Mitla. Su desarrollo cultural e importancia regional nos acerca a uno de los sitios arqueológicos más importantes del Sur de México, no sólo por sus maravillosas formas arquitectónicas sino también porque ahí, así como en Teotihuacán, comenzó la labor arqueológica en México. Por si eso fuera poco, el lector se encontrará con el dato sorprendente de que en su territorio se domesticó la calabaza hace varios siglos, cientos de años antes que el maíz. La arqueóloga y antropóloga Nelly M. Robles García, con una trayectoria amplia en el trabajo de rescate y conservación del patrimonio arqueológico de Oaxaca, sobre todo en Mitla, donde estuvo a cargo del Proyecto de Conservación en la década de 1980, relata la historia de la ciudad prehispánica y su relación con los alrededores. Robles García presenta un enfoque de análisis distinto al de los arqueólogos que excavaron grandes ciudades del periodo Clásico, como Monte Albán y Teotihuacán. Con el fin de explicar su funcionamiento, estos especialistas plantearon una dinámica de centro y periferia en la que esas ciudades, en tanto capitales de Estados con una organización centralista, controlaron poblaciones más pequeñas y de carácter rural. Robles García sigue las interpretaciones de otros estudiosos respecto de la interacción de varios conjuntos arquitectónicos de manufactura zapoteca en el área de Mitla, en particular en la propia Mitla y Yagul, “al lado de extensas áreas agrícolas, bélicas y rituales” (pp. 106-107). Coincido con la autora en que este enfoque permite “visualizar esta región durante el periodo Posclásico como un sistema cultural política y económicamente integrado” de gran relevancia (p. 107).
Cabe decir que el libro forma parte de la serie Ciudades, de la colección del Fideicomiso Historia de la Américas, coordinado por Alicia Chávez Hernández y Eduardo Matos Moctezuma, quienes hacen la presentación del texto y explican los motivos de la selección de las urbes: Tenochtitlán, Teotihuacán, Monte Albán, Paquimé, El Tajín, Tzintzuntzan, Tula, Chichen Itzá y Palenque. Señalan que Mitla, Lyobaá en zapoteco, fue elegida por ser “punto de unión de diversas regiones” (p. 10). En el mismo sentido, Robles García apunta en la introducción que además de su ubicación regional privilegiada, el territorio de Mitla cuenta con antecedentes culturales que datan de los primeros asentamientos humanos en Mesoamérica. En los primeros capítulos describe los aspectos físicos de la región y retoma los estudios del arqueólogo Kent Flannery y su grupo de trabajo sobre la época prehistórica. Robles narra que en las exploraciones de las cuevas de Mitla y Yagul, entre 1960 y 1980, se encontraron restos de semillas, hojas, fibras, hueso y herramientas de grupos nómadas.
La autora destaca cómo el análisis y datación de esos hallazgos mostraron que hace 10 000 años se efectuaron experimentos del cultivo de calabaza -Cucúrbita pepo- en la zona. Poco después, en 1983, gracias a una nueva técnica llamada accelerator mass sprectrometry, se fecharon con más exactitud muestras de semilla de calabaza. El resultado de los análisis permitió concluir que la calabaza fue domesticada en Oaxaca entre 8035 y 7920 a. C. Este cultivo antecedió 4 000 años al del maíz y el frijol. Como recalca la autora, esta datación es un marcador evolutivo de la transición en el continente americano de una economía de cazadores y recolectores a una organización socioeconómica basada en una agricultura incipiente. Este descubrimiento y otros, como la existencia de numerosas pinturas rupestres y bajorrelieves, petroglifos y objetos materiales, condujo a que las cuevas de Mitla y Yagul fueran declaradas patrimonio de la humanidad en 2010 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). Es importante señalar que la zona protegida abarca casi 5 000 ha, que forman parte de las tierras del actual pueblo de Mitla y asentamientos circunvecinos, como Unión Zapata, Díaz Ordaz y Tlacolula. Cabe preguntarse de qué forma respondieron los habitantes de esas localidades a la declaratoria de la UNESCO. ¿El impacto fue positivo o negativo? En su página de internet, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), en un boletín del 2 de agosto de 2015, informa que en 2012 se establecieron tres centros interpretativos en Unión Zapata, Villa Díaz Ordaz y San Pablo Villa de Mitla. Indica que en ellos se transmite el “proceso evolutivo e histórico, en el que el desarrollo humano guarda una relación simbiótica con la biodiversidad de la región” (INAH, 2015). Queda la curiosidad por saber si estos centros de interpretación han influido en la educación de los niños y si en efecto la población local participa en la conservación de la evidencia prehistórica.
