individuación del sujeto, sino también en la diferenciación de sujetos sexuados bajo un modelo heterosexual (hombre/mujer) que anclaba en el cuerpo categorías particulares de género y mediante el cual se han justificado hasta hoy las desigualdades “naturales” entre hombres y mujeres. Este paso epistémico es para Le Breton (2002) una sucesión de rupturas con los valores tradicionales que sostenían la vida en comunidad. El cuerpo moderno implica romper su relación con el cosmos, con los otros y consigo mismo, se torna un espacio de pertenencia y de diferenciación del otro que “se asocia al poseer y no al ser” (Le Bretón, 2002: 47).
Este nuevo estamento del cuerpo moderno produjo cambios en la forma habitual de conceptualización de lo corpóreo en el arte. Le Breton (2002) rastrea que, durante la Edad Media, la boca tenía un papel preponderante en la comunicación cotidiana, la cual fue relevada por el ojo. A partir de la cartografía corpórea, podemos ver el reflejo de la modificación política que acarrearon las nuevas formas de estructuración social que supondrían el tránsito de una organización feudal por estamentos a una organización democrática estatal. Lo anterior, aunado al desarrollo técnico en los medios de transporte, logra que las subjetividades, ahora individuales, comiencen a atomizarse mediante la migración a una extensión territorial más amplia. A la par, la influencia que tuvo el discurso médico en la producción de conocimiento en torno al cuerpo estableció una red de sentido para la concepción del cuerpo moderno que podríamos denominar como cuerpo tecnificado, y que refiere a lo que Foucault nombró como: scientia sexualis; hacer de la sexualidad una forma de conocimiento verdadera.
En el Renacimiento la disección del cuerpo era considerado un acto prohibido y desdeñable por la moral cristiana. Desmembrar un cuerpo implicaba romper no sólo con la integridad humana, también implicaba romper simbólicamente con un pacto social. Para el sujeto medieval, el cuerpo individual y el social no se diferenciaba, más bien eran un continuum. El sujeto estaba unido íntimamente al universo, siendo su cuerpo el espacio donde se condensaba el cosmos. Atentar contra este cuerpo implicaba, en consecuencia, atentar contra el fruto de la creación divina. Esta concepción cambia a comienzos del siglo XV debido a las primeras disecciones oficiales en el Quattrocento italiano dentro de las universidades, que hasta entonces habían sido realizadas ilegalmente (Le Breton, 2002). Tanto para Laqueur (1994) como para Le Breton (2002) es con Vesalio y su texto De Humanis Corporis de 1543 que la anatomía moderna surge oficialmente.
El cuerpo como objeto de estudio médico abandona los valores sacros y se expone abiertamente a la mirada secularizada. El ojo especializado es posicionado como órgano primordial capaz de escrudiñar el interior del cuerpo, abrirlo, observarlo, y medirlo para constatar y sentenciar una verdad científica.
Correspondientemente, los postulados de la filosofía mecanicista del siglo XVII colocaron a la Naturaleza como un subordinado de la razón (capaz de explorar o intervenir), haciendo del cuerpo un objeto equiparable a una máquina. Los postulados de Descartes (y su desdeño hacia la sensación) hicieron del cuerpo un cadáver que necesitaba ser trascendido por la razón.
Gracias a la transición de la estructura feudal a la estatal, la razón se instaura entonces como el eje político mediante el cual los individuos son libres e iguales ante una ley natural que pueden discernir gracias a la actividad de su razonamiento. Lo problemático y crítico de esta supremacía “natural” basada en la razón es su correspondencia con valores masculinos determinados que justificaban la supremacía de un sexo sobre otro: masculino-razón sobre femenino-naturaleza.
No fue hasta el s. XVIII que el sistema heterosexual (hombre-mujer) como hoy se conoce plantea, bajo el discurso de lo “natural”, que los dos sexos, distintos y opuestos, deberían ser reconocidos en el cuerpo como el espacio fundamental de donde emerge el género. Lo que Laqueur encuentra siglos antes es un cuerpo al que él denomina: unisexo. El cuerpo femenino, desde los griegos, no se encontraba particularizado como un sujeto diferente puesto que la mujer sólo era un hombre invertido y durante muchos siglos el hombre era la medida de todas las cosas. Para Laqueur (1994:120) “la mujer no existía como categoría ontológica distinta”. Por tanto, este cuerpo moderno, secularizado, abierto, expuesto en su “verdad” cárnica, se encuentra frente a la responsabilidad de sí como sujeto, pero también como objeto de observación heterosexual, discurso que, a partir de entonces, ata los diversos mecanismos que justifican las desigualdades “naturales” entre ambos sexos.
