Introducción
Desde un punto de vista histórico, los riesgos o contingencias han afectado a la humanidad, lo que ha influido en la creación de diversas protecciones; sin embargo, algunos riesgos siguen vigentes: la enfermedad, la vejez, la escasez de recursos para sobrevivir.
Por tal motivo, Muñoz de Bustillo (2019:25) ha argumentado que las protecciones tienen dos características particulares: la redistribución y el aseguramiento concretado como reciprocidad y solidaridad practicada por comunidades, familias, cooperativas, asociaciones de crédito y ahorro, sin intervención del Estado ni del mercado.
En este caso, el debilitamiento del sistema de protecciones mediante las organizaciones sociales fue resultado de la consolidación de la economía de mercado, articulada al capitalismo industrial en el siglo XIX.
Pero en la década de 1930 la crisis económica mundial del capitalismo permitió el nacimiento de una nueva interpretación crítica sobre el papel del libre mercado en la distribución del bienestar, basada en las ideas del economista inglés John Maynard Keynes, ante el surgimiento previo de mecanismos sociales alternativos de distribución, impulsados por el triunfo de la Revolución Rusa.
En este contexto, el Estado de bienestar estableció la protección social mediante políticas públicas que se dirigieron hacia sus ciudadanos que padecían el riesgo del desempleo, enfermedad, discapacidad, jubilación o carencia de ingresos.
Por ello, sin hacer historia, el Estado de bienestar en las sociedades capitalistas europeas buscó cumplir con el objetivo general del pleno empleo, lo que significó atender los riesgos originados por la relación capital-trabajo (Muñoz de Bustillo, 2019: 56).
Por su parte, la función social del Estado se identificó con la protección del empleo mediante un sistema de bienestar; sin embargo, a raíz de la crisis económica de 1970 en Europa Occidental, se instauró la política económica neoliberal, creando una desigualdad social derivada de un proceso de separación de las protecciones sociales, identificadas como derechos sociales, del trabajo salariado. Por eso, según Castel (2004) la importancia del trabajo asalariado radicó en las protecciones sociales administradas por el Estado de bienestar.
Por ello la llamada cuestión social significaba estudiar la solidaridad como integración social realizada a través del trabajo asalariado (Castel, 2004: 29). Y las desigualdades sociales fueron visualizadas, desde esa perspectiva, es decir, como diferencias entre las diferentes categorías de trabajadores, lo que podría generar conflictos sociales.
Desde el punto de vista de Claus Offe (1984), el capitalismo favoreció la generalización del trabajo asalariado, lo que transformó posteriormente a la sociedad europea en una sociedad del trabajo, pero articulada al sistema de bienestar estatal.
La integración social realizada mediante el trabajo asalariado permitió estudiar la desigualdad social como un conflicto social que afectó la cohesión social, lo que podría manifestarse como violencia, la cual sería atribuida a las instituciones estatales, sobre todo cuando no garantizaban los derechos sociales a determinados individuos o grupos, convirtiéndolos en vulnerables (Bourdieu, 2002: 58).
Sin embargo, la generalización del problema de integración social obligó a realizar su análisis como un problema de fragmentación,1 que no tendría como causa única el desempleo o subempleo, sino diversas causas.2
Por otro lado, la debilidad de la función social del Estado se analizó como resultado de la política económica neoliberal, lo que permitió un aumento en el número de pobres sin acceso a las protecciones sociales estatales, fortaleciendo, posteriormente, la función punitiva estatal en contra de los nuevos pobres transformados en delincuentes. A este hecho se le llamó criminalización de la pobreza y la miseria (Wacquant, 2001: 81-84).
En consecuencia, la desigualdad social fue observada a través del aumento de la pobreza por desempleo; mientras, la violencia se analizó como un castigo ejercido por la fuerza armada o policiaca estatal contra los pobres, al dedicarse a actividades ilegales como la comercialización de lo ilícito, lo que generó un aumento en el número de personas encarceladas (Wacquant, 2000).
Pero el supuesto vínculo entre la desigualdad social y la violencia se relacionaría más con los problemas de integración social creados por la fragmentación social, entendida esta última como exclusión recíproca e inclusión desigual (Saraví, 2015: 15).
Por otro lado, la violencia como una acción social armada se puede interpretar mediante la narrativa de sus protagonistas, es decir, como motivos,3 lo que permite conocer algunas características del código seguritario,4 convertido también en la base de legitimidad de las acciones armadas colectivas mexicanas, que han buscado la justicia mediante tareas particulares de vigilancia en sus localidades (Fassin, 2018: 71).
Pero de acuerdo con Gledhill (2016), en el caso mexicano el surgimiento de las economías ilegales o ilícitas se debió a la producción de diversas redes de poder entre agentes estatales y criminales a la sombra de las instituciones gubernamentales, cuya fragmentación fue consecuencia de la desarticulación del poder político, que estuvo concentrado en una presidencia autoritaria y fuerte.
Lo anterior facilitó, en el plano regional, una sólida articulación de las redes políticas con las criminales, que usaban la violencia para obtener el control de los altos beneficios derivados no sólo del narcotráfico, sino de otros negocios ilegales, basados en el despojo de recursos naturales o de propiedades en territorios donde se asentaban diferentes comunidades, lo que también fue favorable a la expansión de la desigualdad social.5
El argumento central del artículo es la existencia de una normalización de la desigualdad social y la violencia, que fue fomentada por un régimen neoliberal, que ha gobernado a través de la inseguridad y la precariedad (Lorey, 2016: 26). Es decir, en las sociedades del trabajo la legitimidad radicaba en la seguridad creada por un empleo protegido por el sistema de bienestar estatal; sin embargo, en las sociedades neoliberales sucede lo contrario: se gobierna por medio de la inseguridad.6
El gobierno de la inseguridad ha creado un orden social donde la incertidumbre significaría vulnerabilidad como amenaza o peligro a la existencia y al patrimonio, lo que se ha ocultado bajo la sombra de instituciones estatales, favorables a la proliferación de negocios informales, con la participación de agentes estatales y criminales, replicando la desigualdad y la violencia.
