En el habla cotidiana de nuestro país, calificar de insatisfactoria la actuación policial es un lugar común, una conclusión liberada de premisas, una especie de verdad autoevidente. Esto va más allá de las palabras de todos los días. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública 2017 (INEGI, 2017: 16) arroja dos datos contundentes: los policías, excepto la Policía Federal, son los funcionarios a cargo de la seguridad pública que menos confianza inspiran entre la población -policías estatales, 56.3%; ministeriales, 53%; municipales, 51.2%; tránsito, 43.1%- y los que se perciben como más corruptos -policías ministeriales, 64.2%; estatales, 65%; municipales 68.1%; tránsito 77.6%-.
Sabemos que esta imagen es la última de un ancestral largometraje que se ha repetido de generación en generación. En esa tradición, las causas se han asociado a la falta de capacitación, bajos salarios, burocratismo, corrupción y condiciones estructurales del país, de las que la policía es un reflejo y un detonante a la vez.
Sin obviar el papel significativo que estas y otras circunstancias puedan tener, en las páginas siguientes analizaré un tema menos explorado, pero transversal para el desempeño policial: los aspectos de diseño legislativo y ejecución del sistema de justicia penal anterior, que desincentivaron el profesionalismo policial, y cómo el nuevo sistema de justicia penal busca corregirlos. Para lograrlo, los criterios jurisprudenciales de los tribunales federales de amparo, en especial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pueden y deben tener una participación crucial.
La metodología que se utiliza a continuación es la propia del análisis legislativo -comparación de textos legales, análisis interpretativo de sus implicaciones y correlación con casos fallados por los tribunales que aplican esa normatividad, en particular con las interpretaciones que son obligatorias para todos los jueces del país, por medio de la jurisprudencia de los tribunales federales de amparo-, de uso corriente en el ámbito jurídico mas no en el de la investigación social en general.
No obstante, se estima que justo esta perspectiva de índole normativa puede aportar algún insumo útil, al menos de carácter referencial, a los científicos sociales que estudien tanto la actuación policial como los aspectos del nuevo sistema penal, o que formen parte de él como peritos de la defensa o la acusación.
La actuación policial en el anterior sistema de justicia
La actuación policial puede verse como un fin en sí mismo y como el primer eslabón del proceso penal, el anverso y el reverso de la seguridad pública. Desde el primer enfoque, la presencia en las esquinas o a bordo de las patrullas es una de las manifestaciones más obvias del poder del Estado, que cumple una función simbólica ciertamente sencilla de desplegar y se acota a la dimensión física del uniformado, en un área geográfica, en actitud más o menos vigilante. En este aspecto, la actuación policial no necesita un resultado ulterior para colmarse, basta su cualidad disuasoria.
Con la segunda perspectiva, la policía forma parte de un engranaje más complicado, su labor es el insumo para la actuación de otras autoridades e involucra un despliegue más enfático del uso de la fuerza pública, asociado a la comisión de una conducta probablemente delictiva, ya sea que la policía intervenga en un contexto de flagrancia o sea dirigida por la autoridad ministerial en cumplimiento tanto de sus determinaciones como de las emitidas por un juzgador. Así, aunque podríamos decir que ese doblez es estructurante de la actuación policial, no es autónomo, sino que está condicionado por el tipo de sistema de justicia del que forme parte.
En el caso de México, desde que surgió como nación independiente hasta que entró en vigor la reforma del 16 de junio de 2016 -cabe precisar que fue promulgada en 2008 y se le hicieron los ajustes operativos necesarios por un periodo de ocho años-, esto es, durante más de dos siglos, se aplicó un sistema de justicia penal de tipo punitivo-inquisitivo, al que nos referiremos como el sistema anterior.
El aspecto punitivo se refería a que el castigo del delincuente era la finalidad esencial del proceso y los esfuerzos institucionales se concentraban en eso: establecer la verdad histórica de los hechos y sancionar al responsable. El sesgo inquisitivo descansaba en las facultades del ministerio público para generar, por sí y ante sí, pruebas que tuvieran efectos plenos, no sólo para la etapa de investigación -en la que dicho fiscal tenía carácter de autoridad, esto es, generaba las pruebas y decidía sobre su valor; en esta etapa era a la vez juez y parte-, sino también para cuando el caso se pasaba al conocimiento del juez, quien, en la etapa de juicio, tenía facultades oficiosas para recabar pruebas.
En contrapartida, el nuevo sistema de justicia penal tiene un enfoque restaurativo y adversarial. Su aspecto restaurativo se refiere a que el énfasis de toda la actuación estatal se pone en la reparación del daño a la víctima, más que en castigar al delincuente, y en que suceda de la manera más rápida y efectiva. Para eso se crearon vías, además de la del juicio, para terminar con el litigio penal, siempre condicionadas a la reparación del daño, conocidas como mecanismos alternativos de solución de controversias.
