Introducción*
Crimen organizado transnacional: entre la definición y la realidad
Uno de los problemas del estudio histórico del fenómeno del crimen organizado surge en los campos conceptual y social, pues su funcionalidad, apropiación y percepción lingüística en un nivel discursivo y contextual se ha transformado con el tiempo, lo que modifica disposiciones jurídicas, históricas, económicas, sociales y culturales. Estos cambios han influido en los patrones económicos de oferta y demanda auspiciados por el capitalismo global, que debilita los controles institucionales de contención criminal y desdibuja de forma gradual las estrategias diseñadas para combatir y controlar actividades criminales, principalmente a partir de la década de 1980, cuando históricamente el mercado mexicano se relacionó con el colombiano en la producción y trasiego de sustancias ilícitas hacia Estados Unidos (Appadurai, 2007: 36-40).1
Estas transformaciones dieron lugar a la necesidad de clasificar los fenómenos delictivos desde una perspectiva universal y formal, con el objetivo de contenerlos y combatirlos de manera frontal y efectiva en el discurso internacional, sin tomar en cuenta que, en el caso mexicano, el fenómeno criminal es afectado por factores exógenos, como los económicos, políticos, sociales y culturales, que han modificado sus formas de operación en cada territorio, auspiciados por una competencia de mercado transfronteriza en la que se tejen redes comerciales informales históricas con la complicidad de agentes formales e informales, tanto dentro como fuera de México (Proceso, 10 de octubre de 1994: 25).2
Para analizar la construcción del crimen organizado sobre una perspectiva legal y operativa, el primer intento para concretar un acuerdo internacional sobre la homologación del concepto de las actividades criminales organizadas surgió en la Convención Internacional de Palermo, en 2000. Los países participantes reconocieron que la delincuencia había atravesado las fronteras, y por lo tanto, la ley tendría que cruzarlas también (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2004).3 También se reconoció que las economías transnacionales habían fomentado beneficios tecnológicos y humanos; al mismo tiempo, habían causado daños profundos a la sociedad y a la dignidad humana con acciones delincuenciales indignas, como el tráfico de drogas y armas y la trata de personas, entre otras actividades criminales. El resultado fue acuñar un concepto que tuviera de facto capacidad para incurrir en la detección de acciones delincuenciales organizadas y fomentar a la vez la creación de estrategias para la persecución de delitos transfronterizos. La definición acordada fue:
a) Por “grupo delictivo organizado” se entenderá un grupo estructurado de tres o más personas que exista durante cierto tiempo y que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves o delitos tipificados con arreglo a la presente Convención con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material.
b) Por “delito grave” se entenderá la conducta que constituya un delito punible con una privación de libertad máxima de al menos cuatro años o con una pena más grave.
c) Por “grupo estructurado” se entenderá un grupo no formado fortuitamente para la comisión inmediata de un delito y en el que no necesariamente se haya asignado a sus miembros funciones formalmente definidas ni haya continuidad en la condición de miembro o exista una estructura desarrollada.
d) Por “bienes” se entenderá los activos de cualquier tipo, corporales o incorporales, muebles o inmuebles, tangibles o intangibles, y los documentos o instrumentos legales que acrediten la propiedad u otros derechos sobre dichos activos.
e) Por “producto del delito” se entenderá los bienes de cualquier índole derivados u obtenidos directa o indirectamente de la comisión de un delito (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2004: 5).
El concepto fue apropiado para las disposiciones legales internacionales en el campo jurídico de la teoría, con la salvaguarda de que en la práctica el fenómeno criminal y sus operaciones son experiencias más complejas, cuyas aproximaciones principales provienen de fuentes periodísticas, policiacas, testimonios de testigos, criminales, víctimas e instituciones de seguridad e inteligencia gubernamentales. Si bien es cierto que el concepto ayudó a formular un esquema para identificar los posibles actos delincuenciales mediante jerarquías, operaciones recurrentes y actividades transnacionales en el espacio jurídico y económico, no contempló que la implementación y persecución de dichas actividades en la práctica cotidiana se modifica constantemente, y que surgen nuevas intervenciones de agentes y modalidades delincuenciales en el negocio criminal en las que cada vez es más complejo definir si las instituciones encargadas de combatir la criminalidad son las mismas que la permiten por omisión, cooptación o corrupción. Esta situación en la historia reciente de México es de vital importancia puesto que deja ver que las relaciones de los negocios ilícitos y el fortalecimiento de los grupos criminales desde el Porfiriato hasta la actualidad en muchos casos fueron favorecidos por una red de complicidades políticas, policiacas, empresariales y sociales, lo que hace muy complicado definir qué o quiénes son y forman parte del crimen organizado y cómo perseguirlo (Astorga, 2005: 15-41).4
Pescadores locales limpian el derrame de petróleo en El Polvorín, Cosoleacaque, Veracruz, México, 31 de diciembre de 2011.
