El género está embebido en las disposiciones institucionales mediante las cuales funciona la escuela. […] El conjunto de estas disposiciones conforma el régimen de género de una escuela. (Connell, 2001, p. 160)
Introducción
El presente artículo se propone visibilizar y reflexionar críticamente acerca de la dimensión pedagógica de los “regímenes de género escolares”, a la vez que explora en torno a la capacidad de ciertas prácticas y políticas institucionales para incidir en su reforzamiento y/o transformación. El trabajo analítico se basa en datos construidos en una investigación etnográfica realizada en una escuela de nivel medio1 del Gran La Plata2, Argentina, entre los años 2017 y 2018, cuyo propósito consistió en analizar la experiencia escolar en el marco de la implementación transversal de la Educación Sexual Integral (en adelante ESI)3.
La ESI es una política educativa que rige como obligatoria para la totalidad de las escuelas de la Argentina, en tanto constituye un derecho de lxs estudiantes consagrado por la ley nacional N° 26.150, sancionada en 2006. En dicha norma se define a la educación sexual integral como aquella que “articula aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos y éticos”, descentrándola de ese modo de su tradicional ligazón a la mera genitalidad y a la tarea de prevenir enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados. A su vez, esta política propone un abordaje de la educación sexual que trascienda las asignaturas a las que estuvo históricamente circunscripta, como Biología y Psicología, propiciando así una intervención pedagógica de carácter transdisciplinar orientada a combatir las desigualdades de género.
Habida cuenta de que se trata de una política relativamente disruptiva respecto tanto del ordenamiento sexogenérico vigente como de los modos tradicionales de abordar estos tópicos en la escuela, para lograr su pregnancia en las prácticas escolares fueron desarrollándose distintas estrategias desde el Estado, como capacitaciones docentes y la elaboración de contenidos curriculares y materiales didácticos. En consonancia con otros trabajos (Faur, 2018; Faur y Lavari, 2018), durante la investigación se constató un reconocimiento al menos de los propósitos generales de esta política por parte de distintos actores institucionales e, incluso, se pudo apreciar cierta adhesión a los mismos en sus testimonios y en las modalidades de abordaje del género y la sexualidad (como tópicos) en las clases.
De cualquier manera, en tanto los aprendizajes escolares desbordan con creces los propósitos formativos de lxs docentes, así como los contenidos curriculares impartidos, la indagación hace foco en el terreno de la experiencia cotidiana de los sujetos en los colegios4, explorando la totalidad de la vida escolar en su dimensión pedagógica respecto del género y la sexualidad. Como otras instituciones sociales, la escuela establece criterios de normalidad que operan demarcando jerarquías y desigualdades entre los sujetos en función de su diferencial adecuación a dichos parámetros. De este modo, puede decirse que “toda educación es sexual” (Morgade, 2011), en la medida en que más allá de los temas abordados la escuela ejerce siempre una “pedagogía de la sexualidad”, muchas veces sutil, discreta y continua, lo que la vuelve también más eficiente y duradera (Lopes Louro, 2007).
Aunque delimitadas por configuraciones socioculturales más vastas, las prácticas escolares adquieren siempre articulaciones específicas en función de las particularidades culturales, materiales e históricas de cada escuela, instituyendo “regímenes de género” (Connell, 2001, 2003) que establecen coordenadas y lógicas de actuación propias que muchas veces logran reproducirse sin que los sujetos implicados asuman cabal consciencia de su potencial prescriptivo. Por el contrario se trata de un conjunto de disposiciones y saberes locales que se aprehenden en mayor medida de forma inconsciente a través de la experiencia cotidiana. En tanto el género se hace y rehace siempre en el marco de prácticas sociales concretas (Connell, 2001), el trabajo está orientado a etnografiar las formas específicas de “hacer género” en la escuela indagada.
Asumiendo la perspectiva de la etnografía educativa, el trabajo indaga en aquellos saberes y prácticas que exceden lo normativo y lo prescripto y cuyas expresiones, pese a tener un rol decisivo en los procesos formativos, suelen no quedar registradas (Rockwell, 2009). En este sentido, interesa señalar que el propio “formato escolar” estipula lógicas y criterios de habitabilidad de las escuelas, sedimentando así formas más o menos legítimas de ser mujer y ser varón (Terigi y Perazza, 2006). De este modo, la pretensión de igualdad que impregnó la constitución del sistema educativo argentino (Puiggrós, 1990; Pineau, 1996; Scharagrodsky, 2007) opera como prisma que invisibiliza el funcionamiento de un conjunto de operaciones y disposiciones que en buena medida debe su eficacia a su capacidad de pasar desapercibido. En rigor, todo sistema de escolaridad impone sus normas de funcionamiento que modulan el tránsito, la permanencia y la expulsión o “fracaso” de los sujetos que lo vivencian (Báez, 2013).
Así, el “buen desempeño escolar” supone la capacidad de cada individuo de poner en acto una serie de saberes vinculados, por un lado, con los contenidos curriculares, pero también con otro conjunto de capitales requeridos para sobrellevar la vida cotidiana en una institución determinada. De este modo, habitar una escuela supone un proceso de adaptación a una trama relacional con códigos de convivencia específicos que, entre otros aspectos, comportan una dimensión sexogenérica. A esa normatividad sexogenérica que regula las formas de habitar las instituciones escolares y que deja huellas en los procesos de constitución de las subjetividades aquí, siguiendo a Connell, se denomina régimen de género (2001, 2003). Adaptarse no implica mera asimilación de una vez y para siempre, sino un proceso constante de asunción de posicionamientos subjetivos dentro de una grilla de inteligibilidad dinámica, aunque con ciertas sedimentaciones de sentido. Cada régimen de género, a la vez que organiza su interior, abyecta todas aquellas subjetividades, corporalidades e identidades que transgreden sus principios de inclusión.