El ascenso del individualismo tocó la figura del artista, quien también apareció como muestra de la individuación naciente, siendo su función (a partir del siglo XV) la de enaltecer el “retrato” hasta ese tiempo limitado solo a las representaciones religiosas o a sujetos en contacto con la divinidad: reyes, santos etc. (Le Breton, 2002). El artista adquiere su papel como sujeto capacitado para estetizar el mundo y su firma en las obras. A partir de este momento lo dotan a sí mismo de individualidad, en contraposición a la imagen del artista de la Edad Media, que permanecía en el anonimato colectivo de quienes creaban y alzaban por ejemplo las catedrales.
Sin embargo, el papel de las mujeres, y en específico de las artistas, a partir de la diferenciación sexual, no garantizó que éstas fueran puestas como sujetos productores. Al igual que en la política las mujeres artistas fueron omitidas también de la Historia del Arte. De igual manera, los cuerpos femeninos representados durante la época clásica, y hasta el arte moderno, estuvieron influenciados por las apuestas cartesianas y kantianas que terminaban suprimiendo o invisibilizando el cuerpo del observador y del artista en pos de una crítica objetiva y autónoma, alejada e independiente de la realidad social (Jones A., 2006).
El arte moderno retomó el discurso clásico particularmente en la división entre Naturaleza e idealidad comenzada por los griegos, quienes colocaban la figura de Apolo como signo de la belleza ideal en tanto su imagen corporal se ajustaba a determinadas leyes de la proporción, es decir, como divina belleza racional que logra los objetivos elevados de la razón a través del arte. Mientras que Apolo fue el símbolo del ideal masculino, Venus representó el ideal femenino. Esta no es una imagen unificada sino más bien diversa, pues al retomar a las Afroditas (Venus para los romanos) del Banquete de Platón, se inserta una dualidad entre Venus Celestial (Urania) y Venus Vulgar (Pandemo). Esta última se conoce como Venus Naturalis en la traducción latina. Para el discurso europeo, el arte tuvo como objetivo transformar la imagen femenina natural a la celestial (que es racional), lo cual sólo se logra mediante la disciplina geométrica que elimine aquellas imperfecciones y “desbordes” de la naturaleza (Yokoigawa, 2001). Este discurso, al poner el cuerpo natural como pasivo, desligado o a posteriori de lo social, lo coloca en un espacio carente de valor, el cual se adquiere sólo en la medida en que la naturaleza renuncia a esta condición (Butler, 2002). La idealidad del cuerpo de la mujer, en tanto objeto artístico, simbólicamente tendría que renunciar a su “naturaleza” en la espera de un acto de penetración racional que le ayude a acceder a lo superior masculino.
Así, el paradójico modo en que el sujeto moderno adquiere un cuerpo, dirá Nancy en su texto Corpus (2003), se debe a que el cristianismo propone un cuerpo encarnado. Encarnar desde esta óptica racionalista implica descorporeizar:
La angustia, el deseo de ver, de tocar y comer el cuerpo de Dios, de ser ese cuerpo y de no ser sino eso constituyen el principio de (sin) razón de Occidente. Por esto, el cuerpo, jamás tuvo ahí lugar, y menos que nunca cuando ahí se lo nombra y se lo convoca. El cuerpo para nosotros es siempre sacrificado: hostia (Nancy, 2003: 9).
La icónica frase Hoc est enim corpus meum pretendería afirmar que existe un cuerpo aquí, un cuerpo que al igual que el hijo de Dios, caído del cielo como sacrificio (como el descenso que hacen los cuerpos al caer por la ley de gravedad) logra asumir un cuerpo propio, que de algún modo nos hace carne en el momento sacro de la comulgación católica, de asumir un cuerpo mediante el sacrificio del otro. Lo que está en juego es la significación del término encarnar, similar al término asunción, en tanto que “asumir significa elevar a una esfera superior: el cuerpo sería desde esta posición una acumulación y no una producción” (Butler, 2002: 23). Mientras que encarnar implica de manera correspondiente hinchar el cuerpo mediante el Espíritu, siendo que en ambos conceptos el cuerpo supone un cascajo, que se eleva o que adquiere sentido, pero siempre desde algo fuera de sí o como idealidad que, para concretarse, paradójicamente debe abandonar lo corpóreo.
Así, tanto los discursos de la estética clásica y del cuerpo femenino diferenciado (pero naturalmente inferior), influyeron en la representación artística del cuerpo hasta la década de 1960, cuando el giro performático o arte de acción entra en la escena artística particularmente la estadounidense. Para Amelia Jones (2006), el cuerpo del artista comenzó a sobresalir en el terreno del arte, a principios de 1960 en contraposición con los discursos clásicos, debido a una aspiración tendiente a “exhibir el «yo» en toda su encarnación, como una forma de reivindicación del propio ser” (Jones, 2006: 21). Esta incursión se pretendió a sí misma como una búsqueda por afirmar un “yo” corpóreo, que en la modernidad funciona como intermediario social entre lo público y lo privado y que lo define como sujeto individual.