El concepto de crimen organizado transnacional sólo puede enmarcar una clasificación de actividades delictivas dentro y fuera de una frontera y redes de expansión transnacional, y se encuentra rebasado en el campo de operación efectiva, por dos razones: el crimen es organizado por naturaleza y son humanos quienes intervienen en dichas operaciones para delinquir, lo cual sólo puede revelar los grados de implementación de tácticas o estrategias para llevar a cabo una operación criminal que se modificará conforme a las necesidades de mercado y territorio (Resa, s. f.). El crimen o el delito son conceptos morales y legales, de ahí que no exista un tipo ideal de crimen organizado. Hay niveles o grados de actividad ilegal que dependen de los modos de organización de los agentes involucrados, y grados o niveles de cooptación y violencia que se desarrollan o evolucionan en un territorio, que afectan a una población y debilitan un gobierno, de ahí que sea imposible pensar que el concepto acuñado en la Convención de Palermo sea aplicable a los fenómenos delictivos transnacionales en su totalidad y eficaz para detectar actividades delictivas locales. El análisis del problema práctico de su definición es mucho más complicado, ya que el crimen es un fenómeno en cambio constante.
Hay numerosos ejemplos históricos para definir el fenómeno criminal, principalmente desde los aparatos de seguridad de Estados Unidos que, como país de consumo, vio una amenaza emergente desde la década de 1920 respecto a la delincuencia organizada y el consumo de estupefacientes. A continuación, señalamos algunos intentos por identificar a los grupos criminales.
Comisión del Crimen de Chicago
El primer intento histórico por desarrollar una noción en ámbitos legales y persecutorios fue en 1919, por la Comisión del Crimen de Chicago, integrada por abogados y banqueros que buscaban promover cambios de fondo en el sistema de justicia criminal (Arroyo, citado en Seguridad y Sociedad, 2007: 6). La época de la Gran Depresión (Hobsbawm, 1998: 93-102) modificó los atributos establecidos hasta el momento para clasificar las actividades de grupos criminales.5 De los años veinte a los cincuenta, hubo una transformación en la forma de percibir la delincuencia, entendida hasta ese momento como una clase criminal que conformaba sindicatos criminales, organizaciones mafiosas o incluso pandillas. Este imaginario sobre la criminalidad en los Estados Unidos predominó durante casi 30 años (Flores, 2009: 72).
La era de la Depresión: 1930
Desde mediados de la década de 1920 y durante la Gran Depresión, el concepto de crimen organizado sufrió cambios significativos. La noción de crimen se utilizó fuera de Chicago, lo cual implicó las primeras modificaciones en el campo contextual y territorial Además, el concepto de crimen fue suplido por el de racketeering (United States Code, 1948), que equivalía más a un tipo de chantaje o extorsión llevado a cabo por una asociación delictiva. Por otra parte, en este periodo hubo un cambio de significación de fondo debido a que a finales de ese decenio y comienzos del siguiente el crimen organizado ya no hacía referencia a una clase criminal amorfa, dispersa, sino a grupos gangsteriles y estafadores que se organizaban en pandillas y sindicatos criminales, en los cuales había jerarquías con líderes poderosos identificados por aquellos años como enemigos públicos, como fue el caso de Al Capone.