En este caso interesa reflexionar acerca de la dimensión pedagógica de la experiencia escolar en el marco de un colegio secundario cuyo régimen de género es caracterizado como “viril”. Resulta preciso señalar, que esta configuración institucional no es leída como una determinación absoluta de las prácticas y relaciones posibles en su interior, sino como un régimen de modulación de las diferencias existentes en la institución que, a la vez que es permanentemente negociado y puesto en cuestión, opera como un potente dispositivo de autoridad que constriñe de modos específicos las experiencias educativas al trazar fronteras excluyentes y al jerarquizar los sentidos, prácticas, discursos e imaginarios que forman parte de su cotidianidad. A su vez, el artículo se propone explorar en torno a la capacidad de distintas modalidades de transversalización de la ESI para incidir en el reforzamiento o la transformación de dicho régimen sexogenérico.
Aspectos metodológicos y primera descripción del campo analítico
La institución en la que se basa el análisis es un colegio secundario de gestión privada5 perteneciente a un club deportivo del Gran La Plata. Su matrícula, compuesta mayoritariamente por familias de ingresos medios y medios-altos, se mantiene entre 120 y 140 estudiantes, distribuidos en seis cursos (uno por nivel). La escuela funciona en turno matutino, mientras que las actividades de educación física se realizan por la tarde en alguno de los predios del club. Muchxs de sus estudiantes se conocen desde pequeñxs por haber realizado allí alguna actividad deportiva o bien por haber compartido la escolaridad en el nivel inicial y/o primario en establecimientos que pertenecen al mismo club. El colegio secundario comenzó a funcionar en 2006 con la primera promoción de la escuela primaria y utilizó durante dos años su edificio. El título que otorga es el de Bachiller con Orientación en Ciencias Sociales, aunque durante la indagación pudo advertirse que algunxs docentes consideraban que se trata de una escuela con “orientación deportiva”.
La pertenencia del colegio a un reconocido club de la zona fue, precisamente, un criterio fundamental al momento de confeccionar el campo material de indagación. En investigaciones previas se había constatado que en las características que adquiere la regulación de los cuerpos (vestimenta, conducta, modos de habitar los espacios, formas de vincularse entre sí), se cifra en buena medida el régimen de género que modula la experiencia escolar (Romero, 2017). Con la peculiaridad de que, mientras de múltiples maneras puede percibirse una atención casi obsesiva por contener o reprimir todo aquello que no cuadre con las formas “apropiadas” de habitar las escuelas, al mismo tiempo la condición “carnal” de los sujetos no suele tenerse en cuenta en forma deliberada en las estrategias pedagógicas, como si lxs estudiantes (e incluso lxs docentes y directivxs) fueran consideradxs exclusivamente en su capacidad de raciocinio y despojadxs de su existencia corporal (Scharagrodsky, 2007; Lopes Louro, 2007; Tomasini, 2011).
De allí el interés por estudiar una institución en la que, por su vinculación a un club deportivo (no sólo en términos formales, sino también identitarios, históricos y culturales), es posible hallar una gestión diferente de la corporalidad a la relevada en otros colegios (si bien sus modalidades específicas resultaban imposibles de prever). En efecto, a poco de iniciada la exploración, quedó de manifiesto que la interacción entre lxs estudiantes y entre éstxs con sus docentes se manifestaba de un modo más desembozado y, por momentos, efusivo que lo observado en otras instituciones (Romero, 2017). A medida que avanzaba la indagación pudo advertirse incluso cierta conexión entre el clima escolar de esta institución y lo que los estudios sobre el ambiente del fútbol en Argentina reconocen como la “cultura del aguante”, esto es, la vigencia de una lógica de interacción ritual que combina elementos trágicos y cómicos, violentos y carnavalescos (Garriga Zucal, 2007), donde se destaca un principio de relación entre pares (especialmente entre varones) basado en la rudeza y en la asunción permanente de actitudes temerarias, es decir, que comparten el riesgo de devenir en peleas e incluso de ser merecedoras de algún tipo de sanción.
Como sucede en el mundo del fútbol, la violencia no se explica por la existencia de unos “inadaptados sociales” que transgreden los principios civilizatorios comunes, sino por la vigencia de una trama relacional donde el ejercicio de ciertas prácticas (más o menos) violentas resulta un modo legitimado de participación (Garriga Zucal, 2007). La interiorización de un conjunto de reglas, códigos y disposiciones que poseen orientaciones sexogenéricas concretas (corporales, afectivas, libidinales), supone la producción subjetiva de un capital simbólico redituable en términos de pertenencia, estatus y jerarquía. En este contexto, “tener aguante” implicaba poder hacer frente a los embates físicos y/o verbales de otrxs estudiantes durante la cotidianidad escolar, y constituía una vía de acceso al reconocimiento de los pares. Esta lógica de interacción social exige formas específicas de masculinidad (y de feminidad).
