La memoria en Argentina: configuraciones hegemónicas y otras lecturas posibles
Hablar de la memoria en el contexto argentino remite, casi inevitablemente, al terrorismo de estado de los años setenta y las acciones ilegales que se pusieron al servicio de la violación de los derechos humanos. Los activismos que surgieron durante ese periodo para reclamar por las desapariciones y secuestros jugaron un papel central en la configuración de este campo de sentidos, en el que sobresalen términos, imágenes y símbolos que evocan una etapa singular de nuestra historia política. De allí que en la Argentina contemporánea la memoria y los derechos humanos vuelven a un pasado que no pasa: la última dictadura, el drama de las desapariciones, las torturas, los campos clandestinos de detención, lxs presxs políticxs1, el exilio (da Silva Catela, 2008).
Este capo de sentidos fue conformándose desde las activas demandas que lxs familiares de detenidxs y desaparecidxs plantearon tanto a los abusos del gobierno militar como frente a determinadas políticas encabezadas por los distintos gobiernos democráticos. Desde fines de los setenta, su forma de llevar adelante reclamos ante la represión ilegal y los discursos que la dictadura pretendía instalar sobre ese momento de nuestra historia política supuso, tal como señalaron Barros y Morales (2017), que el lenguaje de los derechos humanos fuera constituyendo una nueva realidad, habilitando lecturas, disputas y la articulación de diversos reclamos. Durante y después de concluida la dictadura militar, el par derechos humanos y memoria se fue conjugando de diferentes maneras para dar forma a la promesa de una vida democrática, pero fue recién con los gobiernos kirchneristas -extendidos desde el 2003 hasta el 2015- que esa conjugación se transformó en política de estado.
Sin embargo, la relación entre derechos humanos y memoria implicó, desde el inicio, un terreno cargado de tensiones. Sobre todo si consideramos los cuestionamientos que ciertos sectores hicieron a las políticas de la memoria impulsadas por el kirchnerismo, resuenan hasta la actualidad un conjunto de discursos que acusan a dichas políticas de promover “versiones parciales del pasado”, al tiempo que reivindican “memorias completas” o “derechos humanos para todxs”. En el marco de estas posiciones, incluso llegó a sostenerse que las políticas impulsadas durante las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner formaban parte del “curro por los derechos humanos” (Rosemberg, 2014). En contraposición a estas lecturas, nos interesa remarcar que las imágenes, símbolos y nombres que se activan cuando hablamos de memoria en nuestro país son, antes que una lectura parcial sobre el pasado, una condición de posibilidad de sus actuales y futuras derivas.
Con esto, queremos explicitar nuestro lugar de enunciación para situar la comprensión de las actuales lecturas a contrapelo que realizan algunos activismos en nuestro presente. Reconocer el carácter radicalmente contextual2 del vínculo entre memoria y derechos humanos nos aleja de una lectura normativa, es decir, de una posición que evalúa la distancia entre un ideal de lo que una política de memoria debería abarcar y lo que efectivamente sucede en un espacio-tiempo particular, para luego señalar aquello que habría que incorporar para acercarnos a la concreción de ese ideal. Una lectura de ese tipo no sólo supone el riesgo de leer procesos y prácticas sociales desde determinados centrismos, sino que tampoco permite observar las condiciones de posibilidad que hacen viables ciertas prácticas de impugnación de las políticas de la memoria. El vínculo entre memoria y derechos humanos que caracteriza nuestro presente, más que una fijeza, es una trama que figura un movimiento inesperado3. Las disputas que algunos activismos LGBTINb+4 y de mujeres indígenas trazan respecto de ese vínculo, lejos de obturar un debate, pueden interpretarse como nudos que tensionan esa trama. Al reflexionar sobre la política feminista, Julieta Kirkwood (2019) ofrece la metáfora del nudo:
Nudo también me sugiere tronco, planta, crecimiento, proyección a círculos concéntricos, desarrollo -tal vez ni suave ni armónico pero envolvente de una “intromisión” o de un “curso indebido”- [...] que obliga a la totalidad a una nueva geometría, a un despliegue de las vueltas en una dirección distinta, mudable, cambiable, pero esencialmente dinámica. Las formas que entornan y definen a un nudo son distintas, diferentes, no congruentes con otros nudos. Pero todos ellos tienden a adecuar, dentro de su ámbito su propio despliegue de movimiento, de modo tal que se unirán mutuamente en algún punto y distancia imprevisible desde el nudo mismo para formar una nueva y sola continuidad de vida. A través de los nudos feministas vamos haciendo la política feminista. Los nudos, entonces, son parte de un movimiento vivo. (p. 196)
Esta metáfora permite interpretar las lecturas a contrapelo que se hacen sobre las políticas de la memoria en nuestro país como “intromisiones” o “cursos indebidos” que, situando ciertos problemas como nudos, van señalando las fronteras de inclusión-exclusión de dichas políticas y exigiéndoles una reorientación hacia nuevas geometrías. A través de estas lecturas herejes, incómodas e inconvenientes, podemos advertir cómo el campo de sentidos que se actualiza cuando hablamos de memoria encuentra sus torsiones a través de esas interrupciones, que no son externas, sino internas y parten de su propio movimiento vivo. La fecundidad de esta vía analítica permite señalar dos procesos complementarios: por un lado, cómo dichas políticas están abiertas a la interrogación incisiva de determinadxs sujetxs; y por el otro, cómo esas intervenciones críticas son parte del terreno constitutivo de esas políticas y de la extensión de sus fronteras, en tanto sus luchas invitan a ampliar los marcos de inteligibilidad desde donde leer situaciones de injusticia.