En un apartado breve, Robles García habla de la etapa de las aldeas en Mitla, en el periodo que va de 1500 a 500 a. C. Al respecto, se relatan los hallazgos de los arqueólogos Stephen Kowalewski y Marcus Winter. Según los restos encontrados en la aldea de Mitla, observamos una población reducida y autosuficiente, sustentada principalmente por el cultivo del maíz. Para entonces, las investigaciones señalan poca “evidencia de diferenciación social” (p. 30). Por otro lado, el descubrimiento de figurillas femeninas ofrendadas en terrenos de siembra indica un florecimiento de rituales asociados a la fertilidad humana y de la tierra. Estos detalles recuerdan los planteamientos de estudiosos de la prehistoria que refieren la predominancia del culto a diosas y de liderazgos femeninos en islas del Mediterráneo y otros territorios del Norte de África y Asia menor (Rodríguez, 2000). Robles García concluye que, aunque la sociedad no era igualitaria por completo, en esa etapa los aldeanos vivían en armonía entre sí y en relación con la naturaleza.
Al seguir la línea del tiempo, en dos apartados se explica la relación entre Mitla y Monte Albán durante el periodo Clásico, que constituye el ejemplo más temprano de organización estatal de América. La gran urbe sometió al pago de tributo a las aldeas de los valles de Oaxaca, cuya organización era más sencilla, durante casi 13 siglos. Por consiguiente, en la época clásica no había sitios fuera del control de Monte Albán en los valles centrales oaxaqueños. En ese contexto, Mitla fue un asentamiento que no destacó sino hasta el Posclásico. Robles García plantea que la caída de Monte Albán marcó una reorganización socioeconómica de la región. Así, una vez abandonada la gran ciudad, alrededor de 750 d. C., se estableció una serie de cacicazgos o pequeños reinos que fundaron asentamientos de menor tamaño. Según se indica en el texto, esta nueva configuración política ha sido llamada la etapa de ciudades-Estado y corresponde al periodo Posclásico, de 900 a 1521 d. C. Esta fase se divide en dos periodos, uno temprano, de 900 a 1300 d. C., y otro tardío, de 1300 a 1521 d. C., con mucha información arqueológica y documentación histórica. Robles García llama la atención sobre lo “poco comprendida” (p. 36) que ha sido la primera etapa respecto de la segunda en Mitla, sin embargo, no explica por qué.
En cambio, señala que gracias al intenso trabajo arqueológico de numerosos especialistas desde 1958 hasta años recientes se concluyó que el valle de Tlacolula, en el cual se ubica Mitla, fue la zona en la que se desarrollaron los asentamientos más importantes del Posclásico tardío. Esto se explica por la importancia de la ruta comercial hacia las tierras del Istmo de Tehuantepec y Chiapas, que corría por el sector este del valle de Oaxaca. De ahí que destacaran poblaciones como Macuilxóchitl, Yagul, Lambityeco, Matatlán, Mitla, Xaagá y El Palmillo, situadas a lo largo del camino a las tierras del Istmo. De todas ellas, Mitla fue el sitio que más se desarrolló, por su localización. Al estar en el punto de acceso al valle de Oaxaca, tenía la capacidad de controlar no sólo el paso de la ruta que conectaba con las tierras bajas del Istmo, sino también los caminos por los que bajaban al valle grupos de zapotecos y mixes provenientes de la Sierra Norte. Cabe apuntar que las vías de comunicación posteriores y las rutas comerciales coloniales se asentaron sobre las prehispánicas, lo que implicó la pervivencia de flujos mercantiles y culturales, algunos de los cuales siguen vigentes hasta nuestros días.
La trascendencia de Mitla en el ámbito comercial se reflejó en la importancia de su mercado, el cual decayó en la época colonial al ser trasladado por los españoles al pueblo de Tlacolula. No obstante, Robles García se ocupa de señalar que aún quedan huellas de la trascendencia regional del papel de Mitla como centro mercantil. Menciona que mercaderes de varias localidades del valle de Oaxaca y la Mixteca todavía se reúnen los primeros días de octubre. Los comerciantes llegan para intercambiar sus productos y “visitar y ofrendar las tumbas arqueológicas, como remembranza ritual de la importancia del sitio” (p. 49). Destaca el mapa de rutas de comercio retomado del estudio de Elsie Parsons, publicado en 1936, en el que se aprecia con claridad la posición estratégica de Mitla en el entramado comercial oaxaqueño. El mapa se elaboró a partir de información recopilada a principios del siglo XX. Este caso demuestra la utilidad de combinar fuentes y herramientas de varias disciplinas, como la etnografía, la historia, la arqueología, entre otras, para el estudio del patrimonio cultural de Oaxaca.