A poco de iniciado el relevamiento se verificó que ello no se debía a la existencia de un proyecto pedagógico más relajado en sus prácticas regulatorias de la corporalidad en el ámbito escolar. Por el contrario, la directora manifestaba una especial preocupación por contener cuanto fuera posible la efusividad que se había vuelto palpable desde la primera visita a la escuela. Su clasificación de los distintos cursos y estudiantes estaba fuertemente estructurada en función de la “buena” o “mala” conducta, entendida (casi exclusivamente) en relación a las reglas explícitas e implícitas que intentan prescribir las formas “correctas” de habitar las instituciones educativas (y no, por caso, en relación a la disposición manifestada hacia los aprendizajes o el respeto hacia los pares).
Esto permite señalar de entrada que los regímenes de género escolares nunca resultan una mera imposición de arriba hacia abajo. Aun en el marco de una trama con una marcada distribución de roles y jerarquías como es el caso de la escuela, las configuraciones institucionales siempre son el resultado (contingente) de una compleja serie de negociaciones. Siguiendo a Connell, para entender el régimen de género de un colegio es preciso observar a la escuela en tanto agente institucional encargado de “educar a los muchachos”6 y, en simultáneo, atender a los agenciamientos específicos que realizan lxs estudiantes en dicho contexto (2001).
Con el propósito de reconstruir las lógicas que modulaban la experiencia escolar en su dimensión sexuada en este colegio, se realizó un relevamiento etnográfico entre los años 2017 y 2018 que combinó distintas estrategias. Por un lado, se realizaron entrevistas a la directora y algunas entrevistas grupales a estudiantes, todas ellas dentro de la institución y en horario de clase. Por otra parte, se entrevistó a algunxs docentes por fuera de la escuela con el propósito de profundizar en algunos tópicos difíciles de abordar en su ámbito laboral. En total, se realizaron una decena de entrevistas semiestructuradas. Ese material fue complementado con observaciones de clases, actos, recreos, jornadas de recreación, festejos vinculados al egreso de la escuela secundaria. A su vez, se relevaron y analizaron documentos institucionales, programas de distintas materias, carteleras, así como videos, fotografías, afiches, murales, banderas y trabajos prácticos elaborados por lxs estudiantes.
Tal como fue planteado con anterioridad, asumir la perspectiva de la etnografía educativa posibilitó focalizar la atención en el carácter pedagógico de la escuela en su dimensión cotidiana. En palabras de Rockwell, se trata de “documentar lo no documentado” en la experiencia escolar: lo familiar, lo cotidiano y lo oculto (2009). Reconstruir las perspectivas nativas y los saberes locales resultó crucial a fin de descentrar el análisis de la normativa pedagógica y reponer en el centro de la escena la pregunta por el carácter pedagógico respecto del género y la sexualidad en la experiencia escolar de los sujetos que habitaban la institución indagada. Así, antes que intentar “medir” cuánto se implementaba la ESI en esta escuela, el trabajo procura atender a sus modalidades de transversalización en el marco de una trama relacional concreta.
La transversalización de la ESI en el marco de una cultura institucional “normativa”
La primera referencia al carácter “normativo” de esta institución fue planteada por la docente que facilitó el ingreso a la escuela. Aspecto que ella atribuía principalmente al perfil de Lourdes7, su directora. En relación al pedido de autorización para realizar la investigación en el colegio, esta profesora advirtió: “hay que hacer bien todas las cuestiones formales, porque Lourdes es muy de la norma”.
En efecto, para poder acceder a la escuela no bastó con una carta donde se comentaba el marco general del estudio y su anclaje institucional. A diferencia de lo que había sucedido en otras escuelas, hubo que rehacer varias veces la solicitud, detallando y especificando las acciones concretas que se deseaba realizar. El motivo de la discordancia radicaba en que Lourdes pretendía que la indagación se circunscribiera a las clases de educación sexual, mientras en la petición advertía “propósitos más generales”, según mencionó en una ocasión.
Efectivamente los propósitos investigativos eran “más generales”. Como quedó planteado en la introducción del artículo, el interés estaba puesto en explorar la totalidad de la vida escolar en su dimensión pedagógica respecto del género y la sexualidad, por lo que se pretendía dejar en claro, de entrada, la voluntad de estudiar diferentes dinámicas y espacios escolares, incluyendo las clases, pero también los actos, los recreos, así como las actividades especiales o extracurriculares.
Luego de un lapso de alrededor de un mes, en el que hubo un intenso intercambio por correo electrónico, finalmente se acordaron los términos de la estadía en el colegio (en una zona intermedia entre los propósitos de ambas partes). Si bien inicialmente estas dificultades de acceso a la escuela fueron interpretadas como una demora perjudicial para la investigación, esas “idas y venidas” (y los esfuerzos de la directora por constreñir los alcances de la indagación) constituían elementos centrales para comprender aspectos cruciales de la cultura institucional y, en particular, de su estilo de gestión.
