En dos textos seminales para los estudios urbanos, El derecho a la ciudad (Lefebvre, 1969) y La revolución urbana (Lefebvre, 2003), el filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre presenta una tesis que disloca tanto a la escuela estructuralista marxista, como los modelos de sociología urbana que consideraban la ciudad una unidad administrativa y política delimitada con claridad. Para Lefebvre, el espacio de la ciudad ya no podía concebirse como una suma de lugares o una categoría subordinada y dependiente en la que se emplazan relaciones de producción. De acuerdo con él, a finales de la década de 1960 comenzaba a cristalizarse una transición a escala planetaria que transformaría para siempre la relación entre territorios urbanos y dinámicas socioeconómicas. En estas dos publicaciones, Lefebvre delinea el pasaje hacia una sociedad urbana; tras agotar los patrones fordistas de acumulación, en los que los espacios suburbanos servían como meros contenedores para la producción, describe una actualización en la lógica del capital. El advenimiento de la sociedad urbana convierte el espacio en un producto, en el objeto mismo de las relaciones de producción. Así, la transformación del suelo urbano, su intercambio y producción terminan por constituirse en dimensiones centrales de una nueva etapa del capitalismo (Harvey, 2001).
Cuando Lefebvre escribe estas reflexiones, los síntomas de una sociedad urbana aparecen dispersos y fragmentados. En términos demográficos, faltaba mucho para cruzar la barrera simbólica de 50% de la población mundial instalada en zonas urbanas y la tensión entre lo rural y lo urbano parecía contener capacidad descriptiva (Brenner y Schmid, 2014). En este sentido, las tesis de Lefebvre deben verse como anticipaciones teóricas, construcciones lógicas articuladas a partir de la evidencia que aportaban casos y procesos singulares (Marcuse, 2009). Estos textos surgen en un contexto de expansión creciente de las formas de consumo, en el que las prácticas de intercambio y comercialización impregnaban las esferas más íntimas de la vida cotidiana. En una crítica que comparte con el colectivo situacionista, Lefebvre construye la transición hacia una sociedad urbana como una consecuencia directa de la erosión del valor de uso en la ciudad, la descomposición de los lugares para el encuentro y la disolución de formas de creación y asociación no mediadas por las prácticas del mercado. La ciudad se había convertido en mercancía: espacio para la especulación y la canalización de capital excedente (Brenner, Marcuse y Mayer, 2012). La generalización del espacio como producto no sólo altera los patrones y formas de la vida cotidiana, también pone en tensión a las instituciones urbanas y desdibuja lo público, al mismo tiempo que la capacidad fiscal de los ayuntamientos y municipalidades se ve amenazada por demandas crecientes y recursos escasos.
Ante el avance de la sociedad urbana, Lefebvre presenta el derecho a la ciudad como una forma de actualizar las formas del conflicto social y como horizonte para la acción colectiva (Merrifield, 2011). Desarticula la figura del proletariado tradicional como sujeto excluyente de las tensiones sociales y desplaza el eje del trabajo como nodo central del modo de producción. El pasaje de la ciudad a lo urbano imponía un desplazamiento en los espacios de explotación y poder. Si en la ciudad fordista la articulación de la acción colectiva podía pensarse en torno a la espacialidad y las relaciones de las fábricas, la consolidación de la sociedad urbana demandaba nuevas espacialidades para pensar en la confrontación y el disenso. En el texto publicado en francés en 1968 y traducido al castellano en 1969, Lefebvre presenta el derecho a la ciudad más como proposición teórica que como manifiesto práctico de resistencia. Lo esgrime como un llamado a “reencontrar el valor de uso en lo urbano” (1976: 104), a multiplicar espacios autogestionados que existan por fuera y en los márgenes del mercado. El derecho a la ciudad reclamaba la oposición a una racionalidad instrumental, desplegada en tecnologías de gobierno enfocadas en la eficiencia y la desregulación, la legitimación de la experimentación colectiva y la invención como prácticas sin duda urbanas.
A 50 años de la publicación de El derecho a la ciudad, las proyecciones lógicas de Lefebvre se manifestaron en concreto. La articulación y diseminación de los programas neoliberales encontraron en la regeneración urbana una forma de canalizar capital excedente y configurar nuevos patrones de acumulación (Harvey, 2012). El despliegue de instrumentos financieros adecuados para acelerar los procesos de acumulación introdujo intervenciones físicas y materiales novedosas. La consolidación de la racionalidad del mercado como discurso organizador de lo cotidiano abre ahora una fase de privatizaciones en las que redes vitales para la reproducción de la vida urbana se desregulan (Graham y Marvin, 2001), al tiempo que producen una transformación radical de las geografías urbanas: “las infraestructuras urbanas son necesarias para la acumulación y regulación neoliberal, incluso cuando en el proceso simultáneamente se las socava y devalúa; se coloca a las ciudades en las fronteras de la formación de políticas neoliberales” (Theodore, Peck y Brenner, 2009: 7).