Las apuestas feministas en el arte de la década de 1960, buscaron desarticular el discurso de lo natural como estatuto esencialista que diferencia y jerarquiza a los sujetos a partir de un cuerpo sexuado. Las artistas feministas en esa década
adquirieron un sesgo provocador e incluso agresivo, pareciendo responder con la provocación a la agresión secularmente sufrida. Pretendían desmantelar con imágenes impactantes la estructura patriarcal y de poder que conlleva una determinada visión de la «feminidad». Trabajaron con sus propios cuerpos, exponiéndolos a situaciones límites o contradictorias, haciendo advertir a través suyo la violencia o la paradoja. Se mostraban a sí mismas en contextos que extrañamente se asemejan a aquellos en los que la sociedad patriarcal las había incluido, pero un gesto dramático expresaba de repente todo lo contrario (Torrent, 2013: 31).
Partiendo de las anteriores consideraciones, hemos de exponer a continuación la hipótesis de que la performance posibilitó en acto un nuevo modo de análisis de lo corpóreo, el cuerpo observado no sólo como un objeto de representación - tal como se ha entendido en el discurso clásico- sino como un performativo que tensaría una política de la presencia, la cual, simbólicamente ha estado negada a las mujeres no sólo en la agenda artística oficial, sino también en la agenda política que restringió lo femenino al espacio privado, desarticulando así su potencial emancipatorio.
El cambio en la forma de observar el cuerpo en el terreno artístico durante la década de 1960 aparece como una reflexión en torno a una episteme moderna que pretendió colocar al cuerpo como objeto de observación o de escopia científica, la cual volcó su interés sobre una demostración de verdad anclada en el cuerpo sexuado. A partir de lo anterior podemos interrogar, ¿qué implicaciones teórico-políticas comporta la performatividad del cuerpo del artista? ¿desde qué lógicas estéticas partimos para aproximarnos al cuerpo femenino en el terreno del performance, ya no sólo como acto estético sino como un acto en sí mismo performativo? ¿existe diferencia entre la vida y el arte en el momento de encontrarnos con la performatividad de un cuerpo?
Cuerpo performático ¿estética de la presencia o representación?
Sobre el techo de una casa, la figura de una mujer joven hace su aparición. Su cuerpo sentado sobre una silla se mantiene erguido, mientras que a sus espaldas se observa la figura de lo que parece ser una camioneta; es la patrulla fronteriza estadounidense. El video juega con los enfoques y los planos, la mujer y el auto intercambian el protagonismo. La luz y los sonidos de las aves indican que es el inicio de una mañana cotidiana. Una mujer sale de entre las casas y comienza a barrer su banqueta como lo hacen muchas mujeres diariamente. El tiempo transcurre y a lo largo de seis horas, su cuerpo, junto con la silla, comienza a rotar poco a poco hasta aparecer frente a la camioneta, inmóvil hasta ese momento: se observan.
Sobre la avenida México (2013) es el título que lleva la performance de Chantal Peñalosa antes descrito, realizado en la Av. México, en la ciudad de Tecate (Baja California). Este lugar está ubicado en el último y el primer espacio que divide dos países: México y Estados Unidos de Norteamérica. “La frontera”, como se conoce a esta línea imaginaria trazada a mediados del siglo XIX, tiene una longitud de 185 km y es, como dice Parra, una cicatriz abierta que hoy en día se vuelve una convención para simbolizar lo que en algún momento fue una guerra.
El acto llevado a cabo por Chantal en este espacio de división política expone en su carne un cambio en la conceptualización del cuerpo dentro del terreno artístico, es decir, la disputa entre los términos presentación y re-presentación. Respecto a la presentación, tanto para la estética hermenéutica como para la semiótica, es necesario distinguir entre sujeto/objeto, observador/observado, espectador/actor, significado/significante, así como entre materialidad/corporalidad, posicionando a la presencia como: inmediatez, autenticidad o como experiencia de plenitud y totalidad. Mientras que la representación sería entendida, por el contrario, como un metarrelato que sirve de instancia de poder y control de “asunción”. En este caso el sujeto y su cuerpo están regidos por una narrativa que los posicionan dentro de un personaje del cual no puede salir.