Esta vía analítica implica, asimismo, hacer algunas precisiones metodológicas. Si la idea de nudos invita a observar desplazamientos que surgen dentro de una configuración específica de sentidos, surgen algunas preguntas: ¿en qué materiales situar la mirada? ¿Qué lecturas podemos articular sobre los mismos y en vistas de qué compromisos teóricos y ético-políticos? Desde nuestra perspectiva, centrar la atención en algunas torsiones de la configuración hegemónica de la memoria no supone, siguiendo a Rufer (2010), buscar evidencias en las fuentes legitimadas para restablecer una porción no documentada del proceso-progreso de la narrativa histórica, en la medida que ello implicaría seguir reproduciendo la ficción de una comunidad asentada en un tiempo lineal, vacío y homogéneo. En otras palabras, lo que se plantea aquí como problema es la cuestión del archivo: ¿qué materiales pueden constituir archivo? Rufer (2010) ofrece esta lectura:
El archivo crea silencios y reproduce secretos; sobre ellos sólo podemos trabajar, si acaso, proponiendo el interrogante como herramienta epistémica y política. Probablemente, en América Latina, el orden de género y la raza sean las marcas más reticentes al archivo; pertenecen al orden de la mirada, a la gramática (no a la superficie del texto); y sin embargo, son algunas de las más poderosas formaciones de signo y distinción [...] Por lo general escapan a “la fuente” y el proceder que nos queda es desnaturalizarlos preguntando por quiénes y para quiénes habla el archivo, qué miradas legitima, qué cuerpos acalla, qué códigos de valor sobre los cuerpos invisibiliza, para qué secretos perdurables trabaja y sobre qué silencios descansa su reproducción meticulosa. (p. 169)
Nuestra apuesta metodológica es, por lo tanto, situar la mirada en las intervenciones de algunos activismos sexo-disidentes e indígenas que circulan en diversos soportes -redes sociales, revistas digitales, producciones audiovisuales-, ejercer una escucha atenta de las voces que allí se demarcan en tanto formas heterogéneas de archivo y materiales no autorizados por la imaginación histórica hegemónica, a fin de identificar las tramas de saber-poder que sostienen la actual configuración de las políticas de la memoria.
Tiempo y espacio: un nudo en torno a la memoria
Situar los nudos de la memoria demarcados por la intervención de algunos activismos LGBTINb+ y de mujeres indígenas implica, como punto de partida, recortar este problema a partir de ciertas voces que se hacen escuchar en el debate público y que, por lo tanto, no representan una totalidad homogénea. Es por eso que no hablamos de “los” activismos LGBTINb+ e indígenas, sino de ciertas trayectorias singulares que disputan activamente significaciones en el campo de la memoria: en relación a los primeros, nos detenemos en los planteamientos de Eugenio Talbot Wright e Ivanna Aguilera; respecto de los activismos de mujeres indígenas, focalizamos la mirada en la referente del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, Moira Millán.
Desde las voces de estxs activistas, podemos observar un cuestionamiento sobre lo que ha dado en llamarse memoria encuadrada (Rousso como se citó en Pollak, 2006), es decir, una memoria que tiene puntos de referencia: recuerdos, sitios, prácticas, símbolos, fechas y nombres propios. En nuestro particular contexto, estos puntos de referencia fueron construyendo un marco de inteligibilidad respecto del pasado y el presente, y en este proceso la conversión de la causa de los derechos humanos en política de estado es una huella imposible de desconocer, en la medida que la articulación del nuevo lenguaje político, llevada adelante por las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, supuso la conjugación de los idearios de inclusión, igualdad y justicia social con las demandas de verdad, memoria y justicia (Barros y Morales, 2017). Esta huella funcionó y sigue funcionando como anclaje de otras miradas y lecturas que, llevando consigo trayectorias de opresión y desigualdad particulares, se permiten una pregunta: ¿qué memoria?
Este interrogante pone en escena no sólo las condiciones de posibilidad de su emergencia, sino que también permite señalar que la memoria es centralmente un proceso de construcción asentado en mecanismos de selectividad de aquello que se rememora y que, en ciertas coyunturas, se convierten en objeto de disputa desde posiciones que impugnan sus límites, censuras, permisos y silencios (Jelin, 2002, 2005). En este marco, este interrogante va abriendo camino a lo que proponemos como nudo témporo-espacial de la memoria. Para avanzar en ello, trabajaremos en dos sub-momentos que nos permitirán interpretar algunos aspectos de la práctica política de estxs tres referentes que nos interesa poner en diálogo, al situar de relieve las torsiones sobre las cuales se anuda el problema del tiempo y el espacio en sus respectivas críticas a la actual política de la memoria.
