Introducción
Del origen de la investigación
En este texto se presentan los resultados de una investigación que procuró exponer las modalidades de la violencia policial en el presente sobre las poblaciones de barriadas populares en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Fui convocada por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) al proyecto “Violencia institucional: hacia la implementación de políticas de prevención en la Argentina”,1 que se extendió durante un año y se ensambló a la línea de trabajo que desde hace varios años llevo adelante en el Equipo de Antropología Política y Jurídica (EAPJ), que se ocupa del análisis del desempeño de las fuerzas de seguridad en barrios populares.2
El proyecto propuso la indagación de dos líneas de trabajo. Por una parte, se buscó registrar y analizar prácticas policiales -dicho en términos genéricos, que incluyen las prácticas de varias fuerzas de seguridad- de intensidad represiva relativa. Se privilegió el análisis de las de menor intensidad y espectacularidad. Nos interesaba detenernos en el registro, sistematización y análisis de las prácticas y relaciones más o menos violentas y abusivas, sobre todo sostenidas en el tiempo, continuas y relativamente sistemáticas, de las fuerzas de seguridad hacia los habitantes de los barrios, villas y asentamientos más pobres de la ciudad, con atención particular en los jóvenes.3 Por otra parte, interesaba contribuir a un trabajo analítico que pusiera a prueba la eficacia y eficiencia de la categoría instrumental “hostigamiento policial” con la cual se hace referencia a esas prácticas tan extendidas.
La convocatoria al proyecto se presentaba, para el estado de avance de mi línea de investigación, como la posibilidad de continuar con la sistematización y actualización de la dinámica de una serie de prácticas habituales. Se trataba de avanzar en el análisis de esa gramática de las relaciones sociales que hacen a las formas de sociabilidad entre las fuerzas de seguridad y los sectores subalternos, para dar testimonio de la presencia significativa de prácticas no registradas, a veces toleradas, otras legitimadas y en ciertas circunstancias aceptadas como hechos consumados o como parte del orden natural de cosas. Se abría la oportunidad de articular e integrar el trabajo de investigación preexistente con lo que ocurría en el presente, en tiempo real. También era la ocasión para considerar el poder descriptivo de una categoría, como la de hostigamiento, que si bien no es un término de uso común en el sentido de una voz popular y extendida de manera masiva, como la de violencia institucional, comenzó a instalarse como una noción de uso frecuente entre las organizaciones sociales y organismos de derechos humanos. En su uso, la voz “hostigamiento” se refiere a prácticas constitutivas de las relaciones entre efectivos de las fuerzas de seguridad y habitantes de los barrios pobres, en particular jóvenes, que se caracterizan por el maltrato físico y verbal, la humillación, la hostilidad, el amedrentamiento, formas de la violencia física y moral que transitan el amplio arco que va de la discrecionalidad, pasando por la arbitrariedad, hasta la ilegalidad flagrante (Pita, 2010; 2012; Kessler y Dimarco, 2013). El proyecto tenía la ventaja de ser un proyecto federal, lo cual posibilitaba contrastar la casuística y las especificidades locales de varias ciudades del país.4
El objetivo fue registrar y analizar las prácticas de las fuerzas de seguridad que experimentan, padecen, conocen y narran los habitantes de barrios populares de la Ciudad de Buenos Aires, con la atención puesta en las experiencias de los actores, grupos y colectivos, por ejemplo, varones y mujeres jóvenes, vecinos asentados hace tiempo en el barrio, vecinos nuevos, personas mayores, grupos de docentes, trabajadores de oficinas y organizaciones sociales de los barrios. Era relevante examinar las experiencias de los habitantes de las llamadas villas de emergencia, toda vez que ahí hay una presencia ostensiva de más de una fuerza de seguridad, en especial en el sur de la ciudad, donde se superponen las políticas públicas de orden local y nacional (véase el mapa 1).
