Introducción
En este artículo se habla de movimientos sociales urbanos (MSU) en la Ciudad de México, la capital del país que vio nacer movimientos como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el autonomista del pueblo de Cherán, Michocán, y el denunciativo #YoSoy132, que han inspirado a propios y extraños para desarrollar análisis y prácticas políticas innovadoras y contestatarias, cuyos protocolos podrían reconocerse como prefigurativos, es decir, movimientos sociales a los que no les interesa tomar el poder del Estado, sino construir un mundo diferente desde sus márgenes.
Con base en la importancia de estas nuevas formas de acción colectiva, las preguntas que guían este trabajo son: ¿acaso los MSU de la Ciudad de México están adoptando protocolos de acción con expresiones similares a las observadas por esos grandes movimientos? ¿Han formulado un proceso de actualización de sus agendas con esos nuevos principios globales?
Para entender mejor estas preguntas, es indispensable aclarar dos cuestiones. Por un lado, no considero MSU a todos los movimientos que surgen en espacios urbanos -por alimentación, educación, equidad de género, etc.-, sino en específico a aquellos que tienen una base territorial y no sólo buscan acceder a la ciudad y sus servicios, sino también incidir en las tomas de decisión que llevan a la producción de espacios urbanos en un sentido amplio (Lefebvre, 1991). Por eso, este texto se sitúa en una parcela particular del debate sobre los movimientos sociales y deja de lado las controversias clásicas sobre el tema.1 Por otro lado, en este trabajo lo prefigurativo no es un modelo acabado e integral que las agrupaciones se entallan como un vestido nuevo, es más bien un concepto analítico. Los elementos que lo caracterizan me permitirán explorar los protocolos de acción que están en mi campo de visión para entender los significados de sus luchas y transformaciones en este complejo principio del siglo XXI, marcado por el flujo de información global, la criminalización de la protesta y nuevos tipos de colusión Estado-capital.
En el primer apartado expondré algunas precisiones teórico-metodológicas en torno a la política prefigurativa y los MSU en México. En seguida, compararé los objetivos y protocolos de acción de dos tipos de grupo: los movimientos que emergieron a finales de la década de 1990 para defender un proyecto urbano propio o para detener una obra inmobiliaria determinada -construcciones que muchas veces forman parte de los llamados megaproyectos urbanos-, y las agrupaciones que nacieron entre los decenios de 1970 y 1980, con una línea ideológica de masas y en busca, sobre todo, de la satisfacción de sus necesidades de vivienda y la producción de entornos urbanos dignos.
Algunas de las conclusiones más relevantes a las que nos llevará este análisis son que, con independencia de que sus protocolos se acerquen a la política prefigurativa, una buena parte de los MSU de esta ciudad busca construir o arroparse en un marco legal que los respalde en el ejercicio de sus prácticas. Con ese objetivo, han llevado a cabo un sinfín de acciones y negociaciones con los gobiernos, lo que ha revelado la preeminencia de un activismo cívico encauzado al derecho. ¿Estas prácticas contradicen por completo la política prefigurativa?
Política prefigurativa en el México urbano: ¿Un objeto inexistente o velado por las perspectivas de análisis?
Como señalé, una de las características primordiales de los movimientos de acción prefigurativa es que no les interesa acceder al poder del Estado, objetivo que ha trazado el camino de una buena parte de los levantamientos sociales de izquierda del siglo XX. Más bien, estos grupos intentan construir un mundo diferente desde los márgenes del Estado (Alonso, 2010), por ello la defensa de su autonomía está por encima de todo. En este sentido, se les asocia al pensamiento anarquista y se pone en el centro de sus principios la micropolítica y la acción directa, muchas veces disruptiva (Yates, 2015). Se caracterizan también por hacer uso extensivo de las tecnologías de información y comunicación (TIC), que les conceden visibilidad, solidaridad y fuerza (Martí y Rovira, 2017).
Se designan como movimientos prefigurativos porque sus prácticas cotidianas prefiguran, anticipan o representan ya -en el aquí y el ahora- el tipo de sociedad a la que quieren llegar. Esto trae dos consecuencias importantes: que sus medios de lucha no deben entrar en contradicción con sus fines, y que tienden a “involucrar toda una serie de prácticas alternativas y/o adicionales a las actividades que se desarrollan en los grupos, como la organización horizontal y antijerárquica, la toma de decisiones por consenso, la acción directa, la práctica del hazlo tú mismo; proyectos autoorganizados y autosustentables, etcétera” (Poma y Gravante, 2016).
En Europa y Estados Unidos, éste ha sido un tema central en el estudio de los movimientos sociales alternativos y antisistémicos de las últimas dos décadas, por dos cuestiones. Primero, por la importancia de la actualización de los protocolos de acción que se generan en buena parte de acciones colectivas contestatarias, y segundo, por las transformaciones y retos que imponen tanto a los sistemas democráticos como a los modelos de análisis predominantes.2 Sin embargo, en la agenda mexicana, la noción de prefiguración ha sido muy poco movilizada para entender los movimientos sociales en general y menos aún los que tienen una base territorial en medios urbanos. En una búsqueda exhaustiva en la colección de revistas científicas de la Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal (Redalyc), encontré apenas unos diez artículos publicados en México que utilizan “prefiguración” como palabra clave. Salvo uno sobre el movimiento anarcopunk en Guadalajara y la Ciudad de México, desde un punto de vista etnográfico (Poma y Gravante, 2016), todos se refieren a movimientos en ámbitos rurales, relacionados en especial con movimientos autonomistas.
Sin embargo, un par de libros impresos en fechas recientes revela que el tema empieza a ganar importancia entre investigadores y activistas que se desplazan en redes de interés en comunicación constante. El primero se titula Los movimientos sociales desde la comunicación. Rupturas y genealogías, coordinado por Guiomar Rovira, Margarita Zires, Reyna Sánchez y Adriana López (2015), y se centra en las TIC como herramienta para la lucha política en las nuevas expresiones de acción colectiva. La Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) y el movimiento #YoSoy132 son dos de los ejemplos más acabados de lo prefigurativo. La compilación destaca las estrategias y protocolos de comunicación más importantes de estos movimientos, así como el papel de las TIC.