“Queremos hablar de nuestrxs muertxs”
En la trilla de un tren que nunca se detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una olilla, que se desvanece/ En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones/ Hay cadáveres.
Néstor Perlongher
Podríamos decir que referirnos hoy al cruce entre memoria y disidencias sexo-genéricas anticipa al menos dos reflexiones que traen consigo una serie de prácticas de dislocación: la primera de ellas está vinculada a una imagen progresivamente popularizada en ciertos segmentos de la militancia LGBTINb+ y de derechos humanos, y refiere a la figura del “30.400”. Sobre la misma, por ahora diremos brevemente que se relaciona, en nuestra interpretación, con una dislocación de ciertos márgenes espaciales en un sentido amplio del término. La segunda reflexión que nos permitimos anticipar se alza sobre la idea de que esta intersección entre memoria y disidencias implica, a su vez, un cuestionamiento de los recortes selectivos de la configuración temporal de la narrativa histórica, expandiendo la misma en dos direcciones: hacia el pasado, mucho antes del inicio del golpe de estado de 1976, y hacia el presente, mucho después de la reapertura democrática de 1983. Para decirlo de otro modo: de la pregunta en torno al cruce entre memoria y disidencias sexo-genéricas, nacen nuevas intersecciones que re-escriben las coordenadas espaciales y temporales que recortan el actual encuadramiento de la memoria, y se habilita con ello un conjunto otro de miradas posibles y necesarias en torno a las políticas de las memorias (esta vez, en plural).
En distintas comunicaciones públicas, tanto Ivanna Aguilera como Eugenio Talbot Wright, asumen una posición que interpela la figura de lxs 30.000 desaparecidxs asociada a la última dictadura cívico-eclesiástico-militar5. Ambxs, retomando una hebra en la trama de los activismos sexo-disidentes, se apropian del número 400 para articular la impugnación a una política que, desde su mirada, invisibiliza ciertas corporalidades, subjetividades y sexualidades no-heteronormadas. Al inscribir su militancia activamente bajo la figura de “lxs 30.400”, retoman los vectores de género y sexualidad olvidados por ciertos ejercicios de memoria (Theumer, Trujillo y Quintero, 2020). Esta figura trasciende ampliamente los meros límites de la unidad de cómputo que mediría numéricamente una cantidad específica. Más bien, se erige como una acción estrictamente política; esto es, que no se basta con asumir una interpretación particular sobre la realidad, sino que además, esa interpretación implica en sí misma una ruptura profunda y tajante que tensiona una referencia asumida como común, en este caso, la de una memoria compartida de lxs 30.000 desaparecidxs.
A su vez, es preciso resaltar que la figuración “400” no es caprichosa, muy por el contrario, proviene de las entrañas del debate en materia de derechos humanos y disidencias sexuales en el país. Fue Carlos Jáuregui, en 1987, quien recuperando una conversación tenida con un miembro de la CONADEP6, el Rabino Marshall T. Meyer7, refirió:
Es muy difícil precisar si alguna persona desapareció a causa de ser homosexual. No hay información ni -desgraciadamente- la habrá nunca. Como sabemos, los asesinos se cuidaron de borrar el mayor número de huellas posible […] El dato estadístico no es oficial […] pero uno de los integrantes responsables de la CONADEP afirma la existencia de, por lo menos, 400 homosexuales integrando la lista del horror. El trato que recibieron, nos informó, fue similar al de los compañeros judíos desaparecidos: especialmente sádico y violento. En su totalidad fueron violados por sus moralistas captores. (Jáuregui, 1987, 170-171)
En esta afirmación, lo que Jáuregui pone de relieve es la punta de lanza de una política del número walshiana, noción que le debemos a María Moreno (2018). Esta escritora, analizando los textos de denuncia contra la dictadura que el periodista y militante Rodolfo Walsh escribía a finales de los setenta, nos muestra que este último, “leyendo entre líneas las publicaciones de la prensa oficial, hacía sus cálculos hasta conseguir una información de alto impacto que utilizaba con la fuerza de una figura retórica como en su Carta a la Junta Militar” (Moreno, 2017). Mediante una escritura que permite figurar cantidades, nos muestra cómo el número en Walsh colisiona contra los márgenes de la aritmética y, políticamente, la desborda:
El número es para él una figura retórica, es cierto, pero no es verdad ni mentira, es inmensurable pero no exagera: aumenta. Y podría decir que aumenta porque, siempre en los cálculos de Walsh, se trata de denunciar y hacer justicia. (Moreno, 2018, p. 110)
Es decir, habida cuenta del contexto de terrorismo de estado imperante en la época, este gesto se presenta como una acción política contundente, que denuncia las atrocidades del gobierno golpista: “[q]uince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror” (Walsh, 1977, párr. 6). Los textos de Walsh nutren sin dudas el campo actual de la defensa de los derechos humanos y, a su vez, dejan una huella en la cual el número, los números, laten con una indiscutible politicidad y funcionan como una figura retórica cuya fuerza es imposible desconocer. Un ejercicio semejante encontramos en el 400 que retoma Jáuregui, a partir del cual ciertxs activistas contemporánexs de la disidencia sexual profundizan una política del número con el 30.400.