Por otro lado, según Misse (2018: 21) en el imaginario social o en las representaciones colectivas existe una asociación entre pobreza y criminalidad, fortalecida por los guiones de las instituciones policiacas, difundidos en los medios de comunicación, como si fuera una correlación lineal estadística, pero lo que existe es un tipo de criminalidad asociada a las condiciones de vida precarias de los habitantes de las periferias urbanas o rurales de América Latina.
Sin embargo, el estereotipo pobreza/crimen esconde la existencia de un sistema penal que distribuye de manera desigualdad las penas, lo que significa un procesamiento diferenciado de las demandas de seguridad pública, con un sesgo relacionado con la condición de privilegio o no de los diferentes grupos que integran la sociedad en Latinoamérica (Misse, 2018: 31).
Por ello, la elección criminal no se justifica con la pobreza, sino con la presencia de un sistema estatal que ha favorecido el surgimiento de espacios informales, donde la ilegalidad ha permitido la asociación entre los que administran los medios de la violencia (como las policías) y las organizaciones criminales. Pero esta consideración llevaría a otro estudio; sin embargo, lo que debe de quedar claro es que los medios que generan violencia no son administrados de manera exclusiva por los agentes policiacos estatales, sino también por los diferentes grupos criminales, lo que debilita el supuesto que ha sostenido que la violencia ha sido el monopolio legítimo del Estado.
Por lo tanto, la perspectiva utilizada sobre la desigualdad social es la que hace referencia a un aumento de los riesgos de la existencia (pobreza, enfermedad, vejez) como consecuencia de la ausencia de mecanismos de protección estatal universal y por el fin, al mismo tiempo, de la regulación de las condiciones de trabajo de parte de los sindicatos, con una disminución en el cobro de impuestos sobre los altos ingresos (Rosanvallon, 2012: 203).
Pero en México la existencia se volvió vulnerable ante la debilidad de las protecciones estatales de la vida y del patrimonio, lo que ha elevado la probabilidad de que aparezca una violencia criminal que utilice métodos de despojo en territorios donde la ilegalidad ha creado lazos entre las élites locales y los criminales.
El artículo se dividió en tres partes. En la primera se presentó una breve nota para justificar la metodología empleada en el análisis. Mientras que en la segunda parte se elaboró un análisis teórico para configurar una interpretación del posible lazo entre la desigualdad social y la violencia; después, en la tercera parte se hizo la revisión de una parte de la narrativa binaria periodística del conflicto social armado ocurrido en Tierra Caliente (Michoacán) entre 2013 y 2014, para conocer los motivos de algunos de sus protagonistas7 y poder vincularlos, a su vez, con los puntos de vista teóricos usados para la elaboración de interpretaciones específicas sobre la desigualdad social y violencia. Y en la cuarta parte del artículo se encuentran las reflexiones finales del tema estudiado.
Metodología y justificación
La narrativa de la desigualdad social y la violencia se ha construido como un discurso que ha aparecido en la opinión pública, cuyo vehículo ha sido la prensa; por tal motivo, las creencias ligadas a valores se han expresado de manera binaria. Es decir, el significado social de una narrativa es relacional porque sólo se puede derivar de su contrario; por ejemplo, el significado de la inclusión se vincula con lo que se ha definido como exclusión, lo sagrado con lo profano, lo blanco con lo negro, la tolerancia con la intolerancia, lo abierto con lo cerrado, lo impersonal con lo personal, lo legal con lo ilegal.
Pero en el caso de las teorías, sus conceptos, categorías o clasificaciones se articulan con los hechos porque son signos, que forman un código compartido socialmente, para generar términos con significado, como por ejemplo la violencia y la desigualdad social.
De acuerdo con Alexander (2019: 5 y 6), la realidad social existe; sin embargo, los eventos sólo se pueden expresar cuando se ha construido el concepto para nombrarlos, utilizando signos o palabras provenientes de un código convenido en una sociedad para comunicarse.
Entonces, la narrativa social configura una esfera civil que materializa la solidaridad mediante las instituciones de comunicación, las asociaciones y grupos, lo que no depende del sistema económico o político, sino de la autonomía del individuo o grupo que serviría para la generación de una empatía o no, ante quienes sufren represión al manifestar las creencias que aquellos han aceptado como parte de sus valores o lo contrario, es decir, no son parte de sus creencias, y en consecuencia no emerge una acción solidaria (Alexander, 2011: 91).
Por otro lado, para el análisis del conflicto armado de Tierra Caliente (Michoacán) se utilizó la metodología de Jeffrey Alexander (2019: 120), donde los motivos se consideran como atributos de los actores sociales, expresados como aspiraciones para cumplir con sus creencias, que orientan sus comportamientos en escenarios particulares.
Cuando surge un conflicto, los medios de comunicación, como la prensa escrita, son relevantes porque registran de manera periódica el evento, lo que se transforma en una fuente de información importante para conocer el hecho y ligarlo, posteriormente, con los puntos de vista teóricos para construir una interpretación (Río, 2008).