La dimensión adversarial alude a que el fiscal ya no ejerce atribuciones omnímodas para generar y valorar pruebas ni éstas sirven para condenar a una persona, sino que los elementos de condena deben producirse dentro de la audiencia de juicio. El juzgador, por regla general, ya no cuenta con facultades oficiosas para generar pruebas en el proceso, que después serían valoradas por él mismo en sentencia, de ahí que deba resolver sólo a partir de los elementos que se generen por las partes con motivo del debate oral.1
Como veremos, estos cambios radicales en el diseño del proceso penal, explicados de manera muy esquemática, inciden no sólo en la actuación policial, sino en las posibilidades -delineadas desde la legislación misma- para que se ejecute con mayor profesionalismo.
La investigación y sanción de los delitos con base en el sistema tradicional resultó insatisfactoria, como muestra el elevado índice de impunidad al momento de la transformación: del total de delitos cometidos en 2008, sólo 21% se reportó a la autoridad, y de éstos, sólo en 13% de los casos se inició averiguación previa (Zepeda, 2009: 1).
Es más, si dejamos de lado el abrumador porcentaje de problemas no institucionalizados -para los que la dimensión simbólica de la presencia policial resultó rebasada por mucho- y nos concentramos en ese 13%, el escenario es igual o más desalentador, pues de ahí sólo 22.39% fue consignado, o sea, sometido al conocimiento del juez para que comenzara el proceso penal. Esto implica que, en esencia, las averiguaciones se concluyeron en el ámbito de actuación del ministerio público porque se enviaron a “reserva”, un eufemismo para decir que el paso del tiempo más la omisión de investigar del fiscal fueron la causa de la conclusión del expediente. Al cabo del juicio, sólo 14 de cada 100 averiguaciones iniciadas obtuvieron sentencia condenatoria (PGR, 2008: 9). Este estado general de deficiencia permeó al conjunto de los eslabones, pues con porcentajes así no puede haber una sola corporación involucrada en el proceso penal que pueda deslindarse respecto a la calidad de sus prácticas institucionales, ni la policía, los fiscales, los peritos o los jueces, federales o del ámbito común.
Una de las explicaciones para esto es que, como destaca el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación Luis María Aguilar Morales, el procedimiento penal estaba concebido como un monolito, una gran roca de una sola pieza (2016: 32), que pretendía resolver cualquier problema de índole penal -desde ofensas callejeras hasta un multihomicidio- por un solo camino: el juicio. La actuación y los trámites de todos los engranes procesales eran los mismos, sin importar cuantía, complejidad o gravedad, a diferencia del nuevo sistema, en el que esta vía debe ser excepcional.
Con esta dimensión monolítica como marco explicativo de fondo, la actuación policial se vio constreñida por sus propios vicios de origen, condicionantes legislativos procesales que actualizaron un mismo resultado: incentivos escasos desde el propio sistema penal para el perfeccionamiento de la actuación policial, tanto en el desempeño de cada agente como en la experiencia acumulada del gremio.
Flagrancia epidérmica
El escenario de la actuación policial por excelencia es la calle. Por lo tanto, es concomitante a su labor de vigilancia intervenir en contextos de flagrancia, o sea, reaccionar ante delitos que suceden al estar patrullando o de los que un testigo o la víctima da aviso, en los que los policías detienen al presunto delincuente en la escena de los hechos o tras perseguirlo en su intento de huida.
A pesar de la inmanencia de la flagrancia para los cuerpos policiacos de cualquier país, la peculiaridad y gravedad del caso mexicano radica en que la actuación policial se ha reducido a la flagrancia casi en su totalidad. Por ejemplo, la policía preventiva, al detener a un presunto delincuente, se limitaba a ponerlo a disposición del Ministerio Público, según lo previsto por el Código Federal de Procedimientos Penales (CFPP, Segob, 1934), que tomaremos como referencia del otrora conjunto de las legislaciones federal y por entidad que regulaban el proceso penal, reemplazado por el Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP, Presidencia de la República, 2014), que ahora regula de manera única el proceso penal en todo México.
Este condicionamiento se extendió a la policía ministerial. Si consideramos los datos citados, prácticamente 80% de las averiguaciones previas no fueron consignadas al juzgador penal, es decir que en ocho de cada diez delitos denunciados no hubo labor de investigación auténtica, que los policías ministeriales, auxiliares del fiscal, debían desplegar. Al ser ínfimos los casos que llegaron a juicio, lo fue el porcentaje de ocasiones en que la policía se involucró en el proceso penal más allá de su “puerta de entrada”: la agencia del ministerio público.