Llegamos a los capítulos centrales, en los que Robles García argumenta y detalla el esplendor de Mitla durante el Posclásico tardío. En este periodo, la población alcanzó los 23 000 habitantes, cantidad similar a la que tenía en 1980, superada sólo por Macuilxóchitl. Se describen los conjuntos monumentales con plataformas y edificios de lo que fuera el centro urbano de la ciudad prehispánica: la Iglesia, las Columnas, el Calvario, el Arroyo y el Grupo del Sur. Se identifican dos propuestas arquitectónicas, una que sigue el modelo de Monte Albán y otra con un estilo propio de la región de Mitla. Los conjuntos Calvario y Sur pertenecen al primer estilo, que está compuesto por una plaza cuadrangular rodeada de cuatro montículos y un adoratorio cuadrangular en el centro. Los grupos restantes muestran el estilo de la región de Mitla y Yagul: “están conformados por palacios cuyo centro son patios cuadrangulares, en los que se desarrollaron habitaciones largas formando flancos” (p. 54). Así, este estilo “barroquizó” los detalles arquitectónicos instaurados en Monte Albán, en particular los tableros, que en Mitla se hicieron dobles y se rellenaron de grecas.
En este punto, se destaca la importancia de la especialización del trabajo de la piedra. Más que ser puramente artesanal o de perfeccionamiento de la técnica del tallado pétreo, implicó además conocimiento de la geometría, la composición y localización de las canteras. También es relevante indicar la existencia de fortalezas ubicadas en los cerros de los alrededores de Mitla, en las que se conservan yacimientos de muros defensivos y sistemas de terrazas dedicadas al cultivo. Llama la atención que el desarrollo artístico sucedió al mismo tiempo en que la ciudad estuvo inserta en un contexto de conflictos bélicos constantes con reinos o señoríos vecinos.
En el apartado “Interpretaciones del asentamiento Posclásico”, se hace un repaso de los planteamientos de arqueólogos e interesados en el aspecto urbano de Mitla. Destacan los aportes de John Paddock, basados en el análisis de la cerámica, quien caracterizó a Mitla como parte de un sistema regional en la época de Monte Albán V, correspondiente al Posclásico tardío. En la década de 1980 hubo otras contribuciones de Kent Flannery y Joyce Marcus, a partir de “los principios de la ecología humana”, que definieron los sectores que abarcaba el asentamiento de Mitla: un sector urbano de conjuntos monumentales; otro suburbano integrado por áreas de casas dispersas, pero vinculadas a montículos alrededor de patios, y un sector rural compuesto por canteras, talleres de trabajo en sílex y obsidiana, ofrendas en cuevas, rocas y fortalezas. Robles García menciona que Flannery y Marcus plantearon también un área de influencia de Mitla que llegaba no sólo a Yagul sino también a Xagaa y Guirún, sitios en los que se encontraron tumbas similares a las de Mitla. Todo esto ha llevado a proponer la interpretación de que Mitla y sus alrededores fueron un sistema regional “que no se puede simplificar sobre bases conceptuales de presencia o ausencia de arquitectura monumental” (p. 85). Este planteamiento es importante, pues como simple visitante de la zona arqueológica es difícil percibir esta idea, sobre todo si no se conoce el resto de los sitios cercanos.
En los últimos capítulos, Robles García relata lo ocurrido en Mitla desde la llegada de los españoles hasta el siglo XX. Respecto de la Conquista, explica la transformación del asentamiento prehispánico en un pueblo colonial. Resalta la manera en la que se desdibujaron las fronteras entre el centro urbano y los suburbios, y la población se congregó en torno al templo católico construido encima y con los materiales de uno de los palacios prehispánicos. Señala que hay evidencia de que Mitla ya no estaba en su apogeo a la llegada de los españoles. Las razones de su decaimiento no son claras. A partir del hallazgo de restos humanos en tumbas de la zona que muestran la salud precaria de sus habitantes, Robles García supone que la decadencia se relacionó con la vulnerabilidad física de su población. En este punto surge otra pregunta: ¿qué sucedió durante el periodo colonial en Mitla? Aunque en los dos últimos capítulos se hace un esfuerzo por brindar información, es algo pendiente por investigar en las fuentes de archivo.