De los puntos de partida y las hipótesis de trabajo
La articulación de esta nueva pesquisa, acotada y específica, con la línea de investigación que yo desarrollaba desde hacía unos años resultaba a todas luces interesante y potenciaba ambos encuadres. El nuevo proyecto no se encaró sin hipótesis de trabajo. En indagaciones anteriores había sostenido y buscado demostrar que los barrios populares, conocidos como villas de emergencia, no son espacios con ausencia de estatalidad, barrios abandonados a su suerte y sin Estado, excluidos y aislados al modo gueto; sino que, por el contrario, a la vez que están relativamente segregados, son espacios sociales muy intervenidos por agencias estatales e integrados a la trama urbana de manera subordinada y desigual (Cravino, 2009). Esto supone destacar su condición de espacios sociales signados por un tratamiento diferencial y desigual, pero incluyente, que por lo demás acaba por generar una trama institucional densísima (Mitchell, 2011), resultado de intervenciones estatales junto a organizaciones de la sociedad civil para la gestión de la vida. Ligada a esta formulación inicial, otra que podría ser una segunda hipótesis sostenía que era posible advertir en el espacio social de la ciudad una distribución desigual de la violencia, estatal y social, tanto como de la legalidad y los derechos. Incluso es posible percibir como efecto de esa condición una distribución también desigual de la visibilidad de la situación. Como tercera hipótesis de trabajo, sostuve que en gran medida, aunque no de manera absoluta, la persistencia y la invisibilidad de prácticas abusivas y violentas de las fuerzas de seguridad en barrios de los sectores populares residía en su ambigüedad. Es decir, las modalidades de intervención policial a las que se alude cuando se habla de hostigamiento implican prácticas y rutinas extendidas que involucran la comisión de abusos y violencias de intensidad diversa. No todas estas prácticas y rutinas son ilegales, aunque tampoco todas pueden ser subsumidas bajo una acción legal. Es más, muchas se apoyan en esa delgada línea que va de la discrecionalidad, propia del trabajo policial, a la arbitrariedad (Kant, 1995; Monjardet, 2003; Jobard, 2011), que admite una serie de acciones signadas por la informalidad, aunque no siempre ilegales, que por lo general se inscriben en el opaco y poco espectacular dominio de la dimensión administrativa del poder policial (Tiscornia, 2008). La ambigüedad reside en esa condición entre formal e informal, legal e ilegal, oficial u oficiosa, en la que la mayor parte de las veces los hechos se resuelven, de manera más o menos desfavorable, de acuerdo con quienes estén envueltos en la situación y sus posiciones de poder relativas, más allá de ciertos imponderables, causas y azares del momento. La investigación se centró en esta dimensión.
Una importante serie de estudios e informes sobre barrios populares, villas de emergencia y asentamientos urbanos en la Ciudad de Buenos Aires dan testimonio de la integración de estos espacios sociales a la trama urbana que los contiene, y ponen en evidencia que su posición implica más una articulación desigual que aislamiento o abandono. Es decir, este tipo específico de espacio social-barrial, a la vez unido y separado de la ciudad formal, subordinado a la trama urbana formal, se configura como un espacio segregado en términos sociales, espaciales y simbólicos.5 Basta revisar datos sociodemográficos básicos para advertirlo.6 Desde mi punto de vista, la articulación eficiente de esas segregaciones hace posible una distribución desigual de la violencia y la legalidad. Esta afirmación puede constatarse por la vía de la observación y la descripción de las formas en que se presentan, ocupan el espacio y se desempeñan las fuerzas de seguridad. Su presencia ostensiva y su asentamiento en estas zonas, con una lógica más parecida a la de una fuerza de ocupación que de gestión de una agencia para garantizar la seguridad pública, son un ejemplo claro. Esta lectura se