Por ello, la prensa utilizada como información del conflicto armado mostró de manera general un registro similar de los motivos de los principales protagonistas, como narrativas, alcanzando una difusión nacional.
Mientras, el estudio de la narrativa de los principales protagonistas del conflicto armado no ha sido enfocado mediante los motivos, sino como un hecho creado por la política económica neoliberal con un impacto en el empobrecimiento paulatino del campesino que habita la región de Tierra Caliente, junto con una mayor participación de los negocios privados locales en la producción y comercialización de las drogas ante la pérdida de beneficios derivados de las actividades económicas, así como por el uso generalizado del método de despojo de recursos naturales de las comunidades, altamente valorados en el mercado internacional y con la complicidad de las autoridades estatales (Maldonado, 2018).
El principal hallazgo del artículo se puede sintetizar de la siguiente manera: la inseguridad pública como riesgo para la vida y el patrimonio individual ha sido creada por los criminales y las autoridades incapaces estas últimas de garantizar el valor de la vida al naturalizar la violencia.
Por eso, la violencia mexicana como desigualdad social, lo que se podría considerar como una conclusión general, ha sido resultado de las ausencias e insuficiencias de las instituciones estatales para fomentar la solidaridad y reforzar, en consecuencia, las creencias basadas en los valores civiles: tolerancia, legalidad, respeto, libertad, autonomía, responsabilidad, justicia.
Ahora bien, el estudio de caso seleccionado, según Flyvbjerg (2005:574) se debió a que fue extremo/desorientador porque sus protagonistas poseían información inusual en una coyuntura donde los grupos armados de las comunidades estaban realizando tareas de seguridad pública en la región, y al mismo tiempo combatían la organización conocida como Los Caballeros Templarios, que fue señalada como la causante de la violencia, vivida como inseguridad.
Finalmente, el método de estudio de caso permitió obtener información de sus principales protagonistas, la cual apareció en la prensa nacional debido a que fue visualizada como un evento inédito cuando en la región michoacana se había ensayado la guerra contra el narcotráfico sin considerar que las autoridades municipales y policiacas eran parte del sistema de despojo y de cobro de cuotas ilegales que afectaron a los ingresos de sus habitantes y también las ganancias de algunos empresarios.
Interpretar la desigualdad social y la violencia
La desigualdad social fue creada por la ausencia de solidaridad, que se manifestó como una debilidad de las instituciones estatales cuando no alcanzaron a cumplir con los propósitos de inclusión social mediante el trabajo asalariado. Este hecho fue identificado con la crisis de la sociedad del trabajo, lo que significó la separación del trabajo asalariado de las protecciones sociales.
En realidad, el modelo de inclusión social a través del trabajo asalariado disminuyó las situaciones de vulnerabilidad, que de expandirse no sólo provocarían una mayor exclusión social, sino la desafiliación (Castel, 2000).
La desafiliación, más que la exclusión, posee un significado sociológico porque explica cómo un individuo en una situación de vulnerabilidad se transformó en un desafiliado, sin ligas con ningún colectivo, convirtiéndolo en un abandonado social, que vivirá sus penurias de manera personal (Castel, 2000: 520 y 521).
Desde esa perspectiva, la vulnerabilidad haría referencia a trabajadores como individuos aislados al no poder desarrollar vínculos con algún colectivo porque desempeñan empleos temporales de bajos ingresos y sin protecciones sociales (Castel, 1997: 42-55).
Pero el significado de exclusión social, desde el punto de vista de Gil (2002: 11 y 12), sería más valorativo, lo que permitiría establecer qué tan justa o injusta es una sociedad para los individuos que la integran. Sin embargo, lo justo o injusto también se ha definido a través de la igualdad de oportunidades, que puede ser parte de una aspiración compartida socialmente, lo que significaría la aceptación de un cierto nivel de desigualdad social, que sólo generaría exclusión social cuando “[…] se deja a un individuo fuera de algunos aspectos del juego social, no dejándole participar en el mismo. El juego social supone algún tipo de relación con otras personas de lo que se desprende algún tipo de recompensa material o inmaterial” (Gil, 2002: 16). En este caso, la desigualdad social se explicaría más como una exclusión social, lo que fue provocado por la vulnerabilidad. ¿Por qué? Porque la vulnerabilidad social sería una situación previa a la exclusión, considerada, finalmente, como una situación de riesgo (Gil, 2016: 21).
De acuerdo con lo anterior, la vulnerabilidad social como situación de riesgo produce exclusión social; lo que en la perspectiva de Castel (2010: 23-54) sería una desafiliación, es decir, insisto, ruptura de los lazos de parte de los individuos con todo tipo de colectivo que configura una sociedad.
Por otro lado, Dubet (2011: 41) elaboró una distinción entre igualdad de posiciones e igualdad de oportunidades. La primera fue establecida en países donde había un Estado de bienestar fuerte y con trabajo asalariado protegido. Por eso, cada posición laboral derivaba derechos, garantizados por la intervención estatal, favoreciendo la integración social.
La segunda se basaba en los méritos, establecidos como un valor por el pensamiento económico neoliberal, que supuso la existencia de desigualdades justas, y en consecuencia, aceptadas socialmente; sobre todo porque el principio de igualdad no podía realizarse debido a que la sociedad era definida por la diversidad de los méritos de los individuos que la integraban; por tal motivo, en la igualdad de posiciones se asoció la estratificación socio-profesional y de las clases sociales con las posiciones, definidas sólo por derechos y obligaciones, lo que era independiente de quién o quiénes las ocuparan (Dubet, 2011: 58).