En el giro performático de la década de 1960 estos conceptos antagónicos necesitan ser replanteados, en tanto el artista y el espectador no están sujetos a un guión que dicte su actuar e incluso aunque existiera un guión, el papel del personaje siempre tiene la posibilidad de ser actuado de diversas maneras, lo que orilla a pensar que “al margen del cuerpo individual el personaje no existe” (Fischer-Lichte, 2011: 294). Tanto la representación como la presencia son el resultado de procesos de corporización particulares e individuales donde ambos términos no dejan de tensarse. El cuerpo en la performance o arte acción redefine la dicotomía planteada anteriormente, dado que no existe una obra de arte independiente de su productor y de su receptor: el acto performático implica un encuentro colectivo donde dos o más intersubjetividades se reúnen, tensando las relaciones en el acto a partir de la dinámica entre presencia y representación.
Bajo estos planteamientos, la performance establecería una política de la presencia. Garbayo (2016a) concibe el cuerpo performático como un acto de irrupción en el campo de lo visual, como un objeto que se posiciona en el espacio y produce símbolos. La autora considera que “los cuerpos por medio de hacerse presentes, ocupan un lugar dentro de la representación y se apropian de él” (Garbayo, 2016a: 126). Pero esta forma de apropiación se encuentra en una lógica diferente, a saber, en una lógica fuera del logos.
Para pensar en otra lógica, nos aproximamos a lo que Carson (1995) plantea acerca del cuerpo histérico, a propósito de las salas de la Salpetriére, lugar donde se inventó la histeria.3 Para la autora el self-control, o lo que los griegos llaman sophrosyne, no se encuentra dentro de la lógica del cuerpo histérico. Por el contrario, el cuerpo histérico usa signos para transcribir algo que se encuentra dentro del cuerpo y lo pone fuera. En otras palabras, lo expone. Sobre este acto (Carson, 1995: 129)4 apunta: “la mujer es esa criatura que pone fuera lo que es de dentro. Mediante proyecciones y fugas de todo tipo -somáticas, vocales, emocionales, sexuales- lo femenino expone o expande lo que debe permanecer adentro” La construcción de lo femenino desde la lógica occidental apela a mostrar el cuerpo femenino como evidencia de una continuidad, en contraposición al sophrosyne o al self-control masculino, que buscaría romper la continuidad, disociar el afuera del adentro, aquello que Freud buscaba mediante el método catártico, domar el cuerpo con el lenguaje, ceñirlo a la sintaxis y al logos.
El cuerpo performático sería un cuerpo ex-crito (lugar fuera del logos, de la ley). Para Nancy (2003), la apuesta cartesiana que divide al sujeto en res extensa/ res inextensa, sólo es posible de experimentar en el acto de roce o toque entre ambas, en lo cotidiano, que es el lugar donde ambas instancias se experimentan5 y donde se expone la existencia. El cuerpo de Chantal, posicionado en el límite fronterizo, se expone simbólicamente como un cuerpo extendido, como un cuerpo ex-crito, abierto, un cuerpo que se ex-cribe en el límite, fuera del espacio de ley normado por la línea que traza la frontera. Su cuerpo, en tanto fractura, expone la existencia y la presencia, pero una presencia como acto que produce discursos, que materializa ausencias que aparecen.
Bajo estas lógicas, el cuerpo aparece tanto en re-presentación como en tensión que se autoproduce. Como postula Peggy Pehelan (1993, referida por Demaria, 2004) al igual que Jones (2006), el gesto performático en el arte desde la década de 1960 hasta la actualidad nace de un clamo ontológico que se posibilita en el acto de un re-hacer bajo las posibilidades performativas, es decir, de escribir el propio self. Por lo tanto, el cuerpo del artista se posiciona como un acto performativo, término que para efectos del presente texto será retomado desde la propuesta de Butler (2002) al particularizar el modo en cómo los cuerpos asumen un sexo. La performatividad del cuerpo sexuado para esta autora, quien a su vez retoma la teoría de Austin y Searle, debe entenderse como una práctica de reiteración del género mediante la cual el discurso produce efectos sobre lo que nombra. El género implicaría una “repetición estilizada de actos” (Butler, 1990: 297) en el tiempo, el cual es intencional y performativo (dramático y no referencial) al mismo tiempo. El género según Butler es una representación (performance) materializando así el sexo del cuerpo bajo imperativos heterosexuales que expulsarían para su conformación binaria aquellas manifestaciones fuera de la matriz binaria heterosexual.
Sin embargo, para Butler (2002) es importante hacer notar que esta reiteración mediante la cual se materializa y performa el sexo no debe ser entendida como una situación estática, sino un proceso temporal. Dicho proceso intenta fijarse repitiendo la norma mediante actos, lo que implica que existe una diversidad de maneras de repetir dramáticamente. Y al igual que la disputa entre presentación/representación previamente expuesta, no implica pensar el cuerpo performático, como un acto necesariamente dominado por un script, aunque tampoco se niega que hay un consenso social que mantiene y sostiene la lógica heterosexual de los cuerpos como verdadero. Lo que interesa para fines del presente texto es entender que el cuerpo performado, al ser un conjunto de actos arbitrarios, posibilita rupturas o repeticiones subversivas que posibilitan la trasformación del género.