torna más sólida a la hora de explorar los indicadores sobre violencias en esos espacios sociales.7 Avances de investigación previos a este proyecto habían evidenciado que desde hace varios años la zona era una especie de laboratorio de políticas públicas en materia de seguridad (Pita, 2015). Entre 2011 y 2015 se impulsaron, no sin dificultades y resistencias, algunas decisiones desde el Gobierno Nacional que procuraron incidir de manera directa sobre las formas de gestión policial y la cuestión de la seguridad. Me refiero tanto a medidas ad hoc -sanciones y desplazamiento de agentes y áreas de la Policía Federal Argentina comprometidos en intervenciones violentas e ilegales, que sostenían su dominio por la vía de la gestión y participación en mercados ilegales y prácticas extorsivas- como a políticas públicas nacionales específicas -por ejemplo, la implementación del Cinturón Sur y la creación del Cuerpo de Policía Barrial para villas de la Ciudad de Buenos Aires-.8 Con el objetivo de tener un “gobierno político de la seguridad”, esas políticas públicas procuraron desplazar la hegemonía policial en la materia, limitar la autonomía de las fuerzas de seguridad y propiciar una seguridad ciudadana en clave de derechos. Por esa razón, junto al despliegue de las fuerzas e implementación de programas en materia de seguridad en esos años, se incrementó la presencia de oficinas de otras áreas y poderes públicos que intentaban intervenir en asuntos que formaban parte de la conflictiva relación entre fuerzas de seguridad y población. El Ministerio Público Fiscal, por medio del Programa de Agencias Territoriales de Acceso a la Justicia (ATAJO) y la Procuración Contra la Violencia Institucional (Procuvin); el Ministerio de Justicia, con los Centros de Acceso a la Justicia (CAJ), así como las oficinas del Ministerio Público Tutelar de la Ciudad de Buenos Aires intervinieron para registrar, denunciar y dar curso a acciones administrativas y judiciales ante situaciones violentas y violatorias de derechos de las fuerzas de seguridad para con la población. Por su parte, el gobierno de la ciudad -de signo político opuesto al nacional- creó su propia fuerza, la Policía Metropolitana,9 y la desplazó hacia esa zona, lo que hizo aún más compleja la realidad de estos barrios del Sur, en la que acabaron interviniendo dos policías -una bajo el poder ejecutivo local y otra bajo el nacional- y dos fuerzas de seguridad del poder ejecutivo nacional. Por cierto, el escenario político, apenas esbozado, es mucho más complejo. No es posible detenernos en una presentación pormenorizada de la cuestión de la seguridad, las políticas públicas en ese campo y las disputas políticas entre fuerzas políticas, sino apenas presentar un cuadro de situación, pero podemos afirmar que se avanzó en el trabajo no con ingenuidad.
Anatomía y gramática del hostigamiento policial
Lo que registramos en el trabajo de campo
Luego de describir las coordenadas de la investigación, me interesa presentar procedimientos y acciones que pueden clasificarse bajo la categoría de hostigamiento policial y que ponen en evidencia formas e intensidades de violencia policial. Esto implica referir algunas prácticas que son parte de rutinas no necesariamente ilegales, pero cuya modalidad efectiva a la hora de la intervención supone la comisión de abusos y violencias sobre la población, ejercicios de violencia física y moral, maltratos físicos y verbales, humillaciones y hostilidades. No todas las intervenciones que dieron lugar a esas prácticas, de varios grados de violencia, son ilegales. Mencionamos apenas una serie limitada de hechos, situaciones y episodios que han involucrado a actores diversos: jóvenes habitantes de villas, algunos de ellos referentes sociales o políticos; vecinos adultos de esos barrios; funcionarios de agencias estatales emplazadas ahí, incluso funcionarios policiales con desempeño en ese terreno. Todos encontraron que fue difícil en extremo eludir rutinas violentas de procedimiento y costoso impulsar su denuncia.