En el modelo de igualdad de posiciones la desigualdad social fue definida como un problema de integración porque se suponía que el mundo laboral creaba vínculos sociales en comparación con los que no formaban parte del mismo. Por tal motivo, la desigualdad social fue interpretada como un problema de integración social.
En el caso del modelo de igualdad de oportunidades, la desigualdad era originada por las desventajas y discriminaciones individuales, como la falta de capacidades y habilidades para poder competir por las escasas oportunidades de empleo en una economía neoliberal.
Ahora bien, la importancia del modelo de igualdad de posiciones radicó en que “[…creó] un sistema de derechos y de obligaciones que conducen a subrayar lo que tenemos en común […es decir] la solidaridad” (Dubet, 2011: 116). A pesar de que había una desigualdad relativa, derivada de las diferentes posiciones en el trabajo, existía ascenso social; mientras, quienes descendían socialmente, según ese punto de vista, no se empobrecían del todo.
Por eso, la desigualdad social entendida como falta de solidaridad se podría vincular a determinadas situaciones de violencia. Sobre todo cuando ha sido visualizada como una relación social que ha emergido en situaciones de excepción (Agamben, 2006). Situaciones caracterizadas por la aplicación discrecional de las leyes, que no garantizan un acceso universal a los soportes sociales, que puedan ayudar al desarrollo de la individualidad social, donde la participación de las instituciones estatales resulta de vital importancia (Bourdieu, 2002).
Entonces, la violencia como excepción es un dispositivo (Agamben, 2016: 13), es decir, una relación de poder que impone un orden favorable al despojo y que sirve también para acumular más beneficios, mediados por el uso de la fuerza en contra de sus víctimas.
En este sentido, la violencia como excepción ha creado territorios donde la ilegalidad ha organizado a las localidades; sin embargo, lo que resulta necesario recordar es que las élites políticas y económicas al amparo de las instituciones estatales han podido desarrollar negocios lucrativos con la participación de las organizaciones criminales; por tanto, el Estado mexicano no está ausente, en esos territorios, sino que sus agentes son parte de la extensa cadena de complicidades, lo que ha desembocado en violencia contra la vida de propietarios, permitiendo, a su vez, construir una legitimidad particular del despojo y de la violencia (Auyero y Berti, 2013: 21-24).
De acuerdo con Durand (2010: 34), en México el Estado de excepción ha establecido un uso de la ley de manera discrecional; con otras palabras, su aplicación es para proteger los intereses particulares de las élites. Este hecho reproduce, al mismo tiempo, la desigualdad social. Pero lo que se debe de destacar es que el poder político se ejerce con nula o escasa regulación jurídica, lo que ha terminado por apoyar sólo los privilegios de las élites.
En suma, la desigualdad social como parte del proceso de debilitamiento de la solidaridad o inclusión social ha favorecido, lo que no se considera como causa única, la aparición de algunas situaciones de violencia.
Sin embargo, la violencia que interpretamos es una acción social armada y legitimada bajo la ideología de la inseguridad pública, donde la pobreza y la miseria material no ha sido su causa directa, sino su percepción como injusticia y agravio, sobre todo cuando se han empleado métodos de despojo del patrimonio, atentando contra la vida de sus propietarios y familias, por parte de una organización local criminal que se fue fortaleciendo a la sombra de las autoridades estatales, transformando el método de extorsión en el fundamento de una desigualdad persistente entre opresores y oprimidos (Tilly, 2000).
En este sentido, la desigualdad social entre opresores y oprimidos se puede analizar a través del discurso binario compuesto por ideales, aspiraciones o creencias,8 que influyen en la organización de las acciones sociales, que se presentan ante los otros como creíbles o no,9 conservando, en consecuencia, su carácter social.
La acción social armada como desigualdad y violencia
El rasgo principal del Estado mexicano como sombra ha sido su configuración a través de relaciones políticas ligadas a los negocios ilícitos, donde el sistema democrático electoral, junto con la política económica neoliberal, ha servido sólo de encubrimiento (Gledhill, 1999); sin embargo, se puede derivar otra característica actual: las acciones colectivas violentas y armadas se han vuelto parte de algunos negocios ilícitos, cuyo resultado ha sido la multiplicación de ejecuciones o homicidios, que desde el punto de vista del Gobierno ha sido sólo obra del crimen organizado.10
Por otro lado, la idea del crimen organizado ha llevado a concluir que existen en todo el territorio nacional grupos armados organizados y estables, que son los culpables de fomentar la disolución de la cohesión social a través de un orden social ilegal, al margen de las instituciones estatales, pero favorable a los intereses particulares (Escalante, 2012: 104).
En este caso la imagen social de los supuestos líderes del crimen organizado se construyó sobre la de los antiguos bandoleros o bandidos, que tenían un fuerte arraigo comunitario, y sus acciones armadas se orientaban por el principio de la justicia social, pero también dirigían sus acciones armadas contra los agentes ajenos a las redes comunitarias, que ejecutaban acciones injustas como el despojo y el robo, atentando contra las vidas de los miembros de las diferentes comunidades (Zavala, 2018: 27-45).
Sin embargo, también la violencia como relación de poder lleva a considerarla como una estrategia de las élites políticas y económicas mexicanas que, al usar métodos de despojo ilegal para apropiarse de patrimonios o riquezas, y a la sombra de las instituciones estatales, se han encubierto, bajo la imagen del llamado crimen organizado, donde sus víctimas han sido clasificadas como ejecuciones o desapariciones realizadas, otra vez, por el crimen organizado (Zavala, 2018: 238 y 239).