La performance artística, bajo una lógica performativa, posibilitaría entablar un diálogo diferente, des-atado de los discursos masculinos, racionalizados, unificantes y universalistas que supone la subjetividad moderna. En contraposición a ello, la performance da la posibilidad al sujeto femenino de producirse, de re-presentarse (performarse) en el mundo y en el sistema sexo-género, lo cual implica asumir el cuerpo como
objeto que se materializa por cuanto es un sitio de transformación temporal. Por lo tanto, la materialidad de los objetos no es en ningún sentido algo estático, espacial o dado, sino que se constituye en y como una actividad transformadora (Butler, 2002: 59).
Los actos supondrían exponer el cuerpo como existencia, pero una existencia que se ex-cribe, que habla en el límite. El cuerpo de la artista habla, pero habla en tanto expulsión o abyección que muestra la fractura de una imagen ilusoria de concreción.
Lo femenino se excede, se derrama. El cuerpo de la artista se muestra como un objeto abierto, expuesto, como un continuo moebico, donde no hay adentro ni afuera, más bien es un cuerpo antibarroco, no existen pliegues sobre pliegues, sino un despliegue cárnico (Gimenez Gatto, 2007). Este despliegue es un trazado informe6 que devela una anatomía paradójica, incierta y que desestructura las reglas anatómicas y orgánicas. El cuerpo lejos de mantenerse en un sistema de sentido nos remite a la noción deleuziana de cuerpo sin órganos, que apunta hacia una deconstrucción y un más allá del cuerpo médico anatómico, el trazo de una anatomía imposible, que se juega en lo informe (Gimenez, 2007).
El cuerpo de Chantal establece un despliegue de la carne como extensión informe, su cuerpo no está definido, sino todo lo contrario, es un cuerpo que simbólicamente juega con lo otro. Su cuerpo habla, en su materialidad hace lengua, lengua punzante que dibuja con la presencia, con una presencia expuesta, expulsada, abyecta de la línea que define lo legal y lo ilegal y con ello lo que es expulsado o abyectado de la matriz heterosexual que ha tenido a bien naturalizar lo femenino como un objeto de vejación. El cuerpo de Peñalosa habla en tanto hace o en tanto performa, en tanto se crea y se re-crea en cada acto o performance para hablar de su sí mismo como acto de presencia que interrumpe el panóptico representado por la patrulla fronteriza.
La mirada como espacio de afecto
Si la presencia establece una posibilidad de resistencia y de reapropiación del mundo, su exposición informe está íntimamente relacionado con la mirada, la cual posicionaremos fuera de una lógica moderna, en la cual el mirar está privilegiado por el sujeto que ve y es autoconsciente de ello. Por el contrario, retomamos dos posturas teóricas para establecer otra lógica que responda a la posibilidad del encuentro con un Otro, lo cual implica pensar en un cuerpo que disloca el discurso médico. La primera propuesta está relacionada con la postura lacaniana en torno a la mirada, y la segunda con el término en alemán Einfühlung (endopatía), recuperado del Romanticismo alemán por Vernon Lee y Clementine Thompson.
En el apartado VIII sobre La línea y la luz, contenido del seminario 11, Lacan (1964) plantea algunas cuestiones a propósito de la mirada. Para explicar su posicionamiento, el autor parte de diferenciar entre la ojeada (ojo) y la mirada, en tanto que la mirada es algo que preexiste al sujeto. La mirada sería aquello denominado como el objeto a, que viene de afuera y que ilusoriamente nos hace ver como completos, siendo aquello que corresponde más bien al deseo de un autodominio a través de otro (Foster, 2001). Para Lacan el sujeto se fija en una doble posición, lo cual lleva a plantear que no sólo es un sujeto que observa sino que es también observado.
Para ilustrar esta propuesta, Foster (2001) retoma algunos esquemas hechos por Lacan en su seminario. En el primer esquema (Figura 1), el sujeto aparece como un observador que dispone del objeto a a su antojo, ubicándose estratégicamente en el punto geométrico. Sobre esto Lacan apunta:
yo no soy simplemente ese ser puntiforme situado en el punto geométrico desde el que se capta la perspectiva. Sin duda en mi ojo está pintada la imagen. La imagen sin duda está en mi ojo. Pero yo estoy en la imagen (Lacan, 1964: 96).