Tras poner a disposición al detenido, era probable que el policía no volviera a saber del asunto y no obtuviera retroalimentación de los otros componentes del sistema de justicia sobre cómo su actuación, y la calidad de ésta, incidía en la obtención o no de las condenas, y en consecuencia, en los parámetros de deber ser a los que tenía que ajustarse para que el proceso se considerara correcto.
Aun cuando su actuación se circunscribía a la dimensión ministerial, también conocida como preinstrucción, el policía se limitaba a la suscripción de su parte informativo (Segob, 1934: art. 113), que consistía en el llenado de un formato en el que el agente aprehensor refería de puño y letra, de manera sucinta, los hechos de flagrancia. La narración se constituía por lo general en la versión de cargo que sostenía la imputación, esto es, el ministerio público no generaba su propia explicación de los hechos para recabar pistas a investigar, sino que reproducía la del policía aprehensor, que daba por buena. Vistos los datos estadísticos, en la gran mayoría de los casos éste era el único vestigio procesal de la actuación policial. De cara al proceso penal, grosso modo, con independencia de los casos, el papel del policía quedó encerrado en el círculo repetitivo de detener, poner a disposición y llenar el parte informativo, sin profundizar ni involucrarse a fondo en otras facetas del proceso penal.
Valor probatorio parcializado
De aquí se desprende no sólo que el fiscal era el eslabón de mayor contacto de la policía, sino que la relevancia probatoria de las actuaciones policiales quedaba sujeta al arbitrio del ministerio público, que tenía la atribución de investigar las denuncias y los delitos que se persiguen de oficio. El ministerio público, en la etapa de preinstrucción, tenía la cualidad doble pero no excluyente de juez y parte. El fiscal tenía la potestad de producir por sí y ante sí las pruebas que sustentaran la acusación (Segob, 1934: fracción II, art. 2), y de asignarles, en tanto autoridad, el valor y efectos probatorios que posibilitaran que el indiciado fuera consignado ante el juez (1934: fracción VII, art. 2).
De ahí que la labor policial quedara sujeta a esa paradoja de parcialidad e imparcialidad de la procuración de justicia. Con un amplio margen de discrecionalidad, el fiscal decidía el peso que otorgaba dentro de la averiguación previa a la actuación policial, en particular al parte informativo: con imparcialidad, en tanto no era la propia policía la que apreciaba sus méritos; pero de manera parcial, porque esa valoración era tributaria de la pretensión del ministerio público de acreditar el cuerpo del delito y la probable responsabilidad del detenido (Segob, 1934: fracción II, art. 2). En los hechos, esto se tradujo en una apreciación laxa del desempeño policial, en aras de que el trámite siguiera su curso.
De tal modo, para efectos del policía, su actuación quedaba convalidada con la valoración del ministerio público, mientras la eventual ratificación de la legalidad de la detención por parte del juzgador, ya en la etapa de instrucción, quedaba fuera de su conocimiento, pues al solicitar al juez penal el ejercicio de la acción penal, el fiscal hacía suyas las pruebas que la sustentaban (Segob, 1934: fracción IV, art. 136).
En ese tenor, la eficacia de la actuación policial en el proceso penal se enmarcaba en la valoración de la autoridad ministerial para efectos de todo o nada: el dicho del policía aprehensor no sólo era la piedra angular de la versión de cargo, sino que se constituía en la versión de cargo, pues los juicios versaban en su mayoría sobre delitos flagrantes y la narración encuadraba la actualización de los elementos del delito y la participación del imputado, es decir, era el objeto de debate oral en el juicio para sustentar la condena o la absolución.
Un caso fallado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación ejemplifica este estado de cosas. En los hechos que dieron origen al amparo directo 14/2011, dos policías del Estado de México, a partir de una denuncia anónima, arrestaron a un sujeto que supuestamente había infligido lesiones mortales a una persona siete meses antes. Los policías localizaron al individuo y éste “confesó” su participación, por lo que fue detenido y puesto a disposición del fiscal, no obstante que la flagrancia, como supuesto de excepción para que una persona sea detenida sin orden judicial, requiere que los hechos delictivos se presenten en el momento de la detención, de manera que sea evidente para cualquiera que el detenido es el autor, por lo que no es necesaria la investigación para privarlo de la libertad.
Esta actuación policial, a todas luces contraria a derecho, fue convalidada por el ministerio público y los jueces de primera y segunda instancia, hasta que el máximo tribunal resolvió que:
El señalamiento informal de una persona que, por azar, se rencontró con quien identificaba como homicida, es claramente un dato insuficiente para actualizar una detención […]. Validar detenciones basadas en datos tan inciertos como los que dieron fundamento a la aprehensión del quejoso, crearía un terreno fértil para la ejecución de detenciones arbitrarias (amparo directo 14/2011: 198).