Cabe mencionar que las 400 personas detenidas y desaparecidas a las cuales Meyer se refería, se encontraban en el marco de los inicios de la investigación que la CONADEP estaba realizando, llegando a ser un total parcial aproximado de 10.000 personas detenidas y desaparecidas identificadas en aquel momento. Esto da la pauta de que el número 400 en sí, apenas representa una fracción de la cantidad total de personas que por su orientación sexual, expresión o identidad de género podrían haber sido detenidas, agravadas las torturas en función de ello, o finalmente desaparecidas y/ o asesinadas. Por tanto, la reivindicación por otro modo de contar -en un sentido narrativo-, y contar -en un sentido cuantitativo no literal-, forma parte de un gesto eminentemente político. O dicho en términos de Rancière, estamos hablando aquí de la emergencia de la política misma en la medida que se instituye el conflicto acerca de “la existencia de un escenario común, la existencia y calidad de quiénes están presentes en él” (Rancière, 2007, p. 41). Tal como refiere Eugenio Talbot Wright (2019):
Estamos aún tratando de recuperar nuestra historia reciente resignificando términos, sentidos, apropiándonos de símbolos y construyendo los propios. 30.400 no es una cifra en disputa. Es un símbolo que cuenta que, aún hoy, las historias de vida de nuestres compañeres están ausentes de los libros, espacios y sitios de memoria. (párr. 17 y 18)
En absoluta sintonía con este planteo, Ivanna Aguilera resalta el carácter de símbolo y la configuración política del 30.400. Independientemente de las claridades habidas o por haber en relación a las declaraciones de Meyer, Aguilera nos permite comprender que la referencia a esa cifra funciona como figura que vertebra una lucha política más compleja, puesto que apunta a una “memoria LGTB” que permitiría poner de manifiesto que la sexualidad disidente de la heteronorma funcionó como causal de detención, desaparición, tortura y/o asesinato:
Hablamos de 30.400 como una cuestión simbólica y un número político […] Es urgente reconstruir la memoria LGTB porque la disidencia sexual debe ser visibilizada como lo que fue, un causal de desaparición. No se trataba sólo de que militaras en alguna organización, te podían matar por puto, torta o travesti. Sin embargo, en los documentos de cada 24 de Marzo no se habla de nosotres, no hay diversidad en los palcos ni en los escenarios. Queremos hablar de nuestros muertos. (Aguilera como se citó en Cabral, 2019, párr. 6)
¿Qué dice la última parte de esta intervención? “Queremos hablar de nuestrxs muertxs”, esgrime la referente. En efecto, la proposición compuesta de dos verbos -querer y hablar- a la vez que representa un sujeto elíptico (nosotras, las disidencias sexuales, “las que queremos hablar”), trae también consigo un sintagma nominal que sostiene a un sujeto expreso, en este caso colectivo, una ausencia que se presentifica: lxs muertxs propixs. Podríamos pensar que en el mismo acto de puesta en palabras de un deseo (“querer hablar”), Ivanna Aguilera erige la primera de las dislocaciones que, decíamos anteriormente, esta crítica construye: la que opera sobre los límites simbólicos del espacio.
En este sentido, se señala una intención de narrar una memoria, un duelo, un conjunto de elementos que se presentan como ausencias en los discursos hegemónicos sobre el pasado reciente. Al hacerlo, a través de la figura de lxs 30.400, Aguilera y Talbot Wright están denunciando las fronteras espaciales que habilitan las posibilidades de construcción de los sentidos compartidos sobre la memoria, en tanto toman por asalto los lugares que no les fueron reservados para hablar y, desde allí, disputan el derecho a construir una memoria común y desafían los márgenes en función de los cuales se define la legitimidad de una voz. Disputando tales ideas, expanden las fronteras del encuadramiento hegemónico de la memoria y se inscriben como sujetxs políticxs con capacidad narrativa. Intervienen sobre las geografías pre-establecidas, y con la ayuda de una figuración numérica -tan cara a la causa de los derechos humanos en nuestro país- nutren el campo de producción de sentidos sobre la memoria.
En definitiva, ensayan un pasaje por el cual acuñar una memoria trans, travesti, homosexual, lesbiana, intersex y más; y a su vez, denuncian que negar lo político de un cuerpo que le rehúsa a la norma es “invisibilizar que el hetero cis género es un régimen obligatorio que administra las posiciones y las violencias dentro de un campo social que es, estructuralmente, desigual y jerárquico” (Talbot Wright como se citó en Villafañe, 2020, párr. 17).