En algún momento, durante el período en el que se mantuvo el intercambio en pos de franquear el acceso a la escuela, emergió el interrogante respecto de si, más que la modalidad de indagación propuesta, lo que motivaba la resistencia de parte de la directora era el propio tema estudiado. En efecto, la implementación de la ESI ha sido motivo de fuertes tensiones en distintas instituciones educativas, al punto de que en algunas escuelas privadas (especialmente católicas) sus docentes y directivxs consideraban que era una posible causal de despido (Romero, 2017). Sin embargo, los distintos actores institucionales entrevistados fueron insistentes en que, precisamente debido al perfil “normativo” del colegio, esta política se aplicaba aquí de manera “transversal”. De acuerdo a una profesora que manifestó haber sido una de las impulsoras de la implementación de la ESI en la escuela, una vez que Lourdes “comprendió en qué consistía” su enfoque, esto es, que no se circunscribe a los “aspectos preventivos” ni a ciertas áreas como biología o educación para la salud, pasó a exigir su abordaje en las distintas asignaturas (tal como se promueve desde las áreas de gestión ministerial de esta política). Posteriormente pudo constatarse que, en efecto, la directora demandaba a todxs lxs docentes la inclusión dentro de su propuesta pedagógica de un “bloque temático” dedicado a la implementación de esta política. Al trascender las áreas tradicionalmente ocupadas de ello, esta modalidad de transversalización de la ESI, que en un trabajo previo denominamos “curricular”, da cuenta de un abordaje amplio de la educación sexual, ya no circunscripta a la genitalidad y a fines (no) reproductivos (Romero, 2021). Sin embargo, ¿es esta la única forma de transversalizar esta política en las escuelas? ¿Qué sucede con todos aquellos aprendizajes que se traman en la experiencia escolar por fuera de los contenidos curriculares impartidos?
La mención de la observancia de la directora respecto de las políticas y normativas educativas que hiciera la profesora que favoreció el ingreso a la institución, fue adquiriendo contornos específicos a lo largo de la investigación. En una de las conversaciones mantenidas acerca de la implementación de la ESI en el colegio, Lourdes sintetizó su posición de este modo: “Es una ley, por lo tanto hay que cumplirla”. Asimismo, fue enfática en que ella ejecutó “todos los lineamientos” impulsados desde el Estado en relación a la aplicación de esta política, como el armado de las planillas de asistencia por orden alfabético, sin la tradicional separación por sexo, el dictado de las clases de educación física en forma conjunta, cuando antes varones y mujeres cursaban esa asignatura por separado, así como el hecho de dirigirse en las comunicaciones oficiales a las “queridas familias” y ya no a los “señores padres”, reconociendo así (al menos en términos formales) las múltiples conformaciones familiares existentes.
No obstante, la “aplicación” de una política pública nunca supone un proceso transparente y lineal, sino que refiere a una dinámica histórica en la que distintos actores, situados diferencialmente en contextos específicos, sobreimprimen sentidos propios (Oszlak y O´Donnell, 1981). En este caso, aun recuperando la categoría nativa para definir el perfil de la escuela como “normativo”, antes que procurar medir cuánto se implementaba la ESI, resultó más fructífero explorar en torno a la normatividad imperante en la institución, proceso que se configura también con base en creencias, saberes y códigos culturales que muchas veces amplían, cercenan o contradicen las normas legales. En este sentido, interesa explorar las implicancias de este perfil institucional “normativo” en la experiencia escolar cotidiana, específicamente en su dimensión sexuada.
De este modo, si bien inicialmente la directiva institucional para que todxs lxs docentes incorporen la ESI en sus materias parece contribuir a uno de los propósitos básicos de esta política, esto es, la transversalidad en el abordaje de la sexualidad en la escuela, lo cierto es que en la práctica esto muchas veces llevaba a cierto encorsetamiento de dichos contenidos a un “bloque temático”, sin mayor integración a la totalidad de la propuesta pedagógica. Es lo que señaló un profesor de Psicología en una entrevista realizada fuera de la escuela. A su entender, la exigencia de confeccionar un apartado dentro del programa donde se explicite el dictado de la ESI tendía a escindirla -en vez de integrarla- del resto de los contenidos. Desde su punto de vista, toda su materia “está atravesada por la ESI. Cuando doy identidad, cuando hablo del reconocimiento del otro, cuando doy estructura psíquica... Pero la directora quiere que haya un apartado resaltado, así que hay que hacerlo”. A su vez, esta forma de dar cumplimiento al mandato institucional no ayudaba a visualizar la importancia de que el enfoque de esta política (más que tal o cual contenido) permee la totalidad de las prácticas áulicas.
Por otra parte, esta modalidad de “transversalización curricular” de la ESI, al no verse acompañada y complementada por una “transversalización institucional” (González del Cerro, 2018; Romero, 2021), no permitía visualizar críticamente múltiples aspectos de su cotidianidad que también tienen un peso pedagógico respecto de la sexualidad y que suelen caracterizarse como currículum oculto. En su estudio sobre “buenas prácticas pedagógicas” en relación con la implementación de esta política, Faur y Lavari destacan que cuando logran combinarse el dictado sistemático de ciertos contenidos por parte de lxs docentes con una determinada orientación y compromiso por parte del equipo de gestión “se produce un salto cualitativo” en la institucionalidad y en la enseñanza de la ESI (2018, p. 26).
Para avanzar en esta línea argumental, interesa recuperar una escena que tuvo lugar durante 2017 en una clase de Literatura de cuarto año.
Estaban leyendo en voz alta La niña pájaro8, novela de Paula Bombara (2015) en función de la cual la profesora se proponía ir abordando distintos ejes vinculados con la violencia de género. La forma de trabajo consistía en que cada estudiante leía un breve pasaje hasta que la docente decidía detener el relato y, a partir de algunos interrogantes, ir orientando un debate grupal. En un momento, uno de los protagonistas de la historia, de profesión albañil, ingresa a un edificio en construcción en el que trabaja. Allí la profesora interrumpe el relato para preguntarles:
-¿Qué sucede en las obras?
-Hay obreros- dice un chico.
-Sí, pero, ¿qué más?- insiste la docente.