Para autores como Neil Brenner y Christian Schmid (2014), la impronta planetaria de los programas neoliberales se articula a partir de su urbanización. Los procesos de destrucción creativa son necesarios para adaptar patrones de acumulación en los que se percibe una incapacidad creciente de las instituciones urbanas para responder a situaciones sociales de desigualdad progresiva, y con ello emergen episodios de conflictividad y movilización.
No es casual, en este sentido, el incremento de disputas sobre la producción de territorio, fenómeno que atraviesa los procesos de estructuración y reconfiguración de la acción colectiva y los ciclos de protesta en Latinoamérica en las últimas décadas. Desde la irrupción de movimientos sociales urbanos aglutinados en torno a la demanda de vivienda digna y acceso a la tierra en las décadas de 1960 y 1970 (Cravino, 2009), hasta las más recientes manifestaciones contenciosas asociadas a la defensa de recursos naturales y las múltiples expresiones de resistencia contra modelos de acumulación extractivista (Svampa, 2013; Wilson y Bayón, 2017), las disputas por la distribución, acceso y gobernanza del territorio signaron la historia reciente del conflicto social en la región (Kessler, Svampa y González, 2010). La dimensión territorial activó cambios sustanciales en la orientación programática de los movimientos sociales. Si en la segunda mitad del siglo XX el territorio se movilizó como una plataforma desde la cual potenciar demandas de reconocimiento de identidades históricas y reclamos de protección de lo común y los ecosistemas, en las últimas dos décadas, el territorio se consolidó como referencia simbólica y material para apuntalar expresiones de autonomía social y política (Zibechi, 2012). Así, las contiendas por el territorio no sólo pusieron énfasis en los procesos de degradación del medio ambiente y las secuelas sociales derivadas de un proceso acelerado de acumulación por despojo, también cuestionaron la eficacia de los gobiernos locales y las instituciones de representación liberal para regular y gobernar los procesos de urbanización (Theodore, Peck y Brenner, 2009). La pregunta sobre la autonomía, que había marcado las prácticas y experiencias de movimientos indígenas y rurales, desde los zapatistas en México hasta el Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra en Brasil, acompañó la emergencia de colectivos urbanos que encontraron en la transformación territorial una forma de pensar en la acción colectiva más allá de la presencia estatal. Para los movimientos sociales urbanos que nacieron tras el declive neoliberal en la región, la praxis sobre el territorio, el hacer inmediato, prefigurativo, sin instancia de mediación, sirvió por igual como táctica de resistencia que como principio de experimentación identitaria y programática.
Lo territorial centró el desarrollo conceptual de los estudios de movimientos sociales en Latinoamérica y fue percibido como una tensión medular a partir de la cual rescatar la singularidad de los vínculos entre espacio e identidad, la influencia de la tierra en definiciones programáticas y la utilización de las disputas sobre el suelo y la propiedad como medio para repensar formas de protesta (Escobar y Restrepo, 2010; García, 2001; Svampa, 2009). El foco en la relación entre territorio y conflicto social permitió tejer comparaciones entre las experiencias y expresiones regionales y las manifestaciones y teorizaciones globales, para resguardar al mismo tiempo una autonomía conceptual y epistemológica que registrara las especificidades culturales, los procesos históricos y las prácticas políticas locales.
En este número de Desacatos, pretendemos describir la emergencia de un repertorio de acción colectiva urbana centrado en la prefiguración, en la que colectivos y agrupaciones desarticulan los marcos de demanda tradicional, recuperan una capacidad de agencia antes delegada a instancias públicas, y expanden su capacidad de gobierno sobre infraestructuras y establecimientos locales. Si durante las décadas de 1970 y 1980 las demandas de los movimientos sociales urbanos asociadas al derecho a la ciudad se relacionaban con reclamos de acceso a la tierra y vivienda digna, tras la urbanización de programas neoliberales realmente existentes (Theodore, Peck y Brenner, 2009), los repertorios desplegados se vuelcan hacia la praxis y el autogobierno de procesos constructivos y de materialización. Los artículos que se presentan en este volumen utilizan la noción de prefiguración para problematizar los procesos y dinámicas involucrados en la emergencia de nuevas formas de acción colectiva en Latinoamérica. Al mismo tiempo que se describen las modalidades de implementación de tácticas prefigurativas, como la horizontalidad, la autogestión y la desmercantlización, los ensayos asocian la consolidación de estas prácticas a un resultado directo de la centralidad que adquieren los procesos urbanos para estructurar tanto plataformas de acumulación como identidades sociales y políticas. En este sentido, las colaboraciones trabajan sobre la actualización de repertorios de acción colectiva a partir de una crisis doble: la relación entre capital y mundo urbano, y la innovación de repertorios de acción colectiva a raíz del agotamiento y debilitamiento de los canales políticos representativos.