Producida la primera de las reflexiones, tomaremos algunos elementos que ambxs referentes proponen y que, interpretamos, producen la segunda dislocación, en esta oportunidad, temporal. De este modo, observamos cómo esta dimensión temporal emerge cuando presentan el problema de la memoria en relación a las violencias contra los cuerpos y subjetividades LGBTINb+, las cuales cobran particular espesura alrededor de la última dictadura militar pero no se reducen a ese marco temporal, ya que la anteceden y permanecen más allá de ésta. En este sentido, Ivanna Aguilera plantea:
[L]as políticas de persecución hacia el colectivo LGTB empezaron de manera sistemática y generalizada en la dictadura de Félix Uriburu. Se ejecutó un plan de exterminio con prácticas similares o peores a las implementadas por los nazis desde la dictadura de Onganía. (Aguilera como se citó en Ludueña y Gutiérrez, 2019, párr. 8)
En consonancia, Talbot Wright arroja una inferencia en torno a las prácticas de invisibilización contra la población sexo-disidente en el campo de los derechos humanos, sosteniendo que la misma no es visibilizada por el machismo existente, aunque “Desde los años ‘30 se vienen perpetrando ataques y persecuciones contra el colectivo LGBT+ desde el Estado. Corrió mucha sangre. Y seguimos enterrando compañeras’.” (Talbot Wright en Ludueña y Gutiérrez, 2019, párr. 15).
En estos dos fragmentos encontramos con absoluta nitidez esa continuidad represiva a la cual venimos haciendo referencia. Lxs dos referentes están dislocando el encuadramiento temporal de la memoria en dos direcciones: hacia un pasado que se remonta a la pre-dictadura, y hacia un presente que llega hasta nuestros días. De la primera, específicamente cuando refieren a la dictadura de Uriburu iniciada en septiembre de 1930. Vale decir que la misma se constituyó como la primera de varias acontecidas en Argentina, y en ese marco, al presentarla como antesala de las prácticas de detención, desaparición y asesinato de la última dictadura militar, tanto Aguilera como Talbot Wright están expandiendo las fronteras del tiempo, al menos, 46 años antes. Pero, a su vez, expresan esa vigencia en un presente continuo: “seguimos enterrando compañeras”.
Sin desconocer la lucha y referencia debida a los organismos de derechos humanos, Talbot Wright, quien fuera integrante de HIJOS8, propone ir más allá del reconocimiento, abonando una reflexión epistémica sobre la memoria, en tanto sugiere otros modos de conocer y re-conocer las memorias señalando que “debemos entender la memoria como un proceso dinámico que debe incorporar y no estar excluyendo cosas. Debe incorporar problemáticas, incorporar sujetos que fueron y están siendo víctimas de un estado que sigue ejerciendo prácticas de exterminio” (Talbot Wright, como se citó en Villafañe, 2020, párr. 8).
Por su parte, Ivanna Aguilera advierte la continuidad de las prácticas contra la población LGBTINb+ más allá de la dictadura, bajo otras modalidades o incluso hasta con las mismas figuras producidas durante el gobierno de facto, como lo fueron las razzias, las detenciones y los asesinatos. Esto lo hace apelando a la categoría de genocidio que, antes que ser usada en su sentido jurídico, es más bien valorada para remarcar las violencias que atraviesan y han atravesado a dicha población. Mediante este ejercicio resemantizador que Aguilera nos propone, se habilitan nuevas interpelaciones y complejidades en el marco de los nudos de la memoria:
Entre el 83’ y el 90’ y chirolas tuvimos un genocidio espantoso hacia la población trans y travestis. La policía empleaba a efectivos que habían quedado de la dictadura que formaban diferentes grupos como los “cazamariposas”. (Aguilera, como se citó en Cabral, 2019, párr. 4)
Podemos dar cuenta de cómo desde estas narrativas, que también leemos como políticas de la memoria, se rearticula un complejo vivo de críticas y significaciones que disputan otro modo de contar y contar (en el doble sentido presentado más arriba) la historia que produce una memoria compartida. Si asumimos que los planteos de Ivanna Aguilera y Eugenio Talbot Wright pueden ser analizados como provocadores de dos dislocaciones -una espacial y una temporal-, podremos referir entonces que lo que presentan en torno al problema entre memoria y disidencias sexo-genéricas es un continuum témporo-espacial cis/heterosexista represivo. Esto permite indicar entonces que: en primer lugar, como anticipamos anteriormente, la represión perpetrada por el estado contra la población LGBTINb+ antecede a la dictadura militar de 1976, y a su vez se extiende hasta el presente, más allá de la recuperación del estado de derecho (dimensión temporal); y en segundo lugar, que las demarcaciones geográficas en el espacio simbólico de los lugares de enunciación habilitados -y por consiguiente vedados- para la construcción de una memoria LGBTINb+, siguen dando cuenta de su estatuto problemático cada vez que una crítica en torno a la figura de lxs 30.000 es puesta en agenda (dimensión espacial).