A pesar de la claridad de la declaración judicial sobre la actuación indebida de los policías aprehensores, debe destacarse que el juicio de amparo directo tiene como acto reclamado una sentencia definitiva que pone fin a un juicio -que en la especie fue la sentencia de apelación-, en términos del artículo 170, fracción I de la Ley de Amparo (Presidencia de la República, 2013), y tiene como efecto principal declarar su nulidad para que el sentenciado quede en libertad, de donde se sigue que la autoridad “enjuiciada” no es el policía, ni siquiera la autoridad ministerial, sino el tribunal de apelación que emitió la sentencia inconstitucional.
Los aprehensores no sólo no fueron evaluados en relación con la corrección de su forma de actuar para que pudieran aprender y rectificar a partir de lo resuelto por un juez, sino que, a pesar de que el órgano superior de la justicia en México conoció los hechos en los que estuvieron involucrados, es muy probable que ni siquiera se enteraran de ello.
Nula responsabilidad procesal individual del policía
Amén de que el dicho del policía aprehensor, esto es, su versión de cómo sucedieron los hechos en los que tomó parte, servía para articular la imputación, debe destacarse que esa referencia se introducía al procedimiento penal en la preinstrucción mediante el parte informativo, no de viva voz. La actuación policial se traducía en una prueba documental (Segob, 1934: art. 269) a la que se le aplicaban las reglas del testimonio, no obstante que fijaba por escrito la versión de cargo, conforme a las cuales la primera manifestación tenía valor preponderante, al considerarse que era menos susceptible de fabricación o inducción.
Esto se puede advertir, por ejemplo, en el criterio jurisprudencial aislado de rubro “Retractación. Requisitos que deben satisfacerse para otorgarle valor probatorio” (2013), que indica que en el procedimiento penal retractarse consiste en el cambio parcial o total de la versión que un testigo manifestó en una declaración previa, que queda sujeta a requisitos rigurosos para que pueda tener efectos probatorios -por regla general, la variación de la narrativa no los tiene-: que sea verosímil, ausente de coacción y corroborable con otros medios de convicción, ya que “la falta de alguno de ellos se traduce en que no haya certeza de que lo declarado con posterioridad resulte verdadero, por lo que, en ese caso, deberá estarse al principio de inmediatez procesal, el cual postula que merece mayor crédito la versión expuesta en las primeras declaraciones”.
De esta manera, al constar el dicho del policía por escrito, desde la averiguación previa, con valor probatorio pleno, y como tal no interpelable, como es un testimonio, la actuación policial fijada en esa manifestación primigenia se reducía a una suerte de análisis de textos: se buscaba su coherencia interna y sus relaciones metatextuales con otros documentos existentes en ese macrotexto llamado expediente penal, que era a la vez una técnica de trabajo, de recopilación de información y de memorabilia.
En consecuencia, las declaraciones de los policías -tanto en el plazo de 48 horas en sede ministerial (Segob, 1934: art. 194 bis) o de 72 horas ante el juez para resolver la situación jurídica del imputado con el dictado de un auto de formal prisión, de libertad o de sujeción a proceso (art. 161), con sus respectivas duplicidades del término si así las solicitaba la defensa, o ya dentro del proceso penal (art. 242)- quedaban apalancadas a esa relatoría escrita, la mayoría de las veces escasa de pormenores sobre la mecánica de los hechos.
Los detalles, al ser buscados por las partes en el testimonio, ahora sí verbal en la etapa de juicio, en especial por la defensa, generaban un nuevo efecto paradojal: no era necesario que el policía abundara en ellos, pues nada lo obligaba y sólo se le imponía la obligación genérica de declarar sobre los hechos investigados (art. 242). Bastaba que hiciera referencia a su declaración primigenia o que señalara que no recordaba los pormenores por el transcurso del tiempo -meses o años-. En caso de que abundara, el camino natural era que se plegara a esa versión, pues desviarse se tomaba como una retractación, por lo tanto, para que pudiera surtir efectos probatorios, quedaba sujeta a la acreditación del tipo de requisitos aludidos en el criterio citado.
En los hechos, esto se traducía en que el policía que participaba en la detención cumplía con su parte en el proceso penal al ajustarse a su narración escrita y unilateral del parte informativo, lo que inhibía que su actuación en lo individual fuera escrutada tanto para hacer fehacientes los aspectos correctamente llevados a cabo, como para ser evidenciada, en caso de ser defectuosa.
Al igual que con las dos condicionantes previas, esto redujo la participación policial al trámite de presentar el parte sin involucrarse en el esclarecimiento de los hechos, para luego ratificar su testimonio al apegarse a él en su comparecencia al juicio, como si se tratara de un guión que debía memorizar.
Los aspectos que no encontraran explicación en el parte informativo demeritaban su valor probatorio para sustentar una condena, pero, de nuevo, eso no se trasladaba a la experiencia profesional del policía, pues el sujeto de escrutinio no era él, sino su pieza documental, como queda de manifiesto en otra resolución de la Suprema Corte, en la que se analiza la validez de las pruebas obtenidas en un contexto de demora en la puesta a disposición - que según el artículo 16, quinto párrafo, de la Constitución Federal, debe ser de inmediato-, que es injustificada porque el parte informativo no explica los motivos.