Una vez señaladas estas premisas, cabe mencionar que este texto introductorio se organiza en cuatro secciones. En un primer apartado, se traza la forma en la que el territorio ha incidido sobre la acción colectiva en la región, con el objetivo de mostrar cómo el despliegue de nuevos procesos de urbanización transformó la producción de territorio y la construcción y control de infraestructuras básicas para la reproducción de la vida urbana como una dimensión central de lo político. En un segundo momento, se presenta una reflexión sobre la participación ciudadana y la emergencia de repertorios nuevos de acción colectiva, en el marco de una era cuyo eje es la mercantilización del territorio y el espacio. En tercer lugar, se hace una conceptualización breve de la prefiguración y cómo los movimientos sociales han expandido su repertorio de acción colectiva al generar formas de experimentar e interactuar con el territorio y el espacio. Por último, presentamos los artículos que componen este número y su aportación al debate que se ha esbozado.
El territorio como base en la que se asienta la acción colectiva
En Latinoamérica, lo territorial sirvió para operacionalizar e historizar la relación entre los modelos de acumulación y la acción colectiva. Las limitaciones de las experiencias de sustitución de importaciones, el proceso acelerado de privatizaciones o la reprimarización de las economías transformaron las geografías de la región, reconfiguraron las dinámicas urbano-rurales y desplegaron otros patrones de inclusión y exclusión. Para Álvaro García Linera, la desarticulación de las identidades colectivas asociadas al mundo fabril y los sindicatos trajo aparejada la aparición de subjetividades políticas que encontraron en lo comunal un espacio para rearticular redes asociativas y actualizar sus formas de protesta. Esta transición de una “forma sindicato” a una “forma multitud” (García, 2001) le sirve al autor para contextualizar la emergencia de movimientos sociales bolivianos que desplazan de su marco de demandas las cuestiones asociadas al trabajo para centrarse en el reconocimiento político de su vínculo con tierras ancestrales, el acceso a recursos naturales y su vocación de extender su capacidad de control y gobierno sobre territorios. Al hacer hincapié en el retorno hacia el territorio, Maristella Svampa (2009) describe cómo ese pasaje de identidades colectivas tradicionales a movimientos socioterritoriales supuso una revisión de las formas de organización y definición programática de los movimientos.
Svampa (2009) describe cómo la aceleración del desacople entre urbanización y empleo que se evidenció con la consolidación de reformas neoliberales llevó a la articulación de patrones de sociabilidades anclados en la transformación y recuperación de los espacios comunes y barriales. Para Svampa, la incapacidad de los procesos latinoamericanos de sustitución de importaciones para garantizar a los nuevos inmigrantes internos trabajo estable y digno en las grandes urbes erosionó la centralidad contestataria que ocupaban las organizaciones del trabajo. La vuelta hacia el territorio y la demanda colectiva de prestaciones y servicios urbanos básicos se consolidó después de las transiciones democráticas. En este periodo, en el que se acentúan los déficits habitacionales en la región, se expanden las ocupaciones e invasiones de suelo público. Las reformas neoliberales que predominaron durante la década de 1990, en particular en lo referido a la flexibilización del trabajo, la privatización de los servicios públicos y la creciente liberalización y comodificación de los suelos urbanos, agudizaron los procesos de fragmentación urbana y segregación espacial y forzaron desplazamientos poblacionales de zonas centrales y la configuración de la producción comunitaria de territorio como una extensión de los repertorios disponibles para la acción colectiva.
El retiro de colectivos y movimientos urbanos hacia el territorio estuvo marcado por una revisión de las tácticas de protesta y una actualización en los marcos de canalización de demandas. La revisión, en gran parte, emuló prácticas y experiencias de los movimientos indígenas y rurales de la región. Para un número creciente de movimientos sociales urbanos, la centralidad de las instituciones de poder público para organizar la estructura de los ciclos de demanda se fue erosionando (Merklen, 1997). Al desdibujarse los canales de representación tradicionales, el Estado ha visto afectada su capacidad para ejercer un monopolio sobre la regulación y el control de los procesos de urbanización. Con ello, muchos movimientos pasaron de utilizar un repertorio centrado en la petición y la protesta a uno anclado en la praxis y el hacer (Dinerstein, 2014). Forzados a configurar soluciones prácticas para la reproducción de la vida cotidiana, gran parte de la acción de los colectivos se concentró en la construcción y organización de infraestructuras locales de subsistencia: comedores, escuelas, fábricas populares o cooperativas de vivienda.
En este sentido, el territorio se convierte en el lugar privilegiado para la acción y en el medio casi excluyente a partir del cual delimitar las nuevas coordenadas programáticas. Que esto sea así no es ninguna sorpresa, pues durante las últimas décadas la conflictividad asociada a la territorialidad y los recursos naturales -en un sentido amplio: agua, aire limpio, suelo y subsuelo- se ha convertido en uno de los retos más importantes para la gobernabilidad democrática en Latinoamérica (Gudynas, 2015).