“Doblemente desaparecidxs”
Familias enteras eran desmembradas, separadas sin poder juntarse jamás. Madres que perdían a sus hijos, hombres que jamás volverían a ver a sus esposas y sus niños. Fue un tiempo de oscuridad y dolor, así lo afirmaban nuestros mayores. Si no morían de hambre, morían de pena.
Moira Millán
En el caso de Moira Millán, disputar el encuadramiento de la memoria supone instituir, en primer lugar, la pregunta sobre el marco temporal bajo el cual se tematiza la violencia de estado. Desde su particular lugar de enunciación, hablar de la memoria supone cuestionar la asociación exclusiva del terrorismo de estado con la última dictadura militar, en la medida que esto implica circ|cribir dicha violencia a una etapa de la historia que deja por fuera otros periodos en los que se desarrollaron prácticas igualmente condenables. En este marco, el uso de la categoría de genocidio9 en muchas de sus intervenciones le permite realizar una impugnación directa al estado y a la variable temporal de la memoria encuadrada, porque se reclama el reconocimiento de prácticas de sometimiento, explotación, deportación, apropiación de niñxs y desestructuración comunitaria y/o familiar que se llevaron a cabo en el proceso de conformación y consolidación del estado-nación desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX
Como hemos mostrado en otro trabajo (Soria, en prensa), las denuncias que lleva adelante esta lideresa en el terreno de la memoria remarcan, una y otra vez, la persistencia de una maquinaria estatal que instituye una temporalidad hegemónica, desde donde quedan opacadas ciertas prácticas estatales y visibilizadas otras. En relación a esto, desde sus declaraciones, el genocidio está ligado al racismo, precisamente porque la crítica al marco temporal que asocia la memoria a la dictadura de los setenta implica denunciar que tal asociación se debe a una estructuración racista de nuestra sociedad, es decir, a la imposibilidad de valorar como memorables otras muertes y otras desapariciones. El racismo estructural se vincula con la imposibilidad de ver y reconocer otras formas del genocidio que reclaman un estatuto diferente en la memoria compartida. En una entrevista, Moira Millán señala esta imposibilidad de reconocer el genocidio de los pueblos indígenas:
En Argentina pasan muchas cosas. Hay una resistencia. Nosotras decimos que hubo un proceso de argentinización que se hizo a través de un genocidio. No quieren ser el resultado de un laboratorio sangriento, nadie quiere pensarse así a sí mismo. La perspectiva decolonial no interpela a los patriotas. Se habla de lo decolonial para la invasión de Europa a América. A veces para el imperialismo de Estados Unidos y hasta ahí. A partir de la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado en Wallmapu10 una parte de la población argentina descubrió que había un conflicto por tierras en el sur del país, que ese conflicto estaba interpelando el latifundio creado por grandes empresarios, muchos de ellos extranjeros. (Millán, como se citó en Fornaro, 2020, párr. 12)
Estas palabras señalan la dificultad de tematizar como genocidas un conjunto de prácticas que, desde ciertas narrativas asociadas a la historia nacional, no pueden ser vistas como tales por su valor en la constitución del estado-nación. Si bien no puede desconocerse que la historia nacional ha experimentado importantes revisiones, esto no ha significado necesariamente que las prácticas y los hechos ligados a los momentos constitutivos de la nación sean englobados por el concepto de genocidio. Es por eso que Moira Millán denuncia la imposibilidad de enmarcar en esta categoría muchas de las prácticas que ella enuncia como “parte de un laboratorio sangriento”, pues hacerlo implicaría la desestabilización de las fibras más íntimas de un imaginario nacional en el que, todavía, los componentes indígenas representan una excepción normalizante, es decir, expresan un estereotipo construido por el poder soberano del estado que los identifica como potencial amenaza a la integridad nacional (Delrio, Escolar, Lenton, Malvestitti y Pérez, 2018)11.
La disputa por la memoria se cifra, por lo tanto, como lucha por la ampliación de los márgenes de lo recordable y por la resignificación de los eventos que se recuerdan, y esto se lleva a cabo mediante una relectura de la historia desde dos claves: racismo y genocidio. Esta ampliación y resignificación constituyen, en efecto, una apuesta de lectura a contrapelo que resulta en dos efectos complementarios: por un lado, la desestructuración de una imagen de nación argentina blanca y europeizada; por otro lado, la reinscripción de las trayectorias indígenas en el pasado y en el presente. Esta reinscripción echa luz no sólo de las prácticas del pasado que hicieron de lo indígena un objeto de persecución y represión, sino que también desarma el supuesto de extinción al hacer escuchar una voz en el presente que puede ser también instancia legítima y autorizada de la narración histórica. Al cuestionar la ficción de una Argentina “venida de los barcos”, Moira Millán lo dice de este modo: “hay que hacer un trabajo mucho más profundo [...] para poder volver a recuperar la verdad histórica, el reconocimiento de la existencia de las naciones indígenas, y se pueda volver a construir una narrativa distinta” (Millán, como se citó en TeleSURtv, 2019).