Así, a través de la mirada el sujeto se convierte en objeto visto a sí mismo como el otro lo ve mediante la internalización de la mirada. El sujeto es desde esta perspectiva sujeto, punto geométrico e imagen al mismo tiempo. Por su parte, la pantalla-tamiz, en la segunda y en la tercera imagen, se establece como un locus mediador que permite al sujeto contemplar al objeto desde el punto de la imagen. Sin ella, el sujeto podría ser cegado por la mirada o ser tocado por lo real. Sobre esto último es necesario aclarar que para Lacan la mirada tiene un componente riesgoso, sin la mediación ejercida por la pantalla-tamiz, el sujeto quedaría atrapado bajo la mirada maléfica del objeto, o lo que él denomina como el ojo del diablo. Para el autor esta es una mirada hechizante capaz de detener el movimiento y de incluso matar la vida.
Hasta este punto parece necesario establecer lo que es denominado como lo Real y cómo se enlaza dentro del terreno del performance. Para definir lo Real y su relación con el performance es necesario determinar lo traumático como un encuentro fallido ante éste, y en tanto fallido no puede representarlo, sólo repetirlo. El trauma puede ser entendido bajo dos términos: como Wiederholung (repetición) o como Wiederkehr (retorno). El primer caso se trata de una repetición de lo reprimido únicamente como síntoma o significante, mientras que el segundo es definido como el retorno de un encuentro traumático con lo Real, que se resiste a lo simbólico. Es algo más allá del principio del placer dado que retorna violentamente a lo simbólico y no puede asimilarse en ello. La ruptura es extática y mortal, está obligada enteramente por el síntoma. Para que exista el trauma como Wiederkehr es necesario el primer trauma que posibilita al sujeto ir más allá del automatismo del síntoma y del signo (Foster, 2001).
Dadas estas condiciones, Lacan establece que la repetición traumática no implica una representación, sino una repetición que tamiza lo real en tanto traumático. Lacan (citado por Foster, 2001) apunta que está repetición como Wiederholung no es una Reproduzien, es decir, no se manifiesta como la representación de un referente. La repetición apunta más bien a una tamización de lo Real. Es una mediación con lo Real que al mismo tiempo rompe con la pantalla-tamiz antes descrita. Esta ruptura es lo que Lacan denomina como puctum, que ofrece de alguna manera un continuo entre el sujeto y el mundo, entre el adentro y el afuera. El puctum es el espacio por donde el sujeto es tocado por la imagen y por donde se escapa lo Real: lo irrepresentable, un negativo simbólico, un encuentro fallido o un objeto perdido. El puctum bien podemos pensarlo como un espacio informe donde queda suspendido lo simbólico.
Si bien lo Real no puede ser representado, la performance buscaría de alguna manera asirlo, arañarlo, tocarlo, tamizarlo mediante el acto performativo. Un acto que en su “aparición conlleva un hacerse en cada nueva aparición, un aparecer, cada vez, en formas diferentes, que terminaría por negar lo esencial de la aparición misma, de la acción misma, de la obra” (Garbayo, 2016a: 132). El cuerpo del artista cobra una realidad propia excluida de la representación entendida únicamente como referencia y produce un efecto independiente de su estatus sígnico. Se enarbola entonces la posibilidad de la repetición traumática que busca lo Real y la aparición de un cuerpo que en la acción produce un lenguaje propio, poniendo en continuidad afecciones a partir de la mirada. El acto borra la división sujeto/objeto porque el cuerpo en su performatividad abre lo traumático real, y establece un continuo escópico entre el yo y el otro al margen del signo. En su materialización no sólo el cuerpo del artista es mirado, sino que mediante su cuerpo como objeto de arte, el observador es también mirado y afectado por este cuerpo que lo observa. El cuerpo de Chantal termina siendo un performativo, una materialización a través de un acto de habla que escapa al logos, abriendo la posibilidad de la re-presentación en un acto singular.
En el acto performático, Chantal y su cuerpo se colocan en un espacio limítrofe del cual se apropia. Pero al mismo tiempo irrumpe la visualidad del otro vigilante posicionado como ley bajo la lógica de panóptico. De espaldas a la patrulla su cuerpo en tanto objeto de observación captura la mirada del otro y se posiciona como igual. Sin embargo, a diferencia del otro vigilante, su cuerpo rota y se observa su propio cuerpo como un continuo con el mundo desde diferentes ángulos. “Lo que yo hice fue apropiarme del mismo punto de vista, del mismo campo de visión, haciendo lo mismo que ellos pero desde el lado mexicano” (Peñalosa citada por Código, 2015), comenta la artista a propósito del performance.