Pero, la violencia como relación de poder es otra manera de ejercer la soberanía sobre víctimas despojadas de su identidad social y de sus consecuentes derechos ciudadanos, para transformarlas en vidas humanas sin ningún valor social.11
Por eso, las estrategias de violencia relacionadas con el despojo y la muerte de sus propietarios o de los que han develado las redes existentes entre los agentes estatales con los negocios privados ilegales, han impulsado la proliferación de mecanismos de defensa, aceptación o rechazo,12 de manera individual o colectiva, de la violencia derivada de las diversas situaciones ilegales.13 Este hecho ha reproducido una desigualdad social fragmentada (excluyente o incluyente), vinculada directamente con la excepción en la aplicación de la ley de parte de los agentes judiciales estatales, es decir, por la existencia de un Estado sombra.
Por eso, los anteriores argumentos sirven para realizar la interpretación del discurso binario de los protagonistas del conflicto de Tierra Caliente (Michoacán),14 considerado como parte del código seguritario, expresado como motivos de la acción social armada, lo que debería ayudar a construir su significado específico.
Después del 24 de febrero de 2013, ante un conflicto social armado en Tierra Caliente, se produjo un discurso de parte de los agentes estatales que buscó convencer a la sociedad mexicana del peligro que representaba la existencia de grupos armados que combatían al crimen organizado, pero de manera ilegal. Se consideraba su legitimidad en cuanto a su lucha contra los criminales, representados estos últimos en los estereotipos sociales, como los causantes de la inseguridad pública nacional; sin embargo, eso no significaba su aceptación legal desde el punto de vista gubernamental.
De manera resumida, el discurso binario gubernamental osciló entre la ilegalidad y la legalidad y, la posterior solución estatal, transitó de una situación ilegal a una nueva organizada mediante una supuesta legalidad, lo que sucedió cuando las autodefensas armadas fueron transformadas en policías comunitarias (Lemus, 2015).
Por tal motivo el entonces líder nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI), César Camacho Quiroz dijo: “[…] la única instancia que tiene el uso legal de la fuerza es el Estado […y la existencia de] los grupos de autodefensa da cuenta de una insuficiencia en la capacidad del Estado para brindar los servicios de seguridad pública” (Contreras, 2013).
Mientras, el que fue senador y también coordinador de los senadores del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Miguel Barbosa Huerta, definió a las autodefensas como organizaciones surgidas como consecuencia de la ausencia de protección de parte de la autoridad, aunque reconocía que probablemente el crimen organizado se podría disfrazar de policía comunitaria para seguir actuando al margen de la ley.
Por su parte, el entonces comisionado para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México, que formaba parte de la Secretaría de Gobernación (Segob), Jaime Martínez Veloz, reforzó el motivo compartido por una parte de la élite política acerca del uso ilegal de las armas: “No iremos a platicar, a dialogar con gente que tenga armas de uso exclusivo del Ejército, ahí no podríamos nosotros dialogar con un núcleo de esa naturaleza” (Castellanos, 2013).
El no dialogar con grupos armados fue también reafirmado por el que fue gobernador de Michoacán durante el conflicto armado, Fausto Vallejo:
No sé va a permitir [el avance de los grupos de autodefensa] por ningún motivo, que se siga expandiendo […] Si tratan de ingresar a cualquier otro municipio, serán detenidos con mucha decisión por parte del Gobierno del estado y por parte de la Federación (Castellanos y Gil, 2013: 11).
Otro agente del Estado mexicano, Jesús Murillo Karam, quien fue el procurador general de la República (PGR), frente a la expansión de las autodefensas en Michoacán dijo: “No se va a extender, eso se lo aseguro, lo garantiza el Estado mexicano, el estado de derecho” (Vicenteño, 2013).
Por la expansión territorial de las autodefensas en Michoacán, el entonces presidente Enrique Peña Nieto decidió el 27 de enero de 2014 formar una Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, que fue encabezada por Alfredo Castillo, quien dijo: “[…] los civiles armados no entrarán a la ciudad [Morelia, ciudad capital de Michoacán]. La policía federal ha instalado retenes para evitar un posible avance de las milicias […al mismo tiempo, el alcalde de la ciudad de Morelia, Wilfrido Lázaro lo apoyó]” (Calderón, 2014).
Nótese que el objetivo gubernamental fue el desarme de los grupos de autodefensa, desarrollando una estrategia de atención de algunas carencias que sufrían los miembros de las diferentes comunidades, por lo que la desigualdad social regional se le vinculó con la pobreza, lo que había provocado supuestamente la presencia de grupos criminales, que desarrollaron, al mismo tiempo, funciones de seguridad pública y de bienestar.15
De culpar la omisión del entonces gobierno de Enrique Peña Nieto para otorgar seguridad pública a la región, se pasó a su intervención en el conflicto, lo que se acompañó de acusaciones contra las autodefensas porque se les imputaba el servir a un cártel enemigo de Los Caballeros Templarios: el Cártel Jalisco Nueva Generación; en este sentido, Jesús Murillo Karam dijo: “[…] La Procuraduría General de la República indaga evidencias de que el cártel de Jalisco Nueva Generación ha entregado armas a algunos autodefensas, toda vez que hay dos detenidos que lo confesaron y se ha abierto un periodo de investigaciones” (Mercado y Brito, 2014: 31).