El joven abre los brazos, como perplejo. Inmediatamente una compañera exclama:
-Te gritan cosas.
-Ah, sí- admite el estudiante que había participado previamente.
A partir de ello se inicia una discusión, protagonizada sobre todo por las chicas. Una joven señala que “son piropos ofensivos”. La profesora, por su parte, propone “distinguir el piropo del acoso callejero”. Algunos chicos le restan gravedad a lo que sucede y otro comenta que “no pasa solo en las obras”. De todos modos, algunos compañeros vuelven a llevar la discusión hacia ese lugar y señalan que hay “cuestiones culturales” y de “educación” que hace que esas prácticas se den especialmente en algunos sectores. Así, van desplegándose distintas hipótesis interpretativas que se complementan sin poner en duda ese presupuesto. Hasta que una chica señala:
-Hay que pensar lo que pasa en la escuela, también. Cuando vas a un aula a avisar algo te dicen de todo.
-Sí- corrobora una compañera.
De pronto hay un acuerdo entre ellas de que en el colegio también suceden esas prácticas.
-En tercero es terrible. Te dicen de todo y todos se ríen y vos tenés que aguantártela -agrega la joven que inició la reflexión.
“Vos tenés que aguantártela” aparece acá como un señalamiento inequívoco de que usualmente ese tipo de situaciones agraviantes no suscitan una intervención pedagógica por parte de docentes y autoridades del colegio. El hecho de poner en primer plano esas actitudes -y la ausencia de mediaciones institucionales tendientes a combatirlas- pone de manifiesto la insuficiencia de un abordaje de la sexualidad como contenido curricular, escindido de la experiencia escolar cotidiana.
Ese territorio cotidiano de la experiencia escolar resulta un enclave estratégico sobre el cual el área encargada de impulsar esta política educativa intentó posar la mirada a partir de la elaboración de una “Guía para el desarrollo institucional de la Educación Sexual Integral en la escuela”, documento en el que se destaca, por caso, la importancia de llegar a acuerdos entre los distintos actores de cada institución que trasciendan lo curricular, ya que “la educación sexual atraviesa nuestra práctica docente a toda hora y en todo lugar” (Programa Nacional de Educación Sexual Integral, 2012, p.7). Sin embargo, en una escuela que carecía de Centro de Estudiantes9 y en la que el Consejo Institucional de Convivencia10 sólo tenía existencia formal (y en la práctica “ante cualquier conflicto interviene Lourdes”, como resumiera una profesora en una entrevista), se volvía especialmente dificultoso reconocer y, mucho más, transformar sus criterios de habitabilidad.
Lo antedicho no persigue el propósito de desmentir la idea de que “en esta escuela la ESI es algo transversal”, como señalaran distintos actores institucionales, sino que se trata más bien de aportar a una lectura crítica respecto de las implicancias pedagógicas de las distintas modalidades de transversalización de esta política, lo cual supone también poner en el centro de la escena la pregunta por dónde y cómo se producen los aprendizajes más significativos en relación con la sexualidad en los contextos escolares.
Notas acerca de la puesta en acto de un régimen de género “viril”
El primer curso en el que pudimos hacer observaciones de clases en este colegio fue el cuarto año. Antes de ingresar, la directora previno que, a su entender, se trataba de “el peor grupo de la escuela”, especialmente por el comportamiento de algunos alumnos. Una de las cosas que nos llamó la atención aquel día fue la abundancia de varones (unos 15 esa mañana, aunque no estaban todos) en comparación con las chicas (apenas 6 y estaban todas presentes). Una docente comentó, semanas más tarde, que se trataba de una particularidad de ese curso, pero que en el resto de la escuela había más “equilibrio”. Sin embargo, luego pudo cotejarse que en quinto y sexto también había una mayor cantidad de chicos.
Una hipótesis inicialmente esbozada para entender esta desigual composición de los grupos consistió en atribuirla al distinto interés que probablemente despertara entre varones y mujeres concurrir a un colegio perteneciente a una institución deportiva de gran pregnancia en la ciudad a partir de su equipo de fútbol profesional masculino. No obstante, pronto comprobamos que, tal como había señalado la directora que era el propósito de la escuela, en los primeros años los grupos estaban distribuidos más equitativamente en cantidad de alumnos y alumnas. En efecto, en primer año la matrícula se dividía en partes iguales. ¿A qué se debía, entonces, este paulatino “éxodo”11 de chicas durante el trayecto de su educación media?
Como se señaló previamente, desde el inicio del relevamiento en la escuela resultó sugerente el despliegue allí de una efusiva expresividad corporal, en tanto contrastaba con cierto ideal ascético o al menos más constrictivo observado en otros colegios (Romero, 2017). Disposición córporo-afectiva que, en combinación con el repertorio de símbolos propios del club deportivo al que pertenece el colegio (escudo, colores), coadyuvaba a crear un “clima” que por momentos conectaba con la “cultura del aguante” y la efervescencia emocional propia de las canchas de fútbol y otros deportes. De este modo, resultó de interés explorar las implicancias de este despliegue emotivo y corporal para las dinámicas de habitabilidad e interacción en la institución.
Para comenzar a desandar ese propósito interpretativo, se reconstruye a continuación una escena relevada en 2017 en la misma clase de Literatura del cuarto año de este colegio a la que se hizo referencia en el apartado precedente.