En los hechos que dieron origen al amparo directo en revisión 895/2015, los ocupantes de una camioneta fueron detenidos por elementos del Ejército Mexicano, quienes tardaron varias horas en ponerlos a disposición del fiscal. La Corte estableció en su resolución que:
El intervalo de 3:45 horas transcurrido desde el momento de la detención del quejoso, hasta que finalmente fue puesto a disposición del Ministerio Público, encontrándose en la misma ciudad y no advirtiéndose ningún elemento razonable que impidiera a los militares poner al quejoso a disposición de aquella autoridad, no se encuentra justificado (amparo directo en revisión 895/2015: 25).
La actuación policial en el sistema adversarial
El nuevo sistema de justicia penal, que se introdujo mediante la reforma constitucional de 2008,2 cambia de manera radical la finalidad del proceso penal y las posibilidades de intervención de los sujetos procesales, incluidos los integrantes de las corporaciones policiales, lo que contrasta con los tres aspectos del apartado previo.
El nuevo sistema de justicia penal no altera la dimensión de seguridad pública de la policía asociada a su labor de vigilancia y las detenciones que efectúe en flagrancia; sin embargo, la lleva más allá, al introducir sus resultados de lleno en el proceso penal, en lugar de quedarse en “la puerta” del Ministerio Público.
Cuando una detención policial tiene lugar, el policía deja de circunscribirse al papel de “funcionario de correos”, pues su labor ya no se colma con trasladar al detenido a la agencia ministerial para ponerlo a disposición. Ahora se le impone una serie de obligaciones, derivadas de la novedosa función de primer respondiente, propia de “la primera autoridad con funciones de seguridad pública en el lugar de la intervención” (Consejo Nacional de Seguridad Pública, 2015: 11). En términos generales, estas responsabilidades versan sobre la realización de entrevistas con las personas posiblemente vinculadas a los hechos que se encuentren en el lugar o su empadronamiento, que consiste en tomar sus datos generales; la preservación de la escena, y la documentación o registro de los hechos y la actuación que ameritaron, ya no en un parte informativo - que contenía la información que era relevante según el criterio del policía-, sino en un informe policial homologado en términos del artículo 41 de la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública (Presidencia de la República, 2009), que permite obtener información del caso concreto y generar insumos estadísticos que incidan en la definición de políticas públicas en materia de seguridad.
En otras palabras, por medio del primer respondiente, la participación policial en flagrancia queda articulada con las labores de investigación. El policía no sólo tiene el deber de entregar al detenido sino de allegar al fiscal, además de su propio dicho por escrito, los insumos iniciales para la investigación del caso.
Otra transformación radical que impacta en los incentivos del sistema para la mejora en la actuación policial se refiere al control judicial sobre la investigación, es decir, el ministerio público ha dejado de tener la capacidad de producir pruebas por sí y ante sí, y en consecuencia, de instrumentar la actuación policial para fines de lograr la consignación, lo que se correlaciona con otras dos innovaciones: la clara escisión de las etapas procesales y el valor diferenciado que se atribuye a los medios de prueba en cada una.
En el nuevo sistema no hay más preinstrucción, lo que se traduce en que el fiscal deja de ser juez y parte para efectos de la imputación: desde el comienzo, su actuación es con carácter de parte y en igualdad de armas con el imputado y su defensor, por lo que sus actos están sujetos al control del juez penal, al punto de que existe un catálogo de técnicas de investigación que requieren de autorización judicial expresa para poder realizarse (Presidencia de la República, 2014: art. 252). Las actuaciones policiales quedan sujetas de manera directa a la revisión del juzgador, siempre en audiencia pública (art. 5), y sometidas al escrutinio de las partes por medio del principio de contradicción (art. 6).
Así, las deficiencias en la actuación policial en las detenciones en flagrancia pueden ser evidenciadas en términos judiciales desde el comienzo de la intervención estatal y no hasta el momento procesal del juicio, y más aún, de la sentencia de amparo, como sucedía en el sistema anterior.
En la misma tónica, en el paradigma actual se distinguen con nitidez las etapas procesales: la de investigación, que se divide en investigación inicial -desde la presentación de la denuncia hasta que el imputado queda a disposición del juez para que se le formule imputación- y complementaria -desde la formulación de la imputación hasta el cierre de investigación (art. 211)-, la intermedia y la de juicio. Desaparece la consignación y el consecuente dictado del auto de formal prisión como el primer acto judicial de envergadura, que en la práctica era un verdadero juicio anticipado, una valoración del cuerpo del delito y de la responsabilidad penal del imputado,3 que implicaba que se potenciara el alcance probatorio de los medios de convicción recabados en la averiguación previa para sustentar una decisión de ese calado, en especial los relativos a la actuación policial, que de elementos iniciales se trasuntaban en sustento de la sentencia de fondo.