Pero en esa narrativa, que convirtió a las autodefensas en culpables, se inscribió el que fue diputado del PRD y posteriormente gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles, pues pidió la investigación de todos los líderes de las autodefensas.
Se tiene que investigar a todos [por los antecedentes criminales en los Estados Unidos del líder de las autodefensas del municipio de la Ruana, Hipólito Mora]. A ver, de entrada aunque hubiera esta ficha del FBI que aparece hasta ahora, tanto el señor Mora como los demás usan armas de uso exclusivo del Ejército y las Fuerzas Armadas. Ése es un delito federal y no alcanza fianza (García, 2014a: 6).
De culpar a las autodefensas de ser grupos armados ilegales y de estar al servicio de algún grupo criminal, fue ocupando un mayor espacio en los medios de comunicación la narrativa gubernamental de reconocer su existencia legal, siempre y cuando aceptaran su transformación en policías rurales. Por eso, el que fue secretario de Cultura del Gobierno de Michoacán, Marco Antonio Aguilar Cortés, dijo: “El reconocimiento de los grupos denominados autodefensas y su incorporación a los cuerpos rurales se enmarca dentro de la ley, y el Gobierno de Michoacán apoya totalmente esta decisión del Gobierno federal” (Román, 2014).
Lo que después tuvo su apoyo en el comandante de la 12a Zona Militar, Daniel Velazco:
Las autodefensas se institucionalizan al incorporarse a los cuerpos de defensa rurales […] habrán de incorporarse a un cuerpo regulado por una dirección general de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) […] incorporarse a las defensas rurales permitirá a las autodefensas andar armados en sus comunidades […] las defensas rurales, además, recibirán adiestramiento una vez al mes (Cano, 2014: 9).
Pero para convencer a las autodefensas de su conversión en policía rural se les tuvo que reconocer su participación en la lucha contra Los Caballeros Templarios. Así lo expresaron tanto el entonces gobernador Fausto Vallejo como el comisionado Alfredo Castillo. El primero dijo: “Los comunitarios limpiaron la región de integrantes de la delincuencia organizada […] el comisionado federal de seguridad Alfredo Castillo y yo haremos las gestiones necesarias para que se analice caso por caso y sean liberados quienes no tengan cuentas pendientes con la justicia” (Martínez, 2014). Y el segundo afirmó: “Lo más importante que ellos [las autodefensas] tienen no es […un] arma, su mejor arma es la información. El esfuerzo que estamos realizando es para que nos platiquen, para que nos den información. Es información a cambio de seguridad para ellos” (Camarena, 2014).
Por otro lado, la aceptación de la ilegalidad como legalidad se presentó en la destitución de quien fue alcalde del municipio de Tepalcatepec, Guillermo Valencia, expulsado de la localidad por las autodefensas debido a que fue acusado de tener ligas con el enemigo (Los Caballeros Templarios); sin embargo, su separación del cargo se legalizó cuando el Congreso de Michoacán votó a favor de su remoción: “No lo esperaba. Pensé que había una animadversión del comisionado federal Alfredo Castillo, pero no que iba a llegar a tal extremo […] el Gobierno quiere pacificar Michoacán a costa de lo que sea” (Chouza, 2014a).
Por su parte, los videos que aparecieron en las redes sociales donde se observaron reuniones entre el líder de Los Caballeros Templarios (Servando Gómez, alias la Tuta) y funcionarios estatales, incluyendo a uno de los hijos del gobernador Fausto Vallejo, mostró que las instituciones estatales eran una fachada o una sombra de suma utilidad para la realización de negocios ilegales:
Es cierto que sobre Fausto Vallejo no pesa ninguna acusación legal, pero sí una enorme responsabilidad política […] dejó el territorio nacional. Se fue, dijo él, a hacerse un examen médico […] no puede volver. Que regrese a México, si es lo que quiere, pero no a la gubernatura. No después de que todos vimos a su secretario de Gobierno (Jesús Reyna) recibiendo instrucciones de Servando Gómez La Tuta, líder de Los Caballeros Templarios. No cuando se exhiben fotografías de su hijo con el mismo delincuente (Maerker, 2014).
En este caso, la actuación ilegal de los agentes estatales reafirmó que las instituciones de gobierno son sombras que, en ocasiones, evidencian los acuerdos criminales. Por eso, ante la exhibición en las redes sociales de su complicidad indirecta con los templarios, el gobernador renunció a su cargo el 18 de junio de 2014, lo que se dio a conocer a través de un boletín: “Vallejo manifestó su decisión de separarse de la gubernatura para atender su salud, la cual requerirá de un tratamiento permanente y continuado” (Beauregard, 2014).
Por otro lado, los métodos de cobro ilegal utilizados por Los Caballeros Templarios afectaron también a la administración de los gobiernos municipales. Por ejemplo, el que fue presidente municipal de Coalcomán, Rafael García Zamora, militante del PRD, denunció: “[…] toda la población y sus autoridades estaban sometidas al cártel de Los Caballeros Templarios, quienes los tienen amenazados de muerte” (Gil Olmos, 2013: 6).
En el caso del municipio de Chinicuila, el entonces alcalde, Jesús Humberto Virgen describía cómo operaban Los Caballeros Templarios en la región de Tierra Caliente:
Nos cobraban el gasto directo para algunas personas como aviadores. Estamos hablando de unos 200 mil [pesos] al mes y aparte tenía que comprarles a ellos todos los insumos de aquí del Ayuntamiento y ya con su respectivo 10 ó 15 por ciento aumentado, aunque ellos nada más los trajeran de la tiendita de la esquina. Yo no tenía que comprarle a nadie más que a ellos (Góchez, 2014: 10).