Se trata de las primeras horas de la jornada y el “clima” del aula es de total sosiego. Con un tono calmo, como procurando no romper con la serenidad reinante, la profesora comienza diciendo que el objetivo de la clase es retomar la lectura de La niña pájaro, el libro de Paula Bombara que iban leyendo colectivamente en sucesivos encuentros. La idea de ese día, prosigue la docente, es trabajar con una técnica conocida como “memoria lectora”. Como lxs estudiantes dicen desconocer tal herramienta didáctica, ella la explica:
En una hoja que yo les voy a ir repartiendo… de a dos, siéntense de a dos… en una hoja van a ir anotando, a medida que leemos en voz alta, como hacemos siempre, ideas, ideas sueltas, puede ser una palabra, un dibujo, las sensaciones que les despierta la lectura.
Dado que los bancos del colegio son dobles, en la mayoría de los casos ya están agrupados en duplas (conformadas, en todos los casos, por estudiantes del mismo sexo). Uno de los pocos que debe moverse (visiblemente contra su voluntad) es el “Tibu”, ya que hoy no vino su compañero de asiento por estar afectado a una competencia deportiva. Por pedido expreso de la profesora, debe trasladarse dos filas hacia adelante, junto a una de las pocas chicas del curso. Al llegar al lugar señalado se deja caer ostentosamente, recostándose contra su compañera, quien reacciona golpeándolo en el hombro y la espalda. Mientras algunxs estudiantes festejan la “pelea”, la docente interviene:
-¡Che12!
-Él me empujó- dice ella.
-Me caí- se excusa el joven. Y agrega, alzando los brazos: después dicen que somos los varones [podríamos completar: “los que pegamos” o “los violentos”].
-¡Callate13!- le dice ella, golpeándolo sonoramente en la cabeza.
-Bueno, ¡los dos! ¡A leer!- exclama la profesora, y elige rápidamente a un alumno para comenzar la lectura. A poco de iniciada la actividad, irrumpe en el salón Flavia, la estudiante que usualmente se sienta donde ahora está ubicado el “Tibu”. Primero se dirige a la profesora, a quien le dice, excusándose por la tardanza: “me dormí”. Luego mira hacia “su” lugar y avanza a paso firme, clavando la mirada en su compañero y le ordena, con firmeza:
-¡Salí ya de mi lugar!
-Bueno, bajame el tonito- responde el “Tibu”, algo azorado por la afrenta intempestiva, mientras se va parando para ir a su banco.
-¡Qué “bajame”! ¡Salí!
La escena pone de relieve el tono en el que usualmente podían darse los intercambios al interior del colegio, especialmente entre varones y entre éstos con algunas chicas. Se trataba, más bien, de una disposición requerida para la “exitosa” resolución de ciertas situaciones que adquirían un cariz beligerante al interior de una escuela en la que prevalecía un “régimen de género” que podría caracterizarse como “viril”. Observable en un sinfín de pequeñas escenas, algunas de tipo abiertamente belicoso (golpes, empujones, insultos), pero también otras tantas donde el asedio corporal podía oscilar de manera difusa entre muestras de afecto, bromas y situaciones que podrían entenderse como acoso (como abrazos y besos dados en forma compulsiva).
A diferencia de otras escuelas relevadas, donde difícilmente podían darse interacciones semejantes sin la intervención prescriptiva y/o retadora de lxs docentes, aquí estas escenas se sucedían apenas mediadas por lxs adultxs, quienes tendían a involucrarse cuando las conflictividades escalaban a un nivel mayor. De ahí que lxs estudiantes debieran, siempre en el marco de una trama institucional con normas y jerarquías específicas, autogestionar su “supervivencia” en el colegio.
Esta lógica de modulación de las interacciones exigía a las alumnas hacer frente en forma cotidiana a distintas situaciones desde disposiciones subjetivas que no siempre resultan parámetros legítimos de feminidad por fuera de la institución, tal como se desprende tanto de las observaciones como de las entrevistas realizadas. Pudimos distinguir dos modalidades de actuación a partir de las cuales las chicas autogestionaban su permanencia en la escuela: por un lado, la apelación a una feminidad discreta, esto es a procurar pasar desapercibidas o evitar los conflictos y, por otro, la adopción de una virilidad situacional, opción empleada por Flavia en la escena referida. Las prácticas de feminidad discreta, antes que enfrentar los conflictos de la interacción cotidiana con vigor, asumían posiciones de reserva y pasividad, en tanto que en el caso de las prácticas que recurrían a cierta virilidad situacional lo que se activaba era un trabajo de relativa mimetización14 con los modelos de masculinidad predominantes en esta escuela, caracterizados por los mandatos de potencia y rudeza.
Acaso por su carácter disruptivo respecto de otros parámetros de feminidad, era esta última modalidad la que más llamaba la atención de algunxs docentes. La primera persona que hizo referencia a esta situación fue una profesora que tenía a su cargo cuatro asignaturas, repartidas en los dos años más altos: Comunicación, cultura y sociedad (5º), Filosofía (6º), Trabajo y ciudadanía (6º) y Economía política (6º). Aunque no llegara a establecer algún tipo de correlación entre la menor cantidad de mujeres y ciertas lógicas imperantes en el colegio, en el fragmento recuperado a continuación es posible advertir que tenía algunas ideas que rondaban en torno a las interpretaciones que venimos esbozando. En una entrevista realizada en un café cercano a la escuela durante el año 2017, señaló:
-Tal vez por ser de Juventud [el club al que pertenece la escuela] tiene más varones que mujeres-. Hasta ahí, el comentario se aproxima a nuestra hipótesis inicial (luego descartada), pero después agrega: Y los varones se hacen sentir. Son bastante violentos. Las pibas son menos pero las que quedan, en general, son las más fuertes. Siempre los liderazgos, en todos los cursos, son de mujeres, paradójicamente.