Una vez de frente a la patrulla, su cuerpo abandona la posición de objeto de observación y posiciona al otro como objeto de representación. En este giro la tensión entre ambas miradas entabla un diálogo en silencio que escapa al logos. Al quitar la mirada privilegiada a la patrulla, la artista la capta, la atrapa en su campo de visión, pero al mismo tiempo diluye al otro como objeto de ley y escapa a su mirar. Su cuerpo, bajo una lógica agujereada y abierta, expone en su carne lo Real, el espacio de encuentro o de tacto con el otro. En el retorno de la mirada al otro, la artista somete la mirada a una re-flexión, en tanto cambia su curso, le devuelve la mirada otro. El tacto se entabla en la mirada por medio del cuerpo expuesto, abierto. La mirada establece un medio de afecto, como una forma que posibilita la empatía con otro observador.
Sin embargo, el cuerpo performático de Peñalosa, en tanto cuerpo informe desestructurado anatómicamente, entabla un discurso que también expone a un otro no presente. Si las artistas ven en el performance una posibilidad de exponer el self, estas lo hacen no como un acto individual, sino como un acto empático que devela cómo los cuerpos femeninos han sido objeto de vejaciones históricas. El performance establece una forma de empatía que va más allá de la representación del otro, para inscribirse como acto vivencial propio. No es casual que Peñalosa elija la frontera de México, lugar donde se ha extendido desde hace algunos años una guerra paraestatal, fijada particularmente en los cuerpos de las mujeres quienes según Segato (2014), tienen relación con una conflictividad informal: el crimen organizado, las guerras represivas paraestatales, la represión policial, entre otras formas que no necesariamente comportan una formalidad enunciada.
Estas “guerras” informales encuentran en el cuerpo de las mujeres (o de sujetos feminizados) un bastidor donde se escribe la derrota moral del enemigo. Segato (2014) considera que los agredidos colaterales en las guerras actuales nunca son cuerpos guerreros sino cuerpos “frágiles” tomados como botín de guerra que eficazmente logran desarticular el tejido social al disolver “pueblos” mediante la destrucción de bienes históricos, construcciones sagradas, violaciones sistemáticas, así como feminicidios y embarazos forzados de mujeres, entre otros. A esto podemos agregar la trata y tráfico de mujeres que se vive actualmente en la frontera mexicana, nutrida también por el paso migrante de Sudamérica y Centroamérica.
Retomando el texto Ugliness and Beauty (1912) (Anstruther-Thompsom C., Lee V. 1912: 46) de Vernon Lee y Clemetine Anstruther-Thompson, se plantea pensar el término empatía como un término crítico que posibilita establecer el acto performático como un acto político. Para las autoras, el término alemán de Einfühlung traducido como “empatía”, que fue desarrollado en el marco del Romanticismo alemán, es significado como la posibilidad de “poner el ser en el lugar de alguien más, de imaginar, de experienciar los sentimientos de alguien o algo” Este concepto implica pensar el acto como algo fuera del Yo, o como un no-yo sobre el cual proyecto mis intenciones, lo que viene a ser correlacional con una subjetividad moderna ilustrada que propone un Yo metafísico, esencial, homogéneo y unificado, que observa desde fuera y está contenido sobre sí. El papel del sujeto bajo esta lógica es investir la obra, perdiéndose en ella mediante una contemplación, privilegiadamente burguesa.
Lee y Anstruther-Thompson, en contraposición a esta forma de entender el término, postulan un sujeto incompleto y fragmentado, disolviendo así los límites entre sujeto y objeto que vive en la mente de quien lo observa (y no como proyección de una subjetividad que se dirige hacia él como proyección interna). La apuesta empática de Lee y Thompson no implica perder el Yo dentro del objeto, más bien, postula una reorganización mutua de la propia subjetividad con el otro, la empatía “desvela mi cuerpo en el otro, el cuerpo de otro en mí (...) poner afuera lo que es de adentro” (Garbayo, 2016b: 9). Este cuerpo agujereado es el cuerpo ex-crito nancyano que apuesta por una escritura dinámica en el límite. Si el cuerpo es la exposición de la existencia en cuanto tacto, lo que se desprende es movimiento de afectos. Nancy (2003: 223) considera que “el pensamiento es el moverse de la afección: la emoción que deviene autoafección”.