El segundo libro es México en movimientos. Resistencia y alternativas, coordinado por Geoffrey Pleyers y Manuel Garza (2017), quienes ofrecen un recorrido por unas 15 organizaciones de resistencia alternativa, por lo general antisistémicas, como la APPO, Cherán, los movimientos de indignación por los desaparecidos, los movimientos campesinos y ambientalistas, entre otros. Sin embargo, sólo uno de los trabajos se enfoca en la defensa del territorio en el contexto urbano. De nuevo, contiene una colaboración interesante de Alice Poma y Tommaso Gravante (2017), que estudia dos movimientos ambientalistas que luchan por evitar los impactos ecológicos de la expansión urbana en la Zona Metropolitana de Guadalajara.
Como vemos, los MSU de la Ciudad de México -insisto, como movimientos que reivindican su derecho, no sólo a vivir en la ciudad, sino también a incidir en la toma de decisiones que la transforman- no están presentes en los estudios de quienes han adoptado el concepto de política prefigurativa como herramienta de análisis o categoría. La pregunta, más bien de alcance epistemológico, es si este tipo de expresiones organizativas no sucede con frecuencia en la Ciudad de México o si las que existen se analizan bajo otras perspectivas, que no permiten revelar el carácter prefigurativo de sus prácticas. Las dos opciones tienen algo de verdad.
Por un lado, en la Ciudad de México existen movimientos sociales de base territorial que podrían considerarse prefigurativos y no lo han sido, por ejemplo, el Colectivo Zacahuitzco -zacate espinoso en náhuatl-, una cooperativa de producción y consumo compuesta por medio centenar de productores cercanos al Área Metropolitana de la Ciudad de México, sobre todo agrícolas, y un centenar de consumidores. Pelea por el derecho a la alimentación y tiene una expresión territorial clara en la periferia sur de la ciudad, donde está su espacio de producción agroecológica, y una tienda solidaria en un barrio central. Sus redes internacionales se insertan en especial en el Cono Sur y en algunas organizaciones no gubernamentales (ONG) europeas. Sus redes nacionales son vastas, sobresalen las que formaron parte de la Campaña Sin Maíz No Hay País y las que lograron introducir en la Constitución el derecho a la alimentación. No puede faltar el vínculo con el movimiento transnacional Greenpeace (Monachon, 2017).
Otro grupo de acción colectiva que no ha sido leído bajo el lente de la política prefigurativa, cuando sería oportuno, es el movimiento okupa Chanti Ollin -casa en movimiento en náhuatl-, constituido por un grupo de jóvenes, buena parte de origen indígena, que desde 2004 ocupó una casa en la esquina de las calles de Melchor Ocampo y Río Elba, cerca de Chapultepec. Subsistían con fondos propios y mantenían una intensa vida cultural -impartían talleres, hacían ciclos de cine, etc.- con un posicionamiento autonomista y a favor del movimiento zapatista. Antes de 2012, eran parte de la Red de Espacios Culturales Independientes y Alternativos (Recia), que se componía, al parecer, de una media docena de organizaciones de este tipo (Salvatierra, 2012: 48). Chanti Ollin, calificado como el grupo okupa más viejo de la Ciudad de México, fue expulsado de su casa en 2016, en un operativo imponente, con granaderos y helicópteros.
Ambos grupos de acción colectiva han atraído la atención de la academia y han sido objeto de tesis en antropología y comunicación, respectivamente. Sin embargo, ninguno de los análisis trata la cuestión desde la perspectiva de la política prefigurativa.
Por otro lado, existe una cantidad abrumante de MSU en la Ciudad de México que no responde a lo que los especialistas llaman política prefigurativa. Éste es el caso de las organizaciones que analizaré en este documento. Observaré ejemplos específicos de organizaciones civiles y movimientos de resistencia de nuevo cuño y de corte más clásico, con base en información colectada en varios escenarios de observación en los que he participado durante los últimos seis años. El principal fue una serie de Jornadas por el Derecho a la Ciudad a las que convocamos con Carmen Icazuriaga y Margarita Pérez Negrete, en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Ciudad de México, entre enero de 2012 y junio de 2013. En estos foros contamos con la participación de siete académicos, nueve activistas sociales, un representante de un organismo internacional y cuatro personas que se desplazan entre la academia y el activismo. El resultado fue el libro Por el derecho a la ciudad. Diálogos entre academia y movimientos sociales en la Ciudad de México, que recopila las intervenciones que se hicieron durante los eventos (Icazuriaga et al., 2017).
Si bien ésta es la base de la reflexión que nos ocupa, he complementado la información en otros momentos. Además de la investigación hemerográfica y bibliográfica, así como conversaciones informales, en 2016 asistí a los foros populares convocados por activistas del Movimiento Urbano Popular (MUP), durante las negociaciones de la Constitución de la Ciudad de México. Otros escenarios fueron las reuniones y asambleas establecidas por varias organizaciones populares después de los sismos de septiembre de 2017. Por último, entrevisté a otros activistas que no figuraron en las Jornadas por el Derecho a la Ciudad.
El ángulo con el que me acerqué al tema en un comienzo concede bastante importancia a la redacción y firma de la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad, resultado de un proceso de 15 años de negociación en el que participaron el MUP, varios académicos, ONG y algunos organismos internacionales. En julio de 2010, Marcelo Ebrard, entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México, firmó la Carta, que tendría una influencia importante en la redacción de la Constitución de la Ciudad de México. Estas expresiones se relacionan de manera firme con la idea del activismo encauzado al derecho.