Esta insistencia por ampliar los márgenes temporales en relación a los cuáles una práctica estatal es definida como genocida no se circunscribe, sin embargo, a la simple cuestión de re-encuadrar los hechos del pasado, sino que se trata de una disputa desde y por el presente, en el sentido de que genocidio no es sólo lo que pasó sino lo que sigue pasando: “megaminería, hidroeléctricas, fracking, robo de tierras comunitarias, violencia institucional, racismo, persecución judicial, hostigamiento, violencia parapolicial, feminicidios y femicidios, infanticidio indígena, violación de derechos constitucionales, todas ellas prácticas y políticas genocidas que se perpetúan por más de 500 años” (Millán, 2019a). Desde esta perspectiva, entonces, podemos interpretar que no se trata sólo de una disputa por otra versión de la historia, sino de una disputa en la que un sujetx políticx busca hacerse lugar en el presente para, desde allí, rearticular radicalmente la relación entre pasado, presente y porvenir.
Esto último permite poner de relieve la dimensión espacial que se vincula a la dimensión temporal que venimos describiendo, y que da forma a lo que hemos llamado nudo témporo-espacial de la memoria. Desde los márgenes -aquellos a los que históricamente fueron expulsados los cuerpos racializados de la nación- irrumpe esta voz que impugna la cartografía hegemónica y redirecciona sus ficciones constitutivas al centro de discusión. Desde este lugar de enunciación, el espacio funciona como metáfora de un gesto que se hace lugar, que conmueve los lugares comunes (¿sagrados?) de la comunidad política. Cuando Moira nos dice “el territorio tiene memoria” condensa la fuerza de ese gesto, mueve, empuja, disloca, desarma el orden de lo posible, desordena y resitúa las piezas de la memoria compartida. En oportunidad de la conmemoración del 24 de marzo12 en 2019, afirmaba:
Dos genocidios, el primero impune, ni siquiera cuestionado por los gobiernos que se han sucedido en el poder, el segundo hoy lo recordamos, y gran parte de la sociedad argentina lo condena. No así la campaña genocida de Julio Argentino Roca, quien hasta hoy tiene emplazado un gran monumento que le rinde honor […] Pero los territorios tienen memoria y es cíclico, todo vuelve a repetirse sino se repara, eso es justicia. Para nosotros los pueblos originarios nunca hubo memoria, verdad y justicia. Es por ello que el genocidio continúa […] Hace un tiempo visité por primera vez el Museo de la Memoria, allí hay una computadora en donde se puede escribir el nombre de algún desaparecid@ y enseguida te aparece esa persona en la nómina con sus datos personales, edad, actividad política y el día de su desaparición, yo escribí seis nombres mapuches, de los que sé año y circunstancias en los que fueron desaparecidos, por el relato de sus familiares, algunos de ellos trabajadores, otros luchadores por sus territorios, e incluso puse el nombre de una lamngen13 que durante la dictadura fue arrastrada, torturada y encarcelada por un tiempo y luego liberada. Para mi sorpresa, éstos nombres no estaban en los 30.000, me dolió como un puñal en mi espíritu, ellos están doblemente desaparecidos […] ¿La lista de los treinta mil es sólo de víctimas blancas? (Millán, 2019b, párr. 1-3)
Las desapariciones son también indígenas, recuerda Moira, y con ello hiere la idea de nuestrxs desaparecidxs asociada a lxs 30.000. Y en la medida que esa pieza no encuentre su lugar, la memoria compartida permanecerá, no incompleta, sino injusta. En otras palabras, no se trata de completar, sino de desarmar el encuadramiento mismo de la memoria: sus espacios, sus nombres, sus marcos de inteligibilidad, sus dispositivos de visibilidad. ¿Quién y qué se narra en la historia compartida? ¿Mediante qué procedimientos se instituye la visibilidad de los cuerpos torturados y desaparecidos? En estas preguntas, que resuenan como eco de la experiencia de Moira en el Museo de la Memoria, la figura de lxs desaparecidxs como término que condensa el horror de un tiempo histórico es implosionada, pero se trata de una implosión que no busca su destrucción, sino más bien exponer sus cimientos y sus materiales, para desde allí situar dentro de sus fronteras a otrxs desaparecidxs.
En este aspecto, la metáfora del espacio permite nombrar el ejercicio de una práctica que presiona por hacerse lugar dentro del terreno de las desapariciones que recordamos como comunidad política, pero en este caso, más que un cómputo, lo que se reclama es la posibilidad de contar el horror y el dolor, otros horrores y dolores que también hablan de desapariciones. Es como si en ese ejercicio se reclamara la extensión de una longitud o de una geometría -la de lxs desaparecidxs-, para redefinir las fronteras que permitan llorar otras víctimas que, luego de la pregunta retórica de “¿la lista de los treinta mil es sólo de víctimas blancas?”, ya no pueden remitir únicamente a la conocida imagen de “los militantes de los 70”.