Más allá de desarrollar reformas políticas o sociales, en este periodo urgió el interés por desarrollar un reforzamiento legal y jurídico (Von Lampe, 1999). A su vez, en las décadas de 1930 y 1940, el concepto del crimen organizado perdió atención y relevancia en la esfera pública y mediática. Regresó, con un nuevo condicionamiento significativo, hacia 1950, cuando una comisión del senado de Estados Unidos se enfrentó a un caso de fraude de comercio interestatal que se extendió paulatinamente por varias ciudades del territorio.
The Kefauver Comitee: 1950-1952
Bajo el control del senador de Tennessee, Estes Kefauver, se creó el comité de investigación especial encargado de llevar a cabo las indagaciones conducentes para probar cómo las organizaciones criminales utilizaban los canales interestatales de comercio para desarrollar actividades ilegales. El dilema fue controversial. La comisión Kefauver buscó probar la existencia de grupos criminales que operaban conectados, al mismo tiempo que la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) negaba la existencia de grupos delictivos que pudieran desarrollar dichas actividades en el ámbito nacional y conspirar contra Estados Unidos. Para la Comisión Kefauver existían sindicatos criminales y sus tentáculos llegaban a todas las regiones del país (Hunt, 2016).6 Parte de los cambios sustanciales sobre el significado del fenómeno del crimen organizado se presentó en este periodo. La Comisión Kefauver determinó que muchos criminales operaban unidos como verdaderas organizaciones criminales siniestras, conocidas como mafias. Esto produjo modificaciones en la forma de concebir el problema del crimen organizado. Por una parte, no fue más un fenómeno producto sólo de una localidad determinada, sino un problema nacional con grandes posibilidades de expansión. Por la otra, surgió el componente étnico característico de las mafias ítalo-estadounidenses, que tuvieron sus referentes en grupos criminales italianos, como la Cosa Nostra o la Ndrangetha siciliana. Aquí vale la pena aclarar el problema de la definición de la mafia entre los estadounidenses. Su idea dominante se ajustó a lo que históricamente han percibido y publicitado en los medios de comunicación desde la década de 1930 y hasta nuestros días como mafia italiana -la Cosa Nostra, en específico- (Finckenauer, 2010: 17).
Durante la década de 1950 y gran parte de la siguiente, las nociones de crimen organizado y mafia se mezclaron, fueron tratadas como sinónimos de manera homogénea y prevalecieron los componentes de etnia y organización, principalmente. Las realidades que comenzaron a imperar en Estados Unidos en torno al crimen organizado propiciaron la empatía y la aceptación de la persecución de actividades ilegales en distintas partes del mundo. Lo caótico fue que las realidades de otros países, como México, tenían muy poco que ver con la realidad estadounidense, pues las condiciones territoriales de producción, tráfico y consumo alteraban las formas de operación delincuencial. Ahora bien, durante los años sesenta no hubo cambios en la percepción y persecución del crimen organizado en Estados Unidos, ya que la lucha contra la delincuencia que llevó a cabo John Edgar Hoover mediante el FBI fue detenida de pronto por el asesinato de John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963 (Finckenauer, 2010: 62-63).7
Años setenta: la reconsideración conceptual
En la década de 1970, la atención se enfocó en el fenómeno del crimen organizado, que se colocó en el centro de las reflexiones políticas y policiacas, principalmente en Nueva York, por el FBI. Se consideró que las mafias habían llegado a esa ciudad y surgió un interés profundo por combatirlas y fortalecer medidas legales y estrategias para enfrentar su expansión en Estados Unidos. Como herramienta jurídica, el Congreso aprobó, en 1970, la Ley sobre Organizaciones Corruptas e Influidas por la Actividad Ilegal -Racketeer Influenced and Corrupt Organizations, RICO-, que se convirtió en estatuto federal y definió el crimen organizado desde una perspectiva más amplia, en la cual se incluyeron las nociones de bandas menos organizadas o estructuradas y empresas ilícitas (Buscaglia et al., 2001: 4-6).
Una de las discusiones que permeó el problema de la definición del crimen organizado de aquellos años fue que no podía aplicarse de manera general a los conceptos de crimen organizado, mafia o corrupción, de ahí que las definiciones fueran subjetivas, amplias e indefinidas. En apariencia, la única definición de crimen organizado que existía se encontraba en la Ley Pública 90-351, bajo el rubro Ley General de Control del Crimen y de Seguridad en las Calles, que databa de 1968 y decía:
Crimen organizado significa las actividades ilegales de los miembros de una asociación altamente organizada y disciplinada que se dedica a suministrar bienes y servicios ilegales, entre ellos (pero no exclusivamente) el juego, la prostitución, los préstamos abusivos, los narcóticos, el contrabando, la mano de obra y otras actividades ilegales de los miembros de la organización (Finckenauer, 2010: 26).