Con esta alerta, revisaremos los protocolos de acción colectiva de la Ciudad de México en los albores del siglo XXI, contexto en el que se observan tres procesos que impactan en los MSU: los nuevos tipos de colusión entre capital inmobiliario y gobiernos locales -de izquierda-, la criminalización de la protesta social y los abundantes flujos de información sobre las nuevas expresiones de acción colectiva en el mundo.
MSU en la Ciudad de México: el derecho como sustento
Cuando me refiero a los MSU, no considero todas las acciones colectivas que tienen como escenario la ciudad, sino en específico aquellas que intentan participar en la toma de decisiones en torno a la ciudad que habitan. En la Ciudad de México se observan dos grandes fases de desarrollo de estos grupos. En la primera, algunos movimientos por el acceso a la tierra urbana y la vivienda empezaron a ganar fuerza desde mediados de la década de 1960 y se consolidaron después de los sismos de 1985. Durante estos años, no sólo presentaban demandas específicas de espacios habitables, sino que anteponían discursos políticos contestatarios, ligados en particular a las comunidades eclesiásticas de base y la línea de masas del maoísmo. Estos movimientos -a los que llamo MSU de corte clásico- crecieron, se eclipsaron y se reconfiguraron a partir de la década de 1990. En la segunda, la ciudad vio nacer otro tipo de acciones colectivas -a las que denomino MSU emergentes-, alejadas de las ideologías que sostenían a las primeras, más interclasistas y ajenas a partidos políticos, interesadas también en incidir en el proyecto de ciudad. Como veremos, sus prácticas se acercan a los movimientos prefigurativos, aunque el derecho aparece como un elemento central en sus agendas.
MSU emergentes: entre el derecho y las estructuras políticas de oportunidades
Para ilustrar las características y prácticas de lo que llamo MSU emergentes, me referiré a cuatro organizaciones: una que propone un proyecto alternativo de ciudad y tres creadas para evitar la construcción de grandes proyectos urbanos, en los que se revela la connivencia entre gobiernos y capitales. En todos los casos veremos el papel ambiguo que juegan las leyes y las instituciones en sus protocolos de acción.
En las Jornadas por el Derecho a la Ciudad participaron varios colectivos que, desde su fundación, plantean un proyecto alternativo de ciudad (Pérez,Icazuriaga y Zamorano, 2017). Aquí mencionaré el caso del colectivo Bicitekas, asociación civil constituida en 1997, cuyo objetivo es dar a la bicicleta un lugar seguro, protegido y aventajado entre los sistemas de transporte de las ciudades mexicanas, en especial en la capital del país. Entre sus principales logros está el establecimiento de una ciclopista, varios carriles confinados para la bicicleta y algunas modificaciones a la Ley de Movilidad de la Ciudad de México.3
Este colectivo tiene repertorios de acción, alianzas y estrategias que lo acercan a los llamados movimientos prefigurativos. Además de organizar conversatorios y asambleas en espacios privados y semipúblicos -cafés, salas de conferencias, etc.-, Bicitekas toma el espacio público como lugar de acción cotidiana y protesta. Con una lógica de células, hacen rodadas que sirven para ocupar la calle, entrenarse y formar a los nuevos integrantes. Cada determinado tiempo hacen manifestaciones y protestas públicas multitudinarias, siempre sobre ruedas, en las que portan disfraces coloridos o van desnudos con consignas pintadas en el cuerpo. Estas prácticas espectaculares llaman la atención de los medios de comunicación convencionales y de transeúntes, pero también tienen por objetivo invadir de manera llamativa las redes sociales, una de las estrategias principales de los movimientos prefigurativos (Rovira et al., 2015).
Asimismo, Bicitekas cuida un proceder cívico en su vida cotidiana. Por ejemplo, proponen y sostienen una serie de reglamentos que ayudan a preservar la vida en su rodar: el uso de casco y ropa luminosa o chalecos reflejantes, las buenas condiciones mecánicas de la bicicleta, la enseñanza continua entre sus miembros de los modos de comunicación con automovilistas y peatones, etcétera.
Este grupo hace uso intensivo de las redes sociales para reafirmar sus principios cívicos y políticos, y para denunciar situaciones de corrupción y arbitrariedad. Ejemplos hay muchos: la disputa de un ciclista que fue arroyado por un automovilista imprudente o las autoridades que emiten permisos para conducir un automóvil sin cuidar que el solicitante conozca el mínimo de reglas para la protección de peatones y ciclistas (Pineda, 2018). Sin embargo, estos principios también se observan en el proceder cotidiano. Los miembros del colectivo utilizan la bicicleta como medio de transporte así llueva, haga sol o sea de noche. “Pregonan con el ejemplo”, dice ante los medios de comunicación Ruth Pérez, una de sus activistas (Bicitekas, 2011).
De este modo, vemos que sus protocolos de acción se acercan, mucho, al tipo de movimientos que nos interesa. Sin embargo, Bicitekas no se adhiere a uno de los posicionamientos principales de estas organizaciones: su relación con el Estado poco a poco ha dejado de ser marginal. Por ejemplo, Areli Carreón, una de las fundadoras de la asociación, participó como suplente en la candidatura de una de las fórmulas que impulsó el Colectivo Independiente Tú Constituyente para lograr una posición en la Asamblea de Constituyentes de la Ciudad de México e intervenir, desde el plano legal, en la situación de los ciclistas en la ciudad. Además, Bicitekas logró incidir en la reforma del Reglamento de la Ley de Movilidad del Distrito Federal a favor de un fondo público de ayuda al ciclismo, así como en la asignación de espacios confinados e infraestructura.
Fuera de que sus protocolos de acción se acerquen a lo prefigurativo, se observa la tendencia a fiar al derecho parte del destino de la acción colectiva. Aunque de otra manera, esto se refleja en organizaciones que se forman para resistir a un proyecto inmobiliario determinado, más que para plantear una propuesta de ciudad. Son movimientos similares a Not in My Back Yard (NIMBY) -“no en mi patio trasero”- “organizaciones que emergen en una localidad (pueblo, barrio o comarca) en contra de las intervenciones exteriores, impulsadas por las administraciones públicas o empresas privadas y que los habitantes de la localidad las perciben como una amenaza a su bienestar o forma de vida” (Martí y Rovira, 2017: 284). Éste es el origen de los tres ejemplos que detallaré a continuación, aunque dos tuvieron la capacidad de trascender su condición de NIMBY y estructurarse como movimientos más estables.