En relación con ello, en el sistema adversarial se distingue el alcance probatorio de los medios de convicción según las etapas procesales. De ahí que mientras en la averiguación previa los elementos allegados eran auténticas pruebas, de condena potencial, en la etapa de investigación son sólo datos de prueba: elementos de convicción que, al no haberse desahogado ante el juez, tienen sólo un valor referencial para establecer “razonablemente la existencia de un hecho delictivo y de la probable participación del imputado” (art. 261, primer párrafo).
Cuando en la audiencia de control de la detención (art. 308) las partes debaten sobre la legalidad del actuar policial, el fiscal sólo hace referencia a los datos existentes en la carpeta de investigación para, a partir de ellos, sostener la actualización efectiva de la flagrancia y la consecuente corrección de la intervención policial, cuya razonabilidad es la materia misma de la decisión judicial.
En otras palabras, el juez no se pronuncia de manera directa sobre la actuación policial sino acerca de las razones que el fiscal construye a partir de ella para que se ratifique la legalidad de la detención, con lo cual se evita el tipo de efectos paradojales descritos: las actuaciones policiales no tienen fuerza convictiva para condenar, sólo para que la investigación avance a la etapa de investigación complementaria, en la que el fiscal debe obtener nuevos elementos de convicción (arts. 321 y ss.).
No obstante, lo anterior no “abarata” la valoración de la actuación policial en sede judicial, al contrario, desde este primer momento, en igualdad de condiciones con el fiscal, se traba el debate con la defensa sobre la legalidad de la actuación policial traducida en la razonabilidad de la detención, o sea, la defensa no necesita pruebas para refutar al fiscal, sino la contradicción de los datos existentes en la carpeta de investigación, que ha sustituido a la averiguación previa.
Esto presupone que el juicio ya no es el único medio de terminación del proceso ni la obtención de un castigo mediante el esclarecimiento de la verdad histórica su quintaesencia, con lo que se supera la visión monolítica de la justicia penal y su enfoque retributivo para privilegiar un esquema de justicia restaurativa, que “es una nueva manera de considerar a la justicia penal la cual se concentra en reparar el daño causado a las personas y a las relaciones, más que en castigar a los delincuentes” (Márquez, 2005: 99).
Al no haber una sola vía procesal, sino un abanico de posibilidades según las particularidades de cada caso, como los acuerdos reparatorios o la suspensión condicional del proceso (Presidencia de la República, 2014: art. 184), los criterios de oportunidad (art. 256) o el procedimiento abreviado (art. 185), la finalidad de la actuación policial también cambia: ahora es tributaria de la mejor manera de terminar la controversia y de reparar el daño a la víctima.
Sólo cuando para tal fin sea necesario esclarecer el fondo de la cuestión y pronunciarse sobre la otrora sacramental verdad histórica de los hechos, en la vía del juicio se someterá a escrutinio riguroso la legalidad de la actuación policial, pero no conforme a la paradojal “preconstitución” de la prueba en la sede del Ministerio Público, que permeaba el proceso judicial: prueba escrita pero de valoración oral y rígida, prueba imparcial pero de configuración parcial por el fiscal para efectos de la consignación.
Ahora, en caso de que se llegue a ese tipo de escrutinio, será necesario que la actuación policial supere dos aduanas: la de la etapa intermedia, en la que se debate la depuración de las pruebas que se desahogarán en juicio (art. 334), en cuanto a los aspectos de su legalidad, y la pertinencia y el respeto de derechos fundamentales en su obtención (art. 346).
Ya en la audiencia de juicio, el policía es la fuente de prueba en lugar de su parte informativo, que sólo sirve para ratificar la legalidad de la detención, y en su caso, para vincular a proceso, en la fase de investigación inicial es sólo un dato de prueba, pero ya no sirve para sustentar la imputación en la investigación complementaria. O sea, para lograr la condena de un delito en flagrancia es indispensable que el policía aprehensor comparezca ante el juez en audiencia pública y se someta al interrogatorio cruzado de las partes (art. 371), no le vale sólo remitir su parte informativo o alegar que no puede abundar dado el transcurso del tiempo, pues si procede así la legislación autoriza que reciba el tratamiento de testigo hostil (art. 375). Al final, su dicho será inútil como medio de convicción y es probable que derive en la absolución del acusado por el delito flagrante.