Independientemente de las definiciones concretas, hubo en esta concepción cuestionamientos que no se aclararon, como qué se entiende por “disciplinada”, y no existió una definición precisa de las actividades ilegales. Esta visión surgió en el discurso legal, primero por parte de Estados Unidos y después en el espacio internacional, para estructurar las actividades criminales dispersas dentro de un orden legal estático y poner mayor énfasis en la connotación jurídica que se incorporó en los discursos de la seguridad pública y nacional, en el ámbito internacional y en el mexicano. Asimismo, no se analizaron las especificidades territoriales ni los factores implicados en el desarrollo o evolución de actividades criminales más violentas y dañinas para la sociedad, que acrecientan los flujos de ganancia diversos, más allá del tráfico de sustancias ilícitas, y que responden a la movilidad y las nuevas necesidades, principalmente de mercado.8
México y el crimen organizado: del poder del centro a las periferias
Si bien es cierto que durante la década de 1980 (CIA, 1983) y principios de la de 1990 los referentes para percibir el fenómeno del crimen organizado fueron las mafias italianas, las nociones se extendieron a grupos étnicos que abarcaban acciones criminales, como la mafia rusa, la yakuza japonesa o incluso grupos de motociclistas y bandas de prisioneros. En 1986, en un informe de la Comisión Presidencial sobre el Crimen Organizado en Estados Unidos, se dio a conocer que el problema de la definición no se encontraba en la palabra “crimen”, sino en “organizado”. La complejidad cabría, en los tiempos por venir, en el adjetivo calificativo (Finckenauer, 2010: 16-17).9
El caso mexicano no fue ajeno a las presiones internacionales, de ahí que el estereotipo avalado en las convenciones promovidas principalmente por Estados Unidos determinara una forma única y estática para catalogar, clasificar y alinear atributos sobre actividades criminales organizadas. El tráfico de sustancias ilícitas y las formas de operación en el territorio mexicano se adecuaron a retóricas ajenas al contexto, en primer lugar, mexicano; en segundo lugar, de un país de tránsito y no productor ni consumidor de enervantes, y en tercero, impactado por factores exógenos que no contemplaban la elaboración de un concepto de crimen organizado flexible y más enfocado en las apropiaciones y percepciones sociales-territoriales (CIA, 1985).10
Para mediados de la década de 1990, esta perspectiva perdió paulatinamente la noción territorial, local o municipal, y con ella la capacidad de analizar la interacción y complicidad de diversos agentes de los campos político, policiaco, social y empresarial en un mismo territorio. Comenzaron a fortalecerse complicidades microterritoriales, que se alejaron cada vez más del control del poder federal. Esta modificación y la vinculación entre las esferas del fenómeno criminal, político y policial trazaron nuevas formas y directrices de operaciones delincuenciales, al proyectar la evolución de un crimen que con el paso del tiempo debilitaría instituciones políticas y de seguridad por cooptación o corrupción, y desarrollaría gobiernos criminales de facto, como en el caso de Matamoros, Tamaulipas, considerado la cuna del grupo criminal del Golfo y del futuro grupo delincuencial Zetas, y catalogado como uno de los territorios más violentos de la historia reciente de México (El Bravo de Matamoros, 3 de enero de 2000).11 Para finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, el crimen organizado se convirtió en un problema de política internacional y la noción de amenaza a la seguridad nacional, principalmente en Estados Unidos, cobró relevancia en los discursos de las políticas de seguridad y combate al tráfico de drogas a partir de entonces (CIA, 1985).