Este fenómeno no sólo ha sido fruto del incremento global de la demanda de materias primas, sino también de la desaparición progresiva de barreras espaciales y físicas entre lo rural y lo urbano -hoy casi todo el territorio se considera “periurbano”-, resultado de las nuevas tecnologías de la comunicación, información y transporte, el crecimiento de los flujos económicos, y la mercantilización de espacios y recursos que antes eran vistos como un bien de acceso universal, de titularidad pública o común, y que de manera gradual se han convertido en bienes de mercado. Frente a este acoso ha aparecido una sensibilidad que crea significados sobre el territorio y el entorno. Por ejemplo, la importancia que se ha dado durante los últimos años a la singularidad de los espacios, las identidades relaciona- das con ellos y el sentido de pertenencia local, como algo bueno y que debe preservarse (Nel·lo, 2015; Neveu, 2002). Cabe agregar el impacto del cambio climático. Hasta hace unos años, se le tenía por un problema ambiental y de desarrollo. Sin embargo, en la última década y media, empezó a identificarse como un desafío serio, con repercusiones amplias en el entorno metropolitano (Stein, 2011). Pero es obvio que las condiciones climáticas por sí mismas no son las causantes de los conflictos, lo son la alteración -a consecuencia del cambio climático- de las condiciones en las cuales ocurren las relaciones sociales, que pueden potenciar situaciones de tensión, desigualdad y movilización (Stein, 2011; Burke, Hsiang y Miguel, 2014).
Estas tensiones tienen lugar en el marco de regímenes democráticos que muestran una capacidad notoria de persistencia institucional, con una ciudadanía activa. Este elemento es importante, pues la ciudadanía latinoamericana de hoy está mucho más empoderada que hace décadas. Se puede afirmar que hoy existe en la región una ciudadanía que ejerce su derecho al voto -con índices de abstención menores que los de Europa-; sale a la calle a protestar contra la corrupción, la impunidad y el desamparo, y se confronta con las autoridades, públicas o privadas, al hacer uso de su derecho de apelación y su libertad de expresión. Para esta ciudadanía, el tiempo de aprendizaje democrático no ha pasado en vano en cuanto al conocimiento y reclamo de sus derechos. Ha sido así tanto para los ciudadanos que residen en las ciudades como para los que provienen de zonas rurales, incluso para los miembros de colectivos que estuvieron más marginados a lo largo de la historia, como los habitantes de las periferias urbanas y los pueblos indígenas o comunidades de afrodescendientes.
El hacer ciudadano como elemento de una nueva era
En Latinoamérica, el derecho a la ciudad -desde su formulación radical a finales de la década de 1960, su apropiación movimientista en el decenio siguiente y su acepción normativo-burocrática en 1990- va mutando y asumiendo objetivos divergentes. La adaptación institucional producida a partir de reglamentaciones, declaraciones y hasta reconocimientos constitucionales, como en el caso de Brasil y Ecuador, hizo hincapié en la participación ciudadana, el intento por distribuir los beneficios derivados del proceso de urbanización -plusvalías- y la regularización de las prácticas de materialización popular. Tanto en los instrumentos de implementación privilegiados -impuestos, prestaciones financieras para atender la demanda de vivienda, subsidios para el desarrollo de la oferta de vivienda-, como en las secuencias y ritmos operativos que siguieron a la batería de intervenciones urbanas vinculadas a la agenda del derecho a la ciudad, la configuración normativa reforzó la preeminencia de la institucionalidad pública, los mecanismos representativos y la temporalidad inherente a los procesos de formulación e implementación de políticas públicas urbanas (Holloway, 2010; Zibechi, 2012; Yates, 2015).
Sin embargo, para una pluralidad de movimientos sociales y colectivos urbanos, las innovaciones normativas resultaron insuficientes y en muchos casos inútiles para atender problemas de injusticia espacial. Motivados por las limitaciones evidenciadas por las instancias de gobierno local para responder y materializar formas de producción del espacio urbano más inclusivas, muchos colectivos urbanos buscaron recuperar las coordenadas originales esbozadas por Lefebvre para experimentar con nuevas modalidades de autogestión y prefigurar, sin la mediación de las agencias públicas, soluciones prácticas para las necesidades materiales y espaciales de las periferias urbanas de la región.
En intersticios abandonados, edificios recuperados, galpones, plazas y barrios marginales; en centros comunitarios, casas con extensiones improvisadas o escuelas populares; sobre infraestructuras y redes autogestionadas, una serie heterogénea de actores urbanos comenzó a problematizar la hegemonía del Estado y la lógica del capital para determinar los medios, formas asociativas e instrumentos financieros disponibles para producir el espacio urbano. Por medio de intervenciones físicas, construcciones y plataformas asociativas, se cuestiona el lenguaje, a los sujetos involucrados y los alcances de las intervenciones públicas urbanas asociadas al derecho a la ciudad. Propulsados por los fracasos de las políticas de vivienda y la privatización irrefrenable del territorio como táctica de acumulación (Brenner y Schmid, 2014), movimientos sociales, grupos vinculados a la arquitectura y la construcción, comités barriales y académicos tejieron nuevas alianzas urbanas con el objetivo de actualizar los contenidos y repertorios necesarios para materializar el derecho a la ciudad.