En 2008, bajo la jefatura de gobierno de Marcelo Ebrard, se anunció la construcción de la Supervía Poniente, una especie de autopista privada de 10 km, ubicada al norponiente de la ciudad, que conectaría el nuevo centro de negocios Santa Fe con la Ciudad de México. La obra implicó el desalojo de una colonia popular de clase media y la destrucción de uno de los pocos bosques que quedaban en la urbe. Como respuesta, unos 300 vecinos afectados gestaron el Frente Amplio contra la Supervía Poniente, que contó con el apoyo de varios movimientos urbanos ecologistas, más de 100 ONG, académicos y asesores jurídicos.
El Frente demostró por varios medios la connivencia entre capital inmobiliario y poderes locales. Asimismo, obtuvo una recomendación de la Comisión de los Derechos Humanos del Distrito Federal que señalaba violaciones serias a los derechos fundamentales de los habitantes y ciudadanos en general. Sin embargo, en julio de 2012, después de haber firmado la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad, Ebrard mandó reprimir el Frente con granaderos, buldócers y albañiles de por medio (Barros, 2017). Después del desalojo, las obras continuaron. La primera sección fue inaugurada por Ebrard en octubre de 2012. La segunda etapa empezó a funcionar en junio de 2013, durante el régimen de Miguel Ángel Mancera, nuevo jefe de gobierno de la capital, surgido también de las filas del Partido de la Revolución Democrática (PRD).
No obstante, no podemos considerar que el Frente sea un ejemplo de NIMBY porque -a pesar de haber sido desalojada con violencia o quizá por eso- una buena parte de sus miembros está activo en la política y apoya a otros movimientos ambientalistas o de defensa de territorios urbanos.
Ahora retomaré dos agrupaciones más pequeñas, que también participaron en las Jornadas por el Derecho a la Ciudad, cuyos protocolos de acción, envites y destinos revelan la diversidad y complejidad de estas organizaciones. La asociación civil Vecinos del Parque Hundido estaba constituida por un grupo de jóvenes profesionistas de clase media que se enfrentó a la construcción de un edificio de 30 departamentos de lujo en el terreno del Parque Hundido, uno de los más importantes de la ciudad central. A decir de su vocero Héctor Rojas, el edificio ocuparía 1 200 m2, de los cuales 500 pertenecían al parque (Pérez, Icazuriaga y Zamorano, 2017). El otro grupo, Vecinos del Pueblo de Xoco, surgió en uno de los asentamientos originarios de la Ciudad de México que fueron absorbidos por el proceso de urbanización. A principios del siglo XXI obtuvo reconocimiento jurídico del gobierno del entonces Distrito Federal, lo que implicó, entre otras cosas, el respeto y apoyo a sus prácticas políticas tradicionales y la defensa de su territorio. Ubicado en las inmediaciones del muy valorado centro de Coyoacán, este pueblo ha sido asedia- do desde hace tiempo por la industria inmobiliaria. En 2009 empezó una fase de especulación exacerbada, con la construcción de la llamada Ciudad Mítikah, “el proyecto inmobiliario más grande de América Latina”, como anuncian los diarios nacionales (Hernández, 2017). Se trata de un conjunto de siete edificios de usos mixtos, con hospitales, bancos, centros comerciales, espacios de ocio y un estacionamiento para 25 000 autos (Pérez, Icazuriaga y Zamorano, 2017: 271).
Los retos que ambos movimientos enfrentaban eran muy dispares, pero quisiera señalar sus formas de lucha y los resultados para identificar el papel protagónico del derecho en sus prácticas y la puesta en juego de la estructura de oportunidades políticas del contexto (Tarrow, 1997), así como el peso de los compromisos económicos y políticos entre capital y gobiernos.
Cuando los habitantes de las inmediaciones del Parque Hundido descubrieron la construcción del edificio, su primera acción fue denunciar los hechos ante la delegación. Así se enteraron de que esta instancia había otorgado los permisos. El siguiente paso se encaminó al derecho, con una denuncia ante la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) y la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda (Seduvi) de la ciudad. No había resultados, pese a las evidencias de que los permisos eran apócrifos y no había estudios de impacto ambiental. Los vecinos empezaron a organizarse de otro modo. Hicieron juntas y asambleas regulares, fiestas y actividades familiares en el parque y sus alrededores, que llevarían al fortalecimiento de la comunidad. También impulsaron varias manifestaciones en la calle mediante mecanismos cívicos que detonarían la solidaridad y simpatía entre los vecinos y la población flotante:
Todas las protestas fueron pacíficas en ese entonces. Nunca antes habíamos cerrado una calle, como tuvimos que hacerlo después. Varias veces salimos con carteles, nos poníamos en los semáforos cuando estaban en alto, exponíamos nuestras protestas y nos hacíamos a un lado cuando se ponía el verde (Héctor Rojas, citado en Pérez,Icazuriaga y Zamorano, 2017: 276).
Después vinieron las tomas de calles. Lo que más ayudó a tener un final feliz, como lo llama Héctor Rojas, fue la presión que ejercía el movimiento en las redes sociales Facebook y Twitter. Según Rojas, “hacer ruido en contexto electoral” les permitió detener las obras y demoler la parte del edificio que ya estaba construida: “lo triste es que no fueron las vías legales las que suspendieron el proyecto, sino algo que parecía como un acto de buena voluntad del gobernador en turno, Marcelo Ebrard” (citado en Pérez, Icazuriaga y Zamorano, 2017: 276). Sí, el mismo que firmó la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad y mandó reprimir el movimiento contra la Supervía Poniente.