De este modo, ya sea que se opte por un mecanismo alterno o que se llegue a la etapa de juicio, la actuación policial queda sujeta al escrutinio de las partes mediante el contradictorio que se trabe en audiencia, o sea, por la vigencia de la cualidad adversarial del proceso, sin el blindaje del parte informativo al que el fiscal otorgaba prevalencia probatoria en la averiguación previa, lo que inhibía no sólo el control judicial sobre la legalidad de su actuación, sino que los policías interactuaran más de cerca y de modo cotidiano con los otros engranes del sistema de justicia, y que a partir de ello se retroalimentaran para mejorar su desempeño. En otras palabras, el nuevo sistema abre la posibilidad a los policías de amplificar y enriquecer su experiencia profesional, ante un escrutinio que incentiva un despeño más eficiente.
Los criterios jurisprudenciales como referentes prácticos de la actuación policial
Una de las principales repercusiones de esta redefinición procesal conlleva que la actuación policial en general, y en particular su intervención en flagrancia, queda sujeta al control judicial ya sin el tamiz ministerial y sus facultades de mediación probatoria. En consecuencia, los criterios que los juzgadores asumen al valorar en audiencia su desempeño cobran una relevancia de primer plano para evaluar el profesionalismo policial, pues como se ha visto, el propio sistema penal ya no da lugar a que la función policial se colme con la puesta a disposición y la suscripción de un parte informativo que se desvincula de su suscriptor para surtir efectos probatorios autónomos y plenos.
A ello se suma un segundo factor de igual trascendencia. La transformación del sistema impacta de manera notoria en las expectativas y necesidades del conjunto de los operadores, de la mano de las exigencias de resultados por parte de la sociedad civil. Esto da lugar a la inevitable, y dolorosa, curva de aprendizaje de los policías y demás operadores, que debe ser lo más corta y fecunda posible. De ahí que no pueda haber un cheque en blanco ni un fondo ilimitado para que las deficiencias policiales se traduzcan en la pérdida de casos para las fiscalías, tanto por lo que hace a que en las audiencias de control las detenciones no sean ratificadas, como para que los imputados, en lugar de optar por una vía alterna, prefieran jugarse sus oportunidades en juicio, a sabiendas de que tienen buenas opciones de ser absueltos ante deficiencias plausibles en la forma de actuar policial.
La cuestión es crítica para la viabilidad del nuevo sistema, pues está construido sobre la premisa de que la vía del juicio debe ser extraordinaria y estar descongestionada, pues lo que antes se trabajaba en un expediente ahora debe ventilarse en una sala de audiencias. El tiempo es un factor crítico de eficacia: mientras los expedientes permiten el desahogo simultáneo de varias causas mediante la elaboración de proyectos de sentencia por los asistentes para la consideración y firma del juez, al atender a los principios de publicidad e inmediación, toda decisión debe tomarse en presencia del juez y ante las partes, en audiencia pública (Presidencia de la República, 2014: arts. 5 y 8). De ahí que la realización de audiencias de juicio que, por su propia naturaleza demandan días o semanas de desahogo, impide que se ventilen otras causas a cargo del mismo juzgador y en la misma sala de audiencias, pues se generaría un efecto de embudo.
Por eso, el correcto desempeño policial necesita no sólo la retroalimentación experiencial que el nuevo sistema de justicia penal conlleva, sino la incorporación del conocimiento de los criterios con que los juzgadores evaluarán su desempeño en audiencia, como parte de la formación inicial en las academias y de las pautas para el ejercicio cotidiano de los elementos policiales que se encuentran en activo. Esto es posible merced el mecanismo de control de constitucionalidad concentrado que los tribunales federales, en particular la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ejercen mediante el juicio de amparo, pues en términos de la Ley de Amparo, reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (Presidencia de la República, 2013), su observancia es obligatoria para todos los tribunales del país, sean federales o del fuero común (art. 217).
En ese orden de ideas, aun cuando la jurisprudencia no tenga efectos vinculantes para las autoridades administrativas, como las policiales, es manifiesto que es de su interés, y de la sociedad entera, que tengan un carácter orientador enfático, al prever que la legalidad de su actuación se analizará según las interpretaciones establecidas en el marco jurídico que fija su deber ser, al haberse resuelto por vía de amparo casos precedentes en los que ese mismo tipo de actuación ya fue objeto de análisis.
Por ejemplo, en el supuesto específico de la flagrancia, el artículo 16 constitucional, en su quinto párrafo, establece que “cualquier persona puede detener al indiciado en el momento en que esté cometiendo un delito o inmediatamente después de haberlo cometido, poniéndolo sin demora a disposición de la autoridad más cercana y ésta con la misma prontitud, a la del Ministerio Publico”. Así, es de esperarse que un policía se cuestione cuáles son las implicaciones de “inmediatamente” en la actuación policial.