A modo de cierre (o notas sobre el espacio y el tiempo entre nudo y nudo)
Retomando la imagen de nudo que supo ofrecernos Juileta Kirkwood para pensar el devenir feminista, y teniendo en cuenta que esa evocación permite entender la relación entre crecimiento y transformación, en este apartado de cierre quisiéramos detenernos en la fecundidad de esa imagen para problematizar la(s) política(s) de la(s) memoria(s) en el tiempo que vivimos. Cuando hablaba de nudos, la pensadora chilena mencionaba troncos, plantas, crecimientos y proyecciones; en este sentido, tanto árboles como plantas comparten una característica común: todo nudo es, a la vez, un rincón naciente. Es sabido que de los nudos que las plantas tienen en sus tallos, nacen brotes nuevos; que al espacio de tallo que existe entre un nudo y otro, se lo denomina entre-nudo, y que por tanto, todos los tallos de una planta están unidos por nudos y entre-nudos; y a su vez sabemos que, bajo ciertas condiciones, de los nudos de algunos árboles -incluso los caídos- si son puestos en agua lo más probable es que broten nuevos tallos. Asimismo, si se corta un nudo de un árbol, muy probablemente, el árbol muera también.
De ahí la vitalidad del nudo, su carácter imprescindible para el movimiento vivo de aquello que, a pesar de tener una orientación, depende de los “cursos indebidos” que los mismos van trazando, porque en esa dependencia radica la reorientación de una geometría que no tiene prefigurado su sentido. Estas ideas-imágenes provocan, en efecto, un modo de pensar la política de la memoria en nuestro particular contexto: su actual configuración, lejos de representar una parcialidad o una lectura incorrecta de los derechos que ella abarca, es producto de articulaciones hegemónicas abiertas a disputas y resignificaciones. Los particulares anudamientos en torno al espacio y el tiempo que proponen Eugenio Talbot Wright, Ivanna Aguilera y Moira Millán son precisamente eso: nudos incómodos, pero necesarios, para re-pensar la política de la memoria en claves de disidencias sexo-genéricas y antirracistas.
A partir de nuestra interpretación de las intervenciones de estxs tres activistas, intentamos mostrar cómo sus lecturas a contrapelo en el campo de la memoria exponen al espacio y al tiempo como nudos que funcionan a modo de pliegues, desde los cuales germina una pregunta: ¿qué memoria? La dimensión del espacio se juega allí donde -cada unx a su modo- el cuerpo se pone en escena, se anima a habitar el espacio de lo instituido como compartido para ensayar la interrupción de lo que Rancière (2007) llamó la geometría de la comunidad política, esto es, el reparto de las “partes” de la comunidad. Al ocupar el espacio público e impugnar el ordenamiento espacial de los derechos, las voces de Eugenio Talbot Wright, Ivanna Aguilera y Moira Millán, introducen una ruptura del orden sensible. En otras palabras, hacen política en la medida que “desplaza[n] a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia[n] el destino de un lugar; hace[n] ver lo que no tenía razón para ser visto, hace[n] escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar” (Rancière, 2007, p. 45).
Ese hacer política es, también, hacerse sujetxs políticxs; porque mientras desplazan los lugares sagrados de la memoria se desplazan ellxs mismxs hacia otros sitios, aquellos que no les estaban asignados y que, sin embargo, ocupan para llenarlos con una voz que reclama su derecho a decir. Con ello, el gesto es doble: cambian la cuenta de las partes de la comunidad política para, al mismo tiempo, poder contar que algo más cuenta. ¿Qué es lo que cuenta? Esos cuerpos no heteronormados y no blanqueados que reclaman su lugar en la memoria compartida, un reclamo que no se hace desde el discurso multicultural de celebración y aceptación de la diversidad, sino desde la dislocación de los tiempos de la historia y los espacios habilitados de la comunidad política. En este sentido, la disputa va más allá de la simple incorporación de las historias menores a la memoria compartida, en la medida que se desarma la manera de temporalizar, de hacer los cortes y periodos temporales, para desde allí hacer entrar otros tiempos, los de las experiencias de injusticia.
De este modo, estxs activistas no buscan instituirse como voces dentro del discurso de la diversidad, sino como voces con derecho a contar. De allí que hablar de “lxs 30.400” y de “lxs doblemente desaparecidxs” sea mucho más de lo que a simple vista parece, pues su efecto es trazar una herida en el campo de sentidos de “la” memoria -en singular-, introducir una torsión, un nudo, un rincón naciente, que hace posible entonces hablar de memorias, nuevamente en plural. Ya sea marcando la ficción de raza o de género, las luchas de Moira Millán, Ivanna Aguilera y Eugenio Talbot Wright se hermanan en este ejercicio provocado desde los márgenes hacia un centro -El Centro-, para provocar esa “ráfaga” tal como lo supo apuntar Benjamin, puede iluminar nuestro presente.