Lo anterior muestra que se ha confundido el Estado en la sombra con la ausencia o debilidad de las instituciones estatales, lo que se puede considerar a través de la opinión del obispo de Apatzingán, Miguel Patiño, quien mediante una carta pastoral fechada el 17 de octubre de 2013 dijo que en Michoacán había un estado fallido porque “[…] hay ausencia de ley y justicia, provocando inseguridad, miedo, tristeza, ira, desconfianza, rivalidades, indiferencia, muerte y opresión” (Rodríguez, 2013: 15).
Por otro lado, el discurso de legitimidad de la lucha de las autodefensas fue presentado por quien fue su vocero principal: José Manuel Mireles, al afirmar que el movimiento de las autodefensas michoacanas era
[…] un movimiento social, no una guerra contra el Gobierno o el Ejército, mucho menos contra el estado de Michoacán, pese a su pasividad y negativa a aceptarnos. Es única y exclusivamente contra el crimen organizado, contra la delincuencia en cualquiera de sus modalidades, desde el robo de un alfiler hasta el secuestro y la ejecución […] Andamos haciendo el trabajo que el Gobierno del estado no quiere hacer o que no ha podido, por andar involucrado con el crimen organizado. Desde la Presidencia Municipal hasta el gabinete del Gobierno del estado, incluyendo al Congreso, todos están involucrados (Gil Olmos, 2013: 9).
Sin embargo, las autodefensas, desde una perspectiva general, también impusieron en algunas ocasiones autoridades municipales. Esto sucedió cuando los hermanos Juan José y Uriel Farías Álvarez, miembros de la autodefensa de Tepalcatepec, decidieron que la nueva alcaldesa sería Laura Patricia Lezama. Un regidor denunció el hecho:
Ellos la pusieron, ella hace lo que las autodefensas dicen. Para eso está allí, para velar por los intereses de los autodefensas […primero desconocieron al alcalde Guillermo Valencia, acusado no sólo de que tenía lazos con Los Caballeros Templarios, sino después por abandono de su cargo, después desconocieron a la suplente Candelaria Sánchez) (García, 2014b: 4).
Una vez que fue destituido del cargo de vocero de las autodefensas, José Manuel Mireles, lo que demostró que las autodefensas actuaban ya como grupos fragmentados, dijo que no aceptaría el desarme de las autodefensas porque el Gobierno los quería desunir; con otras palabras, la solidaridad emergió sólo para enfrentar los métodos de extorsión y despojo de Los Caballeros Templarios con las armas; por tanto, su desintegración significaba lo contrario: la no protección gubernamental de las comunidades (Gil Olmos, 2014a: 10). No entendió que las instituciones estatales mexicanas son sólo fachadas para encubrir los negocios ilegales, con beneficios privados para los participantes particulares y del Gobierno.
Mientras, el activismo de José Manuel Mireles, más allá de Tierra Caliente, culminó con un llamado, durante el encuentro #Yosoyautodefensa, celebrado el 26 de mayo de 2014 en el Poliforum Cultural Siqueiros de la Ciudad de México:
[…] a la insurrección de conciencia, a la solidaridad. Nuestras peticiones son dos: seguridad pública y acceso a la impartición de justicia […] Las autodefensas de México somos un grito nacido del dolor […] Por cada muerto que enterramos nacen mil motivos para seguir adelante (Chouza, 2014).
Pero más que una toma de conciencia nacional de que el problema de la inseguridad pública se solucionaría con la formación de autodefensas, su performance personal ante algunos grupos sociales radicales encontró apoyo. Por eso el 30 de mayo de 2014 Mireles afirmó ante un público afín de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, que el convertir a las autodefensas en policías rurales era una opción errónea porque reconocía, de manera indirecta, que los miembros de Los Caballeros Templarios eran parte de las comunidades debido a que ahora se
[…uniformaba] templarios de policías rurales, de defensas rurales darles más armas, más cartuchos […afirmando después que él no había sido destituido de la vocería de las autodefensas] porque […vocero] es alguien que se contrata. Los Luchadores sociales no somos voceros de nadie, porque como líder nadie me puede quitar una posición que tampoco nadie me dio (Muedano, 2014).
Mientras, el vicario de la catedral de Apatzingán, Gregorio Goyo López, coincidía con Mireles al afirmar que el comisionado Castillo había fracasado en su misión porque “[…] pactó y protegió al grupo criminal Los Viagras, y los convirtió en fuerzas rurales, lo que les dio más poder” (Gil Olmos, 2014b: 23).
En suma, y según el líder de la autodefensa de la Ruana (municipio de Felipe Carrillo Puerto), Hipólito Mora, los motivos de su acción colectiva armada fueron porque el Estado mexicano los había abandonado y agregó: “[…Los Caballeros Templarios estaban aliados con las policías municipales] y al presidente Peña Nieto le pediría que nos ponga un poquito de atención, no mucha, sólo un poquito” (Prados, 2013).
No se entendió, insisto, que el Gobierno federal era parte de un sistema que encubría los negocios ilegales, mientras que la acción punitiva de las autodefensas en este escenario regional fue para dejar
[…] el camino libre a los adversarios de ese cártel [Los Caballeros Templarios], específicamente al jalisciense denominado Nueva Generación y al nacionalmente dominante, de Sinaloa […] para que siga el “negocio” tan sabido, a condición de que no ejerzan medidas despóticas y crueles como las que practicaron usualmente los templarios […] (Hernández, 2014: 10).