Todos estos hechos fueron relatados por sus protagonistas en el marco de conversaciones o entrevistas, o en reuniones y encuentros en los espacios colectivos en los que se participó.10 La selección de sucesos registrados pone en juego y tensa dos cuestiones al mismo tiempo. Por una parte, la que hace a la legalidad e ilegalidad de las prácticas. Como se verá con la referencia somera a los hechos que recogimos en nuestro trabajo de campo, hay una articulación compleja entre prácticas legales, procedimientos formales y prácticas arbitrarias, abusivas e ilegales. Demarcar fronteras entre legalidad y formalidad versus ilegalidad e informalidad no resulta eficiente para la descripción de lo que hemos definido como hostigamiento policial, toda vez que éstas no se presentan claras y evidentes. De hecho, es revelador observar cómo se pone en juego qua amenaza o componente de extorsión la posibilidad de aplicación de las normas o de cierta formalidad y legalidad. Una segunda cuestión se refiere a la visibilidad de los hechos. A lo largo del trabajo de campo se registraron situaciones en las que se hicieron evidentes prácticas y procedimientos en los que en ocasiones se aludió a varias normas. Sin embargo, no todos estos episodios obtuvieron igual relevancia. Quienes los relataron consideraba que algunos ni siquiera revestían la condición de un caso fuera de lo ordinario que mereciera destacarse. Al contrario de lo que podría suponerse, su mayor o menor relevancia no parecía residir en los grados de violencia puestos en juego. Si fuera posible aventurar una respuesta, aunque provisional, diría que la mayor o menor relevancia -es decir, aquello que hace que un hecho cualquiera, rutinario, del orden de lo común o poco espectacular, devenga en un caso registrado, y por ello, al menos portador de cierta institucionalidad por la vía de su registro- reside en gran parte en quién lo presenta, cómo y ante quiénes, lo cual implica atender estatus y jerarquías, poderes sociales y tramas de relaciones entre actores sociales para la configuración de una denuncia. Otro aspecto que se hace evidente en esta investigación es que las condiciones de posibilidad del hostigamiento policial se apoyan en una doble opacidad. Una es consecuencia del marco regulatorio de las fuerzas de seguridad, toda vez que no se trata sólo de conocer y apelar a ese corpus de normas, como si ello aludiera a un imperio de la ley que per se eliminara cualquier posibilidad de hostigamiento y violencia, sino de atender a la labilidad o el grado de indeterminación de algunas de ellas, porque justo ese carácter da lugar al ejercicio discrecional del poder policial. Un ejemplo ya clásico de estas afirmaciones en torno a la discrecionalidad, que puede dar lugar al desempeño arbitrario, es la Ley Orgánica de la Policía Federal, número 23.950 (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, 1991), que avala la detención por averiguación de identidad. En su artículo 1, inciso 1, dice:
Fuera de los casos establecidos en el Código de Procedimientos en Materia Penal, no podrá detenerse a las personas sin orden de juez competente. Sin embargo, si existiesen circunstancias debidamente fundadas que hagan presumir que alguien hubiese cometido o pudiese cometer un hecho delictivo o contravencional y no acreditase fehacientemente su identidad, podrá ser conducido a la dependencia policial que correspondiese, con noticia al juez con competencia en lo correccional en turno y demorada por el tiempo mínimo necesario para establecer su identidad, el que en ningún caso podrá exceder de diez horas.11
La habilitación del criterio de los funcionarios policiales a la hora de sostener que tienen sospechas fundadas que hagan presumir que alguien hubiese cometido o pudiese cometer un delito o contravención abre un campo enorme de intervenciones posibles.12 Otra resulta de los estándares de violencia, sobre todo de injusticias experimentadas y padecidas en su carácter de eventos o hechos tomados como parte de la vida cotidiana, lo ordinario, aquello que no merece ser contado y más tarde denunciado, lo que hemos dado en llamar los “no casos”. En este punto, interesa destacar que antes que registrar una presunta naturalización de la violencia, cuestión a la que se alude con frecuencia a la hora de hablar de sectores populares, lo que resulta de los modos en los que la mayoría de las personas que conviven y negocian con estas prácticas abusivas es una experiencia de la injusticia. En el trabajo de campo advertimos con claridad a los actores sociales que se manifiestan acerca del carácter abusivo de las intervenciones más o menos violentas por parte de las fuerzas de seguridad. Sin embargo, lo que se impone es el saber que resulta de haber experimentado una diversidad de situaciones: la dificultad/imposibilidad de vehiculizar la denuncia de dichas prácticas se debe en gran medida a que se interpone la desconfianza acerca del desempeño de otras instituciones o se advierte y constata la inexistencia o la fragilidad de los canales estatales que promuevan el control, la sanción y la eventual reparación del daño; también ciertas dudas acerca del carácter legal o ilegal de este procedimiento o la baja cantidad de antecedentes de casos públicos en los que la denuncia haya resultado efectiva e impedido consecuencias, es decir, experiencias en las que el cálculo entre beneficio y costo en torno a denuncias que impliquen a las fuerzas de seguridad no haya resultado muy alentador. En este sentido, podríamos pensar en estas experiencias de injusticia como “estructuras del sentir” (Williams, 1997), que conllevan en cierto modo la experiencia del presente y se constituyen en una materia social que no remite sólo a lo ya sabido y fijado, sino también a lo que ocurre, se siente y se experimenta.