En el caso mexicano, la elaboración del concepto para clasificar las actividades criminales fue tardío. Surgió en la década de 1990 y sólo plasmó una idea general y superficial de lo que debía entenderse por crimen organizado, seguridad pública y nacional. Su intención se vio reflejada en los Planes Nacionales de Desarrollo de los siguientes sexenios, principalmente de los presidentes Carlos Salinas de Gortari (Gómez y Albarrán, 1989), Ernesto Zedillo Ponce de León (Poder Ejecutivo Federal, 1995: 30-32) y Vicente Fox Quezada (Presidencia de la República, 2001).12
Es importante destacar que la transición mexicana de finales del siglo XX alteró las estructuras de las relaciones sociales, políticas y económicas tanto en el interior como en el exterior del país. Como efecto en cadena, estos cambios afectaron a las instituciones del Estado y del gobierno que desde el México posrevolucionario habían mantenido una suerte de orden “centralizado-vertical” entre diversos negocios ilegales -sobre todo vinculados al crimen organizado, y en específico, al tráfico de enervantes- y los ámbitos político y policiaco. Estos cambios relacionales en las formas de organización política provocaron reacomodos institucionales y sobre actores clave en la vida nacional (Benítez, 2000: 179).
Entre los años noventa y aproximadamente el año 2000, la descomposición institucional de las estructuras de seguridad, que históricamente habían fungido como mediadores entre el poder político y la criminalidad organizada, se enfrentaron a nuevos condicionamientos como producto de problemas heredados de décadas anteriores, como el fin de la Guerra Fría, el incremento mundial del tráfico de drogas y la sustitución de funciones políticas de organismos de seguridad clave por funciones de seguridad pública. Estos factores, que se modificaron por razones exógenas, provocaron que la centralización de la actividad criminal que había prevalecido hasta entonces se viera afectada desde el poder federal, lo que fortaleció poco a poco los vínculos de la administración local y estatal (Aguayo, 2001: 239).13
Ya en la década de 1990, los territorios cooptados y controlados fueron evidentes y públicos. Cada vez era más difícil mantener en silencio los conflictos, asesinatos, detenciones de criminales y de supuestos líderes de organizaciones de origen sinaloense, que se habían arraigado en otros territorios, sobre todo en Guadalajara y Tijuana, o cómo en ciertos territorios del estado de Tamaulipas el crimen había logrado mantener un control criminal de facto sobre instituciones policiacas y políticas, y dominar y amenazar a la prensa en determinados municipios.14
Un caso que abrió el debate nacional sobre el crimen y sus poderíos estatales y regionales, y que dio un golpe mortal al periodismo local en 1986, fue el asesinato de Norma Moreno y Ernesto Flores Torrijos, reportera y editor respectivamente, a las puertas del diario El Popular, en Matamoros, Tamaulipas, sin que se consignara algún culpable por el delito (El Bravo de Matamoros, 2 de enero de 2000).15 Al mismo tiempo, en el centro del país, Manuel Bartlett Díaz, entonces secretario de Gobernación, se comprometió a tener una respuesta sobre el asesinato de los periodistas en un lapso no mayor a 30 días, la cual nunca llegó (Proceso, 2 de agosto de 1986).16
Ahora bien, la movilidad criminal, entendida como una nueva forma de operación delincuencial, que se presentó en la década de 1990, fue de vital importancia para analizar cómo la geografía criminal respondió a factores económicos, sociales y políticos, principalmente. La Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) dio a conocer la situación internacional de narcóticos. En un reporte mensual elaborado en enero de 1991, señaló como interés prioritario para Estados Unidos el tema del tráfico de cocaína, al mismo tiempo que restaba relevancia al tráfico de heroína. El informe reveló que, para 1990, las hectáreas dedicadas a la producción de cocaína y heroína mostrarían crecimiento permanente durante los siguientes diez años (CIA, 1991). Respecto a la siembra y producción mundial de opio, se estimó que para la misma década decaería más de 10%, es decir, de 3 700 a 3 000 toneladas métricas.
La preocupación de Estados Unidos por el tráfico y producción se centró en Colombia y México. Se argumentaba que los niveles de consumo proliferarían del lado estadounidense a partir de la inclusión del corredor mexicano en el tráfico (CIA, 1991).17 Durante el mismo periodo, los servicios de inteligencia estadounidenses mostraron preocupación por el discurso de “guerra contra las drogas”. Según el informe, esta retórica no podía responder a un criterio de victoria, debido a que el comercio de droga se encontraba descentralizado, por lo tanto, el “enemigo”, en la guerra contra las drogas, incluía múltiples actores, motivados principalmente por las grandes ganancias, que no se abocaban a adquirir infraestructura política y de seguridad (CIA, 1993).