La anterior narrativa, según Gil Olmos (2015: 16 y 17) encontró su sustento en la participación de los hermanos Uriel Farías Álvarez y Juan José en la formación de las autodefensas en Tepalcatepec no sólo repartiendo armas, sino porque ambos eran integrantes del grupo criminal adversario de los Templarios: el Cártel Jalisco Nueva Generación.
Por otro lado, los negocios ilícitos articulados al tráfico de drogas establecieron en la región métodos de acumulación por desposesión, de acuerdo con Harvey (2006), lo que afectó no sólo la dinámica local de exclusión recíproca/inclusión desigual,16 sino que mostró que la vigilancia de ese mercado se realizaba mediante la violencia sin importar si era legal o ilegal, lo que fue resultado de la asociación entre los agentes estatales y los grupos criminales (Calveiro, 2019: 49).
Por ello, la violencia también fue un método de control social al producir miedo entre los integrantes de la comunidad, lo que significó la aceptación del terror impuesto por Los Caballeros Templarios, interpretado como dominación, lo que fue parte, a su vez, del ejercicio del poder, tanto del gobierno local como de los Templarios.
Por su parte, el código seguritario también definió a los amigos/enemigos en un escenario de conflicto armado, donde el ideal civil17 de la seguridad pública se transformó en uno particular, el de recuperar no sólo parte de las propiedades despojadas por Los Caballeros Templarios, sino de castigar a los que habían realizado esas confiscaciones. Aunque los confiscadores eran miembros de las comunidades, esto generó discusiones en asambleas públicas para perdonarlos,18 cuyo resultado fue el convertir a algunos en nuevos miembros de las autodefensas (De Mauleón, 2014: 15-21).
Por otro lado, el valor de la solidaridad, según Dubet (2015: 40 y 41) induce a desear la igualdad, pero en el caso del análisis discurso binario a través de los motivos de algunos de los protagonistas del conflicto armado, no estuvo presente porque la necesidad de organizarse fue sólo para terminar con los métodos violentos ilegales de despojo, donde se reafirmó que el discurso gubernamental de la seguridad pública, cuyo referente fue el combate al crimen organizado, ha sido otra manera de encubrir los negocios particulares ilegales, cuyos costos se han repartido socialmente y de manera desigual.
Reflexiones finales
El problema de la desigualdad social se puede estudiar como resultado de la debilidad de los mecanismos que crearon solidaridad o integración de diversos grupos en una sociedad capitalista, cuya consecuencia fue la disminución del conflicto social mediante la limitación de las acciones violentas.
Sin embargo, en las sociedades capitalistas contemporáneas una de las características de las desigualdades sociales, después de la crisis de la sociedad del trabajo, ha sido su multiplicación por diversas causas, lo que le ha restado importancia al problema de la solidaridad.
En otras palabras, se ha dejado de lado la preocupación de cómo producir solidaridad, lo que ayudaría a la construcción de una integración social con reconocimiento de una diversidad, afectada por la ausencia de un contexto de igualdad material.
No se entendió, insisto, que el trabajo asalariado dejó de ser el mecanismo casi único de reproducción de solidaridad en las sociedades capitalistas, lo que ha llevado a algunos análisis académicos a estudiar como una causa directa del final de la sociedad del trabajo a la política económica neoliberal y sus nuevos instrumentos de despojo de acumulación privada de capital que han resultado violentos.
Entonces, el énfasis se ha colocado más en los nuevos métodos de desposesión del capital, que han sido interpretados como una estrategia específica de acumulación violenta, observada a través de las estadísticas de concentración de la riqueza, acompañadas del estudio en el aumento de las tasas de desempleo y subempleo. En este caso, la desigualdad social tendría como causa la concentración de la riqueza con un consecuente aumento del número de pobres.
Por tal motivo, la violencia sería resultado de ese proceso de empobrecimiento de amplias capas sociales, transformadas en vulnerables por haber perdido una parte importante de su patrimonio y el estar fuera del mercado de trabajo.
No existe un medio único para generar la solidaridad como integración social, sino un universo diferenciado de medios para lograrlo, sobre todo porque lo que se comparte como valores o creencias de parte de los miembros de un grupo a través de sus relaciones horizontales, conlleva a exclusiones de los individuos o grupos que no las han asumido como propias; en consecuencia, no podrían acceder estos últimos a las ventajas limitadas sólo para quienes pertenecen al grupo señalado.
Se propuso que interpretar la desigualdad social como un problema derivado de la ausencia de solidaridad fue para comprender mediante el análisis de los motivos de los sujetos en sus narrativas, que la vulnerabilidad de quienes integran las comunidades de Tierra Caliente no es resultado sólo de la destrucción de la cohesión social por la violencia criminal, sino que las instituciones estatales han facilitado la realización de negocios ilegales, donde participan criminales y autoridades.
Por otro lado, en un contexto de violencia, la desigualdad social ha generado costos diferenciados para los vulnerables, mientras la sombra de las instituciones estatales ha ayudado a la multiplicación de diversas ilegalidades de las élites políticas y económicas mexicanas y en ocasiones asociadas a los negocios de los grupos criminales.
En Michoacán el conflicto social armado mostró que la violencia regional, bajo el manto de la inseguridad pública, fue una resistencia para limitar algunos excesos de la ilegalidad que organiza/desorganiza la vida social local y que ha reconfigurado las creencias colectivas acerca de las posibilidades y limitaciones de las actividades criminales como un medio informal de ascenso social.