Por su parte, los Vecinos del Pueblo de Xoco siguieron casi los mismos pasos que los Vecinos del Parque Hundido: acudieron a las delegaciones, denunciaron la impostura de los permisos y los estudios de impacto ambental. También apelaron a su condición de pueblo originario y a la presencia de restos arqueológicos en los terrenos en los que se erigía el proyecto. Sin embargo, apenas lograron detener por un tiempo algunas fases de la obra. En junio de 2017, la constructora anunció triunfante la inauguración de la primera etapa en 2019: “la torre de departamentos, el centro comercial con 90 mil metros cuadrados rentables, la torre de oficinas que hemos denominado Churubusco con más de 62 mil metros. Junto con el centro comercial, viene una torre de consultorios con 10 mil metros cuadrados” (Gonzalo Robina, citado en Hernández, 2017).
El poco éxito del movimiento de Xoco tiene que ver con los intereses económicos y los compromisos políticos de los gobiernos con las constructoras de Ciudad Mítikah, pero también debemos considerar que las autoridades y las inmobiliarias -además de jugar con el cansancio colectivo, como denunciaron varias organizaciones en las Jornadas por el Derecho a la Ciudad (Icazuriaga et al., 2017)- propiciaron y aprovecharon la fragmentación entre los vecinos, que se percibían poco organizados en 2013.
Mientras los Vecinos del Parque Hundido están disgregados después de haber logrado su cometido, los de Xoco, que residen aún en el lugar, están muy unidos y articulados a otros movimientos sociales a gran escala, universidades y causas ambientalistas. Al lado de los activistas que se posicionaban contra la Supervía Poniente, su presencia en los medios es más importante y su voz se escucha con frecuencia en las manifestaciones contra otros proyectos inmobiliarios, como el movimiento vecinal que evitó la construcción del Corredor Cultural Chapultepec, que era en realidad un andador comercial en una de las zonas de mayor plusvalía de México. Éste es un movimiento interclasista, interesante en la medida en que sus prácticas disruptivas se acompañan de un ejército de vecinos que aprenden u ocupan su saber en el ámbito de la abogacía o el urbanismo para definir la ciudad en la que quieren vivir. Todas estas organizaciones de acción colectiva se presentan como apartidistas e interesadas en mantener su autonomía, lo que los liga a la idea de lo prefigurativo, a pesar de tener la mira puesta en el derecho como fuente de legitimidad y posibilidad de triunfo de sus demandas.
MSU de corte clásico: ¿Vino nuevo en viejos odres?
Además de estos movimientos emergentes, los escenarios de observación revelan otro tipo de activismo social, de corte más clásico, que encuentra sus raíces en los movimientos de línea de masas de las décadas de 1970 y 1980, cuyo postulado fundamental es tomar el poder del Estado para atender los reclamos populares. Nada parecería más opuesto a los principios de la política prefiguracionista. Sin embargo, el análisis puntual de estas organizaciones muestra modificaciones importantes en los protocolos de acción, que apuntan hacia un cambio de paradigma, incompleto y plagado de contradicciones, y por eso muy interesante.
El Movimiento Urbano Popular (MUP) es una de las principales organizaciones de este tipo en el país. Como critica Jerónimo Díaz (2014), algunos trabajos conducen a imaginarla como un ente monolítico y estable, cuando la realidad demuestra que es una maquinaria dinámica y compleja, en cuyo seno colectivos muy diversos pasan, se consolidan, crecen, se deslindan o sólo desaparecen.
Jaime Rello explicó que incluso el nombre del movimiento ha tenido variaciones que indican hitos en su historia. Entre 1980 y 1981, nació la Coordinadora Nacional de Movimientos Urbanos Populares (Conamup), cuyas principales sedes estaban en ciudades industriales del norte, que se extendieron con rapidez en todo el país (entrevista, Centro Histórico, Ciudad de México, 8 de abril de 2016). En 1991, la Coordinadora se desintegró en silencio y se formó el MUP, en la Ciudad de México, el cual trabajó al lado de los partidos de izquierda que consolidarían su poder en la capital desde 1997, con la llegada del PRD a la jefatura de gobierno. Sin embargo, hasta 2006 se hizo otro esfuerzo por reunir a las organizaciones populares del país en un frente único, que a mediados de 2008 se constituyó como el Movimiento Urbano Popular de la Convención Nacional Democrática (MUP-CND).4 Esto sucedió en un contexto poselectoral tenso, en el que Andrés Manuel López Obrador, entonces ex candidato presidencial por el PRD, denunció el fraude electoral que puso a Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional (PAN), en la presidencia (Díaz, 2014: 300 y ss).
En su trabajo de campo de 2011, Díaz (2014) identificó que el MUP-CND estaba compuesto por 17 organizaciones disímbolas en extremo. En cuanto a su presencia territorial, las agrupaciones eran locales o nacionales. Su fecha de creación variaba entre 1987, cuando se fundó la Unión Popular y Revolucionaria Emiliano Zapata (UPREZ), y 2007, cuando se unió El Barzón de la Ciudad de México. Si bien las cuestiones dominantes en sus ejes de trabajo eran la vivienda y los servicios urbanos, también comprendían las organizaciones de comerciantes, la cultura, los derechos humanos, la salud, la educación y la lucha contra las adicciones. Sus alianzas político-electorales se desenvolvían entre los tres partidos principales de la izquierda mexicana: el PRD, Movimiento Regeneración Nacional (Morena) y el Partido del Trabajo (PT).5 Sólo un par de organizaciones se anunció apartidista. En cuanto al tamaño, estaban desde la pequeña Sociedad Organizada en Lucha (SOL), que contaba con unas 100 familias, hasta la enorme UPREZ (Díaz, 2014: 308). Como su nombre lo indica, este agrupamiento es una unión de organizaciones con tallas y objetivos diversos, que en 2016 sumaban casi 100 (UPREZ, 2016: 29-34).