Es preciso añadir que uno de los temas más relevantes de la última década en la región ha sido la explosión de la participación política no convencional y la conflictividad política en el marco de regímenes que garantizan, al menos de manera nominal, derechos y libertades. Como es sabido, la acción política puede ajustarse a formas convencionales o no convencionales. Suele calificarse como convencional una acción política acorde con la legalidad, por lo general aceptada por la comunidad porque se considera adecuada y ajustada a los valores dominantes. Las formas no convencionales, con independencia de su objetivo, transgreden o están al borde de la legalidad, como las ocupaciones de locales, sentadas,1 interrupciones de tráfico, etc. Estas acciones no convencionales por lo regular expresan demandas sociales que difícilmente se satisfacen con formas convencionales. Los estudios sobre la acción política, en sociedades de tradición liberal-democrática, se concentraron en un principio en las formas convencionales. Sin embargo, desde las décadas de 1960 y 1970 este tipo de acciones empezó también a recibir atención de los analistas. En la actualidad, ambas formas son tratadas en pie de igualdad y con atención semejante porque se ha constatado que lo convencional y lo no convencional se influyen uno a otro (McAdam, Tarrow y Tilly, 2005).
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Material Politics ( Trabajo colectivo de construcción para recuperar la plaza entre jóvenes de la organización Cofradía, Al Borde Arquitectos y Material Politics. Atucucho, Quito, 2015.
Una cuestión relevante es saber por qué se ha incrementado la presencia de manifestaciones de la política no convencional en el marco de regímenes que dicen garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos, y ofrecen canales normados para vehicular demandas, elegir representantes y fiscalizar políticos. Sin duda, esto se relaciona tanto con la nueva mercantilización y comodificación del territorio como con la lentitud de respuesta y rigidez de los actores políticos tradicionales. Así, en Latinoamérica, las marchas, manifestaciones, piquetes, puebladas, cacerolazos, cortes de ruta, ocupaciones, sentadas y bloqueos se han generalizado. Pero muchas de estas formas de participar no son novedad. Desde la década de 1960 hasta hoy se ha prestado mucha atención a la “política en la calle”, que se ha hecho más compleja durante el último decenio. Antes, las movilizaciones se relacionaban básicamente con dos grandes temas: la lucha contra el autoritarismo y las demandas populares. Por el contrario, si bien estos dos temas aún están presentes hoy, la protesta ya no es patrimonio de ningún reclamo concreto ni de un colectivo en particular y se ha convertido en una forma de participación utilizada por todo tipo de grupos, sin importar su condición, y para todo tipo de temas.
Entre estas manifestaciones de política no convencional, los conflictos territoriales destacan por ser los que reciben mayor cobertura mediática y generan más tensiones políticas. La protesta y el enfrentamiento han sido muchas veces la vía por la que los ciudadanos han manifestado su descontento y su voluntad de desobedecer y enfrentarse a instituciones públicas y privadas cuando éstas han llevado a cabo acciones contra lo que muchos ciudadanos consideran sus derechos o su patrimonio medioambiental, así como para crear in situ nuevas formas de producción de bienes, espacios y autogestión.
A la vez, fenómenos de protesta, que hace unos años tenían sólo una lógica doméstica, hoy han adquirido una dimensión global, por las dinámicas de difusión y contagio que consolidan la emergencia de un patrón de comportamiento colectivo caracterizado por la espontaneidad y la amplificación de lo acontecido en tiempo real por medio de las redes sociales; la creación de redes autónomas que promueven la acción directa en el espacio urbano, que muchas veces se ocupa contra la voluntad de las autoridades; la apelación a la democracia como actividad participativa y deliberativa, y la reivindicación de los bienes comunes -commonalities-, más que de los servicios prestados por el Estado o el mercado.
Estos repertorios, disímiles en su alcance, fragmentados y vinculados con varios aspectos de la vida cotidiana, plantean también una nueva configuración del derecho a la ciudad. La voluntad de análisis de los repertorios de acción colectiva de los movimientos sociales y su evolución es crucial para entender y relacionar contextos y demandas, pues, como expone Charles Tilly (1978; 1992), el estudio de los cambios en el repertorio de acción de los movimientos es una vía excelente para explicar los significados de la lucha popular. Los repertorios son “un conjunto limitado de rutinas que son aprendidas, compartidas y ejercitadas mediante un proceso de selección relativamente deliberado” (Auyero, 2002: 188). Los repertorios de acción colectiva, también llamados repertorios de beligerancia, son fruto de convenciones y forman parte de la cultura pública de los colectivos activistas (Tilly, 1978). Este punto conecta con la voluntad de señalar que los procesos de transformación urbana han significado también una ventana de oportunidad utilizada por nuevos actores políticos para expresar y denunciar agravios; en este sentido, podría decirse que los procesos de transformación urbana neoliberal significan, en cierto modo, una estructura de oportunidades políticas en sí misma.