Durante el trabajo de campo se conocieron relatos de experiencias ante varios tipos de situaciones que conforman el universo de lo que se definiría como hostigamiento policial. Sin embargo, algunos sucesos de la vida cotidiana que pueden incluirse en esa categoría, como golpes, cachetazos, insultos y todo otro tipo de humillaciones y amenazas -obligar a correr, hacer flexiones, desnudarse o cantar canciones; amenazar con tirar a la persona al río; simular disparos-; violencias como “hacer tragar el porro o la pipa” a jóvenes que fuman marihuana; comentarios procaces e insinuaciones sexuales, sobre todo a las mujeres, no son identificados como tales por quienes son blanco de estas prácticas. Es decir, sólo se mencionan cuando se pregunta en específico por su ocurrencia. En el mismo tipo de situaciones encontramos prácticas de las que son objeto, en particular, los jóvenes con consumos problemáticos, algunos en situación de calle o en conflicto con la ley penal, que aparecen como el blanco predilecto de la actuación violenta de las fuerzas de seguridad. Entre las prácticas descritas destacan las requisas y solicitudes reiteradas de documentos, el “verdugueo” constante y los golpes propinados dentro de las garitas -en palabras de los vecinos, “donde los encierran para molerlos a palos” o les inician causas mientras “hacen la vista gorda” con los “transas” y los que roban, a quienes luego piden plata-.13
Los relatos de vecinos de varias villas nos dieron a conocer modalidades del ejercicio policial que se manifiestan como una forma extrema de hostigamiento, como palizas y secuestros ocasionales durante lapsos indeterminados: “se llevan a los pibes por allá atrás, les ponen un buzo [sudadera] en la cabeza, los recagan a palos y los dejan tirados por el hospital”.14 En las conversaciones surgen nombres y referencias de otros jóvenes que también han sido víctimas de estas prácticas. Los vecinos mencionan que muchas veces las fuerzas aplican esta especie de correctivo a algunos jóvenes que tienen “fama de rastreros”,15 para que no vuelvan a hacerlo. En estos casos, se hace evidente que estas personas son relativamente más vulnerables al hostigamiento o se encuentran más limitadas a la hora de constituirse en víctimas de estos abusos y violencias ante la ley.
En cambio, otros hechos que se inscriben en la rutina formal de los funcionarios policiales, como los que tienen lugar durante el control policial ostensivo y que reposan en figuras legales y procedimientos formales -como detenciones por averiguación de identidad o aprehensiones y controles vehiculares-, que propician prácticas selectivas de control poblacional, así como los procedimientos de allanamiento ejecutados conforme a órdenes judiciales -aunque no por ello menos violentos, abusivos e incluso habilitadores de ilícitos-, son identificados en los testimonios como ocasiones frecuentes de abuso, maltrato y humillaciones. En todos los casos, si no hay denuncia formal es por temor a las represalias o efectos.16 Con todo, no sólo las víctimas experimentan dificultades para denunciar estos hechos, también los funcionarios policiales pueden ver limitadas sus posibilidades de denunciar ante la propia agencia prácticas y procedimientos que implican hostigamiento.
Una modalidad frecuente de hostigamiento es la amenaza acerca de la aplicación de las figuras formales del policiamiento ostensivo. Esto ocurre en específico en las detenciones por averiguación de identidad, las aprehensiones por faltas o los controles vehiculares. Es decir, cuando los funcionarios de las fuerzas de seguridad llevan a cabo estos procedimientos, blanden estas figuras y amenazan con hacer uso de ellas, lo que da lugar a prácticas abusivas, las más de las veces tan violentas como invisibles porque están fuera de todo registro -insultos y humillaciones, extorsiones y advertencias-. Así, el ejercicio reiterado de las demoras arbitrarias, bajo amenaza de ser detenidos por averiguación de identidad;17 los controles, cacheos y requisas sin motivos legales y explícitos a personas que habitan en el barrio y hacen uso del espacio público -en particular, los jóvenes- o circulan por ahí - trabajadores, amigos de los habitantes, menores de edad a los que se advierte que todo cambiará cuando sean mayores, “ya vas a ver cuando cumplas 18”- son algunas de las formas en las que se manifiesta el hostigamiento policial.