¿Cómo son esas organizaciones? Describiré tres, a partir de sus lógicas de fundación, bases y protocolos de acción. Esta pequeña muestra permitirá ver cómo la diversidad confluye en un activismo fundado en derechos, que a pesar de todo integra prácticas innovadoras, como las que promueve la política prefiguracionista.
En el MUP convergen varios movimientos indígenas que reclaman su derecho a vivir y trabajar con dignidad en la Ciudad de México. Su presencia ha aumentado desde 1994, cuando el neozapatismo en Chiapas visibilizó sus condiciones de marginación, incluso de los indígenas que residen de manera permanente en ciudades. El Grupo Otomí de la Zona Rosa es el primer caso que describiré. Es una asociación civil afiliada a la UPREZ, compuesta por unas 30 familias. Uno de sus representantes escribió un pequeño libro de testimonios, que forma parte de las memorias de la Unión: “justamente por ese tiempo [de la insurrección zapatista] estaban dando mucho de qué hablar los zapatistas (Chiapas). Eso nos motivó a organizarnos y seguir el ejemplo para defender nuestros derechos y acabar la marginación por parte del gobierno” (UPREZ, 2017: 61).
En 2015, el grupo obtuvo un nuevo edificio de interés social mediante un convenio complejo que reunía tres instituciones: el Instituto de Vivienda de la Ciudad de México (Invi), la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (Cenadepi), que, vale la pena señalarlo, recién en 2000 puso atención a las condiciones de vida de los indígenas residentes en ciudades. La hazaña no fue menor, como escribe con detalle Anna Perraudin:
Ellos ocuparon el terreno en 1994, la expropiación del mismo se obtuvo en 2000, pero su inmueble fue inaugurado hasta 2015 […]. Se perdieron varios años para establecer la arquitectura financiera adecuada entre las tres instituciones implicadas en la subvención del proyecto […]. En seguida se enfrentaron a una multitud de trámites de diferente orden (contactar a los arquitectos, vigilar que los propietarios estén al día en el pago del impuesto predial, obtener licencias y permisos) (2017: 15).
Así como este caso, otros han sido documentados por académicos y periodistas (Audefroy, 2005; Sandoval, 2005; Díaz, 2014; Aguado, 2017; Grajeda, 2004). Sin embargo, faltan muchos: “según los datos del Invi, si entre 2003 y 2015, alrededor de mil familias indígenas obtuvieron la propiedad de su vivienda, otras 762 están en la lista de espera y continúan viviendo en chozas de material perecedero edificadas en lotes baldíos o en inmuebles abandonados” (Perraudin, 2017: 2).
Al contrario de lo que pasa con ciertas organizaciones que desaparecen cuando alcanzan sus reivindicaciones, estos grupos se mantienen activos, en un proceso de aprendizaje continuo y con un compromiso político que se refleja al menos en tres ámbitos: a) el reclamo del espacio público como lugar de venta de sus artesanías; b) sus alianzas con otro tipo de organizaciones: “hemos participado en marchas del 19 de septiembre [1985] y 2 de octubre, también nos hemos solidarizado con el movimiento Yo Soy 132” (UPREZ, 2017: 61), y c) su colaboración en asesoría jurídica para otros grupos, por su experiencia en demandas similares. En este punto vale la pena mencionar que estas prácticas los ligan a una red amplia de organizaciones populares que ocupan terrenos o viviendas en ruinas, en varias colonias de la ciudad central, y resisten ahí hasta que logran una intervención del Invi, ya sea para reconstrucción o construcción de vivienda nueva. Pese a que este tipo de apropiación del suelo y las viviendas podría invitar a imaginarlos como una expresión local de los okupas, existen serias reservas:
Estamos muy lejos de los squats europeos asociados a un movimiento anarquista que rechaza la propiedad privada y, en los casos desafortunados, a las situaciones de extrema marginalidad. [Aquí] se trata en realidad de familias de trabajadores pobres o desclasados, instalados a veces por generaciones en esos espacios. Las “bases” del MUP no reivindican la muerte del capitalismo o el fin de la herencia que reproduce las injusticias sociales. Al contrario, se trata de defender la legitimidad histórica de habitar y de poseer una vivienda en completa legalidad (Díaz, 2014: 356).
El segundo caso que exhibe la heterogeneidad y los protocolos de acción de las organizaciones que pertenecen al MUP es Cuchilla Pantitlán 318. Creado en 2009, este grupo de 48 familias consiguió apoyo para construir un conjunto de departamentos subvencionados por el Invi. Su experiencia fue más corta y amable que la de los otomíes. Orquestado por la UPREZ, se observó un esfuerzo de horizontalidad en la organización de tareas y toma de decisiones, en el que regían las asambleas semanales. Se buscó un predio disponible, con servicios e infraestructura urbana adecuada, se hizo un estudio socioeconómico de los beneficiarios y se aprobó el diseño arquitectónico. En 2013, Estela, una cooperativista convencida del proyecto, relató emocionada:
Nunca pensé que en casas de interés social pudiera haber tanta belleza. Las que conozco son palomares bastante grises. Éste no. Éste era un conjunto de cinco edificios, con balcones, con paneles solares, con estacionamiento bajo suelo, con agricultura urbana, con lugares de convivencia e intercambio cultural, deportivo, artístico y de organización político-social (citada en Pérez, Icazuriaga y Zamorano, 2017: 279).
El proceso estuvo atravesado por un programa de formación política y social -conferencias, talleres y videos- que transmitía un discurso claro hacia el cooperativismo y la solidaridad. Funcionaba bajo la lógica de redes, lo que permite entender cómo circulan las ideas en estas latitudes. Por ejemplo, las nociones del “buen vivir” llegaron a oídos de Estela por las conferencias de David Choquehuanca, ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia. Estas redes globales también eran los canales de información por los que se transmitía la información concerniente al derecho a la ciudad y la Carta de la Ciudad de México:
Coincidimos plenamente en que es necesario ser parte, a nuestra manera, de este movimiento que busca garantizar el reconocimiento legal y la implementación de un nuevo derecho humano, que es el derecho a la ciudad. Suena muy apantallador y quimérico, pero es posible, el proyecto Cuchilla Pantitlán 318 es, o quiere ser, una materialización de estos planteamientos (Estela, citada en Pérez, Icazuriaga y Zamorano, 2017: 279).