Curiosamente los agujeros son los espacios que permiten expulsar algo del sujeto, poner afuera lo que es dentro: el sudor, la sangre, el semen, el squirt7, la orina, las heces, las lágrimas. Este cuerpo empático es de algún modo un cuerpo grotesco, en oposición al cuerpo moderno tecnificado, un cuerpo que “está formado por salientes, protuberancias, desborda de vitalidad, se entremezcla con la multitud, indiscernible, abierto, en contacto con el cosmos, insatisfecho con los límites que permanentemente transgrede” (Le Breton, 2002: 31). El acto performático de Chantal muestra que no existe una división entre el cuerpo y el sujeto, entre el cuerpo y el mundo que la rodea, en tanto su cuerpo como objeto de intervención artística no está al margen de su propia subjetividad sexuada. En ambas propuestas, la subjetividad moderna unificada es agujereada, se disloca la mirada como un sistema cerrado, y el cuerpo de la artista aparece como un espacio (Trou)mático8 por donde se asoma lo Real pero también por donde se asoma el otro vejado. Este cuerpo abierto, expuesto, moebico establece un continuo entre la mirada y los cuerpos presentes con él, no hay adentro y afuera, sólo continuidad de afecciones. El cuerpo performático es un territorio abierto, fluido, continuo con el mundo.
"Sobre la avenida México", a modo de conclusión
A partir de las consideraciones teóricas previamente expuestas, el cuerpo performático de Peñalosa posibilita pensar el cuerpo del artista como un performativo en tanto acto político que desestabiliza o subvierte la materialización de los cuerpos feminizados usualmente vejados dentro del espacio fronterizo. La apuesta por una política de la presencia está anclada en el uso que la artista hace de su cuerpo como medio capaz de producir realidad y por el que nos materializamos como sujetos sociales para producir espacios de encuentro. Sin embargo, el cuerpo de la artista juega en un campo de lo limítrofe, ya que establece un ato performático abyecto que irrumpe con las lógicas de la mirada privilegiada. El acto estético que propone Peñalosa implica poner el cuerpo como un acto de ex-critura de su propia condición femenina, la cual se encuentra en un campo de batalla: la frontera mexicana.
Contrario al espacio fronterizo donde se sitúa el acto y que es usualmente utilizado para delimitar, el cuerpo de Chantal, como acto performático en el arte, buscaría expandirse y recomponerse con el otro. El cuerpo de la artista en acto pretende ser un espacio territorial abierto y transitorio. Su cuerpo es un espacio extenso e informe (sin forma, cuerpo indefinido anatómicamente) desde donde se trazan coordenadas desrreguladas, que se ubican en el límite pero al mismo tiempo están desubicadas del plano (Gimenez, 2007). Su cuerpo agujereado, performático, en tanto aparición, apertura el acto político en la disputa por el territorio, por el espacio público. Se trata de un espacio de donde las mujeres han sido expulsadas y violadas si se atreven a transitar por él. Su re-presentación toma la frontera (usualmente hecho un campo de guerra) para transformarla en un espacio estético encarnado y afectivo mediante la mirada que retorna al otro pero que también, reencarna a otro ausente. En su presencia el cuerpo habla dentro de un espacio y tiempo particular, pero este hablar por y con el cuerpo implica hacer de este un interlocutor ya que su presencia no se limita como un espacio individualizado.
Por el cuerpo de Chantal se enuncia la ausencia, expone la posibilidad de representarse, de mostrarse ante el otro como quiere ser vista. Un cuerpo individual que habla o ex-cribe en el límite físico y simbólico de la ausencia de aquellas otras y otros que han sido víctimas de atropellos, muertes y violaciones, en un espacio legislado por la muerte. Su cuerpo no es un cuerpo individual, no apela a mostrarse como sujeto cerrado, sino más bien como un cuerpo colectivo que engrana a mujeres ausentes, invisibilizadas, deportadas, violadas.
Este cuerpo desregulado, informe, abyecto, exhibe también la apuesta política que se opone a un cuerpo tecnificado (como objeto medible y observable). En tanto el informe corporal propone una anatomía de la abyección como desestructuración de esta, como una suerte de ex-tructura, es decir, un cuerpo fuera del límite anatómico. Este cuerpo performático extenso desestructura el discurso anatómico heterosexual y permite hacer del cuerpo una ex-critura propia que preside de ceñir el habla corporal al logos, permite a la artista re-presentarse, producir sentido. En su abyección el cuerpo de la artista eleva un decir otro, que expone las políticas del terror y del horror que calla el discurso masculinizante, normado, autocontrolado, censurado.
Lejos de encarnar como elevación de carne a espíritu, el cuerpo de Peñalosa es una carnación. Su expresión, como límite, desarraiga el cuerpo a un trazo anatómicamente definido y lo propone como un cuerpo abierto, un cuerpo que sobrepasa su límite al ser empático, y en el acto de ser mirado, también es capaz de mirar. En su posibilidad como objeto de observación hay una apuesta por un transporte afectivo con el otro. En el dejarse mirar a través de este cuerpo limítrofe, abyecto, se apertura algo más: a saber, el acto político de un nuevo cuerpo.