Se registraron también otras intervenciones, que permitieron profundizar en la categoría de hostigamiento, como un tipo de prácticas y modalidades de tratamiento no sólo violentas y abusivas sino también ilegales, pero insertas en procedimientos formales. En estos casos, ya no se trata de amenazas o extorsiones, sino de la comisión de actos abusivos, violentos e ilícitos. Se recogieron relatos de intervenciones y procedimientos en presunta flagrancia que devinieron en desaparición durante un lapso considerable sin que constara ningún registro formal de la situación del detenido en su carácter de persona bajo custodia. Asimismo, hubo testimonios de allanamientos en los que se desplegó violencia innecesaria sobre todos los habitantes del hogar, sometidos al hostigamiento verbal y malos tratos físicos, durante los que se sustrajeron bienes y valores que no se registraron en actas y nunca se devolvieron. También se narraron procedimientos en los que no sólo hubo detenciones arbitrarias, sino malos tratos sobre los detenidos, como golpes, ausencia de asistencia médica, denegación de visitas y de acceso a alimento. Madres, tías y abuelas relataron casos de jóvenes acusados, detenidos y procesados, la mayoría violentados física y moralmente, por delitos cuya participación en su comisión nunca fue documentada o acreditada del modo debido.18
Conclusiones
El registro etnográfico y la integración de los hallazgos de esta investigación con los de la investigación de más larga duración hacen posible sostener que la noción de hostigamiento es relativamente eficiente y eficaz como categoría descriptiva, porque permite identificar y describir de manera condensada una serie de rutinas y prácticas desplegadas por las fuerzas de seguridad -algunas aceptadas o avaladas en cierta medida por los poderes judiciales y los ministerios públicos-, que producen formas específicas de violencia policial. Es decir, el hostigamiento remite a intensidades de violencia, discrecionalidad y arbitrariedad policial que pueden ser antesala de hechos de violencia más extremos y que constituyen y se incluyen en el repertorio de las formas que adopta la violencia institucional, a modo de subespecie de ese mundo categorial y clasificatorio de registro de las violencias institucionales. La noción de hostigamiento aporta casuística a la gramática de la violencia, que se encarna en prácticas propias de las relaciones entre efectivos de las fuerzas de seguridad y habitantes de los barrios pobres, que se caracterizan por el abuso, el maltrato, la humillación, la arbitrariedad, o lisa y llanamente, la transgresión del marco legal. En ocasiones, pueden asumir formas persecutorias, es decir, reiteradas sobre las mismas personas, y escalar en los niveles de violencia hasta constituir violaciones graves a los derechos humanos. Aunque el repertorio de prácticas descritas no constituye una lista cerrada de la noción de hostigamiento, entiendo que es eficaz atender a su valor en tanto categoría instrumental. En mi lectura, se torna más evidente cuando revisamos el camino que siguió la noción de violencia institucional sobre la cual hoy, en el país, hay consenso en torno a su condición de categoría política. Llamo la atención sobre esto porque creo que la noción de hostigamiento se inscribe en esta serie. ¿Qué quiero decir? Para sostener la argumentación, destacaré de manera sintetizada que la noción de violencia institucional es un concepto localizado e histórico, una voz que no es desconocida y cuyo uso frecuente y extendido ya no es patrimonio exclusivo de organismos de derechos humanos, organizaciones antirrepresivas, agrupaciones políticas o de algunos medios de comunicación.19 Podría decirse que ya es parte de un habla común. Su condición de categoría política local revela que no es sólo una palabra,20 sino una nominación que indica -con notable condensación de sentido- valoraciones determinadas en torno a la violencia de Estado, el desempeño de las fuerzas de seguridad y los derechos humanos como horizonte político. Ahora bien, en tanto concepto localizado e histórico -como categoría política local-, está ligado tanto al campo de la experiencia como a un corpus de conocimiento sistematizado en torno a la violencia de Estado. Esas experiencias y ese corpus son resultado de la articulación de la reflexión y la acción de la militancia del campo de los derechos humanos con organizaciones sociales, colectivos y grupos de demanda de justicia. Ahí hay un hacer progresivo e integrado que ha contribuido a definir una voz, como violencia institucional, que en el país describe, clasifica y jerarquiza un tipo de hechos, violencias, víctimas y victimarios. Su impugnación está consagrada, es extendida y goza de legitimidad. Hoy la categoría política local de violencia institucional se emplea como ariete en la batalla política para visibilizar violencias y víctimas, y revestir de legitimidad las demandas de justicia.