En uno de los apartados finales encontramos algunos aspectos que merecen discutirse. En primer término, es necesario matizar la aseveración de que los españoles “hicieron todo lo que estuvo a su alcance para que la población indígena olvidara su pasado” (p. 115). Considero que esto sucedió sobre todo en el ámbito religioso, en los demás se actuó según la conveniencia. En varias regiones de Oaxaca se permitió la existencia de cacicazgos y señoríos hasta bien entrado el siglo XVIII (Menegus, 2009). Por otro lado, se afirma que el sistema de cargos, parte integral del denominado gobierno de usos y costumbres ejercido en la actualidad por numerosos pueblos oaxaqueños, es “de indiscutible raíz prehispánica” (p. 116). Al respecto, hay un largo debate entre antropólogos e historiadores (Korsbaeck, 1995). Para aclarar el punto en esta reseña bien vale retomar a Andrés Medina, citado por Carlos y Emiliano Zolla: “los sistemas de cargos son el resultado de la conjunción y síntesis del cristianismo medieval, que nos trajeron colonos y conquistadores españoles, con las diversas expresiones religiosas de los pueblos mesoamericanos” (2004: 90-91).
Antes de llegar a las conclusiones, Robles García presenta un amplio capítulo dedicado a los orígenes de la arqueología en Mitla, en el que encontramos referencias y descripciones de viajeros y cronistas desde el siglo XVI hasta el XIX. Destacan los dibujos de Guillaume Dupaix y de Eduard Mühlep- fordt de la primera mitad del siglo XIX y las fotos de Desiré Charnay, tomadas entre 1862 y 1863. Esos registros dejan constancia del interés que hubo desde la época colonial por visitar los restos de Mitla. A principios del siglo XX, Leopoldo Batres tomó el encargo de rescatar la ciudad prehispánica. Como relata Robles García, vista en perspectiva, su actuación como agente del gobierno porfirista y arqueólogo es muy polémica. Batres ha sido criticado no sólo por sus interpretaciones del sitio al vincularlo a la cultura tolteca, sino también por hacer exploraciones destructivas “y no sistemáticas” (p. 149). Se le ha señalado por haber tratado con desprecio a los habitantes zapotecos del pueblo de Mitla. Sin embargo, Robles García indica que, de no haber sido por su intervención, los restos se hubieran deteriorado aún más y hubiera sido más difícil su rescate y conservación.
Esta reflexión es parte de la polémica en la que a menudo se ven envueltos los arqueólogos en muchas partes del mundo. Su relación con la población que habita cerca de los sitios arqueológicos ha sido tensa en múltiples ocasiones, en especial cuando los yacimientos se encuentran dentro de los pueblos. Los habitantes no siempre ven con buenos ojos la apertura o extensión de las excavaciones, en particular cuando perciben que no obtienen nada de los recursos invertidos en su consolidación ni de las ganancias por la entrada de los visitantes. Hay que reconocer que en zonas arqueológicas como la de Atzompa, abierta al público en los últimos años, el INAH se ha preocupado por involucrar a la gente de la localidad al permitir la administración comunal del museo de sitio. Sería interesante conocer la experiencia de Robles García con la población local como directora de las excavaciones de Mitla en la década de 1980.
Por otro lado, al hacer un recuento de los personajes que se interesaron por Mitla y dejaron constancia de ello, llama la atención la red de coleccionistas que se formó en torno al sitio arqueológico. También es de notar cómo ellos mismos promovían la falsificación de piezas. ¿Cuáles eran sus razones para actuar así? ¿Era un entretenimiento o un negocio comprar y luego hacer reproducciones? Son temas para futuras investigaciones. Por último, quiero señalar algunos aspectos generales del libro, como su formato, que incluye mapas e imágenes de muy buena calidad. Sin duda, servirá para que tanto el público en general como el especializado se acerquen a la historia de Mitla. Respecto a la bibliografía, es inevitable señalar la falta de traducciones al español de numerosos textos en inglés sobre la arqueología de Oaxaca editados de 1990 a la fecha. Es una pena que no estén al alcance de la mayoría de la población mexicana.