La percepción de los servicios de inteligencia respecto al fenómeno del tráfico de drogas en países de producción y consumo apuntaba a una cuestión fundamental para ellos. El informe indica que si bien los grupos de narcotraficantes contaban con una organización y una estructura que podían identificarse como “objetivo”, no eran independientes. Por cada organización desmantelada o por cada líder de grupo arrestado, cualquiera podía ocupar su lugar. Ningún grupo jugaba un papel dominante en el comercio de las drogas, por lo que cualquier eliminación no terminaría con el tráfico, sino que lo transformaría (CIA, 1993).
En esa década, la percepción sobre los traficantes cambió de nuevo en relación con el caso mexicano en particular. Ahora, éstos eran representados como “altamente adaptables […], su objetivo central [eran] las ganancias, los laboratorios y las rutas de tráfico, métodos y transportes diversos y descentralizados, en los que nadie [era] indispensable para el movimiento de las drogas” (CIA, 1993).
México y la dispersión criminal
En el interés por recuperar por medio de informes de inteligencia y por la prensa escrita mexicana la forma en la cual la criminalidad fue percibida, sólo pretendo esbozar márgenes, rupturas, coincidencias y contradicciones para poner en evidencia la complejidad y contingencia que implicó analizar diversos espacios, lugares y tiempos que, en lugar de estructurarse a partir de una mirada universal en torno al crimen, sólo muestran cambios constantes, distintas experiencias y formas de vincularse y desordenarse.
Entre los factores que distingo a partir de la década de 1990, uno relevante es el cambio de relaciones entre grupos criminales mexicanos y colombianos, y la intervención de nuevos agentes de seguridad en las tareas de contención criminal, que posiblemente en México tuvieron un impacto directo en la forma de observar la criminalidad y su evolución. Al respecto, para finales de ese decenio y principios del siguiente, un informe elaborado por la CIA analizaba la siguiente situación:
El desmantelamiento del Cártel de Medellín en 1993 y el arresto de líderes del Cártel de Cali entre 1995 y 1996 abrió el tráfico de drogas colombiano a traficantes independientes, lo que provocó que [el negocio] de la droga sea accesible para compradores foráneos. Están surgiendo organizaciones independientes que antes requerían de la autorización de las grandes organizaciones y ahora pueden desempeñarse de manera independiente (CIA, 1999).
El mismo informe hacía referencia a la preferencia de los nuevos traficantes independientes por contratar personal en las localidades -sin especificar-, al que se le pagaría con droga para llevar a cabo sus operaciones, de ahí que los mercados locales se dispersasen y aumentasen de manera considerable (CIA, 1999).18 Según la percepción mediática y de fuentes consultadas, a partir de los años noventa la realidad mexicana en torno a la criminalidad organizada comenzó a percibirse como caótica, la penetración de los delincuentes en las instituciones del Estado llegó a niveles nunca antes vistos y surgieron términos como “narcodemocracia” o “narcoeconomía” (El Día, 8 de enero de 1996).19
Los pescadores de El Polvorín perdieron su fuente de alimento por el derrame de petróleo. Ellos limpiaron el desastre sin equipo ni capacitación. Cosoleacaque, Veracruz, México, 31 de diciembre de 2011.
Este cambio de condiciones en la precaria estabilidad económica desencadenó el empobrecimiento de las clases bajas y medias del país. El aumento de la emigración de mano de obra efectiva hacia Estados Unidos, la mala administración pública y la acumulación de riqueza en pocas manos provocaron un incremento considerable de pobreza y marginación, altos niveles de corrupción y la proliferación de grupos criminales. Se hizo palpable la evolución del crimen junto con el desarrollo de nuevas violencias, los campos delincuenciales se expandieron hacia actividades criminales dispersas, menos controladas por el centro y paulatinamente por el Estado, en las que las víctimas civiles se convirtieron en presa de las empresas y ganancias activas de estos nuevos grupos predatorios.