En septiembre de 2017, cinco años después de este relato sostenido y siete años después de haberse integrado al movimiento, Estela sigue convencida de que las ideas vertidas en la Carta son viables y favorables para la población de bajos recursos de la ciudad: “la Carta fue de vida para nosotros”.6 Sin embargo, una sombra pesa demasiado. Durante todo el proyecto se planteó el dilema de si debían constituirse como propiedades privadas individuales o cooperativa, percibida esta última como “el camino más acorde para alcanzar un proyecto diferente de sociedad”.7 Sin embargo, desde el comienzo, varias personas rechazaron esta idea y la población se dividió. Estela relata que de las 48 familias cooperativistas que había al principio, sólo quedan 24. El desgaste social, los temores del cooperativismo y la búsqueda de una certeza jurídica de la vivienda han hecho su juego y segmentado la organización.
En estas dos agrupaciones, la vivienda está en el centro de la negociación, aunque se apunta a desarrollos más integrales que contemplan lugares para talleres culturales y recreativos. También existen organizaciones con perspectivas más amplias. Una de ellas es El Barzón de la Ciudad de México, surgido a finales de 1994 en zonas agrícolas del norte y centro del país, tras la crisis financiera que incrementó en 130% las tasas de interés bancario y llevó a la bancarrota a agricultores y ganaderos. El movimiento, cuyo nombre hace eco de una canción de Chava Flores que describe el sobreendeudamiento de los campesinos en las tiendas de raya, fue importado a las ciudades para atender a las clases medias, también sobreendeudadas por créditos hipotecarios. El Barzón logró rescatar carteras vencidas, liquidar deudas y hasta modificar el Código Civil mexicano (Bolos, 2006).
Hoy, en el ámbito nacional, el movimiento busca reactivar la economía del campo, y en la Ciudad de México ha logrado incursionar en los barrios populares mediante programas de mejoramiento barrial que contemplan espacios públicos; infraestructura social; servicios culturales; apoyo a fiestas patronales, como elementos identitarios, y cursos de capacitación, ciudadanía y ética, en los que priman discursos sobre la autonomía alimentaria y la equidad de género.
Para mantener cierta distancia con los partidos políticos, El Barzón negocia de manera directa con las delegaciones y el Gobierno de la Ciudad los recursos institucionales para lograr sus metas y ha establecido modelos de cooperación exitosos, como los llamados presupuestos participativos. En definitiva, mediante estos programas, ha ganado fuerza y se ha expandido más allá de las fronteras nacionales, en especial en Latinoamérica, donde ha sido emulado y recibido reconocimientos. El Barzón de la Ciudad de México ha tenido un papel protagónico en las movilizaciones que derivaron de los sismos de septiembre de 2017 contra el Plan Integral de Reconstrucción del gobierno que apunta al endeudamiento de los damnificados, en lugar de beneficiarlos con los fondos de reconstrucción conformados por dinero del Estado, donaciones nacionales e internacionales.
Sobre este fondo complejo que compone el MUP, hemos visto cómo tres organizaciones con bases, pasados y agendas disímiles han reivindicado su derecho a incidir en la toma de decisiones que conforman su entorno urbano en términos políticos y estructurales. La manifestación pública en la calle es, desde luego, un elemento indispensable en sus protocolos de acción, tanto como su participación en un entramado de redes locales, latinoamericanas y globales. Además de estos elementos, las instituciones también están en su campo de batalla, tanto para buscar recursos -lo que a ojos de muchos despierta la sospecha de participar en el arraigado sistema clientelar del país-, como para la institucionalización de derechos. Estas prácticas, fundadas en lo que podemos llamar un activismo basado en derechos, se articulan de modo pragmático con el discurso del derecho a la ciudad.
Sin embargo, con tantos años de trabajo y el flujo constante de agrupaciones del MUP que entran, salen o desaparecen, no podemos describir su posición y protocolos de acción en un solo trazo ni calificarlos como MSU clásicos. Trataré de explicarlo con el relato de una situación particular. En noviembre de 2017, en la presentación de un libro publicado por la UPREZ para celebrar sus 30 años de existencia, estábamos al micrófono Eduardo Muciño, fundador de la Unión, hoy diputado federal de Morena; Enrique Ortiz, representante de la Coalición Internacional del Hábitat, uno de los organismos internacionales con los que la UPREZ ha hecho varias alianzas, y yo, académica que ha acompañado el movimiento durante varios años. En un denso discurso, Muciño describió la corriente de línea de masas como el punto de partida y la estrategia de la Unión y defendió su vigencia. En ese sentido, el objetivo último de la UPREZ seguiría siendo alcanzar el poder del Estado. Más adelante, afirmó que la Unión, cuyo estandarte es Emiliano Zapata, no compartía los principios y estrategias de acción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que en esos días presentaba como candidata independiente a los comicios federales de 2018 a Marichuy Patricio Sánchez. Esta candidatura, más que pretender el poder estatal, ponía en la mesa de discusión electoral las cuestiones indígena y de la mujer. Tras la declaración de Muciño, una de las activistas y fundadoras de la UPREZ, que estaba entre el público, protestó de manera amistosa y afirmó lo contrario: “en la UPREZ sí estamos de acuerdo y nos mantenemos cercanos al movimiento zapatista”. Los aplausos llovieron.
Esta escena reveló con claridad que el movimiento está conformado por una diversidad de voces, posicionamientos, metas y protocolos de acción que coexisten en medio de la contradicción, lo enriquecen y renuevan constantemente. Así se presenta otro gradiente más fino de protocolos de acción entre estos movimientos, que pueden acercarse más o menos a algunas características de los movimientos prefiguracionistas. Sin embargo, el punto de inflexión permanente es la convicción de que la movilización del derecho es útil y deseable.