En este escenario, me interesa destacar que la investigación empírica y la continuidad del trabajo de investigación han conseguido traer un detalle y una densidad descriptiva valiosos para exhibir prácticas, patrones de procedimientos, rutinas, usos, costumbres, continuidades y novedades. Esto aporta precisión a esa noción de violencia institucional. Es decir, creo que esta investigación ha contribuido con material empírico a la construcción de la categoría de hostigamiento como instrumento, y en cierto modo, eso conjura el riesgo de la cristalización o reificación de la categoría violencia institucional. Es decir, la puesta en juego de la noción de hostigamiento como categoría descriptiva, por lo tanto, instrumental, contribuye a refinar, precisar y repensar con mayor rigor y densidad las violencias de Estado. Espero que este rigor, precisión y densidad descriptiva nos permitan conjurar, como diría Clifford Geertz (1994), los riesgos de producir interpretaciones enmarañadas en lo vernáculo y en la pura experiencia, ya encalladas en abstracciones.
Una segunda cuestión que me interesa resaltar, a la que se hace referencia en la investigación, es la de la porosidad de las fronteras entre lo legal y lo ilegal. Con esa formulación se cuestiona la idea de que existe una frontera rígida que divide ambos mundos, que a su vez distingue entre formal e informal. Los modos populares de habitar y vivir admiten la existencia de ciertos “ilegalismos” que implican la gestión de la vida cotidiana. Prueba de ello son las estrategias populares ligadas a las formas de vivir la vida cotidiana y su enlace con la economía informal, desde las ferias y la venta ambulante hasta los mercados ilegales (Telles e Hirata, 2007; Pita, 2010; Pita y Pacecca, 2017). Con ellas se gestan y proliferan saberes y artes de la elusión, la negociación -con reducidos grados de libertad- y el eventual sometimiento a la extorsión práctica, en la que las policías y demás agentes de las fuerzas de seguridad o del ejecutivo con poder de policía son sus actores (Misse, 2007). Ahí es donde siempre están en juego las normas, su indeterminación o sus usos variados y las facultades de los agentes qua amenazas. Con la investigación, no sólo se hacen evidentes estas fronteras porosas, sino que ellas mismas son efecto, en parte, tanto de las normas y facultades y sus características, como de la propia naturaleza de la tarea policial que habilita el pasaje, a veces imperceptible, entre discrecionalidad y arbitrariedad.