Asimismo, a lo largo de la investigación hubo otrxs profesorxs que hicieron comentarios sobre ciertas actitudes de “resistencia” o “masculinas” por parte de las chicas. Sin embargo, se trataba de menciones aisladas, que no terminaban de articularse en una imaginación comprehensiva de sus posibles causas ni mucho menos en la elaboración de propuestas de intervención pedagógica.
Por su parte, este régimen sexogenérico compelía a los alumnos a asumir actitudes de una masculinidad avasallante (sobre todo en las interacciones con otros varones), algo que quizá pueda advertirse cuando en el testimonio recién compartido la docente señala que “los varones se hacen sentir. Son bastante violentos”. En consecuencia, estamos hablando de una lógica relacional fuertemente constrictiva de las prácticas escolares cotidianas, cuya invisibilidad para la mayoría de los actores de la institución sólo puede atribuirse a su grado de naturalización y a la ausencia de instancias de participación colectiva para gestionar las conflictividades resultantes de la experiencia escolar.
Así, la pretendida severidad normativa en este colegio se mostraba incapaz de transformar (y acaso de terminar de advertir) este potente régimen de convivencia estudiantil que no sólo exigía de las chicas una actitud de pasividad o bien la apelación a una virilidad forzosa ante ciertas circunstancias, sino que también compelía a los varones a seguir determinados modelos de masculinidad que, quizá por inscribirse en los parámetros culturales dominantes (en cuanto a los mandatos de agresividad, potencia y autosuficiencia), no solían llamar la atención de la misma manera. En este sentido, puede afirmarse que en algunos contextos la masculinidad sigue operando como un “dispositivo invisible” (Kimmel, 1997), en tanto se concibe como la referencia presuntamente no marcada a partir de la cual se define la idea de ser humano; invisibilidad que es consecuencia de determinadas relaciones de poder que invisten como “neutral” lo que en verdad son posiciones de privilegio.
Trabajos previos han llegado a plantear que los formatos disciplinarios más rígidos en el ámbito escolar, aquellos centrados especialmente en vigilar la “conducta” del alumnado, tienden a fomentar una masculinidad vigorosa, en la medida en que suelen ser asumidos como un desafío para los jóvenes (Connell, 2001), una suerte de “puesta a prueba” para quienes se ven permanentemente compelidos a mostrarse “fuertes, resistentes, duros, tenaces, arriesgados, estar siempre a la ofensiva, enfrentar el riesgo y no demostrar debilidad, pasividad ni vulnerabilidad” (Chiodi, Fabbri y Sánchez, 2019).
Además, “la adolescencia es una etapa crucial en la adquisición de la masculinidad”, y en ese proceso asumir “conductas temerarias y violentas” puede entenderse como un esfuerzo por “apaciguar la angustia” originada por “la duda sobre si se logrará ser todo un hombre” (Escobar, Chiodi y Vázquez, 2018, p.102). Como señalan Chiodi, Fabbri y Sánchez, “una corporeidad brusca en que la agresividad se impone como forma naturalizada de socialización entre varones e, inclusive, es decodificada por ellos como una manera de expresar afecto (mediada por los golpes)” (2019, p. 20) cumple un rol crucial en la construcción de la masculinidad, específicamente “en el alejarse de lo ‘femenino’ y en no ser o parecer homosexual” (2019, p. 20; resaltado en el original). Quizá precisamente se deba a la vigencia de esta economía afectiva que, mientras en distintos cursos comentaron de algunas alumnas que se asumían lesbianas, durante el relevamiento (que incluyó conversaciones más y menos formales con docentes y estudiantes de los distintos años) no hubo menciones a ningún alumno que se identificara o fuera descripto como gay. Siguiendo a de Stéfano, puede decirse que la homofobia ha devenido uno de los principales mecanismos de construcción, mantenimiento y control de la masculinidad (2017). En este sentido, es preferible pensar la homofobia no como una suerte de aversión o rechazo personal e irracional hacia varones que asumen una orientación sexual disidente respecto de la heteronorma, sino también (y sobre todo) como una reafirmación cotidiana para sí, para el grupo de pares de que se es lo suficientemente hombre (de Stéfano, 2017).
En este caso, lejos de reconocer la puesta en acto de un determinado régimen sexogenérico en la escuela, las prácticas cotidianas de violencia o acoso eran atribuidas por algunxs docentes y la propia directora a la “mala conducta” de ciertos alumnos. De este modo, las conflictividades derivadas de la lógica relacional vigente quedaban constreñidas en una mirada individualizante cuya única intervención posible era el reto o la sanción disciplinaria. Así, se volvía dificultosa siquiera la formulación de la pregunta respecto de si, por caso, el éxodo paulatino de mujeres y la enorme dificultad para los estudiantes varones de “salir del closet” en el contexto escolar, no debían interpretarse como efectos de esta configuración institucional concreta.