La prefiguración y el derecho a la ciudad
Los nuevos repertorios prefigurativos surgen como respuesta a procesos de urbanización neoliberal (Harvey, 2007) y se orientan a resolver -de forma material y física- problemas puntuales, singulares (Holloway, 2010). La conquista de espacios institucionales de poder no aparece como horizonte programático primordial; en todo caso, la ocupación de espacios de poder se plantea como un corolario de- rivado de experimentaciones y conquistas acumuladas. Las intervenciones se presentan como una instancia disruptiva, una interrupción en la forma de organizar y regular prácticas y espacios cotidianos, para instalar -en su reemplazo- formas más inclusivas, dinámicas y no comodificadas de hacer ciudad (Sitrin, 2014). Algunas son desplegadas por organizaciones sociales establecidas, con fuerte arraigo territorial; otras, por vecinos que crean tipos inéditos de asociacionismo para alterar patrones asentados de carencia y marginalidad. Las intervenciones buscan articular redes de solidaridad, extender un catálogo de posibilidades con resoluciones técnicas y construir una cadena de espacios de acceso libre, en los que se registren y proyecten saberes locales y proliferen formas de intercambio.
La emergencia de una política urbana, que no esté regida por las cadencias y secuencias inherentes a los instrumentos de planificación pública urbana, ha supuesto un nuevo ingrediente, más presentista y radical, en la lucha por la transformación del espacio local (Minuchin, 2016). La proyección del futuro como espacio y tiempo imaginado -horizonte utópico en el que se concretan las transformaciones- se disloca para instalar el presente y la experimentación como terreno y lenguaje de la acción política urbana. En esta nueva configuración del derecho a la ciudad se vislumbra una dispersión de la capacidad de agencia política: comunidades, asociaciones y movimientos recuperan la praxis como instancia constitutiva de la subjetividad urbana; el hacer, la construcción, la mediación material expanden los repertorios de la contestación y fuerzan una actualización del activismo urbano como práctica cotidiana. Esta recuperación de la capacidad para transformar y hacer supone una revisión y expansión de las lógicas de participación pasiva, como la que se despliega en la conformación de presupuestos participativos locales. Como señala Hernán Ouviña:
[C]on variadas iniciativas, miradas e inserciones en sus respectivos territorios, muchos de estos movimientos latinoamericanos comparten una vocación común por reinventar la praxis política, a través de la apelación a la horizontalidad, la solidaridad, la conciencia crítica y el despliegue de diversas acciones de auto-organización territorial (2013: 78).
La apropiación de este lenguaje práctico por parte de nuevos colectivos urbanos supone un pasaje y una transformación en los modos de pensar en el activismo urbano y la protesta. La consolidación de la prefiguración como práctica política proyecta una crítica doble sobre las interpretaciones normativo-burocráticas del derecho a la ciudad y expande el alcance y repertorio de la acción colectiva vinculada a asuntos territoriales. Por un lado, cuestiona la representación y mediación institucional como registro hegemónico para pensar en la formulación e implementación de políticas públicas urbanas. Por el otro, de manera simultánea, asocia el hacer y la praxis a la inscripción de espacialidades no estructuradas en torno a la lógica de la acumulación de capital, para privilegiar formas de inscribir circuitos en los que prime el valor de uso. El despliegue del repertorio tradicional, anclado en marchas, ocupaciones, paros y piquetes, se expande y reconfigura para encontrar en la materialización y la praxis un medio para actualizar el acto y los contenidos de la protesta, que ya no se organiza como demanda hacia el Estado, sino como acción directa en el presente.
Como concepto, la prefiguración tiene un fuerte arraigo en la tradición marxista y adquiere relevancia a finales de la década de 1960, al caracterizar las prácticas anarquistas y feministas que buscaban una transformación radical de la vida cotidiana; también fue retomada por el movimiento punk (Boggs, 1977; Maeckelbergh, 2011). Guiomar Rovira (2017) expone que uno de los aspectos más importantes del punk es que dice que no hay futuro. Esta premisa abre la puerta de un tipo de política más prefigurativa. La misma autora señala que desde esta perspectiva la política ya no es una cuestión de esperar, de soñar con utopías, sino de hacer aquí y ahora lo que se tenga que hacer, y hacerlo como se pueda y se quiera. Se trata de no esperar más instrucciones o autorizaciones para hacer las cosas. Ahí aparece la consigna de “hazlo tú mismo, con lo que tengas a la mano, y crea un ecosistema al margen”. Además, esta acción se presenta como algo transnacional: no está inscrito en lo nacional, sino en los espacios de las ciudades, en la creación de redes. Una comunidad de sentido extendida. Un movimiento global, con sus apropiaciones locales, que no pide permiso a nadie y construye una política, unas formas de cultura y de comunicación en las que cualquiera puede decir lo que quiere.
La prefiguración introduce una crítica a las teorías del cambio. La acción deja de orientarse hacia transformaciones radicales futuras, subordinadas a la conquista total de la burocracia estatal, y pasa a centrarse en el hacer cotidiano, en la alteración de las relaciones que regulan las prácticas de sociabilidad e intercambio, en los espacios en los que se negocian, arreglan y despliegan las identidades. En este sentido, existe un punto de contacto entre el interés mostrado por Lefebvre (2002) en delimitar la politicidad de los momentos cotidianos y la centralidad que adquiere la praxis dentro de posiciones prefigurativas.