Es importante destacar que no existe tal cosa como un mundo de pura ilegalidad, que resultaría del desempeño ineficiente e ineficaz de un sistema formal, sino que el sistema formal no existe sino cuando es actuado, encarnado, puesto en funcionamiento por los actores sociales, los agentes institucionales, las corporaciones. Entonces se despliegan esas formas de hacer de las policías y esa gramática de la violencia. Muchas de las prácticas que hacen al hostigamiento se apoyan en las facultades legales/formales y exponen la porosidad y la compleja articulación entre lo legal y lo ilegal, cuyo punto de sutura puede ser la informalidad habilitada por la discrecionalidad. Por lo demás, se hace evidente que nos referimos a esa esfera de acciones que son de puro dominio del poder de policía encarnado, en el que la tarea policial, que de por sí se caracteriza por una marcada discrecionalidad, de manera ocasional da paso a la arbitrariedad. Quisiera explicarme un poco más. La discrecionalidad es una marca propia del oficio policial, implica la aplicación in situ del criterio del agente sobre las tareas prescritas de manera imperativa y responde a la autonomía necesaria para el ejercicio de sus funciones. El poder discrecional de la policía alude a su libertad de acción en su desempeño territorial y en el marco de los procedimientos en los que participa, en la vigilancia y el control del espacio público en el cual se guía por su criterio y puede hacer uso de su capacidad para tomarse libertades con las reglas, la disciplina y la jerarquía, o dejar a sus subordinados hacerlo. En suma, la discrecionalidad remite a ese poder de hacer lo que le parece correcto de acuerdo con su criterio. Actuar así habla de cierto encuadramiento burocrático fundado en la delegación y fe en el funcionario. Pero la discrecionalidad también evoca la arbitrariedad, porque implica dejar de lado la neutralidad y el uso de reglas impersonales. Si la autonomía y la discrecionalidad implican gran libertad de acción, junto con responsabilidad y discernimiento; la arbitrariedad implica pura libertad de acción a su leal saber y entender, y da lugar a usos personalistas, particularizados y privados de ese plus de poder que se porta y permite prácticas informales y fuera de la legalidad. Cabe destacar que ese tránsito de la discrecionalidad a la arbitrariedad está habilitado en gran medida por la naturaleza de las normas, figuras y facultades, que son las herramientas más frecuentes en la gestión policial: facultad policial de detención sin orden judicial -detenciones por averiguación de identidad- y las detenciones por contravenciones o faltas, según los códigos de los estados del país. También es importante advertir que, junto a las prácticas que constituyen la aplicación de estas facultades y habilitan el pasaje de la discrecionalidad a la arbitrariedad, hay otros usos particulares de éstas, muchas veces, por ejemplo, al blandirlas como herramientas extorsivas. Es decir, se extorsiona o se amenaza con la aplicación de las normas o con dar curso a los procedimientos. Esto tiene especial efecto y sentido cuando el desempeño policial trata con actividades y mercados que se caracterizan por la informalidad, los ilegalismos o las ilegalidades flagrantes, así como con poblaciones denominadas con el eufemismo de población en conflicto con la ley penal, por ejemplo, jóvenes con probabilidad de orden de captura, o que sólo se mueven en un mundo de prácticas y mercados informales, como el caso frecuente de la moto “sin papeles”, el consumo de marihuana o la venta informal y callejera de productos variopintos.
Por último, me interesa destacar una cuestión que, podría decirse, se torna una evidencia de peso a la hora de articular los resultados y hallazgos de esta investigación acotada con la otra de más largo alcance. Me refiero a que es posible llamar la atención sobre la existencia, en varios espacios sociales, de una densa urdimbre tejida por los hilos de la (i)legalidad, la discrecionalidad, la arbitrariedad y la violencia, que configura territorios sobre los que se edifica el gobierno policial (Pita y Pacecca, 2017). Las formas en las que se ejerce la gestión policial de manera cotidiana hace a determinadas modalidades de gobierno y de administración de poblaciones: un gobierno arbitrario, más o menos violento, que a su modo busca regular conflictividades. Las prácticas en lo tocante al hostigamiento policial no se ejercen necesariamente para exacciones y beneficios materiales o económicos. Antes bien, su ejercicio está implicado en la producción de poder, la construcción de mando y la imposición de autoridad, así como en la producción de dominio sobre un territorio y de poder de gobierno sobre una población. Así, es posible advertir que como resultado de la existencia de corporaciones que tienen una tradición de autonomía, que se articulan de manera eficiente con la tradición del “delegacionismo” político en materia de seguridad, ha sido posible que en determinadas áreas o zonas de la ciudad emerja un gobierno policial, que implica un modo de gestión y administración de la población y la regulación, así como de la conflictividad, que está en manos de las policías o fuerzas de seguridad. Lo cierto es que el gobierno policial de ciertos espacios sociales finca en esas tramas -producto de prácticas y rutinas tanto legales como ilegales, pero sobre todo marcadas por una fuerte informalidad- otras que involucran violencias, acuerdos inestables, extorsiones, dádivas, favores y negociaciones con grados diferenciales de autonomía. Ese gobierno policial extendido en ciertos espacios sociales es la evidencia de la existencia de una distribución diferencial de la legalidad y la violencia.