En este punto resulta imperioso señalar que en tanto ambos fenómenos (el “abandono escolar” y la asunción situada de una orientación sexual disidente) suponen siempre procesos complejos, y en la medida en que no se trata de aristas que se hayan abordado exhaustivamente en la investigación, resulta preciso no ser enfático en cuanto a plantear una interpretación taxativa. Lo que sí interesa puntualizar aquí es cómo la ausencia de un enfoque institucional orientado a mirar la transversalización de la ESI en su trama cotidiana se muestra incapaz siquiera de visualizar un régimen de género que impone criterios de habitabilidad de la escuela que reproducen patrones de violencia simbólica (cuando no física) y refuerzan las desigualdades previas que esta política pretende revertir. En otras palabras, trascender la pregunta por la implementación de la ESI en las distintas asignaturas para incorporar las dinámicas institucionales en su conjunto persigue el propósito de contribuir a problematizar las prácticas sexistas no sólo como una producción social, sino también institucional.
Conclusiones
El objetivo central de este artículo fue poner de relieve la importancia de considerar los “regímenes de género escolares” como enclaves estratégicos en los procesos de transversalización de la educación sexual integral (ESI) en la escuela media. El trabajo analítico se basa en datos construidos en una investigación etnográfica realizada entre los años 2017 y 2018 en un colegio secundario del Gran La Plata, Argentina.
Asumiendo los regímenes de género escolares como el conjunto de disposiciones actitudinales (corporales, afectivas, libidinales) requeridas para la “exitosa” participación en una trama institucional concreta (Connell, 2001), a partir del relevamiento de un conjunto vasto de materiales empíricos, se intentó describir y analizar algunas de las implicancias pedagógicas de un régimen de género caracterizado como “viril”.
En la medida en que una escuela constituye un ambiente específico regulado por normas oficiales y sociales, pero también otras propias, que operan (todas ellas) constriñendo el repertorio de prácticas que allí pueden producirse, el trabajo analítico implicó asimismo la descripción de una cultura institucional que aquí, recuperando una categoría nativa, se denomina “normativa”. Si bien se trata de una expresión escuchada en varias ocasiones en referencia al estilo de gestión de la directora del colegio (definida como “muy de la norma”), la caracterización permite volver inteligible una lógica de funcionamiento de la institución que, aun teniéndola en el centro, excede su figura.
Esta lógica institucional podría describirse utilizando asimismo otra expresión nativa, esgrimida como una suerte de axioma: “es una ley, se aplica”. De este modo, la apelación al carácter “normativo” de la institución parecía no dejar lugar a dudas respecto de la implementación de los lineamientos de cualquier política educativa. Respecto de la ESI, además de algunas modificaciones como el armado de las planillas de asistencia por orden alfabético (sin la tradicional separación por sexo), el dictado de las clases de educación física en forma conjunta entre varones y mujeres (cuando antes lo hacían por separado en función de las expectativas diferenciales de rendimiento de unos y otras), así como el hecho de dirigirse en las comunicaciones oficiales a las “familias” y ya no a los “padres” (admitiendo en términos formales la existencia de distintas conformaciones familiares), este perfil parecía expresarse en el mandato hacia la totalidad del cuerpo docente de incluir “algo de ESI” en su propuesta curricular a fin de dar cumplimiento a la pretendida transversalización de esta política educativa.
Sin embargo, en tanto la incorporación de una política a una trama institucional concreta nunca supone un proceso lineal y autoevidente, más que abocarse a corroborar o desmentir la idea de que “acá la ESI es algo transversal” (como dijera una docente), la tarea analítica se centró en intentar comprender las modalidades de transversalización de la ESI en esta configuración institucional “normativa” y sus implicancias en la reproducción o transformación de un régimen de género viril.
En este sentido, el trabajo permite advertir algunas limitaciones de un modo de transversalización de la ESI basado en que cada docente incorpore en su asignatura un bloque temático vinculado con esta política, ya que esta práctica no contribuía a visualizar la importancia de que el enfoque de la ley (más que tal o cual contenido) permee la totalidad de la propuesta pedagógica. Por otra parte, esta modalidad de “transversalización curricular” de la ESI, al no verse acompañada y complementada por una “transversalización institucional”, no permitía visualizar críticamente múltiples aspectos de su cotidianidad que también tienen un peso pedagógico respecto del género y la sexualidad. Contribuyendo a esto último la ausencia de mecanismos colectivos para el abordaje de las conflictividades propias de la convivencia escolar.
En este marco, el ambiente viril del colegio era explicado, por algunxs docentes y la propia directora, como ocasionado por la “mala conducta” de ciertxs alumnxs. De este modo, las conflictividades derivadas del régimen sexogenérico vigente quedaban constreñidas en una mirada individualizante cuya única intervención posible resultaba el reto o la sanción disciplinaria. Interpretar los conflictos emergentes de la convivencia escolar a partir de los “problemas de conducta” de algunxs alumnx implica invisibilizar la trama en la que dichas prácticas se gestan (y pueden explicarse). De allí que desplazar la mirada hacia las dinámicas institucionales en su conjunto (y sus lógicas regulatorias) podría permitir repensar las prácticas escolares como una producción a la vez social e institucional.
Por último, interesa señalar que dirigir la atención de la etnografía educativa hacia la indagación de los contextos escolares concebidos como economías afectivas permite visibilizar algunos de los principales desafíos que debe afrontar una política con perspectiva de género como la ESI, así como cualquier proyecto pedagógico que pretenda instituir ambientes de mayor reconocimiento y cuidado para la diversidad de cuerpos, experiencias e identidades existentes. El interrogante que queda latente es si basta para dicho propósito con la incorporación de ciertos contenidos a la estructura vigente. O si, junto con ello, de lo que se trata es de apostar a un cambio que comprenda la dimensión pedagógica de la trama institucional en su conjunto.