Con la consolidación de redes de movimientos antiglobalización y antiausteirdad, la prefiguración vuelve a instalarse como eje de debate para las teorías de la acción colectiva (Yates, 2015). De las frágiles materialidades que ocuparon la Plaza del Sol el 15M en Madrid (Corsín, 2013) y el establecimiento de canales de ayuda para atender a los afectados por la crisis de las hipotecas en Barcelona, a las escenas de Oaxaca, su ocupación y la problematización sobre la producción de los saberes y el papel de las escuelas (Yates, 2015), los movimientos sociales ponen énfasis en la construcción de espacialidades en las que la autogestión y la descomodificación dejan de ser enunciados programáticos y pasan a ser experimentos del presente, que alteran la forma de concebir y practicar lo cotidiano, aunque sea de manera circunscrita y limitada en el tiempo. Como señala Maeckelbergh, “practicar una política prefigurativa supone remover la distinción temporal entre los desafíos del presente y los objetivos del futuro; plantea, en cambio, que los desafíos y los objetivos, lo real y lo ideal, se vuelvan uno en el presente” (2011: 4). La prefiguración como práctica política lleva a problematizar la instrumentalidad del discurso político y abre la posibilidad de inscribir una suerte de nueva alquimia en la que praxis y lenguaje sirvan para ampliar los márgenes de acción.
La reaparición de la prefiguración como práctica política hace hincapié en recuperar el momento constructivo como una dimensión constitutiva de expresiones autónomas y emancipatorias. Lejos de caer presas de las viejas imaginaciones modernistas que subordinaban procesos de cambio social a un determinismo espacial, las alianzas sociales que se tejen en torno a la prefiguración en la región utilizan la materialización y la espacialidad como prácticas y lenguajes a partir de los cuales pensar y experimentar lazos asociativos y productivos alternativos (McGuirk, 2014). La construcción, como dimensión central de una política prefigurativa, es parte de un nuevo repertorio de acción colectiva: un medio a partir del cual desplegar y articular, revisar y adecuar identidades locales, lógicas de pertenencia y modalidades organizativas. La prefiguración cuestiona la hegemonía de las agencias públicas para alterar la territorialidad cotidiana y problematiza la temporalidad de la acción política urbana (Harvey, 2000).
Desde la creación de espacios comunitarios, hasta la construcción de escuelas populares o infraestructuras básicas para emplazar mercados y regímenes de intercambio, la prefiguración, como práctica, requiere una instancia de invención físico-material. Éste es el caso, por ejemplo, de la Corriente Villera Independiente, que trabaja e interviene en una pluralidad de asentamientos en Buenos Aires desde 2012. El colectivo, conformado en su mayoría por vecinos, despliega lógicas autogestivas para producir soluciones infraestructurales de escala barrial: cloacas, centros comunitarios, cooperativas de agua y espacios de capacitación. El movimiento se articula alrededor de la diseminación de formas de autogobierno, busca “contribuir a la construcción de una agenda en común, que dinamice proyectos concretos en pos de democratizar la toma de decisiones en torno de los espacios públicos y comunitarios, sin dejar de construir y potenciar los embriones de poder popular en cada territorio donde se encuentran presentes” (L’Huillier y Ouviña, 2016: 75-76).
En Latinoamérica, el resurgimiento de la prefiguración como práctica política introduce una nueva lógica de alianzas entre actores y disciplinas. En oposición a la figura del activista que acompañó las experiencias militantes durante la etapa movimientista del derecho a la ciudad, cuando la posición subjetiva del militante estaba construida en torno a regímenes de pertenencia delimitados y cerrados, en la configuración prefigurativa del derecho a la ciudad vemos que los repertorios utilizados llevan a revisar el tipo de acción y actores relacionados con movimientos sociales urbanos. En este sentido, es interesante analizar cómo grupos y colectivos vinculados, por ejemplo, a la arquitectura social, cuestionan las lógicas de producción profesional -orientadas sobre todo hacia la comodificación del espacio- y trabajan sobre formas no mercantiles de pensar la generación y construcción de espacios comunitarios. El estudio Pico Colectivo, apoyado por la comisión presidencial del Movimiento por la Paz y la Vida de Venezuela, trabaja con profesionales y comunidades periféricas en el diseño, desarrollo y construcción de una batería de intervenciones públicas que busca diseminar una serie de infraestructuras de inclusión que garanticen la aparición, circulación y expresión de los que no tenían voz ni derechos. Aquí, el momento constructivo no aparece como un fin en sí mismo, sino como un medio para prefigurar una recomposición de lo público: una recuperación de lo común, en la que la capacidad de agencia política retorna a las comunidades y se inscriben zonas urbanas gobernadas por lógicas del valor de uso.