La Suprema Corte se ha pronunciado al respecto en el criterio de rubro “Derecho fundamental del detenido a ser puesto sin demora a disposición del Ministerio Público. Alcances y consecuencias jurídicas generadas por la vulneración a tal derecho” (2014), y puntualiza, entre otros aspectos, que se aleja de la inmediatez la realización de diligencias policiales cuya justificación “pueda estar basada en una supuesta búsqueda de la verdad o en la debida integración del material probatorio”.
En el diverso “Demora en la puesta a disposición del detenido en flagrancia ante el Ministerio Público. La valoración del parte informativo u oficio de puesta a disposición de los agentes aprehensores, deberá atender a la independencia fáctica y sustancial de la detención y la puesta a disposición” (2016), que establece que la violación al derecho fundamental del detenido a ser puesto a disposición del Ministerio Público sin demora “genera la anulación de la declaración del detenido, así como la invalidez de todos los elementos de prueba que tengan como fuente directa la demora injustificada, y aquellas recabadas por iniciativa de la autoridad aprehensora, sin conducción y mando del Ministerio Público”.
También lo ha hecho en otros tópicos de incidencia policial, como el deber de informar al detenido sobre los derechos que le asisten, por el criterio de rubro “Derecho a ser informado de los motivos de la detención y los derechos que le asisten a la persona detenida. Debe hacerse sin demora y desde el momento mismo de la detención” (2015) o sobre el uso razonable de la fuerza, que se refleja, entre otros, en el criterio “Detenciones mediante el uso de la fuerza pública. Parámetros esenciales que las autoridades deben observar para estimar que aquéllas son acordes al régimen constitucional” (2015).
Estos criterios son valiosos en especial para la actuación policial, pues los pronunciamientos de la Suprema Corte tienen como hechos de base no escenarios doctrinarios, sino actuaciones policiales que son recurrentes en el día a día del cumplimiento de su deber, sin importar la corporación a la que pertenezcan, lo que conlleva que los criterios en cuestión no puedan considerarse como posicionamientos eminentemente teóricos sin aplicación práctica policial, más bien todo lo contrario, pues justo de ahí han emanado.
Así, para que la jurisprudencia tenga este saludable efecto orientador es indispensable que se establezcan canales interinstitucionales entre la Judicatura Federal y las corporaciones policiales, para que, de manera permanente, se comuniquen y se mantengan actualizadas las instituciones policiales sobre los criterios relevantes para la actuación de sus efectivos, función que, en teoría, ya se lleva a cabo con la labor de difusión del Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta y del sistema automatizado de consulta en la página de internet de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo que en modo alguno permea el ámbito operativo por sí mismo.
Más aún, los aspectos torales de los criterios deben ser incorporados a la formación y capacitación policial mediante esquemas asequibles, en términos pedagógicos y lingüísticos, para que los tecnicismos jurídicos propios de la jurisprudencia no sean obstáculo para su asimilación, más importante aún para su incorporación a la operación cotidiana de los agentes policiacos.
Como hemos visto, el esquema de control constitucional que opera mediante el juicio de amparo hace que estas pautas interpretativas sobre la actuación policial deban aplicarse por los juzgadores orales que, en las salas de audiencia, han adquirido un papel central en la calificación de aquélla.
Conclusiones
De este nuevo esquema podemos extraer una primera conclusión valiosa, de innegable aplicación práctica para la profesionalización policial paulatina: al ser más transparente en la toma de decisiones, permite que los policías, aun a costa de experimentar reveses a corto plazo -que sus deficiencias queden expuestas en audiencia pública por la defensa y sean exhibidos en su falta de profesionalismo-, obtengan estímulos y retroalimentación del mismo sistema de justicia penal para que, tanto en lo individual como en lo colectivo de las corporaciones, a mediano y largo plazo, incrementen sus capacidades operativas. Esto requiere complementarse con las condiciones institucionales que hagan posible tal mejora de profesionalidad que exige el nuevo sistema en ámbitos esenciales como el salarial, la capacitación en las habilidades básicas de la función y el equipamiento.
También debe decirse con claridad que, si estos aspectos no son atendidos de inmediato y con suficiencia por las autoridades competentes, se convertirán en las limitaciones principales para la eficacia de la labor policial, ya con las nuevas reglas procesales, pues enquistarán el círculo vicioso: al carecer de esos insumos básicos, su actuar será contrario a los derechos fundamentales y los juzgadores no lo convalidarán, con lo que persistirá la impunidad que el sistema busca erradicar. Es decir, la reforma será tan ambiciosa como inútil.
Como segunda conclusión, podemos establecer que los criterios jurisprudenciales generados por los tribunales de amparo, en especial la Suprema Corte de Justicia de la Nación, deben incorporarse a la formación inicial y la capacitación continua de los elementos policiales, porque, sin duda, es preferible que los policías conozcan de antemano las respuestas a las preguntas del examen oral al que serán sometidos como parte de sus funciones cotidianas en el nuevo paradigma de la justicia penal en México.