Conclusiones
En esta entrada al siglo XXI, en la que se tejen nuevas alianzas entre los Estados y los capitales locales y transnacionales, en la que se construyen nuevas formas de criminalización de la protesta y el desarrollo de las TIC ha permitido la rápida circula- ción de información y su apropiación creativa por parte de activistas sociales, las formas de acción colectiva se han diversificado. Una de las expresiones nuevas se manifiesta en lo que los especialistas llaman la acción colectiva prefigurativa, que concentra al menos cinco características: prefiguran, en el aquí y el ahora, el modelo de sociedad al que aspiran; sus medios no deben contradecir sus fines; las TIC son la base de su comunicación; tienen modos de expresión disruptivos, y no buscan ocupar el poder institucional, más bien intentan cambiar el mundo desde los márgenes.
A lo largo de este trabajo constatamos que muy pocos MSU, vistos como formas de acción colectiva que intentan incidir en el proyecto de ciudad, adoptan con plenitud los principios prefigurativos en sus protocolos de acción y los que parecen hacerlo son invisibilizados como movimientos prefigurativos. Varias pistas nos ayudarán a explicar esto; por ejemplo, las perspectivas de análisis imperantes en el país y los vínculos de los MSU con proyectos políticos a mediano y largo plazo, que se afianzaron desde la llegada del PRD al gobierno de la ciudad a finales de la década de 1990.
En contraste con esta invisibilización relativa, tanto los campos de observación a los que tuve acceso, como la bibliografía mexicana sobre MSU, denota un abanico amplio de expresiones de acción colectiva que, por una razón u otra, no entendemos como prefigurativo. En los casos que aquí se expusieron, la cuestión del uso de las TIC va en un gradiente de más a menos, desde Bicitekas, los ambientalistas y los NIMBY, hasta las organizaciones que integran el MUP, que si bien utilizan las redes y han hecho un esfuerzo por acercarse a las TIC, su presencia es más evidente en las calles y los foros populares.
Por su parte, en la cuestión de la perspectiva hacia el futuro -la prefiguración en sí- se refleja un gradiente similar. Bicitekas “pregona con el ejemplo” y usa a diario la bicicleta en sus traslados, a pesar de que las condiciones de infraestructura y la educación vial de los automovilistas “aquí y ahora” no lo facilitan nada. Establecen células pequeñas para funcionar con más agilidad, siguen formas democráticas de organización interna, buscan la igualdad entre géneros, tienen expresiones disruptivas y abrazan consignas de otras luchas sociales locales y globales, en particular las de los ambientalistas.
En el otro extremo de la escala, en el MUP, que puede calificarse como movimiento viejo, las inercias de años no han impedido un reclamo de igualdad de género ni la democratización en la toma de decisiones y formas de representación (Combes, 1999). Sin embargo, debido al flujo constante de agrupaciones y su diversidad, no podemos dibujar sus posiciones y protocolos de acción. No obstante, la descripción invita a pensar en el MUP como un contenedor activo y en renovación constante de agrupaciones de acción colectiva. Nuevos vinos en viejos odres, cuyos rasgos comunes serían el intraclasismo entre grupos populares y la confianza en el derecho como vía para alcanzar sus objetivos.
En esta línea de pensamiento, podemos decir que todas estas organizaciones, de un modo u otro, movilizan el derecho como herramienta de lucha y esto impone una distancia con la política prefigurativa. Los ambientalistas y los NIMBY tratan de apelar a la ley para suspender las obras que afectan su entorno, aunque al final resulte poco eficaz y recurran a la estructura de oportunidades políticas de sus respectivos contextos. Bicitekas logró incidir en la Ley de Movilidad para favorecer a los ciclistas urbanos. Los integrantes de la UPREZ consiguieron institucionalizar la Carta por el Derecho a la Ciudad e intervinieron en la redacción de la nueva Constitución de la Ciudad de México.
De este modo, la mediación política está muy presente en los movimientos de viejo cuño, pero también en esta agrupación alternativa de jóvenes que busca establecer la bicicleta como un medio de transporte privilegiado en la ciudad. Pese a este escenario, que parece desdibujar la existencia de una política prefigurativa en la Ciudad de México, los MSU que se han analizado aquí permiten descubrir innovaciones tanto en repertorios de acción como en construcción de redes y estrategias comunicativas. De ahí la importancia de no considerar lo prefigurativo un modelo acabado e integral, sino una serie de apuestas y procesos heterogéneos que llevan a cambios incompletos y contradictorios.
Por último, esto permite ver que la tendencia a encauzar el activismo social hacia las negociaciones basadas en el derecho puede ser una de las razones centrales por las cuales las expresiones prefigurativas no se observan tanto entre los movimientos sociales que tratan de incidir en el destino de la Ciudad de México. Esto no revela una cierta inocencia de los movimientos ni algo que pueda apelar sólo a la tradición clientelar establecida por el régimen del Partido Revolucionario Institucional. Como demuestran Rodrigo Meneses (2010), en el caso de los vendedores ambulantes, y Antonio Azuela y Soledad Cruz (1989), con los asentamientos espontáneos, la movilización del derecho habla de la capacidad de ver la ley como campo de acción contrahegemónica y el comienzo de la relación y el cuestionamiento para la negociación y la resistencia. La mayoría de los movimientos tiene claro que, con la movilización del derecho en estos contextos, se enfrenta a situaciones similares a las de la lucha libre, en un juego de llaves y contrallaves:8 una vez que se logra una ley a favor de sus reivindicaciones, los capitales o los gobiernos pondrán en marcha otros mecanismos o leyes que minen su acceso al derecho obtenido. Entonces habrá que movilizarse de otra forma, inventar una llave nueva, pero el derecho casi siempre parece una buena herramienta.