La materialización como manifestación prefigurativa actualiza la noción del derecho a la ciudad. Su significación se aleja del plano normativo para describir actos y manifestaciones performativas. Ahora bien, no toda manifestación de autosuficiencia o autoconstrucción constituye una expresión prefigurativa. En este sentido, como señala John Holloway, la mera condición de desposesión, la experimentación cotidiana de formas de explotación, no califica como una práctica de resistencia. La disrupción aparece en torno a los intersticios, “los cracks, espacios o momentos en donde rechazamos la autoridad externa y afirmamos el ‘acá y ahora mandamos’” (2010: 23). La prefiguración no debe pensarse como restringida a lo eventual: la experimentación no sólo opera sobre la inmediatez de una falta o una carencia, sino que se presenta, a su vez, como una forma de cuestionar el lenguaje y las tecnologías de gobierno imperantes. Es importante distinguir manifestaciones que en la literatura de estudios urbanos se denominan intervenciones tácticas -despliegues estético-populares que buscan interrumpir dinámicas cotidianas a partir de un evento puntal-, proyectos o tácticas prefigurativas. Estas últimas están dirigidas a suspender y reemplazar relaciones de poder y dinámicas de mercantilización. Si bien requieren un soporte infraestructural para llevarse a cabo, su finalidad no acaba en lo construido, sino en la radicalidad de los cambios propiciados a partir de las espacialidades creadas.
La prefiguración introduce una temporalidad que no está regulada por los ritmos institucionales, pero que puede proyectarse en escala a partir del establecimiento de redes asociativas y federaciones de grupos y colectivos sociales. En este sentido, las redes regionales de vivienda, como la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua, se pueden leer como articulaciones en escala de prácticas prefigurativas. La prefiguración urbana, como práctica central de un nuevo repertorio de acción colectiva, problematiza las formas delegativas de representación, expande las subjetividades involucradas en la transformación de espacios comunes y reconfigura el derecho a la ciudad a partir de la experimentación con espacialidades públicas no regidas por las lógicas del mercado.
Los contenidos de este número
En este volumen se han agrupado tres artículos y un testimonio que debaten los temas de la prefiguración, la movilización, el territorio y el gobierno local desde varias perspectivas. Los textos de Claudia Carolina Zamorano Villarreal y Guiomar Rovira Sancho se centran más en el análisis de experiencias prefigurativas. El artículo de Ismael Blanco y Richard Gomà, y el testimonio de Joan Subirats destacan la importancia que han cobrado tanto la movilización prefigurativa como la que articula demandas en la gobernanza local y la transformación de las agendas de las entidades locales. Cabe señalar que los textos tratan experiencias diversas en cuanto a tema y geografía, con casos latinoamericanos y españoles.
La sección “Saberes y razones” comienza con el artículo de Zamorano Villarreal, quien analiza los movimientos sociales urbanos actuales en la Ciudad de México. Distingue, por un lado, las experiencias prefigurativas acontecidas durante la última década en la megalópolis, y por el otro, las movilizaciones de las expresiones sociales más tradicionales y politizadas. Argumenta que si bien la Ciudad de México es un espacio en el que se registra gran cantidad de acción colectiva, ésta es mediada por lo general por formaciones partidarias que la encauzan y circunscriben en dinámicas políticas en las que lo institucional tiene gran peso. Con todo, señala la irrupción creciente de manifestaciones prefigurativas. En seguida, Rovira Sancho incide en el último tema del que habla Zamorano Villarreal: las manifestaciones prefigurativas vinculadas al activismo en red. Sobre este tema, analiza la red como forma mínima de organización, ideal normativo e infraestructura de comunicación que se ha convertido en el nuevo paradigma de la acción colectiva. Habla de las formas emergentes de la protesta propias de la era de internet, desde las redes activistas hasta las multitudes conectadas. Las primeras construyen la potencia de articulaciones políticas transnacionales heterogéneas, sin comando rector; las segundas, gracias a la extensión de la web 2.0, irrumpen en las ciudades y tejen constelaciones performativas que ponen en escena una sensibilidad feminista y hacker.
En otra lógica, más centrada en el gobierno local, Blanco y Gomà tratan las nuevas dinámicas de movilización urbana en España y sus impactos sobre las políticas locales. Para ellos, en este contexto, cabe analizar la gobernanza desde un enfoque de redes de metrópolis y la aceptación de que ha empezado una “nueva era” sociopolítica después de la crisis económica de 2008, en la que los partidos han perdido centralidad y los movimientos sociales han cobrado una nueva dimensión. El texto se enfoca en el análisis de las experiencias de los municipios catalanes de Barcelona y Manresa, en los que el movimiento social Plataforma de Afectados por la Hipoteca consiguió, con un repertorio transgresor y performativo, modificar la agenda y las políticas públicas de los gobiernos locales.
En la sección “Testimonios”, Joan Subirats, uno de los especialistas más connotados del análisis de políticas públicas de Iberoamérica, muestra cómo en las últimas décadas no puede comprenderse el mundo local sin tener en cuenta la incidencia e impacto de los movimientos sociales y la política de la protesta.